Alegría y Personalidad

 

Madrid, 1 mayo 2023
Xosé Domínguez, doctor en Filosofía

            Mientras que la felicidad (eudaimonía) ha sido recurrente objeto de estudio por parte de las más diversas doctrinas éticas y antropológicas a lo largo de la historia del pensamiento, la alegría resultó tradicionalmente confinada al ámbito de la psicología, al ser entendida de modo habitual como una de las emociones fundamentales.

            De hecho, en la Edad Media, y luego en la filosofía racionalista, la alegría era conceptuada como una de las pasiones del hombre, como un sentimiento o afección interior que surgía por la presencia de un determinado objeto que, de algún modo, convenía a la persona.

            Así Descartes, en su Tratado de las Pasiones del Hombre, define la alegría de un modo semejante a Tomás de Aquino: como una “pasión suscitada por la presencia de un bien presente”. De este psicologismo está teñida toda la producción posterior respecto de esta vivencia. Incluso hoy en día la alegría suele ser estudiada en los manuales de psicología, dentro del capítulo dedicado a la vida afectiva.

            Las raíces últimas de esta manera de conceptuar la alegría se encuentra, quizás, en la filosofía antigua. En cierto modo, el concepto de manía o locura divina, que aparece en el Fedro de Platón, y que es entendida como entusiasmo por la presencia transformante y dinamizante de lo divino en el alma, se asemeja en mucho a la vivencia de la alegría.

            Y aunque este entusiasmo no es mero sentimiento, sino que afecta de raíz a quien contempla lo bello o lo bueno, pronto fue eliminada toda implicación antropológica. Así Cicerón, al igual que todos los estoicos, señala que la alegría es “un estado de ánimo, ante la posesión de un bien que no hace perder la serenidad y el señorío al alma”.

            El 1º atisbo de superación de este psicologismo lo encontramos en el racionalista Spinoza, quien en su Ética dirá que “la alegría es la transición de la persona de una menor a una mayor perfección”. Y Leibniz llevará a cabo una distinción que nos será más adelante de gran utilidad, la de diferenciar:

-la laetitia, como placer del alma ante la posesión de un bien,
-el gaudium, como
sereno gozo incondicionado.

            Sin embargo, estas nuevas interpretaciones parecen no tener eco hasta las alusiones que hacen a esta vivencia varios pensadores desde su visión existencialista y personalista.

            Ejemplares resultan, en este sentido, las aportaciones de Kierkegaard, quien, en su El Lirio y el Pájaro muestra cómo la alegría existencial, frente a lo tradicionalmente mantenido, “es incondicional y no depende de la posesión de ningún bien, sino de un sentido global que hace plena su existencia”. En este mismo sentido, Gabriel Marcel dirá que la alegría es “el surgir mismo del ser”. Parece, por tanto, que la perspectiva personalista abre nuevos caminos para entender qué ha de ser la alegría. Internémonos decididamente por ellos.

a) La alegría: perspectiva personalista

            Un 1º obstáculo a la hora de tratar rigurosamente el fenómeno de la alegría lo constituye el modo indiferenciado con que, en el lenguaje cotidiano, se emplean los términos felicidad, alegría y contento, porque no pocas veces se emplean en contextos con significados equivalentes. Sin embargo, la felicidad parece referirse más bien a un estado de plenitud y quietud, tras un proceso de construcción. Con razón Julián Marías en su Antropología Metafísica denomina a la felicidad un imposible necesario.

            Si bien todos queremos ser felices, pocos se atreven a asegurar que lo sean, al menos de un modo duradero. El hombre es un ser ontológicamente insatisfecho, llamado a realizar su existencia, a hacerse más pleno. Por eso parece más adecuado hablar de alegría como del estado dinámico de quien camina hacia esa plenitud.

            Pero no se trata de un estar alegre, o de una alegría condicionada a los acontecimientos o a la circunstancia, sino de un ser alegre. No diferenciar esto es lo que lleva frecuentemente a confundir el estar contento (que no es sino el resultado de satisfacer algún tipo de necesidad, carencia o ilusión) con la alegría y aun con la felicidad.

            El hombre, como indican personalistas y existencialistas, es una tarea para sí mismo. Tiene que elegir quién quiere ser. La vivencia de la plenitud de su realización sería propiamente la felicidad. ¿Y qué la alegría? La alegría sería, en sentido metafórico, el “ensanchamiento del ser”, el dar de sí hacia esa plenitud. Queda ya claro que, en la línea del gaudium leibniciano, la alegría a la que nos referimos es un estado ontológico, no psicológico.

            ¿Y cómo es posible ese ensanchamiento del propio ser? ¿O qué lo posibilita, e impulsa? El encuentro. El encuentro es aquella experiencia personal radical en la que se hace presente otra persona significativa, de manera que, acogiéndola, se establece una comunicación fecundante. En palabras de Buber, “el yo surge, como elemento singular, de la descomposición de la experiencia primaria, de las vitales palabras primarias yo que te afecto a ti y tú que me afectas a mí” (yo y tú).

            Todo encuentro interpersonal fecunda a los que se encuentran, porque les proporciona las posibilidades y el sentido para desarrollar su existencia. El hombre crece en diálogo con la realidad circundante, con las otras personas. Y este diálogo existencial es el que le impulsa a la creatividad. Este es el dinamismo que explica la vivencia de la alegría como gaudium essendi. Pero los otros, con los que se confecciona el tejido de la propia vida, no sólo son posibilitantes e impulsores de lo que cada quien es, sino el apoyo último (material, físico, cultural, psicológico, afectivo...) sobre el que se construye cada persona.

            Pero este encuentro no es nunca anónimo, sino que sitúa de frente el propio rostro ante otro rostro. En este sentido, sólo hay alegría en el encuentro fecundante con rostros concretos, porque en el cendal de cada rostro se barrunta el rostro.

            Y no es un encuentro que se realiza de una vez para siempre, sino un continuo crecer en un ámbito alegre común, en el que se entrega un sentido, unas posibilidades y un apoyo. Es una entrega real, que sigue operando toda la vida. La comunidad con esos otros es lo que posibilita la alegría, pues la realidad del hombre, que está frente a toda realidad, es una realidad obtenida.

            ¿Y cómo? Responsabilizándose de sí, y habiéndoselas con la realidad que le ha tocado en suerte. La persona es el ámbito de lo posible, y por ello la alegría surge en la vivencia y enriquecimiento que se obtiene al ir incorporando las posibilidades de los demás, por propia voluntad, a la propia persona.

            Para Platón, el impulso fundamental que dinamizaba a cada hombre era el del anhelo de, purificado lo sensible, “volver a la contemplación de la Idea”. En el mismo sentido, según Aristóteles, la substancia humana tendía a la perfección “por imitación al Theos”. Y para muchos de los más grandes pensadores, este aspirar al Absoluto (a lo bello, a lo justo) constituye el dinamismo inalienable de la persona. Incluso el ateo Sartre decía literalmente que “el hombre es el ser que proyecta ser Dios, que desea ser Dios”.

            Cada acción en la que el hombre se construye le plenifica, entre descansos ontológicos (en lo real) y el inquietante camino hacia la plenitud. Incluyo el mero hecho de encontrar apoyo e impulso, para la tarea de construirse a sí mismo, ya es algo que alegra. Por ello, la alegría se encuentra tanto en el dinamismo como en el descanso, y se va convirtiendo en una sed de más en cada momento de perfección.

            Alegrarse es, por tanto, ir satisfaciendo el progresivo proceso de personalización, de colmación ontológica. No se trata, por tanto, de una mera satisfacción biológica (el mero estar contento), ni de un reequilibrio homeostático, ni de ir acumulando éxitos, bienestar o riqueza. Queda ya claro que la alegría no es un estado de ánimo, sino un estado de la persona.

            Por supuesto, se trata de un estado que encierra momentos objetivos: las realidades personales, con las que cada persona se encuentra. Por eso, la alegría no es algo que ocurre en la persona, sino que es la persona misma ocurriendo. La alegría es gerundia: es la persona alegrándose. No es radical, por tanto, hablar de carácter alegre o melancólico, pues la alegría no ocurre fundamentalmente en la personalidad, sino en la personeidad.

            Pudiera parecer ingenuo hablar de que el hombre es alegría cuando el discurrir de la historia y de su propia biografía está tejida de dolor y sufrimiento. Sin embargo, como señalaba Mounier en su revolución personalista y comunitaria, “no hay camino que no pase por la encrucijada de la cruz”, pues la alegría “constituye el sonido mismo de la vida de la persona humana”. Esta doble condición, donde la alegría existencial “está mezclada con la tensión trágica”, hace de nosotros “seres de respuesta, responsables”.

            Siendo la contingencia y la menesterosidad algo esencial a la persona, es imposible eliminar de la persona el dolor, por lo menos mientras seamos finitos. De ahí que ante el dolor, como actitudes finitas, sólo quepan 3 posturas:

-no aceptar el dolor, tanto metafísico como moral o físico. Lo cual acabaría generando angustia y desesperación.
-resignarse, como pretendían los estoicos.
-aceptar el dolor sin más, que subsume a la persona en en su dolor, la repliega y la llena de tristeza.

            Pero hay una 4ª opción: la de reconocer lo infinito. Y desde él asumir el dolor como una posibilidad que se ofrece, o como una circunstancia valiosa, en orden a recorrer el camino hacia la plenitud. Es una parte escarpada y agreste del camino, pero camino al fin. El dolor es, de esta manera, compatible con la alegría, y en algunas ocasiones una exigencia para la verdadera alegría. Porque el dolor, al enfrentar al hombre a su contingencia, le abre al Infinito.

            Pero la alegría, digámoslo claro, es incondicional, y no depende directamente de los esfuerzos personales. La alegría es un don que los demás tienen para mí. ¿Y qué se nos regala en este ofrecimiento? El horizonte infinito, y el suelo finito, donde desarrollar la personeidad. Así como las posibilidades para hacerlo posible en mi vida y el impulso para transmitirlo a los demás. Se trata de un don que abre las puertas del Absoluto, en cuanto plenificante. Es la “dimensión teologal de la alegría”, en términos de Zubiri, o sentido religioso de la persona.

b) La alegría: su realización práctica

            La alegría de la que estamos hablando es incondicional. Pero que no tenga condiciones, o no dependa de conseguir esto o lo otro, no supone que no tenga exigencias. En 1º lugar, sólo es posible en un encuentro fecundante que mantiene una actitud de apertura y acogida al otro que se hace presente a mí. Como dice Buber, “el tú me sale al encuentro por gracia, no se le encuentra buscando”. En cualquier caso, es a cada persona a quien le corresponde mantener esta actitud de salir al encuentro del otro, y quien no espera lo inesperado nunca lo encontrará.

            Esto significa que, en la medida en que salgo de mí, me hago cargo del otro, “me responsabilizo del otro” (como precisa Lévinas), y el otro me compromete. Y si no hay compromiso, la inquietud que acompaña la vida de la persona (en su hacerse) se torna mortecina tranquilidad. Es el caso de quien, ante los demás, prefiere cerrarse a ellos o tratarles como instrumentos, intentando dominarlos.

            Etiquetar al otro, o reducirlo a objeto, imposibilita todo encuentro y, por ende, la alegría. Esta actitud viene acompañada de lo que Kierkegaard conceptuaba como diversión, o Heidegger como vida inauténtica: la de vivir distraído de lo esencial, para dispersarse en la absolutización de las dimensiones parciales como el trabajo, la diversión o el éxito (medido casi siempre en clave económica).

            Esta actitud es la que lleva al estado de anestesia ontológica, de narcisismo anestesiante y de ruido externo e interno, el cual lleva aparejado tomar al otro como objeto para dominar o fusionarse a él.

            Dicho esto, se entiende que todo encuentro exige respeto a la otredad personal del otro, pues el otro no amenaza lo propio, ni es su límite o infierno (como pretendía Sartre), sino realidad posibilitante e impelente. Pero esto sólo tiene lugar cuando se respeta al otro, se le toma en consideración y se produce una activa apertura a su riqueza. Y esto exige tiempo y gratuidad, por ambas partes.

            Para que todo esto se verifique es necesario también silencio y recogimiento interior, de modo que la persona pueda recobrarse a sí misma y recuperarse de la dispersión. El recogimiento, decía Marcel, es “el acto por el cual yo me recobro como unidad”. Y quizás nunca más que ahora las condiciones de vida reales dificultan este silencio interno.

            Recobrar la conciencia de la propia personeidad in fieri, desvanecida en medio del ruido de tantas relaciones superficiales, actividades sin fin, fiestas sin nada que festejar, o prisas para llegar antes a ninguna parte, es lo que permite, más allá de todo contento, la más intensa alegría como estado habitual.

            Sólo quien es capaz de romper la alienación que supone vivir con una vida inmediata, sin proyecto ni dominio, puede recobrarse en la intimidad. Lo cual no consiste en una fuga mundi, sino de una recuperación de sí mismo. Nada madura si no es en la silente paciencia del retiro, que ahuyenta toda voz exterior y queda a la escucha.

            Tomar conciencia de sí mismo, habiéndose recobrado a sí, es lo que permite integrar las dificultades, el dolor y los sinsabores de la vida. Esto es propiamente el humor. Sólo quien es alegre tiene capacidad humorística (que nada tiene que ver con la comicidad o chistosidad).

            La alegría, en fin, exige una vida en tensión (no excitada o estresada) en el sentido del eros (amor) platónico, una vida atenta, consciente, que responsablemente decide “esculpir su propia estatua”. Y esto sólo es posible con el otro. Sólo la vida arriesgada, que no se aferra a las inmediateces, o a las seguridades tranquilizantes, o al dictado de la mentalidad dominante, está en disposición de entreveramiento con el rostro. Y sólo ese rostro es alegrante.

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  Act: 01/05/23       @fichas de reflexión            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A