Conocimiento de las Normas
Pamplona,
1 febrero 2020 Para empezar, convendrá detenernos un momento en una cuestión importante: ¿dónde se puede encontrar la teoría ética?, es decir, ¿cómo puedo conocer cuáles son las reglas éticas que he de aplicar en mi vida? Cuando se intenta determinar las reglas de una buena conducción de automóviles, se puede acudir, por ejemplo, a 3 fuentes de información: -estudiar el automóvil, su construcción y estructura, su dinámica y su
funcionamiento, Las fuentes de la ética son parecidas a las de la conducción de automóviles porque, en definitiva, estamos hablando de una ciencia. La filosofía estudia el hombre, su fin, su conducta, sus posibilidades y limitaciones. La ética filosófica se basa, pues, en la antropología, y ésta en la metafísica. Claro que, del mismo modo que un mal ingeniero, estudiando un automóvil, puede llegar 3 conclusiones erróneas sobre cómo conducirlo bien, una mala filosofía nos puede llevar a una ética errónea (y la abundancia de teorías éticas existentes hoy en lía, a menudo contradictorias, ya sugiere que hay mucha mercancía averiada en ese mercado). El estudio de la sociedad y de las costumbres es otra fuente de conocimiento de la ética. Ahora bien, del mismo modo que hay muchas personas que conducen mal, o que ignoran el tipo de máquina que manejan, de tal modo que sus opiniones o criterios no pueden ser, en modo alguno, fuente de reglas para una buena conducción, igualmente el criterio sociológico, el estudio de la legislación positiva o la simple observación de lo que la gente hace no pueden ser criterios morales definitivos (salvo que dé la casualidad que topemos con una sociedad en que las reglas morales recibidas se viven y trasmiten con seriedad). La ética de origen religioso es, en definitiva, la respuesta del Creador del hombre (Dios) sobre su obra, sobre cómo hizo al hombre, qué espera de él 1 cómo debe comportarse para responder al criterio de su creador. También aquí hay pluralidad de éticas, quizás porque se tomaron como respuestas divisas lo que, en definitiva, fueron sólo invenciones humanas. Pero, en el fondo, no hay tres criterios de moralidad, sino uno sólo. Del mismo modo que las reglas dadas por el constructor del automóvil, por el experto ingeniero y por los buenos conductores deben coincidir, la ética de origen religioso, la que se basa en una buena filosofía y los criterios y la conducta moral de los hombres honrados y bien formados no pueden estar en conflicto. Esto quiere decir que el recurso a criterios religiosos no altera las reglas de una sana ética filosófica, y que la sociología sólo indica lo que la gente hace (que puede coincidir o no con la ética natural o con la moral cristiana), no lo que debe hacer. a) Criterios éticos El planteamiento de la ética que parece más apto fue iniciado por los filósofos griegos, principalmente Aristóteles, siguiendo un esquema en 3 etapas: -conocer el hombre como
es, Éstas son las normas éticas. Esta, pues, es la ciencia que explica cómo debe ser la conducta del hombre, a partir de su situación actual (cómo es), para llegar a su fin (como debería ser); por tanto, las reglas que llevan al hombre a su perfección. Lo que la religión cristiana añadió a ese esquema no lo altera sustancialmente. La revelación divina ofrece nueva información sobre el hombre (como es, por ejemplo, su situación tras el pecado original) y sobre el hombre como debería ser (elevado al orden de la gracia, hecho hijo de Dios y llamado a participar de la gloria de Dios en el cielo). Las reglas éticas derivadas de lo anterior son las mismas reglas de la ética filosófica, pero ahora más sólidas, mejor fundamentadas y con mayor alcance. El protestantismo parte del esquema anterior, pero cambia sustancialmente el contenido del primer punto, pues para él, el hombre: -es
un ser caído,
sin capacidad de levantarse por sí solo, sin otro remedio que la
predestinación divina, Para el protestantismo, pues, no hay reglas humanas capaces de cerrar el abismo abierto por el pecado. Sólo queda la aceptación de las reglas dadas por Dios, sin recurso a la racionalidad humana para entenderlas. La consecuencia extrema pero lógica de la postura protestante la lleva a cabo el pensamiento moderno. No hay reglas humanas ni divinas capaces de llevar al hombre de su estado actual a su situación definitiva, por la sencilla razón de que no existe un fin del hombre, no hay un modelo, un hombre “como debería ser”. Por tanto, si admitimos la existencia de unas reglas éticas, éstas quedarán indeterminadas. Para Aristóteles, la razón era capaz de deducir reglas universales, válidas siempre, capaces de llevar al hombre a la felicidad. Para los católicos, las reglas dadas por Dios coinciden con las reglas de la filosofía (son pues, racionales), e incluso van más allá en seguridad, riqueza y amplitud de contenido. Para los protestantes, las reglas las da Dios, pero no tienen fundamento racional. Para los modernos, no hay reglas; en todo caso, pueden admitirse unas normas prácticas, a fin de garantizar la concordia humana, las buenas costumbres, la paz social... pero son normas arbitrarias y, por tanto, mudables. El criterio que seguimos aquí es el primero, el basado en la religión cristiana y en la filosofía aristotélico-tomista, tanto por convicción religiosa como por su fundamentación filosófica. b) Fundamentación antropológica de la Ética Consideramos, pues, que el hombre ha sido creado para un fin, cuya consecución es posible si observa determinadas reglas de conducta, unas de naturaleza técnica (por ejemplo, para hacer fructificar los recursos naturales, para defenderme de los elementos adversos, para dominar la naturaleza...), y otras de carácter ético. Para el hombre, alcanzar el fin es algo bueno, deseable: es un bien. La ética debe explicar, pues, en qué consiste el bien del hombre y cómo se logra ese bien (y, en definitiva, debe acabar lográndolo, porque la ética es una ciencia práctica, que no se limita a estudiar, sino que mueve a hacer). No vamos a detenernos aquí en la definición del fin del hombre: nos basta considerar que hay algo que tiene esa condición de fin, y que se puede llamar felicidad, desarrollo como persona, autorrealización, perfección, santidad... Esas diversas consideraciones del fin no son contradictorias entre sí, sino que se contienen unas en otras; bien entendidas, todas ellas nos llevan a una idea del fin del hombre que, con Aristóteles, llamaremos la felicidad. Al mismo tiempo, todos esos aspectos del fin del hombre se nos presentan como algo que admite más y menos, que se puede conseguir en mayor o menor medida. El hombre, en efecto, tiene una potencialidad infinita, es siempre capaz de hacer más, de lograr más, de aumentar en la consecución de su felicidad o de su fin. Por eso la ética no puede ser nunca una ciencia de mínimos, ni de situaciones límite: todos y cada uno de los actos del hombre están orientados hacia la consecución de ese fin, y son un paso adelante o atrás en el mismo. No hemos mencionado, en la lista anterior, algunos de los fines que muchos hombres se han propuesto a lo largo de la historia, como el afán de lucro, la ambición de poder, el deseo de placer... porque son fines parciales, contenidos en un fin general. El hombre busca placer, y el poder, y el dinero, y muchas cosas más; pero sólo los puede considerar bienes si cada uno de ellos le permite avanzar en la carrera hacia la felicidad o fin último. En contra de lo que algunos suponen, el afán de lucro, la ambición de poder o el deseo de placer no son malos, pero pueden serlo si se convierten en un fin absoluto, si impiden la consecución de otros bienes y, en definitiva, del fin del hombre. He aquí, pues, de manera muy sintética, el despliegue de la antropología que sustenta la ciencia ética. La inteligencia del hombre busca el fin del mismo, hasta conocerlo, aunque sea de modo difuso; busca también y encuentra los medios para lograrlo: conoce, pues, el bien y lo que es bueno (o malo), lo que le conviene (o le perjudica). Claro está que su conocimiento no es infalible: puede equivocarse en la identificación del fin y/o en la de los medios. Luego, la voluntad mueve al hombre a desear lo que es bueno y, por tanto, los medios para lograrlo: quiere el bien y todo lo que se relaciona con el bien, y estimula al hombre a poner en práctica los medios para conseguirlo: la voluntad es como el motor de las acciones. También aquí cabe error: no querer lo bueno, o querer lo no bueno, o no poner el esfuerzo necesario para llevar a cabo lo que es necesario para lograr lo que es deseable. Pero el hombre conserva siempre su libertad a pesar de todos los condicionantes externos e internos. Su voluntad libre puede optar por un fin o por otro, por un medio o por otro, por actuar o por no hacerlo. El hombre es libre porque es 61 quien elige sus fines. Y sólo los actos libres tienen una dimensión moral. El hombre debe actuar para cumplir su propio fin. Conoce, más o menos confusamente, lo que debe hacer, en abstracto: los principios o normas morales que debe aplicar, mediante el sentido moral, que tiene espontáneamente y que él mismo ha cultivado. Lo tiene espontáneamente porque, en cuanto que tiene un fin, se ve movido necesariamente a conseguirlo, lo que significa que conoce, aunque sólo sea de modo general, lo que le lleva a ese fin. Y necesita cultivarlo, porque ese conocimiento no es suficiente, a menudo, para resolver sus dilemas en situaciones concretas. La conciencia moral es, precisamente, la facultad interior que le lleva a ejercer juicios morales, es decir, a dictaminar si una acción le acerca o le aleja de su fin (o es mala). La conciencia moral es, pues, un ingrediente de su naturaleza antropológica, no un criterio sociológico acerca de lo que está bien o mal visto en la sociedad. Finalmente, los juicios morales formulados por la conciencia se convierten en imperativos deónticos o deberes, en reglas de actuación que el hombre se propone a sí mismo para la consecución de su fin. Estos deberes resumen las reglas morales aplicables a su situación concreta, y le ahorran, por así decirlo, un nuevo acto de deliberación cada vez que se plantee una elección moral. Por eso, frases como “debo llegar puntualmente al trabajo” pueden ser una norma social, o el reflejo de una costumbre, pero más a menudo son la plasmación de esos deberes morales con que los hombres llenamos nuestra vida. Pero no son deberes impuestos desde fuera, por la sociedad o por un Dios que nos tiraniza: son la plasmación de unos criterios morales que, a partir de nuestro conocimiento del fin y de los medios, nuestra voluntad nos propone como reglas para nuestra conducta diaria. No hemos hablado de ley moral: ¿acaso es irrelevante? No, ni mucho menos; simplemente ha quedado implícita en todo lo anterior. Del mismo modo que hay un orden en la naturaleza, que se refleja en la ley natural, hay un orden en el hombre, que se refleja en la ley moral. Es el orden de los medios hacia el fin. Pero el fin, aunque existe para el hombre, no se le impone, sino que él debe elegirlo. La ley moral no es, pues, necesaria, como ley natural; el hombre puede no cumplirla, aunque, en ese caso, no realizará su fin. El objetivo de la ley moral es, pues, la realización del hombre, su perfección, su felicidad, su santidad: el cumplimiento de su fin. Y su aplicación al caso concreto es lo que corre a cargo de la conciencia. c) Principios generales A la vista de todo lo anterior, estamos ya en condiciones de enunciar algunos principios teóricos y prácticos de la ética individual y social, comentándolos brevemente. Toda acción humana tiene un contenido ético No hay acciones humanas libres que sean moralmente neutras, porque todas están ordenadas al fin del hombre, de un modo directo o indirecto, como fines parciales o como medios para esos fines. Esto es particularmente importante en la vida de la empresa, donde las acciones suelen valorarse por su contenido técnico-práctico orientado a la eficacia. En efecto, la empresa es una sociedad de hombres que pretenden lograr un fin común (en términos genéricos la obtención de bienes y servicios para atender necesidades manifestadas en el mercado). Pero cada acción de todos y cada uno de los hombres que participan en la actividad empresarial (como directivos, propietarios, trabajadores, asesores, clientes, proveedores...), tiene su propia motivación personal, o mejor, una gama amplia y cambiante de motivaciones personales. La tarea del directivo consiste, precisamente, en unificar las actuaciones de aquellos agentes, impulsando cada uno por sus propias motivaciones, de modo que al final se alcance el fin común de la empresa y que, al mismo tiempo, se satisfagan razonablemente los fines privados en cada uno de los sujetos (esto último, como condición para la continuidad de su colaboración en la empresa y para su propia realización como personas). Claro que no se trata de seguir un mero equilibrio de intereses, sino de un verdadero servicio al bien común de la empresa, que es su función. Por tanto, en las actividades de la empresa hay una dimensión técnico dirigida a la eficiencia (la consecución de los fines de la empresa con el menor esfuerzo o gasto de recursos posible), y otra ética, en cuanto que cada acción de la empresa, que es acción de hombres libres, debe contribuir también a la realización de los fines personales de los sujetos, esto es, a su bien (porque son parte del bien integral o fin último del hombre). La distinción entre ética y eficiencia es muy importante, porque los criterios que garantizan la moralidad de una acción no tienen por qué estar de acuerdo con su eficiencia técnica, y viceversa. Esto quizás necesita una matización, porque el bien del hombre es integral y, siendo el hombre un ser social, no puede desligarse del bien de los demás. Esto quiere decir que una acción no ética, que perjudica al menos a una persona, porque le impide alcanzar su fin (o, al menos, lo hace más difícil), aunque aparentemente sea eficiente, no lo será, en el fondo. La razón última es que todas las acciones humanas ponen en marcha procesos de aprendizaje (adquisición de virtudes y vicios) que alteran las conductas, haciendo inestable (y, a la larga, ineficiente) una situación que previamente parecía no serlo. Del mismo modo, una acción ineficiente puede no resultar ética si se debe a la falta de preparación, aplicación o diligencia por parte de una persona que, por su puesto en la empresa, tenia obligación de serlo. El criterio objetivo de la moralidad es el bien del hombre El criterio objetivo de la moralidad de una acción es el bien del hombre o, como recuerda frecuentemente Juan Pablo II, con palabras de Pablo VI, “el bien de todo el hombre y de todos los hombres”. Los otros criterios de moralidad se reducen, en definitiva, a éste. Nótese que se trata de un criterio general, que exige una tarea de aplicación a cada caso concreto, porque no siempre resulta fácil precisar lo que es el bien del hombre, en cada caso; o porque surgen conflictos entre bienes alternativos, o entre bienes de una persona y de otra; o porque hay bienes que llevan consigo males, etc. El criterio del bien del hombre empieza por el propio sujeto agente: coma ya decía Sócrates, el que hace un daño a otro se hace más daño a sí mismo, al impedir o dificultar la realización de su propio fin, de su propia felicidad. Esto es importante, porque nuestra sociedad suele valorar los daños (físicos o económicos) hechos a otros, y tienden a quitar importancia a las acciones (morales) que perjudican a uno mismo. El respeto a la dignidad de la persona La primera manifestación del criterio anterior es el respeto a la dignidad de la persona: de la propia y de la de los demás. Su origen está, una vez más, en la naturaleza: el hombre consta de cuerpo y espíritu, y es en éste donde radica el fundamento de su dignidad, porque del espíritu brota la racionalidad, la capacidad de entender (inteligencia) y actuar libremente (voluntad), poniéndose fines e identificando y poniendo los medios para lograrlos. Precisamente su libertad le permite autoconocerse y autodeterminarse, lo que lo hace diferente de las demás criaturas materiales. El hombre es, pues, un ser personal, un individuo separado de los demás, irreducible a los demás, único, irrepetible, permanente. Y como persona libre, es sujeto de derechos y obligaciones. De todos modos, es difícil que la dignidad de la persona quede suficientemente refrendada por los criterios anteriores. Afortunadamente, la ética cristiana ofrece un criterio superior: el hombre es creado por Dios, es una criatura querida por Dios, a la que éste ha manifestado su amor, elevándola a la condición de hijo adoptivo. Los demás son, pues, tan dignos como yo, porque todos compartimos la misma dignidad de criaturas amadas por Dios, de hijos de Dios. Donde este criterio no es admitido, el atropello de los demás acaba siendo una norma práctica de actuación. d) Principios prácticos Los principios generales citados dan lugar a un conjunto de principios prácticos que orientan directamente la actuación ética del hombre, como ser personal y social. He aquí algunos de esos principios. Hay que hacer siempre el bien y evitar el mal Hay que hacer siempre el bien y evitar el mal es el principio fundamental de la moralidad práctica, un principio al que todo hombre tiene acceso por conocimiento natural (aunque cabe, eso sí, error en la apreciación de lo que es el bien en un caso determinado, o de los medios adecuados para lograrlo). De ese principio de derivan 4 corolarios: -el hombre tiene el deber de buscar el bien, de conocer
la norma de lo que es bueno, Comentaremos juntos estos principios. Como toda acción tiene un contenido ético, hay que hacer siempre acciones buenas, no malas. Este es un principio que no admite excepciones: nunca está permitido hacer e1 mal. Otra cosa es que, en cada ocasión, se pueda determinar con facilidad y seguridad qué es lo bueno o lo malo. O cómo hay que actuar cuando una acción buena produce efectos malos (acción de doble efecto). A veces se plantea la ética como una ciencia de dilemas, de situaciones en las que es casi imposible no hacer el mal. Esto ha dado lugar a criterios moralmente erróneos, como el de, ante la necesidad de hacer el mal, hay que optar por el mal menor. Pero éste (hacer el mal, aunque sea mínimo) no puede ser nunca un criterio éticamente aceptable. En la mayoría de los casos suele existir una solución buena, aunque sea mucho más ardua (llegando por ejemplo al martirio). Y casi siempre que se llega a una situación límite, es por falta de previsión, diligencia o capacitación (en definitiva, por no haber actuado ética y técnicamente bien con anterioridad). Así, muchas empresas que se ven obligadas a cerrar en una crisis no supieron diversificar a tiempo sus actividades, o tomar las provisiones necesarias para evitar la gravedad de la recesión, etc. (aunque esto, obviamente, no es una regla general). Entonces, ¿se debe hacer todo el bien que sea posible? Ya hicimos notar que la perfección humana no es cuestión de sí o no, sino de grados. Una persona que aspire a la perfección debe hacer siempre las acciones mejores que estén a su alcance. Pero esto no puede imponerse como un principio general. De todos modos, si la perfección consiste en la caridad, las acciones hechas por amor (a Dios o al prójimo) deben ser cada vez más ricas en caridad; una acción menos perfecta, desde este punto de vista, reduce el grado de perfección del que la ejecuta. En este orden de cosas, el que pretende alcanzar cotas altas de perfección personal (o felicidad, o santidad, o amor a Dios) debe hacer siempre actos más ricos en caridad que los anteriores. A partir del principio de hacer siempre el bien y evitar el mal se puede intentar una lista de aplicaciones concretas, de bienes que hay que hacer (y, consiguientemente, de males que hay que evitar). Se trata, sin embargo, de un trabajo inútil, porque la lista de bienes (y males) sería infinita. Sin embargo podemos mostrar algunos de esos bienes, a partir de los caracteres centrales del hombre, y cómo se convierten en imperativos morales. En primer lugar, como ser, el hombre tiende a la conservación de su ser. Ese será, pues, un bien del hombre, que se traducirá en los consiguientes deberes (deber de conservar la vida, la salud, la integridad física...) y que dará lugar a otros bienes secundarios, necesarios para conseguirlo (alimento, cobijo, defensa...). En segundo lugar, siendo el hombre un ser viviente, la propagación de la especie será un bien para él, y lo serán también los derivados del mismo (creación de una comunidad estable de personas abiertas a la procreación, educación de la prole...). Con todo, el deber de propagar la especie, no es un deber de cada hombre, sino del conjunto de los mismos. En tercer lugar, el hombre es ser racional; el conocimiento es, por tanto, un bien del hombre, y surge del mismo el deber de buscar la verdad. En cuarto lugar, el hombre es un ser racional, abierto a la trascendencia. De sus relaciones con la naturaleza (dominio) surge el bien del trabajo y el consiguiente deber de trabajar. De sus relaciones con los demás surgen bienes y deberes como el de respetar los bienes materiales y espirituales de los demás, el de ayudar al desarrollo de otras personas, el de la amistad... Y de sus relaciones con Dios surge la religiosidad como bien, y el deber de practicar la religión. Hay que hacer siempre el bien. Y hemos explicado algunos caracteres de los bienes del hombre. Pero, ¿qué es lo que hace buena o mala una acción? ¿Qué es lo que define su moralidad? La acción humana se define por la intención y la operación En una acción podemos encontrar 2 componentes: -la acción, u
operación propiamente dicha, que el agente toma como medio para conseguir su
fin propio, La acción humana se define por la totalidad por ambos aspectos, intención y operación, de modo concurrente e inseparable. Toda acción tiene una intención (salvo que sea fortuita); toda intención ya supone una acción, aunque sea meramente interna (el deseo o el propósito de hacer algo). Lo que el principio sostiene es que no basta que la intención sea buena, ni que lo sea la acción: lo han de ser ambas a la vez. La importancia de la intención es clara: tratándose de un acto de la voluntad por el que se quiere algo como fin, la intención es la que da unidad a la conducta. Por tanto, una intención mala convierte en mala una acción de suyo indiferente y aun buena (por ejemplo, dar limosna a un necesitado para que se emborrache). Pero no basta la intención buena para hacer buena una acción de suyo mala (por ejemplo, matar a un inocente para evitarle un sufrimiento). Ni los medios justifican el fin, ni el fin justifica los medios: ambos han de ser correctos, desde el punto de vista ético. Este principio se traduce en una regla práctica para juzgar la moralidad de una acción, a partir del objeto, el fin y las circunstancias de la misma: -el objeto, como aquello a lo que tiende la acción, desde el punto de vista moral, el fin de la acción. Así, poner una inyección no es el objeto moral de una acción, porque puede ser de veneno o de medicina. El objeto será, pues, matar (si se pone una inyección de veneno) o curar (si es de medicina). -el fin, como aquello que se persigue con el acto, el fin del agente (el fin relevante es el principal, si hay varios): el objeto del acto de la voluntad que llamamos intención. El fin de la acción consistente en poner una inyección de veneno puede ser malo (la venganza, por ejemplo), o bueno (la compasión por el que sufre); también el fin de la acción consistente en poner una inyección de medicina puede ser bueno (curar) o malo (matar, porque se cree, erróneamente, que en vez de medicina contiene veneno). -las circunstancias, como los aspectos accesorios que no cambian la sustancia de la moralidad de la acción, pero la afectan. Las circunstancias son capaces de cambiar accidentalmente en malo un acto bueno por el fin y el objeto, pero no viceversa. Así, la acción buena de poner una inyección de medicina con la intención de curar puede convertirse en moralmente mala por las circunstancias si, por ejemplo, sabiendo que corre peligro la vida del paciente, la pone una persona inexperta y sin cuidado; o si la pone un enfermero bajo los efectos del alcohol o de las drogas. La regla práctica es que tanto el objeto como el fin y las circunstancias deben ser conformes al fin último. Por tanto, sólo es buena acción cuando son buenos el fin (curar, en nuestro ejemplo), el objeto (poner una inyección de medicina) y las circunstancias (con las debidas precauciones y conocimientos). Esta regla se complementa en 5 reglas derivadas de ella: -el fin no justifica
los medios, ni los medios justifican el fin, Haz a los demás lo que desearlas que te hiciesen a ti Este principio tiene también otras versiones, negativas unas (“no hagas a los demás lo que no desearías que te hiciesen a ti”) y positivas otras (“el bien de los demás es tan digno de respeto como el mío”). Pero las implicaciones son muy diferentes en uno y otro caso. Este principio no prohíbe a cada uno dedicarse a sus asuntos: el bien propio es bien, y como tal debe ser hecho. Además, es un bien del agente mismo, y es razonable que lo desee de modo particularmente intenso. Pero el principio sostiene que el derecho a procurar mi bien no puede significar el mal para los demás: no tengo derecho a discriminar contra ellos. Esto es más difícil de ejecutar, porque el bien ajeno no lo experimento con la misma viveza como el bien propio: por eso el desarrollo del hombre, el crecimiento en la virtud consisten en la capacidad de moverse libremente por el bien ajeno. El bien de los demás es, sobre todo, el bien básico, profundo, el que les lleva a la felicidad, a la plenitud, y ése es el que debo buscar, en primer lugar, con preferencia a bienes secundarios, como la riqueza. Al propio tiempo, este principio admite una gradación, desde el enunciado negativo (“no hagas a los demás lo que no desearías que los demás te hagan a ti”), que señala mínimos, hasta el comportamiento totalmente generoso consistente en hacer a los demás todo el bien posible, que es la perfección del amor. En cuanto consideramos nuestra conducta respecto de los demás, hemos entrado ya en los aspectos sociales de la moralidad. A ellos se refieren los siguientes principios prácticos. Primacía del bien común Cuando hay conflicto, el bien común tiene primacía sobre el bien privado, si son del mismo género. Hay, pues, un ámbito de actuación en la búsqueda del bien privado, pero si éste choca con el bien común, éste es prioritario. Conviene precisar que el bien común no es el bien de la mayoría, ni un conjunto de bienes de provisión y disfrute público, ni una forma de redistribución de la renta o de la riqueza, ni la propiedad colectiva de esa riqueza... El bien común es el bien del que participan todas las personas integrantes de la comunidad. El modo de organización social puede variar en función de las condiciones de tiempo y de lugar, pero siempre ha de ser acorde con el bien común. Y como el sujeto moral es siempre el hombre, no una sociedad abstracta o un colectivo de seres indiferenciados, el bien común se manifiesta en el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones menores y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de su propia perfección. Principio de solidaridad Todos los individuos y grupos deben colaborar al bien común de la sociedad a la que pertenecen, de acuerdo con sus posibilidades. Este principio lleva consigo diversas implicaciones: cada uno debe desarrollar sus propias capacidades, como medio para contribuir al bien común; la organización social debe ayudar y favorecer la mejoría de las personas; cada persona debe considerar activamente qué obras de servicio debe llevar a cabo en su cooperación al bien común, etc. Principio de máxima libertad posible La libertad del hombre es, como vimos antes, necesaria para que sus obras tengan una dimensión moral. De todos modos, su ejercicio ha planteado muchos problemas (y pseudoproblemas) en relación con el bien común y los principios sociales de la ética. Es importante encontrar el equilibrio entre libertad individual y cumplimiento del fin de la sociedad. A ello se dirigen los dos principios anteriores, que deben completarse con éste: se debe promover la máxima libertad de actuación de los individuos y de las sociedades, sin restringirla salvo en lo que sea necesario para el bien común. Principio de subsidiariedad Lo que puede hacer el inferior (individuo o sociedad menor) no debe hacerlo el superior. La tarea del superior no es sustituir al inferior, sino suplirle en lo que no puede o no se ve en condiciones de hacer. Esto implica que las acciones se deben asignar siempre al escalón inferior que pueda llevarlas a cabo. Al mismo tiempo, este principio ayuda a definir el papel de la sociedad que no es de sustituir a sus miembros, sino de ayudarles a que se desarrollen por sí mismos. Principio de participación social Todos los hombres tienen derecho a participar en la organización y en la dirección de las sociedades en que participan, según sus posibilidades y capacidades. Es una consecuencia de la libertad y sociabilidad del hombre, y de la dignidad e igualdad fundamental entre todos. Principio de autoridad, o de unidad de dirección Complementa al anterior, en cuanto que la sociedad necesita una autoridad que la gobierne, según la recta razón, para la consecución de sus fines. La participación de todos no puede ser obstáculo a ese principio de autoridad. e) Conclusión Todo lo anterior no es sino un esbozo del contenido de la ciencia ética. Podemos resumirlo en las siguientes conclusiones: -la ética se basa en la antropología, en cuanto que refleja la concepción del hombre que se tenga. En este orden de cosas, la antropología aristotélica parece la base más adecuada para una ética correcta; -la ética religiosa no cambia la razonabilidad de la ética filosófica, aunque le añade solidez, seguridad y amplitud; -la ética parte, en definitiva, del ser real del hombre y de su fin, para desarrollar las reglas que permiten alcanzar ese fin a partir de aquella situación de partida; -toda acción humana tiene una dimensión ética, que le viene dada por su conexión con el fin del hombre; -el criterio objetivo básico de la ética es el bien del hombre. Los demás criterios son, en definitiva, desarrollos de éste; -la ética debe considerar no solo la condición personal del hombre, sino también su sociabilidad. Hay, por tanto, deberes éticos que se refieren al ser personal del hombre, y otros que afectan a su condición de ser relacional; -los principios éticos no son recetas de aplicación inmediata; no sustituyen el papel de la conciencia ni la obligación del hombre de conocer la ley moral y de formar su conciencia. .
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