Conocimiento del Yo

 

Tarragona, 1 marzo 2020
Antonio Orozco, catedrático de Filosofía

            Envío una reflexión acerca de la persona humana, con el objeto de construir un fundamento sobre el que poder levantar el edificio de su dignidad, de forma consistente, coherente y lógica.

            Es de advertir que aunque aquí se viertan expresiones acuñadas del lenguaje cristiano, no es porque resulten indispensables para sostener los argumentos de persona y dignidad, sino porque en rigor son conceptos que cualquiera puede extraer del conocimiento natural y espontáneo de la realidad.

            Sin embargo, no sería justo ocultar que el pensamiento cristiano (con términos acuñados a lo largo de los siglos) está en el origen de las nociones occidentales de persona, libertad y dignidad. Fuera del cristianismo, como atestigua la Historia, no se han desarrollado nunca estos conceptos, y cuando los han copiado no lo han hecho con la fuerza y el vigor del pensamiento cristiano.

            Ahora nos toca considerar las características más relevantes de la persona humana, que fundamentan y explican la dignidad que tanto y con tanta razón se invoca, pero a menudo con escasa convicción o fortuna.

            Y lo haremos desde el punto de partida válido que es la experiencia rigurosa del yo. Porque todas las personas, antes o después, acabamos descubriéndonos y diciendo “yo soy...”. Y porque a diario escuchamos las preguntas “¿quién llama, quién es?” y la respuesta “soy yo”.

            Pero, ¿quién es ese yo?, ¿qué significa la palabra yo?; dices que eres tú, pero ¿quién es ?, ¿qué quiere decir esto de “yo soy yo”?

a) Identidad

            Reflexionando sobre el contenido de la expresión “yo soy yo”, se advierte enseguida una identidad entre sujeto y predicado, tanto verbal como semántica. El yo sujeto es el mismo que el yo predicado.

            Pero no estoy expresando una tautología, como cuando digo que “la mesa es la mesa”. Ni tampoco se trata de una identidad sincrónica. Porque al decir “yo soy yo” quiero decir que el yo del que estoy hablando no es sólo el que ahora habla, sino el mismo yo de ayer y de siempre, a pesar de la distancia o la diferencia. Por lo tanto, la 1ª cualidad del ser humano es que “yo soy el que soy”, “yo soy el que era” y “yo soy el que seré”. Es decir, mantiene su yo idéntico siempre, tanto en el pasado como en el futuro.

b) Mismidad

            Como 2ª cualidad del ser humano, “yo soy yo” quiere decir que “yo no soy tú, ni ningún otro”. Yo soy “lo otro que tú” y tú eres “lo otro que yo”. Yo connota tanto mismidad como alteridad. Tú y yo somos yoes y en esto coincidimos: en el modo de ser, en la naturaleza o esencia; pero hay algo en lo que diferimos radicalmente, que es lo que se ha llamado acto de ser.

            El acto de mi ser, o lo que me hace ser en acto, es justamente lo que me hace ser yo, y esto es radicalmente mío y de nadie más. Mi existencia, en efecto, se manifiesta incomunicable, como mismidad. Yo soy radicalmente otro respecto a todo lo demás. En el diálogo con las demás personas me experimento como una radical alteridad. Nadie puede decir yo en mi lugar, ni yo puedo decirlo en lugar de otro.

            Pues bien, al que puede decir yo (con el sentido expuesto, no como un papagayo) le llamamos persona. La mismidad es una característica de la persona: el ser sí mismo. Mismidad y alteridad son términos correlativos.

c) Singularidad

            Yo me distingo de todo lo demás, incluso de todos mis semejantes (los otros yo), tanto como una manzana se distingue de otra manzana, o un tornillo se distingue de otro tornillo.

            Pero hay algo más: mi yo es irrepetible. En el ejemplo del tornillo, un tornillo es distinto de otro tornillo o no, pues puede ser fabricado miméticamente de nuevo, y ser una repetición del anterior. Es decir, las cosas son repetibles, pero la persona, no.

            No hay otro yo como yo. Yo no me distingo de los demás sólo como una manzana de otra manzana, o como un tornillo de otro tornillo, sino como algo que no se puede multiplicar, que no se puede repetir. La naturaleza humana es multiplicable, y de hecho se repite por generación. Pero la persona humana no.

d) Individualidad

            Yo soy, pues, un ser que existe subsistiendo en sí, y no en otro. No soy un accidente, predicado, o adjetivo de nadie. Yo no existo sobre sustratos más profundos o íntimos que yo mismo, como hoy pretenden hacer creer las antropologías colectivistas[1] o individualistas[2].

            La persona es lo más individual que existe, y toda persona es individuo. Pero no todo individuo es persona, pues también son individuos subsistentes la hormiga y la planta, y no son personas.

            La persona es individual porque subsiste en sí y no en otro. Es decir, porque su racionalidad e interioridad es suya y no de otro, y porque los otros no tienen su racionalidad ni interioridad. Y también porque es capaz de ser consciente de sí, de su mismidad y alteridad respecto al mundo, y de llegar a decir yo con pleno conocimiento.

            Por tanto, toda persona tiene una individualidad peculiar, racional e íntima y con una capacidad de iniciativa que ningún otro puede sospechar ni predecir.

e) Superioridad

            Berkeley, a pesar de su empirismo insostenible, acertó a formular un aforismo muy profundo, diciendo que “en cada puesta de sol, si éste fuese consciente, me juzgaría inmortal”. Si el sol fuese consciente de su ocaso, sería inmortal. Se juzgaría mortal en su naturaleza física, pero se juzgaría inmortal en su naturaleza consciente.

            Sciacca decía que “tenemos experiencia de nuestra inmortalidad personal en vida y no sólo más allá de la vida misma después de la muerte; sin esta experiencia, tan obscura como se quiera, el problema de la inmortalidad no hubiera nacido siquiera. Si alguien sabe que se muere, es que no se muere del todo. Porque en la conciencia, alguna cosa escapa al tiempo”.

            En efecto, la conciencia de sí ( la de “ yo soy”) supone un acto de reflexión que de por sí es imposible en el orden material o corporal. La materia no es apta para la reflexión, no hay nada en ella que sea reflexión. Hay flexión en la materia, eso sí. Podemos coger una barra de hierro y doblarla hasta que la mitad de ella se junte con la otra mitad. Esto sería una flexión, pero nunca una reflexión. Porque ningún punto de la barra de hierro ha flexionado sobre sí mismo, sino, en todo caso, sobre otro punto distinto. A incide sobre D; B sobre E, etc. Pero A no ha reflexionado sobre sí: sólo ha podido ser flexionado sobre D, y nada más.

            Nada material puede hacerlo. Ninguna mesa puede ponerse sobre sí misma, ni ninguna silla se sentará jamás sobre sí misma. Y esto porque la materia tiene una característica muy clara: la de ser extensa, estar compuesta de partes que están cada una de ellas fuera de las demás, extendidas en el espacio. La materia es sustancialmente espacial y temporal. Y lo espacial por mucho que flexione nunca logrará reflexionar, hasta el punto de coincidir consigo misma.

            Pero si algo es capaz de volver sobre sí, de reflexionar verdaderamente, entonces hay que reconocer que no tiene nada que ver, en su ser, con la materia, con el espacio, con la extensión. Puede estar unido de algún modo, incluso entrañablemente (como el alma) a la materia, pero no puede ser en modo alguno materia.

            Si yo no solamente pienso, sino que pienso que pienso, es que mi pensamiento, al mismo tiempo que piensa en algo está pensando en sí mismo que está pensando en algo.

            El ojo un órgano material ve, pero no ve que ve, ni se ve a sí mismo. El ojo no puede reflexionar. El que ”ve que ve” soy yo. Yo conozco y a la vez conozco que conozco; no sólo quiero, sino que quiero mi querer, o también puedo no querer mi querer.

            Todo esto es posible porque el ser que es origen del intelegir y del querer es del todo inmaterial, es irreductible a la materia. Y, en realidad, aunque estando unido al cuerpo necesite del ojo para ver y del cerebro para pensar, en rigor, los actos de entender y de querer no tienen nada que ver con lo que pasa en el ojo y en el cerebro. Lo que pasa en el ojo y en el cerebro son condición de mi ver o entender actual. Pero el acto de entender trasciende absolutamente cualquier materialidad, incluida la del cerebro.

f) Libertad

            La experiencia de ser origen y dueño de mis actos comporta la experiencia íntima de la libertad: yo soy origen de mis actos, pero de tal manera que puedo originar una acto determinado o no originarlo, según mi voluntad. Puedo querer o no querer. Puedo incluso querer o no querer mi querer. Esto es lo específico de la libertad: la posibilidad no sólo de querer, sino de querer reduplicativamente, es decir, de poder querer mi querer o no querer y de poder no querer mi querer o no querer. Y si alguien me fuerza a hacer lo que no quiero, entonces se me agudiza más la conciencia de mi pertenencia a mí mismo: me irrito ante la negación de mi necesidad de ser origen de mis actos; me enoja el trato indigno, injusto del que soy víctima; experimento la injusticia al verme tratado por debajo del respeto que se me debe porque corresponde a la categoría ontológica de mi ser. Yo siento la necesidad de hacer las cosas fundamentales desde mí mismo y por mí mismo. ¿Nos irritaría el sufrimiento de la injusticia si no tuviéramos conciencia firme de nuestra personal dignidad esencial?

            Yo puedo hacer esto o lo otro. Puedo escoger entre hacer o no hacer, entre hacer esto o aquello. Es decir, la originalidad operativa, que me permite ser fuente de mis actos permite también que yo normalmente sea dueño de mis actos. Y esta capacidad de dominio sobre mis propios actos, de ser dueño de mí, de poseerme, de pertenecerme, de autoserme es lo más relevante del ser personal (y supone todo lo anterior).

            Esto me hace capaz de dominar no sólo mis actividades espirituales, sino también muchas corporales, y muchas de las cosas que me rodean. El hombre en cierta medida puede dominar el mundo porque es el único ser en el mundo que es radicalmente dueño de sí, y por eso es “imagen hecha a semejanza de Dios”, como leemos en el libro del Génesis (aunque pueda perder buena parte de ese dominio con el abuso de su libertad).

g) Subjetividad

            El yo no se dice de nadie más que de sí mismo. Mi yo es mío y de nadie más, de manera que siempre es sujeto, nunca predicado. El coche es mío, la mano es mía, pero yo no soy de la mano ni del coche ni de nadie.

            De mi yo se predican muchas cosas. Mi yo entiende, mi yo quiere, mi yo come, mi yo decide... No solemos decir “mi entendimiento entiende”, “mi voluntad quiere”, “mi imaginación imagina”. Porque bajo mi entendimiento, mi voluntad, mi imaginación, mi cuerpo, está el yo: soy yo quien entiende por medio de mi entendimiento y el yo quien entiende por medio de mi voluntad, y el yo quien puede hacer una caricia o dar un puñetazo. No decimos, a no ser en broma: “perdona, chico, no he sido yo, mi mano te ha dado un puñetazo”. No: yo soy el sujeto de todos y cada uno de mis actos; yo estoy en todos mis actos; yo me experimento como origen de mis actos. No son mis ojos los que miran, sino yo, no es mi cuerpo el que acaso está hambriento, sino yo. Bien entendido que “ yo soy sujeto” (sub-iectum, subyacente) no sólo en el sentido de que “ estoy como debajo”, como activamente emanando y sosteniendo o sustentando mis actos, sino también en el sentido de que yo estoy en todos y cada uno de ellos, dándoles vida real en su totalidad particular. Es decir, yo no subyazgo como un substrato inerte de un edificio, sino como sujeto originario, como fuente de mis actos. Por eso son míos y de nadie más, me han de ser atribuidos, y, en última instancia, sólo yo soy apto para responder, y dar respuesta cabal sobre la razón o porqué de mi conducta. El río fluye del manantial. El manantial es origen del río, y de una cierta manera está presente en todo el curso del río, el cual no existiría sin su fuente.

            La particularidad trascendental del yo es que es un sujeto libre y, por eso, en cierto modo, creador de sus actos con total libertad. En consecuencia: yo soy sujeto originario y, además, autoposeedor y responsable. En la persona se conjuga la perfección de una substancia con la excelencia de una naturaleza intelectual.

h) Dominio de sí

            Siguiendo con la experiencia del yo, advertimos que ser sí mismo comporta la experiencia del dominio sobre lo que uno hace. Yo vivo con la convicción de que poseo un conjunto determinado de facultades y potencias con las que entiendo, quiero, actúo, proyecto, etcétera, que son mías. Yo soy dueño y propietario de mis actos y por tanto de mí mismo. Ser sí mismo equivale a “ser de sí mismo”.

            ¿De quién es la persona? Es una pregunta que no tiene mucho sentido. La persona no es ni puede ser de nadie más que de sí misma. El color es del pigmento, el peso es del cuerpo, la medida es de la extensión, el yo no es de nada ni de nadie. La persona es un ser que desde su inicio es completo, acabado, clausurado en su existencia (aunque no en su operación, siempre abierta al desarrollo o perfeccionamiento de su organismo, a nuevos actos, a nuevos horizontes y con necesidad de enriquecerse como persona en el trato con otras personas). La persona no es rigurosamente hablando de nadie. «Ser de alguien» es precisamente la negación del ser personal, la cosificación de la persona. Los padres ( es el caso más comprensible) que consideran a sus hijos como algo que les pertenece en propiedad, no han entendido la noción de persona, no tratan a sus hijos como personas. Es verdad que son hijos suyos, ellos los han traído al mundo, ellos los han procreado, pero lo que han procreado, por su propia naturaleza, no es nada suyo. El hijo no es una realidad adjetiva, sino sustantiva, con un ser (personal) irreductible al ser de los padres me refiero tanto al padre como a la madre). La relación de paternidad/maternidad no es una relación de propiedad. El hijo no es una parte de la madre ni siquiera cuando antes de nacer está en su seno y vive a sus expensas. La diferencia entre persona y cosa hemos de comenzar a verla desde ahí, o no la veremos nunca.

            Los padres tienen derecho a la veneración y al cariño de los hijos, pero no a disponer de la vida de sus hijos. Tienen el deber de educarlos, pero sabiendo que son seres radicalmente autónomos, cuyo destino han de labrarse ellos mismos, desde sí mismos. Y, desde luego, no pueden disponer de la vida del hijo hasta el punto de eliminarla, precisamente porque de ningún modo es propiedad suya.

            Que el hijo dependa de los padres para desarrollarse hasta hacerse prácticamente autónomo, no significa que sea parte del cuerpo de la madre, como lo es una uña o un tumor. No; desde el primer instante de la concepción, el hijo es un ser en sí, tiene un ser inconfundible con el de la madre y es indudablemente, como enseña la biología, un ser humano. Disponer de él hasta el punto de eliminarle es un crimen perverso. Es el caso más grave de cosificación de la persona humana, de ignorancia o de odio a un ser humano concreto. Puede ser que ( y sucede casi siempre) que se procura el aborto con mucho sentimiento. Pero aunque en el orden de la afectividad, duela matar a esa persona no nacida, matarla es la manifestación más patente de que se odia esa vida, que se detesta como una mal en sí mismo, o lo que quizá sea más grave, como un mal para mí.

            Si reconocemos que la persona no es una realidad adjetiva sino sustantiva, hemos de reconocer con la misma fuerza que nadie tiene derecho a dar ni a quitar la vida según el propio arbitrio. Nadie tiene derecho a tener un hijo, porque nadie tiene derecho a tener a nadie. Una persona sólo puede recibirse y acogerse como un don, nunca tenerla como una propiedad. Esto último equivale, al menos, a la posesión pretendida por los traficantes o poseedores de esclavos. Y esto, al menos, es lo que hacen los que trafican con embriones humanos.

            ¿Cabe arrogarse el dominio de las personas de este modo por motivos humanitarios? Es muy dudoso, aunque posible a nivel sentimental. Pero los sentimientos nunca han justificado el crimen, el asesinato ni la esclavitud. Traficar con personas por motivos humanitarios es una de las contradicciones más graves ( horribles, sería la palabra justa) que se realizan en la actualidad, con modalidades diferentes a la de otros tiempos, pero sustancialmente idénticas.

i) Espiritualidad

            Yo soy un ser complejo, uno y complejo. Un ente compuesto de cuerpo material y alma espiritual (irreductible a materia, trascendente a la materia, y por tanto inmortal).

            Como decía Sartre, “estamos condenados a muerte, esperando la fecha de nuestra ejecución”. Sé con absoluta seguridad lo que un día cualquiera, quizá hoy mismo, le sucederá a mi cuerpo. Pero sé también, todos lo intuimos o presentimos, que nuestro cuerpo es distinto de nuestro yo. Todo lo que es pura materia ha cambiado en mí, millones de células mueren en mí diariamente y son sustituidas por otras; a causa de la vejez, períodos extensos de mi vida pueden haberse borrado de mi memoria, pero sé que yo soy el mismo que ha atravesado por esas épocas de las que no puedo acordarme. Un día moriré, quedará el cadáver en la tierra, pero yo seguiré viviendo más allá. Soy algo más, y algo distinto, de esos restos, ruinas de hombre que llevarán al sepulcro. La materia que hoy constituye nuestro cuerpo es totalmente otra de la que teníamos hace unos pocos años. Sin embargo todos tenemos la íntima evidencia de continuar siendo nosotros mismos, yo mismo: mi más íntimo ser permanece, a través del cambio, en cierta modo inmutable.

            Incluso el anciano exhausto e inmóvil tiene conciencia clara de su identidad personal a lo largo de toda su vida: es consciente de que algo suyo, inaprensible pero real, ha subsistido siempre e intuye que siempre subsistirá. Es lo que designa con la palabra yo, lo que subyace idéntico en todos los cambios y por eso necesariamente distinto al cuerpo en incesante mudanza. La sustancia del yo y del ser que lo dice no puede ser mudable como lo es el cuerpo, ha de ser una sustancia distinta a la corporal, y por tanto también independiente.

            A Gabriel Marcel gustaba decir "yo soy mi cuerpo". Es posible entenderlo correctamente, siempre que añada “mi cuerpo no soy yo”. Porque mi yo no se reduce a un cuerpo, sino que es más que un cuerpo y trasciende el cuerpo, aunque habite en un cuerpo y éste sea un componente de su yo. Pero si bien puedo decir que el cuerpo forma parte esencial de la naturaleza humana (compuesta del alma y cuerpo) no puedo decir igualmente que mi cuerpo forma parte de mi yo. Yo tengo mi cuerpo hasta el punto de serlo, ahora mismo. Pero el cuerpo es mortal y el yo es inmortal. Mi cuerpo es una dimensión natural de mi yo, pero no tan esencial como mi alma, que puede subsistir sin él.

j) Inmortalidad

            Hemos hablado de perfecciones esenciales de la persona, que la descubren como lo más perfecto que hay en nuestro universo; más aún, hemos visto que tiene perfecciones que sólo encuentran su principio, su verdadero estatuto y sentido más allá del universo físico. La persona humana, el hombre por ser persona, es realmente un ser extra-cósmico, tanto por su principio como por su fin o sentido. Por su tanto, su categoría ontológica, su dignidad correspondiente también trasciende el cosmos y merece, por todo ello, un miramiento, un respectus o respeto, superior a cualquier otro ser del que tengamos conocimiento experimental. Esas perfecciones radican en la racionalidad, que implica intelecto o entendimiento, y comporta la capacidad de decidir por sí mismo libremente el discurrir de sus actos: su conducta o comportamiento, al menos en condiciones normales.

            Ahora bien, todo ese cúmulo de perfecciones perdería mucha categoría si se tratase de una realidad efímera, meramente transitoria, en una palabra, si la persona fuese sin más, mortal. Pero, como ya hemos considerado, el yo, de suyo, es inmortal. De manera que si la persona está destinada a pervivir siempre, entonces es evidente que su dignidad es verdaderamente admirable, intangible, inviolable, inmensa. La inmensa dignidad de cada criatura humana es que, por su alma inmortal, está “ in confinio aeternitatis et temporis”: en la persona y en su acción hay algo de eterno. La grandeza que el hombre otorga a la historia es que, en el decurso del tiempo, decide su suerte para la eternidad: y así hay algo de no perecedero en su misma conducta terrena.

            Es claro que toda la excelencia que hemos descubierto en la naturaleza racional de la persona humana, se vería ensombrecida en gran medida, si la existencia humana durara sólo el tiempo de su vivir en este mundo. Pero como bien dice Mouroux, “en la conciencia, algo escapa al tiempo”.

            Hay quien descubre en la misma expresión “soy yo”, o “yo soy”, una afirmación implícita de permanencia definitiva. Si alguien puede decir por un sólo instante “yo soy”, es que es inmortal. ¿Será posible mostrar esa presunta verdad? Me parece que sí, aunque hay que utilizar el discurso lógico con rigor y voluntad de intelegir lo que quiere decirse.

.

  Act: 01/03/20       @fichas de reflexión            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A  

________

[1] Y es que hoy día el colectivismo predica un concepto de persona como un ser referido enteramente a la sociedad. De manera que sólo tendría existencia y subsistencia gracias al soporte que la sociedad le ofrece. Por explicarlo claramente, está queriendo confundir a la abeja con su enjambre, al árbol con su bosque, a la persona con su especie.

[2] Y es que hoy día el individualismo reduce a las personas a meras colecciones de individuos, simplemente yuxtapuestos y sin vínculos reales ni profundos. Lo que a la postre viene a resultar lo mismo o peor que un enjambre, pues cada uno iría a lo suyo, sin comunicación ni relación, a forma de una ostra marina o de la mónada de Leibniz.