Conquista de la Libertad

 

Pamplona, 1 marzo 2020
Juan Luis Lorda, Ingeniero Industrial

            Desde 1989, estamos en una situación histórica nueva que afecta a la vida, las aspiraciones y las ideas de muchos millones de personas.

            El comunismo ha fracasado, como ideología y como sistema de poder establecido, y ha dejado un inmenso vacío, ya que nunca ha existido una oferta ideológica y política tan fuerte y tan universal. El enorme poder del comunismo consistía en esa combinación leninista de ideología marxista, pretendidamente científica, y de maquinaria política al servicio de la ideología. Afirmaba la ideología con la autoridad absoluta de la ciencia, e imponía sus criterios con todo el peso de sus estructuras políticas; una concentración de poder jamás vista. Por eso también ejerció una opresión incomparable.

            La ideología comunista quiso poseer la explicación científica global del mundo, postulando leyes fundamentales y necesarias de la materia y de la historia. Entendía la sociología como una ciencia natural ( como la física o la química), dominada por leyes necesarias y generales, que podían ser conocidas y controladas por la razón. Quienes gobernaban debían ocuparse de la aplicación técnica de esa ciencia totalitaria. Así, el comunismo generó operaciones horrorosas, que originaron lo que se ha llamado “ingeniería social”[1].

            Durante decenios, en los países donde ha dominado, el comunismo fue la única doctrina posible sobre la sociedad, y casi en el resto del mundo, la otra alternativa. Una alternativa que operaba como constante tentación, impulsada por grupos activos e iluminados, y por concienzudas estrategias de propaganda. De hecho, las demás doctrinas y fuerzas políticas se han visto obligadas a definirse, total o parcialmente, en su favor o en su contra. Así, el comunismo determinó, directa o indirectamente, casi todo el panorama ideológico y político mundial. Por eso, su desaparición creó un enorme vacío, y el espacio ideológico y político se liberó, de repente, de su presencia obsesiva e invasora.

            Hay que adaptarse a la nueva situación, y hay que desprenderse de las deformaciones que han producido tanta presión ideológica y política. Entre otras, hay que desprenderse del hábito de simetría política izquierda/derecha, que el comunismo generó mediante su interpretación dialéctica de la historia, y también por motivos estratégicos. Es sencillamente falso que durante el s. XX hubieran combatido en el mundo dos ideologías, llamadas comunismo y capitalismo[2]. El comunismo no tuvo nunca un rival de su misma naturaleza, con un sistema ideológico y político tan compacto como él. Es verdad que en los países occidentales existía un pensamiento liberal, y también unas prácticas capitalistas. Pero no formaban un sistema comparable al comunismo, ni desde el punto de vista ideológico ni desde el punto de vista de las estructuras del poder.

            Hay que aprender de la historia. Pero hay que aprender bien, leyendo con cuidado lo sucedido. Y el dato que se deduce de la triste historia del s. XX es:

-no que fracasara uno de los sistemas ideológicos posibles,
-sí que fracasó aquel sistema ideológico que pretendió abarcar la entera realidad, por inhumano
[3].

            Por inhumano porque, aparte de otros muchos errores, desconocía la fuerza creativa de la libertad de cada persona. Porque desconocía esa propiedad singular y admirable, reconocible y obvia para todo análisis fenomenológico, que hace de cada hombre una fuente de la historia, un acontecimiento nuevo sobre la tierra.

            La libertad de las personas es una de las causas irreductibles de los hechos sociales. No se puede reducir ni a los procesos de la naturaleza ni a la estadística de los grandes números. Es la prueba de que existe un ámbito de la realidad que está más allá de la materia, porque tiene leyes distintas. Por eso es necesario, como ya apuntó Düthey, dividir metodológicamente las ciencias al menos en 2 grupos:

-ciencias de la naturaleza, dominadas por la necesidad de la materia,
-ciencias del espíritu, donde interviene ese fenómeno irreductible que es la libertad.

            Las ciencias sociales (la historia, la sociología o la economía) pertenecen a este segundo grupo y deben tener en cuenta la libertad personal como un fenómeno originario y característico de su construcción científica. Toda explicación mecanicista y necesaria de los procesos sociales es errónea, precisamente porque no la tiene en cuenta. Y un grave despropósito intentar transformar cualquier sociedad de un modo técnico o mecánico, sin emplear los resortes propios de la libertad: la motivación, la persuasión... mediante el ejercicio de una autoridad legítima y razonable, con el debido respeto a las conciencias.

            Por eso, es necesario acostumbrarse al vacío ideológico dejado por el comunismo. Hay que acostumbrarse a no tener una ideología que lo intente explicar todo y que asegure técnicamente su transformación. Ese es el marco público de la libertad. Estamos en una situación nueva, y en el momento propicio para redescubrir la política:

-no como campo de aplicación de sistemas ideológicos, como hicieron los regímenes totalitarios,
-no como campo de combate entre contrarios, como sucede todavía en los regímenes parlamentarios distorsionados.

            La política no se debería guiar por maximalismos ideológicos, sino por el ejercicio de la prudencia, y más como arte que como técnica. Las sociedades no necesitan ideologías sino sabiduría y experiencia, sabiduría para gobernar a las personas y experiencia para saber utilizar las cosas. Y esto es tarea que debería inculcarse, como insistían Platón y Aristóteles, comenzando por los intelectuales.

a) Una conquista cultural

            Todos los países actuales donde el comunismo ha desaparecido han asumido, en mayor o menor medida, las instituciones del liberalismo económico (libre mercado) y político (sistema de libertades y democracia parlamentaria). Pero muchas veces lo hacen con los viejos y malos hábitos de la simetría política del s. XX, poniendo reparos a la hora de vivir sin ideologías, aunque todos seamos ya conscientes de que la política no las necesita.

            El liberalismo no surgió como ideología, diferenciándose así del comunismo. Y tampoco ha pretendido nunca serlo. Sino que se ha tratado de algo más simple, que ha ido integrando paulatinamente 3 ingredientes:

-los programas de los partidos,
-las doctrinas de los pensadores,
-las instituciones sociales.

            En cuanto a los partidos políticos, la etiqueta liberal ha incluido desde la consideración tradicional hasta la más libertaria.

            En cuanto a las doctrinas de los pensadores, unas y otros han carecido siempre de unidad[4], y se han ido alineando en uno de los 2 grandes sistemas de pensamiento liberal, a juicio de Hayeck[5]:

-la filosofía ilustrada continental, sobre todo francesa (Roussseau, Condorcet...),
-la filosofía política británica, tanto escocesa como inglesa (Hume, Smith, Ferguson, Pales...).

            La primera estuvo marcada por el racionalismo, y tendía a la construcción racionalista del estado. A la segunda, más pragmática, le bastaba con proponer unas reglas de juego. No obstante, la división entre ambas no era tan firme como podría caber, pues hubo autores tanto intermedios (como Montesquieu y Mill) como desubicados geográficamente (entre los que podrían estar, según Hayeck, un Tocqueville de mentalidad más británica, y unos Hobbes y Paine de mentalidad más continental).

            Basta esto para mostrar que no existe una doctrina común liberal, y tan sólo una cierta concordancia de aspiraciones y principios. Y es que, como ya decía Constant, el liberalismo es un “sistema de principios”[6].

            Pero su mérito principal no fue especulativo. La justificación y los desarrollos teóricos de las diversas doctrinas liberales suelen parecernos hoy insuficientes, y muchas veces ingenuos (como el Contrato Social de Rousseau). Y con razón, pues las ciencias humanas han progresado mucho desde entonces, y nos han dado una visión de la realidad mucho más matizada.

            En realidad, la aportación principal del liberalismo político no ha sido la especulativa, sino más bien la política y educativa. A pesar de sus ingenuidades y de sus simplificaciones, el liberalismo ha conseguido expresar jurídicamente, y dar carta de naturaleza en el ámbito político, a algunos principios de derecho natural, como la dignidad, la libertad y la igualdad fundamentales de los hombres. Y ha conseguido crear un conjunto de instituciones (separación de poderes, democracia parlamentaria, declaración de derechos fundamentales...), y unas costumbres sociales, que proporcionan el marco para una convivencia real y pacífica. Su gran logro ha sido conseguir que unos principios teóricos, verdaderos y fundamentales, hayan llegado a configurar profundamente la mentalidad y los hábitos de muchas sociedades.

            El estado de derecho creado por los principios liberales, con el reconocimiento constitucional de la igualdad fundamental entre ciudadanos, de las libertades individuales y políticas, de la división de poderes, y de las garantías jurídicas, ha proporcionado un nivel de ejercicio de libertad y de protección tal, que hoy se puede hacer frente a muchas formas de violencia, incluida la violencia arbitraria de quienes detentan el poder. El liberalismo político ha creado ámbitos completamente nuevos de libertad social, y eso es preciso reconocerlo.

            Es verdad que resulta ridículo hacer de los principios liberales una religión, como a veces sucedió en la tradición ilustrada y en la retórica parlamentaria. Es verdad que en su compleja y variada historia se han mezclado prejuicios y motivos menos nobles. Es verdad que tiene unas expresiones filosóficas algo ingenuas y simplistas. Pero es de justicia reconocer la bondad de sus logros. Por ellos el liberalismo se ha impuesto como la forma política habitual de los países desarrollados. Hoy no es pensable el Occidente sin esta notable y variada creación jurídica y cultural.

            Así, el liberalismo no es una ideología como el comunismo, sino un conjunto principios que toman su fuerza del derecho natural y de las instituciones jurídicas enriquecidas por la experiencia. Por eso, puede resultar culturalmente empobrecedor convertirlo en una posición doctrinal, con definiciones ideológicas o posicionamientos doctrinales del pasado (como el laicismo, por ejemplo[8]). No tiene sentido ser partidario del liberalismo con un grado de adhesión intelectual y afectiva semejante a la que podía tener un comunista respecto a su ideología. Esto sería hacer pervivir los fantasmas del pasado. Hoy se tiende a superar la dialéctica de las etiquetas, que no hacen más que confundir la vida intelectual y política. Lo que interesa es la adecuada formulación de los principios (que sirven para educar) y la eficacia de las instituciones (que sirven para gobernar).

            Pero no todo son ventajas. La experiencia ha puesto de manifiesto al menos 5 deficiencias del liberalismo, que conviene tener muy presentes precisamente ahora, en momentos de transformación política:

            el individualismo. Al exaltar las libertades individuales, la tradición liberal tiende a olvidar los lazos naturales y las obligaciones que vinculan a los hombres entre sí, y no ha encontrado todavía una expresión jurídica suficiente, al respecto. Tiende a pensar todo en términos de individuos y de estado, y desconoce todo lo demás. En ese sentido, la mentalidad liberal continental, que es fuertemente estatalista, choca hoy día con las llamadas “instituciones intermedias” (matrimonio, corporaciones, asociaciones...), al presentir que limitan las libertades individuales y no comprender bien su naturaleza de contribución, a la vida personal y social.

            la insolidaridad. Porque el liberalismo afirma la igualdad jurídica de los individuos, mientras que de hecho éstos no son iguales, ni en capacidades ni en medios de fortuna. Por eso, ante los desequilibrios sociales, y situaciones en que los débiles quedan en manos de los fuertes, el liberalismo recela de una intervención estatal, mientras que ésta sí sería deseable en los casos de solidaridad y acceso a los bienes comunes, especialmente los culturales.

            la deshumanización laboral. Por su defensa del individualismo, la tradición liberal no ha encuadrado todavía las relaciones del trabajo con el capital, ni la participación del trabajador con la sociedad en que trabaja. Sino que ha hecho todo lo contrario, imponiendo su fórmula de “sociedad anónima” y haciendo más operativa todavía la consagración del capital, como verdadero agente de la vida económica y como ser dotado incluso de personalidad jurídica. En el mercado liberal del trabajo, hoy se tiende a prescindir del valor humano y de los vínculos personales del trabajador, dando lugar al surgimiento de los sindicatos y de otras agrupaciones humanitarias, cuando esa debería ser una tarea de la propia regulación protectora estatal.

            el relativismo. La afirmación liberal de tolerancia, como principio de respeto a todas las formas del pensar, y de la democracia como único principio de decisión jurídica, ha tendido a crear en la sociedad una mentalidad relativista. Así, hoy día se confunde el derecho de libertad de expresión con que todas las opiniones expresables valen igualmente lo mismo. O al afirmar incondicionalmente la libertad, se está empezando a recelar de la utilidad de la verdad, porque ya no sirve para frenar mi albedrío, si es que yo no quiero.

            la falta de identidad. En la medida en que el liberalismo relativiza sus democracias, y hasta capacita a sus ciudadanos para negar principios, muchos otros grupos y regiones se están empezando a unir con mayor fuerza humana y doctrinal, creando movimientos  identitariamente más fuertes que el liberal. Es lo que sucedió con el insignificante Hitler y su llegada al poder, u hoy están haciendo algunos clanes violentos o partidos minoritarios, poniendo contra la pared a la sociedad mayoritaria y liberal.

            Como consecuencia de todo eso, y de que la libertad no puede ser considerada como el único principio que configure la vida social, alguno países de tradición liberal han optado por introducir correcciones prácticas a las ideas liberales, creando estados intervencionistas.

            Estos estados intervencionistas han surgido bajo la excusa de ofrecer más servicios al ciudadano, y han ido creciendo en estructuras hasta endeudarse por completo, en problemas que antes no existían. Se han convertido en inmensos estos autómatas administrativos, cuya complejidad legal y burocrática ha superado en mucho sus posibilidades reales de control. Sus dirigentes se corrompen con tal de controlar sus resortes, y la multiplicación de los ámbitos de poder atrae la avidez de los ambiciosos. El individuo no cuenta aquí más que para vivir ilusionado en las fotografías televisivas, y saber depositar su voto de la manera políticamente correcta que le hayan explicado.

            Por eso corren hoy vientos tan fuertes en favor de la reducción del estado. Es el momento de una sociedad más activa y menos legislada, pues el sistema está obsoleto y sobrecargado. Se necesita un cambio de mentalidad, sintiéndonos responsables los unos de los otros.

b) La amenaza del aburrimiento

            El extraordinario desarrollo de las ciencias y de las técnicas a lo largo del s. XX ha creado nuevos espacios de libertad. Nunca ha existido tal dominio sobre la materia, y las nuevas técnicas de explotación, inspiradas por la ciencia y estimuladas por el comercio, han permitido multiplicar la producción y cubrir sobradamente las necesidades materiales de la sociedad. Jamás han estado las sociedades tan liberadas de los agobios de la necesidad, aunque no estén totalmente a salvo de las sorpresas de la biología (como hemos visto en el caso del sida) o de las grandes catástrofes naturales (que periódicamente se producen).

            Debido al uso masivo de maquinaria, la productividad de un trabajador actual es equivalente al de 20 trabajadores del s. XIX, y quizás al de 200 de la Edad Media. Y este inmenso crecimiento de la producción ha tenido un gran impacto social y cultural en las personas, con efectos tan diversos como cambiar los hábitos de vida, originar cambios ecológicos y dar lugar a 3 fenómenos nuevos en el campo de la libertad.

            En primer lugar, y por primera vez en la historia, el superávit de producción lleva la delantera a las necesidades del consumo: nunca se habían producido tantos excedentes. Esto ha originado el vigor de la publicidad, que intenta crear nuevos y más extensos hábitos de consumo, y nuevas necesidades para poderlas abastecer. Toda la economía moderna gravita sobre ella. Y es el factor más característico de la nueva forma de sociedad, que llamamos sociedad de consumo. Nunca se habían utilizado tantos medios para provocar y condicionar los gustos del público. Probablemente no existe ninguna otra instancia educativa moderna que ponga tanto interés y reúna tantos medios para transmitir mensajes. La publicidad está creando el clima social de los países desarrollados, envolviéndolo en un caparazón artificial difícil de superar. Tiende a manejar y absorber todos los resortes de la motivación humana, reclamando constantemente y por todos los medios la atención. Es preocupante su capacidad de modelar las mentalidades y de crear un clima de opinión. Aparte de que las depuradas técnicas de condicionamiento que descubre y usa pueden emplearse para otro tipo de manipulaciones.

            En segundo lugar, la mecanización de las tareas agrícolas ha liberado extensos estratos de población. Y ha permitido el trasvase a otros tipos de trabajos industriales y de servicios. Se ha producido la diversificación de los gustos sociales. Frente a un pasado donde la mayor parte de la población ha estado atada, en diversos grados, a la tierra, hoy la inmensa mayoría está emancipada y puede dirigir su actividad más o menos a su gusto. La sociedad es más compleja y mucho más variadas las posibilidades de elección profesional. Hay más libertad para elegir la orientación de la propia vida.

            En tercer lugar, se ha generado un gran aumento de tiempo libre. Los tiempos de trabajo se han reducido, en parte como conquista laboral, y en parte también como consecuencia necesaria de la mecanización masiva. Las empresas tienden a reducir sus plantillas y a trabajar menos horas a la semana. Esto ha producido una revolución en las costumbres, es decir, una revolución cultural. Se ha dicho que vivimos en una civilización del ocio, aunque también hay que lamentar que no se emplee toda la mano de obra disponible y el azote del paro se haga sentir.

            La multiplicación del tiempo libre es uno de los cambios culturales más importantes de este siglo en los países desarrollados. Los espacios de tiempo libre, o, por usar el título de la famosa novela de Ishiguro Los restos del Día, han crecido y se han convertido en la parte principal de la vida de muchos millones de personas. A veces, se crea una contraposición: por un lado el tiempo dedicado al trabajo y a las obligaciones; por otro, los tiempos libres. Los primeros se soportan, y se viven como una esclavitud. En cambio, los tiempos de ocio son considerados como la verdadera vida, donde se espera la realización personal. Así se crea un juego de expectativas e insatisfacciones, de lo que es una muestra la llamada “neurosis del fin de semana”.

            Los grandes filósofos griegos (Sócrates, Platón y Aristóteles) consideraban el ocio, junto con la política, como la actividad fundamental de los hombres libres. Pero entendían que debía dedicarse al cultivo de la contemplación filosófica[9]. Esta concepción, que ya entonces era elitista, está, desde luego, muy lejana a nuestra experiencia cultural. Una cultura basada en el consumo se muestra incapaz de dar otras respuestas masivas que no sean las del entretenimiento y la evasión.

            Ante la creciente demanda, la industria ha reaccionado ofreciendo nuevas ofertas a las demandas (turismo, juego, deporte, espectáculos), a lo que hay que añadir las posibilidades inmensas y todavía apenas exploradas de la realidad virtual (videojuegos). Las medias de consumo de televisión oscilan entre tres y cinco horas diarias en los países industrializados. Además del efecto de irrealidad (acostumbrarse a vivir en un contexto irreal), todos los entretenimientos tienen necesariamente un rendimiento decreciente y acaban cansando. Esto provoca la búsqueda de emociones más fuertes, especialmente entre los jóvenes y tiene también efectos negativos: aumento de kamikazes y juegos de riesgo, evasión dura (nuevas drogas) y opciones radicales, que son más emocionantes que las normales. Frente a la oferta de evasiones, la vida cotidiana y normal, puede parecer anodina y sin interés.

            Así el tiempo libre se ha convertido en una victoria y también en un problema[10]. El aburrimiento, síntoma del vacío existencial, se ha convertido en una parálisis enfermiza colectiva, dentro de la cultura occidental[11]. Esta cultura que ha sido capaz de superar los graves límites de la necesidad, tropieza con la amenaza del aburrimiento, porque no tiene respuestas sobre el sentido de la libertad. Es curioso, por ejemplo, el desgaste del concepto de eternidad. Desde su experiencia vital, muchos miran con recelo un tiempo sin límite, y algunos como una tortura, porque no conciben cómo evitar el aburrimiento[12].

            Nunca tantas personas han podido disponer en tanta medida de sí mismas. Nunca ha existido, para tanta gente, un espacio real tan amplio para el ejercicio de su libertad, en las grandes elecciones de la vida (profesión, vivienda, matrimonio) y en el empleo concreto de su tiempo. Pero esto reclama criterios sobre el sentido de la libertad[13]. La tradición liberal no puede darlos porque no quiere tener una respuesta sobre el sentido de la vida humana. En cierto modo, piensa que, si existiera, limitaría la libertad. Sólo se ocupa de defender los aspectos formales y externos de la libertad, especialmente las libertades políticas (libertad de). El sentido de la libertad personal (libertad para qué) hay que obtenerlo de otras fuentes.

c) Ascética de la libertad

            Si, buscando respuestas, acudiéramos a las distintas tradiciones sapienciales de la humanidad, nos encontraríamos con un dato sorprendente y casi unánime, pero muy olvidado entre nosotros. Tanto en la tradición filosófica platónica, aristotélica y estoica, como en la tradición budista y en las antiguas religiones orientales, como en el judaísmo, el cristianismo, y el Islam, encontraríamos una advertencia semejante. En fuerte contraste con la tendencia consumista de Occidente, todas las tradiciones sapienciales afirman que el hombre, en primer lugar, debe tener libertad ante los deseos. Ésta es la primera dimensión de la libertad: la libertad interior.

            Todas las tradiciones sapienciales han experimentado que, en el interior del hombre, hay fuerzas centrífugas y solicitaciones opuestas, que a veces se oponen violentamente entre sí. Todas conocen la agitación de las pasiones, tienen experiencia del daño que se hace a sí mismo y a los demás el hombre que no sabe dominar sus impulsos, y desean la paz de una conducta prudente, guiada por la razón. Es necesario que la razón logre imponerse sobre todas las fuerzas centrífugas que se mueven en el interior del hombre.

            La tradición de la filosofía occidental llegó a la conclusión de que el ejercicio de la racionalidad es el presupuesto y el marco de la libertad. El hombre libre es el que se conduce por los dictados de la prudencia, el que es razonable. El ser humano está inclinado por naturaleza a vivir de acuerdo con su razón, pero sólo lo logra cuando domina los demás resortes de la psicología, principalmente la imaginación, los sentimientos y los deseos. Por eso, la libertad interior es una conquista que cada persona debe realizar. Debe adquirir el dominio de sí mismo, imponiendo en su conducta la regla de la razón. Esto es la virtud.

            En una de sus felices síntesis, Scheler dijo que el hombre es un “animal ascético” y que “su espíritu sólo aparece en la cumbre cuando logra sobresalir, y poner orden en los estratos inferiores, especialmente en la afectividad, en el mundo de los deseos”[14]. Sin ascética, sin la práctica del dominio de sí mismo, el espíritu humano apenas puede manifestarse y desarrollarse normalmente. Resulta sorprendente que este principio tan importante de la sabiduría universal se haya evaporado prácticamente de nuestra cultura. La historia moderna de la reclamación de las libertades parece haber olvidado prácticamente las condiciones internas de la libertad, que sin embargo, estaban presentes en sus inicios.

            A primera vista, las causas son variadas. Por una parte está la ingenuidad ilustrada, de corte roussoniano, que piensa que basta que un hombre sea educado para que sea virtuoso. Por otra, está la confusión irracionalista y romántica entre libertad y espontaneidad, que tiene raíces muy largas, y que cree que cada uno lleva dentro algo importante que ha de expresar sin cortapisas. Por otro, influye un exagerado respeto por la libertad ajena, que acaba negando el enjuiciamiento sereno de las motivaciones de los distintos tipos de conducta.

            Así, frente a las presiones de grupos libertarios, que suelen ser muy beligerantes, la cultura democrática se encuentra sin argumentos. Y va desfigurando y desgastando sus ideales humanistas, logrados por la afortunada combinación de la filosofía griega, el civismo romano y la moral cristiana. Por miedo a herir, no se atreve a señalar qué conducta es racional y cuál no. Pero, sin criterio y sin ejemplos, no se puede educar. De este modo, la educación pública ha dejado de transmitir la idea de que sea necesario refrenar y someter los deseos, que es una de las columnas de la sabiduría universal.

            El principio ascético sapiencial de que el hombre debe dominar sus deseos para ser libre, está unido a la determinación de una escala de valores, que distingue entre bienes superiores e inferiores, bienes del alma y bienes del cuerpo. Hay que dominarse en lo inferior para poder alcanzar lo superior. Los bienes superiores no pueden ser alcanzados sin una ascesis rigurosa que libere del excesivo y a veces engañoso atractivo de los bienes inferiores. Esto contrasta con la mentalidad consumista secuestrada por la publicidad, que desconoce la existencia de tales bienes.

            En medio de una cultura de la abundancia, cada vez más preocupada por la salud y por el cultivo de lo corporal (ejercicio físico, deporte, danza...) para mantenerse en forma, prolongar la vida y conseguir un cuerpo bello, hay que recordar que el espíritu también necesita ejercicio espiritual para mantenerse sano. Sin ascética no hay virtud, y sin virtud, no hay libertad. Hoy forma parte de la tarea de un intelectual hacer brillar los ideales humanistas en el seno de una sociedad que los olvida[15].

d) Mística de la libertad

            La doctrina estoica y otras tradiciones sapienciales, como el budismo, han dejado una valiosa experiencia sobre el dominio de sí, que proporciona ánimo y ejemplos. Pero no ofrecen una respuesta suficientemente positiva sobre el sentido de la libertad. Están limitados por sus presupuestos doctrinales.

            Las doctrinas estoicas se conforman con salvar el decoro del hombre racional, por encima de las pasiones y de los males de la vida. Les basta lograr una “aurea mediocritas”, un equilibrio vital, porque son fundamentalmente pesimistas con respecto a las posibilidades de la vida. Por su parte, el budismo piensa que todos los deseos, sin distinción, son aspiraciones vanas y causas de dolor. Ve en la tendencia a la acción el origen del desorden del mundo, y se esfuerza en eliminarla. La apatheia de la sabiduría griega y, en mayor medida, el nirvana budista, a pesar de sus muchos valores, resultan demasiado próximos a la anulación. Y no pueden dar satisfacción a las aspiraciones de felicidad y realización personal.

            Es evidente que el sentido de la libertad se juega en la pregunta por si existe o no una realización personal. Cuestión muy difícil si tenemos en cuenta que el ser humano es mortal y está sometido al ciclo biológico de maduración y envejecimiento. Las aspiraciones humanas, en sí mismas, son tan vagas y variadas que no dan respuesta suficiente sobre su sentido. La experiencia enseña que pueden tomar direcciones muy diversas y que, con frecuencia, nos engañan, causando muchas frustraciones y sufrimientos. De ahí el prudente escepticismo estoico o budista.

            La doctrina platónica tiene una respuesta positiva y señala que la realización personal consiste en alcanzar los bienes invisibles, mediante el desprendimiento de los bienes visibles. Platón promete al alma inmortal gozar del mundo inmaterial de la verdad y la belleza, que está por encima de este mundo corporal transitorio. La ascética platónica está animada por una mística de la contemplación (el eros platónico). Pero todavía resulta insatisfactoria. Por un lado reduce la realización al aspecto noético, cognoscitivo o estético. Por otro, no valora en absoluto las condiciones temporales e históricas en las que se desarrolla la vida humana. Todo lo que no sea medio para la contemplación no le interesa. Es demasiado trascendente.

            La tradición de pensamiento cristiano, que reconoce el valor de la ascética platónica, ha ido más lejos. Y ha encontrado una formulación especialmente lúcida y solemne sobre el sentido de la libertad humana, en la Gaudium et Spes del Vaticano II. A imagen de la Trinidad, que es comunión de personas, el hombre es un ser social por naturaleza. Realizarse significa, sobre todo, desplegar esa dimensión: en relación con Dios y en relación con los demás. Por eso, el sentido de la libertad y su plenitud se alcanzan en la donación de sí mismo: “Esta semejanza (con la Trinidad) demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”[16].

            Vale la pena repetirlo por la importancia de lo que se dice: Nadie puede encontrar su propia plenitud si no es en la sincera entrega de sí mismo a los demás. Esta formulación tan escueta encierra una enseñanza fundamental. La realización del hombre y el sentido de su libertad culminan en el mandamiento del amor, entendido en un sentido nuevo específicamente cristiano. Esta deducción no es fruto del pensamiento especulativo, sino de una revelación. Pero una vez revelada y una vez presente en la cultura, la razón es capaz de reconocer la bondad de esta doctrina y de asombrarse ante la belleza de sus expresiones, que son testimonio de su verdad.

            Hay que dar respuesta al malestar de la sociedad de consumo, y al aburrimiento vital que no sabe emplear las propias capacidades. Y eso es algo que podemos hacer, pues por naturaleza tenemos talentos que pueden ser empleados en servicio a los demás. La persona humana se realiza a través de su trabajo cuando lo entiende como un servicio a los demás; y se realiza en el ocio, cuando lo entiende como el descanso necesario y ocasión de dedicarse a la contemplación y a la relación con los demás. Y cuando le sobran capacidades o el aburrimiento amenaza, la propuesta cristiana no es la evasión, sino la entrega de esas energías a tantas tareas que lo merecen. El reciente aumento del voluntariado es un signo esperanzador en este sentido.

            El amor cristiano es un amor personal y de comunión (o ágape), y se distingue netamente del deseo, que las tradiciones estoica y budista rechazan. Resulta útil recordar, en este sentido, la vieja distinción escolástica entre amor concupiscentiae y amor benevolentiae, entre:

-el amor-deseo, que tiende a apropiarse de aquello a lo que aspira,
-el amor-donación, donde el amante se entrega a lo que ama.

            El segundo tipo de ese amor participa del carácter creativo del amor de Dios. Y es exactamente lo contrario de una mentalidad consumista, que tiende a poseer (y a consumir) todo lo que desea.

            Porque el hombre es un “ser necesitado”[17], y no puede dejar de desear los bienes que necesita para su pervivencia y desarrollo. Pero su relación con el mundo es mucho más rica. Junto a los bienes que necesita consumir (uti), puede reconocer la existencia de otros bienes que no se consumen, sino que se contemplan y se gozan (frui): la verdad y la belleza. Esta es la esfera del eros platónico.

            El cristianismo añade una 3ª dimensión, que exige una nueva actitud. Además de los bienes que necesitamos consumir, y de los que merecen nuestra contemplación, están las personas, que merecen nuestro amor. El platonismo no llegó a captar el universo personal. La noción de persona es una noción cristiana, forjada en la historia. Usando una terminología fenomenológica, el pensamiento cristiano ha llegado a la conclusión de que el valor de la persona exige una respuesta adecuada, que es el amor. Es lo que Juan Pablo II ha llamado “norma personalista”[18]. Un principio de extraordinaria importancia, tanto desde el punto de vista moral como educativo. Encierra todos los ideales del humanismo cristiano, expresándolos de un modo nuevo.

            La realización del amor cristiano se expresa en el doble mandamiento de la caridad: amar a Dios sobre todas las cosas, y también al prójimo. Y sigue un criterio de proximidad: el amor al prójimo. Esto da una prioridad razonable a los lazos humanos ya establecidos. Pero no se encierra allí, ya que, como ilustra la parábola del buen samaritano, otras personas se cruzan, quizá ocasionalmente, en nuestras vidas, y se hacen entonces prójimos. Hoy son muchos más debido a los medios de comunicación que nos acercan las tragedias y necesidades de todo el mundo. Pero en este punto conviene ser claros, por el peso que todavía tienen algunas deformaciones de tipo ideológico: el amor cristiano se realiza:

-no mediante el compromiso con las ideas,
-sí mediante la entrega real e histórica con las personas.

            Como decía San Pablo, “hermanos, que sea vuestra vocación la libertad. Pero no para aprovecharse según la carne, sino siendo esclavos unos de otros por amor. Porque toda la ley se concentra en el amor al prójimo como a uno mismo”[19].

            El eros platónico se mueve en el universo impersonal e intemporal de la verdad y de la belleza, mientras que el amor cristiano se mueve en un universo personal e histórico, y se realiza en el tiempo presente. El ágape cristiano es un amor de comunión que se expresa, confirma y realiza en acciones reales e históricas, porque se refiere a Dios y a las personas concretas que viven en la historia. Y se realiza en la donación a los demás de las capacidades reales, de la atención, del tiempo, de todos los talentos y los bienes. En definitiva, se manifiesta en actos de entrega y servicio.

            Nuestra sociedad de consumo necesita que se le recuerde la importancia de la ascesis, para que no quede anegada por las exigencias del amor-deseo. Necesita que se le abran los ojos a los bienes que se pueden contemplar y gozar: la verdad (ciencias y sabiduría) y la belleza (estética y moral). Y necesita también que se le ayude a descubrir el plano de los bienes personales: descubrir el amor, como comunión y entrega a Dios y al prójimo. Esta es la mística de la libertad. Las circunstancias culturales nos invitan hoy a desarrollar la norma personalista y la idea mística del amor-donación, con la ascética que necesita, para dar un criterio sapiencial, profundo y práctico, al sentido de la libertad.

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  Act: 01/03/20       @fichas de reflexión            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A  

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[2] cf. JOHNSON, P; Tiempos modernos, ed. Vergara, Buenos Aires 1988.

[1] cf. REVEL, J. F; El conocimiento inútil, ed. Planeta, Barcelona 1989.

[3] cf. DE LUBAC, H; El drama del humanismo ateo, ed. Encuentro, Madrid 1990.

[4] cf. GRAY, J; Liberalismo, ed. Alianza, Madrid 1986.

[5] cf. HAYEK, F. A; The constitution of Liberty, ed. Routledge and Kegan Paul, Londres 1960.

[6] cf. PAVON, N; “Liberalismo”, en Gran Enciclopedia Rialp, XIV, pp. 295-302.

[7] Estos principios, a pesar de las polémicas del siglo pasado muchas veces desenfocadas, en mucha parte son principios culturalmente cristianos; virtudes que, a veces, se han vuelto locas, como dice CHESTERTON en su Ortodoxia, aunque lo refiere a un ámbito más amplio.

[8] Son todavía útiles las observaciones de MARITAIN al respecto del laicismo decadente, en su Cristianismo y Democracia.

[9] cf. PIEPER, J; El ocio y la vida intelectual, ed. Rialp, Madrid 1983.

[10] cf. FRANKL, V. E; Ante el vacío existencial, ed. Herder, Barcelona 1994.

[11] cf. CAMUS, A; La Chute, ed. Gallimard, París 1989, p. 64.

[12] cf. BORGES, J. L; Los inmortales, ed. El Aleph, Buenos Aires 1995.

[13] Los pensadores liberales suelen moverse en los aspectos formales y externos de la libertad y no en su proceso interno, donde aparece su relación con la verdad. Piensan que lo segundo (la verdad) es subjetivo y se conforman con actuar sobre lo objetivo.

            BERLIN, por ejemplo, interpretando a MILL, distingue dos acepciones de la libertad:

-libertad negativa, o libertad de, que es la libertad de coacción, o espacio de libertad que crean los derechos del individuo y permiten a cada uno desarrollarse según sus ideas propias;
-libertad positiva, o libertad para, que es la soberanía o poder necesario para ejercer la propia libertad, realizándola en la vida social.

            (cf. BERLIN, I; Cuatro ensayos sobre la Libertad, ed. Alianza Madrid 1988.

[14] cf. SCHELER, M; El puesto del hombre en el cosmos, ed. Losada, Buenos Aires 1984, p. 61.

[15] Es de notar el reciente interés sobre este concepto fundamental de la ética, entre algunos estudiosos norteamericanos, sobre todo MACINTYRE con su After Virtue. Como divulgación, es significativa la recopilación de textos de BENNETT en su The Book of Virtues.

[16] cf. VATICANO II, Gaudium et Spes, 24.

[17] cf. LEWIS, C. S; Los cuatro Amores, ed. Rialp, Madrid 1998.

[18] cf. JUAN PABLO II, “Amor y Responsabilidad”, en Razón y Fe, II, Madrid 1978, pp. 36-41.

[19] cf. SAN PABLO, Carta a los Gálatas, V, 13-14.