El Mal Menor

 

Tarragona, 1 septiembre 2020
Antonio Orozco, catedrático de Filosofía

            Está claro que no hay quien hable en serio de ética sin que reconozca, como principio más primario de la ley moral, la necesidad de hacer siempre el bien y evitar el mal en toda su amplitud.

            Sin embargo, debido a la limitación humana no sólo es preciso a veces renunciar a ciertos valores deseables para realizar otros más altos, sino también arriesgarse a poner una buena acción de la que seguramente se seguirán efectos malos. No pocas veces se plantean problemas morales de reciente actualidad, como ¿es bueno vender una escopeta de caza que acaso se use para matar personas?, ¿o fármacos que pueden curar, pero también dañar? ¿Se puede arriesgar la propia vida o la ajena para realizar un bien muy importante? ¿Es moralmente licito el aborto en caso de que sea inevitable, al curar una enfermedad grave de la madre?

            Se trata de preguntas que plantean casos extremos y anómalos, pero no infrecuentes. En la práctica, hay quienes también aprovechan el bien que otros hacen, para fines injustos. De otra parte, hay acciones de doble o múltiple efecto: de ellas se derivan bienes, pero también males. La persona con sentido ético se pregunta, entonces, si es lícito hacer ese bien importante del que pueden seguirse males, incluso en el sentido más estricto del término.

a) Principios del Mal menor

            Se trata de casos que han de iluminarse bajo los principios que ha sostenido siempre la ética clásica, conforme a la recta razón y a la revelación divina. Son los siguientes:

Siempre debe quererse el bien, nunca el mal

            El mal es siempre un daño para las personas (autoras o receptoras, según la ética clásica), así como una inadmisible ofensa a Dios (según la revelación divina). Por tanto, es moralmente inadmisible la aceptación del mal en la intencionalidad humana, antes incluso de actuar. Si surge algún caso en que se deba tolerar algún efecto malo (de acciones buenas, por supuesto), éste sólo podrá ser admisible si lo hace bajo condición de que el efecto malo:

-no sea buscado, sino sólo permitido,
-se hayan agotado todos los recursos, si los hay, para evitar la acción de doble efecto,
-el efecto malo sea realmente necesario y malo (lamentado, sufrido...) y no un cortapisas artificial.

Jamás puede hacerse un mal, para conseguir un bien

            El fin bueno no justifica medios malos. Y no lo hace nunca, como principio universal que es, a menos que se quiera llevar a la práctica, o justificar, cualquier tipo de aberración moral, como las ejecutadas por Hitler, Stalin y sus nobles ideales, que magníficamente... ejecutaron a más de 50 millones de seres humanos.

            Ya decía Aristóteles que “el bien nace de causas enteramente buenas, mientras que para que proceda el mal basta que una sola causa sea mala” (bonum consurgit ex integra causa, malum autem ex quoqumque). Es lo que se ve en el ejemplo del guiso, que para que sea bueno y digestivo, han de estar sanos y buenos todos sus ingredientes, y un sólo ingrediente dañado dañaría todo el conjunto guisado. Está claro, pues, que los medios se suman como ingredientes (o causas) a la unidad que constituye el acto humano.

            El fin no sólo no justifica los medios injustos, sino que él mismo se adultera al derivarse de ellos. Así, por ejemplo, si se pretendiera defender el bien de la humanidad eliminando vidas humanas inocentes, se estaría revelando que lo pretendido no era realmente el bien de la humanidad, sino de un sector de ella, privilegiado y discriminante por injustas razones. Evidentemente, “hacer el mal para conseguir el bien” encierra una absurda contradicción ética en el seno del mismo acto humano.

            No hace mucho tiempo que un considerable número de personas murieron en nuestro país a causa de un mal ingrediente de buenos alimentos: el aceite de colza adulterado. Si después de esa experiencia, alguien afirmase: “a mí lo que me importa es el huevo frito, ¡qué más da si el aceite contiene tóxico o no!”, con razón lo tendríamos por loco sanitario. Y si otro dijese: “lo que a mí me importa es gozar, y no me importa cómo. Por eso veré ese programa de televisión, aunque socave la unidad de mi matrimonio”, ese individuo sería igual de necio que el anterior, en este caso por loco moral.

            No se puede hacer el mal para que venga, por consecuencia, ningún bien, decía al respecto San Pablo[1]. Pues sería como poner una enorme bomba (mala) en los cimientos de nuestra casa (buena), o acabar adquiriendo la coherencia que humorísticamente sugería Chesterton:

“Como las cabezas no se adaptan a la clase de sombreros de moda, deben cortarse las cabezas de la gente, como medio indispensable para hacer frente al déficit o pérdidas causadas por el llamado Problema del Sombrero”.

Cada acto debe ser valorado en su singularidad

            El hombre es responsable de cada uno de los actos que realiza libremente. Y cada uno de esos actos tiene su propio valor moral, aunque se halle en conexión con un conjunto más extenso de actos (de diverso valor). Por tanto, no se puede apelar al Principio de Totalidad para justificar actos sustancialmente malos.

            Pablo VI, fundándose “en la doctrina de la Iglesia, de la cual es el Sucesor de Pedro, con sus hermanos en el episcopado, depositario e intérprete”[2], salía al paso de este error, aplicado a la vida conyugal, en su encíclica Humanae Vitae:

“Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirían después, y que, por tanto, compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de la vida conyugal fecunda”[3].

            Los términos son inequívocos: aunque pueda haber dificultades superlativas, nunca hay razones suficientes para hacer, con un acto positivo de voluntad, lo que es sustancialmente malo. Se puede a veces tolerar el mal que sucede sin querer, pero nunca hacer voluntariamente el mal, ni siquiera para que se siguiera un bien colosal, ni para evitar una catástrofe cósmica.

A veces puede tolerarse un efecto malo, si éste sale de una acción buena

            Siguiendo, como ejemplo, el caso contemplado del apartado anterior, decía Pablo VI que “la Iglesia no considera de ningún modo ilícito el uso de medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido”[4]. Las palabras están muy medidas y no debe perderse ninguna. Se trata de una acción que tiene un:

-fin bueno, la salud del organismo,
-intención buena, curar y no impedir la concepción,
-medio empleado bueno, pues su efecto inmediato (sustancial y deseado) es curativo, aunque su efecto secundario (accidental y no deseado) sea malo (impedir la procreación).

            Con estas condiciones y razones proporcionalmente graves, es lícito permitir o tolerar la esterilización.

            Caso sustancialmente diverso es el de los anticonceptivos (de cualquier especie que sean) que no tienen efectos curativos de enfermedad alguna, sino el mero impedimento de la fecundidad de un acto intrínsecamente ordenado a ella. Aquí tenemos un:

-fin malo, la alteración voluntaria del orden natural, y bien integral de la persona humana,
-intención mala, al cegar artificiosamente las fuentes de la vida (aunque pueda coexistir con otras intenciones buenas),
-medio empleado malo, pues no cura ninguna enfermedad, sino que sólo trata de impedir la consecuencia natural del uso del matrimonio.

            Por eso, insiste Juan Pablo II, “la contracepción debe juzgarse, objetivamente, tan profundamente ilícita que jamás puede, por razón alguna, ser justificada. Pensar o decir lo contrario equivale a defender que en la vida humana se pueden producir situaciones en las cuales es lícito no reconocer a Dios como Dios”[5]. Seria absurdo decir a estas alturas que la doctrina de la Iglesia sobre el tema aún no está definida. Las dificultades que plantea una obligada continencia no deben temerse: “¡Todo es posible para el que cree!”[6]. Dios no deja de prestar su omnipotencia a quien la necesita y la solicita con humildad.

            En resumen: sólo pueden tolerarse las malas consecuencias que se derivan de un acto cuando éste produce de por sí, de modo necesario e inmediato, un efecto bueno; y en virtud de particulares circunstancias que se dan contra la voluntad del que obra.

            Un ejemplo lo vemos en el tabernero, que puede vender vino a un borracho, porque el efecto que se sigue de tal acto es lícito y honesto. Que el cliente se emborrache no depende del tabernero, ni va unido necesariamente a la venta del vino. No obstante, si el tabernero, sin grave incómodo, puede negarse a vender en ese caso concreto, debe hacerlo.

Ha de existir una causa grave, para tolerarse un efecto malo

            Ha de haber, como es lógico, una causa proporcionalmente grave a la entidad del daño y a la probabilidad con que puede seguirse de la acción buena. Hace falta una razón positiva que compense con el bien que se pretende realizar, la gravedad de los males que le puedan suceder. Esta razón positiva y compensadora del efecto malo, deberá juzgarla en cada caso (después de solicitar consejo oportuno, si es menester) la persona agente, teniendo siempre en cuenta que tal razón “debe ser tanto más importante cuanto más graves sean las consecuencias previstas, cuanto más próxima y estrecha es la conexión causal entre el acto y las malas consecuencias”[7].

Han de agotarse los medios, antes de tolerar un efecto malo

            No debe olvidarse que el mal, aunque esté fuera de la intención del que realiza esas acciones de doble efecto (sólo es voluntario indirecto), siempre es malo, y aunque se produzca sin culpa del agente, es materia de pecado, como en el caso del tabernero; y cabe el riesgo de que éste se insensibilice ante el pecado del que se emborracha con sus vinos, y llegue a convertirse en cómplice culpable.

b) Casos del Mal menor

            Hemos visto cómo un acto que produce indirectamente efectos malos, sólo puede ser lícito cuando:

-el acto en sí sea bueno, o al menos indiferente,
-el efecto inmediato, o directo, de la acción sea el bueno. Y nunca el efecto bueno sea causado por el malo,
-el fin de quien obra sea honesto,
-las circunstancias sean proporcionalmente graves.

Sólo en caso de aborto indirecto

            Evidentemente, la provocación voluntaria y directa del aborto es siempre un asesinato, un pecado gravísimo. Jamás se podrá justificar moralmente, por bueno que fuese el fin: sería justificar por el fin un medio intrínsecamente malo.

            El llamado aborto terapéutico, perpetrado con el fin de interrumpir un embarazo que se considera peligroso para la vida de la madre, es siempre un homicidio directo: la intervención médica tiene un efecto único inmediato (y hay una finalidad única directa de la voluntad eficaz de ese acto), que es eliminar una vida inocente y con pleno derecho a vivir. Cierto que se considera lamentable tal homicidio, porque sobre todo se intenta salvar a la madre. Pero la acción primera no hace más que matar directamente a un inocente, y tal cosa es absolutamente mala. No sería lícito ni para salvar a la entera humanidad. Muchas manzanas valen más que una sola manzana. Pero la persona no es una cosa, y si se comprende lo que es una persona y su dignidad, se comprenderá que muchas personas no valen más que una sola.

            Caso totalmente distinto es el del tratamiento médico o intervención quirúrgica para remediar un mal cierto y grave de una mujer embarazada, previendo que con tal intervención se provocaría ocasionalmente un aborto. No se trata de curar a la madre por medio de la muerte del niño, sino de realizar una acción en sí misma buena, por ejemplo, extirpar un tumor maligno, que accidentalmente puede causar la muerte del niño. Es lo que se llama aborto indirecto, que es lícito[8]:

-si la vida de la madre urge a la intervención,
-si no existe otro procedimiento eficaz que no arriesgue la vida del feto,
-si no se puede esperar a que el feto sea viable.

            Como vemos, los casos de aborto indirecto y aborto directo son radicalmente distintos en el orden moral, pues:

-el efecto inmediato, en el 1º es la vida (de la madre) y en el 2º es la muerte (del niño),
-la intervención, en el 1º excluye la muerte del niño y en el 2º incluye (como medio) la muerte del niño,
-el medio, en el 1º es bueno (el fármaco o intervención quirúrgica, que son curativos) y en el 2º es malo (eliminar al niño, o matar),
-el efecto secundario, en el 1º es bueno (pues no es consecuencia del malo) y en el 2º no es bueno (pues es consecuencia del malo).

            De este modo, el caso 1º puede realizarse si hay circunstancias proporcionalmente graves, y el 2º nunca. Y como recuerda el CDC, “quién procura el aborto, y lo consuma, incurre en excomunión latae sententiae[9].

Nunca en la venta de objetos destinados a realizar acciones malas

            Está claro que “nunca es lícito vender cosas que, por su misma naturaleza, no tienen más que un uso malo”[10], como la venta de veneno que sólo sirve para matar al hombre.

            Vender, ceder la propiedad de un objeto a cambio de un precio, es una acción moralmente lícita en sí. Pero la moralidad resulta afectada por las circunstancias, entre las que se cuenta el qué; en nuestro caso: qué es lo que se vende, cuál es su cualidad, inseparable y determinante de la venta. El magisterio de la Iglesia confirma este criterio general, aplicado a los farmacéuticos:

“A veces, tenéis que oponeros a la importunidad, a la presión y a las peticiones de clientes que llegan a vosotros con el fin de haceros cómplices de sus intenciones criminales. Pero vosotros sabéis que cuando un producto, por su naturaleza y por la intención del cliente, está indudablemente destinado a una finalidad criminal, no podéis, bajo ningún pretexto o presión, acceder a tomar parte en esos atentados contra la vida, contra la integridad de los individuos o contra la propagación de la salud corporal o mental de la humanidad”[11].

            De modo que nunca es lícito vender una cosa que el hombre no puede usar sin pecar: fármacos abortivos, dispositivos destinados únicamente a impedir la generación, vestidos manifiestamente provocativos, libros, revistas o películas...

            De otra parte, es de advertir que la responsabilidad moral en la acción de vender se debe considerar de modo diverso, según sea quien venda el propietario de lo vendido, o bien un intermediario, o un simple empleado a sueldo fijo. Del empleado puede decirse, por ejemplo, que no vende (porque la cosa vendida no es suya ni es para él su precio) sino que coopera con el vendedor, no queriendo pero sí permitiendo indirectamente el mal (cooperación al mal).

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  Act: 01/09/20       @fichas de reflexión            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A  

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[1] cf. Rom 3, 8.

[2] cf. PABLO VI, Humanae Vitae, 31.

[3] cf. PABLO VI, op.cit, 14.

[4] cf. PABLO VI, op.cit, 15.

[5] cf. JUAN PABLO II, Discurso del 17 septiembre 1983.

[6] cf. Mc 9, 23.

[7] cf. MAUSBACH, J; ERMERKE, G; Teología Moral Católica, vol. I, ed. Eunsa, Pamplona 1971, p. 379.

[8] cf. ZALBA, M; “Voluntario directo e indirecto”, en ENCICLOPEDIA RIALP, Tomo XXIII, p. 6887.

[9] cf. CODIGO DE DERECHO CANONICO, art. 1398.

[10] cf. PRUMER, D; Manuale Theologiae Moralis, I, 623; ERMEERSCH, V; Theologiae Moralis: Principia, Responsa, Consilia, XI, 137; LANZA, A; PALAZZINI, P; Theologia Moralis, II, 177; NOLDIN, H; Summa Theologiae Moralis, XI, 126.

[11] cf. PIO XII, Alocución del 2 septiembre 1954.