Deontología Profesional

 

Madrid, 1 abril 2020
José María Barrio, catedrático de Filosofía

            En su acepción más habitual, el término deontología suele usarse para designar la moral profesional, situándola así como una parte de la moral o una moral especializada. Mas esto no puede hacerse sin precisar que, ante todo, la deontología es un capítulo de la ética general, concretamente como teoría del deber (tá déonta). Los deberes profesionales son sólo una parte muy restrictiva de los deberes en general, y de éstos hemos de ocuparnos en primer término.

            La relación entre ética y deontología es análoga a la que se establece entre felicidad y deber, nociones que en definitiva constituyen sus respectivos núcleos temáticos. El deber es algo más restringido que la felicidad y, así, cabe entender la deontología como una parte especial de la ética, siendo ésta, a su vez, un desarrollo de la filosofía de la naturaleza y, en último término, parte de la metafísica o filosofía primera. De esta forma lo ha entendido la tradición aristotélica.

            En efecto, no cabe reducir el bien al bien moral. Lo primero que hay que decir del bien (tó agathón) es que es un aspecto del ser (tó on), y la ética se sitúa en el planteamiento de lo que un tipo especial de ente que es el hombre (anthropos) necesita para bien-ser o bien-vivir. Para cualquier ser viviente, su ser es su vivir (vita viventibus est esse, decían los aristotélicos medievales). Por tanto, la ética aparece como la clave de la mejor vida (aristobía) y el ideal del sabio en la búsqueda de la vida buena, en sentido ético estricto. En esta clave se puede comprender el concepto aristotélico de felicidad como plenitud de vida o vida lograda (eudaimonía).

            El bien moral, en concreto, es la virtud (areté), y ésta adquiere el carácter de lo debido (tó deon). De todas formas, el deber posee relevancia moral únicamente por su conexión con la vida buena, porque cualifica ciertas acciones como los mejores medios que se han de poner para lograr esa plenitud en la que la felicidad consiste. La ética, entonces, se configura como el saber práctico que tiene por objeto traer al ser aquellas acciones que, puesto que en sí mismas están llenas de sentido, conducen a la plenitud a quien las pone por obra.

            Esta concepción supone que, como se apuntó más arriba, el hombre es moralmente hijo de lo que él hace, más de lo que con él hacen los elementos, tanto la herencia como el ambiente. El bien hace buena la voluntad que lo quiere, y ésta, a su vez, hace bueno al hombre, en sentido moral. El valor moral de las acciones (y, así, su condición de debidas o prohibidas) no depende sólo de la intención subjetiva con la que se realizan (finis operantis), ni tampoco de las circunstancias, si bien ambos elementos poseen relevancia a la hora de emitir el juicio moral. Éste también ha de tener en cuenta la acción misma y la finalidad objetiva en la que naturalmente termina (finis operis).

            Ambos fines, el subjetivo y el objetivo (lo que el agente desea lograr con su acción, y lo que de suyo logra si ésta se lleva a efecto) conforman lo que podríamos llamar la sustancia moral de la acción, o valoración ética global. De esta suerte cabe decir que no puede ser bueno algo que se hace en contra de la propia conciencia subjetiva. Pero eso no significa que lo sea todo lo que se hace de acuerdo con ella. El primer deber que cualquiera puede encontrar en su conciencia moral, si mira bien, es el de formarla bien, para que ésta funcione bien. Y esto se consigue estudiando, buscando la verdad, consultando con personas prudentes, resolviendo las dudas...[1].

            En otro nivel se encuentran las circunstancias relevantes, o aquellos elementos que rodean la acción matizando eventualmente su cualidad moral: el modo de realizarla (quom moddo), el lugar (ubi), la cantidad (quanto), el motivo u ocasión (cur), el sujeto agente o paciente (quis), el momento (quando), los medios empleados (quibus auxiliis).

            El bien moral es muy exigente, de manera que para que la acción sea buena (en el sentido de moralmente debida) se hace preciso que lo sea en todos sus aspectos, sustancia y circunstancia, mientras que basta que falle uno de ellos para que se pervierta su bondad. Es lo que suelen expresar los latinos con el adagio: bonum ex integra causa, malum ex quocumque deffectu.

a) Ética profesional

            Ya Aristóteles acuñó la distinción conceptual, de gran alcance para la filosofía práctica, entre poíesis y praxis, entre producir y actuar. La rectitud del producir se mide por el producto y ha de ser determinada en función de las reglas del arte (techné); estriba en un resultado objetivo y en la nueva disposición de las cosas que sobreviene como consecuencia del producir. Por el contrario, la rectitud del actuar es de índole estrictamente ética: radica en el actuar mismo, en su adecuación a una situación, en su inserción dentro del plexo de las relaciones morales, en su belleza. Como es natural, todo producir se halla inscrito en un contexto práctico, y por ello tampoco está exento de una evaluación moral. Pero la determinación del producir correcto pertenece a la técnica, al ámbito de los medios, mientras que el actuar honesto tiene razón de fin. Podemos distinguir, así, el buen hacer del obrar bien. El robo del siglo, por poner un ejemplo, es una operación que, como producto, está muy bien hecha (entre los latrocinios es, sin duda, el mejor del siglo), aunque difícilmente lo calificaríamos como una buena acción.

            En la más amplia significación del término, cabría hablar de una concepción poética del obrar moral en Aristóteles. Llevar a efecto buenas acciones, así producir estados de cosas matizados por cualidades éticas de valor positivo, no incluye (ni tampoco excluye) la intención correcta: un buen propósito (aunque no se lleve a efecto) es también una buena acción en sentido moral, aunque carezca de significado y cualidad técnica, al no haber producido nada.

            En un sentido vulgar se habla de deontología en referencia al buen hacer que produce resultados deseables, sobre todo en el ámbito de las profesiones. Un buen profesional es alguien que, en primer lugar, posee una destreza técnica que le permite, en condiciones normales, realizar su tarea con un aceptable nivel de competencia y calidad. Las reglas del buen hacer (perfectum officium, acción llevada a cabo conforme a los imperativos de la razón instrumental) constituyen, sin duda, deberes profesionales. Y esto no es en modo alguno ajeno al orden general del deber ético. Aún más: las obligaciones éticas comunes para cualquier persona son, además, obligaciones profesionales para muchos. Al menos así se ha visto tradicionalmente en ciertas profesiones de ayuda como el sacerdocio, la educación y, en no menor medida, la medicina o la enfermería. En último término, esto se puede decir de todas las profesiones honradas, pues en todas se da, de manera más o menos directa, la índole del servicio a las personas. Pero en ésas es más patente, para el sentido común moral, que no es posible, por ejemplo, ser un buen maestro sin intentar ser buena persona. Es verdad que no se educa, o no se ejerce buena medicina, sólo con buenas intenciones, pero tampoco sin ellas.

            Pero la deontología profesional no se resuelve sólo con los parámetros éticos comunes, como tampoco la ética se reduce a la satisfacción de ciertos protocolos deontológicos. En este sentido profundo, la cuestión del bien no se sustancia con el cumplimiento de una normativa. No es que el bien moral estribe en cumplir la ley, sino que hay que cumplirla porque lo que preceptúa es bueno, caso de que efectivamente lo sea. Es anterior, con prioridad de naturaleza, el bien a la ley. La conciencia del deber no puede separarse de lo en cada caso debido, aunque indudablemente sea distinto lo que formalmente significa deber y lo que materialmente constituyen en concreto nuestros deberes, lo cual ha de ser determinado en relación al ser específico y al ser individual y circunstanciado de cada persona. Millán-Puelles, en este sentido, habla de la relatividad de la materia del deber, compatible con el carácter absoluto que le corresponde por su forma[2].

            Ambas tesis recogen elementos esenciales del eudemonismo aristotélico y del deontologismo, por ejemplo en versión kantiana. Aun con todo, la teoría kantiana del imperativo categórico, que subraya explícitamente el carácter absoluto de la forma del deber, no resuelve las aporías principales que se derivan de una separación entre la forma y la materia moral. El filósofo alemán propone poco menos que una alternativa entre actuar por deber (voluntas moraliter bona), y actuar conforme al deber (voluntas bone morata). A su juicio, los mandatos o leyes de la moralidad (a diferencia de los que únicamente poseen valor hipotético, como las reglas de la habilidad o los consejos de la sagacidad) revisten una obligatoriedad que es independiente de la concreta volición de un objetivo, de manera que ningún mandato moral preceptúa lo que hay que hacer si se quiere obtener tal o cual fin o bien, sino algo cuyo cumplimiento es un deber, aunque se oponga radicalmente al deseo o a la inclinación natural[3]. En el planteamiento kantiano aparecen contrapuestas la buena intención y la buena acción, dialéctica que el idealismo alemán categorizará más tarde con los términos de moralitat y de sittlichkeit, respectivamente. De nuevo se echa en falta aquí el equilibrio que encontrábamos en la posición aristotélica. El Estagirita entiende que no cabe hacer el bien, al menos de manera habitual, sin procurar ser bueno.

b) Analogías entre Deontología y Ética

            La analogía fundamental que cabe establecer entre ética y deontología se detecta no tanto por el lado de la norma como por el de la buena acción. La ética tiene que ver con lo que el hombre es por naturaleza, siendo la naturaleza un cierto plexo de tendencias inmanentes al ser humano cuya plenitud está teleológicamente incoada y apuntada por la misma inclinación (la naturaleza metafísica, que en el contexto aristotélico es también instancia moral de apelación). Pero tal naturaleza necesita ser trabajada, desarrollarse prácticamente para obtener su perfecta complexión o acabamiento. Este trabajo natural del hombre no acontece automáticamente, siguiendo unas normas fijas o como por instinto, sino de manera libre y propositiva (y por esa misma razón puede también no acontecer). De ahí que la ética haya de contar, como referentes normativos, tanto con la naturaleza (metafísica) como con la razón (física)[4].

            La ética depende esencialmente de la antropología. Justamente el inacabamiento humano abre el espacio propio de la deontología, de lo que el ser humano todavía debe desarrollar para que lo que efectivamente es esté cerca, y se vaya correspondiendo lo más posible con la plenitud a la que por su ser natural (naturaleza racional y libre) aspira. Sé lo que eres, confirma con tu obrar lo que por naturaleza eres, procura que tu conducta no desmienta, sino que confirme, tu ser, serían fórmulas expresivas de este mandato moral básico, al cual todos los deberes en definitiva se reducen; en palabras de Millán-Puelles, a la libre afirmación de nuestro ser[5].

            El problema ético no estriba en cómo adaptar la conducta a la norma, sino en cómo ajustar la norma al ser humano y a su verdad inmanente, no exenta de consecuencias prácticas. En cambio, el papel de la deontología, en su acepción vulgar, es adecuar la conducta humana a las normativas. El criterio último del juicio moral es la conciencia, mientras que la regla de la deontología (insisto, en su acepción menos estrecha) es el imaginario sociocultural operante en calidad de elemento motivador, corrector y espectador de la conducta profesional. Como aquí se propone, no se trata de dos reglas alternativas o dialécticamente contrapuestas, sino mutuamente inclusivas. Ahora bien, tal inclusividad se percibe desde el paradigma de la ética eudemonista, no desde el deontologismo.

            Al hablar de moral profesional se suele aludir a los códigos de conducta que deben regir la actuación de los representantes de una profesión. La estructura de las sociedades industrializadas conduce a que las relaciones entre las personas estén mediatizadas por el significado de la profesión como prestación de un servicio con contrapartida económica. Las profesiones, hoy en día, implican un conectivo social de gran extensión e intensidad, tanto en las sociedades primarias como en las agrupaciones de segundo nivel, e incluso en el contexto del mundo globalizado. Por supuesto que el mundo de la vida (lebenswelt) está entreverado de relaciones mucho más primarias que las profesionales, que a veces se sitúan en un ámbito próximo a la tecnoestructura político-económica.

            En las sociedades primarias son más sustantivas las relaciones familiares, de amistad, de vecindad; en fin, las relaciones inmediatamente éticas. Pero las relaciones profesionales tienen un papel creciente en la articulación del tejido social, sobre todo en la medida en que la profesión se entiende como un trabajo que ha de desarrollarse en interdependencia con otros, en un plexo de relaciones humanas de mutuas prestaciones de servicios. Lo que en primer término destaca en toda profesión (y lo que le confiere su peculiar dignidad como trabajo ejercido por personas) es el servicio a la persona, tanto al beneficiario de la respectiva prestación, como al trabajador mismo, a su familia y, por extensión, a las demás familias que constituyen la sociedad.

            Se entiende que las profesiones (cada vez más especializadas) han de garantizar la calidad en la prestación del servicio correspondiente. Para ejercer ese control de calidad se instituyen colegios profesionales que elaboran códigos de buenas prácticas. Se procura acreditar así los servicios profesionales por la capacidad técnica específica exigible al profesional, por una digna retribución de honorarios profesionales, por el establecimiento de criterios para el acceso, la formación continuada y la promoción dentro de la carrera respectiva, etc.

            En el fondo, se trata de ofrecer un respaldo corporativo al ejercicio decoroso, y garantizar la buena imagen de la profesión ante los clientes y la sociedad. Se establecen para ello mecanismos de control deontológico, como los antiguos tribunales de honor, encargados de prevenir malas prácticas, e incluso promoviendo la separación de la profesión para quienes las ejercitan.

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  Act: 01/04/20       @fichas de reflexión            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A  

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[1] cf. LAUN, A; La conciencia. Norma subjetiva suprema de la actividad moral, Barcelona 1993.

[2] cf. MILLAN PUELLES, A; Ética y realismo, Madrid 1996.

[3] cf. MILLAN PUELLES, A; Ética Filosófica, en Léxico Filosófico, Madrid 1984.

[4] cf. RHONHEIMER, M; La perspectiva de la moral. Fundamentación de la Ética Filosófica, Madrid 1999.

[5] cf. MILLAN PUELLES, A; La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista, Madrid 1994.