Espíritu Martirial Cristiano

 

Pamplona, 1 mayo 2022
Fernando Sebastián, doctor en Teología

            Dedico este artículo a reflexionar sobre la naturaleza y la grandeza del martirio. Cualquier consideración que queramos hacer debe comenzar por recordar que Jesús es el mártir por excelencia. Toda la vida cristiana, el rescate de la humanidad, y la nueva humanidad nacen del martirio de Jesús.

            Jesús es nuestro primer mártir. Y a partir de él la vida de los discípulos, la vida de la Iglesia, la vida de los cristianos es una vida esencialmente martirial. Hoy como siempre, el martirio, real o potencial, es la forma perfecta del seguimiento de Jesús, del amor y de la perfección cristiana.

            En el lenguaje cristiano, mártir es el testigo de la fe en Dios, más radicalmente el testigo de la verdad y de la bondad del Dios en quien creemos. El martirio es la palabra más verdadera sin posibilidad de engaño. El mártir mantiene su fe en Dios por encima de la muerte porque está convencido de la verdad de lo que cree y porque está seguro de que ese Dios en quien cree es fuente de vida y vencedor de la muerte.

            No podemos pensar qué significado tiene hoy para nosotros el martirio de nuestros mártires sin detenernos a reflexionar sobre lo que es el martirio por sí mismo en el conjunto de la vida cristiana.

a) El martirio de Jesús

            Ya en el AT la realidad del martirio aparece como un momento cumbre de la fe. Jesús sabe que el martirio ha sido frecuentemente el fin de los profetas. Bien cerca de él, Juan el Bautista fue martirizado por denunciar los pecados de Herodes. El evangelista nos dice que Herodes “quería quitarle la vida” para acabar con sus denuncias (Mt 14, 3).

            El autor del 4º evangelio nos lo dice desde el principio, como una de las claves para comprender no sólo su relato sino la misma vida de Jesús: “A los suyos vino, y los suyos no le recibieron”. La obra de Jesús podía haberse realizado pacíficamente, pero el pecado y la impenitencia de los dirigentes de Israel hicieron imprescindible su muerte y su martirio. Fueron los intereses torcidos de los judíos, que ellos veían amenazados por la predicación de Jesús, lo que determinó su muerte: “Si este hombre sigue predicando, todos creerán en él, vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y el país entero” (Jn 11, 43). Después de la resurrección de Lázaro, los grandes jefes sentenciaron definitivamente a Jesús: “conviene que muera uno solo por todo el pueblo”. Profetizaron sin saberlo.

            Jesús supo desde muy pronto que él no iba a tener otro final que la muerte. La parábola de los viñadores homicidas deja ya entrever cuál va a ser el destino de ese hijo enviado por el padre: “Le matamos y nos quedamos con la herencia” (Mt 21, 38). Y en el sermón eucarístico del cap. 6 Juan anota “Jesús sabía quien le iba a entregar” (Jn 6, 64). Seguramente el evangelista quería mostrar la relación entre la muerte de Jesús y la donación de su sacrificio a la Iglesia.

            La meditación de las Escrituras y la experiencia del rechazo creciente de su palabra le hacía ver cómo la muerte violenta iba a ser el final y el cumplimiento de su misión: “Cuando el Hijo del hombre sea levantado en alto entonces veréis que Yo soy” (Jn 8, 27). Jesús hace siempre lo que agrada al Padre, y sus contemporáneos no comprenden ni aceptan al verdadero Dios de la Alianza.

            En las polémicas con los judíos, que Juan recoge con tanto detalle, Jesús presiente la cercanía de su muerte. Su presencia resulta peligrosa para sus mismos familiares. Le animan para que se vaya a hablar a Judea. Y Jesús descubre su situación interior: “A vosotros no os odian, pero a mí sí, me aborrecen porque denuncio sus malas obras”. Las discusiones, las polémicas en torno a su persona iban aumentando el odio y el miedo de los fariseos (Jn 7). Él ve su destino anunciado en las viejas profecías: “Como Jonás estará tres días en el vientre de la ballena, en el seno de la tierra, y a los tres días volverá a la vida para la glorificación de Dios” (Mt 12, 38).

            El encargo que ha recibido de su Padre lleva a Jesús a dar la vida por sus ovejas. Porque nadie se la quita, sino que él la da como un acto de amor y de fidelidad. Ante todo al Padre que le ha enviado, y también a las ovejas cuyo cuidado le ha encomendado. Esta decisión de dar la propia vida diferencia al Buen Pastor de los falsos pastores, que son ladrones y saqueadores (Jn 10,5; 15,17). Algo tan esencial como el amor de su Padre está vinculado a esta entrega de su vida: “El Padre me ama porque yo doy mi vida por mis ovejas”. Nadie le quita la vida, sino que la ofrece él voluntariamente, como contenido esencial de la obediencia amorosa con la que vive en comunión con su Padre (cumpliendo su voluntad y realizando su obra de salvación).

            En otro momento, la cercanía de los gentiles avivó en él la conciencia de su muerte: “Está llegando la hora del Hijo del hombre. Si el grano de tierra no muere no da fruto, pero si cae en tierra y muere da mucho fruto. El que ama su vida la pierde, el que odia su vida en este mundo la guarda para una vida eterna”. Éste va a ser su destino y el de sus verdaderos discípulos: “El que me sirva que me siga, y donde yo esté allí estará también mi servidor”. Su reacción anuncia las angustias de Getsemaní: “¿Qué voy a decir, Padre líbrame de esta hora? Yo para esto he venido al mundo”. La glorificación del Padre, y el cumplimiento de su obra, es la razón suprema de su vida y de su muerte: “Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12, 23). Entregando su vida Jesús glorifica el nombre del Padre, porque abre el camino para que el Padre manifieste su poder y su misericordia (llevando a cabo la gran obra de la recuperación y la salvación de la humanidad).

            Jesús sabe muy bien que su muerte significa cumplir la voluntad del Padre y volver a su presencia con la carga del mundo a cuestas: “Me vuelvo al que me ha enviado. Me buscareis y no me encontrareis, porque donde yo voy no podéis venir” (Jn 7,33; 8,21). Esta misma idea aparece insistentemente en las conversaciones de despedida con sus discípulos” (Jn 13-14). Por 3 veces anuncia a los discípulos la inminencia de su muerte. Jesús quiere prepararlos para que ese trágico final no les escandalice ni destruya su fe (Mt 16,21; 17,22; 20,17). Les advierte que estén preparados, pues ellos tendrán que beber el mismo cáliz que va a tener que beber él (Mt 20, 23).

            A lo largo de los evangelios queda muy claro que la vida y el ministerio de Jesús son un combate de fondo contra el demonio. El anuncio y la implantación del reino de Dios suponen la derrota y la desposesión del príncipe de este mundo. El demonio es un usurpador que tiene a los hombres cautivos y ve amenazado su imperio por la persona de Jesús, por su ministerio de salvación y de misericordia. Por eso intenta seducirlo y apartarlo de la obediencia al Padre en el desierto, pero Jesús lo rechaza apoyándose en la palabra de Dios: “Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo darás culto” (Mt 4, 10).

            Jesús interpreta la llegada de su muerte como la llegada del príncipe de este mundo. No tiene ningún poder sobre él, pero para que el mundo sepa que él ama al Padre, y que cumple en todo su voluntad, Jesús tiene que afrontar la inminencia de su muerte (Jn 14, 30). La muerte es “su hora”, la hora de cumplir definitivamente su misión. Él ha venido al mundo para dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37), esa verdad que le llena el alma y que es la verdad suprema de la bondad y de la misericordia universal del Padre que perdona los pecados del mundo y envía su Espíritu para abrirnos las puertas de su vida eterna. Ese testimonio va a ser el sentido y el esplendor de su muerte: “Padre perdónalos, todo está cumplido” (Jn 19, 30).

            Esta muerte fue terriblemente injusta y cruel, pero Jesús la vivió interiormente Jesús en la Ultima Cena, haciéndola sacrificio sacramental de redención. En la Cena vive religiosamente Jesús el combate de su obediencia y de su fidelidad, que se va a desatar psicológicamente en la oración de Getsemaní: “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42).

            La Carta a los Hebreos presenta la muerte de Jesús como un sacrificio definitivo mediante el cual Jesús se consumó en la obediencia y por eso mismo, resucitado por Dios, llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedezcan (Hb 5, 9). La eucaristía es la celebración de la muerte de Jesús. Y no sólo de su muerte, sino de su ofrecimiento, y de la entrega voluntaria de su vida como acto supremo de obediencia y de amor. No es extraño que quienes se alimentan de ella sean capaces de imitar a su Maestro dando la vida por amor. La comunidad que nace en torno a la mesa de la eucaristía es una comunidad martirial. No podía ser de otra manera.

            En resumen, la muerte de Jesús fue un martirio, porque fue un testimonio de amor fiel y supremo, al Padre y hacia nosotros ( por quien ofrece su vida, para destruir el poder del pecado y abrirnos los caminos de reconciliación, de esperanza y de salvación). En su muerte rescata y afirma de una vez para siempre el poder de la piedad y del amor, el poder de la libertad del justo y de la obediencia amorosa del Hijo, sobre todos los poderes de la tierra dominados por la codicia y convertidos en instrumentos del demonio.

b) El martirio de los discípulos

            En las vísperas de su muerte se manifiesta vivamente la preocupación del Maestro por la suerte de los discípulos. Él sabe que a ellos les va a ocurrir algo parecido a lo que le está ocurriendo a él. Desde los primeros momentos les dice que van a ser perseguidos por su causa, y les anima a no tener miedo a los que solamente pueden matar el cuerpo. A ellos los llevarán ante los tribunales, los azotarán y los perseguirán, pero no tienen que asustarse porque el Espíritu estará con ellos y les dirá lo que tiene que decir en cada momento. Al fin y al cabo a él también le están persiguiendo y el discípulo no puede ser más que el Maestro.

            Desde el principio queda claro que el destino martirial de Jesús va a ser también el destino de los discípulos. Y es que la fe es seguimiento, participación en la vida y en la muerte del Maestro. Tanto él como los discípulos tienen que confiar en la providencia del Padre que cuida de las flores y de los pajarillos del campo. El Padre del cielo cuidará de todos en este mundo hostil donde tienen que anunciar su nombre y manifestar su amor y su misericordia en medio de apreturas y persecuciones (Mt 5,11; 10,20).

            Los hermosos textos de despedida están llenos de este presentimiento y de la solicitud de Jesús por sus discípulos. Él sabe que los discípulos serán rechazados y perseguidos como él, y quiere ayudarles a afrontar con serenidad y fortaleza el momento de la prueba:

“Os perseguirán, tendréis tribulaciones, os llevarán ante los tribunales. Pero no tengáis miedo, no estaréis solos, yo estaré con vosotros, yo he vencido al mundo, el Padre os amará, vendremos a vosotros, el Espíritu de Dios estará con vosotros y os dará fortaleza para que vuestro gozo sea cumplido. Vosotros daréis testimonio como yo doy testimonio. Os lo he dicho todo por adelantado para que cuando ocurra no se turbe vuestro corazón. Ahora estáis tristes, pero volveré y vuestro corazón se llenará de gozo” (Jn 14-17).

            El anuncio de Jesús se cumplió literalmente. Todos o casi todos sus apóstoles consumaron su testimonio con la verdad inapelable del martirio. Fueron enviados como ovejas entre lobos, y los lobos no perdonan. Antes que los mismos apóstoles, el diácono Esteban tuvo que soportar en su carne el odio de los judíos al Maestro y selló con su muerte la firmeza de su fe y la verdad de su testimonio.

            Pronto la comunidad cristiana tuvo que prepararse con la oración para ser fieles al Maestro hasta la muerte, en medio de la persecución: “Tened los ojos fijos en Jesús, iniciador y consumador de la fe con su propia muerte, él sufrió la contradicción de los pecadores y soportó la cruz sin temer la ignominia. Todavía no habéis resistido hasta la sangre en vuestra lucha con el pecado” (Hb 12, 1-4). La vida del cristiano continúa la lucha contra el poder del mal en el mundo. Resistir la contradicción hasta la sangre entra en la vocación del cristiano. La posibilidad del martirio está siempre presente ante nosotros.

c) La realidad martirial cristiana

            La experiencia de las persecuciones ayuda a los primeros cristianos a descubrir las profundas implicaciones de su conversión y de su fe. San Pablo es el mejor maestro en esta reflexión. La vida del hombre sobre la tierra está sometida al pecado, y Dios dejó que quedáramos encerrados dentro de las redes del pecado para desplegar el poder de su misericordia y de su gracia. Jesús, con su muerte, venció los poderes del mal y llegó a la gloria de la resurrección. Quienes creemos en él tenemos que morir a la vida de la carne, tenemos que dejar atrás esta forma pervertida de vivir (por la ignorancia de Dios y la exaltación de los bienes de este mundo), para poder renacer como nuevas criaturas a otra vida nueva que es ya el principio de la vida celestial, participación de la vida de Cristo resucitado, vida de libertad verdadera. Una nuevo estilo de vida animado por el Espíritu de Dios, regido por el amor, abierto por la esperanza en la vida eterna y enriquecido ya con los dones escatológicos de la paz y del gozo.

            Ésta es la experiencia de Pablo. Él está ya muerto a este mundo de la carne, está crucificado como Jesús y vive con Cristo junto a Dios, esperando sólo que la muerte física manifieste lo que ya es verdad en el fondo de su corazón. Por eso su vida es un verdadero combate, y la muerte una ganancia. Él desea partir y estar con Cristo. Busca la justicia que viene de Dios y desea hacerse semejante a Jesucristo no de cualquier manera sino “en su muerte”. Sabe que el corazón de su seguimiento consiste en vivir la muerte dando testimonio de su fe en la resurrección de Jesús, y en la gracia de Dios que lo levantó del sepulcro para hacerle entrar en la gloria eterna. Solamente el encargo recibido del Señor, y el amor a sus hermanos, le hace soportable este vivir lejos de su Señor (Fil 1, 20-30). Cuando llega la hora decisiva, la muerte no es un drama sino el coronamiento de lo que se ha vivido durante toda la vida: “Estoy a punto de llegar al final, he mantenido la fe, llego ya al final de mi carrera, espero entrar en la gloria del Señor” (2Tm 4, 6-8).

            La experiencia de Pablo no es excepcional, sino que es la condición de todos los cristianos, pues “los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones” (2Tm 3, 13). Él ha vivido en su propia carne el rechazo del mundo contra el mensaje y la persona de Jesús. La persecución que tuvo que soportar el Maestro se ha prolongado sobre él, y sus padecimientos son la extensión de los padecimientos de Cristo. La muerte, prevista y aceptada, es la participación en la muerte de Cristo. Así, el testimonio de Cristo se prolonga también en su personal testimonio.

            Ésta es la significación profunda y la perfecta eficacia del bautismo. Por el bautismo, el cristiano se sumerge espiritualmente en la vida y en la muerte de Jesús, muere con él a la vida de la carne para librarse del poder del pecado, traspasa espiritualmente las fronteras de este mundo de la carne y entra en la comunión con Dios (para renacer a la vida de la justicia que viene de Dios, la vida santa de Jesús resucitado y de los santos en el cielo). Porque ha vivido espiritualmente su propia muerte a este mundo, el cristiano es ya ciudadano del cielo. Los cristianos viven en este mundo sin ser ya del mundo, como “muertos retornados a la vida” (Rm 6,5-11; 8,10).

            La vida cristiana es una vida realmente nueva, vida venida de Dios y vivida en comunión con Dios. Por eso, el cristiano lleva en su corazón la situación de muerte a este mundo vivida por Jesús, y este despojamiento interior de la vida según la carne le permite vivir ya en este mundo una vida santa en la piedad y caridad, propia de Jesús resucitado y de los santos en el cielo:

“Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes la muerte de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. El cuerpo está muerto a causa del pecado, pero el espíritu vive para Dios a causa de la justicia” (Rm 8, 10-11).

            De esta manera, el cristiano vive espiritualmente la ruptura definitiva con el pecado (que fue y sigue siendo la causa de la muerte de Jesús), escapa del mundo cerrado de la carne (en el que reina el demonio) y alcanza ya aquí la vida escondida de Cristo en Dios (Col 3, 1). Se diría que el cristiano es una especie de mártir intencional y la vida bautismal un “martirio crónico” que sólo en algunos elegidos se hace efectivo y completo. “Tenemos que pasar muchas tribulaciones para poder entrar en el reino de Dios” (Hch 14, 22), recordaba el cronista Lucas.

d) El verdadero espíritu cristiano

            El martirio es, pues, la consumación del bautismo, la manifestación exterior del secreto interior de la vida cristiana, la perfecta asimilación del cristiano con Jesucristo, la victoria definitiva sobre el poder del mal, la plena afirmación de la libertad y de la soberanía del cristiano y la entrada triunfal en la gloria de la vida eterna.

            Y lo mismo que “toda la vida es el tiempo del bautismo”, podemos también decir que toda la vida cristiana es de alguna manera martirial. El martirio explicita los componentes internos de la vida bautismal y de la vida cristiana en general. Los maestros de la vida espiritual han hecho ver los aspectos martiriales de todos los elementos eclesiales, personales y comunitarios. Así hace, por ejemplo, Louis Bouyer, exponiendo en su Historia de la Espiritualidad Cristiana una larga síntesis de la doctrina de los Padres acerca de la condición martirial de la vida cristiana.

            El mártir, con su muerte y la firmeza de su testimonio, hace visible lo invisible (como si lo tocara con las manos), y muestra casi palpable la soberanía de Dios y la inminencia de la vida eterna. Y de este modo consuma su fe, alcanza la plenitud de su libertad y de su amor, trasciende lo terreno, consuma su esperanza y entra directamente en la posesión de las promesas. El martirio es la denuncia de todas las idolatrías mundanas, y la victoria sobre todos los totalitarismos.

            Conviene subrayar que la naturaleza del martirio no consiste simplemente en el hecho de la muerte ni del sufrimiento. El martirio es el mantenimiento de la fe, la firmeza del amor, la consumación de la esperanza, la superación de toda reserva y la consumación del amor (con ocasión de la muerte irremediable). Y todo ello por encima del amor a esta vida. La muerte hace crecer hasta el límite la adhesión y el amor del testigo al Dios vivo, y en eso radica la fuerza invencible de su testimonio.

            Pero la vida del cristiano, como la vida de Jesús, provoca el rechazo y el odio de los que ven amenazado su proyecto de vida, sus pretensiones de libertad superior a toda norma, la afirmación orgullosa de su dominio absoluto sobre el mundo. La luz es odiosa para los que aman sus tinieblas. El amor es irritante para el que vive encerrado en su egoísmo. La violencia de los perseguidores es el reconocimiento de la sinrazón de la vida sin Dios. El hombre sin Dios necesita extinguir la luz para vivir feliz en sus tinieblas.

            Una vieja cuestión teológica, que parece no tener relación con lo que estamos tratando, como es la discusión acerca de los motivos de la encarnación del Verbo (“utrum si homo non peccasset Deus incarnatus fuiste”), nos ayuda a descubrir el verdadero significado del martirio, y a encuadrarlo en el conjunto de los planes divinos. Sin la ignorancia y la malicia de los hombres, o sin las asechanzas del Maligno, la vida de Jesús en el mundo tendría que haber sido pacífica y gloriosa, como le correspondía al Hijo de Dios. Pero fue el pecado, el oscurecimiento de la mente de los hombres, el recelo contra Dios y el confinamiento del hombre en un mundo cerrado a la gloria de Dios, lo que provocó el rechazo de Jesús por los dirigentes de su pueblo (como instrumentos del Maligno), e hizo inevitable los horrores de su pasión y de su muerte.

            Jesús no vino a este mundo para morir, sino para manifestar la gloria del amor de Dios, para hacernos hijos en él y para conducirnos así hasta la vida eterna. Pero en un mundo dominado por el pecado, este objetivo no pudo alcanzarlo sino soportando y superando las tinieblas de su muerte. De este modo, a pesar del poder del pecado, consumó su piedad y su amor, y fue constituido Señor de la vida y de la muerte, principio y causa de salvación para todos los que creen en él. La capitalidad de Jesús (la unificación de todas las creaturas) no fue sólo salvación, sino también redención. Pero para llegar a ser cabeza de la creación entera, tuvo que pasar por la prueba de la cruz. De esta manera se engrandeció su obra y la gloria del amor de Dios.

            De la misma manera, nuestra filiación divina no lleva necesariamente aparejada la angustia de la muerte (en una vocación de vida), pero el pecado hace que tengamos que pasar por la renuncia a esta vida. Es el pecado del mundo el que se resiste contra la luz de Dios, y son los dominados por el poder del Maligno los que no quieren venir a la luz, ni soportan la luz “porque sus obras son malas”. Y eso porque “todo el que obra mal detesta la luz y la rehúye, porque teme que su conducta quede al descubierto” (Jn 3, 20).

e) Pensando en nuestro presente

            Los mártires son nuestros maestros de vida, y nos descubren lo que todos llevamos dentro. En ellos queda patente la realidad profunda de nuestra vida, el valor absoluto de Dios, la primacía de la vida eterna, la seguridad de la fe, la firmeza del amor y la fuerza del Espíritu Santo para vencer todas las dificultades que podamos encontrar en este mundo.

            La memoria de los mártires nos muestra que vivimos en un mundo difícil, en el que operan los poderes del mal y al que no nos podemos entregar ni someter. No es posible un cristianismo concordista. El deseo de evitar los conflictos no puede ser un deseo primario ni una norma general. La primacía del amor, la fidelidad a la misión recibida pueden ponernos en situación de conflicto aunque nosotros no lo queramos. La naturaleza testimonial de la vida cristiana, la novedad y la radicalidad de la doctrina de Jesús y del mandamiento del amor universal nos expone a los conflictos contra los poderes de este mundo, cuando estos pretenden organizar la vida a favor del bien de algunos contra el bien, los derechos y hasta la vida de los más débiles.

            No debemos buscar positivamente los conflictos, ni debemos centrar nuestra vida en la denuncia de los pecados de los demás. El centro de la vida cristiana es el amor, la alabanza, el servicio a los demás, el anuncio de la gracia y de las misericordias de Dios. Pero vivimos en un mundo donde reina el pecado, y por eso hay que tener en cuenta la posibilidad de que surja la incomprensión, la marginación, el rechazo y en último extremo la persecución violenta. El Señor nos lo tiene advertido. Seguirle a él puede traernos muchas dificultades, como acabar en los tribunales y que acaben con nosotros pensando que con nuestra muerte dan gloria a Dios. Por eso él nos promete su ayuda. Él acompaña y asiste a sus discípulos en las dificultades. Los conforta con la fuerza del Espíritu que es la fuerza del amor, de la seguridad, de la cercanía.

            El relato del martirio de Esteban es un verdadero paradigma de la vida y de la situación de la Iglesia en este mundo. Esteban cuando hablaba de Jesús “tenía el rostro de un ángel”. En el martirio estaba lleno del Espíritu Santo, veía la gloria de Dios y a Jesús que estaba de pie a la derecha de Dios: “Veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre que está en pie a la diestra de Dios” (Hch 6-7). Moisés, figura de Cristo y modelo de los que creen en Dios, prefirió el oprobio de Cristo a las riquezas y marchó hacia la tierra prometida “como si viera lo invisible” (Hb 11, 27).

            La vida cristiana consiste en el amor, estamos llamados a vivir como hijos de Dios, en Cristo y como Cristo, reunidos en la familia de Dios que es la Iglesia. Este amor nos pide que anunciemos a nuestros hermanos con obras y palabras la verdad de Dios. La vida de los cristianos no es para esconderla debajo del celemín, no se puede vivir solamente en la tranquilidad de la vida privada. Sino que es luz y fermento, tiene que brillar en el mundo y tiene que influir en la vida de los demás, en la marcha de la sociedad.

            Los cristianos anunciamos públicamente un Dios que es amor, que es misericordia con los afligidos, con los que sufren, con los que se equivocan, que perdona y manda perdonar a los que nos ofenden, que defiende en todo momento los derechos de los pobres. Tenemos la misión de reconstruir la sociedad y humanidad de los hombres, anunciando y haciendo valer el despliegue magnífico del amor de Dios en todas las realidades de nuestra vida.

            Esta manera de vivir es hermosa, y proporciona la verdadera paz y la verdadera alegría que todos deseamos y necesitamos para ser felices. Pero requiere la conversión del corazón, el cambio de vida, la renuncia a la codicia y a las mil idolatrías de este mundo. Por eso puede suscitar rechazo y violencia de quien no quiere renunciar al dominio del mundo. Por eso la vida cristiana, por muy apacible que sea, la misión evangelizadora de la Iglesia, por muy considerada que sea, puede encontrarse con una reacción de rechazo y de violencia que le obliguen a aceptar el martirio como el precio de vivir el esplendor de la verdad.

            Los que viven en las tinieblas de la incredulidad sienten la necesidad de declararse inocentes, y no soportan el contraste de una concepción de la vida que denuncia sus errores y su injusticia. Buscan la complicidad de los creyentes tratando de obligarles a reconocer la justicia y la rectitud del mundo sin Dios. Así, la vida cristiana queda reducida o bien a una práctica privada (sin valor ni reconocimiento social y cultural), o bien una posibilidad de entender la vida frente a otras igualmente posibles y justas (que en el fondo se tienen por más razonables y perfectas).

            Para los cristianos es una verdadera tentación el reconocer la “justicia del mundo”. Si el mundo es inocente y bueno, si todo lo que nace del hombre es digno de respeto, los cristianos podemos pactar con el mundo un estatuto de convivencia y de connivencia que nos libre del peligro de los conflictos y de las posibles persecuciones. El cristianismo pactista se resiste a reconocer la injusticia y los pecados del mundo sin Dios.

            Pero un mundo sin pecado no es mundo real, y una Iglesia sin vocación martirial no sería tampoco la Iglesia de Jesús, ni la Iglesia del seguimiento, ni la Iglesia de los santos. Si Tertuliano pudo decir que “el martirio es la mejor medicina contra el peligro de la idolatría de este mundo”, nosotros podemos decir que la condición martirial de la vida cristiana es la mejor medicina contra la tibieza y secularización de los cristianos.

            La condición martirial de nuestra vida cristiana nos tiene que llevar a renunciar con alegría a todos aquellos planteamientos de vida que suponen ambigüedad en la fe, o tibieza en el amor, o falta de identificación espiritual y práctica con Jesucristo muerto y resucitado. Y a poder decir con entusiasmo: “Estoy crucificado con Cristo, he dejado atrás la vida dominada por el pecado, lo que ahora vivo es una vida nueva, en comunión con Cristo, en la presencia de Dios, de modo que es Cristo quien vive y actúa en mí” (Gal 2, 19-20).

            Querer vivir en paz con el mundo, tratar de evitar a toda costa los posibles conflictos con el mundo, o pensar que podemos conseguir un estatuto que garantice definitivamente nuestra tranquilidad en este mundo, además de ser una ilusión, es una verdadera tentación, que pone en peligro la integridad de nuestra fe, la autenticidad de nuestra esperanza y la verdad de nuestro amor a las realidades eternas.

            Los católicos somos hijos de nuestros mártires, de los lejanos y de los más cercanos. De ellos, y de su fidelidad invencible, hemos recibido y estamos recibiendo la herencia de nuestra fe. Su fortaleza es el apoyo de la nuestra, y la claridad de su iluminada esperanza tiene que iluminar también nuestra vida, para no ceder ante las falsas promesas o las irritadas presiones de nuestro mundo.

            ¿Qué hubiera sido de la fe de la Iglesia sin el muro insalvable de la fortaleza de los mártires? ¿Qué hubiera sido de nuestra propia fe, de nuestra vocación, sin el esplendor de su testimonio? Muchos de nosotros hemos vivido sensiblemente esta continuidad entre su muerte y nuestra vida. Pensando en ellos comprendemos el sentido de las palabras de Pablo, “llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús para que vosotros podáis alcanzar su vida”. Seríamos ingratos y necios si dejáramos que se debilitara su memoria.

            Los mártires son los mejores intercesores, y los mejores maestros de vida para recuperar la claridad y el vigor de un cristianismo sincero, personal, anclado en el amor de Dios y en la posesión de la vida eterna, vivido como un ejercicio del amor y de la fraternidad, con coherencia, con valentía, sin miedos ni concesiones, sin odios ni condenaciones, con humildad, con paciencia, con misericordia, devolviendo bien por mal y renunciando a los falsos reconocimientos que siempre exigen por adelantado el mismo sometimiento que el demonio pedía a Jesús en las tentaciones del desierto.

            Concluyo recordando las palabras del papa Benedicto XVI en su visita a la Basílica de San Bartolomé, en la isla Tiberina, dedicada al recuerdo de los mártires del siglo XX:

El amor santo de Dios impulsó a Cristo a derramar su sangre por nosotros. En virtud de esa sangre hemos sido purificados. Sostenidos por esa llama de amor los mártires derramaron su sangre y se purificaron en el amor de Cristo que a la vez les hizo capaces de sacrificarse también ellos por amor. Los testigos de la fe tenemos que vivir este amor mayor, dispuestos a sacrificar nuestra vida por el reino de Dios. De este modo llegamos a ser amigos de Cristo, configurados con él, aceptando el sacrificio hasta el extremo, sin poner límites al don del amor y al servicio de la fe. El testimonio de Cristo hasta el derramamiento de la sangre es la mayor fuerza de la Iglesia. Aparentemente la violencia de los totalitarismos y la brutalidad de las persecuciones pueden parecer victoriosas cuando llegan a apagar la voz de los testigos, pero Jesús resucitado ilumina y fecunda su testimonio para que sea semilla de cristianos y levadura del mundo. En la debilidad del mártir actúa una fuerza que el mundo no conoce, la fuerza de la cruz, la fuerza del amor, victorioso con la fuerza del Espíritu cuando parece estar derrotado y vencido. En la debilidad del mártir se manifiesta la fuerza creadora del amor de Dios.

            De esta experiencia interior nace la fortaleza, la esperanza y la alegría del cristiano. Este es el secreto de la fortaleza y perennidad de la Iglesia. Fuerte en la invencible debilidad y en la fortaleza de sus mártires. Fuerte en la vocación martirial de sus hijos.

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  Act: 01/05/22       @fichas de reflexión            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A