Etiología del Homosexual
Madrid,
1 abril 2020 Cambiar los conceptos que designan una determinada realidad no siempre debiera considerarse como apenas una futilidad que no genere consecuencias. Los partidarios de subestimar las posibles consecuencias que de tal transformación puedan derivarse, suelen apelar al ejemplo de lo que propugnan algunos malos políticos. Apenas llegados al poder desean satisfacer su deseo de notoriedad y para ello nada mejor que iniciar enseguida algunos cambios. Pero como esto no siempre es fácil ni posible, entonces optan por cambiar las palabras, lo que además sale mucho más barato. De aquí que se digan: “cambiemos los usos lingüísticos de algunos conceptos para que no cambie nada”. Algo de esto ha sucedido recientemente respecto de la homosexualidad, al incluírsela en el ámbito de un nuevo concepto, el de “variaciones sexuales inadaptadas y/o patológicas”. Con la nueva reformulación, ha quedado en desuso y abandonada la vieja terminología de las “desviaciones y perversiones sexuales”, tiempo atrás empleada. Resulta un tanto difícil de explicar la evolución conceptual experimentada en torno a este concepto, en el ámbito de la psiquiatría clínica. Un buen modo de indagar sobre ello puede consistir en revisar los viejos manuales de psiquiatría, desde principio del s. XX a la actualidad, y analizar su extensión, sus contenidos y los conceptos que se empleaban para referirse a ella. Con todo, la actual reformulación deja mucho que desear, como observaremos más adelante. La homosexualidad fue consideraba un trastorno psicopatológico hasta la mitad de la década de los 70 en que la Asociación Americana de Psiquiatría[1] la incluyó en el grupo de las “alteraciones de la orientación sexual”. Sin embargo, a partir de la penúltima clasificación oficial de la APA acerca de las alteraciones psiquiátricas[2], la homosexualidad fue reducida, como un trastorno qua talis, a sólo un cuadro clínico (la homosexualidad egodistánica). Con ello se limitaba la atención psiquiátrica a sólo aquellas personas caracterizadas porque su conducta homosexual les estuviera causando un profundo malestar y/o sufrimiento, o bien desearan adquirir o potenciar su orientación heterosexual. Tal modo de proceder no ha logrado esclarecer este problema, sino más bien aumentar la confusión que sobre él había. En realidad, se confunde con harta frecuencia comportamiento homosexual y homosexualidad, a pesar de que estos 2 términos designen cosas muy diferentes. Con el primero se designa un tipo de comportamiento (el contacto sexual entre dos personas del mismo sexo), que puede ser esporádico, circunstancial o excepcional al inicio del desarrollo psicoevolutivo, y que casi siempre acontece como consecuencia de la ignorancia o ausencia de información y de formación de que el adolescente dispone sobre esta función. Con el segundo, en cambio, se designa (con independencia o no de que la conducta encaminada a la obtención del orgasmo con un compañero del mismo sexo, sea recurrente, persistente y/o preferencial) el hecho de que una persona desde la perspectiva placentera, emocional y cognitiva experimente cierta repugnancia por la conducta heterosexual y una mayor atracción por las personas del mismo sexo. Esto quiere decir que la homosexualidad no es reductible a sólo la conducta homosexual. De hecho, si provisionalmente definiéramos al homosexual como la persona que así se percibe y autodefine, enseguida descubriríamos que algunos de los que consultan con los psiquiatras, por este motivo, jamás tuvieron contacto homosexual alguno. Por esto, precisamente, nada de particular tiene que no dispongamos de datos epidemiológicos rigurosos acerca de la prevalencia e incidencia de la homosexualidad en la población general. Las dificultades que aquí se concitan son de muy diversa naturaleza. En primer lugar, por la misma oscuridad conceptual que acompaña a la definición clínica de estas manifestaciones. En segundo lugar, porque las encuestas realizadas sobre este particular tienen demasiados sesgos que limitan en exceso su validez y fiabilidad. Y, en tercer lugar, porque las tasas de prevalencia que algunos autores ofrecen en la actualidad son demasiado exactas y coincidentes (alrededor del 10%) como para que no resulten sospechosas, sobre todo cuando son entre sí tan exactamente coincidentes y nada explican acerca de los procedimientos empleados en dichos estudios epidemológicos. De aquí que se observen más bien como un recurso cosmético en favor de ciertos propósitos (la imagen, por ejemplo, que el movimiento gay quiere trasmitir), a fin de presionar un poco más a la sociedad y tratar de conseguir por la fuerza de las opiniones los objetivos que se proponen. Esto desde luego que no contradice el hecho de que, en función de ciertos indicadores indirectos (relativamente consistentes y estables), pueda concluirse objetivamente que la incidencia de la homosexualidad en el mundo se ha incrementado en las dos últimas décadas. Con independencia de cuáles sean las opiniones que acerca de la homosexualidad se hayan puesto en circulación por el pensamiento dominante (o movimiento leight), y de que algunas instituciones hagan o no un flaco servicio a la ciencia que representan y a la que deberían amparar, el hecho es que el estudio de la homosexualidad no se sitúa en el escenario pertinente en que es necesario. Así, por ejemplo, se opina de forma muy variada y contradictoria sobre lo que es la homosexualidad o en que consiste, pero los científicos apenas si se ocupan de cuál es su causa, de cómo se origina. En las líneas que siguen se pasará revista a algunas de las hipótesis etiológicas más relevantes, a fin de tratar de establecer, en la medida de lo posible, un riguroso marco conceptual en el que debieran situarse y continuar estos debates. a) Patología homosexual En realidad, ignoramos por el momento cual es la etiología de la homosexualidad. Ciertamente, que hay muchas hipótesis sobre ella, acaso demasiadas y en exceso contradictorias. En la experiencia clínica de quien esto escribe, es posible que tal dificultad esté relacionada con la versatilidad del comportamiento homosexual y, todavía más, con la complejidad del proceso homosexual configurador, si nos atenemos a las historias biográficas, relaciones paterno-filiales tempranas, etiquetado social, roles... de la mayoría de las personas que han llegado a asumir esta denominación para autodescribirse en el contexto de la identidad sexual. Después de una dilatada experiencia de más de 30 años como psiquiatra clínico y de haber recibido en consulta a más de un centenar de personas de ambos sexos que se autodescribían como homosexuales, la conclusión a la que este autor llega es que no hay dos homosexuales iguales, tanto en lo relativo a sus manifestaciones comportamentales y psicológicas, como en lo que se refiere a la identificación de los factores etiológicos que en ellos se concitan y a la valencia configuradora mayor o menor por ellos representada. Puede afirmarse que, en la actualidad, no disponemos de ningún modelo explicativo que satisfaga en modo suficiente la necesaria indagación acerca de este problema. La metodología hasta ahora empleada es sólo correlacional, lo que no autoriza a hacer inferencias o generalizaciones que tengan la estabilidad y consistencia deseadas. Las hipótesis biológicas, en las que desde antiguo tanto se esperaba, han resultado en la práctica desestimadas. La apelación a posibles factores genéticos ha resultado, hasta hoy, irrelevante. Numerosos autores no han podido confirmar tales hipótesis en gemelos monocigóticos y dicigóticos[3]. Por contra, otros autores[4] han logrado demostrar que algunos de los resultados encontrados (en el estudio de la concordancia mayor o menor de los árboles genealógicos de procedencia) apenas si tenían validez, por estar gravemente afectados por ciertos artefactos en el tratamiento estadístico de los datos. De otra parte, la polémica entre innatistas y ambientalistas atribuye, respectivamente, un mayor peso etiológico a los factores genéticos o al ambiente y la educación, no ha logrado sino enmarañar aun más este debate. Las investigaciones endocrinológicas han puesto de manifiesto la importante función desempeñada por las hormonas sexuales gonadales sobre el desarrollo y organización del sistema nervioso durante la vida fetal (diferenciación sexual del cerebro), pero sin que de ello pueda derivarse ningún resultado adicional que sea útil a la explicación de la homosexualidad. Por otro lado, en las numerosas y sofisticadas pruebas analíticas hormonales diseñadas, resulta imposible descubrir entre homosexuales y no homosexuales diferencias que sean relativamente significativas. Diversas hipótesis psicológicas se han sucedido unas a otras en el intento de explicar las causas de la homosexualidad, sin haberlo logrado. Las teorías psicoanalíticas fueron las primeras que trataron de ofrecer una explicación, apelando a causas psicogenéticas en el ámbito de constructos que todavía no han sido probados (como el complejo de Edipo y el complejo de Electra), que deberían dar cuenta de la homosexualidad masculina y femenina. Estas primeras aproximaciones, obviamente, cumplieron una determinada función: la de afrontar desde la metapsicología freudiana[5] un intento de explicación que, entonces como hoy, ha resultado muy insuficiente (por inverificable, desde el punto de vista empírico), pero gracias a cual se comenzó a prestar atención a un hecho tozudo que había sido hasta entonces desatendido por la ciencia. A partir de aquí, se han postulado nuevas teorías psicológicas, la mayoría de las cuales atribuyen una gran importancia a factores ambientales, principalmente al aprendizaje que modela y modula el desarrollo psicológico de la sexualidad en una dirección inapropiada. Entre las recientes teorías, las hipótesis conductistas son las que, sin duda alguna, han sido mejor acogidas en el ámbito de la psicología. Estas hipótesis postulan que la conducta y la orientación homosexual es algo aprendido, en función de la exposición a ciertos factores que al fin resultan determinantes. Tal aprendizaje se llevaría a cabo según principios que son idénticos a los que presiden la adquisición de cualquier otro comportamiento. Algunos autores han minimizado, a este respecto, la relevancia atribuida en otro tiempo a ciertos factores sociales como la valoración descalificadora y/o marginadora de la homosexualidad, el etiquetado social, la aceptación o rechazo de estos comportamientos atípicos... Por contra, otros conceden un mayor énfasis al papel etiológico desempeñado por ciertos factores sociales. Sea como fuere, el hecho es que el debate continúa, sin que al parecer se llegue a acuerdo alguno entre los diversos autores, a no ser en lo que se refiere a la importancia de las primeras experiencias sexuales, el aprendizaje vicario temprano, la presencia de determinados periodos críticos especialmente relevantes como la adolescencia, y los numerosos refuerzos que en este sentido pueden vigorizar dichos aprendizajes, consolidándolos en forma de una muy determinada y estable orientación sexual. La evolución experimentada por la Psicología Comportamental hacia la Psicología Cognitiva parece haber condicionado también el modo de afrontar este problema. En la actualidad, las hipótesis psicológicas han puesto de manifiesto la presencia de ciertos factores cognitivos en la génesis de la homosexualidad, en los que tiempo atrás apenas si se había reparado. Me refiero, claro está, a la autoestima, los estilos perceptivos, los procesos de atribución, las fantasías sexuales, el autoconcepto, el etiquetado social, etc. Muchos de ellos están incomprensiblemente implicados en la primeras manifestaciones fortuitas o espontáneas (y muchas veces no deliberadamente buscadas) de la conducta homosexual. Más tarde, esos y otros factores cognitivos mediarían (a través de los procesos de reforzamiento, aprendizaje social e identificación) la implantación y emergencia de ciertas actitudes que servirían de sostén a la conducta homosexual y de fundamento a una determinada orientación sexual. En cualquier caso, las hipótesis acerca del aprendizaje psicosocial de la homosexualidad no han recibido todavía suficiente confirmación ni el necesario apoyo empírico en que deberían fundamentarse. De aquí se concluye que, respecto de la posible etiología de la homosexualidad, es mucho más lo que ignoramos que lo que sabemos. Más aun que, con los datos actuales disponibles, puede sostenerse que acerca de ella “ignoramos et ignorabimus”, es decir, que está casi todo por hacer. A pesar de ello, no obstante, es posible reconstruir un cierto iter en el proceso seguido por algunos homosexuales en la autoconstrucción de su orientación homosexual, como a continuación observaremos. Pero quede constancia aquí, sin embargo, que el itinerario que se describe en las líneas que siguen no es el proceso obligado que atañe a la mayoría de las personas homosexuales. Es apenas el proceso más frecuentemente observado por el autor de estas líneas. De aquí que, aunque no sea meramente conjetural, en modo alguno permite una relativa generalización. Sólo es un proceso posibilista más, que en la experiencia clínica de quien esto afirma ha resultado ser el más frecuente. b) Proceso patológico del Homosexual ¿Es la adolescencia una etapa crítica, como se ha sostenido, donde aparece o se empieza a manifestar la conducta homosexual? ¿Cuál es el recorrido experimentado por el adolescente hasta la eclosión de tal comportamiento? ¿Acontece éste súbitamente, sin conexión alguna con su anterior trayectoria biográfica? ¿Sería oportuno rastrear, mediante el adecuado seguimiento evolutivo, las diversas vicisitudes por las que atravesó el desarrollo de su sexualidad? En ese caso, ¿qué factores de riesgo pueden identificarse y apresarse, de manera que puedan contribuir a establecer un programa preventivo de la homosexualidad? A continuación se pasa revista a algunos de los principales hitos que, tal y como han sido observados, jalonan en algunas personas el proceso evolutivo a cuyo término comparece la determinación de autoidentificarse como homosexual o lesbiana. Advierta el lector que ni tales hitos son constantes en las personas homosexuales ni la secuencia aquí descrita es obligada para la mayoría de ellos. Algunas de las etapas que se señalan en este recorrido, han sido atisbadas también por otros autores. Su exposición aquí no pretende sino arrojar un poco de luz sobre lo que está en el envés y en el pasado de ciertos comportamientos homosexuales: experiencias, creencias y expectativas que tienen un cierto poder configurador de la afectividad y de la conducta. Tal vez el lector pueda servirse de este sutil hilo de Ariadna para recorrer algunos de los factores etiológicos en el laberinto de la homosexualidad, con una mayor comprensión. Sensibilidad hacia el otro sexo En el aprendizaje de la homosexualidad, hay una 1ª etapa de sensibilización. Los intereses que, en la temprana edad, el niño y la niña tienen como personas no suelen coincidir con los intereses que la sociedad atribuye, diferencialmente, a cada uno de esos géneros. Supongamos que a una chica fuerte, con poderosa contextura ósea y muy deportista lo que le gusta es coger el hacha y partir troncos. A ella, sencillamente, lo que le apetece es hacer astillas de los troncos de los árboles. Sin embargo, esa actividad es atribuida social y culturalmente a los niños; de aquí que el comportamiento de esa niña sea mal interpretado en su contexto sociocultural. Esta disonancia en el modo en que la conducta de la niña es interpretada por su contexto es posible que ponga en marcha o active una compleja y lamentable aventura biográfica de funestas consecuencias para ella. La identidad de género, es decir, el género masculino o el femenino, tal y como se entienden hoy en nuestra sociedad, no parecen estar demasiado fundamentados en criterios rigurosos, estables y consistentes, en que todos o la mayoría estemos de acuerdo. Acaso por esta razón es por lo que numerosos autores hablan hoy de “flexibilidad de género”. Con este concepto no quiere significarse que el género sea tan plástico o que el concepto de género sea tan borroso y opaco que pueda servir para la descripción de cualquier comportamiento, sea éste homosexual o no. Este concepto apunta más bien a indicar lo que antes se ha señalado: que hay una cierta ambigüedad en los rasgos atribuidos que configuran las constelaciones de lo masculino y lo femenino. De hecho, ¿podría hoy afirmarse que una chica que monte en bicicleta es menos femenina que una que monte a caballo o que otra que juegue al frontón?, ¿podría sostenerse, de acuerdo con una escala de masculinidad que fuera rigurosa, objetiva y relativamente consensuada, si un chico de 15 años, es más masculino que otro de la misma edad, en función de ciertos rasgos en su modo de comportarse?, ¿en función de qué rasgos? No, a lo que parece no están suficientemente esculpidos esos rasgos definidores. A pesar de lo cual, no obstante, se hacen atribuciones que califican a muchos comportamientos respecto de la identidad de género. Pero como los criterios no están demasiado claros, tales calificaciones socioculturales pueden ser muy injustas y erróneas. Por contra, también sería injusto sostener la hipótesis contraria, es decir, afirmar que dado que el género es un concepto muy vago y ambiguo, ninguna afirmación sobre lo masculino y lo femenino puede establecerse. Si en esta etapa de sensibilización, en que se encuentra un chico o una chica, los padres, tutores, compañeros, profesores o cualquier persona que para ellos sea relevante, califican los rasgos que permiten diferenciarlos de otros chicos o chicas como impropios de su género, comenzarán a sentirse todavía más inseguros de sí mismos, en lo que respecta a su identidad de género. Si se marcan en exceso las diferencias que se dan en su comportamiento, respecto de sus iguales del mismo género, lo que aparecerá en ellos será una cierta conciencia de que son diferentes. Sobre esta percepción magnificada de lo que es aparentemente diferencial en relación con los iguales, se cabalgarán sentimientos de extrañeza y duda, que les llevará a experimentarse como diferentes a los demás. Otras veces, la percepción de esa diferencia esta fundamentada no en la opinión o calificación de los otros, sino en la comparación que el joven establece entre ciertos rasgos de su comportamiento y los de sus iguales. A esa comparación (casi siempre, muy poco puesta en razón) siguen luego atribuciones mal articuladas pero muy poderosas, por cuanto contribuyen a inferencias erróneas acerca de su propia identidad de género. Y todo esto se produce como por azar y sin que apenas intervenga una cierta presión social. Aquí no es que en el contexto social se califique de diferentes sus rasgos comportamentales. Es, simplemente, el propio juicio del joven el que comparece como más intensamente determinante, hasta el punto de llegar a confesarse a sí mismo: “Yo soy diferente”. Se cierra así esta primera etapa de sensibilización que, en ocasiones, puede remontarse espontáneamente pero que, otras veces, comienza a marcar y teledirigir a ese niño o niña hacia una posición en la que es muy difícil luego la autoconstrucción de sus respectivas masculinidad o feminidad. Las primeras dudas, acerca de los intereses sexuales Si el niño se sigue comportando de la misma manera que lo venía haciendo, después de la etapa de sensibilización, se marcará más lo que le diferenciaba de los demás. Con apenas 9 años se dará cuenta de que sus amigos hacen otras cosas que él es incapaz de hacer. Sus amigos de nueve años dan patadas a un balón. A él, en cambio, le encanta forrar las carpetas y jugar a las comiditas. Las condiciones que él tiene en esta etapa, determinan la forma en que cree conocerse, es decir, un niño diferente marcado por esas diferencias. Esto le lleva a admitir si sus sentimientos y comportamiento pudieran ser considerados por él mismo y por los demás como homosexuales. En esta etapa comienzan a presentarse las falsas atribuciones. El niño atribuye al hecho de que, por ejemplo, le guste bordar y no jugar al fútbol, a que posiblemente sea homosexual. ¿Es que acaso tiene algo que ver la homosexualidad con el hecho de bordar? Probablemente no, dado que los mejores bordadores han sido y son hombres. Pero las falsas atribuciones continúan: “Yo no tengo ninguna aceptación social en mi grupo, mis amigos no me llaman”. Surge así un montón de recriminaciones y culpabilidades, todavía mal establecidas que, sin embargo, ocupan con frecuencia sus pensamientos. Ante esta situación de pensar y experimentarse como diferente caben al menos en esta etapa, 3 posibilidades distintas: -que
lo niegue. En ese caso se dirá: “Yo no soy tan diferente, lo
que pasa es que no juego al balón”. Sin embargo, al día
siguiente, volverá a hacerse la misma pregunta; Abandonadas estas conductas a la espontaneidad de su evolución, pueden dar origen a los 2 cuadros clínicos que, en el ámbito de los trastornos del desarrollo psicosexual infantil, generan más consultas con el psiquiatra infantil: la niña marimacho y el niño afeminado. La niña marimacho ha sido definida como la niña que es considerada o llamada así por sus padres, por manifestar muchos de los siguientes comportamientos: 1º
haber expresado en más de una ocasión su deseo de ser niño; Junto a los anteriores criterios, aportados por Green[6], veamos otras características de su comportamiento y cómo las describen sus respectivas madres, tal y como se desprende de un trabajo realizado por el autor citado en 1982, en el que se entrevistaron y compararon los resultados obtenidos por 50 niñas marimacho y 50 niñas sin estos rasgos comportamentales, igualadas las niñas de ambos grupos en edad (4 a 12 años), número de hermanos, lugar que ocupaban entre ellos y estado marital, raza, educación y religión de los padres. En la evaluación inicial, 2 de cada 3 madres describían a sus hijas como niñas con un gran interés por los deportes (3 de 4 madres resaltaban específicamente su pasión por jugar a dar volteretas) y por juguetes propios de los niños (carretillas, vagones, cañones, fusiles...), al mismo tiempo que el 90% de ellas nunca jugaban a las muñecas. Según las madres, el 80% de estas niñas habían dicho expresamente que ser chicos les hubiera gustado más o hubiera sido mejor para ellas. A pesar de que, según sus madres, todas ellas preferían jugar con compañeros varones, no obstante, se habían integrado muy bien con sus compañeras, no habiendo sido rechazada ninguna y siendo muchas de ellas (1 de cada 3) las líderes de los grupos de pertenencia. Comparado este grupo con las chicas de la misma edad y características, cuyas conductas eran tradicionalmente femeninas, nos encontramos con los rasgos siguientes: escaso interés por los deportes, juego habitual con muñecas (alrededor del 50%); interés ocasional por algún juguete masculino; fantasías lúdicas en las que se imaginan realizando papeles femeninos; y manifestación explícita de que a ninguna de ellas le hubiera gustado ser chico. Algo parecido sucede con el niño afeminado, que también parece presentar características comportamentales muy diferentes de las que se observan en el niño normal. La comparación, atenta y sistemática, del comportamiento infantil en ambos tipos de niños llevada a cabo por los propios padres, ha permitido caracterizar al niño afeminado como el niño que presenta los siguientes rasgos de comportamiento: 1º
preferencia y especial simpatía por actividades más sedentarias en
lugar de por aquellas otras más violentas y agresivas, como dar
volteretas, más afines con rasgos innatos de tipo masculino; Si los anteriores rasgos sirven para caracterizar a los niños afeminados, veamos ahora algunos de los que son muy comunes a los padres de estos niños. En las madres resultan frecuentes las siguientes actitudes respecto de estos niños: -la
sobreprotección,
entendida ésta en un sentido
cuantitativo y lo más rigurosamente posible, lejos del significado dado
a este concepto por el psicoanálisis; Entre los padres, en cambio, las actitudes más frecuentes respecto de estos niños son las siguientes: -la
indiferencia, Entre las características observadas en estos niños por sus familiares pueden destacarse las siguientes: -comienzo muy temprano,
antes de los 2 años de edad, o entre los 2 y los 4 primeros años de la
vida, de los comportamientos tradicionalmente atribuidos al sexo
femenino (uso de zapatos, medias, faldas u otras ropas propias de mujer,
o capacidad para improvisarlas fantásticamente a
partir de otras telas o prendas de vestido); Esta última preferencia, a pesar de ser valorada por algunos como irrelevante, puede constituir un hito importante en el posterior desarrollo psicosexual del niño. Repárese en que al jugar con la muñeca preferida resulta inevitable la realización de gestos que forzosamente han de ser concebidos a imitación de los que realiza la mujer (de lo contrario, el juego no sería tal, por estar muy lejos, por no reproducir ni siquiera gestualmente aquello en que dicen consistir). Una vez que emergen esas conductas (que con la repetición tenderán a perfeccionarse en su adquisición, hasta llegar a consistir casi en un automatismo), el niño trasmite ya, sólo con eso, el exacto modelo que más tarde servirá para ser calificado como afeminado, precisamente por aquellos cuyo juicio de valor sobre este tema más importa al propio niño (sus hermanos, sus compañeros o sus padres). El etiquetado asignado por los compañeros Esta etapa es de vital importancia, por cuanto en ella acontece la configuración del etiquetado asignado por las personas de la misma edad. El escenario natural suele ser la clase, el aula del colegio al que asiste. Suele bastar con que un compañero le diga a otro: “Parece una niña: cruza siempre las piernas” o “este no juega nunca al balón, es como las niñas”. Con esto ha comenzado a funcionar el etiquetado asignado por los compañeros que, con toda probabilidad, es el que más importa al niño. La voz se corre y sin ser conscientes de las consecuencias que generan estas calificaciones, tal vez otro compañero se enfade con él y le espete: “Marica, que pareces una niña”. Ante una descalificación como ésta, ¿cuál es la conducta a seguir?, ¿qué es lo que culturalmente se espera que haga un varón? En lo que se refiere a nuestra cultura, lo común es que defienda su virilidad y busque la pelea con quien así le ha ofendido. Si el ofendido se calla, si opta por no responder al insulto, el juicio social que de él harán sus compañeros (y que, en alguna forma, quedará archivado en la cabeza de todos ellos) es que se parece más a una niña que a un niño. Al no defenderse, confirma respecto de sus acusadores, en cierto modo, que efectivamente su comportamiento se asemeja más al de las niñas que al de los niños. Lo que se espera de un niño, en estas circunstancias, es que se líe a golpes con sus ofensores, poco importa que sean uno o más. Pero como no se ha lanzado a la pelea, la configuración social (en este caso escolar) del etiquetado que se ha hecho, adquiere una mayor densidad y, lo que es peor, se extiende a toda la clase, es decir, se generaliza entre sus iguales. ¿Qué sucederá si al cabo de dos meses toda la clase le llama Manola? ¿Se peleará y declarará la guerra ahora a sus 30 compañeros, cuando antes no lo hizo con sólo uno o dos de ellos? No; sencillamente aguantará. Pero él mismo se da cuenta de que su modo de responder no es el apropiado o el usual entre los hombres. Lo que con ello añade es una nueva diferencia a las diferencias que, provisionalmente, había ya antes experimentado. He aquí la consecuencia fatal de una broma pesada, que no debiera de admitirse en ningún caso y que, sin embargo, todavía se tolera en algunos contextos escolares. En esta situación de incipiente confusión de la identidad de género, supongamos que un día cuenta a su madre lo que le ha pasado en el colegio. Es muy posible que su madre vaya al colegio y hable con el tutor. Es posible que la madre no le aconseje que eso se arregla a bofetadas. Este último será el consejo que le de el padre, apenas sea informado por su mujer de lo que ha sucedido. Pero cuando el padre le sugiere esa estrategia para solucionar el problema, el niño recuerda que eso ya lo pensó y lo desestimó. El no va de héroe por la vida, además de temer enfrentarse a todos sus compañeros. Si el padre observa que su hijo no le ha hecho caso y que, al cabo de 2 meses, continúan llamándole Manola en el colegio, el padre comenzará a angustiarse mucho más que la madre. Junto al etiquetado de los compañeros se ha producido una nueva situación, esta última mucho más grave. Se trata de la emergencia del etiquetado de homosexual en el contexto familiar (aunque sólo sea asignativo), lo que puede entenderse por el niño como la prueba, por parte del padre (la persona que más le importa al niño), que certifica y sirve de verificación al ocasional etiquetado con el que le calificaron sus compañeros. Luego, el rumor y las habladurías harán lo que falta para extender, intensificar y/o asentar, casi de modo definitivo, el etiquetado. Como el niño no ha luchado contra el etiquetado (código de conducta usual en el contexto cultural), es lógico que algunos infieran que se está comportando de acuerdo a lo que el etiquetado significa. De las dudas a la obsesión Todo esto duele mucho al niño, generando en él un conflicto permanente para el que no le resulta fácil encontrar solución. En una situación así, es comprensible que al principio el niño sobrevalore y magnifique lo que le está sucediendo para, a continuación, arrojarse en los brazos de las dudas acerca de su identidad de género y, finalmente, comenzar a obsesionarse con lo que le acontece. En algunos de ellos, estos pensamientos devienen obsesivos como consecuencia de no lograr resolverlos; en otros, en cambio, lo obsesivo fue previo a lo que le ha acontecido, es decir, a la experiencia biográfica que han vivido. Puede afirmarse que, en algunos casos, lo obsesivo suscitó, acompañó y perpetuó las actitudes y conductas homosexuales que luego, con el pasar del tiempo, pueden llegar a caracterizarlos. En otros casos, y esto es muy frecuente, muchos de los supuestos homosexuales que consultan cuando adultos, son personas que han sido diagnosticadas de padecer trastornos obsesivo-compulsivos. Sólo que en ellos, aunque el trastorno obsesivo podía haberse manifestado a través de muy diversos contenidos, no obstante, ha incidido y se ha tematizado casi exclusivamente con estos pensamientos homosexuales. De confirmase este supuesto, habría que concluir que no estamos ante una persona que ha optado por la homosexualidad a partir de ciertas ideas sobrevaloradas u obsesivas, sino más bien ante un enfermo que, dada la evolución experimentada, ha adquirido una patología obsesiva, y la ha focalizado en torno a la homosexualidad. La inseguridad, las dudas acerca de su supuesto trastorno en la identidad sexual, lo reiterativo de estas ideas patológicas, la ansiedad por no poder controlar tales pensamientos y, en consecuencia, el no ser libre respecto de ellos, además del temor a que los demás así lo perciban, acaban por configurar una constelación de actitudes que facilitan la aparición de la conducta homosexual. De aquí el hecho frecuente de la comorbilidad obsesiva que suele acompañar a muchos de los que se autodefinen como homosexuales, acaso sin serlo. Una comorbilidad en la que apenas ha reparado la psiquiatría, a pesar de su tozudez clínica. Lo que demuestra la falta de profesionalidad y de rigor científico de quienes despachan la complejidad del comportamiento homosexual como si en verdad se tratara de apenas otro uso alternativo, aunque atípico, de satisfacer la sexualidad. Hay otras muchas alteraciones psicopatológicas que pueden darse asociadas o no a la homosexualidad, sin que por ello haya que apelar a una etiología que se inicie en la infancia, como la hasta aquí analizada. En 6 de los 49 varones homosexuales estudiados (lo que supone el 11%) pudimos demostrar la presencia de una cierta vinculación entre el comportamiento homosexual y la sintomatología psicótica; en 5 de ellos entre la conducta homosexual y la sintomatología obsesiva (lo que constituye el 9,5%); y en 9 de ellos entre la conducta homosexual y otros trastornos de ansiedad (lo que representa el 17% de la muestra estudiada). En cambio, en las 19 lesbianas estudiadas sólo pudo detectarse la presencia de síntomas psicóticos en 3 de ellas (17%). Más sugerente nos parece otro de los datos encontrados en la totalidad del grupo de pacientes homosexuales. Se trata de la presencia en ellos de trastornos comiciales, con o sin sintomatología clínica, pero en los que el registro del EEG estaba profundamente alterado. Pues bien, en 12 de los 68 homosexuales estudiados pudieron demostrarse estas alteraciones. Aunque no se pueda establecer una conclusión generalizable acerca de los resultados que acabo de comentar, sí que hemos de admitir que la homosexualidad no siempre tiene su génesis en un desarrollo piscosexual atípico, que acontece durante la infancia, sino que puede vincularse a otras muy variadas alteraciones psicopatológicas, independientemente de que aquella conducta comience o no a manifestarse durante la infancia o más tarde. La asignación del etiquetado por los padres La pseudoasignación a los hijos del etiquetado homosexual, por parte de los padres, suele constituir otro importante hito en su evolución, y en alguno de ellos puede llegar a ser definitivo. Esto puede ocurrir en la segunda infancia o incluso más tarde. De ordinario, en el niño afeminado y la niña marimacho suele acontecer mucho antes. Por lo general, el padre que sorprende a su hijo otra vez jugando a las muñecas suele crisparse y le riñe y vuelve a reiterarle la prohibición de que cese en ese estúpido juego, “que es de niñas”. Tal asignación se magnífica y robustece, si el padre hace esos inoportunos comentarios en presencia de otros familiares, vecinos o amigos. En ese caso, el hecho de manifestarlo en público da una mayor consistencia a tal asignación, hasta el punto de confundirse aquella con una marca inextinguible y estereotipado. La mayoría de estas investigaciones han estudiado en sus muestras a niños cuyas edades, además de oscilar mucho, correspondían a la etapa prepuberal, etapa en que las manifestaciones de la sexualidad son todavía mudas y donde nada o casi nada puede predecirse acerca de cuáles serán los rasgos que caracterizarán su futuro comportamiento cuando adultos. En este sentido, las anteriores investigaciones casi nada añaden a lo que conocemos por la clínica donde, lógicamente, también nos llegan adultos en los que también se dieron algunos de esos lamentables antecedentes familiares. A ellos he de referirme. Y para este propósito me limitaré a exponer sólo los resultados hallados en aquellos pacientes, en cuya infancia estuvieron presentes los antecedentes antes señalados, y cuyo motivo de consulta estaba motivado por la expectativa de llegar a superar su actual conducta homosexual. De una muestra de 68 pacientes homosexuales (49 varones y 19 hembras) secundarios (es decir, que han mantenido prácticas homosexuales durante alguna etapa de su vida), sólo 16 (11 varones y 5 hembras) manifestaron haber sido calificados durante la infancia de afeminados o marimachos. De los 11 niños afeminados, en 4 de ellos el comportamiento sexual atípico había comenzado durante la etapa preescolar, extendiéndose luego, ininterrumpidamente, a lo largo de toda su vida. Los otros 7 varones homosexuales reconocieron no haber iniciado sus conductas afeminadas hasta la preadolescencia. Por contra, de las 19 mujeres lesbianas, sólo 5 habían sido calificadas de marimachos, todas ellas desde la infancia. Los anteriores resultados obtenidos en mi experiencia clínica personal permiten establecer una cierta vinculación entre la aparición de ciertas conductas sexuales atípicas (durante la infancia) y el manifiesto comportamiento homosexual en esa misma persona (durante su vida adulta). En esta etapa parece pertinente preguntarse qué es lo que sucede en los hijos cuando el comportamiento homosexual afecta a uno de los padres. Es cierto que se han comunicado resultados un tanto contradictorios respecto de lo que siempre se había dicho y supuesto sobre este particular. Me refiero, claro está, al importante papel que puede desempeñar el comportamiento sexual de los padres respecto de la conducta de imitación de sus respectivos hijos y, a su través, la importancia que todo esto pueda tener para la fundamentación de la respectiva identidad sexual y personal del hijo. Tal como he advertido, expondré aquí algunos de los hechos que hoy conocemos sobre este particular, pero sin por ello renunciar a entrar en la discusión de cuál pueda ser su más genuina y rigurosa interpretación. Kirkpatrick y su equipo[7] compararon los resultados obtenidos en 20 hijos de madres lesbianas, respecto de otros 20 hijos de madres heterosexuales divorciadas, sin que pudieran llegar a establecerse ninguna diferencia significativa en el desarrollo psicosexual entre los niños y las niñas de uno y otro grupos. A parecidas conclusiones llegaron Golombock y su equipo[8], quienes compararon dos grupos de 37 y 38 niños, de 5 a 17 años de edad, respectivamente, cuyas madres eran lesbianas o amas de casa con una normal conducta sexual. No se obtuvieron ningunas diferencias significativas entre estos 2 grupos de niños, en lo que respecta a los conflictos de identidad sexual, trastornos psiquiátricos y/o especiales dificultades en las relaciones con sus iguales. En los de más edad pudo apreciarse la emergencia de ciertos intereses heterosexuales. Hasta aquí, lo que estos datos demuestran es que el comportamiento sexual atípico de algunas madres (especialmente las lesbianas) no parecen desencadenar o suscitar conductas sexuales atípicas en sus respectivos hijos, al menos cuando niños. Pero nada desvelan respecto de cuáles puedan ser en el futuro las conductas de esos niños y, sobre todo, cuáles puedan ser las consecuencias de las conductas sexuales que han observado en sus respectivas madres, cuando sean adultos. Para indagar sobre este particular resulta forzoso trabajar con diseños longitudinales, cosa que ninguno de los autores citados ha hecho. Los datos comunicados por Mandel[9] y Green[10], sobre este mismo problema, tampoco nos autorizan a obtener conclusiones que sean generalizables. El segundo de los autores citados comparó los resultados obtenidos en 21 y 16 niños que vivían con madres lesbianas y con padres que habían optado por cambiar de sexo, respectivamente. El autor no encontró ningún rasgo que hiciera sospechar la presencia de un desarrollo psicosexual atípico en ninguno de los 37 niños por él estudiados. El primero de los autores citados, en cambio, estudió el desarrollo psicosexual en dos grupos de alrededor de 50 niños cada uno, cuyas madres respectivas eran lesbianas o estaban divorciadas. Nada pudieron concluir de estas investigaciones, a excepción de ciertas preferencias masculinizantes observadas (juguetes, actividades y elección de carrera) entre las niñas cuyas madres eran lesbianas. Tampoco se ha podido demostrar que haya diferencias significativas entre los padres y las madres de mujeres normales y lesbianas[11], lo que constituye otro resultado en contra de que la homosexualidad sea una mera consecuencia del aprendizaje vicario y de las conductas sexuales atípicas de los modelos con los que el niño se identifica (hipótesis defendida con manifiesta vehemencia por la psicología del aprendizaje). De igual modo, tampoco se ha podido demostrar en la mayor parte de los homosexuales estudiados que este trastorno comportamental se asocie a una atípica conducta de interacción entre el padre y el hijo o entre la madre y la hija. Siegelman[12] no ha encontrado diferencias significativas en las conductas de interacción padre-hijo en un grupo de hijos homosexuales, respecto de otro grupo de hijos heterosexuales. Por consiguiente, debiéramos ser más cautos y rechazar, por el momento, cualquiera de las hipótesis que atribuyen una excesiva carga etiológica al comportamiento de los progenitores de los niños que presentan un atípico desarrollo psicosexual. La confirmación del etiquetado asignado Si el niño no responde al etiquetado de sus compañeros, si no se enfada aunque sea habitual que le llamen Manola, está en cierto modo confirmando con su actitud el etiquetado que se le ha asignado. Lo que, entre otras cosas, significa que con el modo de comportarse está satisfaciendo las expectativas que tienen acerca de él, quienes concibieron tal etiquetado. Es muy posible que el niño se vea forzado por la situación a tolerar la falsa identidad vertida sobre él por sus compañeros, a través del etiquetado. Pero es que no encuentra mejor solución que ésta, pues no va a estar peleándose con todos ellos cada día. Le es más fácil acostumbrarse a ese etiquetado, impermeabilizarse respecto de él, no responder y, en alguna forma, aceptarlo, aunque con ello acabe por confirmar en él artificialmente lo que el etiquetado significa. Sería apresurado pensar que tal etiquetado le resulta indiferente y que se adapta a él con demasiada facilidad. No debiera olvidarse en todo este proceso la presión a la que ha estado sometido así como sus dudas respecto a su propia identidad de género, todo lo cual le hace ocupar una posición ciertamente vulnerable. En este contexto, es comprensible que el niño se haga ciertas preguntas como “¿es normal lo que me está pasando?”, “¿tendrán razón al llamarme Manola?”, “¿seré realmente homosexual?”. Las dudas siguen, el etiquetado continúa adelante sin que se tome ninguna decisión para resolverlo, mientras las relaciones interpersonales resultan mortificantes y enrarecidas. ¿Qué puede hacer para salir de la duda? A algunos se le ocurre ponerse a prueba con imágenes de mujeres o con una prostituta, diciéndose a sí mismo: “si funciono es que no soy homosexual, y si no funciono es que lo soy”. Lo habitual es que estos experimentos no funcionen. La inexperiencia propia de su edad, la ansiedad que tal situación conlleva y su propia actitud dubitativa acerca de si es homosexual o no, constituyen las circunstancias más apropiadas para la obtención de un desastroso resultado experimental. De aquí que salga deprimido y pensando que esto confirma que él es homosexual. El resultado es un lastre que posiblemente le acompañe toda su vida y que, a pesar de carecer de fundamento, no obstante, desempeña idéntica función a la de una prueba que le confirmara en la presunta y temida homosexualidad. Como este experimento casi siempre acaba mal, el adolescente diseñará otros nuevos intentos para salir de sus dudas y así confirmar o no tal etiquetado. Se inicia así un segundo experimento. “Dado que aquella experiencia me falló (se dice a sí mismo), voy a ir a ese lugar donde se reúnen los gays, a ver si allí soy capaz de sentir algo”. Tal modo de proceder es peor que el anterior, entre otras cosas porque no le sacará de las dudas que tiene acerca de su prpia identidad sexual. Además, si algún conocido le sorprende en ese contexto, se afianzará todavía más el etiquetado que le atribuyeron. De otra parte, si hace amistad con algún homosexual, se sincera con él y le cae simpático, se acrecerán sus dudas, con independencia de que entre ellos no haya ningún contacto sexual. La afectividad puede acabar por articularse con la sexualidad, reconfirmando de forma experiencias y más enérgica que antes las sospechas derivadas del etiquetado. Es posible que en este contexto tenga alguna experiencia sexual. Basta, por ejemplo, que un amigo mayor le enseñe y/o le ayude a masturbarse, lo que es frecuente en muchos adolescentes que no han recibido educación sexual de sus padres. En ese caso atribuirá el placer que obtenga a la acción de su amigo, infiriendo erróneamente que eso le sucede por ser homosexual. Si esa conducta se reitera algunas veces más, será interpretada por el adolescente como una experiencia confirmatoria de lo que antes imaginaba, a pesar de sus dudas y temores. Es posible que motivado por encontrar solución a sus problemas, reitere su visita una y otra vez a esos ambientes. Como, por otra parte, no se atreve a comentarlo en casa, optará por llevar una doble vida, una de las cuales (la sospechosa de homosexualidad) la guardará como un secreto en su corazón y la vivirá como algo vergonzante e intimista, lo que tiene una mayor potencia confirmatorio del etiquetado homosexual. Esta doble vida en los adolescentes inseguros tiene un efecto muy pernicioso. Entre otras cosas, porque les hace perder el vigor y la fortaleza de su devoción radical por la autenticidad. Esta doble vida extingue su sencillez y enrarece su personalidad, al mismo tiempo que les aleja de su núcleo familiar y les hunde en la hipocresía, el cinismo y la impostura. La asunción explícita de la falsa identidad Después de la etapa anterior, la asunción, al menos implícita, de la falsa identidad homosexual suele ser un hecho. Por supuesto que esto varía mucho de unos casos a otros, pudiendo complicarse todavía más si se entrevero con el laberinto de la afectividad. Esto es lo que sucede cuando emergen ciertos sentimientos y emociones, aunque sean de pura amistad, respecto de algún amigo homosexual. El adolescente pensará que está enamorado de su amigo. Y aunque sólo se trate de un amor platónico entre ellos (igual que el que suele acompañar a la amistad en la mayoría de los adolescentes), sin que medie ninguna relación sexual, el hecho es que le conducirá a asumir su identidad como homosexual. Una identidad ésta que en modo alguno le corresponde ni le es propia, pero que templada en el fuego de las impetuosas pasiones adolescentes, puede acabar por configurar su entera personalidad. La doble vida respecto de su familia continúa en lo que atañe a estas relaciones, hasta que su amigo le ofrece otros argumentos que, por el momento, le resultan más convincentes. Es lo que suele ocurrir cuando el amigo le dice: “Tú no tienes porqué ocultar nuestra relación. Tú también tienes derecho a ser feliz en tu vida. No podemos estar siempre ocultándonos. Además, me gustaría conocer a tus padres. Creo que en casa tendrías que explicar lo nuestro, lo que hay entre nosotros”. Animado por estos argumentos de que no hay que ocultarse, de que cada uno debe ser aceptado tal como es, un buen día se atreve a decirlo en casa, a pesar de que se genere un fuerte conflicto. La escena es fácil de imaginar. El padre se siente deshonrado y la madre avergonzada y, probablemente, ambos culpabilizados. Los hermanos le tratan a partir de entonces de un modo especial. Es posible que una de sus hermanas le acepte tal y como es y trate de comprenderlo. Pero aun cuando se ponga de su parte, tratará de evitar que sus amigas se enteren y que su hermano exhiba ese modo de comportarse en público. Mientras tanto, el adolescente continúa con sus inseguridades respecto de su identidad sexual. Sólo que ahora lo que emerge en casa es la asunción de su posible conducta homosexual, mientras siguen latentes su inseguridad, dudas y temores. Pero aquí se ha producido un poderoso salto: de la asunción implícita de la supuesta homosexualidad (que se inició en la etapa anterior) a la asunción explícita y manifiesta, que se desvela ahora con todo lo que ésta comporta de cambio en la imagen social, relaciones interpersonales, aceptación/rechazo de los familiares, génesis de conflictos... La filosofía de la acción homosexual Esta etapa podría denominarse también como de la praxis sustancializadora. La acción realizada reobra sobre quien la realiza. La conducta homosexual, sea esporádica o no, reobra e influye sobre la identidad sexual de quien así se comporta. La conducta humana modifica a la persona que así se conduce. Aunque, como ya observamos, el comportamiento homosexual no se identifica con la homosexualidad, no obstante, su reiteración puede modificar y hasta sustanciar a quien así se comporta como una persona homosexual. Esta etapa es la más grave y definitiva. Mientras no se llegue a ella es mucho lo que se puede hacer para modificar el rumbo de la conducta homosexual, aunque no siempre. Pero llegados a esta etapa, podemos quedarnos sin recursos terapeúticos y que el adolescente pierda el norte para toda la vida, porque ésta se autoconfigura con el reobrar del propio comportamiento sobre la persona. En esta etapa acontece una inflexión en el proceso. Hasta que el adolescente no se decide a tener relaciones homosexuales, es posible que no se sienta atraído por los chicos. Pero si inicia y reitera sus contactos homosexuales, acabará por atraerle e incluso por sentirse solamente atraído por ésta o aquella persona de su mismo sexo. La sexualidad, en su fase final, es autónoma e independiente de los estímulos que la desencadenan. Una vez que se llega a la fase de excitación, el objeto de atracción deja de estar revestido de la especificidad y selectividad que le caracterizaban. Por otra parte, el refuerzo suministrado por el placer sexual es ontónomo e independiente del estímulo que lo suscitó, una vez que se ha producido, lo que confunde todavía más al adolescente. De aquí que infiera el error de que si ha experimentado placer con un homosexual, entonces es que él es homosexual, como si esto fuera una prueba irrefutable. El hombre será libre de asumir o no lo que es; pero ahí comienza y ahí acaba también su libertad respecto del sexo: en aceptar o rechazar el género en que consiste. Esto quiere decir que el hombre se autodetermina relativa y libremente en su sexualidad. En la medida que elige lo que por su naturaleza sí es elegible: su comportamiento sexual (cuantitativa y cualitativamente) se moldeará en una cierta manera; del mismo modo que ciertas preferencias por determinados estímulos le van a permitir seleccionar, crear y recrear aquellos estímulos a los que, en lo sucesivo, va a confiar la capacidad suscitadora de sus propias respuestas. La persona se compromete tanto con su propio comportamiento sexual como con los estímulos que elige, vinculándose con todo ello, integrándolo e implicando su propio yo (egoimplicación) en las elecciones que ha realizado y en el contenido de éstas. Dicho con otras palabras: la persona dispone de una virtual libertad para determinar su conducta sexual, configurándola y moldeándola según lo que ha elegido y su estilo personal, que a su vez está en parte determinado por el modo en que se egoimplica sexual y personalmente. Cada persona acaba configurando o diseñando originariamente aquellos estímulos capaces de poner en marcha o disparar su propio comportamiento sexual. En estos repertorios estimulares que cada persona se fabrica, encontramos muchas veces estímulos que, a pesar de ser insólitos, inusuales o inaceptables, tienen la extraña capacidad de suscitar en esa persona concreta una determinada conducta sexual. En este caso, la patología sexual que se manifiesta a través de los estímulos que se han elegido, sí que podría considerarse, en cierto modo, como elegible y hasta libremente diseñada por quien la así la realiza, quien forzosamente tendría que asumir la cuota de responsabilidad que por esa acción le compete. El estilo comportamental que resulta de todo esto en el ámbito de la homosexualidad es a veces configurado según un cierto patrón resistente a la extinción, de fácil respuesta ante cualquier otro estímulo parecido, por efecto de la habituación, y, en suma, consolidador del aprendizaje que, con anterioridad, libremente se realizó. Supongamos que alguien elige un estímulo extraño, que para la mayoría de las personas no tiene capacidad de suscitar ninguna respuesta sexual. En este caso concreto no sería válido afirmar que dicho estilo comportamental (el guión que dirige aquella concreta respuesta sexual) estaba ya previamente determinado en aquel hombre, sin que él fuese libre para escoger éste o aquel comportamiento. Son muy numerosos los ejemplos que sobre este particular podrían traerse aquí. Esto es lo que sucede cuando la sexualidad es entendida como: -probatismo,
o mero comportamiento que hay que probar, Poco tiempo después, y tras la repetición de actos (se supone que libremente elegidos), dichas personas ya sólo responderán sexualmente ante la presentación de aquel extraño estímulo que, paradójicamente, fue elegido por ellas tiempo atrás. Muchas de las conductas sexuales desajustadas del hombre contemporáneo (tanto en su programación, suscitación e iniciación, como en su mantenimiento, finalización y consolidación) podrían explicarse a través de este último factor, que, obviamente, condiciona también el proceso de la identidad sexual. También entonces (hay una numerosa casuística clínica que así lo atestigua) puede el hombre arruinar la identidad sexual conquistada a lo largo de las numerosas etapas que integran su prolongado y complejo proceso evolutivo. El descubrimiento de un nuevo estilo de vida Resulta difícil y arriesgado separar la conducta de la persona de su trayectoria biográfica. Si el adolescente sólo obtiene placer sexual a través de su conducta homosexual, si desea a personas del mismo género, si ya lo ha manifestado en casa, ¿por qué no adoptar el estilo de vida propio y característico de los homosexuales? No se trata, pues, de seguir adelante con la conducta homosexual, sino también de imitar el estilo de vida que les es característico y que, en cierto modo, se adecúa y correlaciona bien con aquella conducta. Se trata de establecer, de un vez por todas, un fuerte vínculo entre el estilo de vida y el comportamiento homosexual. Esto se manifiesta en centenares de detalles como, por ejemplo, forma de vestir, suscripción a ciertas revistas, adopción de determinados gestos, asunción de un nuevo estilo perceptivo interpersonal, manifestaciones concretas de su afectividad, selección de los lugares de ocio que frecuenta... De esta suerte, comienza a descubrir en el nuevo estilo de vida homosexual adoptado, que hay también muchas otras cosas positivas, que es necesario asumir e identificarse con ellas. Es necesario que se produzca esta metanoia, esta transformación de manera que su vivir sea más coherente. En cierto modo, es ésta una exigencia de su mundo interior, que no puede compartirlo del todo con sus amigos no homosexuales, entre otras cosas porque no le entenderán. Y lo que no se comparte no une, sino que separa, distancia y aleja. El definitivo etiquetado del experto El etiquetado se sustancia de modo definitivo cuando el experto aprueba y da razón, desde su supuesta autoridad de profesional, de que aquello es así y así hay que aceptarlo. Como, por otra parte, lo más fácil es abandonarse a los deseos e inclinaciones y lo más difícil tratar de modificar el comportamiento y el significado del flujo estimular que lo pone en marcha, lo lógico es que se opte por comportarse en lo sucesivo como un homosexual. Llegados a esta etapa, el etiquetado ha llegado a su fin e incluso ante la opinión pública está ya consolidada la nueva identidad sexual, una identidad que, más tarde, tal vez la exija como un derecho y como un deber. Algunos psiquiatras (que ante los ojos del homosexual se presentan como expertos) entienden que la homosexualidad no es de su competencia, una vez que ha sido definida por las instituciones científicas como una forma alternativa de satisfacción sexual. De aquí que les aconsejen lo que sigue: “Si usted elige una persona del mismo sexo como objeto de satisfacción, y le acepta, allá usted. Ese es su problema. Yo, como experto, no puedo hacer nada en su caso”. Con esto, el experto contribuye a fijar, de una vez por todas y tal vez para siempre, el etiquetado de homosexual. Es lo que suele inferir quien consultó con el experto, que acaso se sorprenda diciéndose a sí mismo: “Al menos este señor me comprende y sabe que soy homosexual. Me aconseja que siga adelante y que busque un compañero con el que vivir, que yo también tengo derecho a rehacer mi vida y a ser feliz”. La acogida homosexual en el contexto del grupo El homosexual no sólo actúa independientemente, sino también en grupo, en el grupo de homosexuales del que, según sus afinidades electivas, llega a formar parte. La acogida por un grupo de pertenencia es otro factor importante, por cuanto que contribuye a ratificar esa falsa identidad. El actual reconocimiento por algunos de la existencia de una cultura gay es algo que va mucho más lejos de la mera psicología grupal. En efecto, la identidad del homosexual no sólo se fortalece al contacto con el grupo, sino que se desarrolla y acrece al configurarse como fenómeno cultural. Sólo entonces emergen nuevas actitudes que contradicen a las anteriores y que tal vez por reacción se presentan como señales de identidad del colectivo homosexual. Surge así el orgullo gay, que enarbola la bandera de ciertas actitudes proselitistas al sostener que “hay que estar orgulloso de ser homosexual; no lo escondas; al contrario, publícalo y manifiéstalo”. Este modo de reafirmación de la identidad homosexual coincide casi con su apología y confirma la puesta en circulación social de un nuevo modelo útil para la identificación de quienes se sentían inseguros y dubitativos respecto de estas cuestiones. Hay en todo esto algo de rivalidad apenas enmascarada, de agresividad superficialmente contenida, de rivalidad manifiesta respecto de las otras personas que parecen estar seguras de su natural identidad de género. Una chispa cualquiera también puede prender aquí nuevos conflictos que desencadenen la guerra. No entre los sexos (cosa que es ya sabida) sino entre los géneros. O, mejor dicho, entre lo que genera las diferencias de identidad sexual entre personas del mismo género. Ensamblaje atribucional y modelado personal El modo en que se ensamblan las diversas atribuciones sociales acerca de la homosexualidad acaban por configurar un icono, representación o pensamiento dominante, desde el cual se lleva a cabo el modelado de quienes experimentan ciertas inseguridades respecto de su identidad sexual. De aquí que no sean indiferentes las ideas y opiniones que acerca de esta cuestión se ponen en circulación social, respecto de la incidencia y prevalencia de la homosexualidad. De otra parte, el incremento de la homosexualidad masculina suscita y aumenta la incidencia de la femenina. En la actualidad, del hecho innegable del aumento de la homosexualidad masculina, parece seguirse una mayor incidencia del lesbianismo. Otra cosa es que la percepción social se comporte de diferente forma respecto de una u otra. Es posible, por eso, que haya más lesbianas de lo que parece. Lo que sucede es que desde la perspectiva social, y en función de las atribuciones de género y de roles, es más difícil detectar e identificar el comportamiento de una lesbiana. Así, por ejemplo, las chicas no suelen ir nunca solas al baño, mientras que los chicos cuando van al servicio no suelen hacerse acompañar por otro; estaría mal visto. Que dos chicas vivan juntas en un apartamento suele tener una interpretación sociocultural benévola (“mejor así; de esta forma se ayudan económicamente y no están solas”), cosa que no acontece en el caso de los chicos. El hecho de que dos chicas vayan por la calle cogidas por la cintura, a muy pocos o a ninguno le sugerirá la idea de que son lesbianas; por contra, si esto sucede entre dos chicos, se les estigmatizará de inmediato, atribuyéndoles el etiquetado de homosexuales. El etiquetado social no tiene la misma fuerza, a este respecto, entre uno y otro género. Pero incluso reconociendo que en la actualidad haya menos lesbianas que homosexuales, si aumenta la homosexualidad masculina, de seguro que aumentará también el lesbianismo. Y eso, porque los dos géneros, los dos sexos son complementarios. Si los varones devienen homosexuales, la complementariedad entre los géneros se quebrará y, en consecuencia, las mujeres no podrán recibir ese complemento significado por el varón ni tampoco ayudarle como es debido. En ese caso, es comprensible que la mujer vuelva también sobre ella misma y acomode sus necesidades de afecto e instintivas a otra persona del mismo sexo. Con esto todos pierden y nadie gana. De hecho hoy se ha incrementado también eso que con cierta ambigüedad se conoce con el término de bisexualidad. Esto demuestra la confusión social existente, así como el poder de las ideas puestas en circulación para la construcción social de la sexualidad humana. En realidad, esto nada tiene que ver con el sexo biológico, sino más bien con el haberse apostado por el sexo como único y supremo valor de la conducta humana, es decir, como placer exclusivo, único y absoluto. Cuando esto sucede, entonces la sexualidad se desnaturaliza y pierde su norte y su sentido. Si cualquier forma de satisfacción sexual es tan válida como cualquier otra, si cada conducta apenas significa un uso alternativo y hedónico desconectado de toda finalidad, entonces todo está permitido y, por consiguiente, todo vale. Pero si aquí todo vale, entonces es que ya nada vale. Acaso, por eso también, la sexualidad vale hoy menos que nunca. Tal vez, por eso, en la actualidad, es tan bajo el índice de satisfacción sexual en el hombre y en la mujer. La desnaturalización de la sexualidad, su trivialización y reducción a mero placer hedónico y mecánico hace que muchas personas la vivan como una sexualidad alienada, manipulada, arruinada, frustrada, amputada, incompleta; en una palabra, insatisfactoria. Si el sexo es sinónimo de placer y sólo placer, parece lógico que a las personas les resulte indiferente el modo en que pueden obtenerlo, con independencia de que se junten con una persona del otro o del mismo sexo. Por otra parte, si culturalmente todo está permitido y el ensamblaje atribucional interpretativo de la sexualidad opta por el total permisivismo, ¿a dónde puede acudir la persona para encontrar las señas de su identidad sexual?, ¿para qué comprometerse con alguien? ¿hasta cuándo podrá comprometerse?, ¿para qué engendrar hijos? Pero el sexo no es eso o, al menos, no es sólo eso. La sexualidad humana exige la comunidad de personas, la donación y aceptación recíproca de dos seres de diverso género (lo que se fundamenta en las diferencias que hay entre ellos), que tratan de complementarse en la búsqueda de la mutua y común felicidad conyugal y familiar. Otra consecuencia de este funesto ensamblaje y modelado social de la sexualidad humana es la emergencia de ciertas paradojas incomprensibles. Al mismo tiempo que la familia tradicional parece estar en inflación y que el matrimonio tiene mala prensa y está desprestigiado, ¿por qué se reclama el matrimonio entre los homosexuales con la radicalidad de un derecho inalienable e irrenunciable? A lo que parece tal forma de ensamblaje sólo sirve para abolir las diferencias entre la homosexualidad y la normalidad lo que, sin duda alguna, contribuirá a aumentar la incidencia de la primera. c) Pronóstico y evolución del Homosexual Es bastante improbable que puedan establecerse algunos criterios rigurosos acerca del modo cómo evolucionan estos comportamientos, así como de las estrategias modificadores que son más eficientes. En cualquier caso, las recetas sirven aquí de muy poco, dada la versatilidad de los factores etiológicos que se concitan en la homosexualidad y de su muy diverso perfil sintomático y comportamental. No obstante, hay ciertos indicadores que, a pesar del rango de variabilidad individual al que están sometidos, pueden ser de cierta utilidad. Este es el caso, por ejemplo, de aquellas manifestaciones que comienzan en edades muy tempranas y que hemos denominado con los términos de niña marimacho y niño afeminado. De la homosexual femenina En el caso de la niña marimacho, la psicodinamía, el pronóstico y la evolución de estas conductas y actitudes son muy diferentes de lo que sucede en el niño afeminado. Es cierto que especialmente durante la preadolescencia van a afianzarse las conductas masculinizantes en estas chicas. Pero casi siempre estas conductas se han interiorizado antes, expresándose a través de alguna actividad, que con mucha frecuencia suele ser de tipo deportivo, donde se tolera una dosis mayor o menor de agresividad (si, como suele ocurrir, “se sale a ganar”), lo que permite una cierta simulación que dificulta la identificación de estos comportamientos. Por lo general, al llegar a la preadolescencia en la niña marimacho disminuyen o se anulan las anteriores preferencias que tenía por los varones, observando con simpatía, al menos durante esta etapa, que en su grupo se integren más chicas que chicos. Respecto de otra de sus peculiaridades (el deseo de ser varón, si volvieran a nacer), ya en la preadolescencia se restringe el número de las que todavía optan o se afirman en este deseo (en el estudio de Green[13] quedaba limitado al 29%), a pesar de que algunas de ellas continúen diferenciándose en este punto respecto de las niñas femeninas preadolescentes con las que fueron comparadas. Más tarde, las diferencias entre los dos grupos se anulan o dejan de ser significativas. De ordinario, las chicas de ambos grupos prefieren ser mujeres (es decir, lo que son) al llegar a la adolescencia. Si las estudiamos a través de otros procedimientos, como el dibujo de la figura humana o el inventario de roles sexuales de Bem[14] para la evaluación de la identidad y diferenciación sexual de estas niñas, las conclusiones encontradas acerca de su psicodinamía son las siguientes: 1ª
en la medida que se aproximan a la adolescencia se suavizan o
desaparecen las diferencias hasta entonces existentes, que además
sirvieron para distinguir a las niñas marimacho de las que
no lo eran; Es posible que en una evolución como la aquí descrita intervenga una importante constelación de factores socioculturales, de refuerzos, gratificaciones y penalizaciones que, en última instancia, son los responsables de tal evolución psicodinámica en el proceso de diferenciación sexual[15]. Quiere esto decir que el aprendizaje social (y los distintos eventos en que aquél se fundamenta, como los refuerzos, las gratificaciones y los estímulos aversivos) puede desempeñar un importante papel en la explicación de la evolución que se acaba de describir, en lo que se refiere a la niña marimacho. Se equivocaría quien supusiera que tal evolución minimiza y dulcifica las consecuencias psicopatológicas que puedan de aquí derivarse para la futura conducta sexual de estas niñas. Con ello me estoy refiriendo al problema del pronóstico y de la evolución de estos comportamientos. Un tema que es aquí especialmente relevante, por la capacidad que tienen algunos padres de percibirlo y, casi siempre, cuestionarse de forma angustiosa. No es propósito del autor de estas líneas angustiar todavía más a los padres de estas niñas, pero no sería honrado de su parte silenciar algunos de los elocuentes datos de que disponemos a este respecto. En síntesis: me atrevería a decir que es preciso admitir un cierto pronóstico sombrío en la evolución de la sexualidad de algunas de estas niñas, sobre todo en lo que se refiere a su mayor vulnerabilidad respecto de la conducta lesbiana. Sintetizo a continuación algunos de los hallazgos que se han comunicado al respecto. Saghir y Robins[16] encuentran una fuerte asociación entre la niña marimacho (que continúa con esas conductas durante la adolescencia) y el comportamiento lésbico cuando adulta. En un trabajo retrospectivo, llevado a cabo por Bell y su equipo[17] con centenares de mujeres lesbianas y heterosexuales, encontraron que el mejor indicio del futuro comportamiento homosexual femenino consistió en la disconformidad manifestada por estas mujeres, cuando niñas, con respecto al propio género. Entre las lesbianas había sido muy frecuente la preferencia infantil por los juegos y las ropas masculinas, y muy escasas (si se les comparaba con las mujeres no homosexuales) las tareas lúdicas o recreativas típicamente femeninas (jugar a las comiditas, a las casitas...). A un resultado análogo han llegado Grellert y su equipo[18], tras el estudio de 400 mujeres lesbianas y heterosexuales. Durante la infancia, las primeras prefirieron dedicarse a las actividades deportivas (fútbol y béisbol, en USA) más propias de los varones, además de utilizar también con frecuencia la vestimenta propia de ellos. Entre las heterosexuales, en cambio, las actividades y vestidos preferidos durante su infancia fueron exactamente los opuestos. La otra meta final a la que arriban algunas de estas niñas es al transexualismo. Tanto Benjamín[19] como Green y Money[20] son coincidentes al comunicar las características que han encontrado en la infancia de las mujeres que han cambiado de sexo. En casi todas ellas hubo siempre un vehemente deseo de ser del sexo opuesto, manifestando desde la más temprana infancia comportamientos análogos a los de los varones. Por último, hay que reconocer, como señala Stoller[21], que ninguna de estas niñas evoluciona en la práctica hacia el travestismo (como sí sucede en los niños afeminados). Hasta cierto punto es lógico que esto sea así, ya que los usos y costumbres propias de nuestra cultura hacen que los vestidos tengan una significación erótica muy distinta para el varón que para la hembra. No debemos olvidar la mayor cercanía de la mujer respecto de las prendas masculinas, en abismal distancia a la que se encuentra el varón respecto de las prendas femeninas. Nadie duda de que los hechos no sean así, pero entonces, ¿por qué prefieren ataviarse con prendas masculinas las niñas marimacho, cuando son jóvenes?, ¿por qué es éste un excelente predictor de su futuro comportamiento lésbico?, ¿qué sentido puede tener el que posteriormente, a causa de las modas, la sociedad sea tan permisivo, además de complaciente, con el vestuario usado por la mujer, a pesar de que muchas de las prendas empleadas por ella sean típicamente masculinas?, ¿por qué desde la perspectiva apetitiva hay varones que se excitan todavía más cuando una mujer se disfraza de varón?, ¿acaso sucede esto último también en la mujer, respecto del hombre? Como puede observarse es mucho lo que todavía ignoramos, a este respecto, que acaso pudieran explicarnos los resultados que se obtengan en futuras investigaciones sobre este particular. Del homosexual masculino En el caso del niño afeminado, tanto la psicodinamía como el pronóstico y la evolución se nos aparecen con una mayor carga patológica, a la vez que con un mayor grado de complejidad, lo que a primera vista puede confundirnos al hacernos sospechar que al fin nos hemos topado con la tozuda realidad. Y la verdad es que tal impresión clínica parece estar en muchos casos bien fundada, pero enseguida se complica lo que parecía estar bien fundamentado, acabando por atomizar la hipótesis que, bien formulada, se presentaba al fin con un riguroso alcance explicativo. Antes de seguir he de afirmar, como se observará más adelante, que no conozco ninguna hipótesis, por bien formulada que esté, que sirva para explicar la patología sexual del varón, así como su evolución en el futuro. La interacción entre el niño afeminado y sus padres sigue con frecuencia un largo proceso, cuyo encadenamiento secuencias, siguiendo a Green[22], podría establecerse como a continuación se describe: Un niño es considerado y gratificado por su madre, quien le manifiesta de continuo (o con mayor frecuencia de lo necesario) su extraordinaria belleza y atractivo. Un buen día irrumpe en el armario de su madre y descubre un mundo completamente nuevo para él, repleto de ropas extrañas, abalorios, adornos exóticos, joyas, cremas... por lo que se dedica a jugar con ellas o a tratar de investigar acerca de cuál pueda ser de su utilidad. Hasta aquí el niño será calificado de travieso y de curioso, pero sin que se infiera de este comportamiento suyo nada grave que pueda generar consecuencias para su futura conducta sexual. Mientras todo esto sucede, el padre tal vez esté distante respecto del futuro niño afeminado, relacionándose escasamente con él, alegando que este niño es muy pequeño todavía y no sabe cómo tratarlo, o que es muy travieso y le pone nervioso, o simplemente que está muy ocupado, por lo que el poco tiempo que pasa en casa ha de dedicarlo a relacionarse con el hijo mayor, con el que, sin embargo, sí que se entiende mucho mejor. La anterior circunstancia se presenta de forma mucho más frecuente de lo que pensamos, y explica un hecho relativamente paradójico: que el padre ignore casi siempre la conducta traviesa de su hijo, no tratando con él, ni siquiera para corregirle. Así las cosas, el padre no se expresa ni se manifiesta tal como es, en presencia de su hijo, que de esta forma puede llegar a ignorar (y a no imitar, como sería debido) el natural comportamiento de su padre. A continuación el niño inicia su etapa de socialización. Al principio comienza a relacionarse más con las niñas que con los niños que componen el grupo, entre otras cosas, porque tal vez haya oído a su madre que los niños se entretienen en juegos demasiado bruscos, que son unos brutos. El niño comienza a experimentar como más agradable ciertos ámbitos de la guardería a la que asiste, precisamente aquellos donde hay más niñas y menos niños con los que relacionarse, una vez que ha descubierto que las niñas son más agradables y menos agresivas que los niños. Así las cosas, un conjunto de circunstancias fortuitas, espontáneas y en absoluto previstas por los padres y educadores, van moldeando su contexto social, facilitando una mayor cercanía o proximidad entre el niño y su madre, mientras que cada vez hay una mayor distancia entre éste y su padre. Se desarrollan así intereses, actividades, actitudes, pautas, estilos perceptivos, determinadas pautas de comunicación gestual, etc., todo lo cual lleva una cierta impronta femenina, que es precisamente el fundamento que más tarde permitirá que se califique la conducta de este niño de “afeminada”. Durante toda esta secuencia, la madre ha sido lo suficientemente permisiva como para no corregir aquellas conductas que no eran concordantes con el género de su hijo, o lo suficientemente protectora y cariñosa, como para haberle caído demasiado en gracia los juegos, gestos y actitudes que se iban desarrollando en su hijo y, en consecuencia, no haber tratado de corregirlo. Por contra, el padre resulta sorprendido por el comportamiento afeminado -no ha visto cómo se ha ido desarrollando esta secuencia día a día-, que ahora emerge en su hijo. Ante este repentino descubrimiento, el padre suele plantar batalla a su hijo, lo que puede suscitar la retirada por parte de éste, que luego se prolonga en el rechazo que el niño hacia él experimentará. En esta etapa es posible que se advierta ya (o que los padres comiencen a intuir) el comportamiento atípico del niño, pero muy posiblemente no se consulte todavía con ningún especialista. Esa última decisión suelen tomarla los padres un poco más tarde, cuando son presionados por algún conflicto escolar (otros compañeros varones de su clase han calificado a su hijo de “afeminado”, creando un conflicto escolar del que ahora el maestro informa a los padres), o cuando a través del tutor del colegio o de la monitora de la guardería, son los padres seria y explícitamente advertidos del comportamiento desviado del niño. Sólo cuando llega este momento los padres abandonan sus antiguos tópicos y excusas (“todos los niños pasan por ese modo de comportarse”, “cuando crezca un poco más se le pasará”, “seguro que lo superará al salir de la escuela”...), y consultan al fin con el pediatra, el psiquiatra o el psicólogo. Pero ya en esa toma de decisiones, aunque apenas sí haya fundamento para ello, comienza a suponerse y a vislumbrar lo peor en el caso del niño (la posible vinculación que puede establecerse entre esa conducta afeminada de ahora y su futuro comportamiento homosexual), mientras se infraestima esa misma información en el caso de la niña (y la posible vinculación entre su actual conducta de “marimacho” y su futuro comportamiento lésbico). En el niño afeminado es de vital importancia estudiar y tratar de ayudar a los padres (si es que lo necesitan), pues con frecuencia reaccionan de forma mucho peor que las madres. Por otra parte, esta ayuda es tanto más importante, cuanto que muy posiblemente haya que apoyarse en ellos para el tratamiento del niño. De aquí que sea muy aconsejable el tratar de ayudarles siempre. En efecto, las interacciones entre padres e hijos afeminados son muy variadas, y todas ellas relativamente complicadas. En unos casos los padres sienten alterada su personal identidad sexual a causa de lo que acontece a sus hijos. En estas circunstancias suelen aducir o recriminarse por haber fracasado como padres, al no haber sabido transmitir a sus propios hijos el modelo de masculinidad que precisamente aquéllos necesitaban para tratar de identificarse con ellos. En otras ocasiones, la conducta de sus hijos les hace volver a revisar el modelo de comportamiento masculino que hasta entonces tenían, por considerarlo tal vez como demasiado exigente, lejano e idealista, a lo que atribuyen las dificultades encontradas por el niño para identificarse con ellos. Pero no siempre los padres responden auto-culpabilizándose para salvar así a sus hijos. Hay padres que en esas mismas condiciones aumentan sus exigencias al niño, suponiendo que con ello le hacen un favor para que así su hijo tenga un comportamiento más masculino en el futuro. No se dan cuenta de que al proceder de esta forma acaban por causar un rechazo total del comportamiento masculino en sus hijos y, por consiguiente, el efecto contrario de lo que se proponían conseguir. Otras veces son los hijos los que rechazan todo lo que procede de sus padres (hábitos de comportamiento, estilo de vida, valores...), generando que sus padres se sientan rechazados. Ante esta situación, cada padre responde de un modo diferente y relativamente peculiar. Algunos se desentienden por completo de ese hijo, mientras buscan una compensación volcándose todavía más en otra hija o en un hijo mayor, que no presentan ninguna dificultad. El rechazo infantil, otras veces, es mal aceptado por el padre, quien responde con agresividad, violencia, ansiedad y culpabilidad, provocando un distanciamiento de su hijo todavía mayor y, lo que es peor, un modo de interacción bastante patológico. Por todo esto resulta imprescindible conocer, valorar y afrontar cuál es el comportamiento del padre y sus actitudes ante el problema, en qué medida considera que puede ayudar a su hijo a modificar ese comportamiento que ha detectado, cómo explicar el origen y las manifestaciones de esa conducta, etc. La indagación en estas cuestiones no sólo tiene una gran importancia para verificar la validez del diagnóstico, sino que muy a menudo constituye una importante vía de entrada que facilita el abordaje terapéutico. El pronóstico y la evolución de estos niños afeminados es mucho más sombrío que el de las niñas marimachos, tal y como de forma coincidente se concluye en la bibliografía disponible sobre este particular. ¿Hacia dónde suele evolucionar la conducta sexual de estos niños, cuando adultos? En realidad, resulta muy difícil responder a esta pregunta, puesto que apenas si se han realizado seguimientos longitudinales en ellos. Los datos de que disponemos no permiten dar aquí una respuesta que sea unívoca, ya que son datos que en su inmensa mayoría provienen de estudios retrospectivos que, como es sabido, comportan numerosos sesgos y dificultades interpretativas. Es decir, son datos que proceden de los recuerdos que acerca de su infancia tienen los adultos con trastornos psicosexuales, a los que se ha estudiado. Cabe, por tanto, sostener la hipótesis, a título orientativo, de que la homosexualidad es una de las conductas sexuales más frecuentes hacia las que evoluciona el desarrollo psicosexual de estos niños, cuando se transforman en adultos. Si se les abandona a su evolución espontánea, es muy posible que la homosexualidad, junto al travestismo y al transexualismo, constituyan las conductas sexuales más frecuentes en que se transforma el comportamiento de estos niños cuando adultos. No obstante, esas mismas alteraciones psicopatológicas pueden transformarse en otros trastornos sexuales muy diferentes con el pasar del tiempo. d) Curación bioética del Homosexual La homosexulidad no se da en el vacío, sino en un determinado contexto sociocultural (el que sea) siempre en transición, del que en buena parte depende la imagen que de ella se tiene. Y esta imagen tiene una gran importancia, por cuanto contribuye a modelar y/o configurar lo que de la homosexualidad se piensa, suscitando un nuevo modelo, útil o no para la imitación y/o generalización, en función de los rasgos más o menos valiosos con los que se le adorne. En este punto, puede afirmarse que se ha operado un gran cambio en el actual contexto sociocultural. Si, tiempo atrás, la homosexualidad estaba penalizada, en la década de los sesenta se despenalizó, lo que sin duda alguna constituyó un auténtico progreso, por cuanto con ello se ponía fin a la injusta marginación sufrida por los que se alineaban en esa situación. Desde entonces a esta parte la tolerancia social respecto de la homosexualidad no ha hecho sino crecer. Llegamos así a finales de los ochenta, en que asistimos, paradójicamente, a un intento de equiparación, igualación y posterior confusión entre homosexuales y heterosexuales. No puede afirmarse que esta etapa haya contribuido a ayudar a esclarecer qué sea la homosexualidad. Más bien sus efectos han sido los contrarios. Incluso puede sostenerse que el actual incremento de la homosexualidad en los países de la cultura occidental pudiera ser atribuido, en algún modo, a la nueva imagen social que acerca de ella se ha propalado. Es posible que en el futuro, de seguir por esta vía, se dispare la incidencia de la homosexualidad, tanto de la masculina como de la femenina. Y ello porque el modelo con que hoy se ha dado en presentarla suscita una mayor facilidad para la imitación, generalización, diseminación y “naturalización forzada” de estos comportamientos. Si a esto se añade la presión ejercida por ciertos movimientos apologistas homosexuales, es lógico que un nuevo icono homosexual se construya y asome a nuestra cultura. Incluso es posible que por mor de esa equiparación igualitaria entre las conductas homo y heterosexual, se suscite en algunos (especialmente en aquellos que tienen ciertas dudas, por las razones que fuere, acerca de su género y de su identidad sexual) una cierta persuasión imitadora y normalizante acerca de este tipo de comportamiento y de sus posteriores consecuencias. Un paso más y, aprovechando esta confusión conceptual, tal vez se de un nuevo y desgraciado salto (cuyas repercusiones son hoy muy difíciles de predecir y valorar, en lo que atañe al pronóstico social) al pasar de la injusta equiparación entre la heterosexualidad y la homosexualidad, a la imposición de la segunda, por vía de su magnificación valorativa y social. Lo peor del caso es que este iter, o itinerario a favor de la homosexualidad, se ha producido desde confusas actitudes relativas a lo que es y significa el antidogmatismo y/o la tolerancia. Pero de darse este fenómeno, habría que concluir que se ha incurrido en el más fragante: -antidogmatismo,
al no ayudar a los niños y niñas a superar sus dificultades infantiles, No parece que este modo de proceder sea propio del liberalismo; en todo caso de un liberalismo, paradójicamente muy poco liberal. ¿No sería más conveniente hacer una indagación más profunda por si debajo de tal modo de proceder no se encontrase, subrepticiamente agazapada, la permisividad y no la tolerancia, el relativismo desenfadado y radical y no el respeto a la dignidad de los homosexuales? Las anteriores cuestiones trascienden la mera sociología y demandan situarse en el plano epistemológico en que les corresponde ser estudiadas, es decir, en la bioética. Lo que no podemos decir (y menos al amparo de la ciencia) es que el lesbianismo o la homosexualidad son meras formas alternativas de satisfacción sexual, que pueden equipararse a cualesquiera otras. Entre otras cosas, porque ni son formas alternativas ni son equifuncionales respecto de otras. Hoy se han puesto en paridad las conductas homosexual y heterosexual. Tal modo de proceder es, desde luego, anético. La bioética de la homosexualidad tiene que habérselas, qué duda cabe, con numerosas y aristadas cuestiones que, por el momento, no encuentran una fácil solución. De todas ellas, las que parecen más obligadas y prioritarias son, sin duda alguna, el conocimiento de lo que la homosexualidad es, de sus causas, de las nuevas estrategias que es preciso diseñar a fin de poder ayudar a quienes lo soliciten y de la aplicación de programas que tengan una probada eficacia preventiva. En una palabra, es imprescindible investigar más para conocer mejor. En esto consiste, principalmente, el actual reto de la bioética de la homosexualidad. Un reto que, de forma obligada, pasa por no hurtar el bulto a la realidad, por formarse mejor profesionalmente, por hacer a conciencia el quehacer clínico y psicoterapeútico cotidiano. Esto, en modo alguno es moralina ni algo que se le parezca. Hacer la ciencia a conciencia es un requisito imprescindible e irrenunciable exigido por el concepto mismo de lo que se entiende por ciencia. De hecho, la condición indispensable del primer acto científico es siempre un acto de conciencia (de cum-scientia, de con-ciencia), es decir, de percatarse del problema, de no eludirlo y afrontar la realidad, por difícil que ésta sea, sin edulcorarla a través de forzados consensos en los diversos escenarios políticos. He aquí una exigencia ética que ha sido hoy obviada y desatendida. Si las instituciones científicas continúan dictaminando en favor de la supuesta normalidad de la homosexualidad, es lógico que los profesionales que de ellas dependen asuman esos criterios sin apenas espíritu crítico y que, en consecuencia, no se afronten como es debido los retos científicos a que, líneas atrás, se ha aludido. Pero en ese caso, ni las instituciones científicas ni sus respectivos profesionales estarían sirviendo al fin que les es propio: la persona doliente que precisa de ellos. Flaco servicio harían a la persona quienes así se comportasen. Quienes así procedieran, de seguro que no contribuirán al progreso de la ciencia, sino a su obstrucción y parálisis, por cuanto que perpetuarán la actual situación de ignorancia en que nos encontramos sobre estas cuestiones y hasta podrían hipotecar el futuro de estas disciplinas científicas. No, no parece que quepa “dejar siempre para después” la resolución de los problemas, ni siquiera cuando, so capa de la supuesta normalidad, se abandonan a la espontaneidad inoperante del desconocimiento y la ignorancia. Allí donde no hay ciencia hay política y la ignorancia científica es sustituida por la hermeneútica ideológica. La homosexualidad se ha transformado hoy en una cuestión ideológica y politizada, justamente por el estado de ignorancia científica en que nos encontramos acerca de ella. De aquí el flaco servicio de tantos profesionales con su ausencia de actitudes exploratorias y su arrojarse en conductas confirmatorias a favor del ensamblaje socialmente vigente, por otra parte, carente de fundamento. Desde la perspectiva de la ética, tales comportamientos en modo alguno son aceptables. Así las cosas, nada de particular tiene que el derecho asuma el discurso científico y legisle conforme a él. Pero en ese caso, el poder configurador de la realidad que el entramado jurídico conlleva, hará todavía más difícil la modificación de tantos sesgos, estereotipias y prejucios como, sobre estas cuestiones, se han puesto en circulación en la actual sociedad. Reconstrucción de la personalidad, tras la curación La identidad sexual no surge de la nada, no es algo que se lleve debajo del brazo o que espontánea y exclusivamente proceda de lo biológico, ni tampoco algo caído del cielo con lo que cada persona se encuentra. El proceso de adquisición de la identidad sexual (lo hemos visto en detalle, líneas atrás) se hace a expensas de un marco de referencias culturales muy amplio (de las que algo tomamos y algo rechazamos), y sobre las que diseñamos esas coordenadas que servirán para acuñar nuestra identidad personal. Esto significa que entre la identidad sexual y la identidad personal hay, cuando menos, un poderoso e invisible haz de hilos conductores que las aúna, hasta el punto de no poder distinguirse del todo una de otra. En realidad, no puede establecerse una prioridad entre ellas, pues aunque la primera se prolonga en la segunda, esta última contribuye de forma poderosa a configurar aquélla. Sólo desde una perspectiva temática y de meros contenidos, tal vez cabría afirmar que inicialmente, durante las primeras etapas del desarrollo psicosexual, la identidad sexual está como sometida a la directriz por la que opte la identidad personal, al elegir para sí una determinada trayectoria biográfica. Pero incluso entonces, la misma trayectoria biográfica por la que se había optado, puede ser modificada hasta errar, cambiar de dirección o conducir a la persona a donde ella no quería ir. Y esos cambios en la identidad personal se producen a veces como consecuencia de las dificultades, obstrucciones o inflexiones sufridas por la identidad sexual. Así pues, hay que concluir que la interacción entre ambas es continua a lo largo de la entera travesía de la vida. No puede ser de otra forma, ya que ambas constituyen aspectos que, aunque relativamente diversos (dados sus respectivos contenidos diferenciales), inciden en una misma y única diana: la identidad y unicidad de la persona. .
_______ [2] O alteración psiquiátrica DSM-IV, según la clasificación de la APA de 1991. [3] cf. EMERY, A.E; The Treatmen by aversion Therapy of an Identical twin discordant for Homosexuality, ed. Universidad de Edingburgo, Edimburgo 1970. cf. HESTON, L; SHIELDS, F; “Homosexuality in twins: a family study and a registry Study”, en Arch. Gen. Psychiat., III (1968), pp. 461 471. [4] cf. FELDMAN, P; “Abnormal sexual behaviour: Males”, en EYSENCK, H. J; Abnormal Psychology, San Diego 1975. [5] cf. POLAINO LORENTE, A; La Metapsicología Freudiana, ed. Dossat, Madrid 1981. [6] cf. GREEN, R; Sexual Identity Conflicts in Children and Adults, ed. Basie Books, New York 1974. [7] cf. KIRKPATRICK, M; “Lesbian mothers and their Children”, en Am. J. Ortopsychiat., V (1981), pp. 545-551. [8] cf. GOLOMBOCK, S; “Children in lesbian and single-parent Households”, en Child Psychol. Psychiat., XXIV (1983), pp. 551-572. [9] cf. MANDEL, J; “The Lesbian Parent: Comparison of heterosexual and homosexual mothers and their Children”, en American Psychological Association Annual Meeting, New York 1979. [10] cf. GREEN, R; “Sexual identity of 37 children raised by homosexual of transexual Parents”, en Amer. J. Psych., XIII (1978), nº 692697. [11] cf. GRUNDLACH, R; RIESS, T; Self and sexual identity in the fernale, ed. Riess, New York 1968. [12] cf. SIEGELMAL, M; “Parental background of male Homosexuals and Heterosexuals”, en Arch. Sex. Beh., III (1974), pp. 3 y ss. [13] cf. GREEN, R; Child and Adolescent Psychiatry, ed. Blackwell Scientific Publications, Londres 1982. [14] cf. BEM, S; “The measurement of psychological Androgyny”, en Psychol., XLII (1974), pp. 155-163. [15] cf. POLAINO LORENTE, A; Sexo y Cultura. Análisis del Comportamiento Sexual, ed. Rialp, Madrid 1992. [16] cf. SAGHIR, M; ROBINS, E; Male and Female Homosexuality, ed. Williams & Wilkins, Baltimore 1973. [17] cf. BELL, D; Sexual Preference: lts Development in Men and Women, ed. Indiana University Press, Bloomington 1981. [18] cf. GRELLERT, E; “Childhood polyactivities of male and female Homosexuals and Heterosexuals”, en Arch. Sexual Behav., XI (1982), pp. 451-478. [19] cf. BENJAMIN, M; The Transsexual Phenomenon, ed. Julian Press, New York 1966. [20] cf. GREEN, R; MONEY, N; Transsexism and Sex Reassignment, ed. Johns Hopkins Press, Baltimore 1969. [21] cf. STOLLER, R. J; “Transvestism in Women”, en Arch. Sex. Behav., XI (1982), pp. 99-116. [22] cf. GREEN, R; Atipical psychosexual Development, ed. Rutter, Londres 1985. |