Filosofías de la Antigüedad
Oviedo,
1 septiembre 2021 Las primeras filosofías de la Antigüedad contaron con filósofos y filosofías en orden a la búsqueda de la sabiduría, así como también contaron con unas temáticas que a ellos les preocupaban (las religiosas) y unas consecuencias que sus sociedades debían vivir (las ético-morales). Pero por ley general carecieron del término filosofía (en el estricto sentido de la palabra), muy escasamente concibieron la filosofía como una ciencia (o investigación racional y sistemática de las cosas y de sus causas) y tampoco tuvieron escuelas filosóficas (que cultivaran separadamente las diferentes partes de la filosofía especulativa). A juzgar por algunos indicios históricos, y por afinidades védico-doctrinales, el mazdeísmo y brahmanismo entraron en contacto en las llanuras de Bactriana (región de Media, en la actual Irán), representando el mazdeísmo (lit. divinidad de Mazda) una especie de reforma filosófica del brahmanismo (lit. doctrina de Brahma). La oposición de principios y tendencias que se observa entre ambas filosofías (el mazdeísmo y el brahmanismo) confirma y explica (a la vez) la ruptura violenta entre estas 2 concepciones, en torno al panteísmo de los Vedas (libros sagrados brahmanes) y el dualismo de los Naçkas (libros sagrados mazdeístas). Mientras que para unos Brahma es la esencia única (principio del bien y del mal), para otros Mazda es Dios (principio del bien pero no del mal, el cual es un accidente extraño). Enfrente del panteísmo emanatista de la India, aparece así el mazdeísmo creacional de Persia, representado por el dios bueno Mazda (creador de todas las cosas) y el dios malo Ahriman (destructor de todas las cosas), y se viene a decir que todas las cosas tuvieron su principio y tendrán su final. En tiempos posteriores, la adulteración de mazdeísmo originó la concepción panteísta de Zervan-Akerene (el tiempo eterno), como principio y sustrato común de Mazda y de Ahriman, y como ser anterior y superior a ambos. Spiegel, Lenormant, Oppert, con otros historiadores y orientalistas, opinan también que aquella idea es una infiltración del panteísmo materialista de Caldea (Irak), y una verdadera superfetación en la idea religiosa mazdeísta. a) La filosofía persa El mazdeísmo, o reforma filosófico-religiosa de que acabamos de hablar, debió su origen a Zoroastro (el Zaratustra de los persas y los Naçkas), legislador religioso de la Bactriana (Irán) y especie de Moisés de la raza persa, que pereció de muerte violenta en una invasión de las tribus touránicas. San Justino habla de sus guerras con Nino, Eusebio de Cesárea y San Agustín le suponen contemporáneo de Abraham. Según Aristóteles, Hermipo, Plutarco y algunos otros, floreció 1.000 años antes de la Guerra de Troya (ca. 1.150 a.C). La opinión más probable, y la que siguen Burnouf, Spiegel, Oppert con otros críticos modernos de los más acreditados, es que Zoroastro vivió en el 2.500 a.C. El punto capital de la doctrina de Zoroastro fue la negación del panteísmo indio, y su divinidad (el Mazda de los persas, o el Ormuzd de los griegos) tiene bastante analogía con el Dios de los hebreos, a juzgar por varios pasajes de los Naçkas (o libros canónicos del mazdeísmo) que conocemos, en los cuales Ahoura-Mazda (Ormuzd) es apellidado “luminoso, resplandeciente, eminente en grandeza y en bondad, perfectísimo y muy poderoso e inteligentísimo”. Y sobre todo es denominado “espíritu santísimo, creador de los mundos existentes”. Así es que la doctrina zoroástrica acerca de la creación de todas las cosas es la que más se acerca a la creación del Génesis hebreo. Otra de las analogías y reminiscencias que presenta el mazdeísmo con respecto al Pentateuco hebreo es la afirmación de la caída originaria del hombre. En el Boundehesch, uno de los libros o fragmentos canónicos del mazdeísmo, después de narrar la tentación y caída del 1º hombre y 1ª mujer, en términos bastante parecidos en el fondo a la narración de Moisés, se dice:
En un cántico o himno, considerado por los orientalistas como uno de los fragmentos más auténticos de Zoroastro, se hayan las ideas fundamentales el filósofo persa: la bondad de Dios y maldad del anti-Dios, y la necesaria elección que debe hacer el hombre al respecto. En pocas palabras:
a.1) Mazdeísmo persa El mazdeísmo hacía consistir la moral en la pureza del pensamiento, palabras y obras; admitía la existencia de penas y recompensas en la vida futura, y rechazaba la idolatría y el antropomorfismo. Así es que, según el testimonio de Herodoto, no tenían templos, ni altares, ni estatuas de los dioses. El culto simbólico al fuego era dirigido a Ormuzd, como al dios del bien y de la luz, como dios único y verdadero. Pues es cosa era sabida: que Ahriman no poseía todos los atributos de la divinidad propiamente dicha, puesto que le faltaba la eternidad. Todo esto debe entenderse del mazdeísmo propiamente zoroástrico (o primitivo). Porque andando el tiempo, tras las guerras entre medos y persas, y merced al contacto con las tribus asirio-caldeas, el mazdeísmo sufrió grandes alteraciones en su filosofía especulativa y más todavía en la parte práctica (por medio del magismo y del culto de las divinidades asirias y caldeas). La dificultad de comprender y explicar el origen y existencia del mal, fue lo que arrastró a Zoroastro a abandonar sus tendencias monoteístas iniciales (que aparecen claramente en sus libros y en sus concepciones) para abrazar el dualismo (error fundamental de su doctrina). Y así, fue introduciendo Zoroastro junto a Ormuzd (principio del bien) a Ahriman (principio y causa del mal). La lucha entablada entre estos 2 seres representa y causa las vicisitudes de los seres y el movimiento de la historia, hasta que en el final de los tiempos el dios del mal (Ahriman) sea vencido y anulado por el dios bueno y eterno (Ormuzd). Así y todo, y tomada en conjunto la concepción zoroástrica, bien puede ser considerada como una de las más nobles y perfectas que produjo la razón humana abandonada a sus propias fuerzas, o, al menos, sin el auxilio de la revelación divina conservada en toda su pureza; porque en el mazdeísmo se descubren vestigios evidentes, aunque oscuros, de esa misma revelación divina. Las siguientes palabras de Lenormant contienen, en nuestro sentir y en resumen, la crítica general más exacta del mazdeísmo zoroástrico o primitivo:
La doctrina zoroástrica, en efecto, considerada en su pureza primitiva y con anterioridad a su amalgama posterior (con el magismo y las prácticas asirio-caldeas), responde a la elevación y profundidad de ideas, y, sobre todo, a la tendencia espiritualista que caracteriza y distingue a la raza aria. En el fondo de la concepción zoroástrica dominan y sobrenadan, por decirlos así, la conciencia moral y la razón, la idea de lo verdadero y de lo bueno, la tendencia ético-espiritualista y la especulación metafísica. Es probable que esta elevación y pureza de la doctrina zoroástrica fueran debidas a la revelación primitiva o a una restauración de la misma. Pero no por eso debemos rechazar ni negar la parte legítima de influencia que corresponde a la fuerza nativa del genio de los arios. Por lo demás, la obra de Zoroastro, como todas las obras humanas, también tuvo sus defectos con el paso del tiempo. Además de su monstruosa concepción de los 2 principios (o del dios-principio del mal), Zoroastro no se atrevió a romper con el politeísmo naturalista de sus conciudadanos, contentándose con modificar y moderar sus prácticas y supersticiones populares. Así que, andando el tiempo, la religión de Zoroastro degeneró fácilmente, hasta quedar reducida al culto del fuego y a las fórmulas ridículas y supersticiosas de la magia. b) La filosofía egipcia Las dificultades para separar la idea filosófica de la idea religiosa, en el mundo antiguo, adquirió mayores proporciones (bajo formas dispares y hasta contradictorias) en Egipto, donde la idea religiosa presentaba una forma popular y grosera de la mano del esoterismo e hieratismo. Porque, en efecto, a juzgar por el testimonio de Herodoto y de Diodoro con otros varios autores, inclusos algunos escritores eclesiásticos; a juzgar por algunas inscripciones interpretadas por Champollion y otros egiptólogos, y a juzgar, sobre todo, por algunos pasajes de los libros herméticos, la primitiva y real concepción religiosa del país de los faraones, entraña un teísmo espiritualista, bien que algo desvirtuado por desviaciones panteístas.
En armonía con estos pasajes de los libros herméticos (o sagrados) de los egipcios, éstos suponían o afirmaban que el Dios supremo (Amón) era anterior y superior a todas las cosas, y que éstas y toda existencia son emanaciones de la divinidad:. Como explica el neoplatónico Jámblico, en su De Mysteriis Aegytiorum:
Aunque es muy posible que Jámblico haya desfigurado algún tanto la concepción teológica del Egipto bajo la influencia de sus propias ideas neoplatónicas, no cabe poner en duda el fondo monoteísta de aquella concepción. Esta concepción unitaria de la divinidad, resto seguramente y reminiscencia de la revelación primitiva, se conservó en la clase sacerdotal más o menos pura por espacio de bastantes siglos, siendo muy probable también que esta enseñanza constituía el fondo principal de los misterios egipcios y de la sabiduría de sus sacerdotes, tan preconizada y utilizada por los filósofos griegos, y principalmente por Pitágoras y Platón[2]. Esta costumbre egipcia, de expresar las acciones por medio de los símbolos determinados (o por las propiedades y diferentes atributos) de la divinidad, se fue uniendo paulatinamente a las necesidades y exigencias del culto público. Y esto provocó que se fuesen introduciendo, cada vez más, infinidad de símbolos atribuidos a la divinidad (más o menos adecuados), cada uno de ellos con los atributos, propiedades y efectos atribuidos a cada divinidad. Bajo la influencia de la imaginación grosera del vulgo, y a sus tendencias antropomórficas, aquellos símbolos no tardaron en convertirse en divinidades, y en objeto de cultos idolátricos de toda especie. De aquí esa muchedumbre de dioses, esa extravagancia de cultos y esa disparidad de adoraciones, que hicieron de Egipto el país clásico de la superstición popular, bajo un cúmulo monstruoso de divinidades y prácticas antropomórficas y fetiquistas. Pero vayamos a la mitología egipcia, que comienza por la tríada primordial Amón (la divinidad), Nesth (la naturaleza) y Kneph (la inteligencia). Esa es la estructura del Ser Supremo, y de ella va descendiendo, por medio de un proceso interminable, y a través de tríadas múltiples, todo lo demás (desde los astros hasta los animales, las plantas y los elementos más inanimados). El carnero (símbolo de Atón) pasó a ser la encarnación de Atón, el toro (símbolo de Osiris) se convirtió en divinidad para el pueblo (el cual adoraba igualmente al chacal y al perro, símbolos de Anubis), el gato pasó a ser el símbolo de la luna, el cocodrilo pasó a ser símbolo del tiempo, el ibis pasó a ser símbolo de Hermes, el escarabajo pasó a ser símbolo del principio activo en la generación, la serpiente pasó a ser símbolo de Kneph, la palmera pasó a ser símbolo del año, la cebolla pasó a ser símbolo del universo (a causa de sus películas concéntricas y esféricas)... Esta extraña divinidad, que tenía un templo en Pelusa, es la que motivó el apóstrofe tan conocido y celebrado del poeta latino: “El sol, la luna, el zodiaco, el Nilo, y todo tipo de variados cuerpos, todos fueron objeto del culto idolátrico del pueblo egipcio”. No obstante, es bastante probable que estos diferentes símbolos, que la ignorancia y la superstición popular convirtieron en divinidades y en materia de todo tipo de culto, encerraran en su origen ciertas verdades doctrinales, que la filosofía griega presentó después como fruto de sus propias especulaciones. Vestigios de esto descubriremos en Tales, Pitágoras, Platón y tantos otros representantes de la filosofía helénica. Hasta el éter o fuego divino y animado de los estoicos, parece arrancar del Egipto, a juzgar por lo que Herodoto nos dice acerca de este punto[3]. b.1) Moralismo egipcio Si alguna parte de la doctrina del antiguo Egipto merece el nombre de filosófica, es su parte ética. Sin constituir un todo sistemático ni una ciencia racional, la moral egipcia es de las más puras y completas que presenta el paganismo, pudiendo decirse que en ella, como en la concepción unitaria de la divinidad, no es posible desconocer ciertos vestigios de la revelación adámica o paradisíaca. Por el contenido del Libro de los Muertos, uno de los libros sagrados de Egipto, y del cual se han encontrado varios ejemplares al lado de las momias, sabemos a ciencia cierta que la moral egipcia tenía entre sus prohibiciones taxativas la blasfemia, el engaño a otro hombre, el hurto, el asesinato, la traición, la excitación a motines o turbulencias y el mal trato a persona alguna con crueldad (aunque fuera propio esclavo). También se prohibían la embriaguez, la pereza, la curiosidad indiscreta, la envidia, maltratar al prójimo con obras o palabras, hablar mal o murmurar de otros, acusar falsamente, procurar el aborto, hablar mal del rey o de los padres. La prohibición de estas cosas (como malas) iba acompañada con varios preceptos acerca del bien obrar, entre los cuales resaltan los de hacer a Dios las ofrendas debidas, dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y algunos otros por el estilo. Como base y sanción de estas prescripciones morales, lo egipcios admitían la inmortalidad del alma y el juicio divino después de la muerte, con los premios o las penas correspondientes a las acciones practicadas en vida. Según Herodoto, lo egipcios fueron los primeros que profesaron el dogma de la inmortalidad del alma, pues afirmaban que cuando el cuerpo se descompone o muere, el alma pasa sucesivamente a otros cuerpos por medio de nacimientos o encarnaciones, recorriendo y animando los cuerpos de casi todos los animales de la tierra, del aire y del mar, hasta entrar otra vez en un cuerpo humano en un tiempo o momento dado. Una evolución (o transmigración) del alma que se verifica en el espacio de 3.000 años[4] (doctrina que, como hace notar el mismo Herodoto, adoptaron y aun presentaron como propia algunos filósofos griegos). Verdad es que en esta doctrina, lo mismo que en la que se refiere al teísmo unitario, se advierten desviaciones panteístas, y se halla además adulterada o desfigurada por la hipótesis de la mentepsicosis, hipótesis que puede a su vez considerarse como una reminiscencia adulterada del dogma de la resurrección final de los cuerpos. He aquí el resumen que de toda esta doctrina presenta el antes citado Lenormant, resumen que creemos el más ajustado a la verdad y a las conclusiones de la crítica histórico-egipcia. La creencia en la inmortalidad no se separó nunca de la idea de una remuneración futura de las acciones humanas, cosa que se observa particularmente en el antiguo Egipto. Aunque todos los cuerpos bajaban al mundo infernal (al Kerneter, según le apellidaban), no todos estaban seguros de alcanzar la resurrección. Para conseguirla, era preciso no haber cometido ninguna falta grave (ni en la acción, ni con el pensamiento), según se desprende de la escena de la psychostarsa (o acción de pesar el alma), escena representada en el ritual funerario y sobre muchos sepulcros de momias. El difunto debía ser juzgado por Osiris, acompañado de sus 42 asesores. Su corazón era colocado en uno de los platillos de la balanza que tenían en su mano Horus y Anubis. En el otro platillo se ponía la pluma de Maat (imagen de la justicia), y el dios Thoth anotaba el resultado. De este juicio, que tenía lugar en la “sala de la doble justicia”, dependía la suerte irrevocable del alma. Si el difunto era convencido de faltas irremisibles, era presa del monstruo Ammit (infernal, y con cabeza de hipopótamo) y era decapitado por Horus o por Smow (una de las formas de Set, en el cadalso infernal). El aniquilamiento del ser era considerado por los egipcios como el castigo reservado a los malvados. En cuanto al justo, purificado de sus pecados veniales por un fuego que guardaban cuatro genios con rostro de monos, entraba el pleroma o bienaventuranza. Y hecho ya compañero de Osiris (ser bueno por excelencia), era alimentado y recreado por éste con manjares deliciosos. Sin embargo, el justo mismo, como que en su calidad de hombre había sido necesariamente pecador, entraba en posesión de la bienaventuranza final a través de varias pruebas. El difunto, al bajar y entrar en el Kerneter, veíase precisado a franquear quince pórticos guardados por genios armados de espadas. No se le permitía pasar por ellos sino después de haber probado sus buenas acciones y su ciencia de las cosas divinas (es decir, su iniciación). Se le sujetaba además a rudos trabajos antes de llegar al juicio definitivo. Y debía cultivar los vastos campos de la región infernal, lo cual era considerado como una especie de Egipto subterráneo (cortado por ríos y canales). Veíase obligado además a sostener terribles combates contra monstruos y contra animales fantásticos, de los cuales no triunfaba sino armándose de fórmulas sacramentales y de ciertos exorcismos que llenan once capítulos del Ritual citado. A su vez, los malos, antes de ser aniquilados, eran condenados post-mortem a mil géneros de tormentos, y volvían a la tierra bajo la forma de espíritus malhechores, para inquietar y perder a los hombres: entraban también en el cuerpo de los animales inmundos[5]. La pureza y la perfección relativas de la moral entre los egipcios no tuvieron fuerza bastante para impedir la introducción, si no de castas propiamente dichas (como las de la India), sí de clases sociales estatales más o menos privilegiadas. Sabemos, por el testimonio de Heredoto, de Diodoro y otros antiguos historiadores, confirmado por los descubrimientos modernos, que la influencia político-social, los empleos, el gobierno y hasta la propiedad, se hallan monopolizados por la clase sacerdotal y la militar.
Los pastores, los
artesanos y los agricultores, que formaban el pueblo (la 3ª clase del estado), apenas tenían participación en las funciones públicas, ni
en la propiedad de las tierras o bienes raíces, siendo su condición bastante
análoga a la de los vayçias y çudras de la India. El gran principio de la igualdad de los hombres, lo mismo que el gran principio de la dignidad e independencia individual, eran desconocidos para la sociedad egipcia, por más que algunas de ellas vislumbraron algo de estas grandes verdades. Moviéndose fuera de la órbita de la revelación divina, e ignoraban lo que ésta enseña acerca de la unidad del origen y destino final de la especie humana. c) La filosofía hebrea No existió entre los hebreos, como tampoco existió entre los egipcios o los secuaces del mazdeísmo, una filosofía racional y científica (ni propiamente dicha ni sistematizada), si se exceptúan los últimos siglos de su historia nacional, en que aparecen algunos ensayos más o menos sistemáticos. En cambio, y gracias a la revelación divina, el pueblo hebreo conoció y poseyó un conjunto de verdades metafísicas, morales y político-sociales, que constituyen una filosofía muy superior, en cuanto a verdad y pureza de doctrina, a todos los sistemas filosóficos de las antiguas naciones y civilizaciones. Para convencerse de ello, bastará exponer sumariamente ese conjunto de verdades, comparándolas de paso con las ideas, máximas y práctica de otras naciones y pueblos. Enfrente del panteísmo indio, del dualismo persa, del ateísmo búdhico o del politeísmo egipcio, el pueblo hebreo, enseñado por la palabra divina, afirma la existencia de un Dios único, personal, vivo, eterno, trascendente, distinto y superior al mundo, inteligente, libre, omnipotente, infinitamente santo, justo y misericordioso para con el hombre. El dios del brahmanismo sacaba al hombre de su propia sustancia (o mejor dicho, el mundo y los seres eran fenómenos y evoluciones de la sustancia divina). Y el dios del mazdeísmo acabó sustituyendo su unidad por el dualismo. Sólo el pueblo hebreo, iluminado por Dios, supo y afirmó que el mundo y los seres que lo constituyen fueron producidos y sacados de la nada en cuanto a toda su sustancia (creación ex nihilo), mediante la acción omnipotente, libre e infinita de Dios. Dios, pues, es principio y causa del mundo y de todos los seres. Y no sólo en cuanto a su forma, distinción y orden, sino también en cuanto a la materia. Por consiguiente, es la causa, principio y razón suficiente de todo lo que constituye el universo y el mundo, sin que por eso el mundo sea parte de su sustancia, ni Dios dependa en nada del mundo (sin el cual, ya existió desde la eternidad). Hasta los nombres mismos y las definiciones que la Escritura atribuye a Dios (“Qui est”, “Ego sum qui sum”), entrañan y revelan un concepto de la divinidad muy superior al que ofrecían los demás pueblos, aun los más civilizados. Dios es autor, creador y padre común de todos los hombres. Y éstos, sin distinción de razas, pueblos ni personas, son iguales entre sí, porque fueron creados a imagen y semejanza de Dios (“faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram”, “ad imaginem quippe Dei factus est homo”). Así mismo, los hombres son hermanos e iguales, y reina entre ellos una fraternidad humana universal. Porque son hijos del mismo padre terreno y celestial, porque llevan impreso el sello divino y porque están todos destinados a la vida eterna en Dios. Excusado es llamar la atención acerca de la superioridad de esta doctrina sobre las doctrinas de los demás pueblos de su época, en los cuales, aparte de la esclavitud, dominaba el régimen de castas bajo una forma u otra. La inmortalidad del alma, el premio o castigo después de la muerte, y hasta la resurrección del cuerpo, son verdades terminantemente consignadas en la Torah (libro sagrado judío), en su Qoelet (libro sapiencial judío) y en varios momentos de su historia (libros de Job y de los Macabeos), como hizo al narrar el martirio de 7 hermanos judíos bajo el opresor injusto. Para Manú, el mal tenía su origen de Dios. Zoroastro buscó su origen en un 2º dios (opuesto al Dios del bien). Moisés enseña que el mal tiene su origen en el abuso de la libertad concedida a los ángeles y a los hombres, como única teoría conciliar entre la bondad infinita y creadora de Dios, y la existencia y el origen del mal moral. c.1) Fraternidad hebrea La moral de los demás pueblos antiguos contenía siempre una gran cantidad de máximas y reglas. La moral del pueblo judío quedó compendiada en los 10 preceptos del Decálogo, como expresión práctica de la ley natural. Unos preceptos que excluyen toda inmoralidad y toda tendencia idolátrica o politeísta, y se coloca a distancia inmensa de todos los códigos morales de los demás pueblos, al establecer como 1º precepto y base de todos los demás, el amor de Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo. En la India, en el Egipto y en la Mespotamia, la propiedad y el dominio de la tierra venían a ser derechos casi exclusivos de ciertas castas o clases sociales. La nación de Israel, en cambio, fue dividida entre todas las tribus y familias de iguales, en igualdad universal de derechos. Como decía Dios a Moisés:
Y para que esta igualdad no desapareciera con el tiempo, se instituyó el año sabático o quincuagésimo, consistente en la devolución de propiedades enajenadas a sus primeros dueños. Es muy común decir que el gobierno del pueblo israelita fue teocrático, por el reconocimiento que el pueblo judío hizo del dominio supremo de Dios sobre todo reino y sobre todo el mundo. Mas con más propiedad habría que hablar de la teocracia de Egipto, Asiria y Babilonia Caldea, cuyos reyes recibían apoteosis (lit. deificación) en vida, y recibían culto divino con estatuas, templos y todo tipo de manifestaciones idolátrico-teístas. Pues todas esas cosas no sucedían con los jefes y reyes del pueblo judío. Como escribía el pastor protestante Brunel:
Excusado parece añadir que la condición de libertad de la mujer, del hijo y del esclavo entre los judíos, era muy superior y muy diferente de la que tenían entre las naciones que carecían de la luz de la revelación mosaica, y que tanto en esta parte como en otros muchos puntos, el mosaísmo fue la preparación del cristianismo y el prólogo del evangelio. La filosofía y la moral del pueblo judío (de Moisés, de los sabios y de los profetas) se vieron seriamente amenazadas cuando Jesucristo se propuso restituirlas a su pureza primitiva, y completarlas de cara a ofrecerlas a toda la humanidad. En efecto, Jesús no trató de eliminar ni una sola letra o tilde de esa ley, pero sí que enseñó a llevarla a la práctica en espíritu y en verdad, como camino sabio de la vida. .
_______ [1] “Primus Deus ante ens et solus, pater est primi Dei quem gignit manens
in unitate sua solitaria, atque id est super intelligibile. Ille enim major, et
primus, et fons omnium, et radix eorum quae prima intelliguntur et
intelligunt, scilicet, idearum. Ab hoc utique Uno, Deus per se sufficiens seipsum
explicavit:
ideoque dicitur per se sufficiens sui pater, per se princeps. Est enim hic
principium, Deus deorum, unitas ex uno super essentiam, essentiae
principium; ab
eo enim essentia, propterea pater essentiae nominatur. Ipse enim et superenter
ens intelligibilium principium” (cf. JAMBLICO, De
Mysteriis Aegyptiorum, Roma
1552, p. 154). [2] “Pythagoras,
Plato, Democritus, Eudoxus et multi alii ad sacerdotes Aegyptios accesserunt.
Pythagoras et Plato didicerunt philosophiam ex columnis Mercurii in Aegypto” (cf.
JAMBLICO, De Mysteriis Aegyptiorum, Roma 1552, p.
5). [3] “Egyptii
vero censent, vivam belluam esse ignem, quae devoret quidquid nacta sit, tum
pabulo satiata, simul cum eo quod devoravit, moriatur” (cf. HERODOTO, Historia,
III, 16). [4] “Primi
etiam fuerunt Egyptii, escribe Herodoto, qui hanc doctrinam traderent, esse
animam hominis immortalem, intereunte vero corpore, in aliud animal quod eo ipso
tempore nascatur, intrare: quando vero circuitum absolvisset per omnia terrestra
animalia, et marina, et volucria, tunc rursus in hominis corpus, quod tunc
nascatur, intrare: circuitum autem illum absolvi tribus annorum millibus. Hoc
placito usi sunt deinde nonnulli e Graecorum philosophi, alii prius, alii
posterius, tanquam suum esset inventum, quorum ego nomina, mihi quidem
cognita,
llitteris non mando” (cf. HERODOTO, Historia, II,
123). [5] Según se ve por lo dicho, añade Lenormant, el sol personificado en Osiris constituye el fondo o tema de la metempsicosis egipcia. De Dios que anima y mantiene la vida, se convertía en Dios remunerador y salvador. Hasta se llegó a considerar a Osiris como el compañero del difunto en su peregrinación infernal, como el genio que tomaba al hombre cuando descendía al Kerneter y le conducía a la luz eterna. El difunto hasta concluía por identificarse completamente con Osiris, por fundirse en cierto modo con su sustancia, hasta el punto de perder su propia personalidad (cf. LENORMANT, F; Manual de Historia Antigua del Oriente, ed. Levy Films, París 1869, I, 4). |