Los fracasos de la Razón

 

Huelva, 1 octubre 2019
Rafael Gómez, doctor en Derecho

            El cristiano en situación minoritaria y en contra de la corriente puede prepararse a oír, no una, sino cientos de veces, y presentada con diversas salsas, una afirmación que en Occidente tiene fecha concreta de nacimiento: el siglo XVI. Desde entonces empieza a generalizarse, en los círculos intelectuales, una idea que, reducida a su expresión más simple, puede enunciarse así: la religión es el resultado de la ignorancia del hombre sobre el mundo y sobre él mismo; el crecimiento de las ciencias naturales y de las ciencias humanas y sociales significará un paralelo desaparecer de la religión, porque el hombre no tendrá ya necesidad de atribuir a Dios los enigmas del universo; los habrá resuelto.

            Esta posición está inspirada en el más intransigente de los racionalismos: todo tendría una explicación racional, científica, aunque las ciencias serán más complejas, más interdependientes de lo que se piensa de ordinario. Racionalismo porque se admite que podrá llegar un día en el que el núcleo todavía imprecisado de lo cognoscible será el terreno practicable de lo conocido. Se tardará más o menos; siglos, épocas enteras. Pero podrá llegarse, si no sobreviene antes la catástrofe.

            En esa afirmación, que es central en el racionalismo, se descubre ya la primera falla. Lo expresaría así: no existe un racionalismo completo; todo racionalismo, mientras está en el estadio de no conocer aún todo, necesita una fe. Concretamente, la fe en que todo es cognoscible y en que se podrá conocer. Este acto de fe referido al futuro no está solo. Antes se da un acto de fe referido al pasado y al presente. Se cree que el progreso y la evolución de las explicaciones científicas han dada cuenta, hasta ahora, de la realidad. Se sabe que todavía falta, pero se afirma que, hasta ahora, todo lo cognoscible ha sido conocido.

            Esa afirmación no puede presentar su propia prueba. El conocimiento humano no está dotado de una señal luminosa que se encienda, advirtiendo que todo lío cognoscible ha sido conocido. No hay, como en las máquinas de escribir, un sonido de campanilla para señalar que se ha llegado al final. El hecho de que los conocimientos científicos resulten válidos en el ámbito de lo que conozco, no significa que de ese objeto he conocido ya todo. La ciencia avanza no tanto porque conoce nuevos fenómenos, sino principalmente porque vuelve atrás para poder explicar lo que hasta entonces no explicaba.

            De ahí una pregunta insidiosa: ¿se puede saber todo lo que ha quedado atrás? No ya saberlo en detalle, sino confusamente, calcular más o menos las proporciones de ese todo. Nadie ha respondido de modo satisfactorio a esa pregunta. La ciencia necesita un acto de fe a parte ante y otro a parte post: avanza entre dos incertidumbres y dos inseguridades.

            Si a esto se añade la irreductible irracionalidad de numerosos comportamientos humanos (pasados, presentes y, no se sabe por qué no, también futuros), la valencia multiforme de la libertad, la precariedad del tiempo que pasa (hay un tiempo limite para poder entender los fenómenos históricos porque, una vez pasados, sólo caben aproximaciones a posteriori), se puede vislumbrar que la ciencia, antes de querer desbancar a la religión, deba ajustar sus propias cuentas, que son todo, menos claras y rectilíneas. El ansia o la pasión de algunos científicos por desbancar a la religión del universo humano dista mucho de ser una actitud científica: es una pasión precipitada, no fundada, irracional, porque carece de las bases totales y seguras que permitirían el destronamiento.

            Confinar la religión al terreno de la ignorancia es una actividad presuntuosa, que no se da cuenta de cuánta ignorancia asume como ciencia. Newton dijo en una ocasión: Me parece que yo he sido como un niño a la orilla del mar, divirtiéndome al encontrar de vez en cuando una piedrecita más lisa o una concha más hermosa que las habituales, mientras que el gran océano de la verdad estaba delante de mi, inexplorado. El tema es ése: que ni siquiera se sabe dónde termina el gran océano de la verdad. Las fuentes del Nilo, después de muchos intentos, fueron finalmente descubiertas. Las fuentes reales, unívocas de la explicación científica del Universo, son inaccesibles en su totalidad, porque pasan por el hombre, microcosmos más inexplorado e inexplorable que el macrocosmos. La ciencia (escribió Víctor Hugo, en su obra teatral Shakespeare) es ignorante y no tiene derecho a reírse: debe siempre esperar lo inesperado.

            El racionalismo es mistificación, juego de prestigio que se propaga hasta que no se conoce el truco. El truco es su punto de partida no explicado, irracional, como una caricatura del acto religioso de fe. Mientras la ignorancia se reconozca como tal (la "docta ignorancia" de la que hablaba Nicolás de Cusa), es posible el progreso científico; de hecho, así ha avanzado y avanza la ciencia. Pero esta actitud coherente es mantenida por muchos sólo en el ámbito de la propia parcela; respecto al ámbito de los fenómenos religiosos (que son reales, comprobables), hay gente que reza a Dios y adopta la actitud del todo resuelto, aunque evidentemente sin decir cómo.

            Resulta que siguen existiendo hombres que adoran a Dios, al que reconocen trascendente y creador del mundo y del hombre, a pesar del psicoanálisis de Freud, del materialismo histórico de Marx, del estructuralismo antropológico de Levi Strauss. ¿Cómo es posible? Por una parte, Dios es más antiguo que Freud, Marx y Lévi Strauss; era ya adorado cuando éstos no habían nacido y lo seguirá siendo cuando éstos se hayan reintegrado, si son ciertas (que no lo son) sus propias teorías, al mundo inorgánico, tierra en la tierra, sin esperanza de alma. Pero, además, ni la ciencia de Freud, Marx, Lévi Strauss (los utilizo para ejemplificar, porque la serie de científicos es muy amplia, pero éstos son monstruos sagrados) ha logrado decir, de modo que sea evidente: He aquí, resuelto el enigma del universo. Hablando de ciencia se necesita una prueba experimental, inequívoca definitiva. Si se da sólo una apreciación que hay que creer fiados en la autoridad de los que la formulan, no hay ciencia, sino un sustitutivo humano de la religión. Dirían: Creed en mi, no en Dios; fiaros de mí y seguidme, porque yo he resuelto el enigma del universo.

            Ante el tópico de la ciencia que desbanca a la religión, ganando espacios de explicaciones científicas definitivas, el cristiano puede responder, con absoluta tranquilidad científica de conciencia, que fe por fe, la fe en Dios. Esta fe en Dios ni quita ni impide la ciencia. La ciencia, como presunta fe, pretende quitar a Dios.Melius est abundare quam deficere, mejor es que sobre que no que falte. La naturaleza es generosa; el hombre está hecho para que funcione con dos riñones, a pesar de que puede vivir con uno solo. Amputar al hombre algo como la religión es, par lo menos, y visto humanamente, cerrarse un camino. Táctica de mal estratega.

a) La ciencia, elaboración humana

            Lo que puede suprimir la religión de la vida de un hombre o de grupos humanos no es la ciencia. Al contrario, la ciencia como actividad humana, en la que entran en razón, la imaginación, el esfuerzo diario, descubre en sí misma caracteres de impotencia y de limitación, de humildad, que hacen viable, por parte del hombre, el reconocimiento de su dependencia respecto a Dios. La ciencia que infla (cf. 1 Cor 8, 1) es la gnosis general, el ignorante pensarse sabiéndolo todo, cuando se desconoce lo más importante. Incluso se puede decir que la ciencia moderna, con el método experimental, la formulación de hipótesis y las pacientes experiencias para verificar o falsificar (declarar falsas) esas hipótesis, pone al hombre en mejores condiciones para reconocer su incorregible ignorancia. Basta con que el hombre se dé cuenta de que el experimento (instrumento para probar las hipótesis) no puede tener la misteriosa virtud de decidir sobre la existencia o inexistencia de realidades como Dios, el alma y la vida futura.

            La ciencia moderna experimental infla cuando el que la cultiva adquiere, por razones no científicas, el orgullo de pensarse, como un dios mortal, juez supremo de la verdad y de la falsedad, del mal y del bien. Del mismo modo inflaba la ciencia antigua. No es la ciencia la que infla, sine el hombre: él es el que se infla tomando ocasión de la ciencia, como del arte o de la política o incluso de la moral.

            No hay necesidad de complicar a la ciencia en el impotente desbancamiento de Dios. Un ignorante en todos los sentidos, un completo analfabeto en humanidad podría proclamar ese desbancamiento con las mismas palabras que un eminente científico. Basta con que se forje la extraña ilusión de ser él (uno entre millones en la larguísima historia del mundo) el oráculo definitivo e irrevocable. Como Marx cuando escribe, en un año concreto, en 1848, sin el menor pudor, esta ley general y absoluta: La historia de todas las sociedades existidas hasta ahora es la historia de la lucha de clases (cf. Manifiesto comunista). Fausto era más humano: Feliz aquel que aún puede hacerse la ilusión de salir de este mar del error. Lo que no se sabe es precisamente lo que nos haría falta.

            La proclamada incompatibilidad entre la ciencia y la fe (en Dios) no puede existir por parte de Dios, autor del mundo y autor del hombre que construye la ciencia. Sólo podría existir si la ciencia se constituye en Absoluto, como Dios. Pero la ciencia no es Sujeto, sino construcción, elaboración del hombre. Detrás de la expresión la ciencia, incompatible con la fe se esconde esta otra: el Hombre que se autoconstituye en Dios.

            Una oposición radical (hasta sus últimas consecuencias) sólo se da entre sujetos. Aunque la expresión no sea apropiada, se puede decir que el Sujeto Dios no se contrapone al sujeto hombre: lo ha creado par amor y lo sigue amando; aspira a la unión, no a la contraposición. Pero el sujeto hombre puede rechazar ese ofrecimiento (ésa es la realidad, que aturde, del pecado) y oponerse al Sujeto Dios. En esa tarea el hombre ha utilizado y utiliza diversos procedimientos. El más sutil e indirecto es anteponer la ciencia, como diciendo: no soy yo el que quiere oponerse, es la ciencia la que se opone, de por sí, a la posibilidad de Dios. Entonces necesita revestir a la ciencia de atributos magníficos, de posibilidades infinitas, de potencialidades divinas. Cosas todas que la ciencia, en su limitación, no tiene, porque, como se vio antes, la ciencia que el hombre puede elaborar navega entre dos incertidumbres, entre no poder explicar lo de antes y no poder ni siquiera decir qué es lo que falta todavía. Por eso, detrás de la fórmula la ciencia de por si se opone a la posibilidad de Dios se cela un sencillo y primario: yo me opongo a Dios, porque no quiero que exista, porque me molesta, porque si Dios existiese yo no sería lo definitivo.

            No es asunto de la razón, sino de la voluntad. Las oposiciones en nombre de la Ciencia esconden posiciones de voluntad: el no quiero que Dios exista.

b) "Dios me molesta"

            Nadie mejor que Nietzsche ha mostrado la voluntad de potencia, el Dios me molesta, que es el término real de la afirmación científica acerca de la incompatibilidad razón y fe. Nietzsche murió en 1900, pero los años transcurridos desde entonces no han visto la aparición de ningún fenómeno intelectual diverso del que él detectó con la clarividencia del paranoico.

            Mucho antes de que una efímera bibliografía difundiese el slogan de la muerte de Dios, Nietzsche había escrito en un conocido texto del Gaya Ciencia: ¿A dónde ha ido Dios? Yo os lo diré, lo hemos matado nosotros: vosotros y yo. Todos nosotros somos sus asesinos, Dios ha muerto, Dios está muerto. Esta escenificación de Nietzsche se conecta con otras palabras del Así hablaba Zaratustra: Hermanos: este Dios, que yo he creado, era obra y locura del hombre, lo mismo que todos los dioses. Matar a Dios equivale a descubrir que no puede haber Dios. ¿Por qué? Si hubiera dioses, ¿cómo iba a poder aguantar yo no ser dios? Luego no hay dioses (cf. Así hablaba Zaratustra).

            Eric Voegelin ha recordado en ciencia, política y gnosticismo una leyenda de la Kabala judía, que surge a finales del s. XII y principios del s. XIII, en la que aparece ya la muerte de Dios por obra del hombre, precisamente suplantándolo: Dios ha creado a vosotros a su imagen y semejanza. Pero cuando vosotros hayáis creado, como Él, un hombre, dirán todos: No hay Dios en el mundo fuera de estos dos (del hombre creador y del hombre creado). Pero la leyenda es más antigua, aunque cambie el clima en el que reaparece de vez en cuando. En una pequeña obra de Plutarco (en el siglo I), De Oraculoram Defectu, se lee: Epiterse narraba que una vez, embarcándose en dirección a Italia en una nave cargada de ricas mercancías y llena de una turba de pasajeros, hacia el atardecer, encontrándose cerca de las islas Equinades, se paró el viento. La nave iba de un lado a otro, en dirección incierta. Hasta que se acercó a Patxos. De pronto viniendo de la isla, se escuchó una gran voz, que dijo: Tamo (piloto de la nave), cuando llegues a Palide anuncia que el grande Pan ha muerto. Pan no es aquí el pequeño dios de la mitología civil grecorromana, sino la personificación de lo divino. Oscuro permanece el sentido de este pasaje de Plutarco, pero no es demasiado aventurado ver en él un ejemplo más del inútil intento de anunciar la muerte de Dios.

            Nietzsche se hace eco de ese deseo deicida del hombre, porque Dios le molesta. ¿Qué quedaría por crear si existiese Dios?. Pero denunció ya, anticipadamente, la vana pretensión del hombre de matar a Dios por medio de la ciencia. Para matar a Dios hace falta, en Nietzsche, un acto positivo de voluntad: ensangrentarse las manos. Ponerse como Superhombre más allá del bien y del mal. En la Gaya Ciencia, el hombre extravagante que anuncia la muerte de Dios dice: “Llego demasiado pronto, aún no ha llegado la hora. Este monstruoso acontecimiento está todavía en camino y avanza. Los hechos requieren tiempo, aun después de haber sido llevados a cabo, para ser vistos y oídos. Este hecho está todavía demasiado lejos, aun más lejos que la más lejana de las estrellas. Y, sin embargo, han sido ellos los que lo han cometido" (el deicidio).

            La tragedia (que en Nietzsche hace locura, delirio mental) es que el hombre ni puede convertirse en Superhombre ni puede matar a Dios. Cuando intenta (verbalmente) matar a Dios, lo que muere es el hombre, a manos de lo que entonces resulta: la dominación de un déspota humano. Las consecuencias de una ciencia o de una técnica que borra las fronteras de la personalidad, que esclaviza masificando.

            Renunciando al misterio de Dios no quedan patentes los enigmas del universo. Al contrario, se desencadenan fuerzas oscuras, antirracionales. La ciencia humana no salva; simplemente pone en manos del hombre instrumentos que pueden resultar de utilidad o de perversión. La tragedia del hombre al que Dios molesta es que no puede, par más que lo intente, desbancar a Dios. Dios no es tocado par la ilusoria esgrima del hombre que con El se enfrenta. Dios resiste al soberbio, como dice la Escritura, en el sentido de que es intangible. El arma que se dirige contra Dios se invierte hiriendo al hombre. Resulta indiferente que ese arma sea la filosofía, la ciencia o la organización política de la sociedad. Dios, según la Escritura también, no pierde batallas; con el transcurso de los siglos su brazo, su poder, no se empequeñece.

            Si se tuviera un poco de racional serenidad para analizar lo que ocurre a nuestro alrededor (el torrente de sucesos y de opiniones en este cansado siglo), podría quizá llegarse a esta comprobación: el hombre se ha quedado sin nada en qué creer, salvo en Dios.

            Esto es apologética de la peor especie, dirá alguno. ¡Y en una época secularizada! Aparte de que si la época estuviese secularizada haría falta más que nunca la apologética, no se trata de eso, sino de una sencilla verificación. Al venirse abajo el mito de la ciencia, el hombre se ha dedicado a construir la ciencia de los mitos. Con incoherencia, porque si se echa abajo el mote de la ciencia, no es científico mitificar la ciencia de los mitos.

c) La razón, fiada sólo en sí misma

            Cuatro largos siglos ha durado la aventura. Empezó, par señalar un inicio convencional, con Francis Bacon y su famoso saber es poder. Siguieron Los enciclopedistas del s. XVIII, que reconocían (testigo Diderot) la paternidad baconiana. Vino a continuación el positivismo de Comte, y su apriorística Ley de Los Tres Estadios: el religioso, el metafísico y el científico. Marx, con un socialismo autoproclamado científico, pagó también el tributo.

            Una matriz común: el Hombre, con el arma potente de la ciencia, resuelve los enigmas teóricos y prácticos del universo (“y es consciente de que los ha resuelto, añade Marx). Ese hombre estaba concebido como racional al cien par cien; aferrada la ciencia (que es flor y fruto de la razón), todo cuadraría. Si se da con la verdadera tecla de la Historia, el rompecabezas humano se transformará en un ordenado mosaico.

            A lo largo de ese itinerario no faltaron voces avisando que “el hombre no es tan racional como parece”, que la ciencia es sólo un instrumento”, que la razón no lleva sin más a la libertad ni la libertad escoge siempre lo racional. Era inútil. Hegel, cuya máscara doctoral asoma entre los proletarios harapos de Marx, había concluido que "todo lo real es racional" y que a través de las pasionales aventuras del Espíritu Absoluto se caminaba indefectiblemente hacia la resolución de la alienación.

            Las posiciones verbales eran (como de costumbre) impotentes contra otras posiciones verbales. Tuvo que ser la realidad, la historia concreta, la que desmontase todo el andamiaje. Si el hombre es tan racional ¿por qué Robespierre y el Terror, la trata de esclavos, la matanza del 1914-1918, Lenin, Hitler, Stalin, Hiroshima, Vietnam...? Sólo por referirse a lo público, porque quedaban millones de crueldades cotidianas y privadas.

d) Fracasos del progreso material

            La ciencia que iba a resolver todo era la reunión de las ciencias naturales, además de las matemáticas que es su lógica. Se esperaba que las aplicaciones de la física, la química, la biología, la mecánica... significasen el trampolín para el salto cualitativo: una nueva humanidad. Todas esas ciencias avanzaron y lo siguen haciendo. La faz del mundo ha cambiado. Se ha ido a la Luna. Los transportes han evolucionado en forma difícilmente imaginable por nuestros abuelos cuando eran jóvenes. No está en duda el progreso, en sí, de las ciencias. Lo que se ventila ahora es una pregunta casi cruel: ¿sigue siendo verdad que baste el progreso científico para asegurar el salto cualitativo?

            Muchos han respondido ya que no. Aumentan los vuelos aéreos, pero también los secuestros de aviones y la actividad de los piratas del aire. Aumenta el potencial bélico, pero hay una conferencia sobre el desarme, que desgrana sus aburridas propuestas en las aguas tranquilas del lago de Ginebra. El oro negro de los pioneros americanos es hoy el oro escaso concentrado en manos árabes. La mayor riqueza que trae consigo el crecimiento industrial no se reparte ipso facto, equitativamente, entre toda la familia humana. Los tractores se construyen ya con una perfección exquisita, pero en muchos rincones de la tierra se sigue clavando el antiguo arado romano. La lista de los países, ordenados según la renta per capita, empieza en 7.000 y termina en 200. No baste el progreso productor de riqueza. Hace falta la voluntad real de distribuirla. Muchos quisieran hacerlo, pero año tras año todo sigue igual.

e) Fracasos de la programación sociológica

            La ciencia natural aristotélica fue enterrada ya por Galileo, y no es probable que levante cabeza. Pero cuando Aristóteles escribe que es mejor para el estado, y es más democrático, que un gran número de personas participe en los cargos públicos, la afirmación continúa vigente, aunque siga, generalmente, irrealizada.

            Desde el s. XIX se es consciente de la grandísima ignorancia humana sobre el comportamiento social humano. De esa comprobación arranca el despegue y el auge de las ciencias humanas y sociales: economía, psicología, sociología, lingüística, antropología cultural, demografía, urbanística, etnología... Respecto a esas ciencias se viven hoy las ilusiones de Descartes sobre las matemáticas y las de Kant sobre la física. Se piensa que ahora sí: una vez adueñado el hombre de los mecanismos de estas ciencias podrá dirigir el progreso, modelar los comportamientos, redistribuir la riqueza y organizar la población.

            Esta creencia ha pasado por tres mementos: Primero, el de la frenética aplicación del método experimental y de la cuantificación a las ciencias humanas y sociales; segundo, el de la desilusión ante los escasos resultados, la pluralidad de cifrarlos incompatibles, la inutilidad de tantas investigaciones, la escasa capacidad de previsión; tercero, el nuevo encenderse de la ilusión, confiando esta vez en las matemáticas cualitativas y en un método que parece el ábrete, sésamo, el estructuralismo.

            Los nuevos especialistas han perdido la ingenuidad de los científicos decimonónicos. Se han vuelto escépticos. Han concluido que la mejor manera de no mitificar de nuevo la Ciencia es trabajar científicamente en la explicación de los mitos. El destructor del racionalismo ilustrado, Freud, había concluido que el hombre es sólo un impenitente fabricante de mitos y de sueños...

            Esta posición de Freud ha encontrado una singular fortuna. Es el postulado básico de una gran parte de científicos sociales. Como postulado, no ha sido demostrado ni experimentalmente (no sería posible) ni filosóficamente. Está sólo puesto. Ex auctoritate. ¿Por qué es así? Freud dixit, lo ha dicho Freud.

            La ciencia social se aplica entonces a inducir leyes, tendencias, frecuencias, probabilidades entre los fenómenos sensibles, experimentables. Y, en su caso, a detectar la aparición de un mito, su desaparición o las circunstancias económicas, logísticas, industriales que explicarían el surgir del mito. Aceptado extra-científicamente que el hombre no hace sino fabricar mitos, la ciencia social discierne la matriz común, los clasifica, dejando así libre el camino para hacer ciencia. Es la panacea: desde ahora se nos va a decir, sin posibilidad de error importante, en qué casos somos racionales y en qué casos estamos siendo arrastrados par el mito. No que el mito sea malo (¡lejos de la ciencia cualquier juicio de valor!); es un fenómeno más, pero es bueno conocerlo.

            Y sin embargo, también esta ciencia tiene su talón de Aquiles. Habiendo aceptado extra-científicamente que el hombre es un empedernido constructor de mitos, no puede borrar de nosotros esta sospecha: la ciencia social panacea, ¿no será un enésimo mito? Al mito de la ciencia (colección de ciencias naturales), ¿no habrá seguido el mito de la Ciencia social?

            Ya vimos que los modernos científicos sociales no son ingenuos, sino críticos, es decir, escépticos. No piensan que la ciencia de la política llegará a presentar un modelo realizable de perfecta ciudad. No piensan que una sociología general dará cuenta de todos los fenómenos sociales. Se contentan con decir que; al aumentar los fenómenos estudiados, estará a disposición del hombre mayor clarividencia, un paso más en el progreso de lo racional.

            Pero el escepticismo es aparente. La afirmación lo más que se puede decir es..., si se presenta como lo último, aspira a sentarse en el solio supremo de las cosas humanas (y sólo se admiten cosas humanas). Digamos que es un autócrata, pero no tiránico, sino condescendiente. No un monarca absoluto, sino un monarca relativo. Pero ¡ay del que se rebele! Será arrojado a las mazmorras destinadas a los reaccionarios, aunque contarán (también allí) con un científico social especialmente dedicado a estudiar el fenómeno.

f) Elaboración de nuevos mitos

            ¿Dónde está el truco? El truco está en admitir una sola fuente de mitos: la inconsciente ignorancia o la incapacidad científica de explicar la realidad. Cuando los hombres no conocían científicamente los efectos a la vez benéficos y destructivos del Sol sobre la Tierra, al experimentar su bondad o su ira, deificaron al Astro Rey. Así surge, entre los científicos sociales (el ejemplo es sólo un ejemplo), la rapidísima equiparación entre ignorancia, sentimiento de dependencia, mito y religión.

            Sin embargo, existe un caso prolongado y constante de lo contrario: el mito de la ciencia natural y de sus aplicaciones técnicas. No nace de la ignorancia, sino del conocimiento científico y de una insistente afirmación del hombre contra Dios. Quien fabricó ese mito no era un aborigen australiano, sino el hombre adulto y conocedor de los enigmas del Universo. Podemos llegar así a una afirmación, paradójica, es decir, contradictoria sólo en apariencia: Los mitos no nacen sólo de la ignorancia; nacen también de la ciencia.

            Sólo el reconocimiento de la propia ignorancia, de la inexhaustividad de la realidad por media de la ciencia (de cualquier ciencia) permite no caer en esa anticipación errónea que da origen al mito. No hay diferencia esencial entre el mito surgido en el pueblo primitivo que deifica al Sol y el mito del científico social que mitifica la estructura, la lucha de clases o la nueva genética. En los dos casos se registra un aquí está todo, que se consolida como mito. En la ciencia actual el proceso es más complicado (somos ya adultos), pero la matriz es idéntica: pararse antes de tiempo, no continuar preguntándose, forzar la historia para que quepa en los esquemas preconvenidos.

            Para Freud, el hombre es un fabricante de sueños. Pero el conjunto de la antropología freudiana, a la vez que vela el racionalismo ilustrado, es una muestra palmaria de ese racionalismo. El sueño de la razón produce monstruos, escribió Goya debajo de uno de sus dibujos. Los sueños de las ciencias sociales producen mitos, porque son sueños de un hombre que se piensa como lo último en la escala de las cosas existentes.

e) La religión, desmontadora de mitos

            La religión es todo lo contrario. Es el conocimiento y la inteligencia de que no somos lo último ni somos el origen. El origen es Dios. Porque conoce a Dios, el hombre es capaz de no fabricar mitos (ídolos), de experimentarse incompleto, aunque con la posibilidad de engañarse pensándose completo. Las creaciones humanas (arte, ciencia, política, economía) le aparecen entonces como productos y, en su caso, como instrumentos. Nunca como absolutos, porque hay un solo Absoluto, que es Dios.

            Desde esa perspectiva se conoce y se valora el progreso de las ciencias, de las naturales y de las sociales. Se experimenta su capacidad de explicación y su limitación. Es un trabajo constante, interminable, gracias a que, en ningún momento, es mitificado. El hombre pierde la fe en la ciencia, para aumentar su confianza en ella: una confianza nunca segura. Y con la pérdida de la fe en la Ciencia el hombre está en condiciones de abandonar el último mito. Se queda sin nada en qué creer, salvo en Dios.

            Reconocido el único Absoluto, el curso concrete de la historia es relativizado. Y gracias a esa relativización (no se confunda con el relativismo), es posible impedir que poco a poco suba al firmamento un nuevo mito político, científico o cultural. Todo esto no es apodíctico; es una posibilidad que no se impone sola. En cualquier caso, la fe en Dios, lejos de favorecer las mitificaciones, las evita de raíz.

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  Act: 01/10/19       @fichas de reflexión            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A