El Valor de las Circunstancias

 

Tarragona, 1 diciembre 2019
Antonio Orozco, catedrático de Filosofía

            Es concluyente a nivel lógico y racional que, a pesar de su relatividad, el bien es algo objetivo, con independencia de su particularidad o de mi opinión. Pero para que un acto humano sea moralmente bueno:

-ha de tener como objeto algo bueno, ordenado al fin próximo y último de la persona;
-ha de ser realizado con intención auténtica, real y rectamente ordenada.

            El acto externo (objeto) y el acto interno (intención) son como dos caras de la misma moneda, dos aspectos de un mismo acto. Para que una moneda sea buena, de modo que valga lo que anuncia, es preciso que sus dos caras (no una sola) sean buenas y no falsas. Bastaría que una cara fuese falsa para que toda la moneda lo fuera. Así también, para que un acto humano sea moralmente bueno, es necesario que tanto el objeto como la intención sean buenos. Intención y objeto son, por eso, dos principios fundamentales de moralidad.

            Ahora bien, ¿basta la consideración conjunta del objeto y de la intención para calificar con exactitud la moralidad de un acto humano?

a) Lo esencial y lo circunstancial

            La ética católica ha advertido siempre que se debe contar con otro principio o fuente de moralidad, que si no es fundamental es, sin embargo, importante, y a veces mucho.

            Todo acto humano se realiza entreverado con una serie de circunstancias que aumentan o disminuyen su propia bondad o maldad. Lo sustancial es el complejo objeto + intención del acto; pero toda sustancia existe sustentando unos accidentes. Así, por ejemplo, las manzanas pueden ser más o menos grandes, más o menos sabrosas, coloradas o blandas: el tamaño, el color, el sabor, son los accidentes de la sustancia manzana. Y para que una manzana sea sabrosa y digestiva no basta que sea un simple fruto del manzano. Ha de haber madurado entre determinadas condiciones de temperatura, humedad, etc. Una manzana puede resultar una buena manzana o una mala manzana.

            Las circunstancias son, pues, como los accidentes, importantes para la sustancia tanto de las cosas como de los actos humanos en su aspecto moral, y le afectan más o menos profundamente.

b) Tipos de circunstancias

            Según afecten al objeto moral, hay circunstancias de por sí:

-temporales, pues es diversa la maldad de un pensamiento, por ejemplo, según dure pocos minutos, o muchas horas;
-locativas, pues no es lo mismo blasfemar en una iglesia, que en otro sitio; u ofender a una persona en público o en privado;
-cuantitativas, pues es diversa la bondad de una limosna pequeña o magnánima; así como la maldad de un robo de unas pocas monedas, o de una suma considerable;
-consecuenciales, pues es muy distinto dar una falsa noticia en una revista de ámbito limitado, que en una publicación difundida por televisión.

            Según afecten al sujeto moral, también pueden haber circunstancias personales, dependiendo de:

-la condición de quién obra, pues no reviste la misma gravedad el escándalo un sacerdote que de un seglar, o de un simple ciudadano que de una autoridad pública;
-el modo de obrar, que dota a la modalidad de la acción de una mayor o menor bondad o malicia, como se ve en la delicadeza o dureza con que se hace una corrección;
-los medios empleados, que matizan la moralidad de la acción, pues el robo a mano armada es más grave que el simple hurto a escondidas;
-los motivos internos, que aportan intenciones concomitantes al fin principal, y que no causan el acto que se haría sin ellos. Es lo que se ve en los actos de servicio a los demás, que se pueden hacer por caridad o esperando alguna retribución.

            Las intenciones secundarias disminuyen la bondad o maldad del acto, y pueden ahogar la intención principal, e incluso sustituirla. En cambio, las intenciones auténticas refuerzan la intensidad de la acción[1].

c) Lo que pueden cambiar las circunstancias

            Algunas circunstancias mudan la especie moral del acto. Así, el lugar del robo puede llegar a cambiar la esencial de un robo, haciendo que un hurto se convierta en sacrilegio (si se comete en una iglesia, por ejemplo); o la cantidad de injurias emitidas puede hacer que un acto de crítica se convierta en amenaza (hacia una institución, por ejemplo).

            Este tipo de circunstancias, aunque en sentido físico sigan siendo accidentales, en sentido moral ya han rebasado ese carácter, y han entrado a formar parte del objeto y del fin. Así, el lugar sagrado (en el caso del sacrílego) ha entrado en la esencia del acto, pues implica una nueva relación a la norma moral, y esto ha cambiado esencialmente el objeto. No es esencialmente lo mismo tampoco una protesta circunstancial contra una empresa que una protesta sistemática, pues ésta última rebasa el nivel de la crítica y entra en el acto de amenaza. En estos dos ejemplos, y en muchos otros, cuando un motivo circunstancial pasa a ser la intención principal del acto, le da una moralidad esencial que en otro caso no tendría[2].

            Es obvio que la mayoría de circunstancias suelen ser moralmente irrelevantes, y que las que mayormente influyen en la moralidad del acto son las que añaden una nueva conformidad (o disconformidad) con el orden de la razón.

d) Lo que no pueden cambiar las circunstancias

            Las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor, o que una cosa mala se haga peor. Lo que no podrán hacer nunca las circunstancias es que un objeto intrínsecamente malo se convierta en moralmente bueno. Unas setas venenosas, por bien aderezadas que estén, nunca llegarán a ser saludables. Tampoco unos gramitos de arsénico, aunque se hallen espolvoreados en una sabrosísima tarta helada. Y una fruta podrida, aunque esté almibarada, jamás llegará a ser digestiva. Es decir, por mucho que cambien las circunstancias, lo que es sustancialmente malo, malo se queda. Nunca podrá ser bueno matar a un inocente, aunque su muerte produjera grandes beneficios o evitara grandísimas catástrofes. Cosa análoga cabe decir, por ejemplo, de la negación del salario justo y posible, o de la mentira.

            La importancia de las circunstancias no debe oscurecer la verdad proclamada incesantemente por la recta razón: que hay normas morales que ninguna circunstancia, o conjunto de circunstancias, pueden eximir de su estricto cumplimiento. La norma suprema de la vida humana (decía el Concilio Vaticano II) es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal[3]. Pues, de lo contrario, todo dependería de las circunstancias o, en otros términos, de la situación en la que se halle la persona, que siempre es única e irrepetible.

            Ya Pío XII tuvo que denunciar la falsedad de la llamada ética de la situación. En un importante discurso, vino a decir que la ética nueva (adaptada a las circunstancias, según dicen sus autores), es eminentemente individual. En la determinación de la conciencia, cada hombre en particular se encuentra directamente con Dios y ante Él se decide, sin intervención de ninguna ley, de ninguna autoridad, de ninguna comunidad, de ningún culto o confesión, en nada y de ninguna manera. Aquí sólo existe el yo del hombre y el Yo de Dios personal; no del Dios de la ley sino del Dios Padre, con quien el hombre debe unirse con amor filial (...) La intención recta y la respuesta sincera, son lo que Dios considera; la acción no le importa. Por ello, la respuesta puede ser la de cambiar la fe católica por otros principios, la de divorciarse, la de interrumpir la gestación, la de rehusar la obediencia a la autoridad competente en la familia, en la Iglesia, en el estado; y así, en otras cosas[4].

            Es cierto que toda decisión moral concierne a un individuo en situación, en circunstancias concretas, singulares, que a veces son irrepetibles, y que no siempre existen normas morales absolutamente obligatorias que pueden aplicarse con independencia de la situación. Es esta una verdad de antiguo conocida por la ética católica, que afirma la necesidad de la rectitud de intención para que las acciones sean buenas. Porque sólo con intención recta, directamente dirigida al bien en sí y no al interés particular, podrá formarse un buen juicio de conciencia y obrar prudentemente, después de un atento examen de las normas morales correspondientes aplicadas para cada caso[5].

            Sin rectitud de intención, las pasiones fácilmente enturbiarían el juicio, porque embotarían la mente o desviarían la voluntad[6]. En cambio, la intención recta facilita las decisiones buenas y, si se han errado, las rectifica. De este modo, la ética cristiana revela un sentido de la actividad personal y contiene en sí todo cuanto de justo y positivo puede haber en la llamada ética de la situación, evitando sus confusiones y desviaciones y manteniendo el hecho incuestionable de la existencia de normas que obligan en todos los casos.

            El papa Pío XII, al tratar de dar salida a estos planteamientos, analizaba las posibles objeciones. El objetor se preguntará (decía Pío XII) de qué modo puede la ley moral (que es universal) ser obligatoria para un caso particular, el cual, en su situación concreta, es siempre único e irrepetible. Pues bien, responde Pío XII que ella (la ley moral universal) lo puede y lo hace porque, precisamente a causa de su universalidad, comprende necesaria e intencionalmente todos los casos particulares, en los que se verifican sus conceptos. Y en estos casos, muy numerosos, lo hace con una lógica tan concluyente que hasta la conciencia del simple individuo percibe inmediatamente, y con plena certeza sabe la decisión que debe tomar”[7].

            Esto vale especialmente para las obligaciones negativas de la ley moral, para las que exigen un no hacer, un dejar de lado a forma de Decálogo bíblico. Pero no para estas solas. Las obligaciones fundamentales de la ley moral están basadas en la esencia, en la naturaleza del hombre y en sus relaciones esenciales, y valen por consiguiente en todas partes donde se encuentre el hombre. De hecho, las negaciones del Decálogo bíblico (no matarás, no codiciarás...) no son un pegote adosado a la vida humana, sino que emanan de su misma naturaleza[8].

            Por lo demás, las obligaciones fundamentales de la ley cristiana, por lo mismo que sobrepasan a las de la ley natural, están basadas sobre la esencia del orden sobrenatural, constituido por el Divino Redentor.

e) Errores de la Ética de Situación

            No hay motivo para dudar, y cualquiera que sea la situación del individuo, no hay más remedio que obedecer”, continúa diciendo Pío XII, que lanza a la ética de situación tres premisas de eticidad:

-la intención recta, que no basta para convertir una obra en buena;
-el rechazo del mal, aunque éste sirva para obtener un bien y sin caer en la trampa de que el bien santifica los medios”;
-la primacía del alma, incluso bajo la posibilidad de sacrificios corporales totales.

            Todos los mártires nos lo recuerdan. Y son muy numerosos los que, contra la situación establecida, han tenido que ofrecer sangrientamente su vida, para defender una verdad que estaba siendo puesta en contradicho por una falsa moral.

            Se equivocan, por tanto, los que sostienen que no se puede encontrar en la naturaleza ninguna norma absoluta e inmutable que pueda servir de regla a las acciones particulares, puesto que se puede encontrar en la misma naturaleza humana, como hemos visto en el caso de la ley general de la caridad, y del respeto a la dignidad humana. Estas leyes de la caridad y la dignidad están dentro de cada individuo particular, y no son meras formas de cultura particular, ni de un momento determinado de la historia. Luego pueden (y deberían) guiar guiar las acciones particulares de esos individuos

            Por otro lado, cuando la sabiduría filosófica ponen de relieve las auténticas exigencias de humanidad, están manifestando también la existencia de leyes inmutables inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelan idénticas en todos los seres dotados de razón”[9].

f) Siempre es posible cumplir la ley moral

            En ocasiones, las circunstancias en las que se halla la persona son tales que provocan un difícil cumplimiento de la ley moral. Por eso, dice Juan Pablo II, es importante poseer siempre una recta concepción del orden moral, de sus valores y normas; aumentando la importancia cuanto más numerosas y graves se hacen las dificultades para respetarlos”[10].

            Es necesario entonces estar alerta, porque no dejarán de oírse las voces de la comodidad, del egoísmo y de la sensualidad, e incluso voces externas de parientes y amigos que intentarán convencernos de que en ese momento somos la excepción, que nos dispensa del cumplimiento. Es preciso no olvidar que el designio del Creador responde a las exigencias más profundas del hombre, que no es un capricho y que busca el bien auténtico de cada uno. Por eso, si nos auto convertimos en esa excepción, a lo mejor podemos dejar escapar ese bien auténtico que Él estaba buscando para nosotros.

            El Creador creó el orden natural con diversidad, pero no con injusticia, y puso en todo una ley justa y sabia, fruto de su amor hacia todo lo creado. En Dios, parafraseando la Escritura, el amor y la justicia se besan”. Pero Dios exige el respeto a esas leyes impuestas en el siempre y en el ahora, aunque existan circunstancias difíciles. Pues eso provoca fortaleza, y fortalece a su criatura más preciada: el ser humano.

            No hemos de mirar a la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino como una oportunidad para la superación de dificultades. No se trata de ocultar una dificultad ni rendirse ante ella, tranquilizando la conciencia con un no puedo” o es demasiado para mí ahora”, sino de saber superarla con todos los medios y ayudas que tengamos a nuestro alcance.

            El papa Juan Pablo II insiste en que la llamada ley de gradualidad (el hecho de que hayamos de ascender paso a paso hacia la perfección humana) no debe confundirse con una supuesta gradualidad de la ley”, como si hubiera varios grados de precepto en la ley, para los diversos hombres y situaciones.

            Se nos puede preguntar (decía Juan Pablo II) si la confusión entre la gradualidad de la ley y la ley de la gradualidad no tiene su explicación en la estima escasa por la ley divina. Pues muchos mantienen hoy que ésta no es adecuada para todo hombre y toda situación y que, por ello, debe ser sustituida por un nuevo y distinto orden divino”[11]. Ante ese grave error, el papa recuerda que la ley, ya en el Antiguo Testamento, constituía al principio una carga pesada para el pueblo judío, pero que con el tiempo se convirtió en carga ligera y fuente de libertad”. Pues ésta no era ya algo meramente impuesto desde el exterior, sino que empezó a surgir desde el interior y a hacerse algo propio, hasta el punto de que los judíos no podían vivir ya sin ella.

            Mantener que existen situaciones en las cuales no es posible mantenerse fieles a la verdad equivale a olvidar lo que engrandece al hombre, y a ir empequeñeciéndolo y privándole de sus cualidades más hermosas. Obviamente, se requieren ciertas condiciones para poder comprender y vivir con agilidad los valores de la norma moral, como son la constancia y la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza filial en Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la reconciliación...”[12], decía Juan Pablo II.

            No es poco, pero lo que no es honesto es decir que no se puede”, sin haber luchado antes y seriamente por ello. Además, los que han luchado han podido, y muchos derrotados han podido salir finalmente victoriosos. Ayúdate y Dios te ayudará”, decía el refrán. Sí se puede, y si tú no puedes, ya tienes quien pueda ayudarte: la misericordia de Dios.

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  Act: 01/12/19       @fichas de reflexión            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A  

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[1] cf. GARCIA DE HARO, R; Cuestiones de Teología Moral, ed. Eunsa, Pamplona 1980, p. 60.

[2] cf. GARCIA DE HARO, R., op.cit, pp. 61-62.

[3] cf. CONCILIO VATICANO II, Dignitatis Humanae, 3.

[4] cf. PIO XII, Discurso del 18 abril 1952.

[5] cf. SANTO OFICIO, Declaración del 2 noviembre 1956.

[6] cf. OROZCO, A; La libertad en el Pensamiento, ed. Rialp, Madrid 1977, pp. 113-145.

[7] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, q. 47-57.

[8] cf. OROZCO, A; La libertad y la ley moral, ed. Mundo Cristiano, Madrid 1983, n. 35.

[9] cf. SANTO OFICIO, Declaración del 29 diciembre 1975.

[10] cf. JUAN PABLO II, Familiaris Consortio, 34.

[11] cf. JUAN PABLO II, Discurso del 7 septiembre 1983.

[12] cf. JUAN PABLO II, Familiaris Consortio, 33.