SAN BERNARDO
Apología

Al venerable padre Guillermo, el hermano Bernardo, inútil siervo de los hermanos que viven en Claraval, le saluda en el Señor.

I

1. Hasta ahora, siempre que me has pedido redactar algo, me he negado o lo he aceptado a la fuerza. Y no por menosprecio, sino por cierta timidez para meterme en ámbitos desconocidos para mí. Pero esta vez hay una razón que me impele a hacerlo y disipa todos mis temores. Y, bien que mal, me siento obligado a desahogar mi propio dolor alentado por la misma necesidad de tener que hacerlo. Porque me resulta insoportable estar oyendo las quejas que tenéis contra nosotros y callarme.

2. Se nos acusa de que somos los hombres más miserables, vestidos de andrajos y ceñidos con un vulgar cordón y, sin embargo, nos permitimos juzgar al mundo desde nuestras cavernas, como alguien se deja decir. Pero entre todas las acusaciones hay una que no podemos tolerar que estamos desacreditando incluso a vuestra gloriosísima Orden; que llegamos hasta el descaro de difamar a sus santos monjes, que en ella llevan una vida encomiable; que insultamos desde las sombras de nuestra indignidad a los que son faros del mundo.

3. ¿Será posible? ¡Que nosotros andemos propalando no ya la explosión de la invectiva, sino el susurro de la  detracción! Como si, más que lobos voraces camuflados con pieles de ovejas, fuéramos pulgas molestas o, peor todavía, carcomas demoledoras que no tenemos el coraje de dar la cara y solapadamente corroemos la vida de unos monjes ejemplares.

4. Si todo esto fuera verdad, ¿de qué nos valdría que nos mortifiquemos en vano todo el día y se nos tenga por ovejas para el matadero? Pienso que, si con esta jactancia de fariseos despreciáramos a los demás y, lo que todavía es mayor soberbia, a quienes son mejores que nosotros, ¿de qué nos serviría una sobriedad tan austera en nuestras comidas, una pobreza tan notable en el hábito que vestimos, tantos sudores en el diario trabajo manual, tanto rigor de ayunos y vigilias constantes, una vida monástica tan especial y tan dura, si al fin todo lo hacemos para ser admirados por los hombres? Cristo mismo nos juzga: En verdad os digo, ya recibieron su recompensa. Y si tenemos puesta la confianza en Cristo sólo para este mundo, ¿no somos entre todos los hombres los más dignos de lástima? Porque sólo esperamos en Cristo para esta vida si es que únicamente buscamos como recompensa por  el  servicio de Cristo la gloria temporal.

II

1. Desgraciado de mí, que con esfuerzos inauditos me las ingenio para no ser, o, al menos, aparentar que no soy como los demás. Total para merecer una remuneración o hasta un castigo más duro que cualquier otro hombre. Como para pensar que fuimos incapaces de encontrar otro camino más cómodo para precipitarnos en el infierno. Y si tuviéramos que caer en él sin remedio, ¿por qué no suavizar más aún ese mismo camino por el que tantos van caminando? Me refiero al camino ancho que lleva a la muerte. Así, por lo menos, iríamos desde el placer y no desde el llanto a las penas eternas. ¡Cuánto más felices son los que no piensan en la muerte, están sanos y orondos, no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás! Son pecadores, y aunque están condenados a perpetuo tormento por sus placeres temporales, siquiera gozaron ya en este mundo de copiosas riquezas. ¡Desgraciados los que llevan la cruz, no como llevó el Salvador la suya, sino como el cireneo aquel la ajena! ¡Pobres aquellos citaristas que tocan sus cítaras, no como los del Apocalipsis, que tocaron las suya; propias, sino, como unos hipócritas, las ajenas! ¡Desgraciados una y mil veces los que llevan la cruz de Cristo y no siguen a Cristo, porque participan efectivamente de sus sufrimientos, pero se resisten a imitar su humildad!

III

1. Con doble  aflicción se verán afligidos los que así obran: aquí, angustiándose humanamente con la gloria temporal; en el futuro, viéndose arrastrar al suplicio eterno por su soberbia interior. Sufren con Cristo, pero no reinan con Cristo. Siguen a Cristo en su pobreza, pero no lo acompañarán a la gloria. En su camino beberán del torrente, pero no levantarán la cabeza en la Patria. Lloran ahora, pero no serán consolados mañana.

2. Y se lo ganaron. Pues ¿cómo podrán coexistir la soberbia y los pañales de la humildad de Jesús? ¿Es que no tiene otra cosa con qué cubrirse la malicia humana sino con los fajos de la infancia del Salvador? Una arrogancia que siempre está fingiendo, ¿cómo podría acurrucarse en la estrechez del pesebre del Señor, para que allí sólo se oiga la maldad de su corazón y no los vagidos de la inocencia? Aquellos hombres tan soberbios del salmo, de cuyas carnes les rezuma la maldad, revestidos de su malicia y de su impiedad, ¿no están mucho más seguros que nosotros, agazapados en realidad tras una santidad ajena? ¿Quién es más impío: el que lo es públicamente o el que finge la santidad. Este último porque al añadir la mentira, duplica la impiedad. ¿Para qué seguir?

3. Me temo que también sospechen de mí. Por supuesto, tú no, padre querido. Sé que me conoces bien; tan bien como un hombre puede darse a conocer en este lugar de tinieblas. Y además me consta que tú conoces cuál es mi opinión personal en todo este asunto. Te escribo esto pensando en aquellos que no me conocen como tú, ni me han escuchado nunca lo que desde hace tiempo venimos hablando los dos a solas. Y como yo no puedo andar justificándome ante cada uno, tú, de mi parte, y porque lo sabes de fuente directa por mí mismo, podrás convencerles con estas razones tan válidas que te doy-. No tengo reparo alguno en redactar y hacer públicos los temas de mis conversaciones íntimas contigo.

IV

1. ¿Quién ha podido sorprenderme jamás en una sola polémica o en una murmuración privada contra vuestra Orden? Ha sido para mí una gran alegría cuantas veces he tenido ocasión de encontrarme con cualquiera de vuestra Orden. Le he acogido con todo honor, le he tratado con gran deferencia y le he exhortado con toda sencillez. Siempre lo he dicho y la sostengo: lleváis una forma de vida santa, honesta, dechado de castidad, singular por su discreción, fundada por los Padres, inspirada en el Espíritu Santo, especialmente idónea para la salvación de las almas. ¿Y voy a condenar yo lo que así elogio? Recuerdo con agrado la acogida que se me dispensó como huésped en algunos monasterios vuestros. Que Dios recompense a sus siervos la bondad con que me abrumaron, enfermo como estoy, dispensándome más agasajos de los necesarios y una veneración sin duda mayor que la merecida por mí. Me encomendé a sus oraciones. Asistí a sus reuniones. Conversé con muchos, más de una vez, sobre las Escrituras y otros temas espirituales, comunitariamente en la sala capitular y privadamente en los locutorios.

2. Pero nunca, ni en público ni en privado, he provocado a nadie para que abandonara su Orden y se pasara a la nuestra. Incluso puse gran afán, como bien lo sabéis, para que volviera a ella el hermano Nicolás, del monasterio de San Nicolás, y otros de los vuestros. Es más, disuadí con mis consejos y así impedí a dos abades de vuestra Orden que no depusieran sus cargos; voy a silenciar sus nombres, porque tú mismo los conoces y sabes la íntima amistad que me une con ellos. ¿Cómo pueden pensar y afirmar que condeno vuestra Orden, cuando a mis amigos les convenzo para que entren en ella, cuando le devuelvo los monjes que vienen a la nuestra y les pido con tanta insistencia que oren por mí, cosa que la cumplen tan devotamente?

V

1. ¿O tenéis que pensar mal de mí por el mero hecho de ser monje en otra Orden? Pues por esa misma razón todos los que vivís según observancias distintas a las nuestras estáis lacerando también a nuestra Orden. Y, por lo mismo, tendríamos que creer que continentes y cónyuges se enfrentan mutuamente porque, al cumplir leyes distintas en el seno de la Iglesia, profesan estados de vida distintos. O habría que decir que  monjes y clérigos regulares se desacreditan entre sí sólo porque les separan sus observancias correspondientes. E incluso deberíamos suponer que Noé, Daniel y Job no podrán convivir juntos en un mismo reino, pues sabemos que llegaron a él por caminos muy distintos. En fin, que en el caso de Marta y María, o las dos o una de las dos necesariamente tuvieron que desagradar al Señor Salvador, pues ambas pretendieron complacerle sirviéndole de forma tan distinta. Con estos argumentos tendríamos que pensar que ni la Iglesia podría gozar de paz y concordia por la gran variedad de Ordenes tan distintas que la cortejan, como a aquella reina del salmo vestida de perlas y brocados.

2. Efectivamente, sería imposible vivir en ella con una paz tranquila, ni encontrar un estado de vida seguro, si cuantos se deciden por una Orden desprecian a todos los que viven en otra cualquiera o sospechan que son despreciados por las demás. Sólo cabría una solución imposible: que una misma persona entrara en todas las Ordenes o todos fueran a una misma Orden.

3. Mas no soy tan corto como para no reconocer la túnica de José; no la del que libró a Egipto, sino la del que salvó al mundo; y no del hambre corporal, sino de la muerte material y espiritual. Porque se la reconoce desde muy lejos. Está tejida de hilos muy distintos por su color, y su preciosa variedad la hace inconfundible. Además viene teñida de sangre; no  de cabrito, que simboliza el pecado, sino de cordero, que representa la inocencia. Y la sangre es suya, no ajena. Se trata del mansísimo Cordero, que enmudece no ante el esquilador, sino ante el verdugo. El no cometió pecado, pero arrancó los pecados del mundo.

4. Recordáis cómo enviaron emisarios a Jacob para decirle: Esto hemos encontrado. Mira a ver si es la túnica de tu hijo. Mira tú también, Señor, si ésta es la túnica de tu Hijo predilecto. Reconoce, Padre todopoderoso, la túnica de tantos colores que tejiste para tu Cristo, haciendo a unos apóstoles. a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y maestros, con otras muchas riquezas que acumulaste en sus preciosos atavíos para perfección consumada de los santos, hasta llegar a la edad adulta, a la medida de madurez de la plenitud de Cristo. Dígnate también, Dios mío, reconocer la púrpura que salpicó su preciosísima sangre con la que fue empapada, y admira en esta púrpura la noble señal y la impronta más victoriosa de la obediencia. ¿Por qué están rojos tus vestidos? Es que yo solo he pisado el lagar, y de otros pueblos nadie me ha ayudado.

VI

1. Todo esto sucedió cuando se hizo obediente a su Padre hasta el extremo de entrar en el lagar de la cruz donde pisó las uvas él solo. Pues sólo su brazo le hizo valeroso, como él mismo lo dice: Yo logré escapar incólume. Levántale ya, Dios mío, sobre todos los seres, y concédele el Nombre que sobrepasa a todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo. Que suba a lo más alto llevando cautivos; que derrame sus dones sobre los hombres. ¿Qué dones son ésos? Dejará a su Esposa la Iglesia una prenda de su herencia definitiva: su miseria túnica. La túnica de varios colores, la túnica sin costuras, tejida de una pieza de arriba abajo, de colores muy vivos por la pluralidad  de Ordenes que en ella hay, diferentes por mil matices, pero sin costura por su indivisible unidad en el amor.

2. Si alguien se pregunta: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Que escuche la respuesta que le da la túnica de tantos colores. Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de servicios, pero el Señor es uno. Y después de enumerar los distintos carismas, como si fueran los diversos colores, para ver cómo está entretejida y demostrar que no tiene costura, porque es de una pieza, añade: Pero eso lo realiza el mismo Espíritu, que a cada uno le da lo que le parece.

3. El amor inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Que no se divida la Iglesia; que permanezca íntegra por derecho hereditario. Por eso, pensando en ella, quedó escrito: De pie a tu derecha está la reina con un vestido bordado en oro, enriquecido con diversas galas.

4. Y así, hemos recibido todos diversos dones, unos uno, otros otro. Los cluniacenses, los cistercienses, los clérigos regulares, todos los fieles del laicado, lo mismo que toda Orden, toda lengua, toda edad, todo sexo, todo estado de vida, en todo lugar y tiempo, desde el primer hombre hasta el último. Refiriéndose el profeta a esta túnica que llega hasta los talones, afirmó: Nada se libra de su calor; está a la medida exacta del que la va a llevar. Por eso dice en otro lugar la Escritura: Llega con vigor de extremo a extremo y todo lo alcanza con acierto.

VII

1. Formemos todos la misma túnica, para que sólo tengamos una, tejida por todos. Sí, una única entre todos. Aunque seamos muchos y muy distintos, para él sólo existe una paloma mía, hermosa mía y sin defecto. Por lo demás, ni yo solo ni tú sin mí, ni el otro sin nosotros dos, sino todos a la vez, tejemos esa túnica, si de verdad nos empeñamos en guardar la verdad con el vínculo de la paz.

2. No se puede decir que sólo nuestra Orden, ni sólo la vuestra exclusivamente, hacen esa unidad, sino la nuestra y la vuestra juntas. A menos que, Dios no lo quiera, con envidias y mutuas porfías nos mordamos unos a otros hasta destrozarnos. Si procedemos así, no podrá Pablo presentarnos juntos como una virgen intacta, para desposarnos con el único Esposo, Cristo. Por lo demás, la esposa sigue pidiéndonos en el Cantar de los Cantares: Poned un poco de orden en mi amor. Y aunque ya es una por el amor, está dividida en sus funciones.

3. De lo contrario, ¿qué podríamos deducir? ¿Que soy cisterciense? ¿Y por eso tengo que condenar a los cluniacenses? De ninguna manera, sino todo lo contrario: los amo, los alabo, les estimo en mucho. Quizá me repliques, ¿y por qué no abrazas esa Orden si tanto la alabas? Escúchame. Por aquello que dice el Apóstol: Porque todo está permitido, pero no todo conviene. No precisamente porque no sea una Orden noble y santa, sino porque yo era carnal y vendido al pecado; me sentía tan débil, que necesitaba una poción medicinal más fuerte. A las diversas enfermedades corresponden diversos remedios, y cuanto más fuertes sean ellas, éstos han de ser más eficaces.

4. Imagínate dos hombres enfermos, uno de fiebres tercianas, y otro de cuartanas. Y que el de las cuartanas le dijese al de las tercianas que tome agua, peras y otras cosas siempre frías, mientras él se abstiene de todo esto; sabe que el vino y todo lo demás debe tomárselo siempre caliente, porque así le va mejor para su enfermedad; ¿se podría censurarle porque le aconseja de esta manera? Y si el otro le dijera: ¿por qué no bebes tú agua cuando tanto me la recomiendas? Podría contestarle con toda razón: te la recomiendo noblemente, pero yo me abstengo de ella; no me conviene.

VIII

1. Si me preguntasen por qué recomiendo todas las Ordenes y no las profeso todas, respondería que amo y alabo a todas, porque en todas se vive en el seno de la Iglesia justa y santamente. Pero sólo puedo abrazar una por la profesión; a todas las demás, con el amor. Con toda confianza puedo asegurar que este amor conseguirá que no me vea privado de los frutos de aquellos institutos en los que no vivo. Y más te diré. Anda con cautela, porque podría suceder que tú lucharas en vano. Pero siempre será imposible que yo ame inútilmente todo el bien que tú haces en tu Orden. Así es de confiado el amor. Uno puede trabajar en balde sin amor, y el otro amar sin esfuerzo alguno. El primero pierde todo lo que hace; el segundo, por su amor, nunca fracasa. No tiene por qué extrañarnos. Pues en este exilio en el que todavía peregrina la Iglesia tiene que haber en su seno, a la vez, como cierto pluralismo en la unidad, y cierta unidad en el pluralismo, ya que cuando lleguemos al reino de la Patria, encontraremos también como cierta disparidad en la igualdad. Por eso está escrito: la casa de mi Padre tiene muchos aposentos. Como allí hay muchas habitaciones en la misma casa, aquí hay muchas Ordenes en la misma Iglesia. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; allí hay diversidad de glorias, pero una misma casa. Aquí y allí, la unidad radica en que el amor es el mismo. Pero aquí hay diversidad de Ordenes, con una desigualdad notoria de observancia y obras, y allí subsiste una distinción clarísima de méritos, pero justa.

2. La misma Iglesia reconoce esta especie de concordia discordante o de discordia concorde cuando dice: me guía por senderos de justicia, haciendo honor a su nombre. Al decir senderos en plural y justicia en singular, tuvo presente la diversidad de obras y la unidad de quienes las realizan. Y presintiendo también la distinta unidad futura  de la gloria, canta alegre y devota: todas sus calles serán enlosadas de oro purísimo; en todos sus barrios se oirá cantar Aleluya. Porque donde leemos calles y barrios, se refiere a la diversidad de galardones y premios. Mas por el oro único metal que menciona para describir la belleza de la ciudad futura y por el único aleluya que allí se canta, debes pensar en la análoga hermosura de formas tan diversas y en la identidad de tantos espíritus por su igual adoración.

IX

1. Además, a esa ciudad no se llega por un solo camino, porque tampoco es una sola la mansión a la que nos dirigimos, Cada uno verá por dónde se encamina, no sea que por la diversidad de sendas  se desvíe de la única santidad. Pero en cualquier aposento al que llegue recorriendo su camino, no se sentirá excluido de la casa del Padre, a no ser que se desvíe del camino que escogió. Cada estrella difiere de todas las demás por su esplendor. Lo mismo pasa en la resurrección de los muertos. Los justos resplandecerán todos como el sol en el reino del Padre. Y según la diferencia de sus méritos, unos brillarán más que otros. Méritos que no se han de medir como aquí, donde el hombre apenas los puede discernir por no ver más que lo exterior de las obras. Pero allí nada podrá impedir que se contemplen también los corazones, que han de quedar al descubierto en sus intenciones, cuando nazca el sol de justicia. Y así como ahora nadie se libra de su calor, tampoco entonces podrá esconderse nadie de su esplendor. Por otra parte, las obras externas casi siempre se juzgan peligrosamente por carecer de criterios ciertos. Muchas veces los que más cosas hacen no son los más santos. Aquí termina mi defensa.

SOBRE LOS DETRACTORES

X

1. Todo esto me obliga a pensar que algunos de nuestra Orden se olvidan de este mandato: No juzguéis nada antes de tiempo, esperad a que venga el Señor. El sacará a la luz lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto las intenciones del corazón. Me refiero a los que, según se dice, condenan a otras Ordenes, pretendiendo defender su propia santidad, cuando ellos no viven conforme a la santidad de Dios. Si es cierto, sepan que no son de nuestra Orden ni de ninguna otra. Porque vivirán materialmente conforme a la Regla, pero por su arrogante manera de hablar son ciudadanos de Babilonia, es decir, de la confusión. Aún más, son hijos de las tinieblas y del mismo infierno, donde no hay orden ninguno, sino horrores sempiternos.

2. Me dirijo a vosotros, mis hermanos, que, aun después de escuchar la parábola del fariseo y el publicano, presumís de vuestra santidad y despreciáis a los demás. Según dicen, aseguráis que sólo vosotros sois justos y más perfectos que nadie; que sois los únicos monjes que viven según la Regla, pues fuera de vosotros todos son transgresores de la misma.

XI

1. En primer lugar, ¿qué os importa a vosotros lo que hagan los demás siervos? Si se mantienen en pie o si caen, es cosa de su Señor. ¿Quién os ha nombrado jueces suyos? Además, si como dicen, presumís así de vuestra Orden, ¿qué clase de Orden es esa en la que, antes de quitar la viga de vuestro propio ojo, andáis rebuscando escrupulosamente la paja en el ojo del hermano? Los que os preciáis de guardar la Regia, ¿por qué murmuráis incumpliendo esa misma Regla? ¿Por qué contra lo que dicen el Evangelio y el Apóstol, juzgáis antes de tiempo a los otros siervos? ¿Acaso la Regla no coincide ni con el Evangelio ni con el Apóstol? Porque, en ese caso, la Regla dejaría de ser una regla, pues no sería justa. Escuchad y aprended lo que es la observancia, vosotros, los que contra toda observancia condenáis a los que pertenecen a otras observancias: Hipócrita, quítate primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la paja del ojo de tu hermano. ¿Me preguntas qué viga? Esa viga larga y gruesa es tu soberbia. Te crees algo y no eres nada; te engríes insensatamente como si fueras sensato, pero insultas frívolamente a los demás por sus insignificantes motas; y tú con tu viga a cuestas.

2. Llegas a decirle al Señor: Te doy gracias porque no soy como los demás, avaros, injustos, adúlteros. Sigue, sigue y ten valor para decirlo también: y detractores. No pienses que la detracción es la brizna más insignificante que llevas dentro de tu ojo. ¿Por qué has enumerado las otras tan pronto y te has callado ésta? Si crees que no es importante, escucha al Apóstol: Tampoco los detractores entrarán en el reino de los cielos. Oye también al mismo Dios amenazándote en el salmo: Te acusaré, te lo echaré en cara. Por el contexto anterior está muy claro que aquí se dirige contra el detractor. Al que apartando la vista de sus faltas se pone a escudriñar con toda curiosidad los vicios ajenos y no los propios, hay que hacerle volver su cabeza y obligarle a que se mire a sí mismo.

XII

1. No obstante, se preguntan cómo pueden observar la Regla haciendo cosas que las prohíbe. Abrigarse con pellizas, tomar sin necesidad carne o grasa de carne, comer tres o cuatro veces al día, no dedicarse al trabajo manual, como está prescrito. Y otras muchas cosas que a su arbitrio cambian, añaden o mitigan. Todo eso está a la vista y no podemos negar que lo hagan. Pero escuchad la regla de Dios con la que no pueden discrepar las normas de San Benito. El reino de Dios está dentro de vosotros, es decir, no está en lo exterior, como son los alimentos corporales o los vestidos, sino en las virtudes del hombre interior. Por eso dice el Apóstol: No reina Dios por lo que uno come o bebe, sino por la honradez, la paz y la alegría que da el Espíritu Santo. E insiste: Dios no reina cuando se habla, sino cuando se actúa.

2. Levantáis calumnias contra los hermanos a cuenta de sus observancias externas, y prescindís vosotros de lo que en la Regla tiene más importancia: las actitudes espirituales. Os tragáis un camello y coláis un mosquito. ¡Qué desfachatez! Os preocupáis hasta el máximo de cubrir el cuerpo según la Regla, y, en cambio, os importa muy poco que el alma ande desnuda, contra el espíritu de la Regla. Mucho afán por llevar túnica y cogulla sobre el cuerpo, cómo si el que no las llevara dejase  de ser monje, para prescindir luego interiormente de la comprensión y de la humildad, que son las verdaderas prendas  del alma.

3. Inflados de orgullo por nuestras túnicas, aborrecemos las pellizas. Bastante mejor es la humildad cubierta con ellas que la soberbia bajo una simple túnica. El mismo Dios les hizo unas túnicas de piel a los primeros padres, y Juan en el desierto se vistió de pieles. Quien introdujo el uso de la túnica en la soledad se vistió también con pieles. Y por abstenernos de alimentos condimentados nos hinchamos de legumbres los estómagos y de soberbia los espíritus. Cuando sería preferible comer sobriamente manjares guisados que hartarse, hasta reventar, de flatulentas legumbres.

4. Tampoco a Esaú se le recriminó el que comiera carnes, sino lentejas. Adán fue condenado no por comer carne, sino fruta. A Jonatán no le condenaron a muerte por probar carne, sino por saborear miel. Y al revés, Elías comió carne impunemente. Abrahán les obsequió a los ángeles sirviéndoles carne, y el mismo Dios mandó que  se le ofrecieran sacrificios  de animales.

5. Es mejor tomar algo de vino para bienestar del estómago que ahogarse en agua por pura ansiedad. Ya Pablo aconsejaba a Timoteo que bebiera vino, y el mismo Señor lo tornaba, puesto que le acusaron de bebedor, y se lo dio a beber a los apóstoles e incluso con él instituyó el sacramento de su sangre. Ni tampoco consintió que en unas bodas tuvieran que pasarse con agua. Junto a las aguas de la contradicción castigó terriblemente la murmuración del pueblo. David temió beber el agua que tanto había anhelado. Los soldados de Gedeón, que por avidez se tumbaron para beber el agua del torrente, se hicieron indignos de participar en la batalla.

6. ¿Y cómo os enorgullecéis tanto por vuestro trabajo manual, cuando Marta fue reprendida por afanarse de aquella manera, mientras María salía alabada por su quietud? ¿O no dice el Apóstol que el trabajo corporal es útil para poco tiempo y que, en cambio, la piedad es útil para siempre? Maravilloso trabajo aquel que hacía exclamar al profeta: He trabajado en mi llanto. Cuando me acuerdo de Dios me lleno de alegría y cobro aliento. Estas frases no puedes aplicarlas al trabajo corporal porque no es el cuerpo del profeta el que desfallece, sino su espíritu, pues se trata de un esfuerzo espiritual.

XIII

1. Quizá me estéis preguntando ya: ¿Tratas ahora de ponderar tanto el esfuerzo del espíritu, que vas a condenar el trabajo manual impuesto por la Regla? En absoluto. Esto hay que hacerlo, pero sin descuidar lo otro. Y si es necesario dejar uno de los dos, habremos de quedarnos con lo espiritual y abandonar lo corporal. Por la superioridad del espíritu sobre el cuerpo, es más provechoso el ejercicio espiritual que el corporal. Y si tú, ensoberbecido por la observancia del trabajo, desprecias a los que no la cumplen, ya te estás delatando como inobservante, pues das importancia a lo secundario y eludes lo principal. Escucha al Apóstol: Ambicionad los dones más valiosos.

2. Al condenar a los hermanos por ensalzarte, en eso mismo estás perdiendo la humildad; por despreciarlos, te quedas sin amor. Y éstos sí que son los dones más valiosos. Tú castigas tu cuerpo con duros trabajos y mortificas sus miembros con los rigores de la Regla. Está muy bien. Pero ¿por qué juzgas al que no trabaja como tú? Si aunque se fatigue mucho menos por el esfuerzo corporal, útil, mas para poco tiempo, trabaja mucho más que tú en los ejercicios del espíritu. Y este trabajo es útil para todo. ¿Quién crees que cumple mejor la Regla? Pues el mejor monje. ¿Y quién es mejor: el más humilde o el más cansado? Será el que aprendió a ser sencillo y humilde como el Señor. El que, con María, escogió la mejor parte, que no se le quitará.

XIV

1. Tú sostienes que la Regla debe cumplirse al pie de la letra por todos los que la han profesado. Y no toleras la más mínima exención. Pero yo me atrevo a decirte que hasta ese extremo ni tú ni él la observáis. Porque, efectivamente, él la quebranta muchas veces en lo referente a las observancias corporales; pero es imposible que tú la cumplas hasta en sus mínimos detalles. Y ya sabes que quien la viola en algo se hace reo de su totalidad. ¿Admites la posibilidad de ser dispensado de algo? Entonces la observáis los dos, aunque de distinta manera. Tú, con más rigor; el, quizá, con más discreción. Y con esto no pretendo que deban descuidarse las tareas corporales. Ni que por el hecho de no practicarlas ya sea uno, sin más, espiritual. Porque resulta todo lo contrario. Los valores espirituales, aunque sean de orden superior, apenas se pueden conseguir ni alcanzarlos nunca sino a través del esfuerzo corporal. Así está escrito: No es primero lo espiritual y luego lo corporal; lo espiritual viene después. Jacob no pudo colmar su sueño de  abrazar a Raquel hasta después de haber conocido a Lía. Por eso dice el salmista: Entonad salmos y tocad los panderos. Como si dijese: Escoged lo espiritual, pero dedicaos antes a lo corporal. Será perfecto aquel que discreta y oportunamente hace las dos cosas.

XV

1. Para que esta carta sea eso, una carta, debería rematarla ya. Pues creo, padre mío, que ya he reprendido cuanto pude a los nuestros, de quienes te quejas, porque murmuran de tu Orden. Y yo también me he defendido ya, pues debía hacerlo, de las falsas sospechas sobre mi proceder.

2. Mas podría parecer que por no perdonar nada a los nuestros, estoy condescendiendo demasiado con alguno de los vuestros en cosas que no se pueden aprobar. Por eso he creído necesario tratar de algunas cosas más que sé te disgustan. Cuantos deseen ser rectos deberán tener cuidado con ellas, sin olvidar que son cosas que suceden en la Orden, pero que en modo alguno son propias de ella. Todo orden excluye el desorden. Donde encontremos desorden no podremos decir que haya orden.

3. Pero nadie piense que voy a luchar contra la Orden, sino en su favor; porque no censuro a la Orden, sino los vicios de sus miembros. Estoy absolutamente seguro de que por esto no voy a molestar a nadie si la ama de verdad. Todo lo contrario; me lo acogerán con agrado, puesto que al fin luchamos contra lo que también ellos abominan. Y si alguien se da por ofendido, con ello se descubre a sí mismo de que no ama mucho a su Orden, pues no soporta que se condene su corrupción o sus vicios. Y a éstos les diría aquello  de San Gregorio: Es preferible provocar el escándalo a abandonar indefensa a la verdad.  Hasta aquí contra los detractores.

SOBRE LA SUPERFICIALIDAD

XVI

1. Se asegura, y así lo creemos, que fueron santos los Padres que instituyeron vuestro género de vida. Con el fin de que en ella fueran muchos los que se salvaran, mitigaron, mirando a los más débiles, el rigor de la Regla, pero sin destruirla. A mí no me entra en la cabeza, por otra parte, que  llegaran a legislar o condescender con tanta cosa inútil o superflua como veo en muchos monasterios. No me explico cómo pudo arraigar semejante inmoderación entre los monjes a la hora de comer y de beber, en su modo de vestirse y en el aderezo de sus lechos, en sus cabalgaduras y en la construcción de los edificios. Se ha llegado al extremo de pensar que  allí donde se busca todo esto con mayor afán, complacencia y profusión, allí se vive mejor el espíritu de la Orden y es mayor a entrega a Dios.

2. Y así, a la moderación la tienen por avaricia, la sobriedad pasa por rigidez, al silencio lo consideran melancolía. Y al revés, a la relajación la llaman discreción, al despilfarro generosidad, alegría al bullicio, decoro al lujo en el vestir y  la fastuosidad en las monturas; llaman aseo al innecesario desvelo por la comodidad de los lechos. Y facilitar todo esto a los demás es caridad. Una caridad que mata a la caridad. Una discreción que  desfigura a la discreción. Misericordias semejantes rebosan crueldad. Desde luego que halagan el cuerpo, pero estrangulan el alma. ¿Qué clase de caridad es esa que ama la carne y desprecia el espíritu? ¿Puede llamarse discreción el dárselo todo al cuerpo para negárselo al alma? ¿Será misericordia recrear a la esclava y matar a la señora? Que nadie espere alcanzar misericordia por semejante misericordia, al menos aquella misericordia prometida en el Evangelio por boca de la Verdad: Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

3. Más bien pueden estar ciertos del castigo que les espera, como aquel impío misericordioso (por así llamarlo) a quien el santo Job interpela más por espíritu de profecía que por dureza imprecatoria: No quedará ni recuerdo de él y será cortado como árbol inútil. E inmediatamente daba la razón convincente a tan merecido castigo: Porque maltrató a la estéril sin hijos y no socorrió a la viuda.

XVII

1. Desordenada y totalmente insensata misericordia la que se desvive por satisfacer los deseos de la carne estéril e infructuosa que, en palabras del Señor, no sirve para nada y, según el Apóstol, tampoco puede heredar el reino de Dios. Descuida por completo el consejo del sabio sobre la atención vigilante de nuestra alma cuando nos amonesta: Ten compasión de tu alma si quieres agradar a Dios. Excelente misericordia es compadecerte de tu alma, pues por ella merecerás la otra misericordia, gracias a la cual puedes complacer a Dios. De lo contrario, como ya dije, no será misericordia, sino crueldad. No habrá caridad sino iniquidad. No es discreción, sino su falsificación, volcarse con la estéril (que no engendra); o, lo que es igual, esclavizarse ante las concupiscencias de la carne insensible y no hacer nada por la viuda; esto es, no preocuparse lo más mínimo por fomentar las virtudes del alma, que se encontraría así viuda del Esposo celestial. Aunque eso no le impide concebir del Espíritu Santo y dar a luz sentimientos inmortales, capaces de reportarle una herencia incorruptible y celestial, pero si encuentran a alguien que los cultive con  interés y delicadeza.

XVIII

1. Es tan grande la influencia de estos abusos, que va casi en todas partes se toman como normas, hasta el extremo de que todo el mundo lo hace sin que nadie se lamente ni lo reprenda, pero por razones diferentes. Algunos lo hacen como si no lo hiciesen, sin conciencia alguna de falta o, al menos, muy amortiguada. La mayoría lo hacen por pura sencillez, o por caridad, o por necesidad. Son tan sencillos que se comportan así  sólo porque se lo mandan, siempre dispuestos a cambiar de conducta si les indicaran otra cosa. Otros lo hacen por no vivir en discordia con  los que conviven, no buscando su complacencia personal, sino la paz con los demás. Y otros porque son incapaces de enfrentarse con los que no piensan como ellos, que son los más, y defienden hasta con alarde que estos desórdenes son verdaderas observancias de la Orden. Y siempre que intentan cambiar o restringir alguna cosa, inmediatamente se les resisten los otros con toda la oposición de su influencia.

XIX

1. ¿Quién iba a pensar, cuando se instituyó el orden monástico, que se iba a llegar a semejante relajación? ¡Qué lejos nos encontramos de los monjes que vivieron en tiempos de Antonio! Cuando les llegaba el tiempo de visitarse unos a otros, impulsados por el amor, iban tan ávidos de compartir el pan del alma que, olvidándose de comer, se pasaban a veces el día en ayunas por enfrascarse de lleno en las cosas del espíritu.

2. Ellos sí que vivían la verdadera Regla, dándole prioridad a lo más noble. Ellos sí que poseían la máxima discreción, entregándose a lo más importante. Ellos sí que amaban la verdad, saciándose con tanta ansia en sus almas, por cuyo amor había muerto Cristo. Pero nosotros, para decirlo con palabras del Apóstol: Cuando nos reunimos, no lo hacemos para comer la cena del Señor. Ni uno siquiera pide el pan celestial, aunque tampoco encontraría quien se lo quisiera dar. Nadie conversa sobre las Escrituras, ni se alude para nada a la salvación del alma. Todo se reduce a chistes y frivolidades, risas y palabras que se lleva el viento. Y sentados a la mesa comemos como glotones, mientras los chistes acaparan toda nuestra atención y así nos olvidamos de la debida moderación a la hora de comer.

SOBRE LA COMIDA

XX

1. En este ambiente se sirven platos y más platos. Y a falta de carne, de la que todavía se guarda abstinencia, se repiten los más exquisitos pescados. Cuando ya te has saciado de los primeros platos, si pruebas los siguientes, creerías que no has comido aun ningún pescado. Porque es tal el esmero y el arte con que lo preparan todo los cocineros, que, devorados ya cuatro o cinco platos, aún puedes con otros más, y la saciedad no mata el apetito. Seducido el paladar por nuevos, condimentos, vas olvidando el sabor de lo anterior. Y como si estuvieras en ayunas, se excita de nuevo la voracidad con las salsas más extrañas. Claro que, al final y sin caer en la cuenta, va uno atiborrándose, aunque la variedad del menú alivie el empalago. Normalmente nos cansan los alimentos servidos al natural, tal como nos los da la tierra. Pero combinándolos de mil maneras se les quita el sabor que les dio el Creador, se excita la gula con sabores falsificados y se sobrepasa excesivamente la raya de lo necesario, e incluso la del deleite.

2. ¿Y quién es capaz de  escribir, sin aludir a otros platos, las más diversas maneras de componer o, mejor, de descomponer  unos simples huevo? Con qué escrúpulo se baten y se revuelven, se preparan para tomarlos pasados por agua, o se cuecen para comerlos duros, se salpican en trocitos, o se fríen, los meten al horno o los rellenan, los presentan solos o con guarnición. ¿Para qué tanto esmero sino para matar su monotonía? Tampoco descuidan su presentación en las fuentes, para que la vista pueda deleitarse también como después lo hará el paladar. Así, para cuando el estómago comienza a demostrar su saturación, ya los ojos han quedado satisfechos. Pero, a pesar de la vistosidad que ofrecen a las miradas y la seducción con que complacen al gusto, el pobre estómago, que no entiende de colores ni saborea los manjares, es condenado a recibir todo lo que le echen, y en su opresión se siente no precisamente satisfecho, sino como enterrado bajo la comida.

SOBRE LA BEBIDA

XXI

1. No puedo ni sugerir que nos contentemos con beber agua, cuando ni siquiera soportamos beber el vino mezclado con agua. Porque todos sin excepción, en cuanto nos hicimos monjes, por lo visto comenzamos a padecer del estómago, a juzgar por nuestra fidelidad en cumplir el consejo tan oportuno del Apóstol acerca del vino. Pero no sé por qué nos olvidamos del adverbio con que matiza su frase: módiramente. Y ojalá nos limitáramos a beber el vino sin mezclarlo, por selecto que sea. Vergüenza da decirlo; pero más bochornoso es hacerlo que decirlo. Y si nos sonroja el escucharlo, avergoncémonos también de no enmendarnos.

2. Cuando te sientes a la mesa, podrás observar cómo un monje devuelve tres o cuatro tazas medio llenas, después de haber olfateado diversos vinos sin beberlos, pero probados ya casi sin rozarles los labios, como un consumado catador que con experta rapidez elige al fin el más fuerte y exquisito. Los días de solemnidad ha llegado a imponerse en algunos monasterios la costumbre de beber en el refectorio vinos rociados de miel y espolvoreados con especias. ¿También esto lo hacen por debilidad del estómago? Seamos sinceros; se trata solamente de poder beberlo en abundancia y paladearlo con mayor deleite.

3. Cuando ya las venas se hinchan con tanto vino y el pulso martillea en las sienes, ¿qué puede hacer el que se levanta de la mesa en esas condiciones sino echarse a dormir? Pero luego no le obligues a que se levante a vigilias, porque no arrancarás de él melodía alguna, sino suspiros.

4. Vuelvo a la cama, y si me preguntan qué me pasa, me quejo de que no me encuentro bien y de que no tengo ganas de comer; pero soy incapaz de confesar que he bebido demasiado.

SOBRE LA ENFERMERÍA

XXII

1. Más ridículo todavía resulta lo que muchos me han contado dándolo por cierto; por eso no me parece justo dejarlo pasar por alto. Aseguran, efectivamente, que monjes aún jóvenes, sanos y robustos, abandonan la vida de comunidad para instalarse en la enfermería sin estar enfermos. Así pueden comer carne habitualmente, cosa que la sobriedad de nuestra Regla se lo permite solamente y a duras penas a los enfermos y verdaderamente débiles, para que se repongan. Ellos no; no es que necesiten reparar los achaques de un organismo que ya está arruinándose; sólo desean satisfacer sus ansias de comer carne. Yo me pregunto, ¿qué seguridad puede tener el que abandona las armas, como si ya hubiese acabada la guerra con el triunfo sobre el enemigo, cuando en pleno combate deslumbra el fulgor de las lanzas y vuelan en todas direcciones las flechas del contrario? ¿Con qué garantía pueden contar los que se pasan las horas muertas comiendo y revolcándose desnudos sobre mullidos lechos? ¡Qué valientes sois, cobardes! Mientras vuestros compañeros, cubiertos de sangre, pelean con la muerte, vosotros a comer los más exquisitos manjares y a dormir hasta media mañana. Los demás, no; que velen día y noche sin descanso estrujando hasta el límite su tiempo, porque corren días malos. Pero vosotros os pasáis toda la noche durmiendo a placer y dejáis que corran las horas  del día charlando y sin dar golpe.

2. Encima diréis que hay paz cuando no hay paz. ¿Cómo no os morís de vergüenza, al escuchar la indignada reprensión que os lanza el Apóstol? Todavía no habéis luchado hasta derramar sangre. ¿No os asusta este espantoso trueno con que os amenaza? Cuando están diciendo que hay paz y seguridad, entonces les caerá encima de improviso el exterminio, como los dolores a una mujer encinta, y no podrán escapar. Es una medicina demasiado melindrosa vendarse antes de ser herido, quejarse de las llagas que aún no han aparecido, parar el golpe que aún no nos han dado, poner pomadas donde no nos duele, aplicar emplastos donde no hay herida.

XXIII

1. Y para colmo, con el fin de distinguir a los santos de los enfermos, han de llevar unos bastones que no los necesitan, sino como señal de una enfermedad inexistente, ya que carecen de esos síntomas comunes que son la delgadez del cuerpo o la palidez del rostro. ¿Qué podremos hacer? ¿Reírnos u llorar por tanta insensatez? ¿Fue así como vivió Macario? ¿Es esto lo que nos enseñó Basilio? ¿Fue esto lo que instituyó Antonio? ¿Sería ésa la vida que llevaron nuestros Padres en Egipto? Y los santos Odón, Mayolo, Odilón y Hugo, de quienes ellos se ufanan por considerarlos como insignes maestros suyos y de su orden, ¿vivieron así o establecieron algo semejante? Ninguno de ellos, si fueron santos o, mejor, porque lo fueran, pudo disentir del Apóstol cuando nos dice: Teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos. Mas para nosotros, comer es hartarnos, y vestirnos es andar siempre elegantísimos.

SOBRE EL VESTIDO

XXIV

1. Otros se afanan por vestirse no con lo más común, sino con lo más rebuscado. Y no para abrigarse mejor, sino por pura ostentación. No se sigue el criterio de la Regla comprando lo más barato, sino lo que se pueda llevar con más lujo y afectación. ¡Qué desgracia, puede pensar cualquiera que se tenga por monje, tener que vivir el espectáculo que ha llegado a dar nuestra Orden! Una Orden que fue la primera en toda la Iglesia. Con ella precisamente nació la Iglesia. No había en la tierra otra como ella, tan parecida a los coros angélicos. Ninguna más próxima a la Jerusalén celestial, nuestra Madre, por la nitidez se su pureza y por el fuego de su amor, pues sus fundadores fueron los Apóstoles y a sus iniciadores les llama santos muchas veces el apóstol Pablo. Nadie en aquella comunidad guardaba para sí lo que era suyo; todo lo distribuían según lo que necesitaba cada uno, y no para satisfacer sus pueriles caprichos. Como nadie recibía más que lo necesario, no tenían ni siquiera ocasión de poseer nada superfluo o especial, y menos aun nada singularmente llamativo.

2. Aplicando la frase según lo que necesitaba cada uno a las prendas de vestir, significa que eran las imprescindibles para cubrirse y abrigarse. ¿O piensas que para vestirse compraban telas de seda y para ir a caballo montaban mulas de doscientos sueldos de oro? ¿Crees que cubrían sus lechos con pieles de animales raros o con edredones de variados colores? No. Justamente se le daba a cada uno lo necesario. No podrían preocuparse demasiado del precio, de la calidad o del color de la ropa si pusieran toda su alma en la mutua concordia, en su unidad espiritual y en el cultivo de la virtud. En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo.

XXV

1. Y hoy, ¿dónde encontramos aquella unanimidad y concordia? Dispersos en lo exterior y desviados de los bienes auténticos y eternos del reino, que está dentro de nosotros, buscamos fuera la compensación vacía de las vanidades y falsas locuras, hasta llegar a perder lo más genuino de la primitiva religión y sus mismos signos externos. Porque incluso el hábito (y lo digo con dolor), que era una prenda clarísima de humildad, es ahora en nuestros monjes un testimonio de arrogancia. Por eso difícilmente podremos encontrar en nuestra región tejidos como para poder vestirnos nosotros. Monjes y soldados, indistintamente, llevan su cogulla o su clámide de la misma calidad. Y cualquier seglar, por muy distinguida que sea su posición, aunque sea el rey o el mismo emperador, aceptaría nuestra ropa por su uso, simplemente arreglándola y adaptándola a su estado de vida.

XXVI

1. Me diréis que la religión no depende del alma, porque radica en el corazón. De acuerdo. Pero tú vas de ciudad en ciudad a comprar tela para las cogullas y recorres los mercados, te metes por las feria, miras en todos los puestos, revisas todas sus existencias, obligas a que te muestren todas las piezas, las tocas con los dedos, las miras a la luz del sol y vas rechazando una tras otra, o porque son demasiado gruesas o porque no te gusta el color; hasta que al fin encuentras la que te agrada por la calidad de su tejido y por el matiz de su tinte; y te quedas con ella sin que te asuste su precio, por exagerado que sea. Dime. ¿Haces esto con toda sencillez o porque ahí está todo tu corazón? Cuando, contra lo que dice la Regla, no te limitas a comprar lo más barato, y rebuscas afanosamente hasta dar con lo mejor, comprando lo más caro, ¿cómo lo haces: sin advertirlo o con deliberada intención? Porque sabemos muy bien que todos nuestros vicios salen al exterior de lo que se almacena en el corazón. Un corazón vanidoso deja en el porte exterior la marca de su vanidad. La afectación exterior es un indicio de la vanidad interior. Las ropas refinadas indican molicie de espíritu. No se preocuparía tanto de engalanar su cuerpo quien antes no hubiera descuidado cultivar su espíritu con las virtudes.

SOBRE LOS ABADES

XXVII

1. La Regla dice que el maestro se hace responsable de todos los delitos de sus discípulos, y el Señor amenaza por su profeta a los pastores con pedirles cuenta de la sangre de los que mueren en pecado. Por eso me asombra ver que nuestros abades consientan tantas cosas. Pero es que, por otra parte, y lo digo con toda franqueza, ¿quién puede tener coraje para reprender a otros cuando tampoco él se ve irreprochable? Efectivamente, comprendo que es muy humano no enfrentarse a los demás por cosas en las que uno condesciende consigo mismo. Pero lo voy a decir, sí; me parece muy duro, mas debo decir la verdad. ¿Será posible que la luz del mundo se haya hecho tiniebla? ¿Cómo es que la sal se ha vuelto sosa? Los que con su vida debieran haber sido sendero hacia la vida, han pasado a ser ciegos que guían a otros ciegos por el ejemplo de soberbia que brindan con sus obras.

2. Voy a callar muchas cosas. Pero ¿qué ejemplo de humildad nos pueden dar ellos cuando viajan haciendo ese alarde de séquitos majestuosos y de nutrida caballería, acompañados y servidos por tantos criados de acicaladas pelucas, hasta el grado de que el acompañamiento de un solo abad podría muy bien ser suficiente para dos obispos?

3. Miento si no vi con mis propios ojos a un abad que llevaba en su comitiva más de sesenta caballos. Dirías, al verlos pasar, que no son padres de un monasterio, sino señores de un castillo; que no parecen maestros espirituales, sino dueños de provincias enteras. Ordenan llevar consigo manteles, vasos, platos, candelabros y maletas que revientan, no porque vayan llenas de simples colchas, sino de lujosos adornos para sus lechos. Son incapaces de alejarse apenas cuatro leguas de sus casas sin movilizar todo su equipaje; como si se pusiera en marcha un ejército o tuvieran que atravesar un desierto en el que no iban a encontrar ni lo más indispensable. ¿Es que no pueden usar el mismo vaso para beber el vino y para echar agua en sus manos? ¿Es que no vas a pegar ojo si no te acuestas sobre varios colchones y no te cubres con los cobertores más caprichosos? ¿Es que no puede servirte un mismo criado para atar el caballo, servir la mesa y preparar las camas? ¿Por qué no llevamos con nosotros todo lo necesario para esa caterva de criados y caballos? Así aliviaríamos al menos la sobrecarga de tanta molestia para nuestras hospederías.

SOBRE EL ARTE Y LOS AJUARES

XXVIII

1. Esto no es nada. Vayamos a cosas más graves, pero que pasan inadvertidas por lo frecuentes que son. No me refiero a las moles inmensas de los oratorios, a su desmesurada largura e innecesaria anchura, ni a la suntuosidad de sus pulimentadas ornamentaciones y de sus originales pinturas, que atraen la atención de los que allí van a orar, pero quitan hasta la devoción.

2. A mí me hacen evocar el antiguo ritual judaico. Claro que todo esto es para la gloria de Dios. ¡No faltaba más! Pero yo, monje, pregunto a los demás monjes aquello que un pagano preguntaba a otros paganos: Decidme, pontífices, qué hace el oro en el santuario. Pero lo planteo de otra manera, porque no me fijo en la letra del verso, sino en su espíritu: Decidme, pobres, si es que lo sois, ¿qué hace el oro en el santuario? Porque una es la misión de los obispos  y otra la de los monjes. Ellos se deben por igual a los sabios y a los ignorantes, y tienen que estimular la devoción exterior del pueblo mediante la decoración artística, porque no les bastan los recursos espirituales.

3. Pero nosotros, los que ya hemos salido del pueblo, los que hemos dejado por Cristo las riquezas y los tesoros del mundo con tal de ganar a Cristo, lo tenemos todo por basura. Todo lo que atrae por su belleza, lo que agrada por su sonoridad, lo que embriaga con su perfume, lo que halaga por su sabor, lo que deleita en su tacto. En fin, todo lo que satisface a la complacencia corporal.

4. ¿Y podemos pretender ahora que estas cosas exciten nuestra devoción? ¿Qué finalidad perseguiríamos con ello? ¿Que queden pasmados los necios o que nos dejen sus ofrendas los ingenuos? Quizá sea que vivimos aún como los paganos y hemos asimilado su conducta rindiéndonos ante sus ídolos. O hablando ya con toda sinceridad y sin miedo, ¿no nacerá todo esto de nuestra codicia, que es una idolatría? Porque no buscamos el bien que podamos hacer, sino los donativos que van a enriquecernos. Si me preguntas, ¿de qué manera? Te respondería: de una manera originalísima. Hay un habilidoso arte que consiste en sembrar dinero para que se multiplique. Se invierte para que produzca. Derrocharlo equivale a enriquecerse. Porque la simple contemplación de tanta suntuosidad, que se reduce simplemente a maravillosas vanidades, mueve a los hombres a ofrecer donaciones más que a orar. De este modo, las riquezas generan riquezas. El dinero atrae al dinero, pues no sé por qué secreto, donde más riquezas se ostentan, más gustosamente se ofrecen las limosnas. Quedan cubiertas de oro las reliquias y deslúmbranse los ojos, pero se abren los bolsillos. Se exhiben preciosas imágenes de un santo o de una santa, y creen los fieles que es más poderoso cuanto más sobrecargado esté de policromía. Se agolpan los hombres para besarlo, les invitan a depositar su ofrenda, se quedan pasmados por el arte, pero salen sin admirar su santidad. No cuelgan de las paredes simples coronas, sino grandes ruedas cuajadas de pedrerías, rodeadas de lámparas rutilantes por su luz y por sus ricas piedras engarzadas. Y podemos contemplar también verdaderos árboles de bronce, que se levantan en forma de inmensos candelabros, trabajados en delicados filigranas, refulgentes por sus numerosos cirios y piedras preciosas.

5. ¿Qué buscan con todo esto? ¿La compunción de los convertidos o la admiración de los visitantes? Vanidad de vanidades. ¿Vanidad o insensatez? Arde de luz la iglesia en sus paredes y agoniza de miseria en sus pobres. Recubre de oro sus piedras y deja desnudos a sus hijos. Con lo que pertenece a los pobres, se recrea a los ricos. Encuentran dónde complacerse los curiosos y no tienen con qué alimentarse los necesitados. Y encima, ni siquiera respetamos las imágenes de los santos que pululan hasta por el pavimento que pisan nuestros pies. Más de una vez se escupe en la boca de un ángel o se sacude el calzado sobre el rostro de un santo. Si es que llegamos a no poder prescindir de imágenes en el suelo, ¿por qué se han de pintar con tanto esmero? Es embellecer lo que en seguida se va a estropear. Es pintar lo que se va a pisar. ¿Para qué tanta imagen primorosa empolvándose continuamente? ¿De qué le sirve esto a los pobres, a los monjes y a los hombres espirituales?

6. A no ser que respondamos a aquella pregunta del poeta con las palabras del salmo: Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria. En ese caso lo toleraría, pues aunque son nocivas las riquezas para los superficiales y los avaros, no lo son para los hombres sencillos y devotos.

XXIX

1. Pero en los capiteles de los claustros, donde los hermanos hacen su lectura, ¿qué razón de ser tienen tantos monstruos ridículos, tanta belleza deforme y tanta deformidad artística? Esos monos inmundos, esos fieros leones, esos horribles centauros, esas representaciones y carátulas con cuerpos de animal y caras de hombres, esos tigres con pintas, esos soldados combatiendo, esos cazadores con bocinas... Podrás también encontrar muchos cuerpos humanos colgados de una sola cabeza, y un solo tronco para varias cabezas. Aquí un cuadrúpedo con cola de serpiente, allí un pez con cabeza de cuadrúpedo, o una bestia con delanteros de caballo y sus cuartos traseros de cabra montaraz. O aquel otro bicho con cuernos en la cabeza y forma de caballo en la otra mitad de su cuerpo. Por todas partes aparece tan grande y prodigiosa variedad de los más diversos caprichos, que a los monjes más les agrada leer en los mármoles que en los códices, y pasarse todo el día admirando tanto detalle sin meditar en la ley de Dios. ¡Ay Dios mío! Ya que nos hacemos insensibles a tanta necedad, ¿cómo no nos duele tanto derroche?

XXX

1. Un tema tan complejo como éste me da pie para entenderme mucho más. Pero me apremian mis propias ocupaciones, bastante absorbentes, y tu prisa para marcharte, querido Ogerio, pues no estás dispuesto a demorarte más ni quieres irte sin este nuevo opúsculo. Por eso voy a satisfacer tu doble deseo. Te dejo partir y resumo lo que aún me falta. Por otra parte, es mejor decir poco con paz que mucho con escándalo. Y ojalá que ese poco lo haya escrito sin escandalizar a nadie. Pues sé muy bien que fustigando vicios se ofende a sus autores. Aunque también podría suceder, con el querer de Dios, que algunos a quienes yo temo exasperar, quizá lo lean a gusto, si es que se corrigen de sus vicios.

2. Concretando. Todo dependerá de que los monjes más rigurosos dejen de murmurar y los más relajados corten con lo superfluo. Así, cada uno conservaría el don que posee, sin juzgar al que no lo tiene; si el que ya optó por lo mejor no envidia a los que son mejores y el que cree obrar mejor no desprecia la bondad del otro; si los que pueden vivir más rigurosamente no vilipendian a los que  no pueden hacerlo y éstos admiran a los primeros, pero sin pretender imitarlos temerariamente. A los que ya profesaron una vida más rigurosa no les está permitido descender a otra menos exigente sin caer en la apostasía. Lo cual no quiere decir que haya que llegar a la conclusión de que todos deberían pasarse de observancias menores a otras mayores, no sea que caigan en la ruina.

SOBRE LOS MONJES QUE CAMBIAN DE ORDEN

XXXI

1. Me consta que algunos, procedentes de otras congregaciones e institutos, se dieron demasiada prisa para acudir e ingresar en nuestra Orden. Pero entre los suyos sembraron el escándalo y a nosotros nos perjudicaron. A ellos por su temeraria huida y a nosotros porque nos perturbaron con su pobre manera de vivir como monjes. Además, despreciaron altivamente lo que ya tenían e intentaron temerariamente lo que les superaba; al fin Dios les hizo descubrir su equivocación acabando como tenían que acabar.  Efectivamente, terminaron abandonando descaradamente lo que imprudentemente abrazaron y vergonzosamente se volvieron a lo que habían dejado sin verdaderas razones. Sólo buscaban nuestros claustros porque eran incapaces de de vivir pacientemente dentro de su Orden, y no porque deseasen la nuestra. Ahora se muestran tal como son, yendo y viniendo de vuestros monasterios a los nuestros, y de los nuestros a los vuestros con una veleidad tan inestable, que nos escandalizan a nosotros, a vosotros y a todos los hombres de sentido común. Es verdad que también hemos conocido a otros que, con la gracia de Dios, comenzaron con toda decisión y, con su ayuda, perseveran con mayor tesón todavía. Sin embargo, es mucho más seguro continuar allí donde comenzamos que volver a empezar en otra Orden donde no vamos a perseverar. De todas maneras, lo que unos y otros hemos de intentar es cumplir lo que nos aconseja el Apóstol: Todo lo que hagáis, que sea con amor. Esto es lo que yo pienso a propósito de esa polémica entre vuestra Orden y la nuestra. Esto es lo que suelo decir a los nuestros y a los vuestros; lo que me gusta no sólo comentar sobre vosotros, sino manifestaros directamente a vosotros mismos, y esto lo sabes tú muy bien, porque nadie me conoce como tú. Todo lo que en vosotros considero laudable, lo alabo y lo elogio. Y en lo que me parece menos recto, trato de exhortaros a ti y a otros amigos míos para que  lo enmendéis. Esto no es detracción, sino atracción. Te ruego y suplico que procedáis siempre con nosotros de la misma manera. Saludos.