SAN BERNARDO
Tratado sobre la Consideración

 

 

1. Irrumpe en mi interior, beatísimo papa Eugenio, un deseo incontenible de dictar algo que te edifique, te agrade y te consuele. Pero vacilo entre hacerlo o no, pues dudo que pueda salir de mí una exhortación que debería ser libre y al mismo tiempo moderada; ya que me hallo como envuelto en una lucha entre dos fuerzas contrarias, impulsado por mi amor y frenado por tu majestad. Mientras ésta me inhibe, el amor me apremia.

 

2. Pero entra en lid tu condescendencia y no me lo mandas sencillamente, sino que te rebajas a pedírmelo, cuando te correspondía ordenármelo. ¿Cómo podrán resistirse más mis temores, si tu propia majestad es tan deferente conmigo? No me mediatiza que hayas sido elevado a la cátedra pontificia. El amor desconoce lo que es el señorío y reconoce al hijo aun bajo la tiara. Es sumiso por naturaleza, obedece espontáneamente, accede desinteresadamente, desiste generosamente. Aunque no todos son así, no todos; porque muchos se deban llevar de la codicia o del temor. Esos son los móviles de quienes en apariencia te alaban; sin embargo, en su corazón anida la maldad. Te adulan con sus reverencias y luego te abandonarían en la desgracia. En cambio, el amor nunca desaparecerá.

 

3. Yo, a decir verdad, me encuentro liberado de mis servicios maternales contigo, pero no me han arrancado el afecto de madre. Hace mucho que te llevo en las entrañas y no es tan fácil que me arranquen un amor tan íntimo. Ya puedes subir a los cielos o bajar a los abismos, que no acertarás a separarte de mí; te seguiré a donde vayas. Amé al que era pobre en su espíritu; amaré al que ahora es padre de pobres y ricos. Llegué a conocerte bien y sé que no has dejado de ser pobre en el espíritu, aunque te hayan hecho el padre de los pobres. Confío que se haya realizado en ti ese cambio, pero no a tu costa; tu promoción no ha conseguido cambiar tu condición anterior, sino solamente sobreañadirse a ella. Te amonestaré, pues, no como un maestro, sino como una madre. Tal como le corresponde al que ama. Quizá parezca más bien una locura, pero lo será para el que no ama ni siente la fuerza del amor.

 

LIBRO I
CONSIDERACIÓN SOBRE LAS OCUPACIONES

 

I

 

1. ¿Por dónde comenzaría? Me decido a hacerlo por tus ocupaciones, pues son ellas las que más me mueven a condolerme contigo. Digo condolerme, en el caso de que a ti también te duelan. Si no es así, te diría que me apenan; pues no puede hablarse de condolencia cuando el otro no siente el mismo dolor. Por tanto, si te duelen, me conduelo; y si no, siento aún mayor pena, porque un miembro insensibilizado difícilmente podrá recuperarse; no hay enfermedad tan peligrosa como la de no sentirse enfermo. Pero ni se me ocurre pensar eso de ti.

 

2. Sé con qué gusto saboreabas hasta hace muy poco las delicias de tu dulce soledad. Es imposible que ya no lamentes su pérdida tan reciente. Una herida aún fresca duele muchísimo. Y no es posible que se haya encallecido la tuya tan pronto, ni te creo capaz de haberte insensibilizado en tan poco tiempo. Todo lo contrario. A no ser que quieras ocultarlo, te sobran razones para sufrir justificadamente por las fatigas que te reserva cada día. Si no me engaño te arrancaron de los brazos de tu querida Raquel,  contra tu voluntad, y ese dolor has de revivirlo inevitablemente cuantas veces tienes que soportar las consecuencias.

 

3. ¿Cuándo te sucede eso? Siempre que intentas algo inútilmente sin poder llevarlo a cabo. ¡Cuántos esfuerzos sin éxito! ¡Cuántos dolores de parto sin dar a luz! ¡Cuántos afanes frustrados! ¡Cuántas cosas tienes que abandonar nada más comenzarlas! ¡Y cuántos planes caen por tierra nada más concebirlos! Han llegado los hijos hasta el cuello del útero -dice el profeta- y no hay fuerza para alumbrarlos. ¿No lo has experimentado ya? Nadie lo sabe mejor que tú. Tendrían que haberse debilitado tus facultades mentales o deberías ser como la novilla de Efraín, que trillaba a gusto, si es que te has acomodado a tu situación sin recuperación alguna. Pero no; eso sería propio de quien ya se  ha rendido ante la reprobación. Te deseo sinceramente la paz, pero no una paz que nazca de tu conformismo. Sería muy alarmante para mí que gozarás de esa paz. ¿Te extrañaría que pudieses llegar a ese extremo? Te aseguro que es posible; ordinariamente la fuerza de la costumbre lleva a la despreocupación.

 

LOS PELIGROS DE LAS EXCESIVAS OCUPACIONES

 

II

 

1. No te fíes demasiado del disgusto que ahora sientes. Nada hay tan arraigado en el ánimo que no pierda su fuerza con la negligencia del paso del tiempo. La curiosidad termina encubriendo una herida vieja ya olvidada; por eso se hace más difícil de curar cuanto menos duele. Hasta el dolor más agudo y tenaz acaba remitiendo en su intensidad; aunque no lo amortigüen los calmantes, cede por sí solo. O desaparece en seguida con las medicinas, o se adormece por su misma agudeza. ¿Hay algo que no consiga cambiar la fuerza de la costumbre? La rutina nos relaja. Nada resiste a la repetición asidua. Cuántos, debido a la inercia del hábito; han conseguido encontrar agradable lo que antes aborrecían por resultarles amargo.

 

2. Así lo confesaba el justo aquel: Lo  que mi alma se negaba aun a tocarlo, eso ha venido a ser mi alimento en mi enfermedad. Al principio pueden parecerte insoportables algunas cosas; pero a la larga, si te acostumbras a e as, no las considerarás tan pesadas; poco después te resultarán ya soportables; en seguida ni las notarás, y a fin terminan por gustarte. Así, poco a poco, se llega a la pureza del corazón, y de ella, a la aversión. De esta manera; como te decía, el dolor más vivo y continuo llega a extinguirse recobrando la salud o haciéndose insensible.

 

III

 

1. En una palabra: es lo que siempre me temí de ti y lo temo ahora: que por haber diferido el remedio, por no poder soportar más el dolor, llegues, desesperado, a abandonarte al peligro de forma irremediable. Tengo miedo, te lo confieso, de que en medio de tus ocupaciones,  que son tantas, por no poder esperar  que lleguen nunca a su fin, acabes por endurecerte tú mismo y lentamente pierdas la sensibilidad de un dolor tan justificado y saludable.

 

 

2. Sustráete de las ocupaciones al menos algún tiempo. Cualquier cosa menos permitirles que te arrastren y te lleven a donde tú no quieras. ¿Quieres saber a dónde? A la dureza del corazón. Y no me preguntes qué es esa dureza de corazón Si no te has estremecido ya, es que tu corazón ha llegado a ella. Corazón duro es simplemente aquel que no se espanta de sí mismo, porque ni lo advierte. No me hagas más preguntas. Díselo al faraón. Ningún corazón duro llegó jamás a salvarse, a no ser que Dios, en su misericordia --como dice el profeta-, lo convierta en un corazón de carne. ¿Cuándo es duro el corazón? Cuando no se rompe por la compunción, ni se ablanda con la compasión, ni se conmueve en  a oración. No cede ante las amenazas y se encrespa con los golpes. Es ingrato a los bienes que recibe, desconfiado de los consejos, cruel en sus juicios, cínico ante lo indecoroso, impávido entre los peligros, inhumano con los hombres, temerario para con lo divino. Todo lo echa a la espalda, nada le importa el presente. No teme el futuro. Es de corazón duro el hombre que del pasado sólo recuerda las injurias que le hicieron. No se aprovecha del presente y el futuro únicamente lo imagina para maquinar y organizar la venganza. En una palabra: es de corazón duro el que ni teme a Dios ni respeta al hombre.

 

3. Hasta este extremo pueden llevarte esas malditas ocupaciones si, tal como empezaste, siguen absorbiéndote por entero sin reservarte nada para ti mismo. Pierdes el tiempo; y si me permites que sea para ti otro Jetró, te diría que te agotas en un trabajo insensato, con unas ocupaciones que no son sino tormento del espíritu, enervamiento del alma y pérdida de la gracia. El fruto de tantos afanes, ¿no se reducirá a puras telas de araña?

 

EL EXCESO Y LA POCA DIGNIDAD DE LAS OCUPACIONES

 

IV

 

1. Yo te preguntaría: ¿Qué es eso de estar desde la mañana hasta la noche presidiendo juicios y escuchando a litigantes? Ojalá le bastara a cada día su malicia. Pero no; no te quedan libres ni las noches. Apenas has descansado un poco, para que tu pobre cuerpo se recupere algo, y ya tienes que levantarte de nuevo para acudir a los juicios. Un día le pasa a otro sus pleitos y la noche lega a la noche su maldad; y sin respiro alguno no sacas un momento para orar, ni para entreverar algo el trabajo con el descanso y menos todavía tienes un intervalo de ocio, aunque sea corto. Sé que tú también lo deploras, pero inútilmente, si no haces todo lo posible por remediarlo. Yo quisiera que al menos lo lamentes de momento, para que no te endurezca tan absorbente ocupación. Los herí y no han sentido dolor, dice Dios. ¡Qué no seas tú como ellos! Mira de identificarte más bien con lo que dice el justo y con sus sentimientos: ¿Qué fuerzas me quedan para resistir? ¿Qué destino espero para tener paciencia? ¿Soy tan resistente romo la piedra? ¿Es acaso de bronce mi carne?

 

2. Gran virtud, por cierto, la paciencia. Pero en este caso no me gustaría que   tuvieras tú. Hay ocasiones en que es preferible saber impacientarse. No creo que apruebes la paciencia a la que Pablo se refería: Con gusto soportáis a los insensato, vosotros que sois sensatos. Si no me equivoco, aquí hay clarísima ironía y no alabanza, mordaz reprensión de la mansedumbre de algunos que, entregándose a los falsos apóstoles y seducidos por ellos, toleran con falsa paciencia que les arrastren a sus extraños y depravados dogmas. Por eso añade: si alguien os esclaviza, se lo aguantáis.

 

3. No consiste la paciencia en consentir que te degraden hasta la esclavitud, cuando puedes mantenerte libre. Y no quisiera que pase inadvertida por ti esa servidumbre, en la que día a día te estás hundiendo sin darte cuenta. No sentir la continua vejación propia es un síntoma de que el corazón se haya embotado. Los azotes os servirán de lección, dice la Escritura. Lo cual es verdad; pero si no son excesivos. Cuando lo son, nada enseñan, porque provocan repugnancia. Cuando el impío llega al fondo del mal, todo lo desprecia. Espabílate y ponte alerta. Que te horrorice el yugo que te viene encima y te oprime con su odiosa esclavitud.

 

4. No creas que sólo quien sirve a un único señor es esclavo, sino también el que, sin serlo, está a disposición de todos. No existe peor ni más opresora servidumbre que la esclavitud de los judíos. Allí donde vayan la llevan consigo, y en todas partes son molestos para sus señores: Confiésalo también tú, por favor. ¿Dónde te sientes libre? ¿Dónde te ves seguro, dónde eres tú mismo? A todas partes te sigue la confusión, te invade el bullicio y te oprime el yugo de tu esclavitud.

 

V

 

1. No  me  repliques  ahora  con  las  palabras  del Apóstol, cuando dice: Siendo yo libre de todos, a todo me esclavicé. Porque no puedes aplicártelas a ti mismo. El no servía a los hombres como un esclavo para que consiguieran ventajas inconfesables. No acudían a él de todas las panes del mundo los ambiciosos, avaros, simoníacos, sacrílegos, concubinarios, incestuosos y otros monstruos de parecido ralea para conseguir o conservar mediante su autoridad apostólica títulos eclesiásticos.

 

2. Es cierto que se hizo siervo de todos aquel hombre cuya vida era Cristo, y para quien morir era una ganancia. De este modo quería ganar a muchos para Cristo; pero no pretendía amontonar tesoros por su avaricia. No puedes tomar como modelo de tu servil conducta a Pablo por la sagacidad de su celo, ni por su caridad tan libre como generosa. Sería mucho más digno para tu apostolado, más saludable para tu conciencia y más fecundo para la Iglesia de Dios, que escucharas al mismo Pablo cuando dice en otro lugar: Habéis sido rescatados con un precio muy alto; no os hagáis ahora esclavos de los hombres.

 

3. ¿Puede haber algo más servil o indigno de un Sumo Pontífice como desvivirse por estos negocios, no digo ya cada día, sino en todo momento? ¿Así, qué tiempo puede quedarnos para orar? ¿Cuántas horas reservamos para adoctrinar a los pueblos? ¿Cómo edificamos la iglesia? ¿Cuándo meditamos la ley del Señor? Y venga a tratar de leyes a diario en palacio, pero sobre las de Justiniano; no sobre las del Señor.  ¿También  eso es justo? Allá tú.  La ley del Señor es perfecta y alegra el corazón. Pero esas otras no son propiamente leyes, sino pleitos y sofisterías que trastornan el Juicio. Y tú, el pastor y guardián de las almas, ¿con qué conciencia puedes tolerar que la ley quede sofocada entre el bullicio de los litigios?

 

4. Estoy seguro de que te muerden los escrúpulos por tanta perversidad. Y hasta me imagino que más de una vez te verás obligado a exclamar ante el Señor, como el profeta: Me contaron los malvados sus intenciones, pero no hay nada como tu ley. Ven ahora y atrévete a decirme que gozas de libertad bajo la mole aplastante de tantos impedimentos ineludibles. A no ser  que puedas evitarlo y no lo quieras. En ese caso estarías mucho más esclavizado por ser siervo de una voluntad tan degradada como la tuya. ¿O no es un esclavo aquel a quien le domina la iniquidad? Y más que nadie. Aunque tal vez para ti sea una abyección mayor ser dominado por otro hombre que ser esclavo de un vicio. ¿Y qué importará ser esclavo por propia complacencia o forzosamente, si al fin lo eres? La esclavitud forzosa es digna de lástima; pero más degradante será la esclavitud deseada. ¿Qué puedo hacer?, me dices. Abstenerte de esas ocupaciones. Acaso me responderás: Imposible; más fácil me resultaría renunciar a la Sede Apostólica. Precisamente eso sería lo más acertado si yo te exhortara a romper con ellas y no a interrumpirlas.

 

SOBRE EL RESPETO

 

VI

 

1. Escucha mi reprensión y mis consejos. Si toda tu vida y todo tu saber lo dedicas a las actividades y no reservas nada para la consideración, ¿podría felicitarte? Por eso no te felicito. Y creo que no podrá hacerlo nadie que haya escuchado lo que dice Salomón: El que regula sus placeres, se hará sabio. Porque incluso las mismas ocupaciones saldrán ganando si van acompañadas de un tiempo dedicado a la consideración. Si tienes ilusión de ser todo para todos, imitando al que se hizo todo para todos, alabo tu bondad; a condición de que sea plena. Pero ¿cómo puede ser plena esa bondad si te excluyes de ella a ti mismo? Tú también eres un ser humano. Luego para que sea total y plena tu bondad, su seno, que abarca a todos los hombres, debe acogerte también a ti. De lo contrario, ¿de qué te sirve -de acuerdo con la palabra del Señor- ganarlos a todos si te pierdes a ti mismo? Entonces, va que todos te poseen, sé tú mismo uno de los  que disponen de ti.

 

2. ¿Por qué has de ser el único en no beneficiarte de tu propio oficio? ¿Hasta cuándo vas a ser un aliento fugaz que no torna? ¿Cuándo, por fin, vas a darte audiencia a ti mismo entre tantos a quienes acoges? Te debes a sabios y necios, ¿y te rechazas sólo a ti mismo?

 

3. El temerario y el sabio, el esclavo y el libre, el rico y el pobre, el hombre y la mujer, el anciano y el joven, el clérigo v el laico, el justo y el impío, todos disponen de ti por igual, todos beben en tu corazón como de una fuente pública, ¿y te quedas tú solo con sed? Si es maldito el que dilapida su herencia, ¿qué será del que se queda sin él mismo? Riega las calles con tu manantial, beban  de él hombres, jumentos y animales, sin excluir siquiera a los camellos del criado de Abrahán; pero bebe tú también con ellos del caudal de tu pozo. No lo repartas con extraños. ¿O es que tú eres un extraño? ¿Para quién no eres un extraño, si lo eres para ti mismo?

 

4. En definitiva, el que es cruel consigo mismo, ¿para quién es bueno? No te digo que siempre, ni te digo que a menudo, pero alguna vez, al menos, vuélvete hacia ti mismo. Aunque sea como a los demás, o siquiera después de los demás, sírvete a ti mismo. ¿Qué mayor condescendencia? Lo digo por exigencia de la caridad más que de la justicia. Y creo que soy contigo más indulgente que el propio Apóstol. ¿Y más de lo conveniente?, me dirás. Pero no me preocupa; ¿qué más da, si así conviene? Porque confío en que tú no te conformarás con mi tímida exhortación, sino  que la superarás. En realidad, lo mejor sería que tu generosidad  superara mi audacia. A mí me parece más seguro equivocarme ante tu majestad que no quedarme corto por mi timidez. Quizá fuera preferible amonestarle al sabio, como lo he hecho, según lo  que está escrito: Ofrécele la ocasión al sabio, y será más sabio todavía.

 

SOBRE LO QUE PARECE MÁS PERFECTO

 

VII

 

1. Escucha, además, lo que piensa al respecto el Apóstol: Así que, ¿no hay entre vosotros ningún entendido que pueda arbitrar entre dos hermanos? Y concluye: Lo digo para vergüenza vuestra. En los pleitos tomáis por jueces a esa gente que en la iglesia no pinta nada. Luego, según el Apóstol, usurpas para ti indignamente un oficio vil, una categoría de las más despreciables. Por eso el mismo Apóstol, instruyendo a otro apóstol, le decía: Nadie que trate de servir a Dios se enreda en asuntos mundanos. Pero yo soy más condescendiente contigo; no te exijo tanto, sino únicamente lo que en realidad está a tu alcance.

 

2. Creo que, en estos tiempos, los hombres que litigan por los bienes materiales y que piden justicia, no tolerarían que les respondieses con una reacción parecida a la del Señor: Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros? ¿Qué pensarían inmediatamente de ti? Dirían: Habla como si fuese un rudo ignorante que se olvida de que es el primado; deshonra su Sede suprema y la gloriosa dignidad apostólica. Sí, lo dirían; pero jamás podrían demostrar que apóstol alguno se haya constituido en juez de los hombres, especializado en pleitos sobre lindes o partición de herencias. Lo que sí he visto es que los apóstoles comparecieron para ser juzgados; pero nunca he podido comprobar que se hayan sentado para actuar como jueces. Eso lo harán un día que todavía no ha llegado. ¿O acaso el siervo se rebaja en su dignidad cuando no intenta ser mayor que su señor? No creo que desdiga del alumno no ser superior a su maestro, ni que sea indigno de un hijo no salirse de las prohibiciones que le impusieron sus padres. ¿Quién me constituyó juez? Lo dijo él, el Señor y el Maestro. ¿Puede ahora sentirse ofendido el siervo o el alumno que no se erige en juez universal?

 

3. Tampoco creo que posea un buen criterio quien piense que es indigno de los apóstoles y de sus sucesores carecer de competencia para ser Jueces en toda clase de causas, cuando sólo recibieron potestad para las más trascendentales. ¿Por qué no puede n despreciar el rebajarse a juzgar los pleitos más miserables quienes un día juzgarán a los mismos ángeles del cielo? Tú tienes jurisdicción sobre los delitos, no sobre las posesiones; recibiste las llaves del reino de los cielos para cerrar sus puertas a los pecadores, no a los terratenientes. Para que sepáis -afirma- que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados... ¿Qué potestad y dignidad te parece mayor: la de perdonar los pecados o la de dirimir pleitos? No hay comparación posible. Ya hay jueces para esos asuntos tan ruines y terrenos: ahí están los príncipes y los reyes de este mundo. ¿Por qué te entrometes en competencias ajenas? ¿Cómo te atreves a poner tu hoz en la mies que no es tuya? No es porque tú seas indigno, sino porque es indigno de ti injerirte en causas semejantes, cuando debes ocuparte de realidades superiores. Y si alguna vez lo requiere así un caso especial, conviene que recuerdes no ya mi opinión personal, sino la del mismo Apóstol, que dice: Si vosotros vais a juzgar al mundo, seréis incapaces de juzgar esas otras causas más pequeñas.

 

LA NECESIDAD DE LA CONSIDERACIÓN

 

VIII

 

1. Pero una cosa es caer incidentalmente en esas causas, cuando lo apremian razones de peso, y otra entregarse a ellas plenamente, como si se tratara de los asuntos más graves que requieren toda nuestra dedicación. Debería recordarte otras muchísimas razones, si tratara de exponerte todos los argumentos más convincentes, con los consejos más atinados y sinceros. Mas ¿para qué? Corren días malos y ya te he insistido suficientemente en que no te des del todo, ni siempre, a la acción, sino que te reserves para la consideración algo de ti mismo, de tu corazón y de tu tiempo. Y te lo digo pensando más en tu necesidad que en la equidad, aunque no es contra justicia ceder a lo necesario.

 

2. Es lícito hacer lo que creemos más conveniente. Por tanto, de suyo, siempre y en toda ocasión, se debe preferir la piedad como un valor absoluto. Porque es útil para todo; así nos lo muestra indiscutiblemente nuestra razón. ¿Me preguntas qué es la piedad? Entregarse a la consideración. Tal vez me repliques que en esto disiento de quienes definen la piedad como el culto que se tributa a Dios. Pero no rechazo esta definición. Si lo piensas bien, la mía, al menos en parte, coincide totalmente con ella. Porque lo más esencial del culto a Dios es aquello que nos pide el salmo: Cesad de trabajar y ved  que yo soy Dios. ¿No consiste precisamente en esto la consideración?

 

3. Además, viene a ser lo más útil para todo. Porque incluso sabe anticiparse en cierto modo a la misma acción, ordenando de antemano lo que se debe hacer mediante una eficaz previsión. Esto es fundamental. De lo contrario, cosas que podían haber sido previstas y consideradas con antelación ventajosamente, se llevan a cabo con mucho riesgo por hacerlas precipitadamente. Y no dudo que te haya ocurrido esto con frecuencia a ti mismo; repasa, si no, los procesos de los pleitos, los asuntos más importantes y las decisiones más comprometidas.

 

4. Lo primero  que purifica la consideración es su propia fuente; es decir, el alma, de la cual nace. Además, controla los afectos, corrige los excesos, modera la conducta, ennoblece y ordena la vida y depara el conocimiento de lo humano y de los misterios divinos. Es la consideración la que pone orden en lo que está confuso; concilia lo incompatible, reúne lo disperso, penetra lo secreto, encuentra la verdad, sopesa las apariencias y sondea el fingimiento taimado. La consideración prevé lo que se debe hacer, recapacita sobre lo que se ha hecho; así no queda en el alma sedimento alguno de incorrección ni nada que deba ser corregido. Por la consideración se presiente la adversidad en el bienestar, tal como lo dicta la prudencia, y casi no se sienten los infortunios gracias a la fortaleza de ánimo que infunde.

 

IX

 

1. Debes advertir también la suavísima armonía, la conexión  que existe entre las virtudes y su mutua interdependencia. Ahora mismo acabas de contemplar a la prudencia como madre de la fortaleza. Y lo que no nace de la prudencia será una osadía de la temeridad, no un impulso de la fortaleza. Es también la prudencia quien, haciendo de mediadora entre lo voluptuoso y lo necesario, los mantiene dentro de sus propios límites; porque asigna y proporciona lo que basta para satisfacer las necesidades, pero corta todo exceso al deleite. Así nace una tercera virtud, a la que llamamos templanza.

 

2. Y es precisamente la consideración quien nos permite descubrir la intemperancia, tanto si nos empeñamos en privarnos de lo necesario como en regalarnos con nuestros caprichos. Porque no consiste la templanza únicamente en abstenernos de lo superfluo, sino también en concedernos lo necesario. El Apóstol, además de secundar esta idea, es su propio autor, cuando nos dice  que cuidemos de nuestro cuerpo, pero sin darnos a sus bajos deseos. Al pedirnos que no andemos solícitos por la carne nos prohíbe apetecer lo superfluo; y al añadir: dando pábulo a los bajos deseos, no excluye que busquemos lo necesario. Por eso pienso que no será absurdo definir la templanza como la virtud que no se queda más acá ni va más allá de lo necesario, según aquello del filósofo: ne quid nimis.

 

LA MUTUA DEPENDENCIA DE LAS CUATRO VIRTUDES

 

X

 

1. Pasando ya a la virtud de la justicia, una de las cuatro cardinales, sabemos que, antes de formarse en ella el espíritu, ya ha sido poseído previamente por la consideración. Porque es menester que primero se recoja en sí mismo, para sacar de su interior esa norma de la justicia que consiste en no hacer a otro lo que no se desea  ara sí y en no negar a los demás lo que uno quisiera que le   n. Sobre estos dos polos gira toda la virtud de la justicia. Pero ésta nunca va sola.

 

2. Examina ahora conmigo su hermosa conexión y coherencia con la templanza, y la que ambas tienen con las otras dos virtudes ya mencionadas: la prudencia y la fortaleza. Porque parte de la justicia es no hacer a los demás lo que no quisiéramos que nos hagan, y su perfección culmina en lo que nos dice el Señor: Todo lo que querríais que hicieran los demás por nosotros, hacedlo vosotros por ellos. Pero ni lo uno ni lo otro lo llevaremos a la práctica si la voluntad misma, en la que se fragua su forma, no va disponiéndose a rechazar lo superfluo y a prescindir de lo necesario con verdadero escrúpulo. Esta disposición es precisamente lo específico de la templanza. Incluso la misma justicia, si no quiere dejar de ser justa,  deberá ser regulada por la moderación de esa virtud. No exageres tu honradez, dice el sabio, a fin de indicarnos que nunca debemos dar por bueno el sentido de lo justo si no es moderado por el  reno de la templanza. Ni la misma sabiduría desdeña este control. Lo dice Pablo con el saber que Dios le dio: No sentir de sí más altamente de lo que conviene sentir, sino aspirando a un sobrio sentir.

 

3. Y al revés. La templanza necesita igualmente de la justicia. Nos lo enseña el Señor en el Evangelio al condenar la templanza de los que sólo ayunaban para ostentar ante la gente su ayuno. Guardaban templanza en el comer, pero no eran justos en su corazón, porque no intentaban agradar a Dios, sino a los hombres.

 

4. Finalmente, ¿cómo poseer esta virtud o la otra sin la fortaleza? Se necesita fortaleza, y no pequeña, para pretender reprimir y rechazarse a sí mismo rígidamente, sin quedarse corto ni pasarse, mientras la voluntad se mantiene en el término medio preciso, riguroso, único, invariable, en el centro mismo, netamente recortado. En esto consiste la fortaleza.

 

XI

 

1. Dime, si puedes, a cuál de estas tres virtudes le asignarías especialmente este término medio. ¿No crees que es tan propio de las tres, que parece ser exclusivo de cada una? Se diría que en ese término medio, sin más, consiste toda la virtud. Pero entonces no habría diversidad de virtudes, pues todas se reducirían a una. No. Lo que pasa es que no puede darse una virtud que carezca de este término medio, que es el íntimo dinamismo y el meollo de todas las virtudes. A él revierten tan estrechamente, que es como si todas pareciesen una única virtud; no porque lo compartan repartiéndoselo, sino porque cada una -prescindiendo de las demás- lo posee por entero.

 

2. Por poner un ejemplo: ¿no es la moderación lo más típico de la justicia? Si algo se le escapase de su control sería incapaz de dar a cada cual todo lo  que le corresponde, tal como lo exige la misma naturaleza de  la justicia. Y a su vez, ¿no se llama la templanza así por excluir todo lo que no sea moderado? Lo mismo sucede con la fortaleza. Precisamente lo propio de esta virtud es salvarle a la templanza de los vicios que le asaltan por todas panes a fin de sofocarla, defendiéndola con todas sus fuerzas hasta fortificarla, como sólida base del bien v asiento de todas las virtudes. Por tanto, justicia, fortaleza y templanza llevan en común como propio esa moderación del justo medio.

 

3. Mas no por eso carecen de diferencia especifica. La justicia ama, la fortaleza ejecuta, la templanza modera el uso y posesión de lo que se tiene. Nos queda por demostrar cómo participa de esta comunión la virtud de la prudencia. Es ella precisamente la  primera en descubrir y reconocer ese justo medio, pospuesto durante tanto tiempo por negligencia del alma, aprisionado en lo más oculto por la envidia de los vicios y encubierto por las tinieblas de  olvido. Por esta razón, te aseguro que son muy pocos los que la descubren, porque son muy pocos quienes la poseen.

 

4. La justicia busca, por tanto, el justo medio. La prudencia lo encuentra, la fortaleza lo defiende y la templanza lo posee. Mas no era mi intención tratar aquí de las virtudes. Si me he extendido en ello, ha sido para exhortarte a que te entregues a la consideración, pues así descubrimos estas cosas y obras semejantes. Perdería su vida inútilmente el que jamás se ocupara en este santo ocio, tan religioso y tan benéfico.

 

SOBRE LA MALDAD DE NUESTRA ÉPOCA

 

XII

 

1. ¿Qué sucedería si de repente te rindieras de plano a esta filosofía? Desde luego, tus predecesores no lo hicieron. A muchos les resultaría molesto. Sería como si te desviases inesperadamente de las huellas de tus padres e insultases su recuerdo. Te aplicarían aquel proverbio: Haz lo que nadie hace y todos se fijarán en ti, como si pretendieses ser admirado. Claro que no podrías corregir todos los errores ni moderar todos los excesos inmediatamente. Pero, con el tiempo y el tino que Dios te concedió, lo conseguirás lentamente si buscas las oportunidades. Siempre te será factible sacar partido de un mal del que tú no eres responsable.

 

2. Si tomamos ejemplo de los buenos, y no son precisamente los más recientes, encontraremos algunos sumos pontífices que fueron capaces de encontrar para sí espacios para el ocio santo, aunque estaban inmersos en los asuntos más delicados. Era inminente el asedio de la Urbe y la espada de los bárbaros se cernía sobre el cuello de sus habitantes. Y no se encogió el santo papa Gregorio, que no interrumpió su contemplación ni la redacción de sus sabios comentarios. Justamente en esas circunstancias, como se desprende del prólogo, redactó con exquisita elegancia y plena dedicación la última parte de su tratado sobre Ezequiel, la más misteriosa de todas.

 

SOBRE LOS ABOGADOS

 

XIII

 

1. De acuerdo. Es cierto  que han echado raíces otras formas de vida y que han cambiado radicalmente los tiempos y los hombres. No es que nos amenacen nuevos peligros, porque ya son una realidad presente. El fraude, el engaño y la violencia se han apodera   de la tierra. Campean los calumniadores, apenas nadie defiende la verdad, por todas partes los más fuertes oprimen a los más débiles. No podemos desentendernos de los oprimidos, ni negarles la justicia a los que sufren vejación. ¿Y cómo va a ser posible hacerles justicia, si se encarpetan las causas y no se escucha a las partes litigantes?

 

2. Sí; deben tramitarse las causas. Pero como es debido. Porque resulta detestable cómo se encauzan habitualmente los litigios; algo indigno, no digamos ya de los tribunales de la Iglesia, sino hasta de los civiles. Me pasma cómo pueden escuchar tus piadosos oídos unas argumentaciones y contrarréplicas de los abogados, que sirven más para destruir la verdad que para esclarecerla.

 

3. Corrige la depravación, cierra los labios lisonjeros y corta la lengua que propala mentiras. Porque afilan su elocuencia para servir al engaño y argüir contra la justicia, como maestros que impugnan la verdad. Dan lecciones a quienes deberían instruirles y no se basan en la evidencia, sino en sus invenciones. Calumnian ellos mismos al inocente. Desbaratan la simplicidad de la misma verdad. Obstruyen el camino de la justicia.

 

4. Nada puede esclarecer tan fácilmente la verdad como una exposición precisa y nítida. Quiero que te habitúes a decidir con brevedad e interés todas las causas que inevitablemente han de ser vistas por ti, que no tienen por qué ser todas. Y zanja toda dilación fraudulenta y falsa. Lleva tú personalmente las causas de las viudas, del pobre y del insolvente. Obras muchas podrías pasarlas a otros. Y las más de las veces no debes considerarlas ni dignas de audiencia. ¿Para qué perder el tiempo en escuchar a gentes cuyos delitos ya se conocen antes del Juicio?

 

5. Es impresionante el descaro de algunos, que carecen de todo pudor, para llevar a los tribunales sus evidentes ansias de ambición, manifiesta a todas luces en sus pleitos. Llegan a la osadía de apelar a la conciencia pública, cuando bastaba la suya propia para quedar confundidos. No hubo quien humillase sus frentes altivas, y por eso se multiplicaron y se hicieron más soberbios aún. Lo  que no sé es cómo estos hombres corrompidos no temen ser descubiertos por los que son tan depravados como ellos. Y es que donde todos apestan, ninguno percibe su propio hedor. Por poner un ejemplo: ¿siente rubor alguno el avaro ante el avaro, el impúdico ante el impúdico, el lujurioso con el lujurioso? Pues lo mismo: la Iglesia está infestada de ambiciosos. Por eso ya no puede ni horrorizarse siquiera de las intrigas y apetencias de los ambiciosos. Exactamente igual que dentro de una guarida de ladrones, donde se contemplan con toda naturalidad los despojos de los caminantes.

 

SOBRE LOS AMBICIOSOS

 

XIV

 

1. Si eres discípulo de Cristo, deberías consumirte en celo y levantarte con toda tu autoridad contra semejante corrupción universal de la desvergüenza. Contempla al Maestro y escúchale: El que quiera servirme, que me siga. Y no predispone sus oídos para que le escuchen, sino que se hace un látigo para golpearlos. No pronuncia discursos ni los admite. No se sienta en el tribunal; sin más, los azota. Y no oculta el motivo: han convertido la casa de oración en una lonja de contrataciones. Haz tú lo mismo. Huyan avergonzados de tu presencia esos traficantes. Y cuando no sea posible, que al menos le teman; tú también tienes tu azote. Tiemblen los banqueros que confían en el oro, porque nada pueden esperar de ti; que escondan su dinero de tu vista, pues saben que prefieres tirarlo antes que recibirlo.

 

2. Si obras así, con tenacidad y empeño, ganarás a muchos, consiguiendo que trabajen para vivir valiéndose de medios más honestos que el lucro infame; y los demás ni se atreverán a concebir semejantes negocios.

 

3. Por añadidura, podrás disponer mejor de tus tiempos de ocio, como antes te lo indicaba. Porque así encontrarás muchos momentos libres para dedicarlos a la consideración. Y obrarías con toda honestidad, si fueras capaz de no conceder siquiera audiencias para asuntos de pleitos, remitiéndolos a otras personas y resolviendo los que juzgues dignos de tu intervención con un informe previo que sea breve, fiel y apropiado a la causa.

 

4. Te hablaba de la consideración; y pienso extenderme más, aunque lo haré en otro libro, para acabar ya con éste, no sea que te resulte doblemente pesado por su excesiva tensión por la aspereza de mi estilo.

 

LIBRO II
CONSIDERACIÓN SOBRE CUESTIONES DE TIERRA SANTA

 

I

 

1. No me he olvidado de la promesa que te hice, santísimo papa Eugenio. Hace ya tiempo que me siento deudor tuyo y deseo satisfacerte, aunque sea tarde. Me avergonzaría de esta demora si tuviera que reprocharme por ello de incuria o desconsideración para contigo. Pero no es así. Como bien sabes, han sucedido recientemente tales desastres, que llegué a pensar que podían acabar con todas mis aficiones y hasta con mi vida. Como si el Señor, irritado  nuestros pecados y olvidándose de su misericordia, hubiera determinado Juzgar con todo su rigor al universo entero antes del día prefijado.

 

2. No perdono a su pueblo ni a su santo nombre. Porque ¿no dicen ahora los gentiles, dónde está su Dios? Y no es de extrañar que lo digan. Los hijos de la Iglesia, los que se gloriaban de ser cristianos, yacen abatidos en pleno desierto, muertos a espada o devorados por el hambre. Arrojó el desprecio sobre los príncipes, los descarrió por una soledad inmensa y sin caminos. Quebranto y calamidad hallaron a su paso. Pavor, abatimiento y confusión hasta en la alcoba del rey. ¡Qué vergüenza para los que anuncian la paz y para los encargados de traer buenas noticias! Pregonamos paz cuando no había paz; prometimos bienestar y nos vino encima el caos; como si con nuestros proyectos hubiéramos incurrido en temeraria ligereza. Me di de lleno a la obra, y no precisamente al azar, sino porque tú mismo me lo mandaste, como si Dios me hablara por tu boca.

 

3. ¿Por qué ayunamos y no nos hizo caso? ¿Por qué nos mortificamos y ni se enteró? Y a pesar de ello no se aclara su ira, sigue extendida su mano. En cambio, con toda su paciencia escucha encima los gritos sacrílegos y blasfemos de estos otros egipcios, que siguen diciendo: con mala intención los sacó para hacerlos morir en el desierto. Pero, a pesar de todo, ¿quién puede ignorar que su justicia es perfecta? Es un abismo tan hondo esta justicia, que con toda razón puedo tener por un santo a quien no se escandalice del Señor.

 

II

 

1. Por lo demás, sería una gran temeridad humana atreverse a censurar lo que escapa plenamente a nuestra comprensión. Recordemos sus antiguos designios, que son eternos, y acaso lleguemos a consolarnos. Así lo afirmó un salmista: Recordando tus antiguos decretos, Señor, quedé consolado.

 

2. Voy a recordar cosas que nadie ignora y parece que ahora todos las olvidamos. Así es el corazón del hombre. Lo que sabemos cuando no necesitamos saberlo, se nos olvida en el momento en que precisamos recordarlo. Cuando Moisés sacó a su pueblo del país de Egipto, les prometió otro mejor. Si no, su pueblo, tan apegado a aquella tierra, nunca lo hubiera seguido. Sí, lo sacó; pero no lo introdujo en el país que le prometió. Y, sin embargo, nadie podrá atribuir a la temeridad de aquel caudillo tan triste e inesperado desenlace. Todo lo hacía por orden del Señor, con la cooperación directa del Señor, confirmándolo con las señales que le acompañaban.

 

3. Pero dirás: Aquel pueblo era un pueblo testarudo, en querella siempre contra el Señor y contra su siervo Moisés. De acuerdo; eran unos incrédulos y rebeldes. ¿Y los nuestros? Pregúntaselo a ellos. ¿Por qué debo decirlo yo, si lo están confesando ellos mismos? Sólo me hago esta pregunta: ¿Cómo podían seguir adelante los que siempre se volvían hacia atrás en su caminar? A lo largo de su peregrinación no hubo un momento en que su corazón no se volviese hacia Egipto. Si cayeron y perecieron por su maldad, ¿podrá extrañarnos ahora que sufran el mismo desastre quienes les imitaron en su proceder? ¿O es que la desgracia que padecieron pone en tela de juicio las promesas de Dios? Entonces, tampoco ahora. Porque nunca, efectivamente, las promesas de Dios pueden crear conflicto a su justicia. Y escucha otra cosa.

 

III

 

1. Pecó la tribu de Benjamín, y se aprestan las demás tribus a castigarla con la anuencia de Dios. Incluso él mismo designó al jefe que debía dirigir la batalla. Trábase el combate, confiados en que su ejército es mejor, en que su causa es más noble y, sobre todo, en que Dios está con ellos. Pero ¡qué terrible es Dios en sus designios con los hombres! Huyeron ante los malvados, los que iban a vengarse de la maldad y, siendo mucho más numerosos, cedieron ante un enemigo mucho más reducido. Recurren luego al Señor, y el Señor les dice: Volved. Van otra vez, y de nuevo son desbaratados y vencidos. Primero contaron con el favor de Dios. Ahora con su orden expresa. Se enfrentan en una batalla justa, y los justos sucumben dos veces. Fueron inferiores en la lucha, pero se hicieron más fuertes en la fe.

 

2. ¿Te imaginas lo que harían conmigo, en las actuales circunstancias, si otra vez por mi predicación volvieran los nuestros a la guerra y fueran también vencidos? ¿Crees que me escucharían si les exhortara a que por tercera vez repitieran el viaje y acometieran una hazaña en la que ya habían fracasado por dos veces? Pues ahí tienes a los israelitas que, sin tener en cuenta su repetido desastre, obedecen por tercera vez y vencen. Pero nuestros hombres dirían: ¿Y qué señal realizas tú para que viéndolo creamos? ¿Cuál es tu obra? No estaría bien que yo mismo lo contestase: no me lo permite mi pudor. Respóndeles tú en mi lugar y por ti mismo, conforme a lo que has visto y oído, o mejor, según lo que Dios te inspire.

 

IV

 

1. Posiblemente te preguntes por qué me entretengo en hablar de todo esto, cuando me había propuesto otra cuestión. Pero no lo hago porque se me haya olvidado, sino porque lo considero muy relacionado con mi propósito. Recuerdo muy bien que me he propuesto desarrollar ante tu santidad el tema de la consideración. Tema muy importante y digno de profunda reflexión. Por cierto, son los grandes personajes quienes deben considerar las cosas importantes. Entonces, ¿quién como tú podrá hacerlo con mayor interés, si m hay sobre la tierra otro semejante a ti? Sé  que lo harás así, pues para ello has recibido de lo alto la sabiduría y el poder.

 

2. Dada mi pequeñez, me siento incapaz de indicarte cómo debes hacer las cosas. Será suficiente con haberte insinuado que debes actuar de alguna forma para aportar algún consuelo a la Iglesia, tapando la boca de tus detractores. Estas brevísimas consideraciones las hice a modo de apología. Espero haber depositado en tu conciencia las razones que dejan plenamente tranquila la mía ante mi responsabilidad y la tuya. Aunque serán insuficientes para esos que suelen juzgar las actuaciones ajenas solamente por su éxito. La justificación perfecta y absoluta de cada uno es el testimonio de su propia conciencia. Me importa muy poco lo que de mí opinen aquellos que le llaman mal al bien y bien al mal, tinieblas a la luz y luz a las tinieblas. Una de dos: o murmuran de nosotros dos o de Dios. Me siento feliz de poder servirle de escudo a mi Señor. Acojo con gusto las imprecaciones y los dardos blasfemos de mis detractores, con tal de que no lleguen hasta él. Aguanto cualquier afrenta para que no sufra menoscabo la gloria de mi Dios. Me sentiría plenamente feliz si de verdad pudiese decir: Por ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro. Es para mí un gran orgullo compartir la suerte de Cristo, que dijo: Las afrentas con que te afrentan caen sobre mí. Bien. Es hora ya de volver a nuestro tema y avanzar ordenadamente en nuestra exposición.

 

LAS CUATRO COSAS QUE SE DEBEN CONSIDERAR

 

V

 

1. Antes que nada, mira lo  que yo entiendo por consideración. Pues no pretendo identificarla totalmente con la contemplación. Esta radica en la visión o certeza de lo va conocido, y la consideración es una búsqueda más bien de lo desconocido. En este sentido, la contemplación puede  definirse como una penetración cierta y segura de  alma o una aprehensión de la verdad que excluye toda duda. Y la consideración es una reflexión aguda del entendimiento o una aplicación intensa del espíritu para descubrir la verdad. En general, estos dos términos suelen usarse indistintamente.

 

VI

 

1. ¿Sobre qué puede versar tu consideración? Pienso que debes considerar sobre estas cuatro cosas: tú mismo, lo que está debajo de ti, lo que está alrededor de ti y lo que está sobre ti. Comience tu consideración por ti mismo, no sea que te ocupes de otras cosas y te olvides de ti. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si él mismo se pierde? Por sabio que seas, no posees toda la sabiduría, si no eres sabio para contigo mismo. ¿Y cuánta sabiduría te faltaría? A mi modo de ver  toda. Aunque conozcas todos los misterios, la anchura de la tierra, la altura del cielo, la profundidad del mar, si no te conoces a ti mismo, serás como el que edifica sin cimentar v levanta una ruina, no un edificio. Todo lo que construyas fuera de ti será como polvo amontonado que se lleva el viento.

 

2. No es sabio el que no lo es consigo mismo. El sabio será sabio por sí mismo, y beberá primero él mismo de su propia fuente. Comience, pues, por ti tu consideración y acabe también en ti. Vaya donde vaya, encamínala de nuevo hacia ti mismo y será de gran provecho para tu salvación. Sé para ti el primero y el último. Toma ejemplo del Padre celestial, que envía a su propio Verbo y al mismo tiempo lo retiene consigo. Tu verbo es tu consideración; si sale de ti, que no se aleje. Que marche sin ausentarse; que se vaya sin abandonarte. Para alcanzar la salvación, nadie será más hermano tuyo que el hijo único de tu madre: la consideración. No pienses nunca nada que vaya contra tu salvación. He dicho mal "contra"; debería haber dicho fuera. Debemos rechazar todo lo que se le brinda a la consideración, si de alguna manera no nos lleva a la propia salvación.

 

VII

 

1. Esta consideración de ti mismo abarca tres preguntas: si consideras qué eres, quién eres, cómo eres. Es decir, qué eres por tu naturaleza, quién eres por tu persona, cómo eres por tus costumbres. Por ejemplo: qué eres, un hombre; quién eres, el papa o sumo pontífice; como eres, bondadoso o humilde, etc. Aunque es más propio de los filósofos que de los hombres apostólicos reflexionar sobre la primera pregunta, sabemos que se contesta con la definición  el hombre en cuanto animal racional mortal.

 

2. A quien le guste, puede profundizar en ella con mayor precisión. No encontrarás nada que vaya contra tu profesión y dignidad, si te entregas a esta reflexión. Al contrario, sería beneficioso  para tu salvación. Al considerar estas dos realidades, la racionabilidad y la mortalidad del hombre, percibirías dos clases de frutos. Tu mortalidad humillará a tu racionabilidad y tu racionabilidad confortará tu mortalidad. El hombre sensato apreciará justamente estas dos cosas. Si este fruto requiere todavía alguna otra consideración, lo expondremos luego, y acaso sea mejor, debido a la relación de una materia con otra.

 

SOBRE LA PRIMERA PROFESIÓN

 

VIII

 

1. Pasamos a reflexionar en quién eres y de qué has sido hecho. Y aunque dije "de qué", pienso pasarlo por alto, para dejarlo más bien a tu reflexión. Me limito a recordarte que sería indigno de ti quedarte por debajo de la perfección, después de haber sido escogido para una vida tan perfecta. ¿No te avergonzarías de verte el último ocupando un puesto tan alto, cuando antes eras de los primeros en una profesión tan humilde como es la del monje? Recuerda tu primera profesión. Que no desaparezca de tu recuerdo y de tu afecto, a pesar de que te la arrancaron de las manos. No te vendrá mal que la tengas siempre en tu memoria cuando das una orden corroboras una sentencia o tomas una decisión. Así, la consideración te facilitará despreciar los honores en el seno mismo del honor. Lo cual ya es importante.

 

2. Que no se ausente tampoco de tu corazón. Será como un escudo en el que rebote aquella saeta: El hombre, por estar rodeado de honores, no entendió. Repite por eso en tu interior: soy el último en la casa de mi Dios. ¿Es posible que a un menesteroso humillado lo establezcas sobre pueblos y revés? ¿Quién soy yo y cuál es mi abolengo para sentarme en el trono más sublime? Sin duda que quien me dijo: Amigo, sube más arriba, confió en que siempre sería amigo suyo. Si no lo soy, me vendrá una gran desgracia. Quien me enalteció puede abatirme. Lamento muy tardío sería decir entonces: Me alzaste en vilo y me tiraste. Es absurdo envanecerse en las alturas, donde la ansiedad es mayor, cuando la inquietud del cargo es la prueba del amigo; a esto debo atenerme si, al final de todo, no quiero ocupar el último puesto.

 

SOBRE LOS CARGOS SUPERIORES

 

IX

 

1. No podemos negar que estás sobre los demás. Pero por todos los medios hemos de meditar para qué eres superior. Creo que no es para comportarte como un señor que domina. Pues también al profeta, como a ti, lo elevaron y escuchó estas palabras: Para arrancar y arrasar, destruir y demoler, edificar y plantar. ¿Suena a fastuosidad cualquiera de estos versos? Son expresiones simbólicas que se refieren al esfuerzo del labrador, y aquí representan al trabajo del espíritu.

 

2. Por elevado concepto que tengamos de nosotros mismos, hemos de convencernos de que no se nos ha entregado un señorío, sino un servicio. Yo no tengo categoría de profeta; a lo más, podré igualarme en el poder; pero respecto a los méritos, sería absurda toda comparación. Dítelo interiormente y enséñate a ti mismo, tú que adoctrinas a los demás. Considérate un profeta cualquiera. ¿O te parece muy poco para ti? Más bien es demasiado para ti. Pera por la gracia de Dios eres lo que eres. Concedido que eres un profeta. ¿Piensas que eres más que un profeta? Si eres sensato, deberás contentarte con la medida que Dios te dio. Todo lo que sea sobrepasarse, proviene del maligno.

 

3. Aprende de los profetas a presidir, pero haciendo lo que exigen los tiempos y no simplemente mandando. Debes saber que necesitas más un azadón que el cetro, para acertar a cumplir las tareas del profeta. La promoción profética no es para reinar, sino para arrancar. ¿No crees que tú también podrás encontrar algún trabajo en el campo de tu Señor? Y mucho. Porque no lo limpiaron del todo los verdaderos profetas; algo dejaron  ara sus hijos, los apóstoles, como a ti te dejaron algo por hacer tus inmediatos predecesores. Tú tampoco podrás hacerlo todo. Algo dejarás para tu sucesor con toda seguridad, y éste para el suyo, los otros al siguiente y así sucesivamente hasta el último.

 

4. Incluso a la hora undécima reprende el Señor el ocio de los obreros y son enviados a su viña. Ese mismo Señor les dijo a los apóstoles que la mies es abundante y pocos los trabajadores. Te lo exige tu herencia paterna, porque si eres dijo, también heredero. Para demostrar que lo eres, pon manos a la obra. No te apoltrones en la ociosidad, no sea que te digan como a ellos: ¿Qué haces ahí, todo el día ocioso?

 

X

 

1. Más grave aún sería que encima te estragaras entre placeres o te infatuara la fastuosidad. Tu testador no te ha legado nada de esto. Si te atienes a la letra del testamento, heredarás más bien preocupación y fatiga, no gloria ni riquezas. ¿Te halaga el solio pontificio? Pues viene a ser como una atalaya de centinelas. Desde ella deberás vigilarlo todo; ése es el deber que te impone tu condición de obispo, y no de señor. Pero esa vigilancia te obligará a vivir siempre tenso y no adormilado en la ociosidad. ¿Puedes apetecer la gloria donde no hay resquicio alguno para la tranquilidad? Imposible permanecer ocioso cuando apremia incesante la preocupación por todas las iglesias. ¿O recibiste otra herencia del santo Apóstol? Lo que tengo, eso te doy. ¿Qué te dio? Yo sólo sé que no te dio oro ni plata, porque expresamente te lo dijo: No tengo oro ni plata.

 

2. Si es que lo tienes tú, úsalo; pero no caprichosamente, sino según lo exijan los tiempos actuales. Así  o poseerás como si no lo poseyeras. Las riquezas no son ni buenas ni malas para el espíritu. Usar de ellas es bueno; su abuso es malo. Codiciarlas es peor; su lucro es pésimo. Podrás justificarte con las razones que quieras, pero no apelando al derecho apostólico. Te dio todo o que tenía: la preocupación por las iglesias. ¿Para dominarlas? Escucha: No tiranizando a los que se os han confiado, sino haciéndoos modelo del rebaño. Y lo dijo convencido de que debe ser así, porque también el mismo Señor lo manifestó en el Evangelio: Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. Y añade: Pero vosotros, nada de eso. Está claro. A los apóstoles se les prohíbe toda dominación.

 

XI

 

1. Ahora, vete, y si te atreves, ponte a usurpar como señor el ministerio apostólico; o como apóstol, el dominio. Ambas cosas se te han negado de plano. Si pretendieses gozar de las dos, te quedarás sin ninguna. Y entonces no te creas libre de estar entre aquellos de quienes se lamenta el Señor: Se nombraron reyes sin contar conmigo; se nombraron príncipes sin mi aprobación. Será muy agradable reinar sin el Señor, y llegarás a la gloria; pero no a la del Señor.

 

2. Ya sabemos lo que está prohibido; veamos lo que está mandado. El más grande entre vosotros, iguálese con el más pequeño, y el que dirige, con el que sirve. Esta es la norma apostólica; se excluye el dominio, se intima el servicio, se encarece imitar el ejemplo del mismo que lo ordenó, añadiendo seguidamente: Yo estoy entre vosotros como quien sirve. ¿Podemos considerar indigno un título con el que antes quiso distinguirse el Señor de la gloria? Con razón Pablo se gloria de ello y dice: ¿Que sirven a Cristo? También yo. Y sigue: Voy a decir un desatino: yo más. Les gano en fatigas, en cárceles, en palizas sin comparación y en peligros  de muerte, con mucho. ¡Qué maravilloso servicio! ¿No es mucho más glorioso que ninguna otra grandeza? Si hay que presumir, mira de qué forma y considera de qué presumen los apóstoles. ¿Acaso te parece escasa recompensa? ¡Ojalá llegara yo a presumir de la misma gloria de los santos! Tal como lo proclama el profeta: ¡Oh Dios, tus amigos son colmados de honores, su autoridad ha sido plenamente confirmada! Y lo proclama también el Apóstol: la que es a mí, Dios me libre de gloriarme más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

 

SOBRE EL CELO Y LA HUMILDAD

 

XII

 

1. Yo deseo para ti que ésta sea siempre tu mayor gloria, la que para sí eligieron los profetas y te la transmitieron. Descubre tu herencia en la cruz de Cristo  en las fatigas sin tregua. Feliz el que pueda decir: he rendido más que todos ellos. Sí; eso es gloriarse, pero no estúpidamente ni en la vanidad enervante. Un trabajo que repugna, necesita el estímulo del premio. El salario que cobre cada cual dependerá de lo que haya trabajado. Aunque rindió más que todos ellos, no acabó la tarea; queda mucho por hacer.

 

2. Vete al campo de tu Señor y considera cuántas espinas y abrojos está echando hoy por la antigua maldición. Sal y vete al mundo, porque es el campo  que te han entregado. Vete a él no como señor, sino como administrador, para cuidarlo y trabajarlo; que de eso te van a pedir cuentas. Vete, te diría, con el afán de una atenta solicitud y una solícita atención. Porque a los Apóstoles se les ordenó que fuesen al mundo entero, pero no lo recorrieron con sus pies, sino con el celo de su espíritu. Levanta tú también los ojos de tu consideración, contempla los pueblos de la tierra y mira si no están más a punto para quemarlos por su aridez que para segarlos por la madurez de sus cosechas. Si observas detenidamente lo que tú creías trigo en sazón, descubrirás más bien que son zarzas y maleza. Ni zarzas siquiera.  Árboles viejos y carcomidos, y no de sabrosos frutos, sino de bellotas y algarrobas que comen los cerdos. ¿Hasta cuándo ocuparán la tierra inútilmente? Si sales y lo ves, te avergonzarás de que si a quieta el hacha; te sonrojarás de haber recibido en vano la hoz apostólica.

 

XIII

 

1. Salió a este campo el patriarca Isaac, cuando por primera vez se encontró con Rebeca. Como dice la Escritura, había salido  ara meditar. El salió para meditar; tú debes ir para arrancar o todo. Lo debías haber meditado ya hace tiempo; ha llegado tu hora de ponerte a trabajar. Es ya tarde para seguir vacilando y sin hacer nada. Según el consejo del Salvador, era antes cuando deberías haberte puesto a calcular para pensar en la tarea, medir tus fuerzas, sopesar tus capacidades, acumular méritos y echar cuentas de tus virtudes.

 

2. ¡A trabajar! Ha llegado el tiempo de la poda, si a su debido tiempo meditaste. Si has hurgado tu corazón, debes soltar ya tu lengua y actuar. Cíñete al flanco la espada, la espada del Espíritu, es decir, la palabra de Dios. Exalta tu mano, robustece tu brazo  ara tomar venganza de los pueblos y aplicar el castigo a  as naciones, sujetando a los reyes con argollas y a los nobles con esposas de hierro. Si obras así, dignificarás tu ministerio y ésa será tu gloria. No es pequeña esta primacía, porque descartarás de la tierra las alimañas nocivas y apacentarás seguros tus rebaños: Domarás los lobos, pero sin dominar a las ovejas, porque te las dieron para apacentarlas, no para oprimirlas. Si has considerado atentamente quién eres, no puedes ignorar que esto es lo que debes hacer. Y si, sabiéndolo, no obras en consecuencia, cometes pecado. Recuerdas muy bien dónde lo leíste: El siervo que, conociendo el deseo de su señor, no prepara las cosas como su señor desea, recibirá muchos palos. Los profetas, lo mismo que los apóstoles, fueron valientes en la lucha y no se apoltronaron entre sedas. Si eres hijo de los profetas y de los apóstoles, haz tú lo mismo.

 

3. Reivindica esa tu nobleza con la conducta que le corresponde, pues no puede legitimarse sino por la pureza de costumbres y por la integridad de la fe. Ellos subyugaron reinos, administraron justicia, alcanzaron las promesas. Te he leída el legajo de tu herencia paterna para que sepas qué patrimonio te pertenece. Esmérate en la rectitud, la piedad, la fidelidad, la sabiduría, pero en la de los santos, que es el respeto del Señor. Estos son tus bienes. Ahí tienes todo el lega o paterno, sin gravamen y sin fraude alguno.

 

4. Excelente patrimonio es el de la humildad. Todo edificio espiritual  que se levante sobre él llega a convertirse en el templo santo  el Señor. Gracias a la humildad, destruyeron algunos hasta los baluartes de sus enemigos. Ninguna otra virtud es capaz como ella de aplastar la soberbia de los demonios, que tiranizan al hombre. Por lo demás, aun siendo cierto que toda clase de personas debe contar con esta virtud como refugio y bastión contra el enemigo, no sé por qué, pero la experiencia dice que su fuerza es mucho mayor para los grandes y más manifiesta entre los más esclarecidos. Para el atuendo de un sumo pontífice no encontrarás otra piedra preciosa más espléndida. Cuanto más elevado estás sobre todos, tanto más insigne serás por la humildad  que poseas  incluso ante ti mismo.

 

SOBRE QUÉ ES UNO Y QUÉ LE FALTA

 

XIV

 

1. Tal vez me acuses de que no fui suficientemente claro en mi exposición sobre la primera cuestión. En cuyo caso no sé cómo me las arreglaré para enfrentarme con la segunda y decirte cómo debes ser, cuando aún no te he explicado del todo quién eres. Avergonzado posiblemente de que viesen desnudo a un hombre encumbrado en lo más alto, me apresuré a revestirlo de sus blasones. Y es que sin ellos se descubre tanto más tu deformidad cuanto mayor es la gloria de tu dignidad. Es imposible ocultar las ruinas de una ciudad situada en lo alto de un monte o esconder el humo de una lámpara recién apagada, si está a la vista de todos. Mona colgada de un tejado es el rey fatuo sentado sobre su trono. Escucha ahora mi canción, destemplada por cierto, pero muy al caso.

 

2. Es una monstruosidad ostentar la suprema dignidad con un espíritu miserable; sentarse en la sede más elevada viviendo la vida más baja. Hablar maravillosamente y no dar golpe: ser sublime en la predicación e incoherente con ella; ser grave en las formas y superficial en las obras; firme en la autoridad y vacilante en la constancia. Ya te puse delante el espejo: el deforme descubrirá en él su propio rostro. Tú puedes alegrarte, porque encontrarás el tuyo sin deformidad alguna. Pero mírate también, porque a lo mejor encuentras algo que pueda desagradarte, aunque tengas razones para estar satisfecho de ti mismo.

 

3. Deseo que tu único orgullo sea el testimonio de tu propia conciencia; pero mucho me gustaría que te humillases por ese mismo testimonio. Son muy pocos los que pueden decir: No me remuerde la conciencia de nada. Más cautamente vivirás en la rectitud si no se te oculta el mal. Por eso te decía que te conozcas a ti mismo. Así gozarás de una conciencia tranquila cuando te aprisione la angustia, que nunca falta y, sobre todo, conocerás tus deficiencias. ¿Quién no las tiene? Todo le falta al que piensa que nada le falta.

 

4. Aunque seas el sumo pontífice; no porque seas el sumo pontífice eres la perfección suma. Eres el ínfimo si te crees el sumo. Porque  ¿quién es el sumo? Aquél a quien nada se le puede añadir. Estás en el más craso error si te tienes por tal. Pero no. Tú no eres de esos que cuentan las dignidades por virtudes. Primero tuviste experiencia de la virtud  y luego de los honores. El otro modo de pensar es sólo propio de emperadores y personajes que no temieron ser adorados con honores  divinos, como Nabucodonosor, Alejandro, Antíoco y Herodes. Tú debes considerar que no te llamen sumo por haber llegado a ese grado, sino comparativamente. Pero no creas que me refiero a la comparación de los méritos, sino de los servicios. Quiero que te consideren a ti como servidor de Cristo y, sin prevención alguna contra la santidad de nadie, el mejor entre todos sus servidores. De otra manera: mi deseo es que aspires a lo mejor, no que te creas el mejor. Ni que te llamen el sumo sin serlo efectivamente. De lo contrario, ¿es posible progresar en la santidad si ya hubieras llegado a la meta definitiva?

 

5. No seas, pues, negligente en examinar lo que te falta ni insincero para no reconocerlo. Di tú también como tu antecesor: No es que haya conseguido ya el premio o que ya esté en la meta. Yo no pienso haberlo obtenido todavía. Esta es la sabiduría de los santos, muy distinta de esa otra que hincha. Quien se propone alcanzarla sabe que se abraza con el sufrimiento; pero es un sufrimiento del que nunca pretende evadirse el sabio, porque es un dolor medicinal que arranca el aturdimiento mortal del corazón duro e impenitente. Por eso es sabio el que puede afirmar: Mi pena no se aparta de mis ojos. Ahora ya podemos volver al tema del que nos habíamos desviado con esta digresión.

 

SOBRE LA DIGNIDAD DE LA PERSONA, Y SUS POTESTADES

 

XV

 

1. Sigamos. Hemos de ver aún más profundamente quién eres y cuál es tu personalidad hoy por hoy en la Iglesia. ¿Quién eres? El sumo sacerdote. El sumo pontífice. Tú eres el príncipe de los obispos, el heredero de los apóstoles. Abel por el primado, Noé por el gobierno, Abrahán en el patriarcado; en el orden, Melquisedec; en la dignidad, Aarón; en la autoridad, Moisés; por la jurisdicción, Samuel; por la potestad, Pedro; por la unción, Cristo. A ti te entregaron las llaves y se te encomendaron las ovejas.

 

2. Es cierto que otros también pueden abrir las puertas del cielo y apacentar la grey; pero tú sólo heredaste estos dos poderes tan gloriosamente, por poseerlos de un modo excelso. A los demás se les ha asignado una porción del rebaño, a cada cual la suya; a ti sólo se te confiaron universalmente todas las ovejas que forman un único rebaño. Tú eres el único pastor de las ovejas y de todos los pastores. ¿Me preguntas cómo podría probártelo? Con las palabras del Señor. Porque a ningún obispo, ni siquiera a ningún apóstol, le fueron encomendadas las ovejas de manera tan absoluta y exclusiva. Pedro, si me amas, apacienta mis ovejas. ¿Cuáles? ¿Las de este pueblo, las de esta ciudad, las de este país, las de este reino? Mis ovejas, dice. ¿Quién puede  dudar que no le excluyó ninguna, sino que le asignó todas las ovejas? Nada se exceptúa cuando no se hace distinción alguna.

 

3. Posiblemente estaban allí presentes los demás discípulos, porque al confiarle todas a uno les encarecía a todos la unidad que forman un único pastor y un único rebaño. Como dice el Cantar: Una sola es la paloma mía, la hermosa mía, la perfecta mía.  Donde hay unidad hay perfección. Los otros números no llevan perfección, sino división, a medida que se distancian de la unidad. Y por eso los demás apóstoles, conscientes de este misterio, se responsabilizaron cada uno de su propia parcela. El mismo Santiago, que parecía la columna de la Iglesia, se limitó a presidir las comunidades de Jerusalén, cediéndole a Pedro la universalidad de las Iglesias. Fue una feliz coincidencia que le asignaran precisamente esa porción, para que así le procurase descendencia a su hermano en el mismo lugar donde murió; recordemos  que le llamaban el hermano del Señor. Y si hasta el hermano del Señor estaba subordinado a Pedro, ¿quién osará injerirse en tus competencias?

 

XVI

 

1. Luego, en justicia, los otros pastores participan en la solicitud de la Iglesia parcialmente, y tú has sido designado para la potestad plena. La suya se circunscribe a determinados límites; la tuya está por encima incluso de quienes tienen poder sobre los demás: Porque tú podrías, si hubiera motivos para ello, cerrar el cielo a un obispo, deponerlo de su dignidad episcopal, entregarlo a Satanás.

 

2. Gozas, por tanto, de una potestad indiscutible, tanto con respecto a las llaves que te han entregado como sobre las ovejas recomendadas. Hay además otro argumento que confirma tu poder. Faenaban los discípulos en el lago cuando el Señor, felizmente resucitado en su cuerpo, se presentó en la orilla. Seguro Pedro de que era el Señor, se lanzó al agua y llegó hasta el, mientras los demás se acercaron remando. ¿Qué significa esto? Era, sin duda, la señal de que el pontificado de Pedro es único. Porque no había recibido la potestad de regir, como los otros, una sola barca, sino el mundo entero. El mar representa el mundo; la barca, las Iglesias.

 

3. Por eso, en otra ocasión, caminando sobre las aguas, nos demostraba que es el único vicario de Cristo, y como tal debía gobernar no a un pueblo solo, sino a todos. Porque las aguas que has visto son pueblos y muchedumbres. Así que cada uno de ellos tiene su nave; pero bajo tu cuidado está una grandísima nave en la que caben todas: es la Iglesia universal, extendida por todo el mundo.

 

SOBRE LO QUE DEBERÍAMOS HACER

 

XVII

 

1. Ya has visto quién eres. No olvides nunca qué eres. Que yo tampoco perderé ocasión de repetírtelo, tal como me lo he propuesto. Será también muy conveniente que, además de considerar quién eres, consideres lo que anteriormente eras. ¿Por qué digo "eras", si ahora también lo sigues siendo? ¿Hay alguna razón para que dejes de considerar lo que no has dejado de ser?

 

2. Porque en una sola consideración va incluido lo que fuiste y lo que eres. Otra consideración distinta será la que te induce a considerar en qué te has convertido. Sería contraproducente que, al pensar en ti mismo, una excluyese a la otra. Pues como acabo de recordarte, todavía eres lo  que eras. Y continúas siéndolo -acaso más ahora- después  de haber sido elevado a lo que eres. Lo que eras, lo eras por tu nacimiento; lo que has llegado a ser, lo eres de prestado, sin cambio alguno en tu propio ser. No te quitaron lo que eras. Solamente te añadieron lo que eres. Por eso debemos ahondar un poco en estos dos aspectos. Como acabo de indicar, si los comparas entre sí, te servirá de mucho.

 

3. Decía antes que, al considerar lo que eres, puedes ver claramente cuál es tu naturaleza. Eres un hombre, pues hombre naciste. Pero al preguntarte quién eres, surge el calificativo de tu persona. Eres un obispo. Y esto te lo han dado; no naciste con ello. ¿Qué te parece más propio de tu naturaleza: lo que te han hecho o aquello que tienes desde que naciste? ¿No será esto último? Pues te aconsejo que consideres mucho más lo que esencialmente eres, es decir, tu condición de hombre, con la que naciste.

 

XVIII

 

1. Si no quieres perder el fruto y provecho de esta consideración, piensa no sólo en lo que eres como nacido de mujer, sino además qué eras en el momento de nacer. Quítate, por tanto, las hojas de higuera con las que te ciñeron como herencia de maldición original. Rasga ese velo que cubre tu ignominia, pero no te cura la herida. Límpiate el aceite de ese fugaz honor y el brillo de esa gloria de mal gusto, para considerar absolutamente desnudo al que desnudo salió del seno de su madre. ¿O naciste ya con ínfulas y todo? ¿Y refulgente de piedras preciosas, con sedas esmaltadas de flores, con el penacho de plumas y cargado de joyas? Aunque así fuera, todo ello es pura nube mañanera, rocío que se evapora al alba.

 

2. Si toda esa vanidad se disipa ante tu consideración, te verás desnudo, pobre, desventurado y miserable; un hombre que se duele de serlo, avergonzado de su desnudez, llorando por haber nacido, quejándose de haber visto la luz; un hombre que engendra la fatiga, no la gloria; un hombre nacido de mujer y, por lo mismo, en pecado; corto de días y por eso angustiado; rebosante de miserias y por ello en llanto. Muchas son sus desgracias, porque se le juntan las del alma y las del cuerpo. No se libra de calamidad alguna el que nace en pecado, frágil en su carne y estéril en su espíritu.

 

3. Repleto de miserias en verdad, pues se acumulan sobre él la fragilidad del cuerpo y la ceguera del corazón por la difusión del pecado y el destino fatal de la muerte. Saludable conjunción de pensamientos, si al meditar que eres el sumo pontífice tienes presente que no has sido vil ceniza, sino que lo eres. En tus reflexiones imita a la naturaleza y sobre todo a su Autor  que juntó lo más noble con lo más despreciable. La naturaleza asoció en la persona del hombre el barro innoble con el aliento de la vida. Y también el Autor de la naturaleza asoció en su propia persona al Verlo con el polvo. Así podrás inspirarte en la dualidad de nuestro origen y en el misterio de nuestra redención, para que, sentado en las alturas, no sientas demasiado alto de ti mismo, sino humildemente, adaptándote a los más humildes.

 

SABER MANTENERSE EN EL JUSTO MEDIO

 

XIX

 

1. Por tanto, cuando consideres lo grande que eres, piensa también, sobre todo, lo que eres. Y esta consideración te mantendrá dentro de tus propias limitaciones; no te permitirá elevarte por encima de lo que realmente eres ni pensar en grandezas que superan tu capacidad.

 

2. Debes situarte exactamente en ti mismo. Sin abatirte más abajo ni enaltecerte más arriba; ni perderte lejos de ti ni abarcar lo que no te corresponde. Mantén el justo medio si no quieres perder el equilibrio. En el centro está la seguridad. En él encontrarás la mesura, y en la mesura la virtud. Vivir fuera de la moderación es un destierro para el sabio. Por eso no le gusta habitar lejos de sí, más allá, porque perdería la medida; ni más acá, porque se saldría de sus límites; ni más arriba, porque le superaría; ni más abajo, porque le degradaría. Además, alejándose, uno puede  exterminarse; estirándose, podría rasgarse; encumbrándonos, podemos hundirnos, y descendiendo, ser tragados por el abismo.

 

3. Voy a ser más concreto, no sea que veas aquí una referencia a la anchura y largura, altura y profundidad, a las que exhorta el Apóstol a todos los cristianos. De esto hablaremos en otro momento y a otro propósito. Ahora entiendo por anchura confiar en una vida muy larga; por largura, distraerse en afanes superfluos; por altura, presumir de lo que se carece; por profundidad, abatirse más de lo necesario. El que se echa cuentas de que vivirá muchos años, se mete por caminos de perdición, traspasa la frontera de su vida con sus proyectos ambiciosos. Por eso, los hombres que viven alejados de sí mismos por olvidar su propio presente, viajan con ilusiones quiméricas a otros tiempos que nada les podrán aportar, porque no van a llegar.

 

4. De modo semejante, el alma dispersa en mil afanes se verá desgarrada por la ansiedad. Pues lo que se estira demasiado acaba rompiéndose. El que presume con soberbia cae ruinosamente. Ya lo has leído: Delante de la ruina va la soberbia. Y abatirse por excesivo encogimiento no es sino dejarse engullir por la desesperación. No caerá en ella el hombre fuerte. El prudente no confiará en las esperanzas inseguras de una vida larga. El moderado controlará sus afanes, se abstendrá de lo superfluo y atenderá solícito a lo necesario. El justo no se jacta de lo que le supera y dice como él: Si fuese inocente no levantaría cabeza.

 

SABER PROGRESAR EN LA VIRTUD

 

XX

 

1. Camina con cautela cuando pongas en práctica esta consideración y realízala con todo equilibrio, para que no te atribuyas más de lo que tienes ni renuncies más de lo debido. Te adjudicarías más de lo que eres, arrogándote la bondad que no posees y atribuyéndote a ti mismo lo que posees. Distingue atinadamente qué es lo que eres por ti mismo y lo que eres por pura gracia de Dios; así no habrá engaño en tu espíritu. Lo habría, de no adjudicar sin fraude lo tuyo para ti y lo de Dios para Dios, distribuyéndolo noblemente. No dudo que tú ves con claridad cómo lo malo te corresponde a ti y lo bueno a Dios.

 

2. Cuando consideras lo que eres, debes recordar lo que fuiste. Debes cotejar tu presente con tu pasado. Mira si has progresado en virtud, sabiduría, conocimiento y en moderación de costumbres; o, si acaso, ojalá no, has retrocedido en todo esto. Si eres por lo común más paciente más impaciente; más iracundo o más apacible; más insolente o más humilde; más afable o más áspero; más asequible o más inexorable; más interesado o más generoso; más grave o más ligero; más temeroso de Dios o más confiado  de lo conveniente.

 

3. ¡Qué campo tan dilatado se te abre aquí para practicar esta consideración! Te brindo unas simples sugerencias, como quien ofrece unos granos de simiente sin sembrarlos, para dárselos al sembrador. Debes saber hasta dónde llega tu celo, tu clemencia y tu discreción para moderar estas dos virtudes, esto es, cómo perdonas las injurias y cómo las castigas; con qué prudencia sabes ponderar las circunstancias de lugar, tiempo y las demás actitudes. Conviene que consideres especialmente los tres aspectos en la práctica de estas virtudes, no sea que dejen de serlo por no concurrir en su favor esas tres circunstancias.

 

4. Porque, efectivamente, no son virtudes en sí mismas, sino por el modo con que se pongan en práctica. Sabemos  que de por sí son indiferentes; todo depende de ti. Si las falsificas o abusas de ellas, se convertirán en vicios; y si las encauzas hacia el bien, serán verdaderas virtudes. Ordinariamente, cuando se ofusca el sentido de la discreción, se suplantan entre sí y  se excluyen la una a la otra. Dos son las causas de esta ofuscación: la ira y el afecto demasiado blando. Este enerva la objetividad de juicio y la cólera lo precipita.

 

5. Es imposible que por una de estas razones no se perjudiquen o el equilibrio de la clemencia o la rectitud del celo. Debido a la turbación de la ira, nunca se podrá ver nada con ojos indulgentes, y no seremos íntegros si nos alucinamos por la blandura afeminada del corazón. No serás honesto si castigas a quien posiblemente se debiera perdonar y si perdonas al que se debía castigar.

 

SABER CONDUCIRSE EN LA PROSPERIDAD Y EN LA ADVERSIDAD

 

XXI

 

1. Tampoco me gustaría que dejes de tener en cuenta cómo te comportas respecto a las tribulaciones. Felicítate si perseveras constante a pesar de las tuyas y te condueles de las ajenas. Será una señal   la rectitud de tu corazón. A la inversa, sería indicio de un ánimo ruin y perverso si te sientes incapaz de soportar las propias y no tienes la más mínima compasión de las ajenas.

 

2. ¿Y en la prosperidad? ¿No habrá nada que considerar? Lo hay. Si lo piensas bien, verás que son muy pocos los que no hayan aflojado al menos algo en la tensión de su espíritu por la guarda de sí mismo y por sus propias exigencias. ¿Podemos asegurar que la prosperidad no fue para los incautos algo así como el fuego para la cera o los rayos del sol para la nieve y el hielo? Sabio fue David y más sabio aún Salomón. Pero cuando nadaron en la prosperidad de los éxitos, uno perdió la cabeza en algún momento y el otro para siempre.

 

3. Es todo un hombre el que no pierde a cordura cuando se sume en las contrariedades. Pero también lo es si, sonriéndole la felicidad presente, no se deja seducir por ella. Sin embargo, de hecho, encontrarás muchas personas que mantuvieron el equilibrio en la adversidad y muy pocas que no lo perdieron en la prosperidad. Supera y aventaja a todos el que, con la fortuna a su favor, no se mostró insolente en su hilaridad, ni impertinente en su modo de hablar, ni ostentoso en el lujo de sus vestidos, ni arrogante en sus ademanes.

 

SABER EVITAR EL OCIO Y LAS FRIVOLIDADES

 

XXII

 

1. Aunque el sabio nos asegura con razón que el ocio del escritor aumenta su sabiduría, hay que evitar la ociosidad en el ocio mismo. Huye, pues, de la ociosidad, madre de las chocarrerías y madrastra de las virtudes. Entre seglares, las palabras maliciosas no  asan de ser palabras maliciosas; en boca del sacerdote son blasfemias. No obstante, cuando surjan, tal vez sea prudente tolerarlas, pero nunca repetirlas. Lo mejor es cortarlas con gracia y disimulo, encauzan o la tertulia hacia temas amenos que puedan interesar y así eclipsar a los anteriores. Consagraste tu boca al Evangelio; no es  cito abrirla maliciosamente. Acostumbrarse a ello es sacrilegio. Los labios del sacerdote han de guardar el saber y en su boca se busca la doctrina, no la picaresca y el chisme.

 

2. Es insuficiente desterrar de los labios las palabras maliciosas, que suelen justificarse como chistes graciosos; también hay que cerrarles el oído. Es vergonzoso que provoquen tus carcajadas. Pero más vergonzoso aún que las provoques en los otros. Finalmente, no acertaría a decirte qué es peor: si caer en la detracción o escuchar al detractor.

 

SOBRE EL FAVORITISMO Y LA CREDULIDAD

 

XXIII

 

1. Tal vez abuse de tu atención sin necesidad, hablándote ahora de la avaricia, cuando todos sabemos que para ti las riquezas son paja que lleva el viento. En este sentido, nadie puede atemorizarse ante tus tribunales. Pero hay obra cosa que suele acechar a los jueces con no poca frecuencia y con mucho daño. No quisiera que estuviese ausente de tu conciencia en ningún momento. ¿Cuál es? El favoritismo. No creas que cometerías una falta cualquiera si, a la hora de dar sentencia, te pesa la personalidad del delincuente más que la objetividad de su causa.

 

2. Existe todavía otra debilidad, de la que, si te sientes inmune, serías, entre todos los jueces que conozco, el único que has tomado asiento en los tribunales y te has mantenido siempre libre de toda influencia, cosa singular, hasta por encima de ti mismo, como dice el profeta. Me refiero a la excesiva credulidad. Es como una raposilla astuta; no vi a ninguna persona importante que acertara a precaverse de su habilidad. De aquí nacen esos arrebatos sin motivo, esa rigurosidad en castigar a los inocentes y esos juicios precipitados de reos ausentes. Yo te felicito, sin miedo a que me tomes por un adulador, y te doy mi parabién, porque hasta ahora has intervenido en muchos pleitos sin incurrir en nada de esto. Tú sabrás si estás libre también de toda culpa. Ahora tenemos  que encauzar la consideración hacia las realidades que están debajo de ti. Pero eso lo haremos en otro libro, porque tus muchas ocupaciones te exigen que sea breve.

 

LIBRO III
CONSIDERACIÓN SOBRE LO QUE ESTÁ POR DEBAJO DE NOSOTROS

 

I

 

1. Al terminar ya el libro anterior te indicaba la materia con la que pensaba comenzar el siguiente. Para cumplir lo prometido, vamos a considerar lo que está por debajo de ti. Espero que el buen papa Eugenio, el mejor de los sacerdotes, no tenga que preguntarse a qué ámbito se circunscriben las realidades que están bajo su poder. Porque más bien deberías preguntarte cuáles son las que no están.

 

2. Tendría que salir de este mundo el que pretenda encontrar algo que esté exento de tu jurisdicción. No fueron asignados a tus antecesores unos países determinados, sino el orbe entero. Id por todo el mundo, se les dijo. Y ellos vendieron sus túnicas para comprarse, como si fueran espadas, las armas poderosas de Dios: sus palabras, ardientes como viento del desierto. ¿Adónde no llegaron estos ínclitos vencedores, los hijos de la Juventud? ¿Qué baluartes dejaron sin someter las flechas de aquellos valientes, afiladas con ascuas de retama? A toda la tierra alcanza su pregón y basta los límites del orbe su lenguaje. Todo lo invadían y abrasaban con sus palabras encendidas en el fuego que el Señor vino a encender sobre la tierra. A veces perecieron como heroicos guerreros, pero nunca sucumbieron; aun muriendo triunfaban. Por su poderío los nombrarás príncipes sobre toda la tierra. Harás memorable su nombre, Señor.

 

3. Tú les has sucedido como heredero. Tu herencia es también el orbe entero. Pero debes sopesar mediante prudente consideración bajo qué condiciones recibiste, tú como ellos, la heredad que te corresponde: Pienso que no puedes disponer de ella absolutamente, pues creo que no te la han dado en propiedad, sino para administrarla. Si te empeñas en usurparla, te saldrá al paso el que dijo: El orbe y todo lo que encierra es mío.

 

4. Está claro que no puedes aplicarte aquellas palabras del profeta: La tierra entera será su posesión. El único que puede reclamar para sí este dominio absoluto es Cristo, pues le pertenece como creador lo mereció como redentor y se lo concedió su Padre como don. ¿A quién sino a él se le pudo decir: Pídemelo, te daré en herencia las naciones; en posesión los confines de la tierra? Reconócele su dominio y posesión. Tú adminístraselo; es lo que te corresponde. No te propases en nada.

 

SOBRE LOS HEREJES, LOS GENTILES Y LOS AMBICIOSOS

 

II

 

1. Entonces -me replicarás- ¿me concedes la autoridad y me niegas el mando?  Exactamente. Hasta el extremo de que no mandaría con justicia el que sólo se preocupa de su autoridad. ¿Y no dispone de la granja su mayordomo? ¿No está sometido a su  receptor el príncipe todavía niño? Sí. Pero la granja no es de  mayordomo ni el preceptor es amo del príncipe. También tú gozas de una autoridad; mas para velar, servir, dirigir y mirar por el bien de todos. Presides la Iglesia para servirla. La gobiernas como un empleado fiel y cuidadoso, encargado por el amo. ¿Para qué? Para dar a su servidumbre la comida a sus horas, es decir, para que te desvivas por ella, no para dominarla. Haz justamente eso y no pretendas, hombre como eres, avasallar a los hombres, no sea que termine dominándote la maldad. Pero de todo esto ya hemos tratado lo suficiente y con profundidad cuando analizábamos quién eres tú. He vuelto a insistir en ello, pues lo más  que me aterra es que llegues a ser víctima de este veneno y  de este puñal: la pasión de dominar. Por mucho que te valores a ti mismo, a no ser que te hayas alucinado, nunca te atreverás a creer que tú eres más que los santos apóstoles.

 

2. Recuerda aquellas palabras: Estoy en deuda con sabios e ignorantes. Y si piensas que puedes aplicártelas justamente, recuerda también que el título molesto de deudor le corresponde más al siervo que al Señor. Escucha lo que en el Evangelio se le dice a un siervo: ¿Cuánto debes a mi señor? Luego si te reconoces no como señor, sino como deudor de sabios e ignorantes, considéralo atentamente y cuídate de que lleguen a ser sabios los que no lo son y vuelvan a serlo quienes lo fueron. Y no hay ignorancia más grave que la infidelidad. Por eso te debes también a los infieles, judíos, griegos y gentiles.

 

III

 

1. Es fundamental que te afanes cuanto puedas por la conversión de los incrédulos a la fe. Que los convertidos no se desvíen de esa fe y los que se desviaron la recuperen. Por otra parte, los perversos necesitan volver a la rectitud; los seducidos por el error han de recobrar la verdad y a los seductores que demostrarles su engaño con sólidos argumentos para que se enmienden, si es posible, y si no, que se desprestigie su autoridad y su influencia para engañar a los demás.

 

2. De ninguna manera puedes descuidarte ante la peor clase de incrédulos. Me refiero a los herejes y cismáticos, que están engañados e inducen a otros al error. Son como perros que se tiran a desgarrar, como zorros astutos para ocultarse. Estos, te repito, deben preocuparte especialmente para corregirlos y salvarlos o para reprimirlos, no sea que lleven a otros a la perdición. Pero en cuanto a los judíos, quedas excusado: está ya determinado el día de su conversión y no es posible adelantarlo. Primero tienen que convertirse todos los gentiles.

 

3. Y respecto a los gentiles, ¿qué me dices? O mejor, ¿qué te dicta tu propia consideración, que en todo te interpela? ¿En qué pensaban tus antecesores para ponerle límites al Evangelio,  a realizando la propagación de la fe, cuando todavía existen infieles? ¿Por qué -me pregunto y- se puede frenar su Palabra, que corre veloz? ¿Quién fue el primero que detuvo la carrera e su órbita de salvación? Tal vez tuvieran unas razones que se nos ocultan o se lo impidieron circunstancias insuperables.

 

IV

 

1. ¿Cómo podemos justificarnos para cerrar los ojos a la realidad? ¿Con qué garantía y con qué conciencia podemos dejar de presentar a Cristo a quienes lo desconocen? ¿Es que por una severidad mal entendida vamos a ocultar la verdad? A toda costa deben llegar alguna vez los paganos a la fe. ¿O esperarnos que les baje de los cielos ella sola? Nadie se ha encontrado casualmente con la fe. ¿Cómo van a creer si no hay alguien que les predique? Pedro fue enviado a Cornelio; Felipe, al eunuco; y si buscamos ejemplos más recientes, Agustín, enviado por Gregorio, difundió en Inglaterra los contenidos de la fe. Lo mismo puedes pensar de ti con relación a los paganos.

 

2. Por mi parte, te recuerdo la pertinacia de los griegos, que están con nosotros sin estar: viven unidos en la fe, pero divididos en la comunión. Aunque a decir verdad, también se han desviado ya de los senderos de la fe. Igual que la herejía. Disimuladamente serpentea por todas partes, y en algunos lugares hace estragos abiertamente, devora de modo fulminante e indistintamente a los hijos más tiernos de la Iglesia. No me preguntarás dónde está sucediendo esto. Tus legados, que con tanta frecuencia visitan los países más occidentales, lo saben muy bien y pueden informarte. Van y vienen constantemente por esas tierras o pasan muy cerca. Pero, que  yo sepa, nada han hecho hasta ahora para remediarlo. Tal vez o hubiéramos sabido, si el oro que llega de España no hubiese prostituido la salvación del pueblo. Tarea tuya es poner remedio a semejante astucia.

 

V

 

1. Pero existe otra estúpida ignorancia que ha llegado a convertir en una necedad la misma sabiduría de la fe. Y este virus pudo inficionar por poco a la totalidad de la Iglesia. ¿Cómo? Sencillamente, porque cada uno de nosotros sólo nos interesamos por lo nuestro. Y así nos envidiamos, nos provocamos y encendemos los odios, nos exasperamos llevando cuentas del mal, nos defendemos discutiendo, maquinamos el engaño, nos zaherimos hasta la detracción, nos deshacemos en maldiciones y, porque nos oprimen los más fuertes, tiranizamos a los más débiles.

 

2. Será muy oportuno y laudable que intensifiques la meditación de tu corazón en esta locura tan insensata que está infestando al mismo Cuerpo de Cristo, la totalidad de los creyentes; así te lo descubre tu propia consideración. ¡Ah la ambición, cruz y tormento de los propios ambiciosos! ¿Será posible que a todos atormentes y todos te sigan? Nada acongoja tan angustiosamente ni inquieta tan agudamente al hombre como la ambición. Y es lo que con mayor ansiedad apetece el corazón humano.

 

3. ¿Vas a decirme que los Estados Pontificios no rezuman más ambición que devoción? ¿Qué resuena en tus palacios todo el día sino el griterío de la ambición? ¿No transpiran afán de lucro las leyes canónicas y su disciplina? ¿No pretende la voracidad italiana arrebatar sus despojos con insaciable avidez? Y a ti mismo, más de una vez, ¿no te ha obligado a interrumpir e incluso a abandonar tus ocios contemplativos? ¡Cuántas veces esta inquieta e inquietante calamidad te ha hecho abortar tus santas ocupaciones! Una cosa es que los oprimidos apelen a ti y otra muy distinta que los ambiciosos intenten aprovecharse de ti para dominar a la Iglesia. No puedes dejar abandonados a los que te necesitan, pero tampoco complacer en lo más mínimo a los ambiciosos. ¡Qué injustamente se favorece a éstos y se desatiende a los otros! Con unos estás en deuda para aliviarlos y con los otros tienes la obligación de reprimirlos.

 

SOBRE LAS APELACIONES

 

VI

 

1. Y ya que incidentalmente salieron a colación las apelaciones, no estará de más tratar expresamente esta materia. Es muy importante prestarles una religiosa atención, para evitar que por su abuso termine siendo inservible lo que se instituyó por necesidades apremiantes. A mi parecer, pueden derivarse gravísimos males si no se procede con suma prudencia en este aspecto: Desde todos los rincones de la tierra se apela a ti. Es una prueba más de la singularidad de tu primado.

 

2. Gracias a tu sensatez, espero que no caigas en vanagloria por este primado tuyo; más bien gozarás de los bienes que reporta. Ya se les dijo a los apóstoles: No os alegréis porque se os someten los espíritus. Efectivamente, apelan a ti, y Dios quiera que consigan lo que buscan, porque realmente lo necesitan. Ojalá que cuando clame el oprimido se enrede el malvado en las intrigas que ha tramado. Sería maravilloso que con sólo pronunciar tu nombre se vean libres los pobres y tuvieran que huir los opresores. Por el contrario, es inconcebible, por perverso y absolutamente injusto,  que saliera satisfecho el que obra el mal y luchara vanamente que sufre sus consecuencias.

 

3. Cruel corazón el tuyo si no se conmueve ante un hombre que, además de ser víctima de una injusticia, debe sufrir la contrariedad y el cansancio de un viaje y encima pagar los costes del juicio. Serías un cobarde además, si no actuaras contra los causantes de tantos males. Alerta, hombre de Dios, para que cuando llegue el caso sepas reaccionar con misericordia hacia el oprimido y con indignación contra el opresor. Así se verá reconfortado el pobre por la reparación de los daños causados, por la satisfacción de sus injurias y por el esclarecimiento fina de los hechos. Y sobre el otro recaerá de tal modo la justicia, que pueda arrepentirse del mal perpetrado alevosamente y no se burle más de la desdicha del inocente.

 

VII

 

1. En mi opinión no puede quedar impune el que apela contra derecho. Esta norma de justicia te la imponen los principios inmutables de la equidad divina y, si no estoy en un error, la misma legalidad de las apelaciones. De manera que una apelación de recurso ilícito no es válida para el que apela, ni su sentencia puede ser adversa para aquel contra quien se apeló. Y es lógico. ¿Con qué derecho se le puede perjudicar a nadie sin razón alguna? Por el contrario, la justicia más elemental exige que salga condenado el que pretendió hacer daño a otro.

 

2. Apelar injustamente es injusto; recurrir injusta e impunemente equivale a fomentar las apelaciones injustas. Y es injusta toda apelación motivada por una sentencia judicial equivocada o injusta. Es lícito apelar, no para inferir daño a otro, sino para defenderse del que desean hacernos. Se presume que la apelación  interpuesta antes de dictar sentencia es  totalmente injusta; a no ser que se prevea ron evidencia y antelación el desafuero que nos amenaza. Por tanto, el que apela sin haber sido condenado, manifiesta claramente que intenta vejar al otro o demorar el pleito con dilaciones.

 

3. Pero la apelación no es un subterfugio, sino una defensa. Sabemos de muchos que apelaron por conseguir un tiempo para permitirse lo que Jamás es lícito. También nos consta que otros muchos consiguieron, mediante la apelación, vivir hasta el final de sus días en gravísimos desórdenes como el adulterio o el incesto. ¿Será posible que sirva para amparar las mayores deshonestidades, precisamente lo que debía espantar a quienes las cometen?

 

4. ¿Hasta cuándo puedes fingir  que no oyes o que ignoras el enojo de la tierra entera? ¿Cuándo vas a despertar? Abre los ojos con tu consideración y contempla tanta confusión por el abuso de las apelaciones. Se interponen contra todo derecho y contra toda justicia, fuera de toda moral y todo control. No se tienen en cuenta las circunstancias más simples de lugar y de tiempo, los diversos matices de causas y situaciones personales. A lo más se conjeturan superficialmente, y muchas veces contra justicia. Antes, los que deseaban perpetrar el mal, siquiera temían a las apelaciones. Ahora se valen de ellas para hacerse temer por la gente honrada. El antídoto se ha convertido en veneno. Y este cambio no se debe precisamente a la mano del Altísimo.

 

VIII

 

1. Los mezquinos apelan contra los honrados para ponerles trabas a su rectitud, y éstos, por temor a la severidad de tus sentencias, se acobardan y desisten. También se apela contra los obispos para intimidarles en las causas de disolución o de impedimentos matrimoniales o por su ilicitud. Se apela contra ellos para coaccionarlos, y así pasan por alto rapiñas, robos, sacrilegios y delitos análogos. Se apela contra ellos para que a los infames e indignos se les concedan oficios y pretendas eclesiásticas o no se les remueva. ¿No se te ocurre ningún remedio a tanta calamidad? Por lo menos, que no sirvan para causar la muerte de unas instituciones que se crearon para evitarla.

 

2. El Señor se encendió de ira por el celo de su casa, convertida en cueva de ladrones. Tú, su ministro, ¿serás capaz de tolerar que el asilo de los desgraciados acabe siendo un arma poderosa para que domine  a iniquidad? ¿No ves cómo todos hacen el papel de oprimidos y se dan prisa en apelar, no para defenderse  sino para atropellar a otros? ¿Qué injusticias se ocultan en todo esto? Tú debes meditarlo en tu consideración. Yo no tengo por qué explicártelo. ¿Y por qué -me preguntarás quizá- no acuden a mí los que son víctimas de una apelación injusta, para probar su inocencia y dejar desarmada a la maldad?  Yo te respondería con sus propios comentarios: No queremos luchar inútilmente. Es la misma curia quien favorece más a los que así apelan, e incluso fomentan este estilo de apelaciones. Para perder en Roma es preferible perder sin movernos de casa.

 

SOBRE EL ABUSO DE LAS APELACIONES

 

IX

 

1. Te confieso que yo me inclino a darles la razón. Entre tantas apelaciones que hoy se interponen, ¿podrías citarme un solo caso en  que se restituya un céntimo por los gastos de viaje a quien se le ha llevado injustamente a un juicio de apelación? Sería un milagro que en tus tribunales se haga justicia con todos los apelantes cuando se resuelven en su favor y con todos sus contrarios cuando se les declara reos. Amad la justicia los que regís la tierra.

 

2. De poco sirve cumplir con la justicia sin amarla. Los que la cumplen se limitan a cumplirla; los que la aman se desviven por ella. El que ama la justicia la busca sin descanso y corre tras ella. Por eso persigue tú toda injusticia. No tengas nada en común con quienes van a las apelaciones como a una cacería. Es bochornoso. Pero podríamos evocar el reclamo pagano, convenido ya en refrán: Hemos soltado dos gruesos ciervos. Hablando llanamente, se trata de una bufonada vacía de todo sentido de Justicia.

 

3. Si tú realmente amas la justicia, no puedes apasionarte por las apelaciones. En todo caso, te limitarás a tolerarlas. Por otra parte, ¿de qué les sirve a las Iglesias de Dios tu entrega personal a la justicia, cuando de hecho prevalece la sentencia de otros que no piensan como tú? Pero de esto ya trataremos cuando abordemos el tema de las circunstancias que te rodean.

 

X

 

1. Con todo, no creas que pierdes el tiempo considerando ya cómo podrías restablecer la legitimidad  de las apelaciones. Si quieres saber mi parecer, o mejor, si se tuviera en cuenta mi pensamiento, te diría que no deben ni menospreciarse ni recomendarse. Es más, me resultaría difícil decirte cuál de las dos cosas considero más nociva. No obstante, es claro que abusar de algo induce necesariamente a despreciarlo. Por esta razón habría que desaconsejar decididamente las apelaciones, más bien nocivas que beneficiosas. ¿O no resulta más perjudicial lo que, siendo de suyo malo, es peor todavía en sus mismas consecuencias? ¿No es su abuso el que degrada y destruye la naturaleza misma de las cosas? De ordinario, basta su abuso para rebajar e incluso anular el valor de las realidades más ricas.

 

2. ¿Existe algo superior a los sacramentos? Y no sirven para nada cuando se confieren indignamente o se reciben mal. En cuyo caso son motivo de condenación, porque no se les presta la debida veneración. Reconozco que  as apelaciones son un bien universal, tan benéfico para los hombres como el sol: algo así como ese sol de justicia que descubre y reprueba lo que está oculto, porque son las obras de las tinieblas. Deben mantenerse e incluso fomentarse, pero cuando efectivamente son necesarias. No cuando son artimañas de la astucia. En este caso siempre son abusivas: no ayudan al que lo necesita y favorecen al malvado. Por ello han caído en total descrédito. Hasta el extremo de que muchos, en vez de comparecer ante los tribunales, renuncian a sus propios derechos por no embarcarse en un viaje penoso y perdido. Otros, aunque no se resignan a perder sus derechos,  refieren eludir una apelación inútil, despreciando la dignidad  de personas excelsas a quienes se apela más inútilmente aún.

 

XI

 

1. Voy a poner algunos ejemplos. Cierta persona se había desposado oficialmente con su prometida. Llega el gran día de sus bodas. Todo estaba preparado y asistían muchos invitados. Bruscamente irrumpió en gritos de apelación uno de los presentes, que deseaba la mujer- del novio, alegando su propio derecho a casarse con ella por haberse prometido anteriormente a él. Pasmado el novio y asombrados todos los asistentes, el sacerdote vacila en seguir adelante, y con toda la fiesta preparada, cada cual se vuelve a su propia casa a comer. Quedó así la novia privada del derecho a la mesa y al lecho de su marido, mientras no se resolviese el asunto en Roma. Esto sucedía en París, noble ciudad y corte real de Francia.

 

2. En la misma ciudad, otro desposado ya con su novia, fijó la fecha de boda. Inventan una calumnia, afirman que no pueden casarse y llevan la causa a los tribunales eclesiásticos. Sin esperar a que se dictase sentencia, sin causa ni razón, apelan a Roma con la única intención de dar largas y demorar las nupcias. Pero el interesado no se resignó a que sus gastos fueran baldíos ni a vivir más tiempo sin la compañía de su mujer tan amada y, despreciando o fingiendo ignorar la apelación, consumó todos sus propósitos.

 

3. ¿Y lo que sucedió con un joven de Auxerre? Muerto su santo obispo, los clérigos se dispusieron, según costumbre, a la elección del sucesor. Pero intervino un joven, que apeló oponiéndose a que la realizaran mientras él no fuese a Roma y regresara. Ni siquiera cursó la apelación. Y al ver que todos se mofaban de él por su absurda apelación, se confabuló con otros, y tres días después de haber hecho los clérigos la elección, procedió a su propia designación.

 

SOBRE EL DAÑO PROVOCADO POR LA AVARICIA

 

XII

 

1. Se deduce de estos casos y otros muchísimos parecidos que no se abusa de las apelaciones porque son menospreciadas. Al revés. Son despreciadas porque se abusa de ellas. Tú verás, por tanto, qué sentido puede tener que tu celo casi siempre castigue su desprecio y tolere su abuso. ¿Deseas de verdad que tu castigo sea eficaz?

 

2. Ahoga ese germen funesto en el seno mismo de una madre tan corrompida. Lo conseguirás si sancionas el abuso de las apelaciones con la severidad  que se merece. Arráncalo, y así no tendrá excusa quien las menosprecie. Es más: esa inexcusabilidad desaprobará la audacia de no comparecer. Si desaparecen los abusos, se elimina el menosprecio, o será muy raro. Obras rectamente cuando rechazas el recurso, o mejor, el subterfugio de las apelaciones y remites muchas causas a los peritos o a quienes están más capacitados para sentenciar. Siempre que la averiguación de los hechos se clarifique más exactamente, la decisión será más segura y más libre. Prestas así un gran servicio, ahorrando con ello mucho trabajo y muchos gastos. Pero lo que te exige suma atención es indagar a quiénes debes concederles tu credibilidad.

 

3. Sobre todo esto podía decirte muchas cosas más. Pero fiel a mi planteamiento, y satisfecho por haberte proporcionado materia para tu consideración, voy a pasar a otro punto.

 

XIII

 

1. Creo que no se puede tornar a la ligera el primer tema que se nos presentó. Ejerces una primacía única. ¿Para qué? Te insisto en que esto es lo que más debes considerar. ¿Eres el primado para prosperar tú a costa de tus súbditos? De ninguna manera, sino ellos a costa tuya. Te nombraron príncipe  ara su servicio, no para el tuyo. De lo contrario, ¿cómo podrías considerarte superior a aquellos de quienes mendigas tu propio bienestar? Escucha al Señor: los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores.

 

2. Estas palabras se refieren al poder mundano y temporal. ¿Rezan con nosotros? Serías un insincero si lo negases. Pues más que hacerles el bien, pretenderías dominar sobre aquel a quien se lo haces. Y es de corazones ruines y mezquinos buscar en los súbditos no su promoción, sino los intereses propios. Nada más bochornoso, especialmente para quien es el mayor de todos. Lo dijo bellamente el Doctor de los gentiles cuando afirmaba que son los padres quienes tienen que ganar para los hijos y no los hijos para los padres. No menos honrosa es aquella otra frase suya: no busco vuestros dones, sino vuestros intereses.

 

3. Pero pasemos adelante, no sea que, si me detengo más en esto, termines pensando que te considero un avaricioso. Ya dejé claro en el libro II que estás totalmente exento de este vicio. Sé cuántas cosas has rechazado, pasando tú necesidad. Pero no olvides que estoy escribiéndote a ti, mas no para ti. Pues lo que te digo a ti, no va dirigido sólo a tu propio bien. He censurado aquí la avaricia, vicio del que tu fama se ve muy libre. Pero tú verás si también están libres tus obras. Por no referirme a las ofrendas para los pobres, que ni las tocas, hemos podido comprobar cómo descendían las arcas de Alemania, pero no de volumen, sino de valor. Porque consideraste su plata como si fuese heno. Obligaste, y con gran resistencia, a que regresaran a su patria con sus acémilas aquellos hombres sin que siquiera llegasen a desatar las sacas. Algo inaudito.

 

4. ¿Cuándo se había rehusado en Roma el oro? No puedo creer que esto sucediese con el asentimiento de los romanos. Llegaron dos personajes, los dos ricos y reos de una acusación. Uno de ellos era de Maguncia y el otro de Colonia. Al primero se le absolvió absolutamente gratis. Al segundo, indigno del perdón, según creo, le dijeron: Puedes marcharte con toda la riqueza que trajiste. Admirable reacción, muy propia de tu libertad apostólica. Claramente paralela de otra que conocemos: Púdrete tú con tus cuartos. Sólo hay una ligera diferencia entre ambas: en ésta, el celo es más violento, y en la otra, más moderado.

 

5. También se hizo famoso el caso de aquel otro señor que, procedente de islas remotas, atravesó mares y tierras para volver a comprar un obispado con su dinero y el ajeno. Por el mismo procedimiento, había conseguido otro anteriormente. Mucho llevó consigo, pero tuvo que regresar con ello. Bueno; algo le quitaron. Porque el desgraciado cayó en otras manos, más abiertas para recibir que para dar. Obraste rectamente conservando limpias las tuyas, por no consentir en imponerlas sobre un ambicioso y por no abrirlas al oro de la iniquidad.

 

6. En cambio, no cerraste tus manos a un obispo pobre, dándole de lo tuyo para que él, a su vez, pudiera darlo y no quedara como un tacaño. El recibió a escondidas lo que después regalaría con gran publicidad. Con tu bolsa le sacabas de un apuro, permitiéndole que pudiese corresponder con las costumbres establecidas en la curia romana. Y a la vez tu generosidad evitaba la avaricia de los que buscan gratificaciones. No puedes negarlo, porque conozco el caso y su protagonista. ¿Te molesta que lo dé a conocer? Pues cuanto más te mortifique su divulgación, lo ha o más gustosamente. Así yo cumplo con mi deber y tú con el tuyo: Yo no debo silenciar la gloria de Cristo y tú no puedes buscar tu propio prestigio. Y si todavía sigues  lamentándote, podría recordarte lo del  Evangelio: Cuanto más se lo prohibía, más lo pregonaban ellos, diciendo: ¡qué bien lo hace todo!

 

SOBRE LOS OBISPOS REBELDES

 

XIV

 

1. Escucha otra cosa, si realmente puede  considerarse distinta de la anterior. Tal vez alguien prefiera pensar que no difieren entre sí. Que lo decida tu consideración. A mi entender, no anda muy equivocado el que sitúa la rebeldía entre las diversas especies de avaricia. No seré yo quien niegue que es una clase de codicia. Al menos tiene todas las apariencias de serlo. Y no olvides que tu perfección exige no sólo evitar el mal, sino todo lo que pueda parecerlo. Lo primero, por tu conciencia. Lo segundo, por tu buena fama. Aunque a otros se les permita, recuerda que tú no puedes realizar nada que resulte sospechoso. Pregúntaselo a tus antepasados y te lo dirán: Manteneos lejos de toda clase de mal. Imite el siervo a su señor, como él dice: El  que quiera servirme, que me siga. Por otra parte, afirma el salmo: El Señor reina, vestido de majestad; el Señor, vestido y ceñido de poder. Sé tú también firme en la fe, cíñete de gloria y mostrarás que eres fiel imitador de Dios. Tu fortaleza ha de ser la confianza en la fidelidad de tu conciencia; tu gloria, el brillo de tu fama.

 

2. Te repito que te revistas de fuerza  para complacer a tu Señor. El goza con tu hermosura y tu belleza como en su propia imagen. Vístete con las vestiduras de tu gloria, semejantes a os trajes forrados que llevaban los criados de aquella mujer hacendosa. Elimina de tu conciencia la debilidad vacilante de una fe mediocre. Que no aparezca en tu fama la más leve moda de imperfección. Ponte los vestidos forrados, y así, la alegría que nuestra el marido con su esposa, tú alma, la encontrará tu Dios contigo. Quizá te extrañe todo lo que voy diciéndote, pues no sabes lo que busco con ello. Y no quiero tenerte en vilo.

 

3. Me refiero al descontento y a las disensiones de las Iglesias. Braman al verse truncadas y desmembradas. No hay ninguna o son poquísimas las que no sientan o no teman esta herida. ¿Quieres saber cuál? Mira. Los abades eluden la jurisdicción de los obispos; éstos, la de los arzobispos, y los arzobispos, la de los patriarcas o primados. ¿Qué te parece el espectáculo? Me chocaría mucho que fueras capaz de encontrar excusas a esta situación. Tampoco entendería que sea necesario hallarlas. Si fuera así, me demostrarías que estás encumbrado en el poder, pero no en la justicia. Lo harías porque puedes hacerlo. Pero la cuestión es saber si debes hacerlo. Has sido elevado a ese lugar que ocupas no para remover, sino para mantener a cada uno en su puesto y rango de honor que le corresponde, como dice el Apóstol: Honra a quien le corresponde el honor.

 

XV

 

1. El hombre de espíritu, el  que puede enjuiciarlo todo, mientras a él nadie puede enjuíciale, antes de poner en obra cualquier cosa tiene presentes estas tres consideraciones: ¿es lícito, es conveniente, es útil? Pues aunque en pura filosofía cristiana no es conveniente una cosa sino cuando es lícita, y no es útil sino cuando es conveniente y lícita, no siempre será consecuente hacer todo lo que es lícito, útil y conveniente. Vamos a ver si podemos aplicar estas tres condiciones al caso concreto del que tratamos.

 

2. ¿Cómo es posible que conviertas en norma a tu propia voluntad? Y puesto que no tienes a quién recurrir, ¿vas a tomar como único consejero a tu propio poder? ¿Serás mayor que tu Señor cuando dijo: No he venido a hacer mi voluntad? Es propio de un espíritu, no ya vil, sino soberbio, comportarse contra el dictado de la razón como un irracional, siguiendo el propio capricho, impulsado por el instinto y no por el discernimiento. ¿Hay algo más brutal? Es indigno de todo ser dotado de razón vivir como una bestia. ¿Quién podrá concebir en ti, puesto sobre todos para regir el mundo entero, semejante degradación de tu naturaleza y un insulto tan afrentoso a tu dignidad? Si llegases hasta ese envilecimiento -lo que Dios no permita- podrías apropiarte como dirigida a ti aquella increpación general: El hombre no entendió el honor al que fue elevado, se rebajó al nivel de los jumentos que nada saben y se hizo semejante a ellos.

 

3. Tú lo posees todo. Pero sería vergonzoso que todavía vivieras insatisfecho y te rebajaras a regañar hasta lo más insignificante, como si no te perteneciese. Me gustaría que recordases ahora la parábola de Natán sobre aquel hombre que, poseyendo cien ovejas, codició la única que tenía un pobre. También sería oportuno traer a colación la conducta, o, mejor, el crimen, del rey Ajab, que lo tenía todo y se encaprichó de una viña ajena. Que Dios te libre de escuchar lo que él oyó: Has asesinado y encima robas.

 

XVI

 

1. No alegues ahora los bienes que se derivan de la exención, porque con eso no se consigue nada. Únicamente que los obispos se vuelvan más insolentes y los monjes más relajados. Y si me apuras, más necesitados. Si no, examina atentamente los bienes que poseen y su estilo de vida. Seguro que en unos encontrarás la miseria más vergonzante y el aseglaramiento en otros. Este par de hijos nacieron de la misma madre: el abuso de la libertad. ¿Cómo no va a pecar más licenciosamente un pueblo suelto y mal gobernado, si no tiene quién le reprenda? ¿Cómo no van a ser saqueados y robados impunemente los monasterios si se ven sin un defensor? ¿A quién pueden acudir? ¿A los obispos dolidos aún del desprecio que les infirieron con la exención? Es justo que contemplen con desprecio los desórdenes en que han caído y los males que padecen.

 

2. ¿Qué ganamos con tanta sangre? Tememos aquella amenaza de Dios contra el profeta: El malvado morirá en su culpa y a ti te pediré cuenta   su sangre. Si por causa de la exención se hincha de orgullo el que la recibe y se consume en ira el que pierde sus derechos, no puede considerarse inocente el que la concede. Mas no para aquí la cosa, porque el fuego ha quedado encubierto por las cenizas. Y me explico.

 

3. Si el que murmura muere en su espíritu, ¿podrá vivir el que le instiga? Y el que proporciona la espada para que mueran los dos, ¿no será reo de la muerte de ambos? Eso es lo que hace poco escuchábamos: Has asesinado y encima robas. Por si fuera poco, los que escuchan la murmuración se escandalizan se indignan, insultan, blasfeman. En una palabra: quedan heridos de muerte. No es un buen árbol el que da frutos de arrogancia, relajación, fraude, dilapidación, fingimiento, escándalo, odio lo que es más doloroso aún, las profundas rivalidades y continuas discordias entre las Iglesias. Ya ves qué gran verdad encierra aquella sentencia: Todo me está permitido, pero yo no me dejo dominar por nada. ¿Y cuando ni siquiera está permitido? Perdóname, pero no puedo hacerme a la idea de que te esté permitido consentir en algo que engendra tantos males.

 

XVII

 

1. Finalmente, ¿piensas que te es lícito amputar a las Iglesias sus miembros, cambiar el orden establecido y variar caprichosamente los límites señalados por tus antecesores? Si la Justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, quitárselo siempre será una injusticia. Te equivocas si crees que por ser tu potestad apostólica la suprema autoridad, es también la única establecida por Dios. Disentirías de aquel que dijo: No existe autoridad sin que lo disponga Dios. Por eso añadió: El insumiso a la autoridad se opone a la disposición de Dios. El se refiere principalmente a tu autoridad, pero no exclusivamente. Por ello prosigue diciendo: Sométase todo individuo a las autoridades superiores. No dice superior. Y refiriéndose a una sola persona, sino superiores, porque se trata de muchos.

 

2. Así que no sólo tu poder viene del Señor, sino también el de las autoridades intermedias e inferiores. Y como no se debe separar lo que Dios unió, tampoco se debe equiparar lo que mutuamente subordinó entre sí. Engendrarías un monstruo si, arrancando un dedo de una mano, lo cuelgas de la cabeza; lo harías superior a su mano e igual a su brazo. Lo mismo sucedería si en el Cuerpo de Cristo distribuyeses sus miembros modificando la disposición que él estableció. A no ser que tú prescindas de que fue Cristo quien puso en la Iglesia a unos como apóstoles, a otros como profetas, a otros como evangelistas, a otros como maestros y pastores, con el fin de equipar a los consagrados para los diversos ministerios y construir el Cuerpo de Cristo.

 

3. Este Cuerpo es el que San Pablo te describe, con su lenguaje verdaderamente apostólico, en perfecta armonía con su cabeza, Cristo. De él viene que el Cuerpo entero, compacto y trabado por todas las junturas que lo alimentan, con la actividad peculiar de cada una de las partes, vaya creciendo como cuerpo, construyéndose él mismo por el amor. Líbrate bien de menospreciar esta ordenación, so pretexto de que sólo se organizó para este mundo, que su modelo ejemplar está en el cielo. Ni siquiera el Hijo puede  hacer nada de por sí; primero tiene que vérselo hacer a Padre. A él van dirigidas especialmente estas palabras  que escuchó Moisés: Ten cuidado de hacerlo todo conforme a  modelo que se te ha mostrado en el monte.

 

XVIII

 

1. Esta misma frase la tuvo en cuenta el que escribía: Vi bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia. Yo creo que lo dijo pensando en la semejanza entre las dos ciudades. Así como los serafines y querubines y los demás órdenes celestiales, hasta los arcángeles y los ángeles, están subordinados a un solo Señor que es Dios, también en la tierra primados y patriarcas, arzobispos y obispos, abades y presbíteros y todos los demás están bajo un único sumo pontífice. No debemos subestimar un orden dispuesto por Dios mismo y que tiene su origen en el cielo. Si un obispo dijera: No quiero estar bajo el arzobispo, o un abad: No quiero obedecer al obispo, tenga por seguro que sus sentimientos no vienen del cielo. A menos que ten as noticias de algún ángel insumiso a los arcángeles o de cualquier otro espíritu celestial, que sólo se somete a Dios.

 

2. Entonces -me dirás-, ¿me prohíbes conceder dispensas? No. Te prohíbo que lo hagas destruyendo el orden. No puedo ignorar que tienes poder para establecer dispensas, pero que sirvan para edificar, no para destruir. Lo que al fin y al cabo se pide a los encargados es que sean de fiar. Cuando lo exige una necesidad, está justificada la dispensa. Si lo requiere la utilidad es hasta encomiable. Me refiero a la utilidad común; no a la propia. Si no concurren estas circunstancias, no se puede hablar de dispensas legítimas, sino de una cruel destrucción. Todos sabemos que algunos monasterios enclavados en diversas diócesis, por voluntad de sus fundadores, pertenecen desde sus orígenes de manera especial a la Santa Sede. Pero una cosa es lo que se funda por devoción y otra muy distinta lo que maquinan los ambiciosos por no soportar la sumisión. Y con esto concluimos el tema.

 

SOBRE LAS CONSTITUCIONES APOSTÓLICAS

 

XIX

 

1. Réstanos ahora que tu consideración detenga su mirada en el estado general de la Iglesia universal. Para ver si los pueblos viven sumisos con la humildad necesaria a los clérigos, éstos a los sacerdotes y los sacerdotes a Dios; si en los monasterios y demás lugares religiosos reina el orden y se guarda celosamente la observancia; si se mantienen en todo su vigor las censuras eclesiásticas en materia de fe y costumbres; si florece la viña del Señor por la honestidad y la santidad de sus sacerdotes; si esas flores dan sus frutos por la obediencia del pueblo fiel; si se cumplen tus leyes y constituciones apostólicas con la solicitud que se merecen, no sea que aparezca en el campo del Señor la incuria o el hurto como consecuencias de tu descuido.

 

2. Por de pronto, sin hablar de muchísimas disposiciones que hace tiempo yacen en el olvido, puedo demostrarte que tampoco se cumplen algunas otras  que tú promulgaste. Fuiste tú en persona quien decretaste en concilio de Reims los cánones que ahora mencionaré. ¿Y quién los ha cumplido? Estás equivocado si crees que se tienen en cuenta. Y si crees que no se cumplen, pecas. Porque decretaste lo que no se iba a poner en práctica o porque haces la vista gorda.

 

3. Mandamos -decías- que tanto los obispos como los clérigos eviten escandalizar con tu porte exterior, por el lujo en el vestir telas de colores llamativos y peregrinas hechuras o por sus peinados, cuando deberían ser modelo y ejemplo de todos los que les vean. Disponemos asimismo que condenen la inmoralidad con su propia conducta y demuestren con su vida entera el amor a la inocencia, tal como lo exige la dignidad del orden clerical. Si, amonestados por sus propios obispos, no les obedeciesen en el plazo de cuarenta días, sean privados de sus beneficios eclesiásticos por la autoridad directa de sus propios obispos. Si éstos fuesen remisos en imponer dichas penas, se abstendrán de su oficio de obispo hasta que castiguen a los clérigos de su jurisdicción con las sanciones impuestas por Nos; porque a nadie se le puede imputar con mayor razón la culpa de los súbditos como a sus superiores descuidados o negligentes.

 

4. También mandamos que nadie sea nombrado arcediano o deán si no ha recibido el sacramento del diaconado o presbiterado. Y los arcedianos, deanes o prebostes que hubieran sido promovidos sin recibir esos sacramentos, si se negasen a ser ordenados, serán privados de su dignidad. Prohibimos además que se concedan dichas dignidades a cualquier adolescente y a quienes sólo han recibido órdenes de grado inferior. Asígnense únicamente a los ordenados que sobresalen por su moderación y santidad de vida.

 

XX

 

1. Estas fueron tus leyes. Tú mismo las promulgaste, ¿qué efecto han tenido? Continúa promoviéndose en la Iglesia a los adolescentes y a los que aún no han recibido órdenes sagradas. En cuanto al primer punto, sí se ha prohibido el lujo en el vestir, pero no ha desaparecido. Quedó promulgado su castigo, mas nunca se ha aplicado. Han transcurrido ya cuatro años desde su promulgación y aún no hemos tenido que llorar por un solo clérigo privado de su beneficio ni por un solo obispo suspendido de su oficio. Pero sí hemos tenido que derramar lágrimas amargas por las consecuencias que se han seguido. ¿Por qué? Por la más absoluta impunidad, hija de la incuria, madre de la insolencia, raíz de la desvergüenza, fomento de toda transgresión. Dichoso tú, si consigues desterrar esta incuria, causa fundamental de todos esos males Es de esperar que te esfuerces para lograrlo.

 

2. Ahora levanta tus ojos y mira si no sigue deshonrando al orden clerical su modo de vestir; si la confección de sus prendas no deja al desnudo hasta la ingle. Y se excusan diciendo: ¿Acaso Dios no se fija más en las costumbres que en los vestidos? Pero es evidente que esa manera de vestir delata la deformidad de sus almas y de sus vidas. Es una insensatez que los clérigos pretendan ser una cosa y aparentar otra. Con ello desmerece su honestidad y su sinceridad. Parecen militares por su porte y clérigos por su avaricia; pero por sus obras no son ni una cosa ni otra. Ni luchan como soldados ni evangelizan como clérigos.

 

3. ¿A qué orden pertenecen entonces? Como quieren ser de los dos, desertan de ambos y a los dos confunden y traicionan. Cada cual resucitará en su orden. ¿En cuál resucitarán ellos? ¿O perecerán más bien sin pertenecer a ninguno los que vivieron fuera de todo orden? Si creemos que Dios no ha dejado nada en el desorden; desde lo más elevado hasta lo más insignificante, temo que les lleve al lugar en el  que no hay orden alguno, sino el horror sempiterno. Esposa desgraciada la que se fía de tales padrinos de  oda. No tienen escrúpulo alguno en robarle ambiciosamente lo que debían regalarle para embellecerla. No son amigos del esposo, sino sus rivales.

 

4. Ya hemos hablado bastante sobre lo que cae bajo tu poder. No porque haya agotado la materia, que es excesiva, sino porque con esto es suficiente para lo que yo me había propuesto, Vamos a entrar ya en la consideración de lo que tienes a tu alrededor. Y el Libro IV nos dará esa oportunidad.

 

LIBRO  IV

CONSIDERACIÓN DE LO QUE SE TIENE JUNTO A NOSOTROS

 

I

 

1. Si supiese, amadísimo Eugenio, cómo has acogido los libros precedentes, continuaría los que me quedan con más confianza o con más circunspección, o simplemente pondría ya  unto final. Pero como no tengo ni la más remota idea por la distancia que nos separa, no te extrañe que vacile en proseguir y me adentre con temor, te lo confieso, en el corazón mismo del tratado.

 

2. Hemos visto ya en los libros anteriores los primeros temas para tu consideración. Ahora nos ocuparemos de todo lo que tienes junto a ti. También está bajo tu poder; pero dado que son realidades más próximas, te comprometen mucho más. No toleran la desatención, ni el disimulo o el olvido, por ser tan inmediatas. Urgen más irremisiblemente, se imponen más violentamente y se puede temer que lleguen a oprimirnos. No dudo que por ello sientes desde tu propia experiencia una gran necesidad de entregarte a su consideración atenta e intensa.

 

3. De lo contrario, si tu consideración prudente y detenida no ejerce su influencia, seguirán dominándote las ocupaciones sin posibilidad de moderar su tiranía ni de acabar con tu inquietud. No gozarás de tiempo disponible ni tendrás un corazón libre. Trabajarás más y rendirás menos. Me refiero a esa dedicación diaria a la Urbe, a la curia y a tu propia Iglesia diocesana. Esto es lo que tienes junto a ti: tu clero y tu pueblo, del que eres especialmente obispo, con el que por lo mismo tienes mayores obligaciones. Los que diariamente colaboran contigo, los senadores del pueblo, los jueces del orbe, los que forman tu casa y se sientan a tu mesa, los capellanes, camareros y demás criados para tus diversos servicios. Ellos son los que te visitan con mayor familiaridad, los que te importunan con más frecuencia y te solicitan con mayor dedicación. No temen despertar a la amada antes de lo que ella quisiera.

 

SOBRE LAS COSTUMBRES DEL CLERO Y DEL PUEBLO ROMANO

 

II

 

1. Lo primero de todo, el clero romano debería ser el más digno, pues el estado clerical se extendió desde su seno principalmente a toda la Iglesia. Por otra parte, todo lo que en tu Iglesia sea impropio, repercute indignamente en tu misma persona. Es muy decisivo para la gloria de tu santidad que quienes vivan junto a ti sean rectos y ejemplares, como corresponde a los que deben ser espejo y modelo de santidad v rectitud. Tienen que superar a los demás por su competencia en los oficios eclesiásticos, por su idoneidad al administrar los sacramentos, por su celo en instruir a los fieles, por su vigilancia para mantenerse siempre castos.

 

2. ¿Y qué decir del pueblo? Es el pueblo romano. No puedo decirte con menos palabras y mayor claridad lo que pienso de él. ¿Hay algo tan proverbial como la arrogancia y la obstinación de los romanos? Es gente no familiarizada con la paz, predispuesta a la sedición, indomable y dura; incapaz de someterse hasta  que ya no puede más. Esta es su enfermedad: tú tienes que cuidarla y no te vale eludirlo. Acaso te rías de mí, porque estás convencido de que es incurable. No desconfíes: o que se te pide es que la atiendas, no  que la cures. Ya oíste aquellas palabras: Cuida de él. No dice a parábola: Cúralo, sánalo. Con razón dijo un autor: No siempre está en mano del médico la curación del enfermo. Pero quizá te venga mejor una cita de los tuyos, por ejemplo, de Pablo: Trabajé más que nadie. No dice: conseguí más que nadie o he dado más fruto que nadie, evitando con su profundo sentido religioso términos más bien insolentes.

 

3. Ya sabía este hombre instruido por Dios que cada uno recibirá la recompensa según su trabajo, no según sus éxito. Por eso creyó que solamente podría gloriarse de sus esfuerzos, no de sus cosechas. Y expresamente lo dice: les gano en fatigas. Haz, pues, lo que depende de ti; que Dios se encargará de hacer lo suyo sin que te preocupes ni te angusties por ello. Planta, riega, cultiva con amor y  as cumplido con lo tuyo. El crecimiento lo da Dios como él quiere, no tú. Cuando no quiera darlo, tú no perderás mérito alguno, conforme dice la Escritura: Dios da a los santos la recompensa de sus trabajos. Es un esfuerzo siempre seguro, porque no se verá frustrado. Y lo digo sin prejuzgar el poder y la bondad de Dios. Ya sé que está embotada la mente de este pueblo; pero de las piedras estas es capaz Dios de sacarle hijos a Abrahán. ¿Quién sabe si se arrepentirán y los hará volver en sí, perdonándolos con su salvación? Mas no puedo pretender dictarle a Dios lo que debe hacer. Ojalá fuese capaz de descubrirte tus deberes y cómo Llevarlos a la práctica.

 

III

 

1. Veo que me he metido en un lugar oscuro y en una materia espinosa. No sé ni cómo empezar a manifestarte mis sentimientos. Presiento claramente lo que va a suceder. Todos protestarán que planteo algo insólito, pero no pueden negar que es justo. Yo diría que ni siquiera es insólito. Porque si estuvo en vigor y con el tiempo pudo caer en desuso, el hecho de volver a cumplirlo no debe concebirse como una novedad. Podría negarse que haya sido una costumbre establecida lo que solo se ha realizado una vez. Pero no, si se ha practicado con frecuencia. En seguida te diré a qué estoy refiriéndome, aunque no servirá de nada. ¿Por qué? Porque desagradará a los sátrapas, que hacen más la corte al poder que a la verdad.

 

2. Antes que tú había pastores en la Iglesia que se entregaron de lleno a las ovejas, gloriándose del nombre y del oficio de pastor. Nunca creyeron indigno de sus personas nada que juzgasen oportuno para el bien de los suyos. No buscaron sus propios intereses y se desvivieron por su rebaño. Le entregaron su trabajo, sus bienes y se entregaron a sí mismos. Así lo confiesa uno de ellos: Y me desgastaré yo mismo por nosotros. Este fue su lema: No hemos venido para ser servidos, sino para servir. Siempre que podían, anunciaban el Evangelio, ofreciéndoselo de balde. Sólo buscaban este sueldo, esta única gloria, esta única satisfacción: prepararle al Señor un pueblo bien dispuesto. Y lo procuraban con todas sus fuerzas, con grandes sufrimientos de cuerpo y alma, muertos de cansancio y de penas, con hambre y con sed, con frío y sin ropa.

 

IV

 

1. Yo me pregunto quién vive hoy así. Se impuso algo totalmente distinto; el estímulo ha girado en dirección opuesta y ojalá hubiera sido para superarles. No es que haya desaparecido el afán, la ansiedad, la emulación y la inquietud; no han disminuido, pero han cambiado de objeto. Soy testigo de que no regateas más que antes los gastos. Mas la diferencia se ve claramente en su empleo tan diverso. ¡Gran abuso! Son muy pocos los que atienden a tu voz de legislador, pero casi todos se fijan sólo en tus manos. Y con razón: porque ellas administran los bienes pontificios. ¿Puedes citarme entre todos los habitantes de esa gran Urbe uno solo que no te haya acogido como papa por algún favor recibido o por la esperanza de conseguirlo? Cuanto más alardean de ser siervos tuyos, mayor es su comezón por el ansia de poder. Prometen fidelidad y se valen de su influencia para atropellar más libremente a quienes se fían de ellos. Dan por hecho que nunca deberían ser excluidos del consejo que necesitas y pretenderán entrometerse en cualquier secreto. Si tienen que esperar a la puerta de palacio porque se retrasa unos minutos el portero, no quisiera estar yo en su lugar. Por estos detalles verás que conozco algo las mañas de esa gente. Son especialmente sagaces para urdir el mal e incapaces de practicar el bien. Se han hecho odiosos al cielo y a la tierra, porque contra ambos atentaron. Impíos para con Dios, temerarios con lo más sagrado, enemigos entre sí, rivales de sus prójimos, inhumanos con los extraños, no son amados por nadie porque a nadie aman, y aunque desean ser temidos por todos, a todos deben temer.

 

2. Son los que no toleran obedecer ni saben mandar, desleales a los superiores e insoportables para los súbditos. Descarados para pedir y altaneros para denegar. Importunos con tal de conseguirlo todo, inquietos hasta que lo reciben, desagradecidos cuando lo alcanzan. Sus lenguas aprendieron a soltar grandiosidades, pero sus obras son ridículas. Lo prometen todo y no cumplen nada. Son empalagosos para adular y cáustico para difamar, candorosísimos en su disimulo y taimados en su traición. He pormenorizado tanto, con la intención de ponerte sobre aviso acerca de lo que tienes junto a ti.

 

V

 

1. Volvamos a nuestro esquema. ¿Qué es eso de comprar con despojos de las Iglesias a las gentes  que te vitorean a tu paso por las calles de los ricos, arrojándoles el sustento a los pobres? Brilla en el lodo la plata y se abalanzan todos a por ella; pero no la atrapa el más necesitado, sino el más fuerte ágil. No iniciaste tú esta mala costumbre o, más bien, esta desgracia. Pero ojalá acabases con ella. Prosigamos. Entre esta algarabía se destaca tu figura cuando avanzas vestido de tisú de oro rodeado del más vivo colorido. ¿Ganan algo con ello tus ovejas? Si tuviese valor, te diría que estos pastos les agradan más a los demonios que a ellas. ¿Hacia eso Pedro, se entretenía así Pablo?

 

2. Como puedes comprobar, todo el celo de los eclesiásticos se agota únicamente en defender su dignidad personal. Todo se va en honores; casi nadie se empeña en la propia santidad. Si alguna vez, por requerirlo las circunstancias, intentas ser más sencillo y accesible, escucharás en seguida: Cuidado. No está bien, no es propio de nuestros tiempos, no corresponde a tu grandeza; lleva cuenta del cargo que representas. Lo último que mencionen será la voluntad de Dios. Viven totalmente despreocupados de su salvación, como si creyésemos que las grandezas pueden salvarnos o pensáramos que es justo todo lo que satisface a la vanagloria. Lo humilde es juzgado en tu corte como una abyección; por eso encontrarás antes al sencillo que a quien desee parecerlo. El temor de Dios se considera como una simpleza, por no decir como una necedad. Llaman hipócrita al comedido y al hombre de conciencia. Al que ama la paz y se reserva un tiempo para su espíritu lo tienen por inútil.

 

SOBRE EL EJEMPLO DE VIDA

 

VI

 

1. Y tú, ¿en qué piensas? ¿Aún no te has enterado de que te envuelven las redes de la muerte? Te suplico que te contengas un poco y me soportes. Más aún: discúlpame que te hable ahora respetuosamente, pero sin ligereza alguna. Me consume el deseo de tu bien. Ojalá que esta impetuosidad mía te sirva de algo. Sé dónde vives; conviven contigo hombres incrédulos y rebeldes. Son lobos y no ovejas; pero eres su pastor. No lo niegues, no sea que sentándote en su sede, te rechace como heredero. Vives junto al sepulcro de Pedro. El jamás se presentó vestido de sedas, cargado de joyas, cubierto de oro sobre blanco corcel, escoltado por soldados y acompañado de aparatoso séquito. Pero desnudo de todo, tuvo suficiente fe para creer que podría cumplir el mandato salvador: Si me amas, apacienta mis ovejas.

 

2. Es como para pensar que tú no eres el sucesor de Pedro, sino del emperador Constantino. Te aconsejo que a lo más toleres esas costumbres, porque así lo han impuesto los tiempos pero que no las apetezcas como algo que te corresponde. Prefiero exhortarte a que cumplas las obligaciones que has contraído. Aunque te vistas de púrpura, aunque lleves oro encima, no tienes por qué rehuir el trabajo y la solicitud pastoral, heredero como eres del Pastor: no debes avergonzarte de anunciar el Evangelio. Al contrario, si evangelizas celosamente, participarás de la misma gloria de los apóstoles. Evangelizar es como apacentar. Cumple tu misión de evangelista y así llevarás a cabo tu oficio  de pastor.

 

VII

 

1. Dirás que te mando apacentar escorpiones y no ovejas. Razón de más para que lo intentes, pero con tu persuasión; no con las armas. ¿Para qué vas a tomar de nuevo   espada, si va una vez te mandaron envainarla? Con todo, si alguien negase que es tuya, creo que no ha comprendido bien la palabra del Señor: Mete la espada en su vaina. Porque repito que es tuya puede ser desenvainada quizá con tu consentimiento, aunque no por ti mismo. Si no fuese tuya en ningún sentido, cuando los apóstoles le dijeron al Señor: Aquí hay dos espada, no hubiera respondido: Ya basta, sino: sobran. Por tanto, la Iglesia puede poseer las dos espadas, la espiritual y la material. Esta para que la defiendan y la otra para usarla ella misma; una la esgrime únicamente el sacerdote, y la segunda el militar con el consentimiento del pontífice y por orden del emperador. De esto ya traté en otro lugar. Tú empuña ahora la que has recibido para herir; hiere para salvarlos, si no a todos o a muchos, al menos a los que puedas.

 

VIII

 

1. Replicarás: Yo no valgo más que mis padres. ¿Hizo caso este pueblo exasperante a alguno de ellos? Si hasta los escarnecieron. Por eso mismo debes esforzarte más, por si te escuchan y los reconcilias; si se te resisten, debes insistir de mil maneras. Tal vez sea un exagerado. Pero no lo digo yo: Insiste Q tiempo y a destiempo. Si te empeñas, sigue tomándolo como una exageración. Pero al profeta se le requiere: Grita a voz en cuello, sin cejar. ¿A quiénes sino a los malvados y pecadores? Denuncia a mi pueblo sus delitos, a la casa de Jacob superados. Fíjate en este matiz: les trata a la vez como criminales y como pueblo de Dios. Así debes pensar tú de los tuyos. Aunque sean malvados e inicuos, considéralo bien, no sea que un día te digan: Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de esos más humildes, dejasteis de hacerlo conmigo. Reconozco que hasta ahora ese pueblo se ha mostrado terco y de corazón indómito. Pero no puedes tener la certeza de que además es indomable.

 

2. Queda la posibilidad de que suceda lo que nunca ha ocurrido. Tú desconfiarás; pero nada hay imposible para Dios. Si son de dura cerviz, sé tú tan terco como ellos. Nada hay tan resistente que no ceda ante otra cosa más dura. Por eso dice el Señor al mismo profeta: Hago tu rostro tan duro como el de ellos. Solamente podrás excusarte si has tratado a tu pueblo de tal manera que puedas decirle de verdad: ¿Qué más cabría hacer por mi pueblo que no lo haya hecho? Si te entregaste hasta ese extremo y no conseguiste nada, al fin debes proponerte y realizar lo que dice la Escritura: Sal de Ur de los caldeos, añadiendo: porque también a los otros pueblos tengo que anunciarle el reino de Dios. Espero  que no te pese tanto un destierro en el que cambias el mundo entero por la Urbe.

 

SOBRE LA ELECCIÓN DE ASISTENTES Y COLABORADORES

 

IX

 

1. Vamos a tratar ahora de tus asistentes y colaboradores. Son tus más adictos, tus más íntimos. Si son virtuosos, serán extraordinarios para ti; de lo contrario, pésimos. Cuando te duele un costado, no puedes decir que te encuentras bien. Es decir, no creas que eres bueno si te apoyas en los malos. Porque tu bondad, ella sola, a nadie beneficia, conforme lo expuse en el libro anterior. Tu justicia personal no puede solucionar nada a las iglesias cuando prevalece la sentencia de otros que no piensan como tú. Por otra parte, rodeado de esa gente, ni siquiera puedes estar seguro de tu bondad, como si tuvieras cerca de ti una serpiente. Si nos amenaza un mal interno, de nada nos sirve refugiarse. Al revés, el ambiente familiar es una ayuda continua si es benigno. En todo caso, te alivien o te abrumen, todo dependerá exclusivamente de ti, porque tú los elegiste o los admitiste. Claro es que no me refiero a todos. Algunos te eligieron a ti, y no al revés. Pero sólo gozan de la competencia  que tú les hayas concedido o permitido. Así que estamos en las mismas. Tú eres el único responsable de todo cuanto debas sufrir por culpa de quienes sin ti nada pueden decir. Prescindiendo ya de éstos, como puedes ver, no obres a la ligera cuando tengas que seleccionar o reunir a los demás colaboradores para desempeñar sus oficios.

 

2. A ejemplo de Moisés, debes llamarlos de donde sea r rodearte de ancianos, no de jóvenes; pero que sean ancianos no tanto por su edad como por su vida y costumbres. Debes conocerlos bien para constituirlos ancianos del pueblo. ¿Y por qué no elegirlos de todo el orbe, si han de juzgar al orbe entero? Importa mucho que en su designación no te veas obligado a elegir a nadie porque te lo soliciten o te lo recomienden; debes decidir por propia deliberación y no por influencias. Hay cosas que no pueden denegarse, porque nos las arrancan a fuerza de insistencias o por la extrema necesidad del que la pide. Pero sólo si se trata de asuntos exclusivamente personales. Cuando no puedo hacer lo que a mí me gustaría, ¿le quedará alguna posibilidad al que lo solicita? Sólo si se limita a desear, no ya la concesión de lo que él pide, sino que yo pueda lícitamente querer lo que solicita. Unos piden ese favor para sí mismos y otros para los demás. No te fíes simplemente de los que te son recomendados; y el que directamente pide para sí, ya está juzgado. Poco importa que lo solicite por sí mismo o se sirva de una recomendación. De un clérigo que frecuente mucho la curia sin pertenecer a ella, ya puedes imaginarte, sin más, que es de la misma calaña que los ambiciosos. Aunque no te pida nada, piensa que algo busca de ti ese adulador que a todos da la razón. Y ten cuidado con el escorpión que se presenta de cara, porque punza con la cola.

 

X

 

1. Cuando adviertas que se te ablanda el corazón con los halagos de esa gente, como suele suceder, recuerda aquello del Evangelio: todo el mundo sirve primero el vino bueno cuando la gente está bebida  el peor. Captarás con la misma lucidez la verdadera humildad del temeroso y la del que solamente espera algo de ti. Es típico del astuto y encubridor fingir humildad cuando desea conseguir una cosa. Dice de ellos la Escritura: Hay quien se humilla falsamente y sus entrañas revientan de engaño. Tú mismo puedes comprobar la verdad de esta sentencia, pues claramente la percibes a diario en tu curia. ¡A cuántos que admitiste por puro favor, tienes que soportar ahora su dureza, insolencia, rebeldía y contumacia! La maldad que encubren al principio sale después a relucir. Cuando veas a un jovenzuelo charlatán y amigo de discursear, pero vacío de saber, tenlo sin más por enemigo de la justicia. A propósito de estos falsos hermanos, te recomienda el Maestro: A ninguno le impongas las manos a la ligera.

 

XI

 

1. Excluido ya todo este tipo pestilente de personas, pon todo tu empeño en buscar a gentes de las que luego no debas arrepentirte por haberlas admitido. Te honraría muy poco estar siempre retractándote de lo que ya has hecho; no es conveniente que tus decisiones se desacrediten con tanta frecuencia. Cuando debas tomar una resolución, piénsalo contigo mismo y con los que te aprecian de verdad. Medítalo detenidamente antes; que después siempre llega tarde la retractación. Es un consejo del sabio: hazlo todo con consejo, y, después de verlo, no te arrepentirás.

 

2. Y convéncete: es muy difícil probar bien dentro de la curia a los que van a ser admitidos. Por eso, si es factible, resulta mejor elegir a personas ya probadas y no a prueba. 1\nosotros recibimos en los monasterios a todos con la esperanza de que sean mejores más tarde. Pero la tradición de la curia fue recibir a los que ya son perfectos y no pretender hacerlos después. La experiencia dice que fueron más los buenos que dejaron de serlo y menos los malos que se corrigieron. Por eso es preferible buscar personas ya perfectas, cuyos fallos no se teman, porque ya no hay necesidad de fiarse de su progreso.

 

XII

 

1. En consecuencia, no recibas sin más a quienes lo solicitan afanosamente; admite a los indecisos y a los que rechazan estos cargos; a ésos debes obligarles a entrar. A mi parecer, en esos últimos podrás descansar tranquilo. Nunca serán altaneros, sino respetuosos y comedidos; a nadie temerán sino a Dios y todo lo esperarán de Dios. No tendrán en cuenta las riquezas de los que a ellos acudan, sino sus necesidades. Se mostrarán valientes en la defensa de los oprimidos y juzgarán a los pobres con justicia. Serán íntegros y  de probada santidad; dispuestos siempre a obedecer, resignados en sus sufrimientos, sumisos a la disciplina, estrictos en la censura, católicos por su fe, fieles en la administración, artífices de la paz, colaboradores de la unidad, rectos en sus juicios, prudentes en sus consejos, moderados en sus ordenes, hábiles en sus disposiciones, activos en su trabajo, discretos en su conversación, perseverantes en la adversidad, piadosos en la prosperidad, sobrios con sus pasiones, generosos en su misericordia, ocupados en sus ocios, mensurados en su hospitalidad, frugales en los convites, desinteresados para su economía familiar, respetuosos de la ajena, buenos administradores de la suya, siempre y en todas sus cosas circunspectos.

 

2. No se negarán a rehusar que se les nombre embajadores de Cristo siempre que fuera preciso, ni lo ansiarán cuando no se les designe para ello. Tampoco rechazarán lo que antes rehusaron con toda sencillez. Los nuncios no irán tras el oro y seguirán las huellas de Cristo. No codiciarán el lucro en su misión, ni exigirán que se les dé nada, porque sólo buscarán la eficacia de su ministerio. Se presentarán ante los reyes como Juan, ante los egipcios como Moisés, ante los fornicarios como Fineés, ante los idólatras como Elías, ante los avaros como Eliseo, ante los simoníacos como Pedro, ante los blasfemos como Pablo, ante los traficantes como Cristo. No despreciarán al pueblo, porque lo instruirán. No pueden halagar a los ricos, sino atemorizarlos; ni gravar más a los oprimidos, sino ayudarlos. No se intimidarán con las amenazas de los príncipes, porque las despreciarán. A donde vayan llegarán sin estrépito y marcharán en paz. No saquearán las iglesias y atenderán a su restauración. No esquilmarán las bolsas, sino que confortarán los corazones y corregirán los vicios: Cultivarán su propia fama sin envidiar la ajena. Pondrán todo su empeño en orar y habituarse a la oración, fiándose en todo mucho más de su espíritu de oración que de sus cualidades personales y de su esfuerzo.

 

3. Sea pacífica su entrada y sencilla su salida. Sus palabras serán edificantes, su vida honrada, su presencia grata, su recuerdo mil veces bendito. Amables, pero no de boquilla, sino con la verdad de sus obras. Se harán respetar por su género de vida y no por su soberbia. Con los sencillos serán sencillos y con los inocentes serán inocentes. Reprenderán duramente a los empedernidos, se opondrán a los malvados y a los soberbios les pasarán su merecido. No se consumirán por hacerse ricos ellos y sus familias a costa de lo que se reserva para las viudas y con el patrimonio del Crucificado; de balde dan lo que de balde recibieron, haciendo justicia desinteresadamente y defendiendo a todos los oprimidos, para tomar venganza de los pueblos y aplicar el castigo a las naciones. Deben participar claramente del espíritu que tú posees como los setenta dirigentes de Moisés, y, en tu presencia o en tu ausencia, sólo se esforzarán por complacerte complaciendo a Dios. Volverán a ti fatigados, pero no agotados; satisfechos, no de las cosas raras y preciosas que traen consigo, sino de haber dejado la paz en los reinos, la ley a los incultos, la tranquilidad en los monasterios, el orden en las iglesias, la disciplina entre los clérigos y un pueblo grato a Dios, entregado a hacer el bien.

 

XIII

 

1. Me parece interesante mencionar aquí el caso de nuestro querido Martín, de tan grato recuerdo. Te enteraste en su día, pero no sé si lo recordarás. Siendo cardenal presbítero, fue enviado a Dacia como legado. Volvió tan pobre, que a duras penas pudo llegar a Florencia, por encontrarse sin dinero y sin caballos. Allí el obispo le regaló una cabalgadura con la que llegó a Pisa, donde entonces nos encontrábamos tú y yo. Al día siguiente, creo, le alcanzó aquel obispo, que tenía un pleito, y comenzó a pedir recomendaciones a los amigos. Iba solicitándolas personalmente, hasta que se acercó a Martín. En él confiaba más que en ningún otro. Esperaba que no se hubiera olvidado de su favor, tan reciente. Pero Martín le contestó: Me has decepcionado: ignoraba que tenías un pleito inminente. Toma tu caballo, que está en el establo. Y al instante se lo devolvió. ¿Qué me dices, querido Eugenio? ¿No te parece una anécdota de otros siglos? Un legado que regresa del país del oro sin un gramo, que atravesó la tierra de la plata sin conocerla y que además rechaza inmediatamente un regalo porque lo juzgó sospechoso.

 

XIV

 

1. Y mira por dónde se me presenta la ocasión de recordar y referirme a un hombre que exhala suavísimo perfume: el obispo Gaufredo de Chartres. Ejerció en Aquitania con suma diligencia el cargo de legado durante largo tiempo y a expensas propias. Voy a contarte algo que lo pude ver con mis propios ojos. Le acompañaba yo por aquellas tierras, cuando un sacerdote fue a ofrecerle un pez llamado vulgarmente esturión. El legado le preguntó en cuánto se lo vendía, y añadió: No lo acepto si no me admites que te lo pague. Y le entregó cinco sueldos a aquel hombre, sonrojado por tener que recibírselos. En otra ocasión estábamos en cierto castillo, y la señora quiso obsequiarle por devoción con una toalla y dos o tres bandejas muy bonitas, aunque eran de madera. Se quedó mirándolas detenidamente, las elogió, pero no las aceptó por su delicadeza de conciencia.

 

2. ¿Habría sido capaz de recibir unas bandejas de plata quien rehusó las de madera? Nadie pudo decirle aquello de enriquecimos a Abrahán. En cambio, tenía fuerza moral para proclamar ante todos, como Samuel: Aquí me tenéis ante el Señor y su ungido. ¿A quién le quité un buey? ¿A quién le quité un burro? ¿A quién le he hecho injusticia? ¿A quién he vejado? ¿De quién he aceptado un soborno para hacer la vista gorda? Decidlo y os lo devolveré. ¡Ah, si contáramos con muchos como él y éstos que os acabo de mencionar! ¿Habría alguien más feliz que tú? ¿Habría tiempos más venturosos que los nuestros? Solamente considerarías superior la felicidad  celestial, porque adondequiera que fueses te verías rodeado de un noble cortejo de santos.

 

XV

 

1. O poco te conozco o este pensamiento te ha arrancado ya profundos anhelos. Y exclamarás: ¿Será posible algo semejante? ¿Crees que lo veremos nosotros? ¡Quién me diera vida para verlo! ¡Ah, si contemplara yo a la Iglesia de Dios asentada sobre esas columnas! ¡Ah, si viese a la Esposa de mi Señor en manos de una fe tan grande y confiada a corazones tan puros! Nadie sería más feliz que yo. Nadie más seguro, viéndome rodeado de custodios y testigos como ellos. Les entregaría todos mis secretos sin miedo alguno, les comunicaría todos mis deseos, les abriría toda mi intimidad como a otro yo. Si pretendiera desviarme en algo, no me lo permitirían, me detendrían en el camino, me despertarían del sueño. Su respeto y su libertad para conmigo reprimirían mi orgullo y corregirían los excesos de mi celo. Su constancia y su fortaleza disiparían mis vacilaciones y animarían mis pesimismos. Su fe y su santidad me estimularían a todo lo respetable, a todo lo justo, a todo lo limpio, a todo lo estimable y a todo lo de bueno fama. Pero ahora vuelve tus ojos, mi amado Eugenio, al estado en que se encuentran la curia y la Iglesia; mira cuáles son los afanes de sus prelados, especialmente de los que están a tu alrededor.

 

XVI

 

1. Pero dejemos ya esto. Yo me he limitado a golpear la pared, pero sin hacer un boquete en ella. A ti, como hijo del profeta, te corresponde abrir o y mirar dentro. A mí no me es lícito. Solamente te denuncio lo que se ve desde fuera: que tus ministros luchan ridículamente por prevalecer sobre tus hermanos en el sacerdocio. Y esto ni es razonable, ni ocurrió antiguamente, ni lo puede consentir tu autoridad. Si para excusar este abuso se basan en que es una costumbre establecida, mejor es despreciarla que sacrificar por ella e) orden superior. Más frívolo aún es el argumento con el que defienden sus pretensiones: Nosotros somos los que asistimos más de cerca al señor papa en todas sus ceremonias; los que nos sentamos más próximos a él en su sede; los que en su cortejo le precedemos inmediatamente, después de que han pasado todos. Pero no se trata de un privilegio debido a una dignidad, sino simplemente de algo que corresponde a la diligencia con que deben cumplir su oficio. No pasa de ser la traducción concreta del nombre de diácono en su ejercicio más solemne. Por lo demás, mientras los sacerdotes rodean a su majestad sentados en las asambleas ordinarias, vosotros estáis a sus pies. Simplemente le asistís más de cerca, para teneros más a mano. Ya leemos en el Evangelio que surgió una disputa entre los discípulos sobre cuál de ellos debía ser considerado más grande. Podrías darte por satisfecho si los que te rodean pusieran este mismo interés en todo lo demás.

 

SOBRE LA ELECCIÓN DEL MAYORDOMO DE CASA

 

XVII

 

1. Ya estamos hartos de tanta curia; salgamos de palacio, que nos esperan en casa. Y pensemos ahora no en los que están a tu alrededor, sino, en cierto sentido, dentro de ti mismo. No perderías el tiempo si ocupases tu consideración en decidir cómo organizar tu casa y dedicarte a los que viven en tu intimidad y regazo. Es más, creo que necesitas hacer esta consideración. Escucha a Pablo: Uno que no sabe gobernar su casa, ¿cómo va a cuidar de la Iglesia de Dios? Y añade: Quien no mira por los suyos y en particular por los de su casa, ha renegado de la fe y es peor que un descreído. Con esto no pretendo exigirte que descuides los asuntos más importantes volcándote en nimiedades. ¿Por qué te vas a enredar ahora en las minucias de las que Dios te sacó? Él lo ha dicho: Todo eso se os dará por añadidura.

 

2. No obstante, hay que hacer lo uno sin dejar lo otro. De manera que lleves tú las cosas más trascendentes y designes tú mismo a los que deben ocuparse de los detalles de la casa. Si un siento solo no puede arreglárselas para atender a las caballerizas y a todo lo demás, tú tampoco eres capaz de gobernar tu casa y al mismo tiempo servir a la casa del Señor, de la que se ha escrito: ¡Qué grande es, Israel, el templo de Dios! Un hombre que debe preocuparse de empresas tan importantes y diversas, tiene que verse liberado de los asuntos insignificantes y más enojosos. Debe vivir tan libremente que no le asalte ninguna intromisión violenta. Debe ser tan recto que no le arrastre ningún afecto torcido; tan cauto, que no le turbe ninguna sospecha furtiva; tan vigilante, que no le saque de sí mismo ningún pensamiento extraño ni curioso; tan estable, que no le afecte ninguna turbación inesperada; tan firme,  que ninguna tribulación, por continua que sea, le canse; tan desprendido, que no le coarte la pérdida de cualquier valor temporal.

 

XVIII

 

1. No dudes que te verás privado de estos bienes y tendrás que soportar todos estos males si, dividiendo tu espíritu, quieres entregarlo a la vez a las cosas de Dios y a los pequeños negocios de tu casa. Debes buscarte alguien que mueva por ti la muela del molino. Por ti, he dicho, y no contigo. Habrá cosas que debas realizarlas tú solo; obras, tú ayudado por otros; y algunas, por medio de otros y sin ti. Quien sea sabio, que lo entienda. No encontrarás razón alguna para que tu consideración se entretenga en estas -menudencias. Creo que el gobierno de tu casa corresponde a ese orden de cosas que he colocado en tercer lugar. Por eso, se encargará de ellas otro y no tú.

 

2. Pero si no es fiel, te robará; y si no es competente, se dejará robar. Para confiarle la administración de tu casa debe reunir ambas cualidades: la fidelidad y la precaución. Con todo, serán insuficientes si no posee una tercera. ¿Quieres saber cuál? La autoridad. Pues ¿De qué le sirve que desee y sepa disponer lo necesario si no puede llevarlo a cabo? Para ello necesita que delegues en él, y así pueda actuar según su criterio. Si crees que no sería razonable darle esas atribuciones. Recuerda que se trata de un hombre fiel que sólo intenta obrar razonablemente. Piensa además que es una persona prudente y sabe proceder con madurez. Mas el que posee un espíritu fiel y capaz, será activo y eficiente si cuenta con medios para decidir sin cortapisas y si es obedecido por todos, sin entorpecimientos. Todos acatarán sus órdenes. Nadie le negará su colaboración ni le preguntará: ¿Por qué has hecho esto?

 

3. Por sí mismo podrá admitir o excluir a quien quiera, cambiar los sirvientes, darles otra ocupación cuando le parezca oportuno. Así será respetado por todos para bien de todos. A todos gobierna, a todos sirve y se sirve de todos. No des acogida a las acusaciones encubiertas que se tramen contra él; debes tomarlas como detracciones. Quisiera  que adoptases esta norma general: ten por sospechoso a todo el que tema denunciar públicamente lo que te ha susurrado al oído. Si decides que debe acusarlo ante los demás y se niega, considéralo como un chismoso, no como un acusador.

 

XIX

 

1. Sea uno solo el que mande a todos lo que deben hacer y a él le rendirán cuentas. Deposita en él toda tu confianza y tú entrégate de lleno a ti mismo y a la Iglesia de Dios. Si no encuentras a nadie que sea fiel y capaz, es preferible que le des el cargo al que por lo menos sea fiel; esto es lo más seguro. Si no hallarás una persona idónea, te recomiendo que soportes al que no es del todo fiel. Cualquier cosa menos perderte tú en ese laberinto. Recuerda que el Salvador aguantó a Judas como administrador de la bolsa. Lo más impropio de un obispo es ocuparse del ajuar de la casa y de sus dineros; escrutarlo y averiguarlo todo; dejarse recomer por las sospechas y perder el equilibrio por las cosas que se pierden o estropean. Lo digo para vergüenza de algunos prelados que cada día recuentan todo lo que poseen, lo revisan todo y piden cuentas hasta del último céntimo. No obró así aquel egipcio, que lo confió todo a José y ya no quiso saber ni lo que tenía en su casa. Debería caérsele la cara de vergüenza a un cristiano que no se fía de otro cristiano para entregarle la administración de sus cuentas. Un hombre sin fe se fió de su siervo y le puso al frente de su casa, aun sabiendo que era un extranjero.

 

XX

 

1. Es de lo más extraño. Resulta que los obispos encuentran rápidamente a muchos sacerdotes a quienes entregar las almas. Y no hallan uno sólo a quien confiar sus módicos bienes. Por lo visto son óptimos administradores, porque se consumen por lo más minucioso y descuidan e incluso abandonan lo más importante. Pero tiene una explicación muy sencilla: es que toleramos con más paciencia las pérdidas de Cristo que las nuestras. Diariamente hacemos el más riguroso balance de nuestras economías y desconocemos totalmente los daños del rebaño del Señor. Todos los días se discute con los criados el precio de los víveres y el número de panes consumidos; pero es rarísimo que se convoque una conferencia con los presbíteros sobre los pecados del pueblo. Se cae un asno, y hay quien lo levante; se pierde un alma, y a nadie le preocupa. Es natural, cuando ni siquiera advertimos nuestros continuos defectos. ¿Acaso no nos corroe la rabia, la comezón y la ansiedad por la marcha de nuestras cuentas? ¡Cuánto más tolerable debería ser para nosotros la quiebra material que la del espíritu! Así nos interpela San Pablo: ¿Por qué no sufrís mejor la injusticia de un fraude?

 

2. Mira: tú que enseñas a otros, aprende, si no lo has hecho ya, a preocuparte más de ti mismo que de lo tuyo. Haz que pasen delante de ti, sin poseerte, todas esas realidades que son transitorias, porque para ti no son estables. La corriente del río va excavando su cauce. De la misma manera, el vivir sumergido en las cosas materiales perfora la conciencia. Si por un imposible el torrente pudiese anegar los campos sin dañar los sembrados, podrías confiar en que al familiarizarte con los bienes materiales no se vería perjudicado tu espíritu. Te aconsejo que hagas todo lo posible por no caer en esos atolladeros, adoptando muchas veces la actitud del que no entiende, actuando en otras ocasiones como si no te dieras por enterado y alguna vez como si lo hubieses olvidado.

 

XXI

 

1. Así y todo, me gustaría que no ignorases las costumbres e inclinaciones de tu servidumbre. Que no seas el último en enterarte de los desórdenes de tu casa, como les ha sucedido a tantos otros. Ya te dije que no debes ser tú quien se ocupe de todo. Pero el problema de la moralidad de tu casa no se lo confíes a nadie. Responsabilízate tú. Si alguien se insolenta en tu presencia, o pronuncia palabras indebidas o es descubierto en alguna corrupción, pon la mano sobre él y venga la injuria que te hacen. La impunidad genera osadía y la osadía el abuso. En la casa del obispo deben reinar la santidad, la sencillez y la decencia, y quien las cultiva es la disciplina. Los sirvientes del sacerdote o son mejores que los demás o se convierten en la comidilla de todos. No toleres a tus más allegados el menor atisbo de incontinencia o intemperancia en el porte, en su modo de vestir o en los gastos. Que tus hermanos en el episcopado aprendan de tu ejemplo a no tener consigo a jóvenes repeinados y niños presumidos. Es algo impropio ver cabelleras rizadas entremezcladas con las mitras. Recuerda el aviso del sabio: se trata de tus hijas No les muestres una rara excesivamente risueña.

 

XXII

 

1. Y, sin embargo, no te aconsejo  que seas áspero, sino responsable. La aspereza repele a los débiles y la responsabilidad modera a los superficiales. La primera te haría odioso. Y si te falta seriedad, caerías en el desprestigio: el término medio es lo mejor siempre. No me gustaría que fueras excesivamente severo ni demasiado blando. Lo más honroso es una ecuanimidad que nos aleje de la pesadez del rigor y de la familiaridad deshonrosa. En palacio muéstrate como papa; en tu caso, como padre de familia. Que te amen tus criados. Y si no, haz que te respeten. Es importante que siempre seas discreto en la conversación, lo cual no está reñido con el gracejo de la afabilidad. Controla tus palabras en todo momento, pero especialmente en la mesa. Tu atuendo más indicado será la gravedad de tu comportamiento, la serenidad de tu rostro y la calma de tu conversación. Los capellanes y los que te acompañan habitualmente en los oficios divinos deberán ser siempre muy dignos. A ti te corresponde elegirlos por su honradez. Todos les servirán, como si lo hiciesen contigo.

 

2. Recibirán lo necesario directamente de ti. Se conformarán con que tú mires por ellos y preocúpate de que no les falte nada. En cuanto a lo que pidan los más allegados, trátalo como a otro Giezi. Lo mismo con relación a los porteros y demás oficiales. Y yo creo que ya hemos hablado lo suficiente sobre este punto. Porque me consta que todo lo tienes organizado así desde hace tiempo. ¿Puede haber algo más digno de tu apostolado, más confortable para tu conciencia, más limpio para tu fama y más eficaz como testimonio? Óptima norma es aquella que destierra la avaricia no sólo de la conciencia, sino hasta de la calumnia.

 

RESUMEN DE LO ANTERIOR Y EPILOGO

 

XXIII

 

1. Tenemos que cerrar ya este libro, y al acabarlo, quiero epilogarlo repitiendo algo de lo ya dicho y añadiendo algunas cosas que he omitido. Ante todo, considera que la santa Iglesia romana, que presides por voluntad de Dios, es madre de las Iglesias y no señora; que tú no eres señor de los obispos, sino uno de ellos; mejor aún, hermano de los que aman a Dios y uno más entre los que le temen. Por lo demás, considera que debes ser modelo de justicia, espejo -de santidad, ejemplo de piedad, depositario de la verdad, defensor de la fe, doctor de las gentes jefe de los cristianos, amigo del esposo, padrino de la esposa, reformador del clero, pastor de los pueblos, maestro de los que no saben, refugio de los oprimidos, defensor de los pobres, esperanza de los desvalidos, tutor de los huérfanos, protector de las viudas, luz de los ciegos, expresión de los mudos, bastón de los ancianos, venganza de los ofendidos, temor de los perversos, gloria de los buenos, cetro de los poderosos, marullo de los tiranos, padre de los reyes, moderador de la ley, legislador de los cánones, sal de la tierra, luz del mundo, sacerdote del Altísimo, ungido del Señor, dios, en fin del faraón.

 

2. Entiende bien lo que quiero decir. Dios te dará inteligencia para ello. Cuando pacten entre sí la maldad y el poder, tienes que demostrar que estás por encima de todos los hombres. Enfréntate con los malhechores. Tema el celo airado de tu espíritu el que no respeta al hombre ni se acobarda ante la espada. Tema el poder de tu oración el que desprecie tu exhortación. Aquel contra quien te indignes, piensa que no eres tú, sino el Señor el que está airado contra él. Tiemble quien no te escuche, porque tampoco Dios le escuchará.

 

3. Ya sólo nos queda tratar de lo que está por encima de ti. Y espero hacerlo con la ayuda de Dios en un solo libro. Así acabaré de cumplir lo que te prometí.

 

LIBRO V

CONSIDERACIÓN SOBRE LO QUE ESTÁ POR ENCIMA DE NOSOTROS

 

I

 

1. En los cuatro libros anteriores, aunque se titulan.  Sobre la consideración, van entreverados muchos temas sobre la acción, porque explican o aconsejan algunos aspectos que no sólo se deben considerar, sino también llevarlos a cabo. Pero éste que ahora tienes en las manos tratará exclusivamente sobre la consideración. Las realidades que están por encima de ti -de las cuales vamos a tratar- no necesitan de nuestra  atención: sólo tenemos que contemplarlas: no te obligan a  desplegar tu actividad sobre ellas, pues subsisten iguales a sí mismas ahora y por toda la eternidad.

 

2. Quisiera, Eugenio, que tú, agudo como eres, cayeras va en la cuenta de cómo tu consideración se desvía cada vez que  desciende de estas realidades a las más inferiores y visibles; claro que debes conocerlas y desearlas por su utilidad o para disponer de ellas por exigencias de tu ministerio. Pero si uno se entretiene en ellas únicamente para llegar a las realidades más sublimes, no se extraviará demasiado. Porque ejercitar la consideración con esta finalidad es lo mismo que retornar a la patria. Este es precisamente el destino más elevado y digno de las cosas presentes, tal como nos lo enseña Pablo: lo invisible de Dios resulta visible para el que reflexiona sobre sus obrar. Es obvio que no necesitan esa escala los ciudadanos, sino los desterrados. Así lo entendió el mismo Pablo. Cuando afirma  que lo invisible puede conocerse por lo visible, expresamente añadió: Por las criaturas del mundo. Y es natural. ¿Para qué  necesita escala el que ya está sentado sobre el trono? La  criatura celestial, efectivamente, es la que tiene junto a sí el medio más excelente para contemplar las realidades superiores. Ve al Verbo y en el Verbo todo cuanto fue creado por el Verbo. Tampoco necesita mendigar de las criaturas el conocimiento del Creador. Ni tiene por qué descender hasta sí misma para conocerse, porque se contempla allí donde aparece más  transparente  que en sí misma. Este es el grado más perfecto de la contemplación: no necesitar de nadie, porque contigo te bastas para conocer cuanto deseas. Por el contrario, quien tenga  necesidad de ayuda ajena, está subordinado, vive lejos de la perfección y es menos libre.

 

II

 

1. ¿Y no es un retroceso humillante tener que recurrir a las realidades inferiores? Es ofensivo que seres superiores añoren el apoyo de los menos perfectos, y ningún hombre se verá plenamente libre de esa injuria hasta que no llegue a la libertad de los hijos de Dios. Entonces serán todos discípulos de Dios y, sin mediación de criatura alguna, serán felices sólo en Dios. Esto equivale a repatriarse: salir de la región de los cuerpos hacia la patria de  os espíritus. Esa patria es Dios mismo, el espíritu infinito, la máxima morada de las almas de los santos. Para  que los sentidos corporales o la imaginación no se arroguen o más mínimo, Dios es allí la verdad misma, la sabiduría, la  virtud, la eternidad, el sumo bien. El lugar en que estamos ausentes y vivimos mientras esto llegue es un destierro, y de lágrimas, donde reina la sensualidad y está proscrita la  consideración; lugar en que los sentidos corporales gozan de total libertad para satisfacerse cuanto deseen y la luz de la consideración queda envuelta en densas tinieblas. ¿Podemos  extrañarnos de que el forastero necesite recurrir a las gentes del país? Puede darse por satisfecho el caminante que consigue la ayuda de los ciudadanos, sin la que no podía caminar. Dichoso, sobre todo, si acierta a servirse de ese auxilio sin abusar de él; si sabe reclamarlo sin pedirlo y exigirlo sin suplicarlo.

 

LOS TRES GRADOS DE LA CONSIDERACIÓN

 

III

 

1. Téngase por privilegiado el que pone su empeño  en valerse de los sentidos -un bien común a todos los hombres- ejercitándolos para su provecho personal y el de otros muchos. No es menos grande aquel que convierte los sentidos en medios para subir, filosofando, hacia las realidades  invisibles. Pero hay una gran diferencia entre los dos: el primero es más eficiente y más penoso; el segundo, más dulce y agradable. Sin embargo, el mayor de todos es aquel que,  despreciando hasta el uso de estas realidades y sentidos, en cuanto es posible a la fragilidad humana, ha ido habituándose a volar hacia las cumbres más sublimes a través de la  contemplación, no por grados ascendentes, sino por inesperados arrebatos. A este último género pertenecen, a mi parecer, los raptos de San Pablo: éxtasis y no ascensiones, pues  según su propio testimonio, más que subir él, se sentía arrebatado. Por eso decía: Si extáticos nos enajenamos, fue por Dios.

 

2. Estos tres grados de la consideración son reales, con una condición: que el espíritu, todavía presente en este mundo de su peregrinación, haciéndose superior por sus ansias de virtud y con la ayuda de la gracia, o reprima os sentidos para que no se le insolenten, o los ate en corto para que no se derramen por el exterior, o se evada de ellos para que no le manchen. En el primer caso, el espíritu se hace más poderoso; en el segundo, más libre; en el tercero, más puro. Este vuelo lo realiza en a las de su pureza y agilidad.

 

IV

 

1. ¿Quieres que designemos estos tres grados de la  consideración con sus nombres propios? Pues llamemos al primero dispensativo, al segundo estimativo y al tercero especulativo. Su definición dejará más claro el sentido de estos tres términos. Dispensativa es la consideración que se sirve de los sentidos y realidades sensibles armónicamente y sin confusiones,  para tratar de ganar a Dios. Estimativa es la consideración que todo lo examina y pondera con prudencia y atención para alcanzar el conocimiento de Dios. Especulativa es la consideración que, recogiéndose en sí misma, y con la ayuda de Dios, te  libera de las cosas humanas, para llegar a la contemplación de Dios.

 

2. Habrás podido advertir claramente que la tercera es una  consecuencia de las anteriores; si éstas no hacen referencia a ella, podrán asemejarse, pero no son lo que abarca su definición. Porque en ese caso la primera sembraría a manos llenas,  pero no cosecharía nada; la segunda, si tampoco se encamina hacia la tercera, empieza a caminar, pero no llega a su término. En consecuencia, la primera desea, la segunda olfatea, la tercera saborea. Es verdad que las dos primeras nos llevan a ese  mismo sabor, aunque más lentamente; porque la primera llega más trabajosamente y la segunda más lentamente.

 

SOBRE DIOS Y LOS ÁNGELES

 

V

 

1. Tal vez me acuses de que ya he expuesto suficientemente por dónde hemos de subir, y ahora me exigirás  que explique también a dónde vamos a subir. Pero te engañas si esperas que te lo diga: pertenece a lo inefable. ¿Piensas que puedo hablar de lo que ojo nunca vio, ni oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado? A nosotros nos lo ha revelado Dios por medio del Espíritu. Por consiguiente, las realidades que hay allí arriba no las conocemos por la palabra humana, sino por la revelación del Espíritu Santo. Lo que no puede explicarnos la razón del hombre ha de buscarlo la consideración, suplicarlo la oración, merecerlo nuestro comportamiento y alcanzarlo  nuestra pureza.

 

2. Cuando te amonesto a considerar las realidades que están  por encima de ti, no vayas a pensar que te mando contemplar el sol, la luna, las estrellas, los espacios celestes y las aguas que cuelgan en el cielo. Aunque todo ello está más alto que nosotros, son muy inferiores por su valor y la dignidad de su naturaleza: al fin se trata de cuerpos materiales. Tú tienes una parte de tu ser que es espiritual, por lo que en vano buscarás algo superior a ti fuera  de los seres que son espirituales. Dios sí es espíritu, y los santos ángeles; por eso están sobre ti.  Dios por su naturaleza y los ángeles por la gracia, son  superiores a ti. Lo mejor del ángel y lo mejor de ti coinciden: es la razón. Pero en Dios, todo él es lo mejor y no una cualidad determinada. A él y a los espíritus que son bienaventurados con él se llega a conocerlos con nuestra consideración de tres  maneras o por tres caminos: la opinión, la fe y la inteligencia. Esta se apoya en la razón, la fe en la autoridad y la opinión se ampara en la apariencia de la verdad. Las dos primeras poseen la verdad con certeza, aunque velada y oscura en el caso de la fe; clara y manifiesta para la inteligencia. Mas la opinión no posee certeza alguna, pues busca la verdad en la verosimilitud, aunque no la alcanza.

 

VI

 

1. Debemos evitar toda confusión para no atribuirle a la  mera opinión la certeza de la fe o discutir como opinable lo que la fe afirma como cierto e inmutable. Es preciso tener ideas claras al respecto. Toda opinión que afirme algo  categóricamente es temeraria; la fe que pretenda conciliarse con la vacilación es débil; la inteligencia, cuando intenta irrumpir en una verdad sellada por la fe, viola y acecha la majestad de Dios. Muchos evaluaron su opinión como una verdad de la  inteligencia y se equivocaron. Es posible atribuir lo opinable a la inteligencia; pero inteligencia y opinión no pueden  identificarse. ¿Por qué así? Porque una puede equivocarse y la otra no; y si tu o equivocarse, es que no era una verdad de la inteligencia, sino mera opinión. La verdadera inteligencia no sólo posee la verdad cierta, sino también el convencimiento de que a posee.

 

2. Cada uno de estos tres medios podemos definirlos así: la fe es como una pregustación voluntaria y cierta de una verdad  aún no manifiesta; la inteligencia es el conocimiento cieno y evidente de cualquier realidad invisible; la opinión es dar por verdadera una cosa, ignorando que es falsa. Por tanto, la fe no puede admitir la menor incertidumbre, ya que pasaría a ser  opinión. ¿En qué se diferencia la fe de la inteligencia? Las dos están al nivel de la certeza absoluta; pero la fe está cubierta con un velo que no encubre a la inteligencia. Además, una vez que entendiste algo con la inteligencia, ya no debes investigar más. Si tuvieras que hacerlo, significa que no lo comprendes. En cambio, nada hay que más deseamos saber como lo que ya  sabemos por la fe. Precisamente llegaremos al colmo de nuestra felicidad total cuando contemplemos nítidamente y sin velos lo que ya tenemos cierto por la fe.

 

SOBRE LOS ESPÍRITUS SUPERIORES 

 

VII

 

1. Hechas  estas aclaraciones  previas,  debemos  orientar ya nuestra consideración hacia la Jerusalén de arriba, nuestra madre. Para ello adentrémonos con cautela y atención por los tres caminos descritos, exploremos lo inexplorable en la medida de nuestras posibilidades ó, más bien, según el den que a cada uno se nos conceda. Ante todo sabemos que sus  habitantes son unos espíritus poderosos, bienaventurados,  gloriosos, distintos entre sí por sus personas, distribuidos según su dignidad, estables desde el principio en su orden  correspondiente, perfectos en su género respectivo, etéreos por su cuerpo, inmortales para siempre, impasibles no por naturaleza, sino por gracia; espíritus puros, benignos por el amor, piadosos por su religión, íntegros en la castidad, individualizados en su unanimidad, confirmados en la paz, creados por Dios, ocupados en su alabanza y adoración.

 

2. Así lo hemos leído en las Escrituras y lo creemos por la fe. Pero hay autores que vacilan en su opinión sobre el lugar que ocupan sus cuerpos e incluso sobre si tienen cuerpos. Yo no entro en discusión con quien afirme que esta cuestión es materia simplemente opinable. Con todo, nos dice la razón, y no la fe ni la mera opinión, que están dotados de inteligencia. No podrían carecer de ella y tener experiencia de Dios. Poseen también sus nombres propios, conocidos por nosotros en la  Escritura, por los cuales podemos conjeturar y vislumbrar de alguna manera cosas que a los mortales no nos corresponde  percibir con claridad, como son sus oficios, méritos, grados y órdenes. Aquí hemos de significar que sólo entra en el ámbito  de la fe lo que hemos oído a la Palabra, porque la fe viene de la escucha. Por eso lo que acabamos de afirmar no pasa de ser simple opinión. ¿Y para qué conocemos sus nombres celestiales si luego no podemos opinar, salvando la fe, sobre las  realidades que esos nombres significan? Ángeles, arcángeles, virtudes, potestades, principados, dominaciones, tronos,  querubines y serafines. ¿Qué significan estos nombres? ¿No hay diferencia alguna entre los que se llaman ángeles y los que tienen el sobrenombre de arcángeles?

 

VIII

 

1. ¿Qué sentido tiene esta distinción gradual? A no ser  que tu consideración haya encontrado otra explicación mejor, podemos pensar que los ángeles, por datos de fe, son los  espíritus asignados a cada uno de los hombres y enviados para ejercer su ministerio con los herederos de la gloria, conforme a la doctrina de Pablo. De ellos dijo el Salvador: Sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial. Podemos pensar que les preceden los arcángeles, quienes,  iniciados en los misterios divinos, son enviados con misiones de extraordinaria importancia. Entre ellos se destaca el arcángel Gabriel, que, como leemos en el Evangelio, fue enviado a María para anunciarle la causa más sublime.

 

2. Podemos pensar qué sobre ellos están las virtudes. Son los que ordenan ejecutar los signos y prodigios que para aviso de los mortales aparecen en los elementos o por los elementos de la naturaleza. Quizá por esto, cuando lees en el Evangelio: Aparecerán portentos en el sol, la luna y las estrellas, te dan a continuación el motivo: porque las virtudes de los cielos se pondrán en movimiento. Se trata -de los espíritus que realizan esas maravillas. Podemos pensar en las potestades,  que son todavía superiores, pues por su fuerza queda subyugado el poder de las tinieblas, reprimiendo su malicia; así no pueden hacer todo el daño que quieren, sino sólo cuando redunde en mayor  bien.

 

3. Podernos pensar también que por encima están los principados, bajo cuya dirección y sabiduría se establece, se rige, se  imita, se transfiere, se altera y se cambia todo poder superior de la tierra. Podemos pensar que las dominaciones sobresalen entre todos los órdenes mencionados, hasta el punto de que  los demás espíritus son como subordinados, pues de ellos  depende el gobierno de los principados, la protección de las potestades, los portentos de las virtudes, las revelaciones de los arcángeles, la providencia y custodia de los ángeles.

 

4. Podemos pensar  que los tronos han volado por encima de las dominaciones. Se laman tronos, precisamente porque están sentados, para que sobre ellos se siente el mismo Dios. Pues si no estuviesen sentados, no podría sentarse sobre ellos el  Altísimo. ¿Me preguntas cómo concibo yo esta posición de  sentados? Equivale a gozar de una tranquilidad suma, de una serenidad placidísima, de una paz que supera toda experiencia. Así está el Señor Dios de los ejércitos juzgando todas las  criaturas con infinita tranquilidad, placidísimo, serenísimo, apacibilísimo. Y constituyó a los tronos muy parecidos a él.

 

5. Podemos pensar que los querubines son unos espíritus que deben de la misma boca del Altísimo y distribuyen corrientes de ciencia a todos sus conciudadanos. Mira si no aquel río del que habla el profeta, cuyo correr alegra la ciudad de Dios. Podemos pensar, por fin, que los serafines son unos espíritus abrasados por el fuego divino, que incendian toda la creación, para que, a su vez, cada uno de os espíritus sean lámparas encendidas y resplandecientes, luminosos por su sabiduría y ardientes por su amor.

 

IX

 

1. ¡Ah, Eugenio! ¡Qué bien se está aquí! ¡Y qué será  cuando nos hayamos adentrado de lleno en la realidad hacia la cual sólo hemos dado los primeros pasos! Sí. Vamos avanzando algo en el espíritu, pero no con todo el espíritu, sino con  una parte y muy insignificante. Porque nuestros afectos yacen abatidos por el peso del cuerpo y nuestros deseos apegados al fango; por ahora únicamente puede elevarse un poco nuestra  consideración, aún árida y tenue. Mas a pesar de esta  insignificancia que se nos da, podemos ya exclamar con alegría en el Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria. Sería maravilloso que el alma pudiera recogerse toda entera en sí misma, reunir junto a sí todos los afectos  desparramados que la traen cautiva, con sus temores infundados y sus amores pecaminosos, afligiéndose sin motivo y alegrándose vanamente, para lanzarse libre de una vez y volar con todo el ímpetu de su espíritu, bañándose en el caudal de la gracia.

 

2. Cuando empiece a vagar entre las luminosas mansiones del cielo, escrutan o detenidamente el seno de Abrahán, y encontrar bajo su altar, sea el que fuere, las almas de los mártires, esas que aguardan pacientemente a ser revestidas de su segunda estola. Entonces no podrá contenerse sin exclamar con el  ardor del profeta: Una cosa pido al Señor, eso buscaré,  habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida,  contemplar la belleza del Señor examinando su templo. ¿Cómo no ver allí el corazón mismo de Dios? ¿Cómo no experimentar allí que la voluntad divina es amable, buena y perfecta? Buena en sí misma, amable por sus obras y perfecta para los que, por ser perfectos, nada buscan sino complacerle. Están patentes allí su entrañable misericordia, sus designios de paz, sus tesoros de salvación, sus misterios de amor, sus secretos de benignidad, que, impenetrables para los mortales, se mantienen velados aun para los mismos elegidos. Lo cual no deja de ser  providencial, pues así le temerán siempre mientras no sean  capaces de amarle dignamente.

 

X

 

1. Hay que descubrir en los espíritus llamados  serafines, cómo Dios es capaz de amar cuando no hay razón alguna para amar; pero también cómo es incapaz de odiar nada de cuanto él ha creado. Cómo alienta a sus criaturas para salvarlas, cómo las impulsa, cómo las abraza, cómo las vuelve dignísimas de su amor y las purifica acrisoladamente, consumiendo con su fuego los pecados de su juventud en sus elegidos y la paja de sus  ignorancias. Hay que descubrir en los querubines, llamados plenitud de ciencia, que Dios es señor de todo conocimiento y no puede ignorar más que la ignorancia; que es todo luz y no hay en él tiniebla alguna; que es todo ojos y que no puede ser engañado nunca, porque nunca los cierra; que no busca la luz fuera de sí mismo para ser iluminado, porque él es luz y es  visión.

 

2. Hay que descubrir en los tronos cómo se sienta sobre  ellos un juez libre de toda sospecha para los inocentes, que no quiere engañar ni ser engaña o, porque es amor y luz. Jamás  interrumpe su audiencia; es única su tranquilidad. Yo deseo ser juzgado por ese rostro en el que siempre brilla el amor v del que están ausentes el error y la turbación. Hay que descubrir en las dominaciones la majestuosa grandeza del Señor,  cuyo imperio coincide con su voluntad y tiene como fronteras la universalidad y la eternidad. Hay que descubrir en los  principados el principio del que todo procede; a la manera como una puerta gira sobre sus goznes, así es gobernado por Dios el universo.

 

3. Hay que descubrir en las potestades con qué poder protege Dios a los mismos seres que domina, venciendo y arrojando  lejos a todo poder adverso. Hay  que descubrir en las virtudes que él es fuerza presente por igual en todas partes, por la cual existen todos los seres; cómo es vivificante, eficaz, invisible e inmóvil. Y sin embargo lo encamina todo hacia su meta y lo  domina con fortaleza; cuando su fuerza irrumpe en la naturaleza y produce efectos menos frecuentes para los mortales, los  llamamos milagros o portentos. Por último, hay  que descubrir en los ángeles y arcángeles la verdad y la verificación de  aquellas palabras: A él le interesa nuestro bien, pues no cesa de alegrarnos con las visitas de seres tan grandes y admirables, instruyéndonos con sus revelaciones, previniéndonos con sus  sugerencias y consolándonos con su asistencia.

 

XI

 

1. Todas estas perfecciones se las dio a estos espíritus su creador, el mismo y único Espíritu que reparte a cada uno en particular lo que a él le parece. Todo eso hizo en ellos y les concedió que ellos también lo hicieran, pero de distinta manera. Así, los serafines arden, pero en el fuego de Dios, o mejor dicho, en un fuego que es el mismo Dios. Su principal atributo es amar, pero no tanto como Dios ni del mismo modo. Brillan los querubines y descuellan por su saber, pero no porque sean la Verdad ni la posean en tan alto grado, sino porque participan de ella. Están sentados los tronos, pero por gracia del que sobre ellos se sienta. Juzgan también con él con suma  tranquilidad, pero no con la misma paz del que todo lo pacifica, paz que supera todo razonar. Dominan las dominaciones, pero son dominadas por el Señor, a quien también le sirven. No es posible compararlo con el supremo, sempiterno y único dominio  de Dios. Presiden y gobiernan los principados, pero a su vez son gobernados, de modo que no sabrían gobernar si dejasen  de ser gobernados.

 

2. En las potestades sobresale su fortaleza, pero aquel a quien se la deben es mucho más fuerte y de otra manera, porque  Dios no es fuerte, es la Fortaleza. Las virtudes, de acuerdo con su función, pueden despertar a los hombres de su entorpecimiento espiritual, exhibiendo portentos en la naturaleza; pero  quien los realiza es el poder que mora en ellos, en comparación del cual no poseen ninguno. Tan grande es la diferencia,  que el profeta dice de él en singular: Sólo él hizo grandes  maravillas. Y en otro lugar añade: El es el único que obra  grandes maravillas. Los ángeles y los arcángeles están junto a nosotros, pero Dios, que no sólo está cerca, sino dentro de  nosotros, se nos muestra mucho más fraternal.

 

XII

 

1. Si me dices que un ángel puede vivir en nuestro interior, no lo negaré, porque recuerdo que está escrito: Y el  ángel que en mí hablaba. Pero aquí debemos hacer algunas  distinciones. El ángel está en nosotros sugiriéndonos el bien, no haciéndolo. Está exhortándonos al bien, no creándolo. Por el  contrario, Dios está dentro de nosotros, de tal modo  que afecta al alma, le infunde el bien o, mejor, él mismo se difunde en ella y la hace partícipe de sí mismo. Por eso alguien pudo decir sin miedo que se hace un solo espíritu con el nuestro, no una sola persona o sustancia. Más exactamente: El que está unido al Señor es un espíritu con él. Por tanto, el ángel está con el alma; Dios está en el alma. El ángel está como un invitado del alma, pero Dios como vida. El alma ve por los ojos, oye por los oí os, huele por el olfato, gusta por el paladar y toca con todo su cuerpo. Así; Dios ejecuta diversas operaciones por los espíritus. En unos se manifiesta como amor, en otros como  conocimiento y en los demás realiza otras cosas; la manifestación del Espíritu se la da a cada uno para el bien común.

 

2. ¿Quién es ese Señor que tantas veces lo tenemos en los  labios y tan lejos de nuestra realidad? ¿Cómo es posible que hablemos de él incesantemente, oculto en su majestad, se escape siempre a nuestros ojos e incluso a nuestros afectos? Escucha lo que él mismo dice a los hombres: Como el cielo  está por encima de la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes más que vuestros planes. Se dice que  amamos, y también Dios; y así muchas otras cosas. Pero Dios ama como amor que es; conoce en cuanto que es la verdad; juzga como justicia que es; domina como majestad suma, gobierna  como principio universal, protege como salvación, obra como poder, revela como luz, asiste coma piedad que es. Todo esto lo hacen también los ángeles y nosotros; pero de manera muy  imperfecta, es decir, no por el bien que somos, sino por la bondad de la que participamos.

 

SOBRE DIOS Y SU DIVINIDAD

 

XIII

 

1. Pasa ya ahora más allá de estos espíritus, que  acaso tú, como la Esposa, puedas decir: Pero apenas los pasé, encontré al amor de mi alma. ¿Quién es ese amor? No se me  ocurre mejor contestación que ésta: el que es. Exactamente la misma que el Señor dio como respuesta, cuando se manifestó a Moisés, al dirigirse al pueblo por indicación suya. El que es me envía a vosotros. Respuesta perfecta, pues ninguna otra  corresponde con mayor precisión a la eternidad que es Dios. Porque si dices que Dios es bueno, que es grande, feliz, sabio, o cualquier otra cosa, en ese atributo está implicada su esencia: el que es. Efectivamente, para él, ser simplemente, es ser todo lo que acabas de decir. Y si añadieses cien cosas más, nunca te saldrías del ser. Porque al afirmarlas, nada le añades con su enumeración; y si las omites, en nada disminuye.

 

2. Si has advertido ya que este ser es tan único y tan sumo, ¿no crees que, comparándolo con él, cualquier otro ser es más bien el no ser que el ser? Entonces, ¿qué es Dios? Sin él nada existe. Y es tan imposible que exista algo sin él, que ni  siquiera él mismo, sin contar consigo mismo, podría existir. El es para sí mismo y para todo lo demás; y en cierto modo puede afirmarse que Dios es un solitario, por ser la raíz de sí mismo y de todos los seres.

 

3. ¿Qué es Dios? El principio: ésa es la respuesta que dio de sí mismo. Muchas otras realidades son llamadas principios, pero con relación a sus derivados. Si buscamos lo que realmente es anterior, llegarás al principio verdadero. Y si buscas al ser que realmente es el principio puro, necesariamente encontrarás al principio que no tiene principio. El ser por el que todo comenzó, el único que no tuvo que comenzar; porque si hubiera  tenido que comenzar, necesariamente comenzó en otro ser  distinto de sí mismo. Nada pudo comenzar por sí mismo, de  no suponer gratuitamente que, cuando no existía aún, podría  darse a sí mismo el comenzar a ser, o que existió como ser  antes de existir. Como ambas cosas repugnan a la razón, es  evidente que nada ha podido ser el principio de sí mismo. Y todo cuanto ha tenido un principio no ha podido ser lo primero. Luego el verdadero principió no ha tenido jamás principio,  sino que todo comenzó por él.

 

XIV

 

1. ¿Qué es Dios? El que desborda los tiempos, pero  no los anula ni los identifica con El. ¿Qué es Dios? Aquello de quien todo procede, por el que son todas las cosas,  en el que existen todos los seres. De quien todo procede, pero por creación, no por generación: Por el que son todas las cosas; mas no creas que uno es su inventor y otro su creador. En el que existen todos los seres, no como en su lugar, sino bajo su poder conservador. De quien todo procede, como de un único  principio creador de todo. Por el que son todas las cosas, porque no hay fuera de él otro segundo principio creador. En el  que existen todos los seres, porque no hay un tercer principio que sea el lugar en el que existen. De quien todo procede, no como si Dios fuese su materia de la que procede, sino su causa eficiente, no material. En vano buscarán los filósofos la materia de la creación; Dios no necesitó materia alguna para crear.  No buscó talleres ni artesanos. Todo lo hizo él, por sí mismo y en sí mismo. ¿De qué lo hizo? De la nada. Porque si lo  hubiese hecho de otro ser ya existente, no hubiera hecho ese otro ser, y así no sería el creador universal.

 

2. Es absurdo pensar que de su propia sustancia incorrupta e incorruptible creara tantos seres, buenos sí, pero corruptibles. Si me preguntas dónde está él si en él está todo, te diré que eso es para mí lo más misterioso. ¿Qué espacio podría contenerle? Si me preguntas dónde no está, tampoco te lo puedo decir. ¿Qué lugar hay donde Dios no esté? Dios es incomprensible, pero  ya sabemos mucho de él, si has aprendido esto: que no puede ser contenido en lugar alguno, ni hay un lugar del que esté ausente. Así como todos los seres están en él, también él está  en todos los seres. Por último, como dice el evangelista: Estaba en el mundo. Por lo demás, está allí donde estaba antes de  que el mundo existiera. No tienes por qué seguir preguntando dónde estaba: fuera de él no existía nada, luego estaba en sí mismo.

 

XV

 

1. ¿Qué es Dios? Lo mejor que puede concebirse. Si estás de acuerdo, no puedes admitir que exista un ser por el cual exista Dios y no sea Dios ese ser. Porque sin duda sería superior a Dios. ¿Cómo no sería superior a Dios un ser que no es Dios y hace que Dios exista? Pues con mayor razón hemos de reconocer que esa divinidad, por la cual dicen que Dios existe, no es sino Dios mismo. En Dios no hay nada más que Dios. Entonces, ¿Niego que Dios tenga divinidad como hay quien lo afirma? No lo niego; digo que, lo  que tiene, eso es. ¿Niego que es Dios por su divinidad? No. Afirmo que no hay otra divinidad que no sea Dios mismo. Que me ayude el Dios Trinidad para rebelarme con todas mis fuerzas contra esa divinidad, si ellos la encontraron. La cuaternidad divide al orbe, pero nada representa con relación a la divinidad.

 

2. Dios es Trinidad y cada una de las tres personas es Dios. Si se les antoja añadir una cuarta divinidad, yo estoy totalmente decidido a no adorar a quien no es-Dios. Creo que tú tampoco lo harás. Porque al Señor tu Dios rendirás adoración, y a él  solo prestarás servirlo. Gloriosa divinidad esa que se atreve a usurpar el honor divino. Mejor será que rechacemos absolutamente esa cuarta divinidad que nos han entregado sin atributo  alguno. A Dios se le atribuyen muchas perfecciones, según la razón y la fe católica, pero sin romper su unidad. De lo  contrario, si las consideras distintas, no sólo tendríamos  cuaternidad, sino centenidad, por así decirlo. Por ejemplo, decimos que es grande, bueno, justo e innumerables cosas más; pero si dejas de concebirlas como una sola cosa con Dios y en Dios, tendríamos un Dios múltiple.

 

XVI

 

1. Pero yo tengo una idea de Dios mucho más perfecta  que ésa. ¿Cuál? Su pura simplicidad. En buena lógica, a  naturaleza simple aventaja a la múltiple. Ya sé que a esta  objeción suelen responder así: No afirmamos que Dios es Dios por su multiplicidad, sino que la divinidad es la multiplicidad de sus atributos. Por tanto afirman que Dios no es múltiple, pero sí doble. Y así no han llegado al ser puramente simple, de modo que sea inconcebible otro mejor. Y deja de ser simple todo lo que depende, aunque sea de una sola forma; como deja de ser virgen la mujer, aunque únicamente se una a un solo varón. Lo digo con toda seguridad: un Dios, aunque sólo sea doble, jamás será mi Dios. Porque tengo otro mejor.

 

2. Por supuesto, preferiría un Dios doble antes que uno múltiple. Pero rechazo a los dos por un Dios enteramente simple.  Con sentido netamente católico, éste es mi Dios. No posee  esto o aquello, ni lo de más allá. Es el  que es, no lo que es: puro, simple, íntegro, perfecto, invariable; nada recibe del tiempo, ni del espacio, ni de las cosas, ni se despoja de lo que él es para crearlas. No tiene nada que pueda dividirlo  numéricamente, ni reducirlo a la unidad: es el ser uno, pero no unificado. No consta de partes diversas como un cuerpo; no tiene afectos opuestos, como el alma; no subsiste gracias a una forma, como todo lo creado; ni siquiera una sola, como algunos han defendido. ¡Vaya una gloria para Dios, si por no ser un ente informe tuviera que sujetarse a una sola forma! Es decir, que todos los demás seres están sometidos a diversas formas y Dios solamente a una. Entonces, aquel por quien existe todo lo que es, tendría que inclinarse ante otro ser, porque le hizo el beneficio de darle lo que es. Este panegírico de Dios, como vulgarmente se dice, equivale a una blasfemia. ¿Acaso no es mucho más decoroso no deber nada a nadie que deberlo siquiera a uno solo? Ten la debida reverencia con Dios atribuyéndole lo mejor. Si pudo tu corazón subir tan alto, ¿Cómo puedes colocar tan bajo a Dios? El es su propia forma, él su esencia misma. En ese grado de perfección lo contemplo yo; y si apareciese otro más perfecto, le tributaría toda mi alabanza. No hemos de temer que nuestro pensamiento vaya mucho más allá de lo que Dios es. Por mucho que suba, está aún más arriba. Buscar al Altísimo más abajo de lo  que el hombre puede concebirlo es absurdo; impío, situarlo ahí. Hemos de buscarlo más allá, no más acá.

 

XVII

 

1. Eleva, si puedes, mucho más arriba el corazón y  encontrarás a Dios todavía más excelso. Dios no es formado: es la forma. Dios no es afectado: es la afección. Dios no es un ser compuesto, sino el puramente simple. Y quiero aclararte más lo que yo entiendo por simple: equivale a decir uno. Es igual afirmar que Dios es uno o que es simple. Pero es uno como  ningún otro ser. Si vale la expresión, diría  que es unísimo. El sol es uno, porque no existe otro; lo mismo a luna, porque no hay otra. Y eso mismo es Dios, pero más. ¿Por qué es más?  Porque es uno también con relación a sí mismo. ¿Quieres que  te lo explique? Es siempre el mismo y de una sola manera. El sol no es uno así, ni la luna tampoco. El con sus movimientos y ella con sus fases, nos lo dicen claramente. Dios, en cambio, no es solamente uno para sí mismo; también en sí mismo. Nada  tiene en sí que no sea él mismo. No sufre alteración alguna  con el tiempo ni modificación alguna en su sustancia. Por eso dijo de él Boecio: Es verdaderamente uno el ser que excluye  toda idea de número y no tiene en sí a otro que a sí mismo. Ni puede estar sujeto a forma alguna, porque él es forma de sí mismo.

 

2. Compara con este ser a otro cualquiera que pueda llamarse uno y no será realmente uno. Y con todo, Dios es Trinidad.  Entonces, ¿queda anulado todo lo que hemos afirmado sobre  su unidad al adjudicarle la Trinidad? No. Confirmamos su  unidad. Decimos que es Padre, que es Hijo, que es Espíritu  Santo, pero no tres dioses, sino uno. ¿Y qué sentido puede  tener este número que no se numera? Si son tres, ¿cómo carecen de número? Si es uno, ¿dónde queda su número? Podrías  contestarme: Pero tengo algo que puedo numerar y algo que  no puedo numerar: la sustancia es una y tres las personas. ¿Encierra esto misterio alguno? Ninguno, si separamos  conceptualmente a las tres personas y a la sustancia. Pero como estas tres personas son una sola sustancia y esta única sustancia tres personas, ¿Quién puede negar su número? Porque  verdaderamente son tres. ¿Y quién las puede numerar si realmente es uno solo? Si crees que es fácil explicarlo, dime qué has  numerado cuando cuentas tres. ¿Naturalezas? Es una sola.  ¿Esencias? También es una. ¿Divinidades? Igualmente es una  sola. Numero personas solamente, me dirás. ¿Y esas personas  no son esa única naturaleza, esa única sustancia, esa única  esencia y esa única divinidad? Eres católico y no puedes  negarlo.

 

SOBRE LA UNIDAD Y SOBERANÍA TRINITARIA

 

XVIII

 

1. La fe católica confiesa que las propiedades de  las personas divinas son las personas mismas; que estas tres personas son un solo Dios, una sustancia divina, una naturaleza divina, una suma y divina majestad. Cuenta, pues, si puedes, las personas sin la sustancia con la cual se identifican, o  las propiedades sin las personas que son respectivamente una misma realidad. Si alguien intenta separar de la sustancia a las personas o las propiedades de las personas, no sé con qué razón podría reconocerse como adorador de la Trinidad después de  haberse excedido con tantas operaciones. Digamos, pues, que son tres, pero sin perjuicio de la Unidad. Digamos que es  uno sin reducir la Trinidad. No se trata de palabras vacías o de nombres sin sentido. Si alguien se pregunta cómo puede ser  esto, bástele con saber que es cierto, no como una conclusión de la inteligencia ni por una opinión discutible, sino por la adhesión de la fe. Grandísimo misterio este que hemos de venerar, pero no escrutar. ¿Cómo es posible la unidad en la pluralidad, y más en esta clase de unidad? ¿Cómo conciliar esta  pluralidad con la unidad? Es una gran temeridad pretender  averiguarlo: creerlo es propio de la piedad y Conocerlo es, vida eterna.

 

2. Ahora, Eugenio, si crees que vale la pena, repasa en tu consideración las diversas clases de unidad que conoces; así quedará más patente lo excelso que es Dios precisamente por su Unidad. Hay una unidad que puede llamarse colectiva, como  la que forma un montón de piedras. Hay otra que podríamos  llamar constitutiva; la que hacen varias partes para formar un todo o varios miembros en un solo cuerpo. Hay una unidad  conyugal por la que dos ya no son dos, sino una sola carne, Está además la unidad natural del alma y, del cuerpo, que forman un solo hombre. Existe la unidad potestativa por la que el hombre, estable y constante, se esfuerza por permanecer siempre idéntico a sí mismo. Hay una unidad de consentimiento,  cuando entre muchos que se aman entre sí forman un solo  corazón y una sola alma. Tenemos la unidad de deseo cuando  el alma, adhiriéndose a Dios con todo su afecto, es un espíritu con él. Y existe la unidad de pura dignación divina, cuando  nuestro barro fue asumido por el Verbo de Dios para constituir una sola persona.

 

XIX

 

1. Pero toda esta gama de unidades nada tiene que ver  con aquel que es el sumo y, por decirlo así, el únicamente uno, en el  que la consubstancialidad hace la unidad. Si buscas algún parecido entras las unidades mencionadas y la de Dios,  encontrarás cierta unidad con él; pero si la comparas con la suya, no encontrarás ninguna. Entre todos los seres que  convergen en alguna unidad, por encima de todos está la unidad de la Trinidad, en la que tres personas son una sustancia. El  segundo puesto corresponde a esa unidad, en la que, por el contrario, tres sustancias son en Cristo una sola persona. Pero esta unidad y todas las demás pueden llamarse así, no porque son iguales, sino porque imitan en alguna manera a la unidad suma, que únicamente podemos encontrar en Dios mediante una  consideración genuina y sencilla. Al afirmar que son tres no negamos su unidad, porque en esta Trinidad no admitimos la multiplicidad, como tampoco pensamos en una unidad solitaria. Pero cuando digo "uno", no me inquieta el número de su  Trinidad, porque no multiplico su esencia, ni se cambia ni se fracciona. A su vez, cuando digo "tres", no me acusa la mirada vigilante de su unidad, pues no se crea confusión entre las tres realidades o entre los tres, ni los reduce a uno solo.

 

SOBRE LA UNIDAD DE ALMA Y CUERPO

 

XX

 

1. Confieso que siento lo mismo sobre aquella unidad a la que honré clasificándola en segundo lugar entre las diversas clases de unidad. En Cristo, el Verbo, el alma y el cuerpo son una sola persona, sin mezclarse las esencias, y subsisten igualmente en su número sin perjuicio de su unidad personal. Tampoco niego que este género de unidad corresponde al mismo que hace del cuerpo y del alma un solo hombre. Nada más oportuno. Porque así el  misterio instituido para salvar al hombre, guarda semejanza y parentesco con la constitución misma del hombre. Y nada mejor para que este misterio fuese también congruente con la soberana unidad que es Dios y hay en Dios. Así como tres personas son una misma esencia así, por un oportunísimo paralelismo, tres esencias forman una sola persona. De este modo, puedes cotejar la armonía entre ambas unidades, al contemplar al hombre Cristo Jesús como mediador entre Dios y los hombres. Precioso oportunismo,  repito, que el misterio de la salvación res onda con ciertas semejanzas a ambas unidades: la del Salvador y la de los  salvados. Así, la unidad de Cristo se sitúa entre la de Dios y la del hombre, reconoce superior a la primera y está sobre la segunda.

 

XXI

 

1. En fin, tan grande y tan dinámica es la fuerza unitiva  en esa persona, por la que Dios y el hombre son un único  Cristo, que si le atribuyes cualquiera de las dos naturalezas no caes en error alguno, llamando, con toda propiedad y conforme a la fe, Dios al hombre y hombre a Dios. Pero no sucede lo mismo con la unión del cuerpo y del alma, que forman un solo hombre. Sería todo un absurdo llamar alma al cuerpo y cuerpo al alma. No es extraño que el alma, a pesar de su poderoso  impulso vital, no sea capaz de abrazarse así con el cuerpo a través de sus afectos, ni de unirse a él con el deseo, como la divinidad lo hizo con aquel hombre, predestinado a ser el Hijo de Dios en todo su poder. Larga y fuerte cadena para unirlos que se llama predestinación divina, porque es eterna. ¿Hay algo más largo que la eternidad? ¿Y algo más fuerte que la divinidad? De ahí que ni siquiera la irrupción de la muerte  pudo romper esa unidad, a pesar de haberse separado el cuerpo del alma. Quizá lo presintiera así aquel que se reconoció  indigno de agacharse para desatarle la correa de sus sandalias.

 

LAS TRES MEDIDAS DE HARINA, FERMENTADAS EN UN SOLO PAN

 

XXII

 

1. No creo incongruente relacionar con estas tres  sustancias de la persona dé Cristo las tres medidas de harina, amasadas y fermentadas en un solo pan. ¡Qué bien las hizo  fermentar aquella mujer, pues aun después de ser separados el cuerpo y el alma por la muerte, el Verbo se mantuvo unido a los dos! La separación verificada en parte no pudo atentar  contra la unidad que permaneció en cada una de las tres  sustancias. Tanto unidas como separadas, se mantuvo en las tres la unidad personal. Muerta su naturaleza humana, subsistió, idénticamente el mismo Cristo y la misma persona: el Verbo, el alma y el cuerpo. Yo tengo muy hondo el sentimiento de  que la mezcla y su fermentación se realizaron en el seno de la Virgen. Y la mujer que amasó y fermentó la harina fue la misma mujer. La levadura, diría yo, y no caprichosamente, fue la fe de María. Verdaderamente dichosa tú que has creído. Porque  la que te dijo el Señor se ha cumplido. Pero se hubiera  consumado, a no ser que por la palabra del Señor la masa entera no hubiera fermentado, y por siempre jamás, para que tanto en la vida como en la muerte, uno y entero a la vez con su divinidad, gozáramos de un mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús.

 

SOBRE LA CONCEPCIÓN DE JESUCRISTO

 

XXIII

 

1. Es de notar que en este admirable misterio están  representadas las tres medidas de harina con una triple y  oportuna distinción de calidades: la harina nueva, la vieja y la eterna. La nueva es el alma, creada de la nada, cuando fue infundida en el cuerpo; la vieja es la carne, y sabemos cómo la recibimos desde el primer hombre, Adán; la eterna es el Verbo, que, como nos lo atestigua la certeza de la fe, fue engendrado eternamente por el Padre y es tan eterno como él. Si te fijas bien, en las tres puedes descubrir una triple manifestación del poder de Dios: de la nada, saca un ser; de lo viejo, algo nuevo; de lo  condenado y muerto, algo eterno y bienaventurado. ¿Tiene esto algo que ver con nuestra salvación? Mucho y por diversas razones. Lo primero de todo, encontrándonos reducidos a la  nada por el pecado, en cierto modo somos creados de nuevo, como primicias de una nueva criatura suya. Además, sacados  de la antigua esclavitud, hemos vuelto a la libertad de los hijos de Dios, caminando por la nueva senda del espíritu. Y en tercer lugar hemos sido llamados del poder de las tinieblas al  reino de la claridad eterna, en el cual nos permitió sentarnos por la persona de Jesús.

 

2. Alejemos de nosotros a todos los que intentan demostrar que la carne de Cristo es ajena a la nuestra, afirmando  impíamente que no la tomó de la Virgen, sino que en la Virgen fue creada una humanidad distinta. Bellamente, y mucho antes, se enfrentó con esta opinión blasfema de los impíos el espíritu profético cuando dijo: Saldrá un tallo de la raíz de Jesé y brotará una flor de su raíz. Podía haber dicho: Saldrá una flor del tallo, pero prefirió decir: de su raíz. Así demostraba que la flor tuvo el mismo origen que el tallo. El cuerpo humano de Jesús, por tanto, fue tomado del mismo origen del que nació la Virgen; no fue creado como algo distinto en la Virgen, sino que descendía de la misma raíz común de la raza humana.

 

SOBRE LAS MANERAS DE CONTEMPLAR A DIOS

 

XXIV

 

1. Tal vez te esté impacientando ya tanta insistencia en  preguntarnos qué es Dios. Porque lo hemos repetido muchas veces y porque desconfías de que podamos encontrarlo. Pero te recuerdo, padre Eugenio, que Dios es el único a quien nunca buscamos en vano, aun cuando no se le puede encontrar. Te lo demuestra tu experiencia personal. Y si no, creéselo a quien lo ha  experimentado, no a mí, al Santo aquel que dijo: El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan. ¿Qué es Dios? Con relación al universo, su fin; en cuanto a los elegidos, su  salvación; por lo que respecta a él mismo, él solo lo sabe.  ¿Quién es Dios? Voluntad omnipotente, fuerza llena de  benevolencia, luz eterna, razón inmutable, felicidad infinita, creador de las almas para hacerlas partícipes de sí mismo. El que da vida a sus sentidos y deseos a sus apetencias; el que ensancha su capacidad de comprensión y las hace justas para que puedan merecer; el que las inflama en el celo y las hace fecundas en buenas obras; el que las orienta por caminos de justicia y las educa en la benevolencia; el que les da la moderación de la sabiduría y el vigor para la virtud; el que las visita con la consolación y las ilumina con el conocimiento; el que las hace perpetuas para la inmortalidad, colmándolas de felicidad y  rodeándolas de seguridad con su defensa.

 

SOBRE LOS CASTIGOS Y PREMIOS DE DIOS

 

XXV

 

1. ¿Qué es Dios? Es también castigo de los soberbios y  gloria de los humildes. Efectivamente, es como una regla recta de equidad, inflexible e indeclinable, que llega a  todas partes. Toda perversión debe estrellarse necesariamente contra él. ¿Cómo no ha de chocar y quebrarse en él todo lo  hinchado y retorcido? Desgraciado el que se atraviese en su camino frente a su rectitud intolerante. Nada contraría y repugna tanto a una voluntad inocua como luchar y darse constantemente contra la pared sin conseguir nada. ¡Pobres voluntades, las que siempre se resisten para conseguir solamente el castigo de sus rebeldías! ¿Hay castigo mayor que estar siempre deseando lo  que nunca se ha de conseguir y rechazando lo que jamás se  puede eludir? No hay con pena mayor que la de no pender sustraerse a este deseo inevitable de querer y no querer, sin poder elegir más que lo perverso y miserable. Nunca alcanzará lo que desea y jamás se librará de lo que rechaza. Justo es que quien nunca apeteció lo que debía, jamás llegue a lo que  ardientemente desea.

 

2. ¿Quién hace todo esto? Nuestro Señor, el Señor recto, que  se comporta duramente con los duros de corazón. No podrán  ponerse de acuerdo nunca el recto y el depravado; mutuamente se oponen, aunque no pueden dañarse entre sí. De los dos,  el que pierde es el depravado: Dura cosa es para ti revolverte contra el aguijón. No es duro para el aguijón, sino para el que se revuelve. Dios es el castigo de los malvados, porque es la luz. ¿Hay algo que odien tanto los espíritus obscenos y viciosos como la luz? Todo el que obra perversamente detesta la  luz. ¿Y no podrán esconderse de ella? Jamás. Brilla en todas  partes, aunque no para todos. Por que brilla en las tinieblas y las tinieblas no la han comprendido. La luz ve las tinieblas, porque para la luz lucir equivale a ver. Pero recíprocamente las tinieblas no ven la luz, porque las tinieblas no la han  comprendido.

 

3. Los viciosos son descubiertos  ara su confusión; pero ellos no pueden ver para que no puedan consolarse. No sólo son  delatados por la luz; también son descubiertos en la luz. ¿Por quién o por quiénes? Por todos los que pueden ver, para que  aumente su vergüenza ante tantos que los ven. Pero entre todos aquellos que los contemplan, nadie les resulta tan molesto como ellos mismos. Ni en el cielo ni en la tierra encontrarán otra mirada que tanto deseen evitar como la de su propia  conciencia tenebrosa. Las tinieblas no pueden contentarse ni en ellas mismas; los que no ven absolutamente nada, se ven en sí mismos. Les acompañarán las obras de las tinieblas y no podrán ocultarlas ni encubriéndolas entre las tinieblas. El recuerdo del pasado es un gusano que no muere nunca. Una vez que  se introduce, o mejor, que nace en el alma por el pecado, se agarra a ella fuertemente y jamás podrá ser arrancado. Roe  incesantemente la conciencia; vivirá perpetuamente alimentándose de ella como de un pasto inagotable. Me horroriza este  gusano voraz y esta muerte en vida. Es horrendo caer en manos del Dios vivo y de la vida siempre agonizante.

 

XXVI

 

1. Esta es la segunda muerte que nunca acaba de matar y  siempre mata. ¡Quién le diera morir para no estar muriendo  eternamente! Los que piden a los montes: Desplomaos sobre  nosotros, y a las colinas: sepultadnos, ¿qué pueden pedir  sino el beneficio de morir a su muerte y la gracia de acabar con ella? Ansían una muerte que no llega. Vamos a explicarlo mejor. Sabemos que el alma es inmortal, que jamás perderá la memoria, porque dejaría de ser el alma. Mientras ella viva, vive su memoria. Pero ¿qué memoria? Una memoria deformaba por los vicios, espantada por los crímenes, hinchada de soberbia, resentida y rechazada por el desprecio. El pasado pasó por  ella sin acabar de pasar: se alejó del presente, pero no del pensamiento. Lo hecho, hecho queda para siempre. Se realizó en el tiempo, pero permanece como realizado para siempre. Lo que sucedió en el tiempo no se desvanece con el tiempo. Será un tormento eterno el recuerdo del mal que hiciste para  siempre.

 

2. Es como un experimentar la verdad de aquellas palabras: Te acusaré, te lo echaré en cara. Las dijo el Señor y nadie  podrá contradecirle sin contradecirse a sí mismo. Será demasiado tarde para poder quejarse contra el Señor como Job: Centinela del hombre, ¿por qué me has tomado por blanco de tus enojos, hasta hacerme intolerable a mí mismo? Así es, Eugenio. Nadie puede ser enemigo de Dios y vivir en paz consigo mismo: el que es acusado por Dios, es también acusado por sí mismo. Entonces la razón no podrá ocultar disimuladamente la verdad, ni el alma podrá esquivar la mirada de la razón, cuando se encuentre despojada  de las ataduras corporales y recogida dentro de sí misma. ¿Cómo podrá hacerlo después de  haberse adormecido y extinguido por la muerte aquellos sentidos por los que se alejaba de sí misma y salía a curiosear las  apariencias de este mundo que pasa? ¿Ves cómo a los impúdicos todo se les viene encima para su confusión, dándolos como  espectáculo a Dios, a los ángeles, a los hombres y a sí mismos? ¡Qué incómodos han de encontrarse todos los injustos frente  al que es un caudal de rectísima justicia y expuestos a la luz de la verdad manifiesta! ¿No es verse golpeados y avergonzados eternamente? Quebrántalos con doble quebranto, Señor, Dios  nuestro.

 

SOBRE LAS CUALIDADES DE DIOS

 

XXVII

 

1. ¿Qué es Dios? Longitud, anchura, altura y profundidad. ¿Cómo es esto? ¿Afirmas ahora la cuaternidad que antes  abominabas? Nada de eso: la sigo abominando. Sí; a la impresión de que me he referido a varias realidades distintas; pero de hecho es una sola. Las aplicamos al Dios una, tal como nosotros lo podemos entender, no tal como es en sí. Es nuestro modo de entender el que se divide y no Dios. Muchos son los nombres y muchos los caminos; uno solo es aquel a quien nos referimos y a quien buscamos. Esta cuaternidad no significa división en la sustancia divina, ni dimensiones como las que observamos en los seres materiales, ni distinción de personas como las que adoramos en la Trinidad, ni un número de propiedades como  reconocemos en esas personas, aunque se identifican con ellas.

 

2. Dicho de otro modo: cada una de estas cosas son en Dios lo que son las cuatro reunidas; y estas cuatro son lo mismo que cada una de ellas. Pero respecto a nosotros, como no podemos rivalizar con la simplicidad de Dios, cuando queremos  captarle como un ser uno se nos presenta como cuadruplicado. Es debido a que ahora le vemos confusamente como en un  espejo. Cuando le veamos cara a cara, tal como es, entonces la frágil mirada de nuestra inteligencia, aun contemplándole fijamente, no rebotará ni se quebrantará en su pluralidad. Se recogerá más en sí misma, se encontrará y adaptará a su unidad, o mejor, a aquella unidad; así, esa visión simplificada corresponderá a la suya. Seremos semejantes a él, porque le  veremos como es. Visión felicísima, por la que suspiró el  salmista: Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro.

 

3. Pero como todavía estamos buscándole, subamos a esta cuadriga, porque, enfermos y débiles como somos, necesitamos de un vehículo; a ver si podemos alcanzar nuestro destino, es decir, la meta de esa cuadriga. Así nos lo aconseja su propio conductor, que nos invitó a llevarnos: que seamos capaces de comprender, en compañía de todos los consagrados, lo que es su anchura y  largura, altura y profundidad. Comprender, dice, y no conocer, para que no nos limitemos a satisfacer la curiosidad por la ciencia, sino que aspiremos con todas nuestras fuerzas a recoger sus frutos. El fruto no es el conocimiento, sino el acto de comprender. Porque, como dijo alguien, el que conoce el bien y no lo hace, está en pecado Y también dice Pablo: Corred de manera que lleguéis a comprender. Más tarde explicaré que es comprender.

 

XXVIII

 

1. ¿Qué es Dios entonces? Largura. ¿Y qué es largura?  Eternidad. Es tan larga que no tiene límites ni de espacio ni de tiempo. También es anchura. ¿Qué es anchura? Amor. ¿Qué barreras puede  encontrar el amor en un Dios que no aborrece nada de lo que ha hecho? Hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos. Su regazo acoge  incluso a los enemigos, y no contento con esto, su amor se abre hasta lo infinito. Por eso supera cuanto podemos sentir y conocer, como dice el Apóstol: Conocer lo que supera todo  conocimiento, el amor de Cristo. ¿Qué más puedo decir? Su  amor es eterno. Todavía más: su amor es eternidad. ¿Ves como su anchura es igual que su largura? Ojalá puedas comprender no va que son iguales, sino sobre todo que se identifican entre sí. Una es igual a la otra; una sola, lo que son las dos; y juntas, lo que es una sola. Dios es eternidad. Dios es amor. Largura sin alargamiento: anchura sin extensión. Porque en  ambas está él por encima de todo límite y estrechez de espacio y tiempo, pero por la libertad de su ser y no por la extensión enorme de su sustancia. Así es de inmenso el que todo lo hizo según una medida; y aunque es inmenso, es la única medida de su misma inmensidad.

 

XXIX

 

1. ¿Qué más es Dios? Altura y profundidad. Por lo primero  está por encima de todo; por lo segundo, dentro de todo  ser. Claro es que en la divinidad nunca se desequilibran sus atributos; Dios se mantiene siempre constante en sí mismo y permanece inmóvil en él. En su altura considera su poder; en su profundidad, su sabiduría. Ambas realidades se corresponden por igual: su anchura es inalcanzable y su profundidad  impenetrable. Este pensamiento provocó la admiración de Pablo, hasta exclamar: ¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de  conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! También nosotros podemos exclamar con él, al contemplar la unidad simplicísima que en Dios y con Dios constituyen estos dos atributos. ¡Oh poderosa  sabiduría que alcanza con vigor de extremo a extremo; oh poder lleno de sabiduría que gobierna el universo con acierto! Una única realidad con múltiples efectos y operaciones las más  diversas. Esa misma realidad es largura por su eternidad, anchura por su amor, altura por su poder y profundidad por su  sabiduría.

 

XXX

 

1. Ya hemos llegado a conocerlas. Pero ¿las hemos comprendido? No lo comprende el razonamiento, sino la santidad de vida, suponiendo que pueda comprenderse lo que de suyo es  incomprensible. Pero si no fuera posible no habría dicho el Apóstol: Para que comprendamos con todos sus consagrados. Por tanto, lo compren en los santos. ¿De qué manera? Si eres santo, lo conociste y lo comprendiste; si no lo eres, trata de serlo y lo sabrás  por experiencia. Serás santo si tus afectos son  santos, y ellos de dos maneras: por el santo temor de Dios y por el santo amor. Afectada totalmente el alma por este como doble abrazo suyo, comprende, abraza, estrecha, posee y exclama: Lo agarraré y no lo soltaré.

 

2. El temor responde a su altura y profundidad; el amor, a su largura y anchura. ¿Podemos imaginarnos algo más temible  que un poder al que nadie se puede enfrentar y una sabiduría a la que nadie se puede ocultar? Si Dios careciese de alguno de estos dos atributos, podría temérsele menos. Pero debes temer a Dios, porque sus ojos todo lo ven y sus manos son  todopoderosas. Igualmente, ¿hay alguien al que podamos amar más que al mismo Dios por el que amas y eres amado? Y aún es  más di no de amor si pensamos en su eternidad, por la que  nunca falla y excluye por eso todo temor. Ama, por tanto, con perseverancia y longanimidad y poseerás la longitud; tiende tu amor a tus enemigos y poseerás la anchura; pon tu solicitud por perseverar en el santo temor y poseerás con eso la altura y  a profundidad.

 

XXXI

 

1. O si prefieres corresponder a estos cuatro atributos  divinos con cuatro afectos de tu corazón, lo conseguirás si eres capaz de vivir en la admiración, el temor, el fervor y la  constancia. La sublimidad majestuosa de Dios debe embriagarnos de admiración; sus insondables juicios deben atemorizarnos. Su amor nos reclama una gran pasión, y su eternidad, firme  fidelidad. ¿Quién  no se queda atónito si contempla la gloria de Dios? ¿Quién no se espanta si desciende a los abismos de su  sabiduría? ¿Quién no se abrasa de celo si medita en el amor de Dios? ¿Quién no se confirma y persevera en el amor si aspira a la eternidad de ese mismo amor? La perseverancia es como una imagen de la eternidad. Y además es la única virtud a la que se le asigna la eternidad, o mejor, devuelve al hombre la eternidad: quien resista hasta el fin, ése se salvará.

 

XXXII

 

1. Y ahora fíjate cómo a estos cuatro atributos de Dios  corresponden otras cuatro especies de contemplación: La primera y más importante es la admiración de su majestad. Requiere un  corazón purificado, libre de los vicios y descargado de pecados para que pueda elevarse fácilmente hacia las cosas de arriba. A veces podrá quedar incluso suspenso en la admiración, aunque sólo por unos instantes, dada la violencia del  estupor y del éxtasis. La segunda es imprescindible para que se dé la anterior, porque contempla los juicios de Dios. Su espantosa visión, cuanto con más fuerza impresiona al alma que los contempla, le obliga a huir de los vicios, a echar cimientos sólidos a sus virtudes, a iniciarse en la sabiduría y a  mantenerse humilde. Porque si falla la humildad, las virtudes acumuladas se vienen abajo. La tercera contemplación se ocupa, o más bien halla su ocio en el recuerdo de los beneficios, y para no caer en la ingratitud, induce a la memoria al amor del que los concedió. Dirigiéndose al Señor, dice a este respecto el Profeta: Difunden la memoria de tu inmensa bondad. La cuarta contemplación prescinde de las realidades que quedan atrás y descansa solamente en las promesas. Es una meditación de  la eternidad, pues las cosas prometidas son eternas; fomenta la longanimidad y corrobora la perseverancia.

 

2. Pienso que ya está clara la correspondencia entre estas cuatro clases de contemplación y las cuatro expresiones del Apóstol. La meditación de las promesas corresponde a la largura, el  recuerdo de los beneficios a la anchura, la de su majestad divina a la altura y la de los juicios a la profundidad. Pero deberíamos buscar todavía más al que aún no hemos hallado del  todo, ni jamás  puede  ser buscado suficientemente. Lo haremos mejor  mediante la oración que con la indagación intelectual. Así lo encontraremos más fácilmente. Y sea ya éste el final del libro, pero no el de nuestra búsqueda.