CUENTOS DE CANTERBURY
Cuento de Melibeo

I

—Basta, por caridad cristiana —exclamó nuestro anfitrión—. Me estás cansando con este parloteo. Tomo a Dios por testigo para asegurar que me duelen los oídos de escuchar las sandeces que pronuncias. ¡Que el diablo se lleve estos cuentos! A esto es lo que yo llamo aleluyas o canciones de ciego.

—¿Por qué? —dije yo—. ¿Por qué interrumpes mi cuento y no lo has hecho con el de otro, cuando es la mejor balada que conozco?

—¡Dios todopoderoso! —replicó—. En pocas palabras, si es que lo quieres saber, te diré que este rimado de mierda no vale nada. No haces nada más que perder el tiempo. En una palabra, señor, no más rimas. Veamos si sabes relatar uno de aquellos romances antiguos o, por lo menos, algo en prosa que sea edificante o divertido.

—Con mucho gusto —le respondí—. Por Dios que os contaré un relato corto en prosa que probablemente os complacerá, creo; en caso contrario, es que sois muy difícil de contentar. Es un cuento muy edificante, con moraleja, aunque debo aclarar que distintas personas lo explican de maneras diferentes. Por ejemplo, ya sabéis que cuando los evangelistas describen la Pasión de Jesucristo, no expresan cada uno de ellos de igual forma cómo ocurrieron las cosas; sin embargo, cada uno de ellos dice la verdad, y todos concuerdan en el significado general, aunque en la manera de decirlo pueda haber diferencias. Algunos de ellos explican más cosas; otros, menos. Pero cuando ellos (es decir, Mateo, Marcos, Lucas y Juan) escriben su conmovedora Pasión, no hay duda de que ellos querían darle idéntico significado. Por consiguiente, caballeros, os ruego que no me culpéis si he introducido cambios en el cuento, si (es un decir) utilizo más proverbios de lo corriente en este pequeño relato para reforzar el efecto, o si no me sirvo de las mismas palabras que hubieseis podido escuchar anteriormente, pues no hallaréis diferencia entre la idea general y el pequeño tratado del que he sacado este magnifico cuento. Por lo tanto, escuchad lo que voy a decir, y, esta vez, dejadme terminar.

II

Cierto joven llamado Melibeo, hombre rico y poderoso, engendró de Prudencia, su mujer, una hija, a la que dieron el nombre de Sofía.

Sucedió un día que Melibeo salió al campo para solazarse y dejó en casa a su esposa e hija después de haber atrancado fuertemente las puertas. Sin embargo, tres antiguos enemigos suyos estaban al acecho, y con la ayuda de escaleras apoyadas en el muro del edificio, penetraron en él por los ventanales e infligieron malos tratos a su esposa e hirieron a su hija en cinco zonas, a saber: en los pies, en las manos, en los oídos, en la boca y en la nariz. Y se dieron a la fuga, dejándola por muerta.

Cuando, más tarde, Melibeo regresó a su casa y contempló aquel panorama rompió en llantos y gemidos y se rasgó las vestiduras.

Prudencia, su mujer, intentó calmarle, suplicándole que dejara de llorar, pero él arreciaba en sus lamentos.

Con todo, la noble Prudencia se acordaba de la máxima de Ovidio en su obra Remedio de amor: «Quien interrumpe a la madre cuando llora la muerte de su hijo está loco. Porque, durante cierto tiempo, debe dejarla que desahogue su llanto; y, pasado aquél, intentará lograr que cesen las lágrimas con dulces palabras». Por este motivo dejó la digna Prudencia que su marido sollozara un rato. Luego, después de un tiempo prudencial, le habló de la siguiente manera:

—¿Por qué, señor mío, te comportas de un modo tan insensato? Pues, indudablemente, tu profundo dolor es indiscreto. Si Dios quiere, tu hija sanará y saldrá del peligro. Y aunque sucediera que ahora estuviera muerta, no deberías permitir que tal circunstancia te destruyera. Séneca afirma: «El hombre prudente no debe sentir mucho la muerte de sus hijos, sino soportarla con paciencia, del mismo modo que espera la suya propia».

La respuesta de Melibeo fue inmediata. Dijo:

—¿Cómo puede uno dejar de llorar cuando existe una razón profunda para lamentarse?

El mismo Jesucristo Nuestro Señor lloró la muerte de su amigo Lázaro.

—Sé muy bien —respondió Prudencia— que al afligido no se le prohíbe llorar con moderación. El apóstol San Pablo, en su Epístola a los Romanos, escribe: "Uno debe reír con los que ríen y llorar con los que lloran". Pues si un llanto moderado está permitido, no así el desmesurado, ya que la máscara del llanto debe medirse según la doctrina de Séneca: "A la muerte de tu amigo no permitas que tus ojos se inunden de lágrimas ni que estén excesivamente secos, y aunque las lágrimas acudan a tus ojos, no las dejes correr libremente". Así, en cuanto pierdas a un amigo, has de intentar buscarte otro. Esta conducta es más inteligente que llorar al amigo perdido, pues la pérdida no tiene remedio. En consecuencia, si te dejas llevar por la sabiduría, expulsarás el dolor de tu corazón. Jesús bar Sirach afirma: "Quien tiene el corazón alegre y contento se conserva vigoroso a través de los años, pero un corazón entristecido reseca los huesos". Y también añade que la tristeza de corazón ocasiona numerosas muertes. Salomón declara: "La tristeza daña al corazón del mismo modo que la polilla a la lana de los vestidos y la carcoma al árbol". Y así debemos tener paciencia, tanto si perdemos nuestra prole como nuestra hacienda. Recuerda al paciente Job, que, a pesar de haber perdido a sus hijos y a su fortuna y soportar graves tribulaciones corporales, afirmaba: "El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Que se cumpla su voluntad. Alabado sea el nombre del Señor".

Melibeo replicó a todo ello:

—Tus palabras son certeras y provechosas, pero el dolor embarga mi corazón y no sé lo que debo hacer.

A lo que Prudencia replicó:

—Manda llamar a tus auténticos amigos y a tus familiares prudentes. Cuéntales la situación, escucha sus consejos y guíate por ellos. Salomón afirma: "Actúa siempre por consejos, y jamás te arrepentirás".

Entonces Melibeo, siguiendo el parecer de su esposa, Prudencia, convocó a numerosas personas: cirujanos, médicos, gente joven y madura, e incluso diversos enemigos suyos que se habían reconciliado con él. También acudieron varios de esos vecinos que (como de costumbre) se guían más por temor que por verdadera amistad. Así mismo se reunieron rastreros aduladores y sabios juristas, especialistas en Derecho.

Melibeo relató su desgracia a toda esa asamblea, y de sus palabras se deducía que su corazón abrigaba cruel enojo y estaba dispuesto a vengarse de sus enemigos y anhelaba declararles la guerra.

Un cirujano, en representación de los prudentes, se levantó y habló a Melibeo en los siguientes términos:

—A los cirujanos nos incumbe, señor, comportarnos con todos del mejor modo posible, allí donde se nos reclame, sin causar jamás perjuicio a nuestros enfermos. Por consiguiente, es frecuentísimo que cuando dos contendientes se hieren mutuamente, el mismo cirujano acude a curar a los dos. Así, el fomentar las guerras o partidismos no nos conviene a nuestra profesión. Por lo que respecta a tu hija, aunque tiene heridas graves, la cuidaremos noche y día con tal solícito cuidado, que con la ayuda del cielo, se pondrá buena en poco tiempo.

Los médicos efectuaron casi idénticos comentarios, aunque añadieron que "así como las enfermedades se curan con los humores opuestos, así los hombres entablan la guerra a modo de venganza".

Sus envidiosos vecinos, fingidos amigos falsamente reconciliados, y los aduladores ponían rostros compungidos y empeoraban y agravaban la situación; alababan sin mesura la fuerza, poder y caudal de Melibeo y de sus amigos y despreciaban a sus adversarios, y confesaban sin ambages que debería tomar cumplida venganza de sus enemigos y declararles la guerra.

Entonces se levantó un segundo abogado, con el consenso y consejo de otro colega, y le dijo lo siguiente:

—Señorías, el asunto que nos ha reunido aquí es serio y de entidad: el agravio y maldad cometidos son de extremada gravedad, habida cuenta de los muchos daños que pueden derivarse en el futuro y también el poder y caudal de las partes implicadas; por todas estas razones, sería peligrosísimo dar un consejo equivocado. Por consiguiente, Melibeo, ésta es nuestra opinión: Cuida, sobre todo, de ti mismo de tal forma que no hayas menester guarda ni centinela que te custodie. Además, coloca en tu hogar una guardia suficiente para la seguridad de tu persona y de tu hogar. Sin duda, no podemos juzgar de provecho el decidir con tan poca reflexión el declarar la guerra o vengarse: no podría hacerse de modo que se obtuviera provecho. Para solucionar este asunto se precisa tiempo y tranquilidad. Lo afirma el refrán: "Quien decide con prontitud, pronto se arrepiente". Se considera también sabio al juez que capta un asunto con prontitud y lo juzga con calma. Pues, aunque toda demora resulta fastidiosa, cuando se trata de dictar sentencia o proyectar una venganza (dentro de lo prudente y razonable), no es digna de censura. Jesucristo demostró esto con su ejemplo. Cuando le presentaron la mujer adúltera, no quiso Él, a pesar de saber lo que iba a contestar, dar una respuesta precipitada; prefirió deliberar y, por dos veces, escribió en la tierra. En consecuencia, precisamos deliberar, y luego, con el auxilio divino, te aconsejaremos del modo más conveniente.

Los jóvenes se rebelaron unánimemente, y casi todos gritaron alborotadamente, con menosprecio a los discretos ancianos, que se debe batir en caliente al hierro y que la venganza se ha de tomar cuando las ofensas se acaban de cometer. Y con gran clamor exclamaban: "¡Guerra, guerra!".

Se levantó entonces uno de esos sabios ancianos y, haciendo ademán para acallar y reclamar la atención de la asamblea, dijo:

—Señores, muchos de estos partidarios de la guerra ignoran lo que ella significa. En sus inicios, la guerra tiene unas puertas tan amplias y espaciosas, que todos pueden encontrarlas y entrar a su antojo, pero nunca resulta fácil saber cómo terminará. Una vez iniciada, muchos jóvenes que todavía no han nacido morirán en la lucha o en la miseria o bien vivirán de modo penoso. Y por esta causa, antes de empezar una guerra, siempre se han de celebrar muchas deliberaciones y consultas previas.

El anciano intentó respaldar sus afirmaciones con más argumentos, pero la mayoría le respondió con abucheos pidiéndole que acabase pronto. A decir verdad, el que predica a quien rechaza escucharle ocasiona enojo con sus palabras. Pues Jesús bar Sirach afirma que la música en medio del llanto desagrada, es decir, que lo mismo aprovecha hablar a quien nuestras palabras disgustan, como cantar ante el que llora. Y aquel hombre sesudo, al ver que no le escuchaban, se sintió ofendido. Porque ya lo aconsejaba Salomón: "No te esfuerces en hablar allí donde no te quieren escuchar". Este hombre prudente pensaba: "En verdad reza el refrán común que el buen consejo siempre falta cuando es más necesario".

En esta asamblea de Melibeo se hallaban muchas personas que le susurraban algo en privado y luego, en público, le aconsejaban lo contrario.

Sin embargo, cuando constató que la mayoría de los presentes tomaba partido por la guerra, aceptó su criterio y respaldó plenamente su decisión.

Pero Prudencia, al darse cuenta de que su esposo optaba por el camino de vengarse de sus enemigos con las armas, se le acercó en el momento más oportuno, y le dijo con tono humilde:

—Señor, te ruego del modo más sincero que no prestes atención y no obres con precipitación. Pues Pedro Alfonso afirma: "No te apresures a retomar el bien o el mal; así tu amigo esperará y tu enemigo vivirá más tiempo en el temor". El refrán aconseja: "Se precipita correctamente quien espera con prudencia", y "no se obtiene provecho de la malvada precipitación".

Esta fue la respuesta de Melibeo a Prudencia, su esposa:

—No me propongo seguir tu opinión por poderosos motivos y razones. Pues, ciertamente, si pretendiera cambiar, con tu consejo, lo que ha sido acordado y dispuesto de tantas maneras, me tomarían por loco. En segundo lugar, afirmo que todas las mujeres son malas: no hay entre ellas una sola buena. Tal como afirma Salomón, «entre mil hombres sólo encuentro a uno bueno; pero, a decir verdad, jamás encontré, entre todas las mujeres, a una buena». En consecuencia, caso de seguir tu consejo, parecería que te daba autoridad sobre mí (Dios no permita que esto ocurra). Jesús bar Sirach afirma que "si la mujer manda, es contraria al marido". Y Salomón declara: "Jamás des poder sobre ti a tu mujer, a tu hijo o a tu amigo. Más vale que tus hijos te pidan lo que necesiten que estés en sus manos". Si obrara según tu opinión, mi decisión debería permanecer secreta durante algún tiempo; eso no es factible, pues está escrito que la charlatanería de la mujer sólo puede esconder lo que no sabe. Además, el filósofo afirma: "Las mujeres superan a los hombres en mal consejo". Por estos motivos no debo seguir el tuyo.

Una vez Prudencia escuchó con gran paciencia y mansedumbre cuanto su esposo tuvo a bien comunicarle, pidió licencia para hablarle y, después, se expresó en estos términos:

—Tengo argumentos para rebatir tu primera razón. Cambiar de parecer cuando una cosa varía o se ve de distinta manera que al principio, no constituye locura. Si, por causa justificada, tú dejas de ejecutar lo que habías jurado o prometido, no por ello se te considerará como perjuro o falso. La Escritura ya dice que el hombre sabio no miente cuando dirige sus propósitos a lo mejor. Y aunque los tuyos han sido aceptados y ratificados por muchos, no debes aplicarlos si no te placen. Pues lo útil y lo verdadero de las cosas se encuentra más en poca gente discreta y prudente que en las grandes concurrencias donde todos gustan y hablan a su antojo. Verdaderamente semejante multitud carece de seriedad. En tu segunda razón presupones la maldad en todas las mujeres; por ello (si estoy en lo cierto), pones a todas las mujeres en el mismo rasero y, como dice la Escritura, "todo le desagrada a quien todo desdeña". Y Séneca añade: "El sabio no debe despreciar a nadie, sino enseñar lo que sabe sin presunción u orgullo. Y las cosas que desconozca no debe avergonzarse de aprenderlas e inquirirlas de sus inferiores". Es fácil de comprobar que ha habido multitud de mujeres buenas. A decir verdad, Jesucristo Nuestro Señor jamás hubiera consentido en nacer de mujer si todas las mujeres hubiesen sido malvadas. Y además, cuando Jesucristo nuestro Señor resucitó de la muerte a la vida, prefirió (por la gran bondad que se da en la mujer) aparecerse antes a las mujeres que a los apóstoles. Y aunque Salomón afirme que jamás encontró mujer buena, no se deduce el que todas fueran malas; pues aunque él no encontrase ninguna, no es menos cierto que muchos otros hombres han hallado mujeres buenas y honradas. O acaso Salomón quería indicar que no encontró una mujer absolutamente buena; es decir, que, tal como lo recuerda Él en su evangelio, la bondad absoluta no se da en persona alguna, sino en Dios, ya que no existe una sola criatura que no carezca de parte de la perfección divina, su Creador. Tu tercera razón es ésta: afirmas que si te dejas guiar por mi opinión, parecería que me dabas poder y autoridad sobre ti. Con todo respeto, señor, esto no es así. Pues si lo fuera (el que el hombre se aconsejara únicamente con los que ejercen autoridad sobre él), nadie pediría consejo con frecuencia. Sin embargo, el hombre que pide consejo acerca de algo mantiene la opción de seguirlo o rechazarlo. En cuanto a tu cuarto argumento (la charlatanería de las mujeres oculta su ignorancia, lo que significa que una mujer es incapaz de encubrir lo que sabe), debes entender, señor, que esta afirmación hace referencia a las mujeres parlanchinas y malvadas; de ellas los hombres declaran que "tres cosas sacan a un hombre de casa, a saber: humo, goteras, y mujer malvadas". De ellas Salomón comenta que "sería preferible morar en el desierto que con mujer pendenciera". y con tu permiso, señor, esto no reza conmigo; has constatado mi exagerado silencio y gran paciencia, así como visto que sé mantener secreto lo que debe permanecer oculto. Por lo que respecta al quinto argumento, que la mujer supera al hombre en mal consejo, Dios sabe que está aquí fuera de lugar. Compréndelo: pides consejo para obrar el mal; y si obras de este modo y tu mujer refrena tu malvado propósito y te convence con argumentos y buenos consejos, es digna de loa y no de vituperio. Así debes captar el pensamiento del filósofo cuando afirma: "La mujer supera al hombre en malvado consejo". Y como quiera que vituperas todos los argumentos de las mujeres, te mostraré con numerosos ejemplos cómo muchas se han comportado estupendamente y sus consejos han sido provechosos y saludables. También algunos hombres han afirmado que los consejos de las mujeres han sido excesivamente costosos o escasamente dignos de loa. También algunos afirman que el consejo femenino es de elevado coste o de poco valor. Pero aunque existan muchas mujeres malvadas y de pérfido consejo, con todo, los hombres han encontrado numerosas mujeres que aconsejan con gran sabiduría y discreción. Mira cómo Jacob obtuvo la bendición de su padre, Isaac, y la primacía sobre el resto de sus hermanos gracias a los buenos consejos de su madre, Rebeca. Los buenos consejos y conducta de Judit libraron a su ciudad natal, Betulia, de las manos de Holofernes, que la había sitiado con intención dé arrasarla. Abigail libró a su marido, Nabal, del rey David, que pretendía su muerte y, con su buen consejo y comprensión, aplacó la cólera del rey. El pueblo de Dios prosperó bajo el rey Asuero por el buen consejo de Esther. Se podían dar otros muchos ejemplos de buen consejo femenino. Además, cuando Dios creó a Adán pensó: "No es bueno que el hombre esté solo; démosle alguien semejante a él que le ayude". Si las mujeres no fueran buenas y sus consejos útiles y justos, el Señor, Dios de los cielos, no las habría creado, ni las habría denominado ayuda del hombre, sino confusión del mismo. Y lo que antiguamente dijo un sabio viene aquí muy a cuento: "El jaspe es mejor que el oro; la sabiduría, mejor que el jaspe; la mujer, preferible a la sabiduría, y mejor que la mujer, nada". Podría argüir, señor, muchos otros razonamientos para demostrarte que existen muchas mujeres buenas, de consejo acertado y prudente. Y así, si quieres confiar en mi consejo, señor, te prometo que tendrás a tu hija sana y salva, y, además, conseguiré que salgas con honor de este embrollo.

Melibeo, después de escuchar el discurso de Prudencia, su esposa, dijo:

—Ahora veo cuán verdadero es el dicho de Salomón. Él afirma que las palabras proferidas con discreción y orden son como panales de miel que proporcionan dulzura al espíritu y salud corporal. Mujer, tus dulces palabras, y también porque he comprobado tu tremenda honradez y discreción, me mueven a dejarme guiar en todo por tu consejo.

A lo cual respondió Prudencia:

—Ahora, señor, ya que te dignas dejarte llevar por mi opinión, quiero manifestarte cómo has de proceder al elegir tus consejeros. En primer lugar debes pedir al Altísimo en todas tus obras que Él sea tu primer consejero, instructor y consolador, al igual que Tobías mandaba a su hijo: "Bendecirás a Dios y le pedirás que encamine tus pasos en todo tiempo". Procura, pues, que tus decisiones tengan como punto de mira al Señor. Santiago declara: "Si cualquiera de vosotros ha menester sabiduría demándela a Dios". Después de esto te autoconsultarás y examinarás bien tus pensamientos para ver qué es lo más provechoso para ti. Y luego apartarás de tu corazón tres cosas que se oponen a un consejo correcto, a saber: ira, codicia y atolondramiento. En primer lugar, y por muchas razones, el que se aconseja consigo mismo ha de carecer de ira. Lo primero es que el iracundo siempre se cree capaz de hacer lo que no puede. En segundo lugar, el colérico no puede discernir adecuadamente. En tercer lugar, según Séneca, "el airado y enojado no puede hablar de algo sin vituperarlo". Y así, con sus malvadas palabras, induce a otros a la cólera. Tal como afirma el apóstol, debes apartar la codicia de tu corazón: "La codicia es la raíz de todos los males". Ciertamente, puedes creer que el codicioso no logra juzgar ni pensar, sino únicamente satisfacer su codicia, sin que jamás pueda encontrarse satisfecho, ya que cuanto más tenga, más codiciará. Así mismo, señor, has de apartar de tu corazón al atolondramiento, pues estarás incapacitado para juzgar una idea repentina con criterio recto; al contrario, debes examinarla con frecuencia. Pues, tal como escuchaste con anterioridad, el refrán corriente dice que «quien pronto decide, pronto se arrepiente». Por supuesto, señor, el hombre no siempre se halla en idéntica disposición, ya que, en ocasiones, cosas que parecen buenas de realizar, otras veces se consideran de modo contrario. Una vez te hayas aconsejado contigo mismo y llegado a una decisión después de prolongada deliberación, debes ante todo guardar secreto. No reveles a nadie tu decisión, a menos que estés seguro de que, al hacerlo, mejore tu situación. Jesús bar Sirach lo advierte: "No reveles tu secreto o tu locura ni a amigo ni a enemigo, pues todos te escucharán, te pondrán buena cara y te alabarán en tu presencia, pero te menospreciarán a tus espaldas". Otro sabio afirma: "Resulta difícil hallar quien sea capaz de guardar un secreto". Y en el Libro se lee: "Mientras almacenas tu secreto en tu corazón, lo guardas en una prisión; si lo descubres a otro, te tenderá una trampa". Y por consiguiente, es preferible esconder tu consejo en el interior de tu corazón que rogar que tenga los labios sellados al que se lo revelaste. Séneca afirma: "Si aconteciera que no pudieras ocultar tu consejo, ¿cómo osas rogar a una persona que lo guarde con seguridad?". Con todo, si estás convencido que el revelar un secreto a alguien te va a colocar en situación más ventajosa, entonces lo manifestarás del modo siguiente. En primer lugar tu expresión no delatará si deseas la paz o la guerra, o eso o aquello, sin dejar traslucir tu voluntad e intenciones. Has de saber que, por lo general, los consejeros son amantes de la lisonja, y especialmente los de los grandes señores, en consecuencia, procuran proferir siempre cosas agradables y gratificantes, aunque sean falsas o inútiles. Por ellos los hombres afirman que el hombre rico recibe buen consejo en contadas ocasiones, a no ser el suyo propio. A continuación ponderarás quiénes son tus amigos y tus enemigos. Busca, entre los primeros, el más fiel, prudente, anciano y experto en aconsejar. Consúltale según convenga. Primero debes llamar a los amigos leales. Salomón afirma que así como el corazón de un hombre se deleita en un sabor que es dulce, del mismo modo el consejo de un amigo leal proporciona dulzura al alma. También dice que "no existe nada comparable a un verdadero amigo". Ciertamente, ni el oro ni la plata se pueden comparar con la buena voluntad de un amigo auténtico. Y también afirma que "un verdadero amigo es un baluarte inexpugnable, y encontrar a uno es un tesoro inapreciable". A continuación deberás también tener en cuenta si esos auténticos amigos están dotados de prudencia y discreción. En el Libro se lee: "Recurre al consejo de los prudentes". Y por tal motivo pídelo a tus amigos maduros que han acumulado dilatada experiencia y presenciado muchas cosas, y son de probada fiabilidad. También en el Libro se lee que "la sabiduría radica en los viejos, y la prudencia, en la longevidad". Y Tulio asegura: "Las grandes hazañas no siempre se llevan a término con la fuerza o con la actividad corporal, sino con el buen consejo, con la autoridad de las gentes y con el saber; estas tres cosas no disminuyen con los años, sino que se acrecientan y fortalecen a diario". Y además, tendrás siempre presente esta norma general. En primer lugar recurre al consejo de pocos amigos, pues Salomón asegura: "Aunque tengas muchos e íntimos amigos, escoge entre mil a quien te ha de aconsejar". Pues aunque de entrada sólo te confíes a unos pocos, siempre puedes aconsejarte con más en caso de necesidad. Pero comprueba siempre que tus confidentes reúnan las susodichas tres condiciones, a saber: autenticidad, prudencia y vasta experiencia. Y nunca obres bajo los dictámenes de un solo confidente, pues a veces conviene ser aconsejado por muchos. Ya lo declara Salomón: "La salvaguardia de las cosas radica en tener muchos consejeros". Ahora que ya sabes en dónde buscar tus confidentes, te enseñaré qué clase de consejos debes seguir. De entrada, evita los consejos necios. Pues Salomón afirma: "No sigas la opinión de los necios, pues sólo aconsejan según los dictámenes de su inclinación y sus apetitos". La Escritura declara: "El necio se distingue por pensar mal de todo el mundo con ligereza, y con igual ligereza se imagina en posesión de todas las virtudes". Rehúye asimismo la aparición del adulador que, en vez de declarar la verdad de las cosas, procura alabarte y lisonjearte. Ya lo dijo Tulio: "La lisonja es la peor de las pestilencias de la amistad ". La Escritura declara: "Rehúye y teme más las dulces y lisonjeras palabras del adulador que las acres recriminaciones de un amigo que te canta las verdades". Salomón afirma que las palabras del adulador constituyen una insidia para cazar a los inocentes. También opina que quien profiere dulces y placenteras palabras a un amigo le está tendiendo una red bajo sus pies para atraparle. Y, por consiguiente, afirma Tulio: "No dejes que tus oídos sean propensos a los aduladores y no te dejes aconsejar por palabras lisonjeras". Y Catón comenta: "Pondera bien y rechaza las palabras agradables y dulces". Rehúye igualmente el consejo de tus enemigos con los que te hubieras reconciliado. El Libro proclama que nadie retorna incólume al favor de su antiguo enemigo. E Isopo declara: "No confíes en aquel con quien guerreaste o tuviste enemistad, y no le descubras tu secreto." Y Séneca nos describe el por qué: "Es imposible que no quede rescoldo donde hubo gran fogata largo tiempo". Por consiguiente, Salomón aconseja: "Jamás confíes en tu antiguo adversario ". A pesar de que el enemigo se haya reconciliado, dé señales de humildad y doblegue la cerviz, jamás has de fiarte de él. Sin duda, simulará mansedumbre para provecho propio y no por afecto hacia ti, creyendo, ya que no le hubiera sido posible lograrlo por las armas, poderte vencer con esta falsía. Ya lo advierte Pero Alfonso: "No frecuentes la compañía de tus antiguos enemigos, pues te devolverán mal por bien". Evita igualmente el mal consejo de tus servidores que te tributan grandes muestras de reverencia, porque bien puede suceder que obren impulsados por temor y no por afecto. Ya afirmó con fundamento el filósofo: "Nadie es completamente sincero con quien le teme mucho." Y Tulio corrobora: "Por grande que sea el poder de un emperador, no dura mucho si su pueblo no alberga más amor que temor". Elude también el consejo de los proclives al vino, ya que son incapaces de guardar un secreto. Salomón lo afirma: "Donde la embriaguez campa, no hay nada secreto". Desconfía sobremanera de los que te aconsejan una cosa en privado y otra opuesta en público. Casiodoro sentencia que es una falsía el fingir hacer o decir algo en público y obrar lo contrario en privado. También has de sospechar de los consejos de los malvados, pues la Escritura sentencia: "El consejo de los malvados está repleto de fraude". David añade: "Bienaventurado el que no sigue el consejo de los malos". Evita asimismo el consejo de los jóvenes, pues carece de madurez. Ahora que te he indicado, señor, de quiénes deben aconsejarte, te explicaré (de acuerdo con el pensamiento de Tulio) de qué modo has de analizar el que te den. Ante todo, en el estudio de tu consejero debes tener en cuenta muchas circunstancias. En primer lugar, has de considerar que en lo que te propongas y sobre lo que verse el consejo, debes manifestar y sostener la verdad, a saber, has de relatarlo de modo claro. Pues el que habla con falsedad no puede recibir buen consejo acerca de un asunto sobre el que miente. A continuación ponderarás si lo que piensas ejecutar con el consenso de tus consejeros sigue los cánones de lo razonable, y si cae dentro de tus posibilidades, y si la mayoría y lo más selecto de tus consejeros están o no de acuerdo contigo. Seguidamente debes considerar si el odio, la guerra, la paz, el perdón, el provecho o el daño serán las secuelas del consejo tomado. De entre ellas seleccionarás la más provechosa y dejarás las otras. Luego ponderarás de qué raíz se genera el asunto deliberado y el fruto capaz de engendrar y producir. También considerarás el origen de todas esas causas que las producen. Y cuando hayas examinado tu consejo del modo que te acabo de comentar, y detectado la parte mejor y más provechosa, y recibido la aprobación de mucha gente sabia y experimentada, entonces considerarás si lo puedes ejecutar y llevarlo a feliz término. Resulta indudable: no es razonable que uno empiece algo que no tenga posibilidades de realizarlo adecuadamente; asimismo nadie debe echar sobre sus espaldas fardo que no pueda llevar. Ya reza el refrán: "Quien mucho abarca, poco aprieta". Y Catón añade: "Intenta ejecutar lo que caiga dentro de tus posibilidades, no sea que la carga se te vuelva tan insoportable que te veas precisado a abandonarla". Y si se te planteara la duda entre ejecutar algo o no, opta por padecer antes de empezarlo. Pedro Alfonso comenta: "Opta por el no antes que por el sí cuando puedas hacer algo de lo que luego te arrepentirás". A saber, es preferible permanecer callado a hablar. Así, pues, por poderosos motivos captarás que si puedes llevar a cabo algo de lo que te arrepentirás, es preferible que sufras antes que comenzarlo. Bien afirman los que propugnan que nadie intente ejecutar algo si ponen en duda sus posibilidades reales. Después de ello, una vez examinado tu consejo del modo descrito con anterioridad, y sabedor de que puedes llevarlo a término, debes mantenerlo con firmeza hasta el final. Ahora parece razonable y adecuado que te explique cuando y cómo se puede cambiar de opinión sin ser digno de reproche. A decir verdad, se puede cambiar de opinión y criterio cuando se dan nuevas circunstancias o las causas que lo motivaron desaparecen. Tal como la ley lo afirma: "A nuevos hechos corresponden nuevos consejos". Y Séneca apostilla: "Cambia de decisión si ésta ha llegado a oídos de tu enemigo". También puedes variar tu decisión si, por error o por otra causa, puede derivarse daño o perjuicio. Cambia de opinión si tu consejo es poco honrado o procede de una causa que así sea. Pues las leyes declaran que "todos los mandatos que no son honestos carecen de valor"; y lo mismo reza para los mandatos imposibles, o que no se pueden observar o llevar a cabo con bien. Y adopta esta norma general de conducta: afirmo que un consejo absolutamente inamovible bajo circunstancia alguna es realmente malo.

Cuando Melibeo hubo escuchado las enseñanzas de Prudencia, su esposa, le replicó con las siguientes palabras:

—Señora, hasta ahora me has enseñado de un modo global a elegir y conservar a mis consejeros adecuada y propiamente. Pero me gustaría conocer tu opinión sobre los que, de hecho, en las presentes circunstancias, he elegido.

A lo cual contestó Prudencia:

—Señor, te suplico humildemente que no te enfrentes a mis argumentos de un modo obcecado ni tomes a mal que te diga cosas desagradables. Pues Dios sabe que es mi propósito hacerlo para tu bien, tu provecho, y también para tu honor. A decir verdad, espero de tu bondad tomes con paciencia mis palabras. Confía en mí plenamente, pues los consejos que has pedido en este asunto no son propiamente tales, sino más bien un impulso o arrebato de locura, y en la decisión adoptada te has equivocado de varias formas. Primero y ante todo, erraste al convocar a tus consejeros, pues debiste haber llamado de entrada a unos pocos, y después, en caso necesario, habrías podido apelar a más. De hecho, has convocado repentinamente a consejo a mucha gente pesada y de discurso plomizo. Tampoco acertaste al no llamar sólo a amigos fieles, probados y experimentados, sino más bien a gente extraña y halagadora, aduladores con falsía y antiguos enemigos, y a personas que te respetan, pero que no te aman. Y tampoco acertaste al convocar a la ira, a la codicia y al atolondramiento. Estas tres cosas se oponen a un consejo bueno y provechoso. Ni tú ni tus consejeros habéis contrarrestado estos tres sentimientos de vuestros corazones. Igualmente obraste mal en manifestar a tus consejeros tu pensamiento o intención de pelear enseguida como venganza. Por tus palabras detectaron cuáles eran tus móviles. Y por ello te aconsejaron de acuerdo con tus pensamientos antes que con tu conveniencia. También erraste al suponer que te bastaba con escuchar los menguados consejos de esos confidentes, cuando en realidad tenías necesidad perentoria de más opiniones y deliberación para llevar a cabo tus propósitos. También erraste al no examinar tu objetivo de la manera anteriormente descrita, ni en la manera pertinente a este caso. Y erraste, además, al no discriminar a tus consejeros, es decir, entre tus auténticos amigos y tus confidentes embaucadores, sin enterarte de los propósitos de tus viejos y leales amigos, sino que reuniste todos los pareceres en una mezcolanza y optaste por el de la mayoría. Y ya sabes de sobra que los locos son siempre más numerosos que los cuerdos, de donde se colige que en las asambleas multitudinarias se tiene más en cuenta al número que a la sabiduría de las personas, y siempre prevalece el consejo insensato.

Melibeo replicó de nuevo y dijo:

Admito que me he equivocado, pero como me has dicho antes que no es vituperable el cambiar a los consejeros en ciertos casos y por razones justas, estoy dispuesto a cambiarlos del modo que tú dispongas. El refrán afirma que el pecar es humano, pero, sin duda, empecinarse en el pecado es diabólico.

A esto replicó Prudencia, con las siguientes palabras:

—Examina las opiniones y veamos quién te aconsejó mejor y habló del modo más sensato. Y ya que debemos efectuar esta tensión, empecemos por los médicos y cirujanos, que fueron los primeros en hablar. Y ya que ellos lo hicieron con discreción y sabiduría, tal como conviene a su condición, pues tratan a todos con honra y provecho sin molestar a nadie, y aplican su competencia profesional en curar a los que tienen bajo su cuidado, opino que merecen una elevada y soberana recompensa por sus nobles palabras. Señor, del mismo modo que te han dado la respuesta adecuada, así se esmerarán en cuidar a tu estimada hija. Y aunque sean amigos tuyos, no permitas que no te cobren honorarios; al contrario, debes recompensarles con inequívoca largueza. En lo que se refiere a la afirmación de los médicos respecto a este caso, a saber, que una enfermedad se cura con la contraria, me apetecería saber cómo la has entendido y cuál es tu criterio.

Melibeo replicó:

—Esta es mi opinión: ya que mis adversarios actuaron en mi contra, yo debo responder con algo que se les oponga; pues, ya que me vengaron y ofendieron, así yo me he de vengar y ofenderles. De este modo un contrario se opone al otro.

La señora Prudencia apostilló:

—Vaya, vaya. ¡Con qué ligereza tiende el hombre a satisfacer sus propias inclinaciones y placer! Sin lugar a dudas, la afirmación de los médicos no ha de interpretarse de este modo. Resulta cierto que la maldad no se opone a la maldad, ni la venganza a la venganza, ni la injuria a la injuria; antes bien, son parecidas. Por consiguiente, una venganza no se aplaca con otra, ni un error con otro, sino que se encrespan y enconan mutuamente. Las palabras de los médicos deben interpretarse de este modo. Lo bueno se opone a lo malo, la paz a la guerra, la venganza al perdón, la discordia a la concordia, y así por el estilo. En resumen, la maldad se vence con la bondad, la guerra con la paz, y así con todo lo demás. El apóstol San Pablo lo refrenda en muchos lugares. Afirma: "No devuelvas mal por mal, ni palabras injuriosas con palabras injuriosas; al contrario, haz bien a quien te perjudica y bendice a quien te maldice". Y en muchos otros pasajes recomienda la paz y la armonía. Pero ahora comentaré la opinión suministrada por los juristas y sabios. Éstos consideran que, sobre todo, deberías custodiar tu persona y tu casa, y que, dadas las circunstancias, deberías obrar cautelosa y reflexivamente. En lo referente al primer punto, la defensa de tu persona, debes comprender que quien está en guerra, sobre todo, ha de suplicar devota y humildemente a Jesucristo para que sea su protector y valedor ante el peligro. Indudablemente, sin la ayuda de Jesucristo Nuestro Señor, nadie en este mundo puede recibir suficiente socorro y consejo. El rey David es de la misma opinión cuando declara: "Si el Señor no la guarda, en vano trabajan los que custodian la ciudad". Después, señor, confía tu seguridad personal a fieles, conocidos y probados amigos, y pídeles que te ayuden. Catón afirma: "Si precisas ayuda, pídesela a tus amigos, pues el mejor médico siempre será un auténtico amigo. Aléjate de las personas ajenas y de los embusteros y desconfía de su compañía. Pedro Alfonso amonesta: "No te hagas acompañar en tu camino de hombre extraño, a no ser que sea antiguo conocido tuyo. Y si se encuentra contigo de modo casual y sin tu consentimiento, inquiere de un modo sutil sobre su vida anterior, y no le digas adónde vas, suminístrale una dirección falsa. Y si portare una lanza, colócate a su diestra; y si espada, a su siniestra". Te lo recalco: evita la gente que antes mencioné y rechaza su compañía y sus consejos. No presumas de fortaleza de modo que desestimes la de tus enemigos; no te apoyes en tu jactancia: el prudente siempre teme a sus enemigos. Salomón ya lo afirma: "Dichoso quien todo lo teme, porque, sin duda, mal le irán las cosas a quien por alocada osadía de su corazón y por atrevimiento alberga mucha arrogancia". A continuación debes estar siempre prevenido contra las insidias e injerencias, pues Séneca declara: "El hombre prudente y temeroso del mal, los evita, y quien elude la tentación no cae en ella. Aun cuando te creas en lugar seguro, procura defender tu persona. Rehúye el descuidar tu propia protección ante tus enemigos, bien sean grandes o pequeños." Séneca comenta: "Quien está bien aconsejado teme incluso al menor de sus enemigos". Y Ovidio comenta que "la diminuta comadreja puede matar al enorme toro y al ciervo salvaje". También leemos en la Escritura: "Una pequeña espina puede ocasionar un pinchazo muy doloroso a un rey, y un perro apresar a un jabalí". Sin embargo, no te digo que debas ser tan cobarde que titubees donde no existe causa alguna de temor. El Libro comenta que "algunos sienten deseos de engañar, pero temen ser engañados". Recela también ser envenenado y aléjate de la compañía de los insolentes, pues se lee en la Escritura: "No te juntes con los insolentes y huye de sus palabras como el veneno". Y por lo que respecta al punto segundo (el de la solícita defensa de tu casa), quisiera saber tu opinión y decisión sobre este asunto.

La respuesta de Melibeo fue la siguiente:

—Esta es mi sincera respuesta: que debo proteger mi casa con torreones, al estilo de los castillos y otros edificios, y con armaduras y artillería; con todo ello podré defender mi persona y vivienda de forma que mis enemigos teman aproximarse a ella.

Prudencia respondió:

—Resulta de elevado coste y afán protegerse con altos torreones y grandes edificios, que son, en ocasiones, fruto del orgullo. Y una vez ejecutadas las obras, éstas no valen un rábano si no se defienden con amigos leales, auténticos, prudentes y probos. Y debes captar que la mejor y más aguerrida guarnición de un hombre rico (con vistas a la protección personal y de sus bienes) radica en la estima de sus súbditos y vecinos. Pues así comenta Tulio: "Existe una clase de defensa inexpugnable e indestructible: el amor que a un señor profesan sus ciudadanos y su pueblo". Ahora, señor, abordemos el punto tercero. Tus antiguos y prudentes consejeros afirman que no debes obrar con precipitación, sino con extremo cuidado y deliberación. Juzgo, en verdad, que tal afirmación rezuma prudencia y verismo. Tulio lo refrenda: "Prepáralo con extremo cuidado antes de empezar cualquier asunto". Te exhorto a que en temas de venganza, bélicos, de lucha y de fortificación te prepares con gran ahínco antes de emprenderlos. Tulio exclama: "Una minuciosa preparación antes de la batalla ocasiona una victoria rápida". Y Casiodoro: "La resistencia se acrece cuando más largo es el preaviso". Pero ahora toquemos la decisión acordada por tus vecinos (tus reverenciadores exentos de amor, tus antiguos enemigos reconciliados, tus aduladores), que te dieron en privado un consejo determinado y el opuesto en público; y también el consejo de la gente joven: el de vengarse y pelear inmediatamente. Ciertamente, señor, tal como he dicho con anterioridad, erraste sobremanera al convocarles a consejo. Razones expuestas con anterioridad descalifican a tales consejeros con claridad. Sin embargo, bajemos a pormenorizar. En primer lugar, has de proceder según el pensamiento de Tulio. La verdad de este asunto o de este consejo, ciertamente, no precisa grandes investigaciones; notorios son los autores de esos agravios e injurias y la naturaleza de los mismos. Acto seguido revisarás el segundo requisito que Tulio menciona al respecto. Éste inserta algo que denomina consentimiento, es decir, qué, quiénes y cuántos son los que respaldan bien la decisión de una rápida venganza o la de estar acordes con tus enemigos. Indudablemente, por lo que respecta al primer punto, es notoria la clase de gente que opta claramente por una decisión rápida: los que te aconsejan emprender la guerra de inmediato no son amigos tuyos. Consideremos ahora a aquellos amigos a los que tú aprecias como a ti mismo. Aunque tienes poder y riquezas, estás solo, ya que no tienes un hijo varón, sino una hija; ni tampoco hermanos, primos hermanos ni parientes próximos que induzcan a tus enemigos a no atacarte o a destruirte por temor. Eres consciente de que tu hacienda, con el tiempo, deberá distribuirse entre varios, y cuando cada uno haya recibido esa menguada recompensa, poco anhelo tendrán de vengar tu muerte. Por otra parte, tres son tus enemigos, con numerosa descendencia: hermanos, primos y otros parientes próximos; así, aunque exterminases a dos o tres de ellos, quedarían muchos para vengarse de ti y aniquilarte. Y aunque tus parientes fuesen más fieles y fuertes que los de tu enemigo, son, sin embargo, lejanos y tú tienes poca relación con ellos; al contrario, los de tu enemigo guardan estrecha relación con él. En lo tocante a este tema, su posición es, pues, mejor que la tuya. Sopesa igualmente si el consejo de los que abogan por la venganza se ajusta a razón. Bien sabes que la respuesta es no, pues el derecho y la razón prohíben la venganza, que es privativa del juez, el único con jurisdicción sobre ella, según los requerimientos legales. En lo referente al punto que Tulio denomina consentimiento, considera si tu poderío y tu fuerza pueden llevar a término tu propósito y el de tus consejeros. Ciertamente puedes responder negativamente, pues hablando con propiedad sólo se puede hacer lo lícitamente ejecutable. Así, desde el punto de vista legal, no puedes vengarte por tu cuenta. En consecuencia, no estás facultado a llevar a cabo tu propósito. Vayamos ahora al tercer punto, que Tulio denomina consecuencia. Aquí la consecuencia es la venganza que te propones; pero de ella se derivaría otra venganza, peligros y guerras, y otros daños innumerables ajenos a la guerra, que de momento no vislumbramos. El cuarto punto de Tulio, engendramiento, considera que la ofensa por ti padecida se ha originado en el odio de tus enemigos. Tu venganza engendraría otra venganza y, como ya hemos mencionado, muchos problemas y dilapidaciones de riqueza. Finalmente, señor, llegamos al último punto que Tulio etiqueta con el nombre causas. Comprende que el agravio recibido se debe a determinadas causas que los sabios denominan onensy efficiens, causa longinqua y causa propinqua, es decir, la causa remota y la causa próxima. La causa remota es Dios Todopoderoso, causa remota de todo. La causa proxima fueron tus adversarios. La causa accidental fue el odio. La causa material, las cinco heridas de tu hija. La causa formal, la actuación de tus enemigos, que, mediante escaleras, franquearon los ventanales. La causa final la constituía la muerte de su hija, que, si no se llevó a término, no fue por no habérselo propuesto. Por lo que respecta a la causa remota (cuál fue el motivo que les indujo a venir o qué les sucederá a ellos en tal caso), sólo puedo hacer conjeturas o suposiciones, sin juzgar. Supongo que acabarán mal, pues el libro de los Decretos afirma: "Lo que comenzó mal, rara vez y con muchísima dificultad concluirá bien". A continuación, señor, si me preguntaren por qué Dios permite que los hombres cometan semejante vileza, no sabría hallar la respuesta adecuada. El apóstol afirma que "los juicios y la sabiduría de Dios son insondables y ningún hombre puede comprenderlos ni escudriñarlos adecuadamente". Sin embargo, según ciertas suposiciones y conjeturas, creo y mantengo que Dios, que es justo y equitativo, debe haberlo permitido por una causa recta. Tu nombre, Melibeo, significa "hombre que liba miel". Has libado muchísima miel de dulces riquezas temporales y mundanas delicias y honores, que te han embriagado, y has olvidado a Jesucristo tu Creador. No le has prestado el honor y reverencia debidos, y no has observado las palabras de Ovidio, que afirma: "Bajo la miel de los bienes temporales se encubre el veneno que mata al alma". Y Salomón apostilla: "Si encuentras miel, sáciate; pero si la ingieres sin mesura, la vomitarás y te verás menesteroso y pobre". Acaso Cristo, en retorno, haya apartado su rostro y sus clementes oídos de ti, permitiendo que recibas un castigo idéntico a tu falta. Has pecado contra Jesucristo Nuestro Señor al permitir que los tres enemigos de la Humanidad, a saber, el mundo, el demonio y la carne, se apoderaran de tu voluntad a través de tus ventanas corporales, y al no presentar enérgica resistencia contra sus acometidas y tentaciones. Así, te han inflingido cinco heridas en cinco lugares; en otras palabras, los pecados mortales han penetrado en tu corazón por tus cinco sentidos. Y del mismo modo Jesucristo Nuestro Señor ha querido y permitido que tus tres enemigos entren en tu casa por las ventanas e hirieran a tu hija del consabido modo.

Melibeo replicó:

—A decir verdad, veo que te esfuerzas sobremanera con tus palabras a convencerme de modo que no tome venganza de mis enemigos, mostrándome los peligros y perjuicios que podrían derivarse de semejante actitud. Pero aquel que sopese los peligros y perjuicios inherentes a toda venganza, jamás optará por ella, pues le sería perniciosa, ya que ésta discrimina los malos de los buenos, y los que se proponen vengarse refrenan su propósito cuando consideran las penas y castigos que recaen sobre los culpables.

Prudencia replicó:

—Admito que de la venganza se deriven muchos bienes y males. Pero la venganza no incumbe a los particulares, sino únicamente a los jueces y a quienes tienen jurisdicción contra los malhechores. Aún más: así como un individuo particular peca al vengarse de otro, así también peca el juez que no castiga a quien se lo merece. Lo corrobora Séneca: "El que reprende a los malos es buen señor". Y Casiodoro añade: "El hombre teme cometer delitos cuando es consciente y sabe que esto desagrada a los jueces y soberanos". Otro apostilla: "El juez que teme administrar justicia engendra hombres malvados". Y San Pablo, en su Epístola a los Romanos, afirma que "los jueces no blanden la lanza sin motivo", sino para penalizar a los malhechores y defender a los que obran el bien. Si quieres, pues, vengarte de tus enemigos, dirígete o presenta recurso al juez que goza de jurisdicción contra ellos, y éste los castigará según las exigencias y requerimientos de la ley.

Melibeo respondió:

—Esta clase de venganza no me gusta en absoluto. Después de meditarlo mucho, encuentro que la Fortuna me ha sido favorable desde niño, y me ha ayudado a superar numerosos y difíciles lances. Así, pues, la pondré a prueba ahora, con la ayuda de Dios, que me ayudará a vengar mi ofensa.

A lo que Prudencia respondió:

—Si quisieras seguir mi consejo, no te apoyarías en la diosa Fortuna ni probarías suerte, porque, como afirma Séneca: "Lo efectuado con precipitación, y confiando en la Fortuna, jamás llega a buen fin." Y el mismo Séneca añade: "Cuanto más clara y brillante es la Fortuna, más frágil y quebradiza." No te fíes, pues, de ella, ya que es inconstante e inestable. Cuanto más seguro estés de su ayuda, entonces te fallará y te engañará. Al afirmar que la Fortuna te ha mimado desde tu infancia, tanto menos debes confiar ahora en su favor. Séneca afirma: "El hombre favorecido por la Fortuna se convierte en un imbécil integral". Así, pues, ya que ansías vengarte y no te satisface el castigo judicial, considerando que el basado en la Fortuna es arriesgado e incierto, sólo te queda un camino: apela al juez Supremo, vengador de todas las afrentas y maldades. Él, como personalmente atestigua, te vengará: "Deja la venganza en mis manos, y la llevaré a cabo".

Melibeo respondió:

—Si no me vengo de las afrentas sufridas a manos de esos hombres, estoy incitando o invitando a que me infieran más. Pues escrito está: "Si no vengas una antigua afrenta, incitas a tus enemigos a que te infieran otras nuevas." También si adopto una actitud tolerante me pueden afligir con tantos agravios que sea incapaz de soportarlos o resistirlos, y por ello ser tenido por flojo o débil. Es un dicho común: "Una paciencia excesiva te acarreará numerosos e insoportables sufrimientos".

A lo que Prudencia respondió:

—Convengo en que el exceso de aguante no es provechoso; pero de esto no se deriva que quien sufre una afrenta deba vengarse de ella cuando semejante acción corresponde a los jueces, que son los designados para castigar los insultos y maldades. Así los dos apotegmas que has mencionado se aplican únicamente a los magistrados, pues cuando éstos se muestran tolerantes y poco severos, están como invitando e incitando a que un malhechor cometa nuevos agravios y maldades. También un hombre sabio dijo que "el juez que no castiga a un villano, le manda y ordena que cometa nuevas faltas". Si los magistrados y soberanos toleran blandamente a los malhechores de su jurisdicción, puede suceder que éstos, al acrecentar su fuerza .y poder, terminen por arrojar de su escaño a quienes no atajaron sus desmanes. Pero supongamos ahora que estás autorizado a vengarte. Afirmo que, actualmente, no estás suficientemente capacitado para ejecutarla. Si te comparas con tus adversarios, verás, como antes te he hecho ver, que te aventajan en muchos terrenos. Así, declaro que, por el momento, te conviene mostrarte tolerante y paciente. Aún más. De sobra conoces el común refrán: "El que combate con uno más fuerte o poderoso que él está loco; es peligroso luchar con uno de igual a igual, es decir, con uno que posee pareja fuerza, y hacerlo con uno más débil, es necedad." Por tanto, uno debe rehuir la pelea con todas sus fuerzas. Salomón declara: "Gran cumplido es abstenerse de peleas y refriegas". "Y si aconteciera o sucediera que uno de gran fuerza o poder te afrentase, procura e intenta refrenar el agravio antes que vengarlo." Porque Séneca afirma que "quien se querella con otro más poderoso que él, en gran peligro se pone". Y Catón dice: "Sé tolerante cuando te ofende alguien más fuerte o de más elevada dignidad que tú; porque quien una vez te agravió, puede desagraviarte y serte útil en otra circunstancia". Pero aún en el caso de que poseas a la vez fuerzas y poder para ejecutar tu venganza, creo que en muchas ocasiones debes evitar vengarte, y optar por soportar con paciencia y ser tolerante con los agravios que te infirieron, sobre todo si tienes en cuenta tus propios fallos personales. Por ellos el propio Dios ha permitido, como te he relatado antes, que sufras tribulación. Pues el poeta sentencia que "debemos soportar pacientemente las tribulaciones, pensando y considerando que nos las hemos merecido". San Gregorio afirma: "Cuando uno considera sus numerosas faltas y pecados, entonces las penas y tribulaciones que sufre le parecen más leves; y cuanto más seria y profundamente medita en sus pecados, más livianas y llevaderas le parecerán." En consecuencia, debes humillarte y estar dispuesto a imitar la paciencia de Jesucristo Nuestro Señor, como aconseja San Pedro en sus epístolas: "Jesucristo ha sufrido por nosotros y dado ejemplo para que todos le imitemos y sigamos, pues Él jamás pecó o profirió palabra maligna. No maldecía cuando los hombres le maldecían, ni los amenazaba cuando le atormentaban". El aguante que los santos del Paraíso mostraron cuando fueron afligidos por la tribulación sin culpa alguna debe también moverte a ser paciente. Piensa, además, que las tribulaciones de este mundo son de poca duración y pasan presto, y, en cambio, la paciencia en la aflicción produce eterna alegría en el hombre. Lo indica el apóstol en su Epístola con estas palabras: "La alegría de Dios es perdurable", es decir, eterna. También creo y sostengo con firmeza que el impaciente, o el que no quiere serlo, es un hombre ignorante y mal criado. Salomón declara al respecto que "la paciencia refleja la instrucción y la sabiduría de un hombre". Y en otro lugar sostiene que "el paciente se conduce con gran prudencia". Y continúa el mismo Salomón: "El colérico e iracundo alborota, el paciente se refrena y tranquiliza". Y sigue: "La paciencia es preferible a la gran fortaleza; y el autodominio del propio corazón es más loable que el conquistar importantes ciudades por la fuerza o poder". Y por consiguiente, dice Santiago en su epístola que "la virtud que corona la perfección es la paciencia".

Melibeo respondió:

—Admito, señora Prudencia, que la paciencia es la corona de la perfección, pero no todos pueden alcanzar la que propugnas. Ni yo mismo soy un hombre perfecto: mi corazón no hallará la paz hasta que yo me vengue. Mira cómo mis enemigos, a pesar del riesgo que corren al agraviarme, no albergan estos pensamientos, sino que buscan satisfacer sus malvados designios y propósitos. Y así, considero que la gente no debe reprocharme el que, para vengarme, me arriesgue un poco, ni que cometa un grave exceso vengando un ultraje con otro.

Prudencia respondió:

—¡Ay! Manifiestas tu propósito y tus inclinaciones, pero bajo ningún concepto uno debe cometer exceso o injusticia con fines reivindicativos. Casiodoro afirma que "quien venga un ultraje obra tan mal como el que lo comete". En consecuencia, tu venganza se debe ajustar a derecho, es decir, a la ley, sin excesos ni afrentas. Y también pecas si quieres vengarte de las afrentas de tus enemigos de un modo ajeno a la legalidad. Y, en consecuencia, Séneca declara que "uno no debe vengar una maldad con otra". Y si afirmas que el derecho demanda que un hombre defienda la violencia con la violencia y la agresión con la agresión, tendrás razón si semejante defensa se efectúa sin dilación o interrupción, como autodefensa, no como venganza. Resulta pertinente que uno ponga moderación en su defensa, de modo que nadie pueda aducir crueldad o fogosidad excesivas, cosas ambas contrarias a la razón. De sobra conoces que ahora no ejecutarías una acción defensiva, sino vindicativa; en consecuencia, tu actuación no sería moderada. De ahí deduzco que la paciencia es buena, pues Salomón declara que "el impaciente recibirá gran daño".

Melibeo adujo:

—Te lo concedo: no es de extrañar que resulte perjudicado quien es impaciente e iracundo en temas que no le tocan o no son de su incumbencia. Pues la ley declara que "quien se entromete o inmiscuye en cosas que no le tocan, es culpable". Y Salomón dice que "quien se entromete en alboroto o refriega ajenas es semejante al que coge un perro por orejas". Pues del mismo modo que quien agarra un perro ajeno por las orejas resultará posiblemente mordido, también parece razonable que resulte perjudicado quien, por impaciencia, interviene en negocio ajeno que no le incumbe. Pero conoces perfectamente que este hecho, es decir, mi aflicción y ultraje, me han afectado mucho. Por consiguiente, no es de extrañar que esté impaciente y airado. Además, en perjuicio de tu opinión, no logro adivinar los graves daños que se puedan derivar de mi venganza, ya que soy más rico y poderoso que mis enemigos. De sobra sabes que con dinero y abundante caudal se arreglan los asuntos terrenos. Salomón lo corrobora: "Todo obedece al dinero".

Al ver Prudencia cuán engreído estaba su esposo de su dinero y riquezas y cómo menospreciaba el poder de sus enemigos, se le dirigió en estos términos:

—Acepto, mi amado señor, tu riqueza y poder, y que el dinero ganado legítimamente, y usado adecuadamente, es bueno. Pues así como el cuerpo humano no puede vivir sin alma, tampoco puede hacerlo sin bienes temporales. También se pueden ganar numerosos amigos a través de las riquezas. Y por ese motivo afirma Pánfilo: "La hija de un boyero acaudalado podrá elegir esposo entre mil, pues ninguno de entre ellos la rechazará o la desairará". También el mismo Pánfilo declara: "Si eres muy feliz (es decir, si eres muy rico), entonces encontrarás multitud de camaradas y amigos. Si tu suerte se tuerce y te empobreces, despídete de los unos y los otros: te encontrarás (con la excepción de los pobres) solo y aislado". El mismo Pánfilo añade incluso que "el siervo o esclavo por nacimiento se convierte en digno y respetable con sus riquezas". Y así como de la riqueza se desprenden grandes beneficios, así también se derivan multitud de daños y perjuicios de la pobreza. La pobreza extrema impele al hombre a numerosos perjuicios. Por esto, Casiodoro denomina a la pobreza madre de la ruina, a saber, madre de los derramamientos y destrucciones. En consecuencia, Pedro Alfonso confirma: "Quien (bien por haber nacido libre, bien por su linaje) se ve forzado a comer de las limosnas de su enemigo, por ser pobre, sufre una de las mayores adversidades de este mundo". Lo mismo opina Inocencio cuando en uno de sus libros afirma: "La situación del pobre mendigo es triste y desafortunada. Porque, si no mendiga, perece de hambre; y si pide, constreñido por la necesidad, perece de vergüenza; y la necesidad siempre le impele a pedir". Y por consiguiente, afirma Salomón que "es preferible morir a poseer semejante pobreza". También el mismo Salomón añade: "Es preferible perecer de muerte amarga que vivir de este modo". Por todos estos motivos y por muchos otros, estoy conforme en que las riquezas bien obtenidas y aplicadas son provechosas. Así, quiero enseñarte a actuar correctamente en la adquisición y disposición de bienes. En primer lugar, no demuestres avidez por las riquezas, sino que búscalas poco a poco, con calma y de modo reflexivo. Pues quien codicia riquezas se entrega al robo y a toda suerte de maldades. Al respecto afirma Salomón: "Quien se apresura a enriquecerse no puede mantenerse inocente". Y también: "Las riquezas ganadas con rapidez se alejan de él pronto y velozmente; pero las que vienen poco a poco, siempre se acrecen y multiplican". Señor, incrementa tu patrimonio con tu esfuerzo e inteligencia, para tu propio provecho, sin causar perjuicio o injusticia a terceros. En la ley se lee que "el ocasionar daño a otra persona no enriquece a nadie". Es decir, existe un impedimento y prohibición legal para enriquecerse a costa del perjuicio apeno. Y Tulio comenta que "ningún agravio, ni temor mortal, ni nada que pudiera acontecerle, va tanto contra la naturaleza como el fomentar el propio provecho a expensas del mal de otra persona". Y aunque los poderosos y magnates se enriquecen con más facilidad que tú, no debes ser negligente o lento en afanarte en tu beneficio: huye siempre de la ociosidad. Salomón observa que "la ociosidad es la madre de numerosas maldades". Y el mismo Salomón añade que "quien se afana y ocupa en roturar la tierra comerá pan: pero el perezoso desocupado y sin trabajo se verá sumido en la miseria y morirá de hambre". El perezoso e indolente nunca encuentra tiempo para trabajar. Ya lo dijo el poeta: "En invierno, el perezoso se excusa de trabajar a causa del frío, y en verano, del calor excesivo". Y Catón exhorta: "No te acostumbres a dormir demasiado, porque el descanso prolongado engendra y alimenta numerosos vicios". Y en consecuencia, San Jerónimo declara: "Haz buenas obras para que el diablo, nuestro enemigo, no te encuentre ocioso", porque el diablo no hace sucumbir fácilmente a quien está empeñado en el bien obrar. Así, huye de la ociosidad en la adquisición de bienes, y después, utiliza tus ganancias gracias de tu habilidad y esfuerzo, de forma que no te consideren ni mezquino ni cicatero, ni excesivamente pródigo y liberal. Catón afirma: "Utiliza los bienes ganados de modo que no te puedan llamar tacaño o avaro; el ser pobre de corazón y rico en bienes es sumamente vergonzoso para un hombre". Y asimismo dice: "Gasta con mesura tus ganancias", pues los que dilapidan y despilfarran tontamente sus bienes, intentan, al perderlos, arrebatar los del prójimo. Declaro, pues, que debes huir de la avaricia y utilizar tus bienes de forma que nadie te acuse de enterrarlos, sino de que los guardas bajo tu control y poder. Un sabio critica al avaricioso en un par de versos: "¿Por qué y para qué entierra uno sus bienes movido por extrema avaricia si sabe sobradamente que necesariamente ha de morir? En esta vida presente, la muerte es el fin de todos". ¿Y por qué causa o razón se aferra y apega tan afanosamente a sus posesiones de modo que todos sus sentidos no se pueden alejar o apartar de ellas, si harto sabe, o tendría que saber, que, cuando muera, no se llevará nada de este mundo? Por consiguiente, San Agustín afirma que "el avaro se parece al infierno, que cuanto más devora, más insaciable se muestra". Pero así como debes evitar se te considere tacaño o avaro, igualmente has de evitar se te tache de excesivamente pródigo. Tulio afirma sobre este tema: "No tengas escondidos y soterrados tus bienes patrimoniales de modo que permanezcan ajenos a tu piedad y generosidad (es decir, dar parte a los que padecen gran penuria); pero tampoco los tengas tan evidentes que sean comunes a todos". Después, en lo tocante a la disposición y uso de tus bienes, debes tener siempre en tu pensamiento tres cosas, a saber: Dios nuestro Señor, tu conciencia y tu reputación. Bajo ningún concepto, pues, hagas algo que en algún modo desagrade a tu Hacedor. Pues según afirma Salomón, "mejor es poseer pocos bienes y el amor de Dios, que tener muchas riquezas y perder la estima de nuestro Señor". Y el profeta declara: "Es preferible ser un buen hombre y tener pocas riquezas y posesiones, que tener muchas y ser reputado como malo". Yo voy todavía más lejos. Todos tus esfuerzos en enriquecerte han de cumplir los requisitos de una buena conciencia. El apóstol declara que "lo que más nos debe alegrar aquí en este mundo es el testimonio de una buena conciencia" Y el hombre sabio sentencia: "Cuando su conciencia no se halla en pecado, la riqueza de un hombre es buena". En la obtención y disfrute de tus bienes debes poner un gran afán y diligencia en conservar y guardar tu reputación. Salomón afirma que "le es más útil y preferible a uno preservar la reputación que poseer muchos bienes". Y así afirma en otro lugar: "Pon gran diligencia en conservar tus amigos y tu buen nombre, porque eso es más duradero, aunque no sea de tanto precio". Indudablemente no merece el sobrenombre de caballero, si, además de Dios y su conciencia, se despreocupa de todo, incluso de su reputación. Y Casiodoro afirma que "el amor y deseo de una buena fama es señal de noble corazón". Y San Agustín sentencia: "Dos son las cosas necesarias: la buena conciencia y reputación; a saber, buena conciencia en tu interior, y buena reputación ante tu prójimo. Y quien se confíe en su buena conciencia hasta el extremo que se despreocupa y desprecia su buena reputación, es un cretino integral". Señor, ahora que te he mostrado cómo debes adquirir y utilizar las riquezas, analicemos de qué forma la confianza que tienes en tu hacienda te mueve a buscar peleas y rencillas. Te aconsejo que no inicies las hostilidades confiando en tus posesiones, pues éstas son insuficientes para financiar la guerra. Un filósofo afirma al respecto: "Quien busca la guerra a cualquier precio, jamás tendrá lo suficiente para financiarla, porque cuanto más posea, mayores gastos tendrá en pos de la victoria y de la honra". Y Salomón declara que "cuanto mayor sea la riqueza de un hombre, más dilapidadores de sus bienes tendrá". En consecuencia, mi querido señor, aunque mucha gente te respalde por tus riquezas, no resulta bueno ni conveniente romper las hostilidades si puedes vivir en paz preservando tu honor y tu propio provecho. Las victorias de este mundo no dependen ni del valor humano ni del número o multitud de tropas, sino de la voluntad de Dios Omnipotente, en cuyas manos estamos. Y, por consiguiente, judas Macabeo, el caballero de Dios, al disponerse a luchar contra sus adversarios, viendo que éstos eran numerosísimos y más fuertes que su ejército, dirigió a su reducida hueste la siguiente arenga: "Nuestro Señor y Todopoderoso Dios igual puede otorgar la victoria a los pocos como a los más numerosos; la victoria en la lucha no se basa en el número de combatientes, sino en el Dios del Cielo, nuestro Señor". Mi querido amo, ya que no existe nadie que tenga la seguridad divina en la victoria, ni de que Dios le ama, debe siempre temer mucho romper las hostilidades porque en los peligros bélicos sucumben tanto los débiles como los poderosos. Leemos en Reyes II: "Los hechos bélicos son fortuitos e inciertos", pues igual alcanza una lanzada a uno como a otro. Y ya que existe tal peligro en la guerra, el hombre debe hacer lo posible para evitarla porque, como declara Salomón: "Quien ama el peligro perecerá en él".

Cuando la señora Prudencia hubo concluido su exposición Melibeo respondió:

—Me doy cuenta, señora Prudencia, por tus hermosas palabras y argumentos que has esgrimido, que la guerra te desagrada; pero no me has aconsejado sobre mi actuación para la situación presente.

Ella respondió:

—Te aconsejo que llegues a un acuerdo y firmes la paz con tus enemigos. En sus epístolas, Santiago afirma que "con la paz y la concordia las pequeñas riquezas se acrecientan, mientras que las grandes fortunas se pierden por la guerra y la discordia". Y bien sabes que la unidad y la paz son una de las mayores y más elevadas cosas de este mundo. Por este motivo Jesucristo nuestro Señor dijo a los apóstoles: "Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios".

Melibeo apostilló:

—¡Ay! Veo claramente ahora que no tienes en estima ni mi honor ni mi dignidad. Te consta que mis enemigos han iniciado este combate y querella con un ultraje, y te consta, asimismo, que ni buscan ni piden la paz. ¿Acaso pretendes que sea yo quien vaya y me humille y me someta a ellos y suplique su favor? En verdad, esto no me reportaría honra alguna, ya que es opinión común que si el orgullo desmedido engendra desprecio, tal acontece con la exagerada humildad.

Al oír estas palabras, Prudencia puso un rostro de enojo y replicó:

—Sin duda, señor, si no te ha de disgustar, te diré que estimo (siempre ha sido así) tu bien y reputación como los míos propios; ni vos ni nadie me ha visto jamás hacer lo contrario. De cualquier forma, no me he equivocado al aconsejarte la paz y la concordia. El hombre sabio aconseja que sea otro quien comience la contienda y tú quien inicie la reconciliación. Y el profeta declara: "Huye del mal y obra el bien; y, en cuanto de ti dependa, busca la paz y síguela". Sin embargo, no te digo que atosigues a tus enemigos con tus peticiones de paz, en vez de esperar a que ellos vengan a ti, porque conozco que tu dureza de corazón te impedirá hacer algo por complacerme. Salomón sentencia: "El de corazón empedernido encontrará finalmente la calamidad y la desgracia".

Al ver Melibeo el rostro de disgusto de su esposa Prudencia, le replicó con estas palabras:

—Señora, te suplico que no te enojes por mis opiniones, pues te consta que estoy enfadado y airado, lo que no es de extrañar: los iracundos no son muy conscientes de lo que dicen o hacen. Por esta causa declara el profeta que los ojos llorosos no ven con claridad. Aconséjame y díctame lo que te plazca, pues estoy presto a complacerte; porque, aunque me reprendas por mi necedad, no por eso dejaré de amarte y admirarte. Pues Salomón afirma que «el que reprende al necio, encontrará más amor que el que le embauca con tiernas palabras».

Entonces, la señora Prudencia le contestó:

—Sólo pongo un talante enojado y airado para tu propio provecho. Salomón lo corrobora: "Más digno de alabanza es reprender al necio por sus locuras que alabarle y reírse de sus desvaríos". Y el mismo Salomón añade que "el rostro adusto de un hombre (es decir, su seriedad y rigidez) corrige y enmienda al necio".

Melibeo respondió:

—No puedo refutar tus numerosas opiniones, pues me las presentas y argumentas con solidez. Dime brevemente tu consejo y voluntad, que estoy dispuesto a ejecutarlo y llevarlo a cabo.

Entonces, la señora Prudencia le desveló su propósito con estas palabras:

—Te aconsejo, sobre todo, que hagas las paces con Dios y te reconcilies con Él y su gracia. Pues, como te he relatado con anterioridad, por tus culpas, Dios ha permitido que te sobrevinieran estas penas y aflicciones. Y si obras como te digo, Dios te enviará a tus enemigos a postrarse a tus pies, dispuestos a ejecutar tu voluntad y deseos. Pues Salomón dice: "Cuando la condición de un hombre es agradable y placentera a los ojos de Dios, Él cambia el corazón de sus adversarios y les compele a pedir a ese hombre su paz y favor". Te suplico que me autorices a hablar con tus enemigos en privado, sin que ellos sepan tus intenciones y propósitos. Y después, al enterarme de sus designios, te podré aconsejar con mayor seguridad.

—Señora —repuso Melibeo—, haz como deseas y quieres, que yo me pongo a tu entera disposición y obediencia.

Cuando la señora Prudencia vio la buena disposición de su esposo, deliberó y ponderó reflexivamente la posible forma de rematar este asunto con una feliz conclusión y término. Y envió recado a esos adversarios para encontrarse a solas con ellos en momento oportuno: les mostró con prudencia los grandes beneficios derivados de la paz y los graves peligros inherentes a la guerra; y les manifestó con suavidad su obligación de arrepentirse por la injuria y afrenta inferidas a Melibeo, su señor, a ella misma y a su hija.

Cuando ellos escucharon las bondadosas palabras de la señora Prudencia, mostraron tal sorpresa y arrobamiento, que se vieron inundados de gozo indescriptible; y le respondieron:

—¡Ay!, señora, nos has mostrado los beneficios de la mansedumbre, tal como afirmó el profeta David. Con tu inusitada bondad, nos ofreces un perdón inmerecido que deberíamos suplicar humilde y contritamente. De donde se colige cuán acertada es la sentencia de Salomón cuando afirma: "Las palabras conciliadoras incrementan y multiplican las amistades, y ablandan y tornan bondadosos a los malos". En consecuencia, sometemos este asunto, litigio y causa a tu parecer, y declaramos estar prestos a acatar las decisiones y órdenes de nuestro señor Melibeo. Así, pues, te encarecemos, nuestra buena y amada señora, con toda la humildad de que somos capaces, que te dignes poner en práctica tus liberales y generosas opiniones emanadas de tu gran bondad. Declaramos haber inferido a Melibeo tal afrenta que rebasa los límites de lo perdonable. Nos reconocemos en deuda con él y nos comprometemos a cumplir sus órdenes y decisiones. Sin embargo, podría suceder que, debido a su gran pesar e irritación por este agravio, resolviera imponemos algún severísimo castigo. Te suplicamos, señora, que, en tal caso, tu piedad femenina impida que seamos despojados de nuestros bienes y condenados a muerte por nuestra locura.

—Muy peligroso y grave es, ciertamente —respondió Prudencia—, que uno se entregue por entero al parecer y voluntad de su enemigo, colocándose bajo su arbitrio y poder. Salomón advierte: "Creed mi opinión, gentes, pueblos y sacerdotes de la Santa Iglesia; jamás deis poder o dominio en vida sobre vosotros a vuestro hijo, ni a vuestra esposa, ni a vuestro amigo, ni a vuestro huérfano". Y si Salomón veda que se otorgue potestad sobre el cuerpo a hermano o amigo, con mayor razón prohíbe que uno se entregue a su adversario. Con todo éste es mi consejo: no desconfiéis de mi amo, porque me consta que es un hombre pacífico y amable, compasivo, pródigo y sin codicia de hacienda o riqueza; lo que más le importa en este mundo es la buena fama y la dignidad. Además, estoy completamente seguro de que me consultará en este asunto, y yo, mediante la gracia de Dios nuestro Señor, me las agenciaré para lograr que os reconciliéis con nosotros.

Ellos contestaron al unísono:

—Digna señora, sometemos a tu voluntad y albedrío nuestra vida y nuestros bienes. En la fecha que tú decidas acudiremos a cumplir nuestro deber y promesa tal como señale tu bondad: estamos dispuestos a acatar tu voluntad y la de nuestro señor Melibeo.

Prudencia, una vez escuchadas esas palabras, indicó a aquellos hombres que salieran sigilosamente. Cuando ella volvió junto a su marido le contó el arrepentimiento de sus enemigos y el reconocimiento humilde de sus faltas y su disposición a sufrir cualquier castigo; únicamente suplicaban clemencia y perdón a quien habían afrentado.

Melibeo respondió:

—Aquel que confiese y se arrepienta de su falta sin disculparse, es digno del perdón e indulgencia que pide. Séneca opina: "Si hay confesión, existe perdón y gracia". Efectivamente, la confesión acompaña a la inocencia. Y en otro lugar afirma el mismo pensador: "Merece el perdón quien confiesa y se avergüenza de su culpa". En consecuencia, acepto firmar la paz, pero antes creo conveniente pedir la opinión y aprobación de nuestros amigos.

Prudencia, rebosante de gozo, repuso:

—Acabas de hablar de un modo muy sensato, pues así como pediste, para pelear, la opinión, aprobación y ayuda de tus amigos, tampoco debes hacer las paces con tus enemigos sin sus consejos. Leemos en la ley: "Es harto natural y conveniente que desate las cosas quien las ató".

Prudencia envió a continuación, sin dilación, recado a sus amigos y parientes más antiguos, leales y prudentes. En presencia de Melibeo les dio detallada cuenta de los acontecimientos, tal como he referido con anterioridad, demandándoles su opinión y parecer sobre la decisión más convencida a adoptar.

Cuando los amigos de Melibeo hubieron deliberado sobre el asunto de referencia, se mostraron acérrimos partidarios de mantener la paz y la tranquilidad, y sugirieron a Melibeo que, con ánimo conciliador, otorgara gracia y perdón a sus adversarios.

Prudencia, una vez oído el consejo de sus amigos y la consiguiente aprobación de Melibeo, su esposo, se alegró íntimamente al ver que todo se desarrollaba según sus intenciones, y dijo:

—Reza un viejo proverbio que no debe dejarse para mañana lo que se pueda hacer hoy. En consecuencia, señor, te encarezco que envíes a tus enemigos emisarios discretos e inteligentes para que, en tu nombre, declaren que, si quieren pactar la paz y un acuerdo, han de presentarse aquí sin demora.

Esta indicación se cumplimentó sin dilación. Los culpables enemigos de Melibeo, al escuchar las palabras de los enviados, se regocijaron de las nuevas; respondieron a Melibeo y a sus parientes con tono humilde, respetuoso y agradecido, y, en cumplimiento de las indicaciones recibidas, se dispusieron a ir con los emisarios.

En consecuencia, se encaminaron hacia la corte de Melibeo acompañados de unos pocos y auténticos amigos como testigos y mediadores.

Al encontrarse en presencia de Melibeo, éste les dirigió las siguientes palabras:

—A decir verdad, vosotros, sin causa, motivo ni razón justificada, me habéis ultrajado y ofendido sobremanera, al igual que a Prudencia, mi mujer, y a mi hija. Irrumpisteis en mi casa de un modo violento y me agravasteis de forma que sois reos de muerte. Quiero saber, pues, si dejáis el castigo y reparación de este ultraje en manos mías y de mi mujer. En nombre de todos, el más sabio de los tres respondió como sigue:

«Harto sabemos, señor, que somos indignos de presentamos ante tu noble, digna y señorial corte; nuestras faltas y los profundos agravios que hemos causado a un señor de tan alta categoría como tú, nos hacen acreedores a morir. Con todo, al pensar en la gran bondad y misericordia que todos te atribuyen, hemos decidido doblegarnos ante tu elevada y compasiva nobleza. Estamos dispuestos a aceptar tus determinaciones. Te suplicamos que tu clemente misericordia tenga en consideración nuestra humilde sumisión y sincero arrepentimiento y nos condone el criminal ultraje cometido. Nos consta que el peso de tu bondad, reflejada en tu gran compasión y magnanimidad, supera la maldad de nuestros crímenes y culpas. Te suplicamos, pues, que nos perdones la horrenda afrenta que cometimos contra tu dignidad».

Ante estas palabras, Melibeo los hizo incorporar y, con gran afabilidad, aceptó sus promesas y ofrecimientos, que respaldaron con garantías y juramentos, y les emplazó para una fecha determinada; entonces les daría a conocer su sentencia.

Después de haber acordado esto regresaron a su casa, y Prudencia juzgó conveniente preguntar qué venganza iba a aplicar Melibeo a sus enemigos.

Melibeo respondió:

—Les confiscaré todas sus riquezas y los desterraré de por vida.

Prudencia alegó:

—Esa sería una decisión cruel e indiscreta, porque tú ya tienes riquezas suficientes y no necesitas las ajenas. Si obraras así, te tildarían fácilmente de codicioso. De este vicio todos deben huir, ya que, como afirma el apóstol, "la raíz de todos los males es la codicia". En consecuencia, sería preferible perder parte de tus propios bienes que enriquecerte de este modo. Mejor es perder bienes con honor que enriquecerse con deshonor y afrentas: todos debemos esforzamos en tener buena reputación. No basta, al respecto, gozar de buen nombre: debemos procurar siempre obrar de modo que se acreciente. Escrito está: "Cuando no se renueva y reafirma, la antigua buena fama de uno se desvanece pronto". Tocante a desterrarlos, lo encuentro poco racional y exagerado, precisamente por el total abandono con que a ti se te han entregado. Porque está escrito que "quien abusa del poder y fuerza otorgados, merece perder sus privilegios". Pero, aunque pudieras condenarles a esta pena según derecho (creo tal sea el caso), creo que no deberías actuar así. Hacerlo equivaldría probablemente a reanudar la guerra. En consecuencia, si quieres sumisión, tu sentencia ha de ser muy moderada. Debes saber que "cuanto más considerado es el mandato, mayor es la obediencia". Intenta, pues, vencer tus impulsos en este tema, pues Séneca sentencia: "Quien a su corazón vence, doblemente vence". Y Tulio añade: "Lo más digno de loa en un Señor es verle benévolo, sencillo y fácilmente conciliador". En consecuencia, pues, te exhorto a que no seas vengativo. De este modo preservarás tu buen nombre, tu piedad y misericordia serán dignas de alabanza, y tu actuación no será motivo de posterior arrepentimiento. "Maldito triunfo si origina victoria arrepentida", afirma Séneca. En consecuencia, te animo a que brote la clemencia en tu alma y corazón para que Dios Omnipotente se apiade de ti en el Juicio Final, ya que, como Santiago afirma en su epístola, "se juzgará sin misericordia al que no la tuvo con el prójimo".

Al oír Melibeo los loables argumentos y sólidas razones de su esposa, reconoció cuán discretamente le aconsejaba y enseñaba, y se doblegó a la voluntad de Prudencia, por captar la buena intención que la guiaba. Aceptó después obrar en consecuencia, siguiendo las exhortaciones de su mujer, y dio gracias a Dios, fuente única de bondad y virtud, por haberle otorgado esposa tan discreta.

Por este motivo, al llegar la fecha en que sus adversarios comparecieron ante él, les habló en tono muy afectuoso y les dijo:

—Vosotros procedisteis mal y me ultrajasteis, movidos por vuestro orgullo, presunción y locura, actuando con negligencia e ignorancia. Sin embargo, al ver y considerar vuestra gran humildad, y al constatar la contrición y arrepentimiento de vuestra culpa, yo me siento impelido a ser clemente y a perdonaros. Así, os admito en mi favor y os perdono por entero todos loa agravios, maldades e insultos que contra mí y los míos habéis cometido, para que Dios, en su infinita misericordia, en la hora de la muerte, nos perdone los pecados cometidos en este mundo miserable. Indudablemente, si acudimos contritos y arrepentidos de nuestras faltas ante la presencia de Dios nuestro Señor, Él es tan bueno y compasivo que nos condonará nuestros yerros y nos acogerá en su bienaventuranza eterna. Amén.