CUENTOS DE CANTERBURY
Cuento de Sir Thopas

I

Escuchad, señores, con la mejor voluntad,
y creedme si os cuento
las alegres aventuras
de aquel caballero de tanto arrojo
en torneos y en batallas
que se llamó sir Topacio.

II

Nació en un país lejano:
en Flandes, más allá del mar.
Popering fue el lugar.
Su padre era de alto rango,
pues era señor de aquel país;
gracias al Cielo hay que dar.

Sir Topacio creció hecho un apuesto doncel;
su rostro era blanco como la más blanca harina;
sus labios, rojos como una rosa,
y su color parecía teñido de escarlata.
Es la pura verdad si digo que
tenía una hermosa nariz.

Color de azafrán tenían su barba y su pelo,
y hacían juego con su cinto preciso;
sus botas eran de cuero español;
sus calzas pardas procedían de la feria de Brujas;
su ropaje de seda era incomparable,
y le había costado muchos sueldos.

Era cazador de silvestres venados,
y solía cabalgar y practicar la cetrería junto al río
con un halcón posado en el puño.
Además, era muy buen arquero,
y luchando con el cuerpo no tenía rival,
pues siempre ganaba sus apuestas.

Muchas doncellas en su cámara
habían suspirado por él con loco deseo
(mejor habría sido que hubieran dormido).
Pero él era casto, y nada libertino,
y más dulce que la flor del zarzal,
que aporta un fruto escarlata.

En verdad voy a cantar
lo que sucedió aquel día.
Sir Topacio salió a cabalgar;
montó en su corcel gris,
y, empuñando una lanza, marchó a galope,
con una larga espada al cinto.

Atravesó galopando un hermoso bosque
lleno de fieras salvajes,
sí, y de gamos y liebres.
Galopó hacia Oriente y Occidente,
y explicaré ahora cómo casi
cayó en una falaz añagaza.

Allí florecían hierbas de toda clase,
como el regaliz, y la raíz del ajenjo,
y clavos, y muchas más.
Y las nueces que ponéis en la cerveza,
sea negra o clara,
o guardáis para mejor ocasión.

Y los pájaros cantaban, ¡no lo puedo callar!
El gavilán y la cotorra,
daba gusto escucharles.
El zorzal macho tocó su flauta,
y la paloma torcaz lo hizo en la cascada.
Su canto era fuerte y claro.

Y cuando él oyó cantar al zorzal,
el caballero quedó lleno de ansias amatorias,
y, clavando las espuelas al caballo, huyó de allí como un loco;
su buen corcel siguió galopando,
empapado hasta los huesos de tanto que sudaba,
con ambos costados bañados de sangre.

Luego, sir Topacio se sintió tan fatigado
de galopar, pisando la tierna hierba.
Tan ardiente era su coraje,
que allí mismo desmontó
para dar un respiro al caballo,
al que dio también forraje.

«Oh Santa María, ¡haz que el Cielo me bendiga!
¿Por qué este amor me causa tanto desasosiego
y me ata con su soga?
Toda la noche pasada soñé, ¡ay de mí!,
que la reina de los Elfos sería mi enamorada
y dormiría bajo mi manto.

Yo solamente amaré a la reina de las Hadas.
Ninguna mujer he visto jamás
que fuese adecuada para ser mi pareja en la ciudad.
Todas las demás mujeres no me importan:
yo seguiré la pista a la reina de los Elfos
por valles y praderas».

Entonces subió a su montura,
galopó saltando cercas y charcos,
para encontrar a la reina de las Hadas.
Cabalgó mucho tiempo al trote y al galope,
hasta que al fin encontró, en un lugar secreto
el país de las Hadas.

Tan silvestre;
pues en aquel país no había nadie
que se atreviese a enfrentársele:
ni mujer ni infante.
Hasta que vino un forzudo gigante,
que se llamaba sir Elefante:
un hombre peligroso, por cierto.

Él dijo: «Señor caballero: por Misa, Mesa y Masa,
yo vivo por aquí; galopad, pues, a vuestra casa,
o mataré a vuestro corcel, con la maza.
Pues aquella reina de las Hadas
con arpa, y flauta y tamboril,
hizo de este lugar, su casa y plaza».

El caballero dijo: «Señor, creedme:
mañana me enfrentaré a vos,
cuando lleve la armadura.
Y a fe mía, si tengo ocasión,
pagaréis con esta gruesa lanza
y cantaréis otra canción.

Vuestro rostro
será traspasado desde la mejilla al espinazo
antes de que sean más de las nueve y media,
y aquí haré el trabajo».

Sir Topacio tuvo que retirarse precipitadamente;
este gigante hizo caer sobre él
una lluvia de pedruscos que lanzaba con su terrible honda.
Pero escapó, ¡vaya si escapó sir Topacio!
Y fue todo gracias al Cielo, a la Providencia
y a su propio noble comportamiento.

Sin embargo, escuchad, maestros, mi cuento
más contentos que un ruiseñor,
y os haré saber cómo sir Topacio,
el de las esbeltas pantorrillas,
galopando a través de puentes y orillas,
volvió de nuevo a la ciudad.

A sus alegres hombres les mandó
que hiciesen jarana y jolgorio,
pues tenía que salir a luchar y a vencer
a un monstruo gigante, que tenía tres cabezas.
Todo ello por amor y liviandad
de una que brillaba con tanto esplendor.

«Llamad para que vengan, llamad a todos mis juglares
(dijo él), y pedidles que cuenten algún cuento,
mientras me coloco la armadura encima.
Algún romance que sea verdaderamente propio de un rey,
de obispo, papa o cardenal,
y también de un enamorado triste».

Primero le trajeron vino exquisito,
aguamiel en cazos de arce y pino,
toda clase de especias reales,
y galletita de jengibre de la buena, buena,
y regaliz y dulces cominos,
y azúcar, que va tan bien.

Luego se colocó su piel de marfil,
calzones del más puro lino.
También se puso una camisa,
y encima de la camisa no dejó de
ponerse guata y una cota de malla
para proteger su corazón.

Y encima una magnífica cota de malla,
trabajo de artesanía costosísimo
hecho del acero más fuerte.
Y sobre todo ello, su armadura y coraza,
más blanca que la flor del lirio,
en la que iba a tomar el campo.

Su escudo era de oro rojísimo,
adornado con una gran cabeza de verraco
y un carbunclo al lado.
Y luego juró por la cerveza y el pan
que el gigante pronto estaría muerto,
¡pasara lo que pasara!

Sus grebas eran de resistente cuero.
Envainó su espada en marfil
y llevó un yelmo de metal.
Sobre una montura de ballenas se sentaba,
y como el sol su brida brillaba
o como la luna y las estrellas.

Su lanza estaba hecha del mejor ciprés,
lo que quiere decir que era de guerra,
no de paz: tan afiladamente había sido pulida la punta.
Su corcel era gris moteado,
y fue a paso lento todo el rato,
y suavemente caminó por ahí, en el país.

Bien, caballeros: éste es el primer envite.
Si queréis saber más de él,
ya veré qué puedo hacer.
Ahora, cerrad la boca, por caridad,
todo cortés caballero y hermosa dama,
y escuchad mi cuento
de batalla y de caballería,
de cortejo y de cortesía,
que estoy a punto de contar.

Se habla de todas estas magníficas historias antiguas
de Hom y de sir Ypotis,
de Bevis y de sir Guy;
de Libelao y de sir Pleyndamour.
Pero sir Topacio se lleva la palma
de la caballería real.

Montó en su noble caballo gris
y avanzó rápidamente,
como chispa de una llama.
Sobre su penacho había una torre
en donde estaba plantada una flor de lirio.
¡Que Dios lo proteja de toda deshonra!

Este caballero era tan aventurero,
que nunca pernoctaba en casa alguna,
sino que se envolvía en su capa.
Su almohada era su reluciente yelmo,
mientras su caballo pacía junto a él
comiendo pasto verde y bueno.

Y él bebía agua del pozo,
como lo hacía el caballero sir Percival,
cuya armadura era tan bonita.
Hasta que un día...

III

—Basta, por caridad cristiana —exclamó nuestro anfitrión—. Me estás cansando con este parloteo. Tomo a Dios por testigo para asegurar que me duelen los oídos de escuchar las sandeces que pronuncias. ¡Que el diablo se lleve estos cuentos! A esto es lo que yo llamo aleluyas o canciones de ciego.

—¿Por qué? —dije yo—. ¿Por qué interrumpes mi cuento y no lo has hecho con el de otro, cuando es la mejor balada que conozco?

—¡Dios todopoderoso! —replicó—. En pocas palabras, si es que lo quieres saber, te diré que este rimado de mierda no vale nada. No haces nada más que perder el tiempo. En una palabra, señor, no más rimas. Veamos si sabes relatar uno de aquellos romances antiguos o, por lo menos, algo en prosa que sea edificante o divertido.

—Con mucho gusto —le respondí—. Por Dios que os contaré un relato corto en prosa que probablemente os complacerá, creo; en caso contrario, es que sois muy difícil de contentar.