CUENTOS DE CANTERBURY
Cuento del Alguacil

I

El alguacil se puso en pie sobre los estribos de su montura, ciego de rabia contra el fraile, estremeciéndose de ira como una hoja de álamo temblón. Y dijo:

—Caballeros solamente les pido un favor: ahora que acaban de escuchar las mentiras de este fraile hipócrita, les ruego que me permitan contarles un cuento. El fraile alardea de que lo sabe todo sobre el infierno, y Dios sabe que no hay que maravillarse por ello, pues hay poco que escoger entre frailes y diablos. ¡Rediez! Creo que habréis escuchado con demasiada frecuencia la historia de aquel fraile que tuvo una visión de que su alma era arrebatada hacia el infierno; y cuando el ángel le llevó a mostrarle todos los tormentos, no vio un solo fraile en todo el lugar, aunque vio muchísima otra gente que lo pasaba muy mal.

Por lo que el fraile le dijo al alguacil:

—Decidme, señor: ¿acaso los frailes poseen tanta gracia que ninguno llega aquí?

—Al revés —dijo el alguacil—. Hay millones de ellos. Y fueron llevados abajo, a visitar a Satanás.

—Como ves, Satanás tiene un rabo mayor que la vela principal de una carraca —afirmó él—.

A lo que contestó el alguacil:

—¡Eh, tu Satanás! Levanta tu rabo y muéstranos tu culo, y deja ver al fraile dónde anidan los frailes en el infierno. Porque al instante, como enjambre de abejas de una colmena, se dispersará un tropel de veinte mil frailes del culo del demonio, y zumbarán por todo el infierno antes de regresar lo más rápido que pudieron, deslizándose cada uno de ellos en las profundidades del culo del demonio. Ya ve usted el hogar natural de toda su tribu: las posaderas del demonio. Que Dios os proteja, salvo a este maldito fraile. Y así termino mi prólogo.

II

Señoras y caballeros: creo que hay en Yorkshire una región pantanosa llamada Holderness, donde había una vez un fraile que iba por ahí predicando, y también mendigando, desde luego.

Sucedió un día que este fraile había predicado en una iglesia según su estilo habitual. En su sermón exhortó especialmente a la gente a que, sobre todo, pagase misas por los muertos y que, para mayor gloria de Dios, diesen todo lo necesario para la construcción de conventos en donde se celebran oficios divinos, en vez de malgastar el dinero en banalidades o darlo a quien no lo necesita, como, por ejemplo, a los clérigos beneficiarios, quienes, ¡Dios sea loado!, pueden vivir en la comodidad y en la abundancia.

Las misas por los difuntos (decía él) rescatan las almas de vuestros amigos, tanto viejos como jóvenes, del purgatorio. De veras, aunque se celebren con celeridad: que no piense nadie que un fraile es frívolo y amante de los placeres porque solamente cante una misa diaria. ¡Oh, librad enseguida esas pobres almas! ¡Qué cosa tan terrible asarse y arder, desgarrados en garfios para la carne, y escupidos como si fueran leznas! ¡Apresuraos, apresuraos, por amor a Jesucristo! Y cuando él hubo tocado todos los puntos, el fraile dio la bendición y prosiguió su camino.

Cuando los fieles le hubieron dado lo que creían adecuado, partió sin aguardar un minuto más. Él siguió escudriñando por las casas, arremangado con su bolsa y su báscula con pomo de cuerno mendigando harina, queso o un poco de grano:

—Dadnos una media de trigo, o de malta, o de cebada, o simplemente un bollo o un poco de queso, o lo que sea (no somos nosotros a quienes nos toca elegir); medio penique o un penique para misas; o dadnos un poco de vuestra carne en gelatina si es que tenéis; un pedazo de vuestra manta, dulce señora, amadísima hermana. ¡Mirad que estoy escribiendo vuestro nombre! Tocino, carne, lo que encontréis.

Su compañero llevaba una vara de la que colgaba un cuerno, un par de tabletas de marfil para escribir y un stylus elegantemente pulido, con el que anotaba los nombres de todos los que daban algo, como si quisiera garantizarles que rezarían por ellos.

Un robusto muchacho que servía a los huéspedes en su hostal, siempre iba tras ellos llevando un saco a sus espaldas, en donde metían todos los donativos. Una vez fuera, borraban los nombres que acababan de escribir en las tabletas; lo único que les daba el fraile eran fábulas y faramalla.

Así que siguió de casa en casa hasta que llegó a una en la que solía ser mejor agasajado que en cualquier otra de las demás. El dueño de la casa, propietario de la finca, yacía enfermo, acostado sobre un camastro.

—El Señor esté contigo. Buenos días, amigo Tomás —dijo el fraile con voz suave y cortés—. ¡Que Dios os recompense, Tomás! ¡Cuántas veces en tiempos felices he estado en este banco; cuántas comidas espléndidas he comido aquí!

Espantó al gato para que saliese del banco, y, dejando su bastón, su sombrero y su bolsa, se aposentó cómodamente (su compañero se había ido a la ciudad con el muchacho de servicio, con el fin de hospedarse en el hostal y pernoctar allí).

—Querido maestro —dijo el enfermo—, ¿cómo os han ido las cosas desde principios de marzo? Llevo más de dos semanas sin veros.

—Dios sabe que he estado trabajando duro —repuso él—. He estado rezando mis mejores oraciones para vuestra salvación y la de nuestros demás amigos. ¡Que Dios les bendiga! Hoy he estado en vuestra iglesia a oír misa y he predicado un sermón, lo mejor que he sabido con mis modestas fuerzas; no he seguido a la letra el texto de las Sagradas Escrituras, que me imagino encontraréis demasiado difícil.

Ese es el motivo por el cual tengo que interpretarla para todos vosotros. Ciertamente que la interpretación es algo espléndido. «La letra mata», como decimos los eruditos. Les enseñé a ser caritativos y a gastar su dinero juiciosamente. Y vi a vuestra buena señora allí. Por cierto, ¿dónde está?

—Supongo que está fuera, en el jardín —dijo el hombre—. Ahora vendrá.

—¡Ah, maestro! Bien venido seáis. ¡Por San Juan! —exclamó su mujer—, ¿estáis bien?

El fraile se levantó galantemente y, poniéndose en pie, le dio un fuerte abrazo y la besó dulcemente, gorjeando con sus labios como un gorrión.

—¡Nunca mejor, señora! Vuestro servidor en todo. ¡Alabado sea Dios, que os dio alma y vida! ¡Que Dios me perdone, pero no vi hoy en la Iglesia a mujer más hermosa que vos!

—Bueno, que Dios corrija mis defectos —dijo ella—. De todas formas, sed muy bien venido. ¡De veras!

—Un millar de gracias, señora; siempre lo he sido —contestó el fraile—. Pero si tuviese la indulgencia de perdonarme, tengo que mantener una pequeña charla con Tomás. Estos curas son tan negligentes y lentos en cuanto se refiere al examen delicado de la conciencia en el confesionario... Pero la predicación es mi fuerte, así como el estudio de las palabras de San Pedro y San Pablo. Yo voy por ahí pescando almas cristianas para dar a Jesucristo su justo merecimiento; no pienso en nada más que propagar su evangelio.

—Entonces, si no os importa, querido señor —replicó ella—, dadle un verdadero rapapolvo, pues por la Santísima Trinidad que es tan gruñón como un oso, aunque tiene todo lo que pueda querer. Aunque le cubro cada noche y le mantengo caliente y le pongo el brazo o la pierna encima, no para de gruñir como un cerdo en nuestra pocilga. Esta es toda la diversión que consigo de él; no hay forma de complacerle.

—¡Oh Tomás, je vous dis, Tomás, Tomás! Eso es el diablo haciendo de las suyas; esto debe arreglarse. La cólera es una de las cosas que prohíbe el Todopoderoso; tendré que deciros unas palabras sobre el tema.

—Bien, señor —contestó la mujer—; antes de que me vaya, ¿qué os gustaría comer? Precisamente voy a preocuparme de ello.

—Bueno, señora —dijo él—, os aseguro que una comida sencilla con vos sería suficiente; pero si pudiese comer un pequeño hígado de pollo y la rebanada más delgada de vuestro tierno pan, y después de eso (sólo que no quiero que tengáis que matar a ningún animal por mi causa, espero) la cabeza de un puerco asada... Necesito muy poco para sostenerme, pues mi espíritu se alimenta de la Biblia. Este pobre cuerpo mío está tan habituado a la vigilancia y a la contemplación, que mi estómago está siendo destruido. Querida señora, quiero que no interpretéis mal el que me confíe a vos con tanta franqueza, ¡por el Señor!

—¡Oh señor! —afirmó ella—, solamente unas palabras con vos antes de que me vaya. En estas dos semanas, casi enseguida de que os hubieseis marchado de la ciudad, mi hijo murió.

—Vi su muerte en una revelación mientras me hallaba en nuestro dormitorio en casa —repuso el fraile—. Como que Dios es mi juez, me atreveré a deciros que en mi visión le vi entrar en el cielo a la media hora de haber pasado a mejor vida. Igual que lo hicieron nuestro sacristán y nuestro enfermero, que llevan cincuenta años siendo fieles frailes: acaban de celebrar su jubileo (¡Dios sea alabado por sus muchas bondades!), y ahora pueden caminar sin compañía cuando salen del convento. Y yo me levanté, del mismo modo que lo hizo el resto del convento, sin ningún ruido ni repicar de campanas; las lágrimas resbalaban por mis mejillas, y solamente cantamos el Te Deum (con la salvedad de que yo le ofrecí una oración a Jesucristo en acción de gracias por su revelación). Creedme, querido señor y querida señora: nuestras oraciones tienen mayor afectividad que las de los laicos (aunque sean reyes), y vemos mayor cantidad de secretos de Jesucristo. Nosotros vivimos en la pobreza y la abstinencia, mientras que la gente ordinaria vive bien y gasta enormes sumas en alimentos, bebidas y placeres impuros. Nosotros despreciamos todos los placeres que da el mundo. Epulón y Lázaro llevaron vidas distintas, y, como resultado, obtuvieron distintas recompensas. El que reza debe ayunar y mantenerse puro: ceba el alma, pero mantén el cuerpo magro. Nosotros hacemos lo que dijo el apóstol: alimentos y vestidos son más que suficientes, por pobres que sean. El ayuno y la pureza de nosotros, los frailes, hacen que Jesucristo acepte nuestras oraciones. Recordad que Moisés ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches antes de que el Todopoderoso le hablase en la montaña del Sinaí. Fue con la panza vacía, después de haber ayunado varios días, como recibió la Ley escrita por el dedo de Dios. Como sabéis muy bien, Elías ayunó y meditó sobre el monte Horeb mucho antes de que hablase con Dios, el salvador de nuestras almas. Aarón, que tenía el templo a su cargo, así como todos los demás sacerdotes, nunca quiso beber, bajo ningún concepto: nada que emborrachase cuando tenía que acudir al templo para efectuar sus celebraciones y rezar por la gente. Al revés, meditaban y van allí en total abstinencia para no perecer. ¡Tomad buena nota de lo que digo! A menos que los que rezan por la gente estén sobrios (fijaos bien en lo que digo). Pero ¡basta! Ya he dicho suficiente. La Biblia nos enseña que Nuestro Señor Jesucristo nos puso el ejemplo de ayunar y rezar. Por consiguiente, nosotros, los mendicantes, nosotros, simples frailes, estamos casados con la pobreza, la continencia, la caridad, la humildad y la frugalidad; estamos condenados a ser perseguidos por ser justos y honrados; y atados a las lágrimas, a la compasión y a la pureza. Por ello, con todos nuestros festines en la mesa, podéis ver que nuestras oraciones (me refiero a nosotros, los mendicantes) resultan más aceptables para el Todopoderoso que las vuestras. Si no me equivoco, fue la gula la que causó la expulsión del hombre del Paraíso. En el Paraíso, con toda seguridad, era casto. Ahora, escuchad, Tomás, lo que voy a deciros. No puedo afirmar que tenga un texto que lo refrende, pero se ve claro por los comentarios que nuestro Señor Jesucristo se refería especialmente a los frailes cuando dijo: «Bienaventurados los pobres de espíritu». Repasad todo el evangelio y ved si se acerca más a nuestros votos o a los de los clérigos beneficiados que se regodean de sus posesiones (¡qué vergüenza, toda su codicia y pompa!). Les desprecio por su ignorancia. Me parece que son como Joviniano: gordos como una ballena y anadeando como un cisne, tan llenos de vino como las botellas de una bodega. ¡Oh sí, son muy reverentes cuando rezan! Mientras oran por las almas de los difuntos y dicen el salmo de David, van y sueltan un eructo. Cor meum eructavit, "el corazón se complace en algo agradable", y sueltan otro eructo. ¿Quién sigue los pasos de Cristo y su evangelio sino nosotros los humildes, castos y pobres, ejecutores y no escuchadores de la palabra de Dios? Y deja la misma forma que un halcón vuela alto en el aire al subir como una flecha, igualmente ascienden como una flecha hacia los oídos de Dios las oraciones de los caritativos, castos y activos frailes.

Tras lo cual, continuó diciendo el fraile:

—Tomás, Tomás, como que vivo y respiro, si no fueseis nuestro hermano, jamás prosperaríais, ¡no, por San Ivo! Nosotros rogamos a Cristo noche y día en nuestro capítulo para que os envíe salud, fuerza y el uso de vuestras extremidades.

—Dios sabe que no noto la menor diferencia —aseveró el enfermo—. Así que ojalá me ayude Jesucristo; estos últimos años llevo gastadas libras y más libras en toda clase de frailes y no he mejorado en absoluto. He agotado casi todos mis recursos, ésta es la verdad. Puedo decir adiós a mi oro; se ha ido todo.

—¡Oh Tomás! —añadió el fraile—, ¿es esto lo que habéis estado haciendo? ¿Qué necesidad teníais de buscar «toda clase de frailes»? Cuando un hombre tiene el mejor doctor de la ciudad, ¿para qué necesita ir a buscar a otros? Vuestra inconstancia es vuestra ruina. ¿Así que no considerabais suficiente que yo rezara por vos, ni mi convento tampoco? ¡Tomás, esto pasa de broma! Si estáis enfermo es porque nos habéis dado demasiado poco. «¡Eh, dad a ese convento medio cuarterón de avena!». «¡Eh, dad a ese otro veinticuatro medidas de avena a medio moler!». «¡Eh, dad a este fraile un penique y que se vaya!». No, no, Tomás, eso no está bien. Parte un chavo en doce partes y ¿qué es lo que vale? Mirad; nada que es completo en sí mismo es más fuerte cuando se divide. Tomás, no conseguiréis que os halague; vos lo que queréis es todo nuestro trabajo por nada. Dios, Nuestro Señor, que hizo todo el mundo, nos enseña que el obrero merece un jornal. Ahora bien, Tomás, en lo que a mí concierne, no quiero un penique de vuestras riquezas; solamente que el convento reza con tanta devoción por vos y hay también tanta necesidad de construir la iglesia de Cristo también... Tomás, si quisieses aprender a hacer buenas obras, podrías descubrir por la vida de Santo Tomás de la India que el construir iglesias es una buena obra. Aquí yacéis vos, lleno de cólera e ira con los que el diablo enciende vuestro corazón riñendo a esta pobre inocente: vuestra dócil y paciente esposa. Por consiguiente, Tomás (os lo advierto por vuestro propio bien, creedme), no peleéis con vuestra esposa. Os ruego que tengáis este proverbio en cuenta (es lo que el sabio dice sobre este asunto): «No seáis un león en vuestra casa, ni oprimáis a vuestros criados, ni hagáis que vuestros amigos huyan de vosotros». Por ello, Tomás, otra vez os advierto: ¡cuidado con quien duerme en vuestro regazo! ¡Cuidado con la serpiente de aguijón sutil, que rapta oculta en la hierba! ¡Cuidado, hijo mío!: escúchame con paciencia, y recuerda que veinte mil hombres fueron destruidos por discutir y luchar con sus esposas o sus enamoradas. En cualquier caso, Tomás, ya que tenéis a una dócil v santa mujer, ¿qué necesidad tenéis de discutir? Ciertamente, si pisaseis la cola de una serpiente, no sería tan cruel ni la mitad de insensato que hacerlo con una mujer encolerizada (la venganza es entonces su único deseo). La cólera es un pecado, uno de los siete pecados capitales abominable al Dios de los Cielos y destructivo para el pecador. Cualquier cura o párroco analfabeto os explicará que el homicidio nace de la ira; verdaderamente es el agente activo del orgullo. Si tuviese que hablar de los sinsabores que la ira aporta, mi homilía duraría hasta el amanecer. Por lo que pido a Dios, noche y día, que no conceda poder a un hombre lleno de ira. Es lastimoso y también muy perjudicial situar a un hombre lleno de ira en una posición de poder.

Tras lo cual, continuó diciendo el fraile:

—Según nos enseña Séneca, hubo en cierta ocasión un magistrado colérico. Un día, durante su periodo de ejercicio, dos caballeros salieron juntos a cabalgar. La fortuna quiso que uno regresase a su casa, pero el otro, no. Con el tiempo, el caballero tuvo que comparecer ante el juez, que le dijo: "Habéis matado a vuestro compañero; por ello os condeno a muerte". Y mandó a otro caballero: "Id a llevadle a que muera; éstas son mis órdenes". Ahora bien, cuando iban por el camino hacia el lugar donde debía morir el condenado, el caballero al que se suponía muerto apareció de improviso; por lo que se creyó que lo más oportuno era llevar a los dos a que compareciesen una vez más ante el juez. Pero dijeron: "Señor, el caballero no mató a su compañero; helo aquí, sano y salvo". A lo que repuso el juez: "Debéis morir, y que Dios me perdone. Y con ello no quiero decir uno o dos, sino los tres". Al primer caballero le dijo: "Yo os condené; debéis morir de todos modos. En cuanto a vos, debéis morir también, ya que sois la causa de su muerte". Y al tercer caballero le dijo: "No cumplisteis las órdenes que os di". E hizo matar a los tres.

Tras lo cual, continuó diciendo el fraile:

—Cambises, además de ser un hombre colérico, era también un borracho, y siempre disfrutaba comportándose como un sinvergüenza. Un día, un noble de su séquito que amaba la virtud y la moralidad habló con él en privado y le dijo: "Si un señor es un hombre vicioso, está perdido; y el ser un borracho es una mancha sobre la reputación de cualquiera, especialmente si trata de la de un señor. Hay muchísimos ojos y oídos en constante vigilancia de un señor, sin que éste pueda decir dónde se hallan. ¡Por el amor de Dios, gastad más templanza cuando bebáis! ¡De qué forma tan ruin hace el viento que el hombre pierda el control de su mente y su cuerpo!". A lo que replicó Cambises: "Pronto veréis que es al revés. Vuestra propia experiencia afirma que el vino no hace tanto daño a la gente. Me gustaría conocer el vino que me prive de la firmeza de mi mano o de mis ojos". Por perfidia empezó a beber cien veces más de lo que solía antes, e inmediatamente este vil y airado sinvergüenza ordenó que el hijo del caballero fuese traído a su presencia, al que mandó permanecer de pie delante de él. De pronto, cogió su arco y tensó la cuerda hasta su oreja y dejó salir una flecha, que mató al chico en el acto. Y dijo: "¿Qué os parece? ¿Es firme mi mano o no? ¿He perdido mi fuerza y mi buen juicio? ¿Me ha robado el vino algo de mi vista?". ¿Por que no dio respuesta el caballero? Su hijo estaba muerto; no había más que decir. Por ello, tened cuidado cuando tratéis con los grandes. Dejad que placebo sea vuestro grito de guerra, o bien "lo haré si puedo", a menos que sea un hombre pobre aquel con quien tratéis (la gente debería decir a un pobre sus defectos, pero nunca a un señor, aunque deba ir al infierno).

Tras lo cual, continuó diciendo el fraile:

—Y si no, ved a Ciro, aquel airado arquero persa que destruyó el río Gindes porque uno de sus caballos se ahogó en él cuando partió para la conquista de Babilonia. Él redujo aquel río hasta que las mujeres pudieron vadearlo. ¿Y qué dijo Salomón, el gran maestro?: "No hagáis amistad con un hombre colérico; y no vayáis con un hombre furioso; si no, os arrepentiréis". No diré ni una palabra más. Ahora, Tomás, mi querido hermano, olvidad vuestra ira. Descubriréis que os trato justamente. No continuéis con el puñal del diablo apuntando a vuestro corazón. Más vale que me hagáis una confesión total.

—No, por San Simeón —exclamó el enfermo—. Hoy ya he sido confesado por mi párroco. Le conté todo. Por consiguiente, no es preciso que me confiese de nuevo, a menos que lo haga por humildad.

—Entonces dadme algún dinero para construir el claustro —dijo el fraile—, pues para levantarlo nuestro alimento ha sido a base de mejillones y ostras, mientras que los demás vivían plácida y cómodamente. Incluso ahora, Dios bien lo sabe, apenas si han completado los cimientos y no se ha puesto ni una sola baldosa en el suelo de nuestros edificios. ¡Por Dios, debemos cuarenta y cuatro libras solamente en piedras! ¡Ayúdanos, Tomás, por el amor de aquel que puso en cintura el infierno! Pues si no, deberemos vender nuestros libros.\y si vosotros carecéis de nuestras enseñanzas, todo el mundo irá a su destrucción. Perdonadme, Tomás, pero quien priva al mundo de nuestra presencia, priva al mundo de su sol. Pues ¿quién puede enseñar y trabajar como nosotros? Y esto no por corto tiempo pues he encontrado registrado que los frailes (Dios sea loado) han llevado sus vidas caritativas desde el tiempo de Elías o Eliseo. ¡Vamos, Tomás, ayudadnos, por caridad!

Y cayó de rodillas allí y entonces.

El enfermo estaba casi loco de furia, y le hubiera gustado ver al fraile arder con sus hipócritas mentiras. Tras lo cual dijo:

—Solamente puedo danos lo que tengo en mi poder y nada más—añadió—. ¿No estabais diciendo ahora mismo que soy vuestro hermano?

—Ciertamente que sí —repuso el fraile—. Podéis estar seguro de ello. Traje a vuestra esposa vuestra carta de fraternidad con nuestro sello.

—Muy bien, pues —replicó el enfermo—. Daré algo a vuestro santo convento mientras esté vivo, y lo tendréis en vuestra mano en un instante, pero con esta condición, única condición, que es, querido hermano, que la dividáis de modo que cada fraile tenga una parte igual. Debéis hacer esto, sin fraude ni reparos, por los votos de vuestra profesión.

—Por mi fe, lo juro —dijo el fraile poniendo su mano en la del otro—. Aquí tenéis mi promesa, no os defraudaré.

—Ahora poned vuestra mano en mi culo —le espetó el enfermo— y explorad con cuidado. Allí, debajo de mis nalgas, encontraréis algo que he escondido en secreto.

«¡Ah —pensó el fraile—. Esto me lo voy a quedar». Y metió su mano hasta la hendidura situada entre las nalgas del enfermo, esperando encontrar un donativo allí. Cuando el enfermo notó que el fraile estaba palpando allí y allá por su culo, soltó un pedo (ningún caballo de los que arrastran carro jamás soltó uno tan ruidoso) en la mismísima mitad de su mano. El fraile dio un brinco como el de una fiera salvaje.

—¡Ah, traicionero palurdo! —exclamó—. ¡Por los huesos de Dios! ¡Lo has hecho a propósito por despecho! ¡Pagarás por este pedo! Ya me ocuparé yo de eso.

Al oír la pelea, los criados del enfermo acudieron presurosos y echaron al fraile. Morado de ira, salió en busca de su compañero y sus pertenencias, haciendo relinchar sus dientes con tanta furia que lo hubieseis tomado por un jabalí. Con paso vivo se dirigió a la mansión en la que vivía un hombre muy importante de quien había sido confesor desde el principio. Este digno creyente era el señor de la mansión.

Estaba sentado a la mesa comiendo cuando entró el fraile hecho una furia, casi incapaz de proferir palabra. Pero al final, a duras penas, pudo sacar un "¡Dios te bendiga!".

El señor de la mansión se le quedó mirando fijamente y luego dijo:

—¡Cielos! ¿Qué es lo que os pasa, fray Juan? Es evidente que algo marcha mal: parece como si el bosque estuviese lleno de ladrones. Vamos, sentaos y decidme qué es lo que así os perturba. Si puedo, lo arreglaré.

—¡Es un ultraje! —exclamó el fraile—. Hoy, abajo, en vuestro pueblo, hasta el zagal más miserable sobre la faz de la tierra se hubiese disgustado por el modo en que he sido maltratado en vuestra ciudad. Pero no hay nada que me duela más que aquel viejo carcamal de palurdo haya ofendido a nuestro santo convento también.

—Vamos, maestro —dijo el señor de la mansión—. Os ruego...

—No maestro, sino criado, señor —profirió el fraile—, aunque las escuelas me hayan hecho tal honor. Dios no quiere que se nos llame rabbi ni en el mercado ni en vuestra gran casa.

—Dejaos de eso —añadió él— y contadme todas vuestras cuitas.

—Señor —dijo el fraile—, hoy se me ha hecho una odiosa ofensa tanto a mi orden como a mí mismo, y, por tanto, per consequens, a toda la jerarquía de la Santa Iglesia. ¡Que Dios lo repare pronto!

—¡Vos sabéis que es lo mejor que se puede hacer, señor! dijo el señor de la mansión. No os trastornéis: vos sois mi confesor, la sal y el sabor de la tierra. Por el amor de Dios, calmaos y contadme lo que os agita.

Entonces le explicó lo que habéis oído (bueno, ya sabéis de sobra lo que ocurrió). La señora de la casa guardó absoluto silencio hasta que oyó que el fraile había salido.

—¡Ea, madre de Dios! —exclamó ella—. ¡Bendita Virgen! ¿Hay algo más? Decidme la verdad.

—¿Qué decís de ello, señora? —preguntó el fraile—.

—¿Que qué digo de ello? —exclamó ella—. ¡Que Dios me perdone! Diré que es el acto vulgar de un individuo vulgar. ¿Qué más puedo decir? ¡Que Dios le colme de desgracias! Su cabeza enferma está llena de estupidez; supongo que tuvo una especie de ataque.

—Por Dios, señora —dijo él—. Si no me equivoco, puedo ser vengado de otra forma; le denigraré por doquiera que predique. Este mentiroso blasfemo que me pidió que dividiese en partes iguales lo que no puede dividirse. ¡Que el diablo le lleve!

Pero el señor de la mansión permaneció allí sentado calladamente, como un hombre en trance, rumiando todo en en fondo de su corazón: «¿Cómo es que este tipo tuvo la imaginación de poner al fraile en este predicamento? Nunca había oído algo parecido. Estoy seguro de que el diablo se lo puso en la cabeza. Nunca hubo un acertijo así en toda la ciencia aritmética hasta ahora. ¿Cómo podría nadie probar que cada uno tuvo su parte justa del ruido y del olor de un pedo? Un tipo vanidoso y estúpido. ¡Malditos sean sus ojos!».

—Oíd, caballeros —exclamó el señor—. ¡Maldita sea! ¿Quién había oído algo semejante antes? Una parte justa para cada uno. ¡Decidme cómo! Es imposible, no puede hacerse. ¡Ah, qué tipo tan estúpido! ¡Que Dios le colme de desgracias! Como todos los demás sonidos, el ruido de un pedo no es más que una reverberación del aire que se acaba gradualmente. Palabra que nadie podría juzgar que ha sido distribuido equitativamente. ¡Y que sea uno de los de mi pueblo quien lo haya propuesto! Sin embargo, con qué desfachatez habló a mi confesor hoy. Para mí que es un redomado lunático. Vamos, comed vuestro yantar y dejad a ese tipo en paz. ¡Que él mismo se cuelgue y el diablo le lleve!

Pero el escudero del señor, que estaba cortando la carne de pie junto a la mesa, oyó cada palabra que se dijo sobre los asuntos que he contado.

—Perdonadme, señor —dijo él—, pero por un corte de tela con el que poderme hacer un traje os podría decir si quisiera, maestro fraile, con tal que vos no os enojéis, cómo un pedo así podría ser distribuido equitativamente en vuestro convento.

—Decidlo y tendréis vuestro corte de traje en menos que canta un gallo. ¡por Dios y por San Juan! —replicó el señor de la mansión—.

—Señor —empezó el escudero—, tan pronto como haga buen tiempo, cuando no haya buen viento ni se mueva el aire, haced traer una rueda de carro a esta casa, pero ved que tenga todos sus doce radios (es el número usual que tiene una rueda de carro). Entonces traedme doce frailes. ¿Y por qué? Creo que trece frailes hacen un convento; por ello, vuestro confesor aquí presente vale para completar el número. Entonces, que todos se arrodillen juntos, cada fraile colocando fijamente su nariz al extremo de cada radio, así. Vuestro noble confesor (¡que Dios le salve!) debe meter su nariz exactamente debajo del cubo, es decir, del centro de la rueda. Luego mandáis traer a este individuo aquí con su panza tiesa y tirante como un tambor, situadle exactamente encima del eje de la rueda del carro y hacedle que suelte un pedo. Luego, apuesto en ello mi vida, veréis la prueba demostrable de que el sonido y el mal olor viajan a la misma velocidad hasta los extremos de los radios, excepto este digno confesor vuestro, que recibirá las primacías como corresponde a un hombre de tan particular eminencia. Los frailes todavía mantienen la excelente costumbre de servir a la gente importante en primer lugar, y en el caso de vuestro confesor la distinción es ciertamente merecida. Hoy nos ha sermoneado tan bien desde el púlpito, que, en lo qué a mí concierne, le concedo que tenga la primacía de oler tres pedos, e igual opinarán los demás de su convento, estoy convencido, pues se comporta de un modo tan magníficamente santo.

El señor de la mansión y su esposa y todos, con la sola excepción del fraile, estuvieron de acuerdo en que Jankin había tratado el asunto con la destreza de un Euclides o de un Ptolomeo. En cuanto al anciano enfermo, todos estuvieron de acuerdo en que únicamente una gran astucia e inteligencia pudieron hacerle hablar como lo hizo; evidentemente, no se trataba de un tonto o de un loco. De esta forma Jankin consiguió su nuevo traje.

III

Así termina el cuento —continuó diciendo el alguacil—. Ya casi hemos llegado a la ciudad.