CUENTOS DE CANTERBURY
Cuento del Capellán de Monjas

I

El anfitrión, con lenguaje rudo y directo, se dirigió enseguida al capellán de monjas:

—¡Acérquese, señor cura, venga, acérquese, mosén Juan! Cuéntenos algo que alegre nuestro corazón. Anímese, aunque cabalgue sobre un jamelgo. ¿Qué importa que su montura sea pobre y escuálida? Si le va, no se preocupe. ¡Mantenga el corazón alegre! Allí está el meollo de la cuestión.

—Sí, sí, señor. Intentaré ser lo más alegre posible, pues, de otra forma, merecería vuestros reproches.

Al instante inició su relato.

Así habló a todos y cada uno de nosotros este dulce cura, este hombre de Dios, mosén Juan.

II

Una pobre viuda, algo entrada en años, vivía en una casita situada junto a una arboleda en un valle. Había llevado una vida muy sufrida Y sencilla, desde que dejó de ser esposa, pues tenía pocas propiedades e ingresos. Se mantenía ella y sus dos hijas, pasando con lo que Dios les enviaba: poseía tres grandes marranas, no más, tres vacas y una oveja llamada Molí. La sala y el cenador donde ella despachaba sus frugales comidas estaban cubiertas de hollín. No tenía necesidad de salsas picantes, porque ningún alimento delicado llegaba a sus labios. Su dieta alimenticia corría pareja con su vivienda. Y así, nunca cayó enferma por comer demasiado; una dieta moderada, ejercicio y un corazón satisfecho eran toda su medicina.

Ninguna clase de gota le impedía bailar, ningún tipo de apoplejía le preocupaba; no bebía vino, ni blanco ni tinto. La mayor parte de los platos que se servían en su mesa eran blancos y negros: leche y pan moreno (alimentos que nunca le faltaban), tocino frito y, algunas veces, uno o dos huevos; pues ella era lechera de poca monta.

Tenía un patio vallado y rodeado de un foso seco por el exterior, en el que guardaba un gallo denominado Chantecler. Cantando no tenía rival en todo el país. Su voz era más dulce que la del órgano que sonaba en la iglesia los días de misa.

Su canto era más exacto que un reloj o el del campanario de la abadía. Sabía por instinto cada revolución de la línea equinoccial en aquella población, pues cada quince grados, a la hora precisa, solía cantar matemáticamente. Su cresta era más roja que el mejor coral, y su perfil, almenado como el muro de un castillo. Su pico, negro, brillaba como el azabache; sus patas y dedos, de color azul celeste, y las uñas, más blancas que un lirio; sus plumas tenían el color del oro bruñido.

Este noble gallo tenía a su cargo siete gallinas para su goce; eran sus compañeras y amantes, todas con notable parecido a él en colorido. La que tenía los colores más bonitos en el cuello la llamaban la hermosa Madame Pertelote. Era cortés, tenía mucho tacto, elegancia y sabía ser buena compañera. Poseía tanta belleza, que el corazón de Chantecler le pertenecía y estaba firmemente encadenado al suyo desde que ella tenía sólo una semana. ¡Qué feliz era él en su amor! Al romper el alba, ¡qué delicia oírles cantar en dulce acorde «mi amor se ha ido! Pues, en aquellos tiempos, me han contado que los animales y los pájaros sabían hablar y cantar.

Pues bien, sucedió que una mañana temprano, mientras Chantecler estaba sentado con sus esposas junto a la bella Pertelote sobre la percha de la vivienda, empezó a gemir como un hombre que tiene una maligna pesadilla cuando duerme.

Al oír Pertelote aquel alboroto se asustó y exclamó:

—Corazón, cariño, ¿qué te pasa? ¿Por qué gimes así? ¡Vaya dormilón estás hecho! Deberías avergonzarte.

Chantecler replicó:

—Por favor, no te preocupes. Soñaba que estaba ahora mismo en un aprieto tal, que mi corazón todavía está temblando de miedo. ¡Ojalá Dios haga propicio mi sueño y libre mi cuerpo de entrar en una sucia mazmorra! Pues soñé que mientras paseaba de un lado a otro por nuestro patio vi a una criatura, parecida a un perro, con ademán de agarrarme y hacerme pasar a mejor vida. Tenía el color amarillo rojizo, pero la punta de la cola y las de las orejas eran negras, al revés que el resto de su pelo; tenía un hocico estrecho y dos ojos de mirada penetrante. Todavía estoy medio muerto de miedo por su aspecto. No es extraño que gimiera.

—Vamos, vamos —replicó ella—. ¿No te da vergüenza, pusilánime? Por Dios que está en los cielos, acabas de perder mi corazón y mi amor. Juro aquí mismo que no puedo amar a un cobarde. Pues, digan lo que digan las mujeres, lo cierto es que todas deseamos a ser posible maridos que sean valientes, sabios, generosos y merecedores de nuestra confianza; no queremos tacaños, ni estúpidos, ni los que se asustan a la vista de un arma; tampoco los fanfarrones. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo tienes la desfachatez de decir a tu enamorada que hay algo que te da miedo? ¿Es que no posees corazón de hombre con esta barba que tienes? ¡Ay de mí! ¿Es que te asustan los sueños? Dios sabe que los sueños no son más que estupideces. Los sueños son el resultado de excesos en el comer; algunas veces los causan los vapores en el estómago y una mezcla de humores en superabundancia. Perdóname, pero estoy segura de que el sueño que tuviste anoche proviene del exceso de bilis roja en la sangre, que es la que hace que la gente tenga terribles pesadillas referentes a flechas, lenguas roas de fuego, enormes bestias enfurecidas de color rojo, luchas y perros de todas las formas y tamaños. Exactamente lo mismo que el humor negro de la melancolía hace que muchos griten en sus pesadillas mientras duermen, al sentir el temor de osos o toros negros, o de ser arrastrados por diablos negros también. Te podría contar otros humores que causan mucho trastorno a la gente mientras duerme, pero quiero terminar cuanto antes. Por cierto, ¿no fue Catón, aquel hombre tan sabio, el que dijo «no hagas caso de los sueños»? Ahora, señor, cuando bajes de los barrotes, tómate algún laxante, por favor. Por mi vida y mi alma, el mejor consejo que puedo darte es que te purgues de estos dos humores. Esta es la verdad. Para ahorrar tiempo, como no hay farmacéutico en la ciudad, te indicaré yo misma los tipos de hierba que te ayudarán a recuperar la salud. En nuestro propio patio encontraré las hierbas cuyas propiedades naturales te purgarán de la cabeza a los pies. Pero, ¡por el amor de Dios, no te olvides! Tú tienes un temperamento muy colérico, por lo que procura que el sol del mediodía no te encuentre lleno de humores calientes, ya que si éste es tu estado, apuesto seis peniques a que agarras las fiebres tercianas o una calentura que te causará la muerte. Durante un par de días debes seguir una dieta ligera de gusanos antes de tomar laxantes: adelfilla, centaura, palomina, eléboro (todas crecen aquí), euforbio, tamujos, o la hierba hiedra de nuestro hermoso jardín. Pícalas aquí mismo donde crecen y cómetelas. ¡Ánimo, marido, por el amor de Dios! ¡No tengas miedo a esa pesadilla! Eso es todo.

—Señora —repuso el gallo—, mil gracias por tu información. Sin embargo, por lo que se refiere a Catón, que tanto renombre tuvo por su sabiduría, a pesar de que escribió que no debemos preocupamos de los sueños, por Dios que encontrarás muchas opiniones contrarias en libros antiguos escritos por hombres de mayor autoridad que Catón; puedes muy bien creerme. Han demostrado perfectamente, por experiencia, que los sueños son augurios de las alegrías y penas que sufriremos en nuestra vida actual. No es preciso discutirlo: la experiencia aporta la prueba. Una de nuestras mayores autoridades nos cuenta esta historia: Un día, dos amigos emprendieron un piadoso peregrinaje y sucedió que llegaron a una ciudad en la que había tal acumulación de gente y tanta escasez de alojamiento, que no pudieron encontrar ni una casita en la que alojarse juntos. Por lo que, necesariamente, tuvieron que separarse por aquella noche, yendo cada uno a su posada y aceptando el albergue que se les ofrecía. Uno de ellos fue hospedado en un establo de bueyes de labranza que estaba lejos, al fondo de un patio; el otro, porque lo quiso la suerte que nos gobierna a todos, encontró un alojamiento bastante bueno. Ahora bien, mucho antes del amanecer, sucedió que este último soñó que mientras él estaba en cama, su amigo le llamaba gritando: «¡Ay de mí! Seré asesinado esta noche en este establo de bueyes donde me alojo. Ven en mi ayuda, hermano, o moriré. ¡Ven deprisa!». El hombre se despertó sobresaltado, lleno de pánico, pero cuando estuvo totalmente desvelado, cambió de posición en la cama y no hizo más caso, pensando que su sueño había sido absurdo. Pero lo volvió a soñar dos veces más, y la tercera vez le pareció que su amigo se le acercaba y le decía: «Ahora ya estoy muerto. ¡Mira estas heridas manchadas de sangre! Levántate temprano por la mañana y en la puerta occidental de la ciudad verás un carro lleno de estiércol en que, secretamente, han ocultado mi cadáver. No lo dudes: detén aquel carro. Si quieres saber la verdad, fui asesinado por mi oro». Y con el rostro lívido y miradas lastimeras me dio todos los detalles de su asesinato. Te lo aseguro: el hombre pudo comprobar que su sueño era absolutamente cierto, pues a la mañana siguiente, tan pronto se hizo de día, se encaminó a la posada de su amigo.

—Cuando llegó al establo de los bueyes —siguió diciendo el gallo—, empezó a llamarle a gritos, pero el posadero le dijo: «Su amigo se ha ido, señor. Salió de la ciudad al romper el día». Recordando sus sueños, el hombre entró en sospechas y se dirigió sin dilación a la puerta occidental de la ciudad, en donde halló un carro de estiércol que se encaminaba a abonar un campo, tal como el hombre muerto le había descrito. Entonces a voz en grito pidió venganza y justicia por el delito cometido: «Mi amigo ha sido asesinado esta misma noche. Está dentro de este carro, tieso y rígido, con su boca totalmente abierta. Id a buscar a los magistrados, cuya misión es la de mantener el orden en la ciudad. ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Mi amigo yace muerto ahí dentro!». ¿Qué más tengo que añadir a la historia? La gente llegó corriendo y arrojó el contenido del carro al suelo. Allí, en medio del estiércol, encontraron al hombre recién asesinado. Ved cómo nuestro Señor siempre revela los crímenes, pues es justo y verdadero. «Ningún crimen queda oculto». Esto lo vemos diariamente. El asesinato es tan odioso y abominable ante la justicia de Dios, que no puede sufrir que quede oculto, aunque permanezca en secreto dos o tres años. «Ningún crimen queda oculto». Esta es mi opinión.

—Entonces —continuó diciendo el gallo—, los regidores de la ciudad detuvieron al carretero y al posadero y torturaron a cada uno y pusieron al otro en el potro hasta que confesaron su crimen y fueron ahorcados. De esto se desprende que los sueños deben ser tratados con respeto. Además, en el capítulo siguiente del mismo libro encontré y no exagero, créeme: la historia de dos hombres que, por alguna razón, habrían estado ya cruzando el mar hacia un país lejano, de no haber sufrido el viento en contra y haber tenido que aguardar en una ciudad cercana al puerto. Un día, sin embargo, al anochecer, el viento cambió de dirección y sopló tal como ellos deseaban. Así, pues, se fueron alegremente a dormir, con la intención de zarpar temprano al día siguiente. Pero a uno de los hombres, cuando dormía, le ocurrió una cosa maravillosa. Antes del alba tuvo un sueño extraordinario: le pareció que un hombre estaba de pie al lado de su cama mandándole que se quedara diciendo: «Si zarpas mañana, te ahogarás; esto es todo lo que tengo que decirte». El hombre se despertó y contó a su amigo lo que había soñado, pero su amigo, que dormía al lado, se burló de él y le replicó: «Ningún sueño me asustará e impedirá que atienda mis asuntos. No doy la menor importancia a tu sueño. No es más que una trampa. La gente siempre está soñando con las lechuzas, monos y toda clase de cosas de las que nadie entiende el sentido; cosas que nunca fueron ni jamás serán. Pero ya veo que lo que tú quieres es quedarte aquí perdiendo el tiempo y no aprovechar la marea. Bien, Dios sabe que lo siento, pero ¡buenos días!». Y diciendo esto, salió y zarpó. Pero antes de que el viaje por mar hubiera llegado a mitad de la singladura (no me preguntes por qué o qué fue lo que no marchó), la quilla del barco fue arrancada por algún accidente y el barco se fue a pique con su tripulación a la vista de otros navíos cercanos que habían zarpado al mismo tiempo.

Por lo que ves, queridísima Pertelote —siguió diciendo el gallo—, de estos ejemplos clásicos se desprende que no debemos dejar de hacer caso de los sueños, pues, como digo, no hay duda alguna de que hay muchos sueños que debemos temer. Y ¿qué me dices del sueño de Kenelmo? Lo leí en la vida de San Kenelmo, el hijo de Kenulfo, el gran rey de Mercia. Un día antes de ser asesinado, tuvo una visión de su sueño. Su institutriz lo interpretó en todos sus detalles y le advirtió que se guardase de una traición; pero como solamente tenía siete años, no hacía mucho caso de los sueños; tan santo era su espíritu. ¡Por Dios! Daría mi camisa porque hubieses leído la historia como la leí. Doña Pertelote, te estoy diciendo la pura verdad: Macrobio, el que escribió sobre el sueño de Escipión en África, afirma su veracidad y dice que advierten sobre futuros peligros. Además, te ruego que consultes el Antiguo Testamento. ¡A ver si Daniel pensaba que los sueños eran una estupidez! Lee también acerca de José, y verás si los sueños, algunas veces (no digo siempre), son o no son avisos de acontecimientos del futuro. Piensa en Faraón, el rey de Egipto, y en su mayordomo y su panadero. ¿Encontraron acaso que sus sueños carecían de consecuencias? Cualquiera que investigue la historia de diversos reinos podrá leer centenares de historias extraordinarias acerca de sueños. Por ejemplo, ¿qué te parece lo de Creso, el rey de Lidia? ¿No soñó que estaba sentado en un árbol, lo que significaba que sería colgado? Y luego está también Andrómaca, la esposa de Héctor. La misma noche antes de que Héctor perdiera la vida, ella soñó que él perecería si iba a combatir aquel día. Ella le advirtió, pero fue inútil: él se fue a luchar sin hacer caso, y Aquiles lo mató. Pero ésta es una historia demasiado larga para contarla ahora: ya es casi de madrugada. Tengo que marcharme. Para terminar, déjame decirte sólo esto: ese sueño indica peligro para mí, y añadiré que no voy a tomar ningún laxante: son venenosos, lo sé muy bien. ¡Al diablo con ellos! ¡No los aguanto! Ahora dejemos este asunto y hablemos de otros más agradables. Doña Pertelote, te aseguro que, en una cosa, Dios sí ha sido bondadoso conmigo. Siempre que veo el encanto de tu rostro y estos círculos escarlatas que te rodean los ojos, todos mis temores desaparecen. Es una verdad del evangelio que Mulieres thominis confusio; que en latín significa «la mujer constituye la completa alegría y felicidad del hombre». Pues, como te decía, cuando por la noche noto tu blando costado junto al mío (¡qué lástima que nuestro barrote sea tan estrecho que no pueda montarte!), me siento tan lleno de alegría y estoy tan contento que desafío todos los sueños y visiones.

Diciendo esto, bajó, pues ya era de día, y todas las gallinas tras él. Cacareó para llamarlas, pues había encontrado un grano de maíz en el patio. Estaba regio y majestuoso y ya no temía nada; emplumó a Pertelote veinte veces y la montó otras tantas, antes de terminar el día. Parecía un adusto león; se pavoneaba andando de arriba abajo, como si le disgustase pisar el suelo; cuando encontraba un grano de maíz cloqueaba y todas sus mujeres acudían rápidamente. Pero dejaré a Chantecler alimentándose como un príncipe real en su palacio y relataré la aventura que le sucedió.

El mes de marzo (en que empezó el mundo y Dios creó al hombre) había transcurrido por entero y habían pasado treinta y dos días desde ese primero de marzo, cuando Chantecler caminando orgulloso con sus siete mujeres al lado, levantó la mirada hacia el Sol (que se hallaba a veintiún grados y más en el signo de Tauro) y supo por simple instinto que eran las nueve. Lanzó un alegre quiquiriquí y añadió:

—El Sol se ha elevado más de cuarenta y un grados en el cielo. Doña Pertelote, reina de mi corazón, escucha a estos pájaros felices. ¡Cómo cantan! ¡Mira cómo brotan estas hermosas flores!

Sin embargo, un momento después se iba a encontrar en grave apuro, pues ya se sabe que a la felicidad le sigue la aflicción. Dios sabe muy bien que los goces terrenales pronto pasan; y un retórico que sepa escribir poesía elegante podrá confirmar que esto es cierto sin temor a faltar a la verdad. ¡Escúchenme los hombres sabios! Empeño mi palabra de que este relato es tan cierto como el libro de sir Lancelot del Lago, a quien las mujeres tanto veneran. Pero volvamos al tema.

Vaticinado con antelación por un sueño supraterrenal, sucedió que un zorro, negro como el carbón, taimado y sin principios, que había vivido durante tres años en un bosquecillo cercano, había penetrado, a través del seto, en el interior del corral que el orgulloso Chantecler solía frecuentar con sus esposas. Se agazapó en un campo de coles donde permaneció oculto hasta casi mediodía, esperando el momento propicio de abalanzarse sobre Chantecler, igual que hacen los asesinos que aguardan el momento de matar.

¡Oh, traidor criminal que acechas en tu guarida! ¡Oh tú, segundo Iscariote, nuevo Ganelón! ¡Falso hipócrita! ¡Oh tú, segundo Sinon, ese griego que aportó a Troya la aflicción total! ¡Ah Chantecler; maldito el día en que bajaste volando desde los barrotes al corral! Tu sueño bien te advirtió de que aquél podía ser un día peligroso para ti.

Pero sucede que, como opinan algunos algunos sabios, lo que Dios prevé debe pasar indefectiblemente. Cualquier sabio erudito os podrá contar que, sobre este asunto, surgen muchas discusiones entre las diversas escuelas, y que más de cien mil sabios han opinado sobre ello. Con todo, yo no puedo llegar al fondo de la cuestión como aquel santo teólogo San Agustín, Boecio o el obispo Bradwardine y deciros si la divina presciencia de Dios constriñe necesariamente a uno a que realice cualquier acto en particular (cuando indico necesariamente quiero decir "sin más", o si uno está en situación de decidir libremente lo que hará o dejará de hacer, incluso cuando Dios sabe por anticipado que el acto en cuestión tendrá lugar antes de que ocurra o si el hecho de que lo sepa no constriñe en absoluto excepto por "necesidad condicional"). En tales problemas no entro en absoluto.

Mi cuento, como podéis oír, sólo trata de un gallo que hizo caso omiso del consejo de su mujer (con resultados desastrosos) y bajó al corral la misma mañana siguiente al sueño que os he contado. Los consejos de las mujeres suelen ser fatales. El primer consejo de mujer nos trajo a todos dolor e hizo que Adán fuera expulsado del Paraíso en el que era tan feliz y estaba tan cómodo.

Pero pasemos esto por alto, pues no quiero ofender a nadie al despreciar los consejos femeninos. Lo digo en broma. Leed los autores que tratan el tema y sabréis lo que tienen ellos que contar sobre las mujeres. Yo me limito a transmitiros las palabras del gallo (no las mías), según las cuales las mujeres son divinidades. Precisamente yo no me puedo imaginar que pueda provenir de ellas algún mal.

Pertelote estaba muy feliz tomando un baño de polvo en la arena y todas sus hermanas se hallaban por allí cerca tomando el sol, mientras Chantecler cantaba con más alegría que una sirena en el mar (Fisiólogo afirma que cantan bien y con alegría), cuando su ojo se posó en una mariposa que revoloteaba por las coles y vio al zorro allí escondido, agazapado y al acecho. Se le heló un quiquiriquí en la garganta y sintió temor como un hombre poseído por el pánico y chilló: «Coc, coc». Ya se sabe que un animal siente deseos irrefrenables de huir cuando ve a su enemigo natural, aunque jamás haya puesto sus ojos en él.

Así, cuando Chantecler le divisó habría huido si el zorro no hubiera exclamado inmediatamente:

—Buenos días, señor, ¿adónde va usted? ¿Cómo es que le inspiro temor, si soy su amigo? Sería un monstruo si le ocasionara algún mal o daño. No he venido a espiarle; la verdadera razón por la que estoy aquí es para oírle cantar. De verdad le digo que tiene una voz tan bonita como un ángel del cielo, aparte de que pone más sentimiento cantando que Boecio o cualquier otro cantor. Su buen padre (que Dios le bendiga) y también su madre solían tener la amabilidad de visitar mi casa para gran satisfacción mía. Me gustaría poderle agasajar en mi casa también. Pues en lo que se refiere a cantar, que me vuelva ciego si jamás escuché a alguien cantar por la mañana mejor que lo hacía su padre, a no ser vos mismo. Realmente todo lo que cantaba le salía del corazón. Para alcanzar las notas más altas, se ponía tan tenso que parecía que los ojos estuvieran clavados; se levantaba de puntillas y, estirando su largo y esbelto cuello, lanzaba su potente quiquiriquí. Además era un gallo de gran perspicacia y no había nadie en la comarca que le superase en canto o sabiduría. He leído en la obra Burnel el asno, entre otros versos, algo sobre aquel famoso gallo a quien el hijo de un sacerdote, cuando todavía era joven y alocado, le quebró una pata y ello le costó al sacerdote el perder el puesto; pero, ciertamente, no puede establecerse comparación entre la inteligencia de aquel gallo y la sabiduría y discreción de su padre. Ahora, señor, por caridad, ¡cantad! y veamos si sois capaz de imitar a vuestro padre.

Chantecler empezó a aletear, encantado por este halago y sin sospechar traición alguna. Vosotros, nobles, sabed que hay más sicofantes y aduladores en vuestras cortes que mienten para complaceros que los que os dicen la verdad. Leed lo que afirma el Eclesiastés sobre la adulación y precaveros sobre su astucia. Chantecler se empinó sobre las puntas de los pies con el cuello estirado para fuera y los ojos fijos y empezó a cantar lo más fuerte que pudo. En un santiamén, Maese Russef, el zorro, saltó sobre él, agarró a Chantecler por la garganta, se lo arrojó al lomo y se lo llevó al bosquecillo, pues no había nadie que pudiera perseguirle.

¡Oh destino ineludible! ¡Qué lástima que Chantecler abandonara los barrotes! ¡Qué lástima también que su esposa no prestase la atención debida a los sueños premonitorios! Por cierto, que toda esa mala suerte tuvo lugar en viernes. ¡Oh Venus, diosa del placer!, Chantecler era tu adorador y te servía con todas sus fuerzas, más por el goce que por multiplicar tu raza ¿Cómo se explica que le permitieras morir en el día que te pertenece?

¡Oh querido y excelso maestro Godofredo, que tan emotivamente hiciste la elegía de la muerte del noble rey Ricardo cuando pereció atravesado por una flecha! ¡Ojalá tuviera yo tu arte y tu maestría en quejarte amargamente del viernes, como lo hiciste, pues fue en viernes cuando ese rey murió! ¡Entonces podría demostrarte cómo compongo una elegía sobre la agonía y el terror de Chantecler!

A buen seguro que las damas troyanas no profirieron tal grito de lamentación cuando (según se nos cuenta en la Eneida) cayó Ilión, y Pirro, con la espada desenvainada, agarró al rey Príamo por la barba y le mató, como el que lanzaron aquellas gallinas al huir despavoridas después de ver cómo se llevaban a Chantecler.

Ahora bien, la que más chilló fue Doña Pertelote: mucho más que la esposa de Asdrúbal cuando murió su esposo. Los romanos incendiaron Cartago, y ella, llena de frenética angustia, se arrojó voluntariamente a las llamas para encontrar la muerte. Así, aquellas desconsoladas gallinas gritaron igual que las esposas de los senadores cuando Nerón, mandó incendiar la ciudad de Roma, y mató a sus inocentes esposos por ello. Ahora, permitidme que vuelva a mi historia.

La pobre viuda, al oír chillar y lamentarse a las gallinas, salió corriendo de la casa con sus dos hijas, a tiempo de ver al zorro huir al bosque llevándose al gallo cargado sobre sus lomos:

—¡Socorro, socorro, detengan al ladrón! ¡Un zorro, un zorro!

Gritaron y corrieron detrás de él, seguidos de una multitud de hombres provistos de porras.

Todos llegaron corriendo: Coll, el perro; Talbot y Garlans, con Malkin, la doncella, que todavía tenía la rueca en la mano; las vacas y los terneros, y hasta los mismísimos cerdos, acudieron a punto de reventar, aterrorizados por los ladridos de los perros y los gritos de hombres y mujeres. Aullaban como diablos en el infierno. Los patos graznaron como si estuviesen a punto de degollarlos; los gansos levantaron el vuelo hacia los árboles, llenos de pánico; incluso las abejas salieron zumbando de sus colmenas.

Os digo que Jack Straw y su turba, cuando salieron a linchar flamencos, jamás profirieron gritos tan horrendos y ensordecedores como aquel día persiguiendo al zorro. Llevaban trompetas de latón, madera, asta y hueso y soplaron, zumbaron y sonaron hasta que pareció que el cielo iba a derrumbarse.

Ahora, escuchen, señores, y vean cómo la Fortuna repentinamente muda de parecer y hunde el orgullo de su enemigo. El gallo, desde los lomos del zorro, se las arregló para hablarle, a pesar del terror que sentía, y le dijo:

—Señor, yo de usted gritaría a los perseguidores: «¡Corred a casa, estúpidos! ¡Que la peste os atrape! ¡Ahora que he llegado al bosque, hagáis lo que hagáis no soltaré al gallo, y dad por seguro que me lo zamparé ahora mismo!».

El zorro repuso:

—En verdad que lo haré.

Y al hablar, el gallo aprovechó la ocasión: se zafó de las fauces del zorro y se subió a lo alto de un árbol.

Cuando el zorro vio que el gallo se le había escapado, exclamó:

—¡Ah, Chanteder! Me parece que me porté muy mal contigo cuando te asusté al arrancarte del corral. Pero te aseguro que no pensaba hacerte daño. Baja y te diré lo que iba a hacer. ¡Por Dios que te diré la verdad!

—¡Oh, no! —replicó el gallo—. Que la maldición caiga sobre ambos, y más sobre mí si logras engañarme otra vez. No vas a convencerme con tus halagos que cierre mis ojos otra vez. Cualquiera que voluntariamente mantiene cerrados los ojos cuando debería tenerlos abiertos de par en par, merece que Dios le castigue.

—No —dijo el zorro—. Que Dios le envíe mala suerte al que tenga tan poco control de sí mismo que charle cuando debería tener la boca cerrada.

Esto es lo que ocurre por ser descuidado y atolondrado y creer en la adulación. Amigos míos, si creéis que esta historia no es más que una farsa que concierne a un gallo y a una gallina, recordad la moraleja. San Pablo dice que todo lo que está escrito, lo está para nuestra instrucción y educación. Por tanto, tomad el grano y dejad la paja.

Ahora, Padre nuestro, que sea tu voluntad, como dice nuestro Señor, y que nos haga a todos buenos y nos lleve consigo al Cielo.

III

—Señor capellán de monjas —apostilló el anfitrión inmediatamente—. Benditas sean tus posaderas. ¡Qué cuento tan divertido este de Chantecler! Por mi vida que si fueses laico serías un perfecto fastidio de gallinas. Porque si tienes tanto deseo como poder sexual, necesitarías varias gallinas, seguramente más de siete veces diecisiete. Ved los músculos que tiene este garboso cura. ¡Qué pecho tan ancho y vaya cuello! Tiene la mirada de un gavilán. No precisa maquillarse los ojos ni de rojo abrasilado ni de carmín. ¡Bendito seas por este tu cuento!