CUENTOS DE CANTERBURY
Cuento del Escudero

I

—Venid aquí, escudero, por favor —dijo el anfitrión—, y contadnos algo acerca del amor. Seguro que sabéis tanto de él como cualquier otro.

—No, señor —replicó él—, pero haré lo que pueda con todo mi corazón, pues no quiero ir en contra de vuestros deseos. Yo contaré un relato, pero si lo cuento mal, espero que me perdonaréis. Lo haré lo mejor que pueda. Ahí va.

II

En Tsarev, en las tierras de Tartaria, vivía un rey que guerreaba contra Rusia; y en dichas contiendas muchos hombres valientes perdieron la vida. Este noble rey se llamaba Gengis Kan. En sus tiempos gozaba de fama, pues en ninguna parte, ni por tierra ni en los mares, había un señor tan excelente como él en todos aspectos. No carecía de ninguna de las cualidades que un rey debe tener. Mantenía su jurada fidelidad a la fe en la que había nacido. Además, era poderoso, rico, sabio, clemente y siempre justo; fiel a su palabra, honorable, benevolente y de temperamento, constante y firme, animoso, joven y fuerte; en las armas, tan esforzado como cualquier caballero de su palacio. Atractivo y afortunado, vivía en tal real esplendor que no había nadie que pudiese comparársele.

Este gran rey, Gengis Kan, el tártaro, tuvo dos hijos de su esposa Elfeta. El mayor se llamaba Algarsif, y el otro, Cambalo. También tenía una hija, cuyo nombre era Canace, la más joven de los tres. Pero me faltan palabras y elocuencias para lograr describir la mitad de su belleza. No voy a atreverme a una tarea tan difícil; en todo caso, mi lengua no da para tanto. Para describirla a ella por completo se necesitaría a un gran poeta, diestro en retórica, y como yo no lo soy, solamente puedo hablar lo mejor que sé.

Resultó que, cuando Cambuscán había llevado la diadema durante veinte años, mandó (como creo que era su costumbre anual) que se proclamasen celebraciones de su cumpleaños por toda la ciudad de Tsarev, para el día preciso en que cayesen, según el calendario, los últimos Idus de marzo. Febo, el Sol, brillaba alegre y claro, pues estaba cerca del punto de exaltación en la cara de Marte y en su mansión del caliente y furioso signo de Aries. El tiempo era benigno y agradable, por lo que los pájaros, con el verdor de las hojas nuevas y en esta estación del año, cantaban alegremente sus amores a la brillante luz del sol, pues les parecía que habían conseguido protección de la fría y desnuda espada del invierno.

Este Gengis Kan del que hablo, vestido con sus ropajes reales y llevando su diadema, estaba sentado en lo alto de un estrado en su palacio, celebrando el festival por todo lo alto, con tal esplendor y magnificencia como jamás se ha visto en el mundo. Tardaría un completo día de verano en describir todo el espectáculo. Sin embargo, no es necesario detallar el orden por el que se sirvieron los platos, no hablaré de las sopas exóticas ni de los cisnes y garzas reales que se sirvieron asados, pues resulta, como suelen decirnos los caballeros ancianos, que algunos alimentos son allí apreciados como manjares exquisitos y, en cambio, en este país no están bien considerados.

Nadie podría informar sobre las cosas. La mañana va avanzando y no quiero deteneros; en cualquier caso, no sería más que una inútil pérdida de tiempo. Por lo que volveré a donde empecé.

Ahora, después de que hubiesen traído el tercer plato, estando el rey sentado en medio de sus nobles y escuchando a sus juglares que tocaban una deliciosa música ante su asiento en la mesa, de repente un caballero montando un reluciente corcel entró en tromba por la puerta del salón. En su mano llevaba un gran espejo de cristal y en su dedo pulgar, un anillo que brillaba como el oro, mientras que una espada desenvainada colgaba de su lado.

Tan grande era el asombro ante este caballero, que no se oyó ni una palabra mientras se acercaba montado a la mesa presidencial. jóvenes y viejos le contemplaban fijamente.

Este extraño caballero que había efectuado esa repentina aparición iba totalmente cubierto por una rica armadura, pero no llevaba nada en la cabeza. Primeramente saludó al rey y a la reina; luego, a todos los nobles por el orden en que estaban sentados en el salón, con tan profundo respeto y deferencia, tanto en palabras como con el gesto, que sir Gawain, con su clásica cortesía, difícilmente podría superarle si pudiese regresar del país de la fantasía.

Entonces con voz enérgica expuso su mensaje ante la mesa presidencial (no dejándose nada en el tintero, de acuerdo con el estilo elegante de su lenguaje). Para dar más énfasis a sus palabras adoptó el gesto al significado de lo que decía, según el arte de la elocuencia prescribe a los que lo estudian. Y aunque no sabría imitar su estilo (que era demasiado elevado para que yo pueda llegar a él), diré que lo que sigue es, si lo recuerdo bien, la idea general de lo que él trató de hacer entender.

Este fue su relato:

—Mi señor feudal, el rey de Arabia y de la India os envía sus mejores saludos en esta ilustre ocasión. En honor de vuestro festival os envía, a través de mí, que estoy aquí para lo que vos mandéis, este caballo de latón. Llueva o haga sol os llevará fácil y cómodamente a donde queráis dentro del espacio de tiempo de un día natural (es decir, veinticuatro horas), y os transportará vuestro cuerpo, sin que sufráis el menor daño, con tiempo bueno u horroroso, a cualquier punto que queráis visitar. O bien si deseaseis volar por el aire, tan alto como un águila por las alturas, este mismo caballo os llevará a donde queráis ir aunque os durmáis sobre su lomo; y, en menos que canta un gallo, volverá de nuevo. El que lo fabricó era diestro en maquinaria y conocía numerosos conjuros y hechizos mágicos y esperó mucho tiempo a que hubiese una favorable combinación de los planetas antes de terminarlo. Y este espejo que sostengo en mi mano es de tal poder, que los que miran en él verán qué peligro amenaza a vuestro reino o a vos mismo. Revelará quién es vuestro amigo y quién vuestro enemigo. Pero además de todo esto, también si alguna bella dama ha puesto su corazón en un hombre, este espejo le mostrará la falacia del hombre si fuese falso y traidor, así como a su nueva enamorada y todas sus mañas, de forma tan clara que nada quedará oculto. Por consiguiente, ante la venida de la agradable estación veraniega, ha enviado este espejo y este anillo que aquí veis a vuestra excelente hija, mi señora Canace, aquí presente. Si queréis saber el poder de este anillo, es éste: tanto si ella decide llevarlo en el pulgar como en su bolso, no hay pájaro que vuelva por el cielo cuya canción no entienda ella perfectamente, así como su significado con toda claridad y precisión, al que podrá responder con su propia habla. También conocerá ella las propiedades de toda hierba que crece y a quién beneficia, por profunda y anchas que sean sus hendiduras. Esta espada desenvainada que cuelga a mi lado tiene el poder de hendir y cortar a través de la armadura de cualquier hombre al que ataquéis, aunque la armadura sea tan gruesa como un roble robusto, y el que queda herido por su golpe no sanará jamás, hasta que vuestra compasión os haga acariciar con la parte plana el lugar donde ha sido herido; es decir, tenéis que acariciar la herida con la parte plana de la espada, y entonces la herida se cerrará. Esta es la pura verdad, sin adornos; nunca fallará mientras siga en vuestro poder.

Habiendo dado cuenta de lo expuesto, el caballero salió sobre su caballo del salón y desmontó. Su caballo quedó inmóvil en el patio, brillando como el sol. Luego el caballero fue conducido hasta su cámara, se despojó de las armas y tomó asiento en el banquete.

Los regalos (es decir, la espada y el espejo) fueron llevados inmediatamente, con toda pompa, hasta la alta torre por oficiales especialmente nombrados para este fin, mientras que el anillo fue llevado ceremoniosamente a Canace, que estaba sentada en la mesa principal. En cuanto al caballo de latón (y esto es realidad, no fábula), no pudo ser retirado de donde estaba, como si estuviese pegado al suelo con cola. Nadie lo pudo ni tan sólo mover del sitio, incluso ni con la ayuda de polea y cabrestante, por la simple razón de que nadie sabía cómo funcionaba. Por ello tuvieron que dejarlo allí hasta que el caballero les mostró cómo moverlo, cosa que vais a oír dentro de un momento.

Una gran multitud se agolpó de aquí y de allí para contemplar el inmóvil caballo. Era tan alto, ancho y largo y tan bien proporcionado y fuerte como un corcel lombardo; más que eso, tenía una mirada tan rápida y tenía tanto de corcel que hubiera podido ser un caballo de carreras de la Apulia. Todos estuvieron de acuerdo en que era perfecto desde la cabeza hasta la cola y que no podía ser mejorado ni por la naturaleza. Pero lo que les maravillaba más era cómo podía marchar, siendo como era de latón; cuestión de magia, pensaron.

Cada uno tenía una noción diferente de la cuestión: había tantas ideas como cabezas. Murmuraban como si fuesen un enjambre de abejas, forjando teorías de acuerdo con sus fantasías; citaron a los poetas antiguos y dijeron que era como Pegaso, el caballo volador, o quizá el caballo de Sinón, el griego, que llevó a Troya a la destrucción, según puede leerse en las viejas crónicas.

Decía uno:

—El temor no ceja de embargar mi corazón, pues estoy seguro que en sus entrañas hay hombres armados que tienen la intención de ocupar la ciudad. Lo mejor sería que mirásemos en su interior.

Otro susurraba en voz baja a un amigo suyo:

—Está equivocado: se parece más a una de esas ilusiones mágicas que los juglares practican en los grandes banquetes. Así discutían, comentando sus diversas aprensiones, siempre dispuestos a interpretar las cosas de la peor forma, como suelen hacerlo las personas de poca instrucción cuando expresan su opinión sobre asuntos demasiado sutiles para que su ignorancia pueda comprenderlos.

Algunos se preguntaban cómo era que podían verse maravillas en el espejo que había sido llevado a la torre principal. Otro tenía la respuesta diciendo que podría muy bien haber una explicación natural y que funcionaba mediante una disposición conveniente de ángulos y de reflejos ingeniosamente combinados. «Hubo uno así en Roma», señaló.

Fueron mencionados Alhacén, Vitello y Aristóteles, pues, como todos los que han leído sus obras, durante su vida escribieron sobre curiosos espejos y la ciencia de la óptica.

Sin embargo, otros se maravillaban de aquella espada que podía atravesarlo todo. Empezaron comentando la maravillosa lanza del rey Telefo y de Aquiles, que podía tanto herir como curar, exactamente igual como la espada de la que acabáis de oír hablar. Se debatieron los distintos métodos de templar el acero y cómo y cuándo debe hacerse el templado, todo lo cual, al menos para mí, es un misterio.

Luego comentaron sobre el anillo de Canace. Todos estaban de acuerdo en que jamás habían oído hablar de algo tan maravilloso hecho por manos de orfebres, excepto que Moisés y el rey Salomón también tenían fama de ser diestros en el arte de la orfebrería. Así hablaba la gente, formando pequeños grupos.

Algunos, no obstante, señalaron que era notable que el cristal fuese fabricado partiendo de cenizas de helechos y que no obstante no tuviese parecido con la ceniza de esta planta; pero como sea que esto se conoce desde hace mucho tiempo, la gente dejó de hablar y de maravillarse por ello. Muchos especularon, con la misma seriedad, sobre la causa del trueno, de la pleamar y bajamar, de la niebla, de la composición de los hilos de la telaraña y de toda clase de cosas, hasta que supieron las respuestas. Así charlaron y discutieron hasta que el rey se alzó de la mesa presidencial.

Febo había dejado ya la décima mansión al mediodía; la bestia real, el noble Leo, con la estrella Aldirán entre sus zarpas, estaba todavía ascendiendo, con lo que ya pasaban dos horas desde el mediodía, cuando el rey tártaro Gengis Kan se alzó de la mesa donde había estado comiendo con toda pompa.

Unos sonoros acordes musicales le precedieron hasta que llegó al salón de las audiencias donde varios instrumentos musicales sonaban en celestial armonía. Entonces los adoradores de la alegre Venus empezaron a danzar, pues su señora se hallaba en su exaltación en Piscis y les contemplaba complacida.

Cuando el noble rey estuvo sentado en su trono, el caballero forastero fue traído inmediatamente a su presencia. Fue él quien condujo a Canace a la danza. Aquí todo era alegría y jolgorio, como ningún perro bobo puede soñar; es preciso un hombre que conozca bien el amor y su servidumbre (alguna persona tan lozana como Mayo) para poderos describir el espectáculo.

¿Quién podría describir su exótico estilo de bailar, sus hermosos rostros, sus miradas al desgaire, sus disimulos para que no se percatasen los celosos? Nadie podría, salvo Lancelote, y éste está ahora muerto. Por tanto, pasaré por alto esta alegría y jarana y no diré más; pero dejémosles en su jolgorio hasta la hora de la cena.

La música sonaba. El mayordomo ordenó que se sirviera el vino y las especies con celeridad. Los mozos y escuderos corrieron a cumplir la orden. Pronto regresaron con los que habían ido a buscar, y todos comieron y bebieron. Y cuando todo esto terminó se dirigieron al templo como convenía y era propio. ¿Qué necesidad hay de describir los manjares? Todos saben muy bien que en un banquete real hay abundancia de todo para todos, sean de alto rango o de baja estofa. Además suelen abundar platos exquisitos, mucho más de los que yo conozco.

Cuando la cena hubo terminado, el noble rey, acompañado por todo un séquito de señores y damas, se fue a ver el caballo de latón. Se admiró más a este reluciente caballo que en el sitio de Troya, donde un corcel fue también objeto de admiración. Al final el rey preguntó al caballero acerca de la fuerza y posibilidades del mismo y le rogó que le explicase cómo se le controlaba.

Cuando el caballero puso mano a las riendas, el caballo inmediatamente empezó a brincar y a retozar.

—No hay dificultad en ello, sir —dijo él—. Cuando deseéis dirigiros con él a cualquier parte, no tenéis más que retorcer un alambre que está fijado dentro de su oreja. Ya os diré cuál cuando estemos solos. También debéis decirle el nombre del lugar o país al que queráis dirigiros. Cuando lleguéis al punto en que queráis deteneros, le decís que descienda y torcéis otro alambre, pues así es como funciona todo su mecanismo; entonces os obedecerá y descenderá. Y allí permanecerá quieto en el lugar como si le hubiesen salido raíces, sin que nadie en la tierra pueda llevárselo o moverlo de sitio. Ahora bien, si deseáis que se vaya, torced este alambre y, al instante, desaparecerá de la vista de todos; pero volverá en el momento que decidáis llamarle para que regrese, sea de día o de noche. Luego os lo mostraré, cuando estemos los dos solos. Montad en él para ir a donde queráis; esto es todo lo que tenéis que hacer.

Habiendo captado perfectamente el principio de funcionamiento del artefacto tal como le había comunicado el caballero, el noble y valiente Gengis Kan regresó complacido a sus jolgorios. La brida fue llevada a la torre y guardada junto a sus más preciadas y valiosas joyas, al mismo tiempo que el caballo desapareció de la vista (cómo, no sé). Y esto es todo lo que conseguiréis de mí. Ahora dejaré a Gengis Kan agasajando a sus nobles con festejos y jarana hasta casi el amanecer.

El sueño, que cuida de la digestión, les hizo un guiño y les dio un aviso: beber mucho y hacer ejercicio exige descanso. Bostezando les besó, diciéndoles que era tiempo de acostarse porque era la hora en que el humor caliente y húmedo de la sangre tiene la supremacía.

—Vigilad vuestra sangre; es amiga de la naturaleza —afirmó él—.

También bostezando y de dos en dos o de tres en tres le dieron las gracias y todos empezaron a retirarse a descansar como el sueño les exigía. Todos sabía que era para su bien.

Sus sueños no van a ser contados, en lo que a mí se refiere, pues sus cabezas estaban repletas de los vapores de la bebida y, por consiguiente, no tenían significado especial. Muchos de ellos durmieron hasta tarde, excepto Canace; como muchas mujeres, era muy dada a la templanza y se había despedido de su padre para irse a la cama temprano aquella noche. No quería que se la viese pálida y fatigada por la mañana, por lo que tuvo su primer sueño y luego despertó.

Tanto el espejo mágico como el anillo habían alegrado su corazón de tal modo que, no menos de dos veces, le subieron y perdió los colores. El espejo le había impresionado tanto, que ella soñó con él mientras dormía. Por lo que antes de que el sol se hubiese alzado en el firmamento, llamó a su dueña y le dijo que deseaba levantarse.

La dueña, preguntona como suelen serlo las mujeres viejas, repuso enseguida:

—¿Adónde diablos queréis ir a esta hora tan temprana, señora, cuando todos están dormidos?

—Deseo levantarme y salir a dar un paseo, pues no quiero dormir ya más —replicó ella—.

Su dueña convocó a un gran número de mujeres del séquito, y unas diez o doce de ellas saltaron de la cama. Entonces también se levantó la propia Canace, tan lozana y fresca como una rosa o como el sol recién estrenado que, a la hora en que ella estaba ya lista, no se alzaba más de cuatro grados por encima del horizonte. Ella caminó con andar pausado, vestida ligeramente como convenía para tener libertad de movimientos y a la dulce y agradable estación del año. Sin más acompañamiento en su séquito que cinco o seis damas, fue por un sendero atravesando el parque por donde había árboles.

La neblina que se levantaba del suelo hacía que el sol apareciese enorme y rubicundo; sin embargo, la escena era tan hermosa que deleitaba sus corazones, tanto por la temprana mañana como por la estación del año y el cantar de los pájaros. Pues, por sus canciones, entendió enseguida lo que ellos querían decir y cuáles eran sus sentimientos.

Si uno retrasa el llegar al objeto del relato hasta que el interés de todos los que escuchan se ha enfriado, cuanto más se extienda, tanto mejor sabor tendrá su prolijidad. Por dicha razón, me parece a mí que ya es hora que condescienda en abordar el objeto del cuento y hacer que termine el paseo de Canace.

Mientras ella transitaba plácida y perezosamente, pasó junto a un árbol seco, blanco como si fuese de yeso; encima de él, en la parte más alta, se hallaba posado un halcón hembra llorando con tal compunción, que todo el bosquecillo resonaba con su lamento. Había batido sus alas tan sin piedad contra sí misma, que su roja sangre resbalaba tronco abajo del árbol en que se encontraba.

Continuamente emitía agudos chillidos y lamentos, mientras se clavaba el pico sobre el cuerpo, gimiendo con tal fuerza que ningún tigre, ni bestia cruel de las que habitan los bosques, hubiera dejado de conmoverse y llorar si pudiesen hacerlo. ¡Ah, si yo supiese describir bien a los halcones! Pues ningún hombre vivo jamás ha oído hablar de uno de más hermoso plumaje, nobleza de forma y otros atributos, dignos de notar. Dicha hembra parecía ser un halcón peregrino procedente de algún país extranjero. De vez en cuando desfallecía por falta de sangre, hasta que llegó un momento en que estuvo a punto de caer desplomada del árbol.

Como sea que la encantadora princesa Canace llevaba puesto en su dedo el anillo mágico que le permitía entender perfectamente el lenguaje de cada ave y poderle responder en su propia lengua, pudo entender todo lo que el halcón hembra estaba diciendo; y tanta compasión le dio, que la princesa estuvo a punto de caerse muerta. Ella apresuró sus pasos hacia el árbol. Mirando compasivamente el halcón, extendió su regazo, pues era evidente que el halcón se desplomaría la próxima vez que, por falta de sangre, desfalleciese.

La princesa estuvo largo tiempo de pie contemplando al halcón, hasta que finalmente le habló con estas palabras:

—¿Cuál es la causa, si puede saberse, de que estés sufriendo este tormento infernal? ¿Es de duelo por una muerte o es por la pérdida de un amor? Pues estas dos cosas son, según creo, la causa de la mayoría de las penas que afligen a un noble corazón. Otro tipo de desgracias no vale la pena mencionarlas. Veo que te estás infligiendo castigo a ti misma, lo cual demuestra que tu cruel agonía es causada o por la amargura o por el desespero, ya que no veo que nadie quiera cazarte. Por favor, ten compasión de ti misma por el amor de Dios, o, si no, dime cómo puedo ayudarte. En ninguna parte del mundo he visto yo pájaro o bestia maltratarse a sí mismo con tal saña. Siento tal compasión por ti, que realmente tu pena me está matando. Por amor de Dios, baja del árbol. Soy realmente hija de un rey, y cuando sepa la verdadera causa de tu aflicción, la solucionaré antes de que termine el día, si es que está en mi mano, pues seguramente el gran Dios de la naturaleza me prestará ayuda. Además encontraré muchas hierbas que curarán rápidamente tus heridas.

Al oír esto, el halcón chilló todavía más lastimosamente que antes y de repente cayó al suelo como en mortal desmayo, pues quedó inmóvil en el suelo. Canace colocó al halcón hembra en su regazo hasta que empezó a recobrar el conocimiento.

Cuando el halcón hembra se recuperó del desvanecimiento, dijo algo como esto en el lenguaje de los halcones:

—La compasión surge rápidamente de los nobles corazones que sienten los agudos aguijonazos que sufren otros como en su propia carne; eso es algo que se demuestra cada día, tanto en los libros como en la vida real, pues un noble corazón declara su nobleza. Hermosa Canace, veo claramente que sientes compasión por mi desasosiego debido a la ternura de corazón femenino que la naturaleza ha implantado en tu carácter. Sin esperanza alguna de mejorar mi situación, pero solamente para obedecer a tu generoso corazón y para que otros tomen aviso de mi caso (de la misma forma que un león se acobarda si ve cómo se pega a un perro ante él), por esa razón y con ese objeto te contaré mis penas antes de irme, ahora que tengo tiempo y ocasión.

Y así, mientras una contaba sus penas, la otra lloraba con tal desconsuelo como si quisiese deshacerse en lágrimas, hasta que el halcón le suplicó que parase de llorar. Con un suspiro, la princesa empezó su relato como sigue:

—Yo nací, oh día desgraciado, en una roca de mármol gris y fui cuidada con tal ternura, que nada me causó trastorno; y no supe lo que significaba la adversidad hasta que pude elevarme muy alto bajo el firmamento. Cerca de mí vivía un halcón peregrino macho que parecía la nobleza personificada; aunque estaba lleno de perfidia y traición, se envolvía de modales modestos, del color de la honradez, de una gran atención y deseo de complacer, hasta tal punto que nadie hubiese podido pensar que todo era simulación: tan a fondo había teñido la tela con estos falsos colores. De la misma forma que una serpiente se esconde entre las flores esperando el momento de atacar, igual hizo este hipócrita, éste no va más de los enamorados, siendo exageradamente galante y cortés, manteniendo la apariencia de atención que suele acompañar a un noble amor. Y de la misma manera que un sepulcro es hermoso por encima, mientras que se sabe que abajo hay un cadáver descomponiéndose, igual era este hipócrita: ardiente por fuera y glacial por dentro. Y llevó su perfidia hasta tal extremo que, a menos de que fuese el diablo en persona, nadie sabía lo que pretendía conseguir. El lloró y lamentó durante tanto tiempo y durante tantos años simuló adorarme que, creyendo en sus promesas y juramentos, mi corazón, demasiado tierno y alocado (completamente inocente de su consumada maldad, temiendo que él pudiese morir, pues me pareció que esto podía muy bien suceder), le concedió su amor bajo la condición de que mi honra y mi buen nombre se mantuviesen siempre inviolados, tanto en público como en privado.

Tras lo cual, continuó diciendo la princesa:

—En otras palabras, como parecía digno, le entregué toda mi alma y mi corazón (si no, Dios sabe y él también sabe que nunca se los hubiese entregado), y cambié mi corazón por el suyo para toda la eternidad. Pero hay un viejo proverbio que dice verdad: «Un hombre honrado y un ladrón nunca pueden pensar igual». Por tanto, cuando él vio que las cosas habían llegado tan lejos y que yo le daba todo mi cariño tal como he descrito y le rendí mi fiel corazón con tanta entrega como él me juró que me había dado el suyo, entonces, lleno de duplicidad, este tigre cayó de rodillas ante mí con suprema humilde devoción y profunda reverencia. En aspecto y conducta tan propio de un enamorado sincero, tan encantado estaba, según parece, que nunca, ni Jasón ni París, el troyano (¿dije antes Jasón? De verdad, ningún hombre desde Lamech que, como se ha escrito, fue el primero en amar a dos mujeres), nunca nadie, desde que nació el primer hombre, podría haber imitado ni una millonésima parte de su destreza en engaños y supercherías o hubiese sido digno de desatar los cordones de su zapato, allí donde la doblez y la simulación reinan (de tal forma hubiese agradecido algo a una criatura viviente, como me dio las gracias a mí). Ninguna mujer, por prudente que fuese, hubiese podido resistir sus gracias celestiales, tan bien educado y respetuoso era tanto en conversación como en porte. Y así fue como le amé por su deferencia y la honradez que creí anidada en su corazón, de tal forma, que la cosa más pequeña capaz de causarle pena sabía que me haría sentir que la muerte hacía presa de mi corazón. Para abreviar, las cosas llegaron tan lejos, que mi voluntad se convirtió en instrumento de la suya (quiero decir que en todo lo que permitían los límites del decoro y de mi honra obedecí su voluntad: Dios sabe que a nadie amé tanto ni a nadie podré amar así).

Tras lo cual, continuó diciendo la princesa:

—El que yo sólo imaginase cosas buenas de él duró un año, quizá dos o más. Pero al final eso fue lo que ocurrió: la Fortuna quiso que él se marchase del lugar en el que yo vivía. No hace falta decir el dolor que esto me causó; no puedo ni empezar a describirlo; pero una cosa sí diré: me demostró en qué consiste la condena a muerte, tal fue el tormento que sufrí al verle marchar. Así que un día se despidió de mí y con tales muestras de pena, que cuando yo le oí hablar y vi cómo había cambiado su color, realmente supuse que sentía tanto dolor como yo. Sin embargo, creí que era fiel y que realmente volvería de nuevo después de un tiempo; había también razones de honor, como a menudo sucede, que le forzaban a marchar; por lo que hice una virtud de la necesidad y me lo tomé bien, viendo que no había más remedio. Ocultando mi pena de él lo mejor que pude, le tomé la mano y juré por San Juan: "Ved, soy toda vuestra; sed para mí como yo he sido y seguiré siendo eternamente para vos". No es preciso que repita lo que me dijo por respuesta. ¿Quién sabía hablar mejor que él o comportarse peor? Él podía hablar con elocuencia y no hacer nada. "Quien cena con el diablo necesita una cuchara larga", o así he oído decir. Por lo que al fin tuvo que partir y marchó a donde tenía que ir. Cuando decidió detenerse, me imagino que tenía este adagio en mente: «Todo goza cuando vuelve a su natural inclinación» (o por lo menos, así creo que reza). Los hombres sienten una tendencia natural hacia la novedad, al igual que los pájaros enjaulados que una alimenta. Pues aunque les cuidéis de día y de noche, poniendo en su jaula paja de la más fina, de la que parece seda, y les deis azúcar, miel y pan, su hambre por la novedad es tal, que en el momento que la puerta está abierta, volcarán la tacita con sus patitas y se irán volando al bosque a nutrirse de gusanos; tienen un amor natural por lo nuevo, y ninguna nobleza de sangre impedirá que se vayan. Así sucedió con este halcón macho, ¡maldito sea el día! De cuna noble, animoso, alegre, guapo, modesto y generoso como era, un día vio a un milano hembra y de repente se enamoró perdidamente de ella, con lo que su amor por mí terminó en seco. Así, de este modo, quebró su palabra, y así mi amor se convirtió en adorador del milano y me ha olvidado para siempre sin remedio.

Y habiendo dicho estas palabras, el halcón hembra dio un grito y se desmayó nuevamente sobre el pecho de Canace. Grande fue la pena de Canace y de todas las mujeres de su séquito por las desgracias del halcón; no sabía cómo consolar al animal. Pero Canace se la llevó a casa en su regazo y con todo cuidado la vendó y enyesó donde se había hecho daño en el pico.

Todo lo que Canace pudo hacer ahora fue cavar en tierra para encontrar hierbas medicinales y preparar nuevos ungüentos para curar al halcón, mediante hierbas raras y multicolores. Se ocupó de ello con todas sus fuerzas de noche y de día. A la cabecera de su propia cama dispuso un receptáculo para el halcón cubriéndolo de terciopelo azul, pues el azul representa la fidelidad propia de las mujeres, pero lo pintó de verde por fuera, con representaciones de todos los pájaros infieles, tales como los herrerillos, halcones machos y lechuzas; mientras que a su lado, para burla, se pintaron urracas gruñéndolas.

Ahora dejaré a Canace cuidando a su halcón, y de momento no diré nada más sobre su anillo hasta que llegue el momento de relatar cómo el halcón hembra consiguió superar el amor de su enamorado (arrepentido según la historia) por la mediación del hijo del rey, Cambalo, de quien ya os he hablado. Desde este momento, en mi cuento os hablaré de aventuras y de batallas y de maravillas más grandes de las que jamás hayáis oído. Primero os hablaré de Gengis Kan, que capturó tantas ciudades de su época de reinado. Y luego os explicaré cómo Algarsif ganó a Teodora por esposa.

Estuvo muchas veces en peligro por ella, de no haber tenido la ayuda del caballo de latón. Y después de ello os hablaré de otro Cambalo, que peleó en liza con los dos hermanos para conseguir a Canace, lo que al fin logró. Pero ahora volveré a donde dejé la historia.

Apolo había subido tan alto con su carro, que entró en la mansión de Mercurio, el astuto dios....

III

—Escudero, palabra de honor de que habéis cumplido perfectamente vuestro cometido. Os felicito por vuestro talento —dijo el terrateniente—. Considerando vuestra juventud, habláis con tanto sentimiento y fervor, que no puedo dejar de aplaudiros. Si proseguís, en mi opinión nadie logrará superaros en elocuencia. ¡Que Dios os dé suerte y que aumenten vuestros conocimientos! Disfruto muchísimo con vuestra conversación. Pero tengo un hijo y ¡por la Santísima Trinidad! que preferiría...

—¡Un pimiento vuestros buenos modales! —exclamó nuestro anfitrión—. ¿Qué es todo eso, señor terrateniente? Ni una palabra más y empezad vuestra historia.