CUENTOS DE CANTERBURY
Cuento del Estudiante

I

—Señor estudiante de Oxford —dijo nuestro anfitrión—, vais haciendo camino en vuestra cabalgadura, mustio y callado como una chica recién casada cuando por primera vez se sienta a la mesa a comer. No os he oído una sola palabra de vuestra boca en todo el día. Supongo que estáis meditando sobre algún problema filosófico; pero, como bien dice Salomón, hay un tiempo para cada cosa. Vamos, por favor, animaos. Éste no es tiempo para andar meditando. Mantened vuestra promesa y contadnos algún cuento agradable, pues todos los que hemos entrado en el juego tenemos que obedecer las reglas. Solamente que no queremos sermones ni que tratéis de hacernos llorar por nuestros pecados como acostumbra un fraile por cuaresma; y procurad también que vuestro relato no nos haga caer dormidos. Contadnos un estupendo cuento de aventuras y guardaos vuestras flores de retórica y vuestras figuras de dicción hasta que necesitéis el lenguaje de altos vuelos que la gente utiliza para escribir a los reyes y a otros de elevada alcurnia. Para esta ocasión os rogamos que habléis sencillamente para que podamos entender lo que decís.

—Anfitrión —repuso el buen estudiante, de buen talante—, me hallo bajo vuestra vara de mando; de momento sois el que gobierna, por lo que me declaro perfectamente dispuesto a doblegarme a lo que ordenéis (dentro de lo razonable, claro está). Os contaré un cuento que oí en Padua de un excelente erudito que era merecidamente respetado por todo lo que hacía y decía. Ahora está ya muerto y enterrado. Pido a Dios descanso para su alma. Este erudito se llamaba Francisco Petrarca, el laureado poeta, cuya dulce elocuencia iluminó a toda Italia de poesía; de idéntica forma que Lignano lo hizo con la filosofía, el derecho y otras ramas especiales del saber. Pero la muerte, que no nos permitirá que vivamos en este mundo ni durante un abrir y cerrar de ojos, se los llevó a ambos; todos nosotros debemos morir.

Pero sigamos con lo que estaba diciendo de este hombre distinguido que me contó esta historia. Dejadme explicar que antes de escribir la parte principal del cuento, compuso un prólogo de estilo retórico, en el que daba una descripción del Piamonte y de la región alrededor de Saluzzo. También habló de los Apeninos, aquellas altas colinas que forman el límite de la Lombardía occidental y, en particular, del monte Viso, en el que el río Po tiene su origen, empezando por un pequeño pozo y luego creciendo mientras fluye hacia el Este, en dirección a Emilia, Ferrara y Venecia. Todo esto será muy largo de dar en detalle, y realmente, en mi opinión, parece irrelevante excepto para introducir su relato. Pero aquí está su cuento, que podéis escuchar, si queréis.

II

En la parte occidental de Italia, al pie del nevado monte Viso, se ubica una llanura rica y feraz, salpicada de ciudades y castillos fundados en tiempos de nuestros antepasados. Otras muchas hermosas vistas pueden contemplarse en esta magnífica región, llamada Saluzzo. Un marqués era dueño de la comarca, como sus antepasados lo fueron antes que él. Cada uno de sus súbditos, fuese rico o pobre, obedecía sus menores deseos.

Así, de este modo, por el favor que le dispensaba la Fortuna, vivió largo tiempo en completa felicidad, amado y temido tanto por los nobles como por los plebeyos. En cuanto a su linaje, pertenecía a la más elevada cuna en Lombardía; de aspecto bien parecido, fuerte y lleno de juventud; era además muy honorable y cortés, así como bastante prudente en el gobierno de su país, salvo por un par de cosas en las que no llegaba a perfecto. Este joven príncipe atendía al nombre de Walter.

Pero si algo había que reprocharle era esto: no pensaba jamás en lo que podría suceder en el futuro. Su mente se concentraba totalmente en el placer del momento, como por ejemplo en cazar y en la práctica de la cetrería por aquella comarca. Prácticamente se despreocupaba de todos sus demás deberes. Y lo peor de todo: pasase lo que pasase, no quería tomar esposa.

Sin embargo, su pueblo lo lamentaba tanto, que un día acudieron a él en tropel, y uno de ellos (que era el más sabio y el de mayor experiencia, o sea el hombre al que era más probable prestase oídos el príncipe, quizá porque sabía cómo exponer casos peliagudos como ése) habló así al marqués:

—Oh noble marqués; vuestra humanidad nos da confianza, así como osadía, para deciros lo que nos preocupa, siempre que sea necesario. Ahora, que Vuestra Gracia se digne permitirnos que expongamos nuestra triste queja. Que vuestros oídos no se nieguen a escuchar nuestra voz. Aunque a mí este asunto no me afecta más que a cualquiera de los aquí presentes, sin embargo, como sea que, amado príncipe, siempre me habéis distinguido con vuestro favor, soy el que más se atreve a pediros que prestéis atención a nuestra petición. Después haced, señor, lo que consideréis mejor. Realmente, señor, nosotros os apreciamos y estimamos a vos y a vuestras obras, y siempre ha sido de este modo; tanto es así que no podemos imaginar que se pueda vivir mejor y con mayor felicidad, salvo por una cosa, señor. Por favor, si os decidiérais a elegir esposa, entonces los corazones de vuestros súbditos estarían completamente tranquilos. Dignaos doblegar vuestra alta cerviz bajo este feliz yugo que los hombres llaman desposorio o matrimonio: es el yugo de dominio, no de esclavitud. Además, señor, considerad, entre vuestros pensamientos más selectos, cómo nuestros días van discurriendo de uno u otro modo; tanto si dormimos como si estamos en vigilia, si cabalgamos o vagamos por ahí, el tiempo siempre huye y no espera a nadie. Y aunque vos estáis todavía en la primera flor de vuestra juventud, la edad provecta se va acercando, silenciosa como una tumba. Mientras, la muerte nos amenaza a todas edades, derribando a hombres de toda clase y condición: nadie escapa; pues, tan seguro como que cada uno de nosotros sabe que debe morir, asimismo ignora totalmente el día en que le sobrevendrá la muerte. Entonces creed en la sinceridad de nuestras intenciones, pues nunca hasta el momento presente hemos rehusado prestaros obediencia. Así, pues, señor, si estáis dispuesto a aceptar, os elegiremos una esposa nacida en la familia más noble y encumbrada de todo el país, para que (hasta donde nosotros seamos capaces de juzgar) la elección parezca honorable a los ojos del Cielo. Por el amor de Dios que está en lo alto, libradnos de esta perpetua preocupación tomando esposa. Pues si ocurriera (¡Dios no lo quiera!) que a vuestra muerte terminase vuestro linaje y algún sucesor extranjero se encargase de vuestra herencia, ¡ay de nosotros, pobres de nosotros! Por consiguiente, os emplazamos a que os caséis cuanto antes.

Esta humilde petición y sus miradas suplicantes llegaron al corazón del marqués.

—Mi amado pueblo, vosotros queréis forzarme a hacer algo que nunca pensé en hacer —replicó él—. Yo disfruto con mi libertad, una cosa que raras veces se consigue estando casado; pero aunque hasta ahora estuve libre, debo ahora hacerme esclavo. Veo la sinceridad de vuestras intenciones, y, como siempre he hecho, confiaré en vuestro buen sentido. Por tanto, libre y voluntariamente, consiento en casarme lo antes que pueda. Pero en lo que concierne a vuestra oferta de hoy de elegirme esposa, dejadme que os libre de la carga de tal elección. Os pido que abandonéis vuestra idea. El Cielo sabe muy bien que los hijos a menudo no se parecen a los padres, pues toda bondad proviene de Dios y no del tronco del que uno es engendrado y parido. Confío en la bondad de Dios, y, por consiguiente, le confió a Él mi matrimonio, mi rango, posición y tranquilidad de espíritu: que se haga su voluntad. Dejadme, pues, solo en la elección de esposa acepto esta responsabilidad. Pero os pido (por vuestras vidas os conmino) a que me prometáis que honraréis a la esposa que elija como si fuese la mismísima hija del emperador, de palabra y de hechos, tanto aquí como en cualquier otra parte mientras ella viva. Además, me debéis jurar que ni os opondréis a mi elección ni murmuraréis en contra de ella. Ya que, a petición vuestra, renuncio a mi libertad, os lo aseguro también: en la que allí ponga mi corazón, con ella me casaré; y, a menos que aceptéis estas condiciones, os tendré que pedir que no me habléis nunca más de este asunto.

A todo ello juraron su conformidad de todo corazón y por unanimidad. Solamente le pidieron, antes de marcharse, que tuviese la bondad de fijar, lo antes posible, una fecha determinada para la boda. Pues incluso entonces el pueblo temía, en cierto modo, que, después de todo, el marqués no se casase.

Él mencionó un día que le venía bien y en el que se casaría sin falta. Añadió que si fijaba la fecha era porque se lo habían pedido. Por su parte, todos ellos se arrodillaron y con gran humildad y sumisión le dieron las gracias. Luego, habiendo conseguido su propósito, regresaron a sus hogares.

El marqués mandó en el acto a sus oficiales que dispusieran los festejos de la boda. Dio todas las órdenes que creyó necesarias a sus caballeros y escuderos personales, quienes las obedecieron haciendo cada uno todo lo posible para honrar la ocasión.

No lejos del magnífico palacio en el que el marqués estaba planeando su matrimonio se hallaba una aldea agradablemente situada en la que residían algunos pobres pueblerinos; guardaban su ganado y se ganaban la vida como podían con el sudor de la frente, hasta donde permitía la fertilidad del suelo.

Entre esta gente vivía un hombre que se consideraba más pobre aún que los demás (sin embargo, el Padre Celestial se sabe que mandó su gracia a un humilde pesebre). Los aldeanos le llamaban Janícula. Este hombre tenía una hija de muy buen ver que atendía por Griselda.

Pero si tengo que hablar de la belleza de la bondad, entonces ella era la más hermosa que alumbra el sol. Como había sido criada en la pobreza, jamás un deseo sensual había mancillado su corazón; su bebida provenía con mayor frecuencia del pozo que del barril de vino; como amaba la virtud, estaba más compenetrada con el trabajo pesado que con la dulce holganza.

Sin embargo, a pesar de su juventud, su pecho virgen albergaba una gran firmeza y madurez de espíritu. Cuidaba de su pobre padre, ya entrado en años, con la mayor devoción y cariño. Ella solía hilar junto a su rueca mientras vigilaba cómo sus pocas ovejas pacían en el campo, y solamente holgaba cuando dormía.

Al regresar a casa, a menudo traía raíces y otras hierbas que troceaba y hervía para comer; luego hacía su lecho, un duro camastro, en modo alguno blando; y así mantenía vivo a su padre mostrándole toda la devoción y dedicándole todos los cuidados que todo buen hijo da a su progenitor.

El marqués había observado frecuentemente a esta desheredada criatura cuando había salido a cazar montado en su cabalgadura. Sin embargo, cuando por casualidad veía a Griselda, no era con los luminosos ojos de conquistador que la miraba, sino que, frecuentemente, contemplaba su porte con un semblante serio, apreciando en el fondo de su corazón no solamente su feminidad, sino también su gran bondad, la cual tanto de hecho como por la apariencia sobrepasaba en mucho la de cualquier otra persona tan joven. Aunque la gente corriente no percibe muy bien la virtud, por su parte él pudo estimar sus cualidades en su justa medida. Resolvió para sí que si alguna vez se casaba, la desposaría a ella y sólo a ella.

Llegó el día de la boda, y nadie sabía quién sería la esposa. Muchos se extrañaron de esta excentricidad y decían privadamente entre sí: «¿No habrá terminado nuestro príncipe todavía con sus simplezas? ¿Es que, después de todo, no va a casarse? ¡Ay! La lástima de eso es que ¿por qué nos engaña y se engaña a sí mismo?».

Sin embargo, el marqués había encargado para Griselda unos broches y anillos con gemas montadas en oro y lapislázuli. Incluso había ordenado confeccionar un vestido a la medida de ella, cuya talla se había tomado de una muchacha de su misma envergadura; asimismo había encargado todos los demás accesorios que corresponden a una boda de tal importancia.

La mañana del día de la boda se acercaba, y todo el palacio estaba engalanado, el salón del banquete y los aposentos privados, cada uno en el estilo conveniente, mientras que las cocinas y las despensas estaban llenas a rebosar con las más deliciosas viandas que se pueden encontrar a lo largo y ancho de Italia.

Suntuosamente vestido, acompañado por señores y damas a los que había invitado a la boda, por los jóvenes caballeros de su séquito y precedido por sonoros acordes musicales, el marqués real tomó el camino más corto hacia el pueblo del que he hablado antes. Griselda (el Cielo sabe que estaba muy lejos de pensar que toda aquella pompa fuese por su causa) se había ido al pozo en busca de agua.

Regresaba a casa presurosamente, pues había llegado hasta sus oídos que el marqués pensaba casarse aquel día y esperaba poder ver algo de aquel espectáculo. Y pensaba para sí misma: «Me pondré en el portal de nuestra casa con otras chicas amigas mías, y así podré ver a la marquesa. Procuraré terminar el trabajo que tengo en casa lo antes posible, y así me quedará tiempo para verla si es que ella toma este camino para dirigirse al castillo».

En el mismo momento que cruzaba la puerta, llegó el marqués y la llamó. Ella, al instante dejó el cubo del agua en el suelo de su establo para bueyes que estaba cerca del umbral de la citada puerta, cayó de rodillas y allí se quedó en esa posición con el rostro solemne, esperando, callada, a que el príncipe dijese lo que deseaba; con el semblante pensativo, el marqués se dirigió a la muchacha y le habló en un tono de suma gravedad:

—¿Dónde está vuestro padre, Griselda?

—Está aquí y dispuesto —replicó ella de forma humilde y reverente—.

Sin perder un instante, se encaminó a buscar a su padre en el interior de la casa para llevarlo ante el marqués. Éste tomó al anciano de la mano y, llevándoselo aparte, le dijo:

Janícula, no debo, no puedo ocultar por más tiempo el deseo más ferviente de mi corazón. Si me lo concedéis, ocurra lo que ocurra, antes de marcharme me llevaré a vuestra hija para que sea mi mujer hasta que la muerte nos separe. Estoy completamente seguro de vuestra lealtad, ya que nacisteis fiel vasallo mío, y doy por sentado que aquello que a mí me complazca os complacerá a vos igualmente. Así pues, dadme una clara respuesta a la propuesta que os acabo de hacer: ¿me aceptáis como vuestro yerno?

Desconcertado y sorprendido por esta repentina oferta, el anciano enrojeció y se quedó allí de pie temblando de pies a cabeza, con lo que apenas si le quedó voz para musitar:

—Señor, vuestros deseos son mis deseos. Jamás me interpondría en vuestro camino; vos sois mi amado príncipe: disponed este asunto exactamente como queráis.

El marqués repuso suavemente:

—Sin embargo, querría que vos y Griselda charlaseis privadamente en vuestro aposento por la razón siguiente: quiero preguntarle a ella si está dispuesta a ser mi esposa y someterse a mis deseos; y quiero que esto ocurra en presencia vuestra, pues no quiero decir nada que vos no oigáis.

Mientras ellos se hallaban en el aposento poniéndose de acuerdo (ya os lo contaré luego), la gente que se hallaba fuera se apretujó alrededor de la casa maravillándose de la forma atenta y digna de elogio con que ella cuidaba a su querido padre. Pero Griselda, no habiendo visto antes nada parecido, quizás estaba más asombrada que ellos (estaba sin habla, lo que no es de extrañar, al tener a un visitante tan importante en aquel lugar). Su cara había perdido todo su color. Ella no estaba acostumbrada a tales visitantes.

Pero para proseguir la historia, esto es lo que el marqués dijo a aquella amable muchacha de buen corazón:

—Griselda, debéis entender claramente que tanto a vuestro padre como a mí nos resulta satisfactorio que yo me case con vos; supongo que estáis también bien dispuesta a ello. Pero, no obstante, debo formularos estas preguntas, ya que todo debe hacerse con tanta premura: ¿Consentís, o bien os gustaría pensarlo bien? Os pregunto si estáis preparada a complacer todos mis deseos sin dilación; que yo tenga libertad de hacer lo que me parezca mejor, tanto si esto os proporciona placer o dolor; que vos nunca murmuréis o protestéis; que cuando yo diga , vos no digáis no, ni de palabra o frunciendo el ceño. Jurad esto y yo os juraré nuestra alianza, aquí y ahora.

—Señor —replicó ella perpleja por estas palabras y temblando de respeto—, no soy digna no merezco el honor que me ofrecéis; cualquier deseo vuestro es también el mío. Y aquí mismo juro que nunca, voluntariamente, os desobedeceré ni con los hechos ni de palabra, aunque ello me cueste la vida y no tengo el menor deseo de morir.

—¡Griselda mía! Con esto basta —dijo él—.

Con el semblante grave caminó hacia la puerta seguido de Griselda. Entonces se dirigió al pueblo:

—Esta que está aquí a mi lado es mi esposa. Pido que todo aquel que me ame, la ame y honre también a ella. Esto es todo lo que tengo que decir.

Y para que ella no llevase al palacio nada de su anterior atavío ordenó a las mujeres que allí mismo la desnudasen. Las damas no estaban lo que se dice complacidas de tener que tocar las ropas que ella portaba. Sin embargo, vistieron a la doncella de blanca piel con los nuevos ropajes de pies a cabeza, peinando sus cabellos desgreñados y en desorden, colocando una guirnalda sobre su cabeza con sus delicados dedos y cubriéndola con toda suerte de joyas. Pero ¿por qué efectuar el relato de sus adornos? Cuando ella estuvo transformada por toda esta magnificencia, la gente apenas si podía reconocerla, debido a su deslumbrante belleza.

El marqués se desposó con ella con un anillo traído a ese fin. Entonces la puso sobre un caballo blanco como la nieve de lento caminar y, sin más dilación, la escoltó hasta su palacio. Alegres multitudes salieron para aclamarla y conducirla allí; luego pasaron el resto del día en pleno jolgorio hasta la puesta del sol.

Para acelerar el relato diré que Dios favoreció a la nueva marquesa con su gracia de tal modo que parecía imposible que pudiese haber nacido y se pudiese haber criado rústicamente en alguna casucha o establo de bueyes, sino que más bien parecía haber sido educada en el palacio de su emperador. Ella llegó a ser tan amada y respetada por todos, que la gente de su aldea natal, que la habían conocido desde que nació, difícilmente hubieran creído (si no lo hubiesen sabido) que era la hija de aquel Janícula de que os hablé antes, ya que parecía una criatura totalmente distinta.

Pues aunque había sido siempre virtuosa, las cualidades de su mente, buenas por naturaleza, establecidas como estaban en el más caritativo de los corazones, pronto alcanzaron la cúspide de la perfección. Era siempre tan discreta y amable, su elocuencia tan encantadora y ella misma inspiraba tal respeto, que pudo ganarse los corazones de todo el mundo; todos los que llegaron a ver su rostro, la amaron. Su bondad adquirió renombre no sólo de la ciudad de Saluzzo, sino también en las comarcas circundantes, pues siempre que había uno que hablaba bien de ella, otro lo confirmaba. Y así la fama de su maravillosa bondad se extendió hasta que llegó un momento que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, viajaban a Saluzzo simplemente para verla.

De este modo se casó Walter, aunque humildemente (o más bien espléndidamente), y tuvo un matrimonio honorable y lleno de buenos auspicios. Vivió cómodamente en su casa con la paz de Dios rodeándole y su fama fue grande entre la gente. Y debido a que él se había dado cuenta de que la virtud se aloja frecuentemente en los de condición humilde, la gente le tuvo por persona de gran sabiduría, que, por cierto, no abunda.

No solamente valía Griselda para todas las artes domésticas, sino que cuando la circunstancia lo requería, sabía procurar el bien general. En todo el país no hubo pelea, rencor y ofensa que ella con su sabiduría no pudiese apaciguar. Tanto si eran los nobles como si eran otros del país los que estaban enemistados, ella sabía reconciliarlos, incluso cuando su esposo se hallaba ausente. Sus dichos eran tan sabios y bien pensados, sus juicios tan equitativos, que la gente creía que había sido enviada por el Cielo para salvarles y deshacer todos los entuertos.

No mucho después del matrimonio de Griselda, ésta dio a luz a una niña. Ella hubiese preferido un hijo varón; no obstante, el marqués y el pueblo estuvieron encantados, pues la llegada de una hija en primer lugar demostraba que no era estéril, por lo que existía toda probabilidad de tener un hijo varón.

Mientras la niña era todavía amamantada sucedió (como ocurre algunas veces) que el marqués sintió deseos de comprobar la constancia de su mujer. No podía librarse de este extraordinario deseo de probar a su esposa. Dios sabe que no había tal necesidad de ponerla en este brete, pues la había probado antes con bastante frecuencia y siempre la había encontrado pura; por lo que ¿qué necesidad había de someterla a prueba una y otra vez? Algunos pueden aplaudir el gesto por lo astuto. Por mi parte diré que no está nada bien que un hombre someta a su mujer a prueba y a angustias y temores innecesarios.

Así es cómo actuó el marqués. Una noche fue solo, con el semblante grave y el ceño fruncido, al aposento en que ella estaba y dijo:

—¡Griselda! Supongo que no habréis olvidado el día en que os rescaté de la pobreza y os llevé a vuestra alta posición actual. Solamente digo, Griselda, que no creo que la dignidad actual en la que os he colocado os haga olvidar el hecho de que os encontré en una condición misérrima. ¿Qué felicidad podíais haber buscado? Ahora fijaos bien en cada palabra que diga: no hay nadie que pueda oírnos excepto nosotros dos. Vos misma sabéis perfectamente bien cómo fue que llegasteis a esta casa, no hace mucho tiempo de ello. Ahora bien, aunque os amo y aprecio muchísimo, mis nobles no os ven de igual modo. Ellos dicen que es un escándalo y una desgracia que os deban lealtad y estén sometidos a vos, una simple pueblerina. Y no hay duda alguna de que hablan así, especialmente desde que nació nuestra hija. Yo, como siempre, deseo vivir con ellos en paz y tranquilidad. Dadas las circunstancias, no puedo correr riesgos. Debo librarme de nuestra hija del mejor modo que pueda (no como yo quisiera, sino como desea mi pueblo). Dios sabe que es algo que va muy en contra de mis deseos. No obstante, no haré nada sin que lo sepáis. Sin embargo, deseo que consintáis en ello. Poned ahora vuestra paciencia a prueba, tal como me jurasteis y prometisteis en vuestro pueblo el día que nos casamos.

Ella escuchó todo esto sin que se produjese la menor alteración en su rostro, voz o compostura. Según todas las apariencias, no sintió resentimiento alguno, sino que replicó:

—Mi señor, todas las cosas están a vuestra disposición. Mi hija y yo somos completamente vuestras y obedeceremos gustosamente. Lo que es vuestro, podéis conservarlo o distribuir; haced lo que queráis. Como el Cielo que es mi salvación, nada que os complazca puede desagradarme a mí, ni hay nada que desee tener o tema perder más que vos únicamente. Este es y siempre será el deseo de mi corazón. Ni el tiempo ni la muerte podrá borrarlo o desviar mi corazón de vos.

Aunque esta respuesta hizo feliz al marqués, sin embargo lo disimuló, pues, cuando se volvió para salir de la habitación, su aspecto y porte eran inexorables.

Poco tiempo después de esto (un poco más tarde tan sólo), reveló la verdad confidencialmente a un individuo que envió a su mujer. Este hombre de confianza iba en camino de ser una especie de asistente que se había revelado fiable en asuntos de importancia. Se puede confiar en esta clase de individuos para que efectúen los trabajos sucios.

El príncipe se daba perfecta cuenta de que este oficial, al mismo tiempo que le era leal, temía su cólera. En cuanto éste entendió lo que su dueño quería, caminó rápidamente hacia el aposento de Griselda donde entró.

—Señora —dijo él—, perdonadme si ejecuto lo que es mi deber efectuar. Vos sabéis perfectamente que las órdenes de un príncipe no pueden ser eludidas, por mucho que deban lamentarse o ser deploradas. Pero la gente debe necesariamente obedecer sus órdenes, y yo formo parte de esta gente; qué le vamos a hacer: se me ha ordenado que me lleve a esta niña.

Aquí se interrumpió, agarró brutalmente a la criatura e hizo como si fuera a matarla allí mismo. Griselda (que debía soportar todo lo que el marqués desease) permaneció sentada, callada y mansa como un cordero y dejó que el cruel asistente hiciese su trabajo.

Siniestra era la mala reputación de aquel hombre, siniestro su rostro, siniestro su hablar y siniestra la hora de su aparición. La pobre Griselda creyó que él mataría aquí y allí a la hija a la que amaba tan tiernamente; sin embargo, no lloró ni suspiró, sino que se sometió voluntariamente al deseo del marqués. Al cabo, sin embargo, habló. Humildemente rogó al asistente que tuviese el buen corazón de permitirle que besase a su hija antes de que muriese. Su cara estaba llena de pesar cuando apretó a la criaturita contra su pecho.

La meció en sus brazos y la besó; entonces hizo la señal de la cruz, diciendo con su voz dulce:

—Adiós, hija mía; nunca te volveré a ver; pero te he persignado. Que nuestro Señor en el Cielo, que murió por nosotros en la cruz de la madera, te bendiga. Hijita mía, confío tu alma a su cuidado, pues esta noche morirás por causa mía.

Incluso para su nodriza, lo juro, aquel panorama hubiese resultado insoportable; con cuánta mayor razón tenía excusa una madre para llorar. Pero, sin embargo, ella permaneció firme e impasible, soportando toda aquella desgracia, y dijo dulcemente al oficial:

—Volved a coger a la doncellita. Ahora id a cumplid la orden de vuestro señor, pero permitidme que os pida un favor: a menos que vuestro señor os lo haya prohibido, enterrad este pequeño cuerpo en algún lugar en el que los pájaros y los animales salvajes no puedan despedazarlo.

A esta petición el asistente no respondió palabra, sino que recogió a la niña y se marchó.

El asistente volvió a donde estaba su señor y le dio cuenta breve, pero completamente, de todas las palabras y comportamiento de Griselda y puso en sus brazos a su amada hijita. El príncipe parecía tener algunos remordimientos; pero, no obstante, persistió en su propósito, como suelen hacer los príncipes cuando quieren salirse con la suya. Pidió a aquel sujeto que se llevase a la niña secretamente, que la envolviese con sumo cuidado para que pudiese ser transportada en una caja o bien abrigada, advirtiendo que, a menos que quisiera morir decapitado, nadie debía conocer lo que se proponía, ni de dónde venía ni adónde iba.

Tenía que llevársela a Bolonia, a la casa de la hermana del marqués (que en aquellos tiempos era condesa de Panico), explicarle las circunstancias y pedirle que hiciese todo lo que pudiese para educar a la niña como convenía a su noble condición; pero le pedía encarecidamente que bajo ningún concepto revelase a nadie su identidad.

El oficial se fue y cumplió su cometido. Pero volvamos ahora con el marqués. Éste se hallaba alerta, preguntándose si podría percibir algún cambio en el comportamiento de su esposa hacia él o descubrirlo por alguna palabra de ella. Pero jamás la encontró sino fuera amable e inmutable como siempre. Desde todos los puntos de vista, ella seguía estando tan animada y siendo tan sumisa y dispuesta a servirle y amarle como antes. Nunca profirió ella palabra sobre su hijita. La desgracia no la había cambiado en lo más mínimo, ni jamás hizo mención de su nombre bajo circunstancia alguna.

Estando así las cosas pasaron cuatro años y quedó nuevamente preñada; pero esta vez Dios quiso que pariese un hermoso varón para Walter. Cuando se lo dijo al padre, no sólo él, sino todo el país, se regocijaron con el niño, dando gracias al Señor y alabándole. Pero un día, cuando el niño tenía ya dos años y la nodriza le había destetado ya, el marqués tuvo el capricho de probar a su esposa todavía más si era posible. Sin embargo, ¡qué inútil ponerla a prueba otra vez! Pero es que los hombres casados no conocen límite cuando encuentran a una mujer paciente.

—Mi querida esposa —dijo el marqués—. Como ya sabéis, mi pueblo ha tomado muy mal nuestro matrimonio, y ahora, especialmente desde que nació nuestro hijo, peor que nunca. Sus murmuraciones taladran mi corazón; tan crueles son los rumores que me llegan a los oídos, que mi espíritu está casi quebrantado. Ahora andan diciendo esto: «Cuando Walter se vaya, la familia de Janícula tendrá que sucederle y convertirse en nuestra dueña, no tenemos otra elección». No cabe duda de que esto es lo que se dice por ahí, y yo tengo que tener en cuenta las murmuraciones de esta clase, pues aunque no lo dicen claramente ante mí, realmente tales ideas me asustan. Querría vivir en paz, si me dejan, y, por consiguiente, estoy dispuesto a librarme de mi hijo en secreto, de igual modo como me libré de su hermana aquella noche. Os lo advierto para que no os pongáis fuera de vos repentinamente por la pena. Tened paciencia en esto, os lo pido encarecidamente.

—He dicho y siempre diré —replicó ella— que, en verdad, no deseo nada sino complaceros a vos; no siento pena en absoluto, aunque maten a mi hija y a mi hijo (por orden vuestra, claro). No he tenido otra participación en mis dos hijos que primero el embarazo y luego la pena. Vos sois nuestro dueño; haced lo que queráis con lo que es vuestro; no me pidáis consejo, pues del mismo modo que dejé todas mis ropas en casa cuando vine hacia vos por primera vez, del mismo modo dejé mi voluntad y mi libertad allí y acepté vuestros atavíos. Por consiguiente, os pido que hagáis lo que deseéis, y yo obedeceré en lo que os plazca. Por cierto, que si yo pudiese anticiparme a vuestros deseos y los supiese antes de que me dijeseis cuál es vuestro capricho, no dejaría de ejecutarlo. Pero ahora que sé lo que queréis y lo que deseáis que se cumpla, seré constante y firme en todo lo que queréis. Y si supiese que mi muerte os tenía que dar tranquilidad, entonces, para complaceros, gustosamente moriría. La muerte no es nada en comparación con nuestro amor.

Al darse cuenta de la constancia de su esposa, el marqués sintió vergüenza y bajó los ojos. Quedó pasmado de lo que ella podía aguantar con tanta entereza. Entonces se fue, con una resuelta expresión en el rostro, aunque en su fuero interno estallaba de felicidad.

Su temible secuaz se llevó a su hermoso hijito de la misma forma en que se había apoderado de su hija, o incluso con mayor crueldad si cabe. Sin embargo, ella no mostró señal de pena (tanta era su paciencia), pero besó también a su hijo y lo persignó, pidiendo únicamente a aquel sujeto que, si podía, lo enterrase en la tierra para preservar a sus tiernas y delicadas extremidades de las aves y de las bestias de presa. Pero no obtuvo respuesta de ninguna clase. El hombre se marchó como si aquello no significase nada para él; pero llevó con todo cuidado al niño a Bolonia.

Cuanto más pensaba sobre el asunto, más se maravillaba el marqués por su paciencia y, si no hubiese estado seguro de cuánto amaba a sus hijos, hubiese sospechado de que ella pasaba por todo aquello por astucia, malicia o dureza de corazón. Pero sabía perfectamente que, después de él, a quienes ella amaba más era a sus hijos.

Ahora preguntaré a las damas presentes si no consideran que todas estas pruebas no eran ya suficientes. ¿Qué más podría idear este implacable marido para comprobar la fidelidad y constancia hacia alguien tan inexorable como él? Pero hay un tipo de personas que una vez han decidido tomar determinada senda, no pueden ya resistir, sino que se atienen a su propósito primitivo, como un mártir atado a la estaca del suplicio. Tal era el caso del marqués, que persistía en poner a su mujer a prueba según su propósito inicial.

Estaba siempre atento a cualquier palabra o gesto que delatase que ella había cambiado algo con respecto a él. Pero no pudo detectar variación alguna: continuó con el mismo talante y comportamiento de siempre; incluso, con los años, se volvió, si fuera posible, todavía más fiel y devota si cabe.

Al final pareció como si entre los dos hubiese una única voluntad, pues fuese lo que fuese el deseo de Walter, se convertía también en el de ella, hasta que, gracias al Cielo, todo llegó a su fin. Ella demostró cómo, a pesar de todas las tribulaciones, una esposa no debe tener otros deseos propios que los de su esposo.

Ahora bien, corrían historias escandalosas acerca de Walter por todas partes: que si por haberse casado con una pobre, en la crueldad de su corazón había mandado perversa y secretamente asesinar a sus dos hijos. Tal era el hablar de las gentes. Y no es de extrañar, pues no llegó ninguna palabra a los oídos del pueblo de que no hubiesen sido asesinados.

Por ello, sucedió que si hasta entonces había sido amado mucho por su pueblo, el oprobio de su mala fama hizo que llegasen a odiarle. No obstante, él no cejó en sus crueles propósitos por ningún motivo. Su mente estaba totalmente ocupada en seguir poniendo a prueba a su mujer.

Cuando su hija cumplió doce años de edad, envió su mensajero a la corte de Roma (a la que astutamente había mantenido informada de sus intenciones) y les dio instrucciones para que falsificasen los documentos que fuesen necesarios para su inhumano proyecto. Dichos documentos debían decir que el Papa, para calmar la opinión de su pueblo, le pedía que, si quería, se casase nuevamente. Realmente llegó a solicitarles que falsificasen bulas papales que dijesen que tenía permiso, por dispensa pontificia, de repudiar a su primera mujer, para que la disensión y mala voluntad entre él y su pueblo desapareciesen. Así decía la bula, que se publicó en su totalidad.

Como era de esperar, la gente se lo creyó a pies juntillas. Pero cuando la noticia llegó a Griselda, tengo entendido que su corazón se llenó de pena. Sin embargo, con la firmeza acostumbrada, ella resolvió (¡pobre infeliz!) soportar las adversidades de la fortuna, siempre procurando el placer de aquel al que había entregado alma y corazón, como su verdadero solaz terrenal.

Para no alargar la historia, diré que el marqués escribió una carta especial para llevar a cabo sus planes y la envió secretamente a Bolonia. Solicitó formalmente al conde de Panago (que se había casado con su hermana) para que, públicamente, trajese a casa a sus dos hijos con una escolta de honor. Una cosa exigió escrupulosamente, y fue que si se le preguntaba al conde de quién eran aquellos hijos no lo dijese a nadie, pero que, en cambio, divulgase que la niña iba a desposarse con el marqués de Saluzzo.

El conde cumplió lo que le pidió, y el día previsto se puso en marcha, camino de Saluzzo, con un gran séquito de nobles bien pertrechados para dar escolta a la doncella y a su joven hermano, que cabalgaba a su lado. La muchacha en ciernes iba ataviada para la boda y cubierta de deslumbrantes joyas, mientras que su hermanito, de siete años, iba brillantemente vestido a su propio estilo. Así cabalgaron día a día camino de Saluzzo en medio de gran suntuosidad y regocijo.

Entre tanto, el marqués, para poder estar absolutamente convencido de que seguía siendo tan constante como siempre, buscó el modo de hacer sufrir la máxima prueba a su esposa con su acostumbrada crueldad. Un día, durante una audiencia pública, se dirigió a ella en voz alta:

—Realmente, Griselda, ha sido bastante agradable tenerte por esposa, más por vuestra fidelidad y obediencia que por vuestra riqueza y linaje. Pero cuando pienso en ello, cada vez me convenzo más de que cuanto más elevada es la posición de uno, tanto mayor es su sujeción al servicio. Un labrador tiene más libertad en darse gusto que yo mismo, pues mi pueblo me fuerza con su diario clamor a que tome otra esposa. Y además debo deciros que el Papa ha otorgado su consentimiento para ello con el fin de impedir que hubiera disensiones y mala voluntad entre el pueblo. Por cierto que os diré esto: mi nueva esposa está en camino hacia aquí. Preparaos para dejar este lugar sin dilación. En cuanto a la dote que vos me trajisteis, como favor especial os permitiré que os la llevéis con vos. Volved a la casa de vuestro padre. Nadie puede tener suerte siempre. Seguid mi consejo y soportad los embates de la fortuna con ecuanimidad.

Le respondió ella, sin embargo, con fortaleza:

—Señor, supe y siempre he sabido que nadie puede en modo alguno comparar vuestro esplendor con mi pobreza. Esto es innegable. Nunca me consideré digna de ser vuestra esposa en modo alguno. No, ni tan sólo vuestra doncella de cámara. Y en esta casa de la que me hicisteis dueña pongo a Dios por testigo (que Él dé consuelo a mi espíritu) que nunca pensé que era la señora sino la humilde criada de vuestra señoría, por encima de todas las demás criaturas terrenales, y lo seguiré siendo mientras dure mi vida. Os doy gracias a vos y al Cielo, al que rezo que os recompense, por el tiempo que me habéis honrado con vuestra generosidad y me habéis exaltado hasta un puesto del que no soy digna. No diré nada más. Volveré a mi padre gustosamente y viviré con él por el resto de mi vida. Y allí donde me crié de niña, viviré y moriré como viuda, limpia de cuerpo y de alma y de todas las cosas. Pues como os entregué mi virginidad y soy, sin duda, vuestra fiel esposa, Dios impida que la esposa de un príncipe tan grande tome como esposo o compañero a otro hombre. En cuanto a vuestra nueva esposa, que Dios en su gracia os conceda alegría y prosperidad, pues gustosamente le cederé mi sitio en el que he sido tan feliz. Ahora, mi señor, ya que os place que yo, cuyo corazón estuvo en vos, me vaya, iré a donde gustéis. En cuanto a vuestra oferta de devolverme la dote que yo aporté, estoy lejos de olvidar cuál fue; nada espléndido: solamente mis pobres harapos; sería difícil para mí el encontrarlos ahora. ¡Oh Dios bendito! ¡Cuán noble y amable me parecisteis en aspecto y palabra el día en que nos casamos! Sin embargo, se dice y es verdad (al menos yo en mi caso así lo creo, puesto que ha resultado cierto) que «el amor cambia cuando envejece». Pero os aseguro, mi señor, que ni las penalidades ni la muerte harán que me arrepienta de palabra o de obra de haberos dado todo mi corazón. Mi señor, vos sabéis que me despojasteis de mis miserables harapos en la casa de mi padre y que, generosamente, me vestisteis con ropas magníficas. Es evidente que lo único que os traje fue mi fidelidad, mi desnudez y mi virginidad. Aquí, pues, hoy os devuelvo mis ropas y también mi anillo de boda, para siempre más. Os puedo asegurar que el resto de vuestras joyas están en vuestro aposento. Desnuda llegué de casa de mi padre y desnuda debo regresar a ella. Gustosamente me someteré a todos vuestros deseos, pero espero que no tengáis intención de que salga de vuestro palacio totalmente en cueros. Vos no podéis permitir una cosa tan deshonrosa como que el vientre que guardó vuestros hijos quede al natural y a la vista de todos y de todo el pueblo cuando me vaya. Os ruego encarecidamente que no me hagáis caminar despojada como un gusano por el camino. Mi amado señor, recordad que fui vuestra esposa, aunque indigna, y que, por consiguiente, la doncellez que os traje y que ahora no puedo llevar me autorice a que me concedáis volver con un sayo como el que solía llevar, con el que ocultar el vientre de la que una vez fue vuestra esposa. Y para que no os enojéis, mi señor, aquí me despido de vos.

—Guardad el sayo que lleváis —dijo él— y lleváoslo con vos.

Sin embargo, a él le costó pronunciar estas palabras por piedad y remordimiento, pero le volvió la espalda. Ella se despojó allí mismo delante del pueblo y partió con su sayo hacia la casa de su padre, con la cabeza desnuda y con los pies descalzos. El pueblo la siguió llorando, y mientras caminaban maldecían a la diosa Fortuna; pero ella mantuvo a sus ojos secos de lágrimas y en todo el trecho no profirió ni una sola palabra.

Su padre pronto se enteró de la noticia. Maldijo el día y la hora en que nació. Sin duda este pobre anciano siempre había sentido cierta aprensión sobre el casamiento de su hija. Desde el mismo principio sospechó que una vez que el príncipe hubiese satisfecho su apetito sexual, sentiría haber desprestigiado su rango por haber elegido tan bajo, y que entonces se libraría de ella lo antes posible.

El clamor de la gente le anunció su proximidad y se apresuró a salir al encuentro de su hija. Llorando amargamente la cubrió con su viejo abrigo como mejor supo, pero no pudo envolverla porque la tela era corta y muchísimo más vieja y desgastada de lo que ya estaba el día de la boda.

Así, pues, esta flor de esposa paciente residió algún tiempo con su padre. Nunca demostró ni con la palabra ni con la mirada, ni en público ni en privado, que se le hubiese causado daño alguno; su rostro no delataba tampoco en lo más mínimo que recordase o echase de menos su elevada posición perdida.

Tampoco esto podía maravillar o sorprender a nadie, pues cuando era marquesa siempre se había distinguido por una actitud carente de pretensiones. No sentía especial predilección por los manjares delicados ni tenía un espíritu amante de los placeres; al contrario, estaba llena de amabilidad paciente, era discreta, sin pretensiones, siempre honorable y, con respecto a su esposo, constante y sumisa. La gente habla de Job y, muy especialmente, de su humildad; cuando les entra en gana, los eruditos suelen ser bastante elocuentes al respecto (particularmente de la humildad en los hombres), pero aunque aquéllos dedican pocos elogios a la mujer, la verdad es que ningún hombre jamás llega a ser ni la mitad de humilde y fiel que una mujer; y si no es así, ahora me entero.

Cuando el conde de Panago llegó a Bolonia, la noticia se extendió por todas partes. También llegó a oídos de todo el mundo el que había traído consigo a una nueva marquesa con tal pompa y esplendor, que por toda la Lombardía occidental ningún ser humano había contemplado jamás un espectáculo de mayor magnificencia.

Antes de la llegada del conde, el marqués (que sabía de ella, pues era el que lo había planeado todo) envió unos mensajeros para que le trajesen a la pobre e inocente Griselda; y ella, con el corazón sumiso y el rostro feliz, aunque no anidasen grandes esperanzas en su pecho, acudió prestamente a su requerimiento. Se arrodilló ante él y le saludó respetuosamente.

—Griselda —dijo él—, estoy completamente decidido a que esta muchacha con la que voy a contraer matrimonio sea recibida mañana en mi casa como si fuese una reina, y que todo el mundo esté situado y servido de acuerdo a su rango y agasajado con todos los honores que pueda darle. Naturalmente, no dispongo de ninguna mujer capaz de ordenar y disponer las habitaciones como yo quisiera; por ello estaría muy contento si os pudieseis cuidar de ello. Además, estáis familiarizada con todos mis gustos. No os importe el que vuestros vestidos sean andrajosos y feos: la cuestión es que cumpláis con vuestra tarea de la mejor manera posible.

—Mi señor —respondió ella—, no solamente soy feliz de poder hacer lo que deseáis, sino que es también mi deseo serviros y complaceros lo mejor que sepa desde mi humilde puesto, hasta que me caiga rendida; y siempre será así. Pues nunca, en el bienestar o en la aflicción, el alma que se aloja en mi pecho os dejará de amar con la mayor y más verdadera lealtad.

Y después de decir esto, empezó a poner orden en la casa, preparando las mesas y haciendo las camas. No ahorró esfuerzos, conminando a las camareras que, por amor de Dios, se apresuraran, barriesen y fregasen, mientras que ella, más ocupada que nadie, preparaba el salón del banquete y los aposentos privados.

El conde llegó a media mañana trayendo a los dos nobles niños con él. La gente salió corriendo a ver el costoso espectáculo; y ahora, por primera vez, empezaron a comentar unos con otros que Walter no era ningún tonto. Si quería cambiar de esposa, todavía salía ganando, pues la vieron mucho más bella que Griselda y mucho más joven; el fruto del matrimonio resultaría mejor, y, debido a la alta cuna de la nueva desposada, más aceptable que la otra. Y había que ver la cara tan hermosa que también tenía su hermanito. Ambos cayeron bien a la multitud, y todos alabaron ahora la conducta del marqués.

«¡Qué inconstante es la gente! Siempre veleidosa, siempre infiel, inconstante y variable como una veleta; siempre regocijándose con los últimos rumores. Continuamente creciendo y menguando y siempre llena de chismes y habladurías que no valen ni un ochavo. Se equivoca en sus juicios, y su constancia no resiste el menor embate. El que confíe en la gente, en el pueblo, es un idiota a carta cabal».

Tales eran los comentarios de los ciudadanos más juiciosos mientras la multitud lo miraba todo boquiabierta, feliz de tener una nueva marquesa por la simple novedad que ello constituía.

No diré nada más sobre eso, sino que pasaré a hablar nuevamente de Griselda y de su paciencia y laboriosidad. Griselda se ocupó incansable de todo lo que se refería a la fiesta de la boda. Sin que le afectase en lo más mínimo lo grosero y andrajoso de su vestido, salió alegre a la puerta con los demás a saludar a la nueva marquesa, después de lo cual volvió a sus quehaceres. Recibió a los invitados con tal animosa aptitud, cada uno de acuerdo con su rango, que éstos, lejos de encontrar defectos a su recepción, se preguntaban maravillados cómo una mujer tan pobremente vestida podía ser tan cortés y cumplidora. Todos elogiaron merecidamente su tacto.

Entre tanto, ella nunca cesaba en sus sinceras alabanzas a la muchacha y a su hermano, que le salían de su corazón rebosante de amabilidad y espontaneidad. Nadie pudo haberles alabado más. Pero al fin, cuando los nobles entraron para ocupar su sitio en el festín, el marqués mandó venir a Griselda, que estaba atareada en el salón. Y con tono zumbón preguntó a Griselda:

—¿Qué opinas de la belleza de mi esposa?

—La encuentro muy bella, señor —replicó ella—. Creedme, jamás vi muchacha más hermosa. ¡Qué Dios le conceda felicidad! Espero que Él os envíe felicidad a ambos por el resto de vuestras vidas. Una sola cosa os pido, permitidme que os lo advierta: No hagáis con esta dulce muchacha lo que habéis hecho con otras: repudiarlas. Ella ha sido criada y educada con mayor delicadeza, y no creo que pudiese soportar las penalidades tan bien como otra que hubiese sido criada en la pobreza.

Cuando Walter vio ahora su paciencia, su animosa compostura que no contenía ni un ápice de malicia, sin dejar de ser siempre firme como un valladar y carente de resentimientos a pesar de la frecuencia con que él la había atormentado, el obstinado marqués sintió compasión en su corazón por la inquebrantable constancia de su esposa y exclamó:

—¡Queridísima Griselda!, con esto ya tengo suficiente. No temas ni sufras más. He puesto a prueba vuestra fidelidad y la bondad de vuestro corazón, tanto en la riqueza como en la pobreza, hasta donde jamás mujer alguna fue probada. Amadísima esposa, estoy seguro de vuestra constancia.

Luego, tomándola entre sus brazos, la besó. Ella estaba tan sorprendida que no se dio cuenta ni entendió lo que se le decía; era como si, de repente, la hubiesen arrancado del sueño. Pero, al final, volvió en sí de su estupefacción.

—Griselda —dijo él—, por Jesucristo que murió por nosotros, vos sois mi esposa. No tengo otra espesa ni jamás tendré otra. Tan cierto como que Dios salvará mi alma. Esta es vuestra hija, esa cine habéis pensado que era mi nueva esposa; y este muchacho será seguramente mi heredero, como siempre he querido que lo fuera. El es realmente el hijo de vuestras entrañas. Les tuve escondidos en Bolonia; recuperadlos, pues ahora no podréis decir que habéis perdido a ninguno de vuestros dos hijos. En cuanto a esta gente que pueda decir que obré por malicia o por crueldad, que tomen buena nota de que lo hice para probar la fidelidad de una esposa. ¿Cómo podía Dios permitir que matase a mis propios hijos? Mi intención fue tenerlos escondidos hasta que estuviese seguro de vuestra resolución y fuerza de voluntad.

Cuando ella oyó esto cayó al suelo desmayada, con el corazón destrozado de alegría. Cuando se recobró llamó a sus dos hijos para que se le acercasen y los estrechó entre sus brazos, llorando patéticamente y besándolos tiernamente como cualquier madre, su rostro y sus cabellos bañados en saladas lágrimas. ¡Qué emocionante resultó verla desvanecerse y oírle decir con débil voz!:

—Mil veces gracias, mi señor, por haber salvado a mis dos hijos. No me importa ya morirme aquí y ahora, con tal que me améis y tenga vuestro favor. ¿Qué importa ya la muerte o que mi alma me abandone? ¡Oh hijos míos! ¡Oh hijitos de mi alma! Vuestra apenada madre siempre pensó que habíais sido devorados por crueles perros o por bestias horribles, pero Dios en su bondad y vuestro buen padre os han conservado sanos y salvos.

De repente, y en aquel mismo instante, resbaló hasta el suelo abrazada tan fuertemente a sus dos hijos, que costó grandes esfuerzos rescatarlos de su primer abrazo. Las lágrimas se deslizaban por los rostros contritos de los presentes, que apenas si resistían seguir en aquel aposento.

Walter la consoló hasta que su profundísima pena remitió. Cuando se recuperó de su desmayo, ella sintió vergüenza; pero todo el mundo la mimó hasta que recobró su compostura.

Entonces, Walter la trató con cariñosa solicitud hasta que daba gozo ver la felicidad que reinaba entre ambos, ahora que estaban juntos nuevamente. Cuando las damas tuvieron ocasión la llevaron a su aposento y la despojaron de sus bastas ropas y la vistieron con una resplandeciente túnica dorada y le colocaron sobre la cabeza una corona en la que había montadas varias piedras preciosas. Luego la condujeron hasta el salón del banquete, donde le rindieron los debidos honores.

Y así terminó felizmente este día conmovedor, pues todos los presentes, hombres y mujeres, lo celebraron en grande y pasaron toda la jornada con alegría y regocijo hasta que las estrellas empezaron a brillar en el firmamento. A todos los presentes les pareció que este banquete era más suntuoso y magnífico que las celebraciones de los esponsales.

Ambos vivieron prósperamente en paz y armonía durante largos años. Su hija contrajo unas buenas nupcias, pues se casó con uno de los príncipes más nobles de toda Italia. Walter mandó que el padre de su esposa viniese a vivir con ellos en la corte en pacífico retiro, hasta que su alma abandonó su cuerpo terrenal. Cuando a Walter le llegó la hora, su hijo le sucedió en paz y tranquilidad. También tuvo suerte en su matrimonio, aunque no hizo sufrir ninguna prueba severa a su esposa. El mundo no es tan duro como antes. Esto es cierto.

III

—Ahora escuchad lo que el Petrarca tiene que decir al respecto —continuó diciendo el estudiante—: «Este cuento no ha sido contado para que las esposas imiten la mansedumbre de Griselda; sería más de lo que podrían soportar aunque quisiesen. Debe servir más bien para que todos, sea cual sea su condición, permanezcan tan constantes como Griselda en la adversidad». Esa es la razón por la que el Petrarca contó este cuento, que compuso en el más elevado de los estilos. Pues si una mujer fuese tan paciente hacia un simple mortal, con cuánta mayor razón deberíamos aceptar sin una queja todo lo que Dios nos envía. Resulta completamente razonable que Él ponga a prueba a todos los que Él mismo ha creado. Sin embargo, como dice Santiago en su epístola, nunca probará hasta tal extremo a los que Él ha redimido. Sin duda está siempre probándonos. Por nuestro propio bien siempre permite que seamos atormentados de diversas formas por el cruel látigo de la adversidad, no porque quiera estar seguro de nuestra fuerza de voluntad, pues está plenamente enterado de todas nuestras debilidades desde antes de nuestro nacimiento. Lo que dispone siempre es para nuestro bien. Entonces, vivamos en la virtud y en la fortaleza. Pero antes de que me vaya, permitidme, señores, que diga unas palabras. Actualmente sería difícil encontrar tres Griseldas, o incluso sólo dos, en toda la ciudad. El oro que ellas representan está actualmente adulterado con latón, que si actualmente se pusiera a prueba el metal de la moneda (aunque parece ser buena), con más probabilidad se rompería en dos pedazos antes que si se doblase. Así que, en honor de la esposa de Bath (quiera Dios mantenerla a ella y a todo su sexo en el puesto de mando o las cosas irían demasiado mal), les cantaré una canción que espero les anime, pues me siento en forma. Descansemos pues de hablar de los asuntos serios. Ahora escuchad mi canción. Ahí va:

Griselda murió, también su paciencia,
están más muertos que un clavo de ataúd;
advierto a todos los maridos en audiencia
que no asalten en alud
de sus mujeres la paciencia, esperando encontrar
una Griselda; de seguro que quebrantan su testuz.

Vosotras, esposas de alta cuna, famosas por la prudencia.
Si dejaseis que la humildad clavara
vuestras lenguas, o bien a los estudiosos evidencia
dieseis, para que aquí os contara
un cuento más increíble que el de Griselda, de presencia tan cara.
¡Vigilad que Chichevache no fuese y os devorara!

Imitad a Eco, cuya propia voz no silencia,
su actitud es de antífona;
no os volváis insensatos de tanta inocencia.
Poned los pies al suelo, tomad el control
y fijad esta lección en vuestra conciencia;
bien general para todos brillará como el sol.

Vosotras, superesposas, alzaos en propia defensa.
Cada una es grande y fuerte como un camello.
¿Cómo permitís que un hombre os haga ofensa?
Y vosotras, esposas menores, aunque flojas en batalla,
sed feroces como tigres o diablos.
La brama fuerte, como el viento en los molinos, no falla.

¿Por qué debéis temer, o hacerles reverencia?
Pues si vuestro marido se cubre de malla,
las cortantes flechas de vuestra elocuencia
traspasarán su pectoral coraza y su dura pantalla.
Seguid mi consejo, sed celosas; no perdáis las agallas,
y le acobardará vuestra presencia.

Si sois bellas y hermosas, cuando otros estén presentes,
mostrad vuestras galas y belleza.
Si fueseis feas, utilizad la largueza
para ganar amigos y estar en su mente.
Sed alegres y ligeras como el viento de Oriente,
y dejad para él que se queje, preocupe, llore y lamente.

Esto de llorar, quejarme, lamentarme y tener molestias de día y de noche es algo que conozco muy bien, como lo saben otros muchos hombres casados —contestó el mercader—. O por lo menos, así lo creo, ya que es lo que me ocurre; lo sé muy bien. Tengo una esposa, la peor que podáis imaginar; si estuviese casada con el diablo, podría jurarlo: le superaría. Pero ¿de qué sirve daros ejemplos de su terrible genio? Ella es una arpía completa. Existe una gran y profunda diferencia entre la gran paciencia de Griselda y el rencor y los deseos de venganza que anidan en mi mujer. ¡Y un cuerno volvería yo a caer en la trampa si ahora fuese libre! Nosotros, los hombres casados, vivimos siempre angustiados y afligidos. ¡Probadlo si no, y veréis que os digo la verdad, por Santo Tomás de la India!