CUENTOS DE CANTERBURY
Cuento del Marinero

I

El hospedero se incorporó sobre los estribos y exclamó:

—Señor cura, por los huesos de Cristo contadnos algo, mientras seguimos nuestro camino. Vosotros los estudiosos estáis llenos de saber, que resulta beneficioso y agradable a Dios.

El cura le contestó:

—¡Dios Santo! ¿Por qué este hombre blasfema de este modo tan pecaminoso?

El anfitrión le replicó:

—Olfateo un lolardo en el viento. Escuchadme, hombre de Dios, no os escapéis, por la pasión de Cristo. Prédica tenemos. Este lolardo quiere sermoneamos.

El marino exclamó:

—De ninguna manera. Éste no predicará. No nos cansará con sus explicaciones sobre el evangelio. Aquí todos creemos en Dios. Empezaré con relatos heréticos y a sembrar cizaña entre nuestro limpio trigo. Por tanto, hospedero, te aviso de antemano: este insignificante menda tiene cuento que contar. Os haré campanas tan alegres que despertaré a toda la concurrencia. No trataré sobre temas filosóficos, ni médicos, ni términos legales. En mi buche encontraréis muy poco latín.

II

En Saint Denis vivió una vez un comerciante muy rico, al que, dada su riqueza, se le tenía por astuto. Su esposa era de una gran belleza, muy sociable y a la que gustaban sobremanera las reuniones (cosa que origina más gastos de lo que valen todas las cortesías y halagos que prodigan los hombres en fiestas y bailes).

Estas frases corteses y estos saludos pasan como sombras chinescas y compadezco al que tiene que pagar por ellos. Siempre es el pobre marido al que le toca rascarse el bolsillo. Para su propio crédito debe adornarnos a nosotras, las mujeres, con los vestidos y joyas que utilizamos en los bailes. Y si resulta que no puede o no quiere correr con el gasto y piensa que es un despilfarro, entonces alguien tiene que pagar el pato o prestarnos dinero, y ahí es donde halla el peligro.

Este excelente comerciante poseía una casa con mucha servidumbre. Os quedaríais maravillados de la cantidad de personas que acudían a ella, gracias a la hospitalidad de su esposa o debido tal vez a su gran belleza. Pero dejad que prosiga el relato. Entre sus diversos invitados (venían de todos los rangos) había un monje, tipo osado y guapetón, de unos treinta años, según creo, que frecuentaba muchísimo la casa. Este apuesto monje se había familiarizado hasta tal punto con el buen hombre que, desde que se conocieron, llegó a gozar en la casa del amigo de la máxima intimidad.

Como que tanto el comerciante como el monje habían nacido en el mismo pueblo, el monje reclamó un parentesco, que el comerciante, a su vez, nunca negó, pues le daba placer a su corazón y le hacía tan feliz como a un pájaro en primavera. Así fue como quedaron unidos por una eterna amistad y se juraron recíprocamente considerarse hermanos de por vida.

Este monje, el hermano Juan, era un derrochador empedernido cuando se alojaba en la casa. Mostraba gran ahínco en ser generoso y resultar agradable, y nunca se olvidaba de dar propina, aunque fuese al paje de menos categoría en el lugar. Siempre que iba, daba a su anfitrión y a cada uno de los criados un regalo adecuado a su posición en la casa. Con lo que los criados estaban tan contentos de su llegada como los pájaros del amanecer. Y de esto ya basta, por el momento.

Sucedió que un día el comerciante dispuso lo necesario para marcharse a la ciudad de Brujas a comprar mercancías, por lo que envió al hermano Juan un mensajero a París invitándole a pasar unos días en Saint Denis con él y con su esposa, antes de partir hacia Brujas, como había previsto.

Este excelente monje del que hablo gozaba de la confianza de sus superiores y poseía influencia, por lo que había obtenido permiso del abad para salir a inspeccionar graneros y granjas distantes siempre que quería. Pronto, pues, llegó a Saint Denis. ¿Quién mejor recibido que nuestro hermano Juan, nuestro queridísimo y fino primo? Como de costumbre, trajo consigo un barril de malvasía y otro de dulce vino italiano y, además, una pieza de caza. Voy a dejar ahora al comerciante y al monje comiendo, bebiendo y divirtiéndose de lo lindo durante un día o dos.

Al tercer día, el comerciante se levantó y empezó a prestar atención a sus negocios. Subió a su casa de contabilidad, muy probablemente para ver cómo estaban las cosas para él aquel año, calcular los gastos y establecer si había tenido o no beneficios. Para ello extendió ante sí los libros y las bolsas de dinero encima del mostrador, y (como sea que su tesoro era muy grande) cerró bien la puerta de su casa de contabilidad, dando órdenes al mismo tiempo de que, mientras estuviera allí, nadie le interrumpiera en sus cuentas. Así permaneció encerrado hasta bien tocadas las nueve de la mañana.

El hermano Juan se había levantado también al romper el alba y deambulaba arriba y abajo por el jardín rezando devotamente su oficio. Mientras éste paseaba de un lado para otro, la buena mujer se deslizó al jardín sin ser vista y le saludó como había hecho muchas otras veces anteriormente. Le acompañaba una niña que ella tenía bajo su custodia y que todavía estaba sujeta a su autoridad.

—Hermano Juan, mi querido primo —dijo ella—. ¿Cómo es que te has levantado tan temprano? ¿Pasa algo?

—Sobrina —replicó él—, cinco horas de sueño por la noche deberían ser suficientes, excepto para algún anciano fatigado como uno de estos hombres casados que duermen encogidos como una liebre después de ser perseguida sañudamente por una jauría. Pero ¿por qué estás tan pálida, querida sobrina? Estoy segurísimo que nuestro buen amigo ha estado trabajando desde que anocheció. ¿No sería mejor que fuese a tomar un buen descanso?

Al decir eso, lanzó una alegre carcajada y se ruborizó de su propio pensamiento.

Pero la hermosa esposa negó con la cabeza, y dijo:

—Dios lo sabe todo. No, primo, no es eso en absoluto, sino que en el cuerpo y el alma que Dios me dio, no hay mujer en todo el reino de Francia que obtenga menos placer de este triste juego. Oh sí, puedo cantar: «¡Ay, y qué triste estoy como jamás he estado!». Pero no me atrevo a contar a nadie lo que me pasa. Realmente estoy tan asustada y preocupada, que he llegado a pensar en salir del país o terminar conmigo.

El monje la miró fijamente y le respondió:

—¡Ay, sobrina!, que Dios suprima el miedo o la pena que te puedan impulsar a suicidarte. Pero dime, ¿cuál es el problema? Quizás pueda yo aconsejarte o ayudarte en tu dificultad. Así que cuéntame tus preocupaciones, que no saldrá de mí. Mira, juro sobre este libro de oraciones que nada me hará jamás traicionar tu confianza mientras viva, para bien o para mal.

—Y yo te digo lo mismo —añadió ella—. Juro por Dios y por este libro de oraciones que aunque me despedazaran nunca diré ni una palabra de lo que tú me digas, incluso si por ello tuviera que ir al infierno, y no por ser primos, sino únicamente por cariño y confianza.

Después de haber efectuado estos juramentos se besaron y empezaron a abrir sus corazones el uno al otro, con toda libertad.

—Primo —dijo ella—, si hubiera tenido tiempo, que no lo he tenido, especialmente en este lugar, te habría contado la historia de un martirio: todo lo que he sufrido de mi esposo desde que me convertí en su esposa, aunque tú eres su primo.

—¡No! —exclamó el monje—. Por Dios y por San Martín, él no es más primo mío que esta hoja que cuelga del árbol. Por San Dionisio de Francia que si así le llamo es únicamente para tener más excusas para verte, pues te amo muy por encima de cualquier otra mujer. ¡Lo juro en mi calidad de monje! Dime lo que te sucede; apresúrate, no sea que baje él, en cuyo caso te vas.

—¡Querido amor mío —empezó ella—, oh queridísimo hermano Juan! Preferiría callarme esto, pero debo decirlo: ya no aguanto más. En lo que a mí me afecta, mi marido es el peor hombre que haya vivido jamás desde que el mundo es mundo. Como esposa no está bien que explique a persona alguna sobre nuestros asuntos privados, en la cama o en cualquier otra parte. ¡Dios no permita que diga nada de ellos! Ya sé que una esposa no debería decir nunca nada en descrédito de su marido, pero a ti sólo te diré esto, y que Dios me perdone; de cualquier modo que lo mires, no vale lo que una mosca. Pero lo que más me saca de quicio es su tacañería. Tú sabes muy bien que las mujeres (yo la primera) deseamos instintivamente seis cosas: que nuestros respectivos esposos sean valientes, inteligentes, ricos y también generosos; considerados con sus esposas y fogosos en la cama. Pero, por nuestro Señor que derramó su sangre por nosotros, resulta que antes del próximo domingo tengo que pagar el vestido que debo llevar, para hacerle quedar bien; cien francos o quedar arruinada. Antes preferiría no haber nacido que soportar el escándalo o la desgracia (aparte de que si mi esposo lo descubre alguna vez, estoy totalmente perdida), por lo que tengo que pedirte que me prestes esta cantidad, o tendré que morir. Hermano Juan, por favor, préstame estos cien francos, y si lo haces, te juro que no te decepcionaré con mi agradecimiento. Te lo devolveré puntualmente, y si hay algo que quieras, cualquier cosa que te agrade, cualquier servicio que pueda hacer por ti, lo haré, y, si no lo hiciere, que Dios me castigue más que al traidor Ganelón de Francia.

El buen monje replicó con estas palabras:

—Amada mía, estoy verdaderamente apenado por ti. Te doy mi palabra de honor que, cuando tu esposo haya marchado a Flandes, te ayudaré a salir de este pequeño apuro. Te traeré los cien francos.

Entonces, cogiéndola por el talle, la estrechó fuertemente entre sus brazos y la besó una y otra vez y le dijo:

—Vete ahora, lo más silenciosamente que puedas. Y comamos tan pronto consigas arreglarlo, pues por mi reloj de bolsillo son las nueve de la mañana. Vete ahora y séme tan fiel como yo lo soy para ti.

—Que Dios no permita que te falte —dijo ella, marchándose alegre como una alondra a decir a los cocineros que se apresurasen para poder comer sin más dilación.

Entonces subió a ver a su esposo y llamó decididamente a la puerta de la casa de contabilidad.

—¿Quién está ahí? preguntó él.

—Por San Pedro, soy yo —repuso ella—. ¿Cuándo vas a comer? ¿Cuánto tiempo más estarás con tus sumas y cálculos y libros mayores y otras tonterías? ¡Que el diablo lleve las cuentas! ¿Es que Dios no te ha dado ya bastante? ¡Cielos, baja y deja tus bolsas de dinero solas por un rato! ¿No te da vergüenza dejar al hermano Juan ayunando miserablemente toda la mañana? Oigamos misa y luego vayamos a comer.

—Querida esposa —añadió el comerciante—. Qué poco entiendes los intríngulis de los negocios. Por Dios y por San Ivo, apenas si dos de cada doce comerciantes tienen ganancias constantes durante toda su vida de trabajo. Tenemos que poner buena cara a las cosas, mantener las apariencias, vivir nuestra vida lo mejor que podamos y guardar en secreto todos nuestros asuntos del negocio hasta la muerte; y si es preciso, tomar unas vacaciones y salir en peregrinación para escapar de los acreedores. Por esto es necesario que no quite ojo a este mundo tan extraño, pues en los negocios siempre se está a merced de la suerte y de las circunstancias. Me voy a Flandes mañana, al romper el alba, pero regresaré lo antes que pueda. Por consiguiente, querida esposa, por favor, sé amable y complaciente con todos. Vigila bien las mercancías y procura que la casa funcione bien, pues dispones de todo lo que se pueda necesitar para ella. No careces de ropa y víveres y tienes mucho dinero en tu bolsa.

Después de decir esto, cerró la puerta de la casa de contabilidad y bajó las escaleras sin dilación. La misa fue celebrada prontamente, las mesas puestas con diligencia y se dirigieron rápidamente a comer, donde el comerciante obsequió espléndidamente al monje.

Poco después de la comida el hermano Juan puso semblante serio y se llevó al comerciante para tener una conversación privada con él.

—Primo, veo que te marchas a Brujas. Que Dios te proteja y San Agustín te guíe. Cuídate cuando cabalgues, primo, y sé moderado en la mesa, especialmente con este calor que hace. No es preciso que hagamos ceremonias, por lo que te deseo buen viaje y que Dios te proteja de todo daño. Y si hubiere algo que quisieras que hiciese por ti, y que yo pueda hacer, no te prives de pedírmelo, que lo realizaré como tú desees. Antes de que te vayas hay una cosa que quisiera pedirte, si puedo. ¿Me podrías prestar cien francos durante una semana o dos? Es para ganado que tengo que comprar para una de nuestras granjas que (Dios nos salve) ojalá fuese tuya. Te aseguro que te lo devolveré puntualmente; aunque fuesen mil francos, no te haría esperar ni un cuarto de hora. Sólo te pido que lo mantengas en secreto, pues esta noche todavía tengo que comprar el ganado. Y ahora, queridísimo primo, adiós y mil gracias por tu hospedaje y amabilidad.

El buen comerciante repuso suavemente:

—Hermano Juan, mi querido primo, es algo muy pequeño lo que me pides. Mi dinero es tuyo siempre que lo necesites, y no sólo mi dinero, sino también mi mercancía. Toma lo que desees. ¡No quiera Dios que sea escaso! Pero no es preciso que te diga una cosa sobre nosotros los comerciantes: el dinero es nuestro arado. Podemos conseguir crédito mientras nuestro nombre tenga fama. Pero no es ninguna broma estar corto de dinero en metálico. Devuélvemelo cuando te convenga; me complace poder ayudarte hasta donde pueda.

Entonces fue a buscar los cien francos y sigilosamente se los entregó al hermano Juan. Aparte de él y del comerciante, nadie sabía nada del préstamo. Así que durante un rato bebieron, charlaron y pasearon a sus anchas hasta que el hermano Juan regresó a la abadía montado en su caballo.

A la mañana siguiente, el comerciante se puso en camino hacia Flandes. Su aprendiz resultó un guía excelente y llegaron sin novedad a la ciudad. Y allí se afanó en rematar sus transacciones, efectuando sus compras a crédito. Ni jugó a los dados ni bailó; en pocas palabras, se portó como un comerciante. Por eso le dejo negociando.

El domingo siguiente al de la partida del comerciante el hermano Juan llegó a Saint Denis con una nueva tonsura y una barba acabada de afeitar. Toda la casa, hasta el más pequeño sirviente, se sintió feliz de que el señor hermano Juan hubiera regresado. Pero vayamos al grano. La hermosa esposa había hecho este trato con el hermano Juan: había aceptado pasar toda la noche en sus brazos a cambio de los cien francos.

Este acuerdo se cumplió escrupulosamente; ambos pasaron la noche alegremente ocupados hasta el alba, momento en que el hermano Juan partió nuevamente después de despedirse de la servidumbre. Ningún miembro de ella albergaba la menor sospecha hacia el monje, ni tampoco ningún habitante de la ciudad. El se encaminó hacia su alojamiento, en la abadía u otra parte. No diré nada más de él por ahora.

Cuando la transacción hubo terminado, el comerciante regresó a Saint Denis, en donde celebró un festejo y se divirtió con su mujer. Ahora bien, le contó que había pagado un precio tan alto por su mercancía que tendría que negociar un préstamo, pues había aceptado pagar veinte mil coronas dentro de muy breve plazo. Por lo que tomó algún dinero y partió hacia París para que sus amigos le prestaran el resto.

Cuando llegó a la ciudad, lo primero que hizo fue ir a hacer una visita al hermano Juan, debido a su gran cariño y afecto por él. No a pedirle ni a tomarle dinero prestado, sino para ver cómo estaba de salud y comentar con él sus tratos comerciales, como suelen hacer los buenos amigos cuando se encuentran. El hermano Juan le acogió muy cordialmente y le otorgó un trato distinguido.

Por su parte, el comerciante le contó con todo lujo de detalles los tratos beneficiosos que (gracias a Dios) había efectuado comprando mercancías. La única pega era que, de algún modo, tenía que conseguir un préstamo para poder vivir tranquilo.

El hermano Juan replicó:

—Me satisface muchísimo que hayas vuelto a tu casa sano y salvo. ¡Ay, Dios mío! Si fuese rico, no te faltarían las veinte mil coronas, pues tú bien me prestaste dinero el otro día. No sé cómo agradecértelo. ¡Por Dios y por Santiago! Sin embargo, yo devolví el dinero a tu buena esposa y lo puse en tu arcón. Ella seguro que lo sabrá por ciertas prendas de agradecimiento que le, haré recordar. Y ahora, si me perdonas, no puedo estar más tiempo contigo, pues nuestro abad está a punto de partir de la ciudad y debo reunirme con su séquito. Da recuerdos a tu buena esposa, mi dulce sobrina. Y ahora, adiós, primo, hasta la vista.

El comerciante, un hombre astuto y sensato, tomó prestado a crédito y luego hizo el pago a través de unos banqueros lombardos de París, que le devolvieron la fianza. Contento como unas pascuas regresó a su hogar, pues sabía que, a pesar de los gastos que había tenido, volvía a casa con un millar de francos limpios de polvo y paja.

Su esposa estaba junto al portal esperándole como solía hacerlo y pasaron la noche celebrándolo, pues había regresado rico y libre de deudas. Por la mañana, el comerciante volvió a abrazar a su esposa y a besarle la cara, y, ¡puf!, otra vez sintió el hervor de la sangre.

—¡Basta! —exclamó ella—. Ya has tenido bastante. ¿Dónde iríamos a parar?

Pero se volvió hacia él, incitante, hasta que él al final le dijo:

—Realmente estoy un poco molesto contigo, mujer, y me aflige bastante. ¿Sabes por qué? Pues te lo diré: por lo que se tú has sido la causa de cierto enfriamiento entre mi primo y yo. Tenías que haberme advertido que él te ha pagado cien francos a cambio de prendas de mayor valor y ha pensado que no se lo agradecía bastante, cuando le salí a hablar de tomar dinero prestado, o al menos así me lo pareció por la cara que puso. Pero, que el Cielo me sea testigo, nunca pensé pedirle nada. Por lo que, por favor, no lo hagas otra vez, querida; dime siempre antes de que marche si algún deudor ha saldado su deuda en mi ausencia, ya que, de lo contrario, por tu poco cuidado, es posible que le pida lo que ya ha devuelto.

Su esposa, ni asustada ni consternada, replicó seca y decididamente:

—Me importa un rábano este monje embustero, el hermano Juan. ¿Qué me importan sus prendas? Él me trajo una cantidad de dinero, ya lo sé, ¡mala suerte para su bocaza de monje! Nuestro Señor sabe que yo estaba perfectamente segura de que me la había dado por causa tuya, para que la gastase vistiendo alegremente, porque es primo tuyo y por la hospitalidad que ha tenido aquí. Pero ya veo que estoy en una posición falsa, por lo que te daré una respuesta muy corta. Tú tienes peores deudas que yo. Yo te pagaré pronto y enjugaré mi deuda un poco cada día, y si te decepciono, bueno... soy tu mujer: ¡embísteme! Te pagaré en cuanto buenamente pueda. Te doy mi palabra de que no he despilfarrado el dinero, sino que me lo he gastado todo en vestir, y ya que lo he sabido emplear tan bien y todo para hacerte quedar bien, ¡por el amor de Dios!, no estés enojado. Oye, en lugar de enojarte, ríe y sé feliz. Aquí está mi hermoso cuerpo como prenda. No pienso pagarte sino es en la cama. Por lo que, querido, perdóname, date la vuelta y ¡vuelve a sonreír!

El comerciante vio que aquello no tenía remedio, y que era inútil reñirla por cosas que no podían enmendarse. Y le dijo:

—Te perdono, querida, pero no te atrevas a dilapidarte así otra vez. Y ten más cuidado con mi dinero. ¡Es una orden!

III

Así termina mi cuento —continuó diciendo el marinero—. Y que Dios haga que nuestras cuentas cuadren al final de nuestros días.