CUENTOS DE CANTERBURY
Cuento del Mercader

I

—Esto de llorar, quejarme, lamentarme y tener molestias de día y de noche es algo que conozco muy bien —comenzó diciendo el mercader—, como lo saben otros muchos hombres casados. O por lo menos, así lo creo, ya que es lo que me ocurre; lo sé muy bien. Tengo una esposa, la peor que podáis imaginar; si estuviese casada con el diablo, podría jurarlo: le superaría. Pero ¿de qué sirve daros ejemplos de su terrible genio?; ella es una arpía completa. Existe una gran y profunda diferencia entre la gran paciencia de Griselda y el rencor y los deseos de venganza que anidan en mi mujer. ¡Y un cuerno volvería yo a caer en la trampa si ahora fuese libre! Nosotros, los hombres casados, vivimos siempre angustiados y afligidos. ¡Probadlo si no, y veréis que os digo la verdad, por Santo Tomás de la India! Este mal es de la mayoría, no digo de todos, Dios me perdone. ¡Ah, buen maese anfitrión!, creedme, no llevo casado más de dos meses; sin embargo, creo que ningún solterón de toda la vida pudiese empezar a relataros algo tan penoso como lo que podría yo contar aquí referido a la maldad de mi mujer. No, ni aunque me arrancaseis el corazón.

—Bueno, Dios os bendiga, mi querido mercader –dijo nuestro anfitrión—. Ya que sabéis tanto del asunto, os pido encarecidamente que nos contéis algo de ello.

—Con mucho gusto —repuso el mercader—, pero mi corazón está demasiado compungido para seguir hablando de mi propia aflicción.

II

Hace tiempo, en Lombardía vivía un noble caballero, nacido en Pavía, con gran prosperidad. Había permanecido soltero durante sesenta años, solazando su cuerpo con las mujeres que le gustaban, como suelen hacerlo estos insensatos mundanos. Ahora, sea por un acceso de piedad o de chochez (no sé decir cuál), al pasar de los sesenta, a dicho caballero le entraron unas ganas irreprimibles de contraer matrimonio y se pasaba todos los días y todas las noches buscando a la mujer de sus sueños. Rezó a Dios para que le permitiese catar las delicias de la vida que consiguen marido y mujer cuando viven unidos por el sagrado vínculo con el que Dios unió a hombre y mujer.

—Todos los demás sistemas de vida no valen un comino —decía él—. Son las delicias puras del himeneo las que convierten esta tierra en un Edén.

Así habló el anciano caballero con toda su sabiduría. Y es verdad, tan cierto como que Dios está en el Cielo, que el casarse es una cosa excelente, especialmente cuando un hombre es viejo y tiene el pelo canoso, pues entonces una esposa constituye su más preciada posesión. Por consiguiente, decidió agenciarse una esposa, joven y bonita, para que le diese un heredero y vivir con ella una vida de alegría y solaz.

Y es que los solterones gimen y se quejan cuando sufren cualquier contrariedad amorosa, porque no tienen hijos. Y es que, realmente, es justo que los solterones se metan en líos y pasen apuros, porque construyen sobre arenas movedizas y encuentran inestabilidad allí donde buscan seguridad.

Los pájaros y las bestias viven en plena libertad, sin que nada ni nadie les oprima, mientras que el estado de casado obliga al hombre a vivir una vida feliz y ordenada, atado al yugo del himeneo. ¿Y por qué no debe su corazón rebosar de alegría y sentirse feliz? ¿Quién puede ser tan obediente como una esposa? ¿Quién puede, pregunto, ser más fiel y diligente para cuidarlo en salud y enfermedad? Ella no le dejará ni cuando nade en la abundancia ni cuando le aflijan las penas, ni se cansará de amarle y servirle, aunque caiga en cama hasta el día de su muerte.

Y sin embargo, algunos hombres cultos (Teofrasto es uno de ellos) dicen que no es así. ¿Y qué pasa si a Teofrasto le hubiese dado por mentir? Pues como decía él:

«No tomes esposa con la intención o pretensión de economizar, pensando recortar tus gastos domésticos. Un criado fiel se preocupará mucho mejor de vigilar tus posesiones que tu propia mujer, que exigirá la mitad de tu parte mientras viva. Y luego, como que Dios es mi salvación, si caes enfermo, tus verdaderos amigos o un criado honrado te cuidarán mucho mejor que una mujer que está simplemente esperando, como ha esperado ya mucho, el momento de apoderarse de tus bienes. Y si llevas a una esposa a tu mansión, muy pronto puedes ser engañado».

Estos pensamientos y un centenar de otros peores fueron escritos por este individuo, ¡que Dios le maldiga! ¡Al cuerno con Teofrasto! No prestéis atención a tales tonterías y hacedme caso.

Realmente una esposa es un don de Dios; todas las demás cosas buenas (tierras, rentas, pastos, propiedad común o valores mobiliarios) son realmente regalos de la diosa Fortuna y tan efímeros como una sombra proyectada sobre un muro. Pero no temáis: dejadme que os diga que, francamente, una esposa es un objeto duradero y permanecerá en vuestra casa muchísimo más tiempo del que quizá contabais.

El matrimonio es un sacramento cardinal; a mi modo de ver, un hombre sin esposa es despreciable. Su vida es inútil y solitaria. Hablo, por supuesto, de los laicos, y no lo digo por decir. Si me escucháis, os diré por qué razón la mujer ha sido hecha para ayudar a su compañero. Cuando Dios Todopoderoso creó a Adán, le vio desnudo y solo, y con su gran bondad dijo: «Hagamos ahora una compañera para que ayude a este hombre; una criatura como él mismo».

Y entonces creó a Eva. Por ello resulta evidente y constituye una prueba positiva de que la mujer es la ayuda y la comodidad del hombre, es su solaz y su paraíso en la tierra. Obediente y virtuosa como es, no pueden ambos por menos que ser felices viviendo unidos. Son una sola carne, y una carne, según lo veo, no tiene más que un solo corazón, vengan alegrías o penas.

¡Una esposa! ¡Santa María nos bendiga a todos! ¿Qué penalidades pueden sobrevenir a un hombre que tenga esposa? Realmente no puedo pensar en cuáles. Ninguna lengua puede describir y ningún corazón puede imaginar la felicidad que se goza entre dos. Si él es pobre, ella le ayuda en su trabajo; vigila todos sus bienes, sin despreciar ni una migaja; lo que complace al esposo es una delicia para ella; cuando él dice , ella nunca contesta no. "Haz esto", profiere él. "Enseguida", replica ella.

¡Oh, qué bendita e inestimable es la condición del himeneo! Tan alegre y también virtuosa. Tan ensalzada y buena. Todo hombre que no sea ratón debería pasarse la vida dando a Dios las gracias, de rodillas, por concederle una esposa, o bien rezándole para que le envíe una que le dure hasta el fin de sus días. Pues entonces su vida se asienta sobre una base segura.

En mi opinión, un hombre jamás puede equivocarse, siempre que siga el consejo de su mujer. Puede mantener la cabeza bien alta; pues son tan juiciosas como fieles (haced siempre lo que las mujeres aconsejan si queréis seguir el ejemplo de los hombres inteligentes).

Mirad cómo Jacob (según los eruditos) adoptó la excelente sugerencia de su madre Rebeca y anudó la piel de una oveja alrededor de su cuello, consiguiendo así la bendición de su padre. La historia cuenta también cómo Judit salvó al Pueblo Elegido con su sabio consejo y decapitó a Holofernes cuando dormía. Pensad en Abigail y cómo rescató a su marido, Nabal, con sabios consejos cuando ya estaba a punto de ser ejecutado; o fijaos en Esther, cuyo acertado consejo libró al pueblo elegido de tribulaciones y permitió que Mardoqueo fuese honrado por Asuero.

Como dice Séneca, «no hay nada que supere a una esposa complaciente». O como recomienda Catón: «Soportad la lengua de vuestra esposa». Ella debe mandar y uno debe tolerarlo, y como favor te obedecerá. Tu mujer es la dueña de la bolsa doméstica. Cuando estés enfermo, no sirve de nada llorar y lamentarse si uno no tiene a una esposa que vigile la casa. Si queréis actuar con sensatez, os prevengo a que améis a vuestras esposas de la misma forma que Jesucristo amó a su Iglesia. Si os amáis a vosotros mismos, entonces amaréis a vuestra esposa, pues nadie odia su propia sangre, sino que la cuida y protege mientras le quede aliento. Por tanto, os advierto, amad a vuestra esposa o nunca prosperaréis. A pesar de los chistes que se hacen sobre ello, el marido y su mujer han elegido el único sendero seguro para la gente de este mundo; puesto que están tan íntimamente unidos, ningún mal puede acontecer a ninguno de ellos, en especial a la mujer.

Con estas ideas en la cabeza, Enero (el caballero del que os estoy hablando) deseaba para su vejez esa vida de felicidad y virtuosa tranquilidad que es el dulcísimo matrimonio.

Un día mandó venir a sus amigos para darles cuenta de las conclusiones de su larga meditación. Y con el semblante profundamente serio empezó su perorata:

—Amigos míos, soy viejo y tengo el pelo canoso, y Dios sabe que estoy con un pie en la tumba. Debo ponerme a pensar un poco en mi alma. He disipado insensatamente mi cuerpo, pero ¡gracias a Dios! esto puede remediarse. Pues he decidido casarme lo antes posible. Por tanto, hacedme el favor de efectuar los preparativos para mi matrimonio inmediato con alguna muchacha joven y bonita. Pues no quiero esperar. Por mi parte mantendré un ojo abierto, a ver si encuentro a alguien con quien pueda casarme sin más dilación. No obstante, como yo soy uno y vosotros varios, es mucho más probable que vosotros descubráis una novia adecuada para mí que yo mismo, por lo que he decidido tener aliados. Sin embargo, una advertencia, queridos amigos: nada me inducirá a tomar una esposa de edad. Ella no debe pasar de los dieciséis. Esto es innegociable. Mi gusto puede ser el del pescado hecho, pero la carne, joven; un lucio será mejor que un pequeño lucio, pero la carne de ternera joven es mejor que la de buey. No quiero tener a una mujer de treinta años (no son más que forraje, simple paja), forraje de invierno. Y además, Dios sabe que estas viejas viudas saben más trucos que Lepe y pueden promover tantas trifulcas como se les antoje. Nunca viviría en paz con una de ellas. Las distintas escuelas hacen a un erudito más juicioso. Lo mismo ocurre cuando una mujer ha tenido varios maridos. En cambio, una mujer joven puede ser moldeada, de la misma forma que uno puede hacerlo con una cera caliente. En resumen, que no pienso tomar a ninguna mujer entrada en años por estas razones. Suponed que tuviese la desgracia de no encontrar placer con ella. Entonces tendría que pasar el resto de mi vida en constante adulterio e irme directamente al infierno al morir. No podría engendrar hijos con ella, y (dejadme que os lo diga) antes me dejaría comer por los perros que tolerar que mi herencia fuese a parar a manos extrañas. No digo tonterías. Sé por qué los hombres deben casarse. Además, que me doy perfecta cuenta que mucha de la gente que habla del matrimonio sabe menos del mismo que el mozo de mis establos de las razones por las que tengo que tomar esposa. Si un hombre no puede vivir en castidad, entonces debe procurarse una esposa, no por la simple concupiscencia o por el amor, sino por la legítima procreación de hijos, para mayor gloria de Dios; y así, de este modo, evitar fornicación, pagando el tributo cuando corresponde, cada uno de los cónyuges ayudando al otro en la aflicción como un hermano a su hermana y, luego, vivir en santa continencia. Pero, señores, yo no soy de este tipo, no os sepa mal. Creo poder alardear de que mis miembros se sienten fuertes y que puedo llevar a cabo lo que cualquier hombre deba hacer, puesto que yo soy el mejor juez en eso. Aunque tenga el pelo canoso, soy el árbol que florece antes de que el fruto madure. Y un árbol en flor no está ni muerto ni seco. Solamente es mi cabeza la que se siente canosa; mi corazón y mis miembros están verdes y lozanos como un laurel durante todo el año. Bien, ahora que habéis oído lo que tenía que deciros, os ruego que satisfagáis mis deseos.

Diversas personas le contaron diferentes cosas sobre el matrimonio. Algunos lo condenaban y otros, por el contrario, lo alababan; pero al final (ya sabéis cómo surgen controversia durante una discusión entre amigos) surgió una disputa entre sus dos hermanos. El nombre de uno de ellos era Placebo, el otro se llamaba Justino.

Decía Placebo:

—Hermano Enero, no habría la mínima necesidad de que tú pidieras el consejo de nadie aquí, si no fuera por la consumada sagacidad y prudencia que te hace, mi señor hermano, tan reacio a descartar aquel proverbio de Salomón que a todos se nos puede aplicar: «No hagáis nada sin asesoramiento, y no tendréis luego que arrepentiros». Pero, mi querido hermano, aunque lo dijo el propio Salomón, tan seguro como de que Dios es mi salvación, creo que tu propia opinión es la mejor de todas. Pues, hermano, te lo aseguro, llevo toda la vida de cortesano y es bien sabido que tengo gran prestigio (aunque sea indigno de él) entre los señores de elevada prosapia; sin embargo, nunca me he peleado con ninguno. El hecho es que jamás les contradije. Siempre tuve presente que un señor sabe de las cosas más que yo, por lo que, diga lo que diga, en cuanto de mí depende, afirmo lo mismo que él o algo parecido. No hay asno mayor que un consejero al servicio de algún gran señor que se atreva a creer o incluso a suponer que su consejo es mejor que las ideas de su amo. No, creedme: los señores no son nada tontos. Tú mismo has desplegado aquí hoy un razonamiento tan contundente, una piedad y capacidad tales, que no puedo por menos que estar de acuerdo con tu opinión y confirmar todas y cada una de las palabras que has pronunciado. ¡Por Dios! No hay hombre en toda la ciudad, o incluso, si me apuras, en toda Italia, que hubiese podido hablar mejor que tú hoy. El propio Jesucristo estaría satisfecho de oírte. Verdaderamente requiere mucho ánimo el que un hombre de avanzada edad tome a una joven por esposa. ¡Por mi vida! Tenéis el corazón donde corresponde. Haced exactamente lo que queráis en este asunto, pero creo que lo mejor en esto es: dicho y hecho.

Justino, que había estado sentado escuchando silenciosamente lo que se decía, repuso a Placebo:

—Escucha, hermano, y, por favor, hazlo con paciencia. Después de haber dicho lo que piensas, puedes escuchar mi opinión. Séneca, entre sus muchos proverbios sabios, puso de relieve que uno debe actuar con suma prudencia cuando se trata de ver a quién van las tierras o las propiedades de uno. Pues bien, si yo tendría que ir con sumo cuidado para ver a quién entrego mis pertenencias, con cuánto mayor cuidado habré de vigilar a quien otorgo mi cuerpo a perpetuidad. Te advierto sensatamente: no es un juego de niños el elegir esposa sin la debida reflexión. A mi modo de ver, es esencial averiguar si es discreta, morigerada o dada o la bebida; si se trata de una mujer casquivana, o si, de algún modo, es una arpía, una regañosa, una manirrota; si es rica, pobre o si es un marimacho. Y aunque es imposible hallar al caballo perfecto en todos los aspectos (en este mundo es imposible hallar el ideal, ni entre los humanos ni entre las bestias), debe ser más que suficiente el que una esposa posea más buenas cualidades que malas. Ahora bien, se necesita tiempo para averiguarlo. Y he derramado más de una lágrima en secreto, Dios lo sabe bien, desde que me procuré una esposa. Cualquiera que se lo proponga puede cantar elogios del himeneo, pero la verdad es que en él no encuentro más que líos, deberes y gastos totalmente desprovistos de bendiciones. Y eso que mis vecinos y en especial las mujeres, a tropel, me aseguran que tengo la esposa más constante y complaciente que respira. Pero yo soy el que mejor sabe dónde me duele el zapato. En lo que a mí concierne, puedes hacer lo que te parezca, pero reflexiona seriamente (tú que eres un hombre viejo) antes de meterte en el matrimonio, en especial con una mujer que sea joven y bonita. Por el Dios que creó el agua, la tierra y el aire, el más joven de los que está aquí ya tiene más que trabajo para conservar su esposa para él solo. Confía en lo que te digo: no le darás placer a ella más de tres años a lo sumo. Las esposas requieren toda clase de atenciones. Y, por favor, no te enfades por lo que te he dicho.

—Bueno —contestó Enero—. ¿Has terminado? A la mierda tu Séneca y tus proverbios; no es más que jerga de eruditos que no vale ni un cargamento de malas hierbas. Acabas de escuchar que gente más juiciosa que tú está de acuerdo conmigo. ¿Qué dices a ello, Placebo?

—Yo simplemente digo que sólo un villano pondría obstáculos al matrimonio. No digo más —repuso él—. Seguidamente y, sin más, se levantaron, estando todos de acuerdo en que debería casarse con quien quisiera cuando lo desease.

Día tras día, el alma de Enero estaba llena de extraordinarias fantasías y complejas conjeturas sobre su matrimonio; noche tras noche, figuras y rostros arrebatadores discurrían por su mente, como si alguien hubiese tomado un espejo pulido y lo hubiese situado en la plaza del mercado para contemplar la multitud de figuras que pasasen junto al mismo. De esta forma, Enero veía en su mente a las chicas que vivían cerca de él. No sabía por cuál decidirse. Pues si una tenía un rostro hermoso, otra poseía tal prestigio de amabilidad y ecuanimidad entre la gente, que todo el mundo la proponía. Algunas eran ricas, pero tenían mala fama. Al fin, medio serio, medio en broma, descartó de su corazón a todas las demás y se fijó en una a la que eligió para sí.

El amor es siempre ciego y no sabe ver. Se la imaginó en su corazón, cuando él se disponía a acostarse: su alegre belleza, sus tiernos años, su diminuta cintura y sus brazos esbeltos y largos, su comportamiento sensato y su noble sangre, su porte femenino y sus modales pausados. Habiéndose decidido por ella, pensó que no podía haber hecho mejor elección. Y una vez tomada su decisión, dejó de creer en la sensatez de los demás. No sabía ver la menor objeción o, por lo menos, así se engañaba a sí mismo. Entonces envió una invitación a sus amigos solicitando el placer de su compañía cuanto antes, pues tenía la intención de abreviar el trabajo que ellos se tomaban en su beneficio. Ya no había necesidad de que ellos fuesen a caballo de aquí para allá. Él ya había encontrado su refugio.

Pronto llegaron Placebo y sus amigos. Lo primero que hizo fue rogarles que, por favor, no le discutiesen la decisión que había tomado, pues con ella no solamente complacía a Dios, explicó, sino que constituía la auténtica base de su felicidad personal.

Había, según dijo, una doncella en la ciudad, famosa por su belleza, y aunque no era de elevado rango, para él su juventud y belleza eran suficientes. Declaró que tomaría a esta doncella por esposa y viviría cómodamente y en santidad, y dio gracias a Dios de que la poseería por completo, de forma que ningún otro hombre compartiría su deleite. Luego les rogó que le ayudasen para que sus propósitos no fracasaran, en cuyo momento su corazón descansaría.

—Ahora no tengo nada que me preocupe —declaró—, excepto una cosa que atormenta mi conciencia y que os revelaré, ya que estáis todos aquí. Hace mucho tiempo que oí decir que nadie puede tener dos paraísos (quiero decir uno aquí en la tierra y otro allí en el Cielo). Pues aunque uno se mantenga apartado de los siete pecados capitales y de sus ramificaciones y, sin embargo, si se encuentra tanto placer y deleite en el matrimonio, me preocupa que a mi avanzada edad pueda llevar aquí una vida tan agradable, placentera, sin penas ni preocupaciones, que llegue a tener mi Cielo aquí en la Tierra. Pues si el verdadero Cielo se consigue con infinito sufrimiento y grandes tribulaciones, ¿cómo podré yo entrar en la bienaventuranza eterna junto a Cristo, si vivo en el placer como todos los demás hombres con sus esposas? Esto es lo que me preocupa, y os pido a ambos que resolváis mi duda.

Justino, que detestaba su insensatez, le dio una respuesta animosa (aunque, para abreviar, no la fundamentó con citas eruditas).

—Señor —dijo él—, si éste es el único obstáculo, puede ser que Dios, en su infinita bondad, disponga las cosas de forma que puedas arrepentirte de la vida de casado en la que aseguras que no existen ni penalidades ni preocupaciones, incluso antes de que la Santa Iglesia te despose. Dios me confunda si no le da a un hombre casado más frecuentes oportunidades para arrepentirse que a un hombre soltero. Por consiguiente, señor (es el mejor consejo que puedo darte), no te desesperes; ten presente que ella puede resultar ser tu purgatorio. Ella puede ser el instrumento de Dios, el azote de Dios, con lo que tu alma saldrá pitando hacia el Cielo con mayor rapidez que una flecha sale de su arco. Espero que puedas comprobar, más adelante, que no hay ni nunca habrá felicidad suficiente en el matrimonio que impida o sea obstáculo para tu salvación. Desde luego, con tal que tú regules los placeres de tu esposa a lo que resulte conveniente y razonable, eso es, que no le des a ella demasiada satisfacción amatoria y, por supuesto, que te mantengas apartado de los demás pecados. Esto es todo lo que te tengo que decir (soy una persona muy estúpida), pero no te preocupes por ello, hermano. No hablemos más del asunto.

De esta forma se despidieron Justino y su hermano. Cuando vieron ellos que no había nada que hacer, mediante mucho astuto forcejeo, arreglaron las cosas de tal modo que la muchacha (que se llamaba Mayo) se casase con Enero lo antes posible. Pero creo que sería malgastar el tiempo si tuviese que detallar todas las actas y documentos con los que ella recibió como dote las tierras de él o explicaros su rico y suntuoso ajuar.

Finalmente llegó el día en que ambos fueron a la iglesia para recibir el santo sacramento. Salió el sacerdote con la estola rodeándole el cuello y le pidió a ella que fuese como Sara y Rebeca en sabiduría y fidelidad ante los votos matrimoniales. Entonces rezó las oraciones de costumbre, les santiguó y pidió la bendición de Dios sobre ellos y efectuó los sagrados ritos que están prescritos.

De este modo quedaron casados formalmente y tomaron asiento junto a otras personalidades en el estrado, en el festín de la boda. El palacio de Enero se llenó de música, alegría y diversión con los mejores manjares de toda Italia. Sonaron en su honor instrumentos de sonido más dulce que cualquier música ejecutada por Orfeo o por Amfión de Tebas. Cada plato fue anunciado mediante un floreo de clarines tocados por juglares con más fuerza que el trompeteo de Joab y con mayor claridad que la trompa que tocó Tiodamas en Tebas, cuando la ciudad se hallaba en peligro.

Por cada lado Baco vertía el vino, mientras Venus sonreía a todos, pues Enero se había convertido en el caballero de ella y estaba a punto de ensayar sus fuerzas en el himeneo, como solía hacerlo cuando era libre. Y así danzó la diosa con una antorcha llameante en su mano, ante la novia y todos los allí reunidos. Llegaré incluso a afirmar que Himen, el dios de las bodas, jamás había visto a un novio más feliz.

Calla la boca, tú, poeta Marciano; tú, que escribiste sobre la alegre boda entre Filología y Mercurio y sobre las canciones que cantaron las musas. Tanto tu lengua como tu pluma son demasiado pálidas y delicadas para retratar un matrimonio como ése. Cuando la tierna juventud se casa con la encorvada vejez, el yugo resiste toda descripción. Probad de hacer la descripción y veréis si miento.

Resultaba encantador ver sentada allí a Mayo. Contemplarla era como un cuento de hadas: la reina Ester nunca dirigió al rey Asuero una mirada así o hizo un gesto tan recatado. No sabré describir ni la mitad de su belleza, pero os diré esto: parecía una clara mañana del mes de mayo llena de belleza y delicias. Y cada vez que Enero miraba el rostro de ella caía como en un trance de arrobamiento, empezando a gozar anticipadamente en su fuero interno el abrazo nocturno que él le daría mucho más apretado que el de Paris a Helena.

Sin embargo, Enero se sentía, por otra parte, como compungido, al pensar lo que tendría que ofender a Mayo aquella noche: «¡Ah! ¡Pobre criatura! ¡Ojalá Dios te conceda fuerzas para soportar toda mi lujuria; siento tal ardor y tales deseos! Tengo miedo que no sepas soportarlo. ¡Por Dios, que haré todo lo que pueda! ¡Que Dios haga que llegue la noche y dure eternamente y que se vayan todos los presentes!». Al final hizo todo cuanto pudo (sin ser grosero) para echarlos de ahí discretamente y que se marcharan de la mesa.

Cuando, llegado el tiempo, se levantaron de la mesa, todos bailaron y bebieron largamente y luego se fueron por toda la casa esparciendo especias olorosas. Todos se sentían felices y muy animados. Todos, salvo uno: un escudero llamado Damián, que hacía mucho tiempo que cortaba y servía la carne en la mesa del caballero. Su señora Mayo le tenía tan arrebatado el seso, que estuvo a punto de extraviar la razón, tal era su dolor.

Al bailar con la antorcha en la mano, Venus le tentó con tanta crueldad, que él estuvo a punto de desmayarse o morir allí mismo; por lo que se fue rápidamente a la cama. De momento no diré nada más sobre él; sólo le dejaré allí llorando y lamentándose, hasta que la sonriente Mayo se apiadara de él. ¡Oh fuego peligroso, el que se nutre de la paja de los lechos! ¡Enemigo doméstico simulando servilismo! ¡Oh criado traicionero, doméstico infiel, como astuto y traidor áspid en el pecho! ¡Que Dios nos evite el conocerte!

¡Oh Enero, borracho de alegría por tu matrimonio, mira cómo Damián, tu propio escudero, nacido siervo tuyo, planea tu deshonor! ¡Que Dios te permita descubrir al enemigo que albergas en tu casa! Pues no existe plaga peor en todo el mundo que un enemigo dentro de tu propio hogar, siempre presente ante ti.

A estas horas el sol había terminado su recorrido diario por el cielo y estaba a punto de ocultarse. No podía permanecer más tiempo por encima del horizonte en aquella latitud. La noche extendió su áspero manto oscuro sobre el hemisferio. Así, gracias a todas estas acciones, la alegre multitud empezó a despedirse de Enero. Con gran regocijo cabalgaron hacia sus casas, donde atendieron sus asuntos tranquilamente y, llegada la hora, fueron a acostarse.

Así que se hubieron marchado, el impaciente Enero insistió en ir a la cama sin esperar ya más. En primer lugar bebió vino caliente muy cargado de especias para darse coraje (hipocrás, salvia y jarabe), pues poseía mucho acopio de fuertes afrodisíacos como los que el maldito monje Constantino anotó en su libro De Coitu. Enero se lo tragó sin la menor vacilación.

—Por el amor de Dios, apresuraos —dijo él a sus amigos más íntimos—. Sed corteses, pero haced que todos se vayan de la casa.

Ellos lo hicieron como se les pidió. Se bebió un último brindis, se corrieron las cortinas y la novia fue llevada al lecho, callada como una muerta.

Después de que el sacerdote hubiera bendecido el lecho y que todos se hubiesen marchado de la habitación, Enero estrujó a su preciosa Mayo (su paraíso, su media naranja) fuertemente entre sus brazos, acariciándola y besándola una y otra vez, frotando su erizada y dura barba (que era igual que papel de lija y punzante como una zarza) contra su tierno cutis. Y después, exclamó:

—¡Ay, esposa mía! Tengo que tomarme ciertas libertades contigo y ofenderte gravemente antes de que me una maritalmente contigo. Pero, no obstante, recuerda esto: no hay buen artesano que efectúe una buena tarea apresuradamente; por ello, tomémonos el tiempo necesario y hagámoslo bien. No importa el rato que estemos retozando: los dos estamos atados por el sagrado vínculo del himeneo (bendito sea este yugo), y nada de lo que hagamos puede ser pecado. Un hombre no puede pecar con su esposa (sería como cortarse con su propia daga), pues la ley permite nuestros juegos amorosos.

Por lo que él estuvo trabajando hasta que empezó a clarear. Entonces tomó un pedazo de pan y lo mofó con un vino que contenía fuertes especias. Después se sentó muy tieso en la cama y empezó a cantar y gorjear en voz alta y clara; luego besó a su esposa y se dedicó al juego amoroso. Retozaba como un potrillo, farfullaba como una urraca. Mientras cantaba y hacia voz de falsete, chirriando como un totoposte, la arrugada piel de su cuello se movía flácida amiba y abajo.

Dios sabe lo que pensaría Mayo contemplándole allí sentado con su gorro de dormir y su cuello huesudo. No le gustaban nada todos sus juegos y jolgorio. Finalmente, dijo él:

—Ahora que ya ha llegado el día, me dormiré. No me puedo aguantar despierto ni un minuto más.

Y reclinando su cabeza, durmió hasta las nueve. Luego, cuando fue hora, Enero se levantó y vistió; pero la hermosa Mayo no se movió de su aposento hasta el cuarto día, que es lo mejor que pueden hacer las recién desposadas (todo trabajador debe descansar de vez en cuando), pues de lo contrario no duraría mucho. Y esto es válido para toda criatura viviente, sea pájaro, animal o persona.

Ahora volveré a referirme al desgraciado Damián y os contaré cómo sufría de amor. Pero esto es lo que me gustaría decirle: «¡Ay, pobre Damián! Contéstame si puedes: ¿cómo piensas declarar tu pasión a tu señora, la hermosa Mayo? Ella no puede sino rechazarte. Además, si hablas, ella tendrá que delatarte. Todo lo que puedo decirte es:. ¡que Dios te ayude!».

El enamorado Damián se quemaba en las llamas de Venus hasta que casi llegó a perecer de puro deseo, por lo que, no pudiendo seguir sufriendo así, se lo jugó todo a una carta. Subrepticiamente se agenció un estuche de escribir y escribió una misiva en la que vertió su pena en forma de queja o canción dedicada a su bella dama Mayo. Dicha misiva la colocó en una bolsita de seda que colgó debajo de su camisa y la puso cerca de su corazón.

La luna, que se hallaba en el segundo grado de Tauro el mediodía del día en que Enero se casó con la bella Mayo, había corrido ya hasta el signo de Cáncer, pero Mayo seguía en su habitación, como era costumbre entre la gente de alcurnia. Una novia no debía nunca comer en el salón de los banquetes hasta transcurridos cuatro días o, por lo menos, tres. Entonces podía comer en público.

Habiendo completado el cuarto día, contado de mediodía a mediodía, Enero y Mayo ocuparon sus asientos en el salón de los banquetes, después de oír misa solemne. A ella se la veía tan lozana como un bello día de verano. Y dio la casualidad de que el buen caballero pensó en Damián y exclamó:

—¡Por Santa María! ¿Cómo es que Damián no está de servicio? ¿Está enfermo todavía? ¿Qué es lo que le pasa?

Los demás escuderos, que se hallaban de pie junto a él, le excusaron, diciendo que una enfermedad le impedía cumplir con sus obligaciones. Ninguna otra razón podía alejarle de sus deberes.

—Lamento saberlo —dijo Enero—, pues, por mi alma que es un buen escudero y si se muriese sería una catástrofe. Es tan sensato, discreto y de fiar como el que más de su rango. Además, es un tipo muy varonil, útil y muy capaz. Le visitaré lo antes que pueda después de comer y me llevaré a Mayo conmigo para animarle lo más posible.

Esto mereció la aprobación general de los presentes, por la amabilidad y magnanimidad que mostraba en querer consolar a su escudero en su enfermedad. Todos creyeron que se trataba de un acto muy caballeroso.

—Señora —dijo Enero—. Así que terminemos de comer, cuando os marchéis del salón con vuestras damas, no os olvidéis de visitar todas a Damián. Divertidle (se trata de una persona noble) y anunciadle que iré a verle tan pronto haya descansado un poco. No tardéis, pues os estaré esperando a que vengáis a dormir en mis brazos.

Y habiendo dicho esto, llamó al escudero que estaba a cargo del salón y empezó a darle diversas instrucciones.

La hermosa Mayo, ayudada por sus damas, fue directamente a ver a Damián y se sentó al lado de su cama para animarle lo mejor que supo. Damián, viendo su oportunidad, sin otra señal que un suspiro considerablemente largo y profundo, colocó subrepticiamente en la mano de ella la bolsita que contenía el papel en el que había depositado sus anhelos. Y en voz baja susurró:

—¡Piedad! No me descubráis, pues soy hombre muerto si esto llega a saberse.

Ella escondió la bolsita en el hueco de su pecho y se fue; y esto es todo lo que conseguiréis de mí. Pero ella volvió junto a Enero, que estaba cómodamente sentado al lado de la cama. Enero la tomó entre sus brazos, la cubrió toda de besos una y otra vez y pronto se echó a dormir. En cuanto a Mayo, hizo ver que tenía que visitar cierto lugar, al que, como sabéis, todos tenemos que ir de vez en cuando. En cuanto ella hubo leído la nota, la hizo pedazos y los arrojó cuidadosamente al retrete.

Ahora, ¿qué pensamientos eran más bulliciosos que los de la bella Mayo? Se acostó al lado del viejo Enero, que siguió durmiendo hasta que le despertó su propia tos. Entonces le pidió que se desnudara del todo, pues quería algo de diversión y los vestidos de ella se lo impedían. De buen o de mal grado, ella le obedeció. No me atrevo a decir cómo se despachó él, ni si a ella aquello le pareció un paraíso o el infierno, pues no quiero ofender los oídos de las personas refinadas. Les dejaré ocupados hasta que sonó la campana de vísperas y tuvieron que levantarse.

Si se debió al destino, a la casualidad, a la Naturaleza o a la influencia de las estrellas; o si las constelaciones se hallaban en posición favorable en el firmamento para lograr que una mujer jugase el juego de Venus, o para ganar su amor (los estudiosos dicen que hay un momento para cada cosa), no sabría ciertamente decirlo; pero que sea Dios (sabedor allá en las alturas que nada sucede sin una causa o motivo) el juez, pues yo voy a guardar silencio.

La verdad es que aquel día Damián causó muy buena impresión a la compasiva y hermosa Mayo, quien no pudo sacarse del corazón la idea de hacerle feliz. «Una cosa es cierta: me importa un comino a quien pueda saberle mal —pensó ella—, pues puedo prometer a Damián ahora mismo que le amo más que a ninguna criatura viviente, aunque solamente posea la camisa que lleva puesta».

¡Con qué rapidez invade la piedad los corazones nobles! Esto demuestra la maravillosa generosidad de las mujeres cuando se empeñan en serlo. Algunas (muchas de ellas) son unas tiranas de corazón de piedra que hubieran tolerado que Damián hubiese muerto allí mismo antes que concederle sus favores, gozando todo el tiempo de su orgullosa crueldad, sin importarles nada ser sus asesinas.

Llena de compasión, la dulce y comprensiva Mayo le escribió de su puño y letra una carta en la que ella le concedía todo su corazón. Nada faltaba, excepto la hora y el lugar en que ella podría satisfacer sus deseos, pues él iba a tener todo lo que quisiera. Y un día, en cuanto ella vio la oportunidad, Mayo visitó a Damián y, discretamente, deslizó la carta debajo de su almohada, para que la leyese si quería. Rogándole que se repusiese, ella le tomó a él de la mano y se la apretó con fuerza, aunque con tal sigilo, que nadie se percató de ello. Mayo regresó a donde estaba Enero, en cuanto él la mandó llamar.

Cuando, a la mañana siguiente, Damián se levantó, toda su enfermedad y desesperación habían desaparecido. Después de peinarse, arreglarse y atusarse, después de haber hecho todo lo que pudo para hacerse atractivo a los ojos de su dama, se presentó a Enero, como el perro de un cazador, todo él presto a la obediencia. Se hizo agradable a todos (la adulación es la que consigue esto, si sabéis dosificarla) hasta que todos estuvieron dispuestos a hablar bien de él, gozando así el favor de su dama. Aquí dejaré ahora a Damián que siga con sus asuntos y proseguiré con mi historia.

Algunos eruditos creen que la felicidad más pura se encuentra en la diversión. Si es así, el excelente Enero ciertamente hizo cuanto pudo para llevar una vida de lujo y vivir tal como correspondía a un caballero. Su casa, sus muebles y su tren de vida cuadraban tanto con su rango como el de un rey.

Entre otras cosas hermosas, había mandado construir un parque con un perímetro amurallado, todo en piedra. No sé de jardín más hermoso que aquél. Realmente creo que incluso al autor del Roman de la Rose le costaría describir su encanto; incluso Príapo, aunque es el Dios de los jardines, no lograría describir justamente dicho jardín y su pozo que se hallaba bajo un laurel, siempre verde. Dicen que alrededor de este pozo, Plutón y su reina Proserpina y su tropel de hadas solían divertirse con música y danzas.

Este anciano y digno caballero gozaba mucho paseando y estando largos ratos en este jardín. No permitía a nadie, salvo a él mismo, que guardara la llave. Por ello siempre llevaba una pequeña llave de entrada con la que abrir la cerradura de la verja, cuando así le venía en gana. Y si, durante el verano, le parecía que tenía que ejercer el débito conyugal con su encantadora mujer, entonces lo visitaba acompañado de Mayo, no entrando nadie más que ellos dos, practicando allí mucho mejor las cosas que no habían hecho en la cama.

Enero y su esposa pasaron así bastantes días felices. Pero para Enero, como para todos los demás hombres, la dicha terrenal no puede durar eternamente.

¡Oh imprevisto azar! ¡Oh inestable fortuna! Eres engañosa como el escorpión, cuya cabeza fascina a la presa a la que quiere picar y cuya cola venenosa significa la muerte. ¡Oh alegría insegura! ¡Oh dulce y extraño veneno! La monstruosa Fortuna, sutilmente, escamotea sus dones bajo la apariencia de la estabilidad, hasta que todos y cada uno caen en su engaño. ¿Por qué habiendo sido gran amiga de Enero le engañas así? Ahora le has quitado la vista de sus dos ojos, y es tanta su pena, que quisiera estar muerto.

¡Qué desgracia para el noble y generoso Enero! En medio de toda su felicidad y prosperidad se quedó ciego. ¡Con qué lamentos lloró y se quejó! Y, para colmo, el fuego de los celos le quemaba el corazón (pues temía que su esposa se encaprichase), y llegó a desear que alguien matase a ambos, a ella y a él mismo. Vivo o muerto, no podía soportar la idea de que ella fuese la amante o la esposa de otro. Quería que ella viviese el resto de su vida, vestida completamente de negro como si fuese viuda y solitaria como una palomita que hubiese perdido a su pareja. Pero después de un mes o dos, su pena empezó a remitir,

Al ver que la cosa no tenía remedio, aceptó su desgracia con paciencia y resignación; pero hubo algo en lo que no cedió, y eran sus continuos celos. Éstos eran tan dominantes, que no permitía que Mayo fuese a ninguna parte (su propia mansión, las casas de los demás, cualquier lugar, en suma) sin tener su mano posado sobre ella todo el tiempo. La hermosa Mayo derramó muchas lágrimas por ello, pues amaba a Damián con tal cariño, que pensaba que o bien debería tenerlo como deseaba, o que moriría allí mismo de deseo. Por lo que esperaba que, a cada momento, el corazón le estallase.

En cuanto a Damián, se volvió el hombre más triste que jamás se haya visto, pues en ningún momento podía decir una palabra a la bonita Mayo sobre nada que viniese a cuento, que Enero no la escuchase, pues su mano estaba siempre en la de ella. Sin embargo, con señales secretas y escribiéndole notas, pudo comunicarse con Mayo, y así ella logró averiguar qué maquinaciones le rondaban por la mente.

¡Ah, Enero! ¿De qué te hubiese servido poder ver hasta el horizonte más lejano? Lo mismo da ser ciego y engañado, que tener ojos y, sin embargo, ser también engañado. Argos tenía cien ojos, pero, como muchos otros, a pesar de su mucho mirar, estaba ciego, como todo el mundo sabe, estando convencido de todo lo contrario. Lo que quiero decir es: «Ojos que no ven, corazón que no siente».

La hermosa Mayo, de la que estaba hablando ahora mismo, sacó un molde de cera de la llave que Enero llevaba de la puertecita enrejada por la que solía entrar a su jardín; y Damián, sabiendo exactamente la idea que ella albergaba en su mente, fabricó, en secreto, un duplicado de la llave. No hay más que decir. Muy pronto algunos acontecimientos notables tuvieron lugar con relación a dicha puertecita enrejada, de los cuales, si aguardáis un poco, os enteraréis.

¡Oh noble Ovidio, qué gran verdad dices, cuando afirmas que por ingeniosa y elaborada que sea la estratagema, el amor siempre encuentra el modo de superarla! Tomad lección de Píramo y Tisbe: aunque cuando ambos fueron custodiados por todos lados, sin embargo llegaron a un entendimiento susurrándose a través de un muro. Y bien, ¿quién hubiese podido imaginar un truco semejante?

Volviendo al relato, durante la primera semana del mes de junio sucedió que Enero, alentado por su mujer, tuvo la ocurrencia de divertirse a solas con ella en el jardín. Así que una mañana le dijo:

—¡Levántate, esposa mía, mi dama, mi amor! Dulce palomita, se oye el canto de la tórtola, ya no es invierno, se han acabado ya las lluvias! Ven conmigo, ven con tus ojazos de palomita. Tus pechos son más dulces que el vino. El jardín está completamente rodeado por un muro. ¡Ven, pues, mi novia, blanca como la nieve blanca! No hallo mancha en ti. Ven, pues, y gocemos, pues a ti te elegí por esposa y para mi solaz.

Estas eran las frases lujuriosas que utilizó. Mayo hizo señas a Damián para que se adelantase con su llave. Dicho y hecho: Damián abrió con su llave la puertecita enrejada y se coló dentro sin que nadie le viese u oyese. Una vez dentro, se agazapó silenciosamente debajo de un arbusto. Enero, ciego como una piedra, cogió a Mayo por la mano y se fue solo con ella a su jardín encantador. Rápidamente cerró la puerta enrejada de golpe y dijo:

—Ahora, esposa mía, aquí no hay nadie más que yo y que tú, la criatura a la que más amo. Pongo al Cielo por testigo: antes me apuñalaría yo mismo hasta morir que llegar a ofenderte, mi querida y fiel esposa. Por amor de Dios, recuerda cómo fue que te elegí, ciertamente no por consideraciones mercenarias, sino simplemente por el amor que te tenía. Séme fiel, aunque sea viejo y ciego, y te diré el por qué. Con ello saldrás ganando tres cosas: la primera, el amor de Cristo; la segunda, honor y honra para ti; la tercera, toda mi hacienda, ciudad y castillos serán tuyos; redacta el documento como quieras, y te aseguro, como que Dios es mi Salvador, que todo quedará arreglado antes de que mañana se ponga el sol. Pero primeramente bésame, para sellar nuestro pacto. No me culpes si soy celoso. Mis pensamientos están tan unidos a ti, que siempre que pienso en tu belleza (y luego en mi desagradable edad avanzada), aunque me tuviese que morir, realmente no podría soportar estar sin tu compañía. Te quiero tanto... Esta es la pura verdad. Ahora, querida esposa mía, bésame y caminemos por ahí.

A esta palabras dio la hermosa Mayo una suave respuesta; pero antes de nada rompió a llorar. Tras lo cual dijo:

—También yo tengo un alma que cuidar, y no hablemos de mi honra, este delicado capullo de esposa que confié en tus manos cuando el sacerdote unió mi cuerpo al tuyo. Por eso, si no te importa, queridísimo señor mío, ésta es mi respuesta: rezo a Dios para que nunca amanezca el día en que avergüence a mi familia y manche mi buen nombre con la infidelidad. Si no es así, hazme sufrir una muerte más terrible que la que haya sufrido jamás mujer alguna. Es decir, si alguna vez cometiese este delito, desnúdame, méteme en un saco y ahógame en el río más cercano. ¡Soy una dama, no una meretriz! Pero ¿por qué digo yo esto? Vosotros, los hombres, tenéis siempre tan poca confianza en las mujeres, que nunca dejáis de formularles reproches. Esto es lo que siempre estáis haciendo: desconfiar y denigrar a las mujeres. Mientras hablaba, ella divisó a Damián agachado detrás del arbusto. Tosió y le hizo señal con el dedo de encaramarse a un árbol cargado de fruta: allí trepo él. La entendía mucho mejor, por rara que fuese la señal que hiciese, que su propio esposo, Enero, pues ella le había explicado en una carta todo lo que tenía que hacer. Aquí dejaré a Damián sentado encima de un peral, mientras Enero y Mayo caminan felices por ahí.

El día era claro, y el cielo, azul; Febo (que por mis cuentas se hallaba entonces en Géminis, no lejos de su máxima declinación septentrional, Cáncer, que es la exaltación de Júpiter) enviaba sus rayos dorados para con su calor animar las flores. Sucedió que aquella clara mañana, Plutón, el rey del Averno, acompañado por muchas damas del séquito de su esposa, la reina Proserpina (a quien había arrebatado del Etna mientras se hallaba recogiendo flores en los campos, como podéis leer en Claudiano, sobre cómo se la llevó en su horrible carro), se hallaba sentado sobre un banco de verde césped fresco en el otro extremo del jardín hablando con su reina.

—Mi querida esposa —decía—, nadie puede negarlo: la experiencia confirma diariamente las traiciones que vosotras las mujeres inflingís a los hombres. Te puedo dar una decena de cientos de millares de ejemplos destacados de vuestra falsedad y veleidades. ¡Oh, tú, sapientísimo Salomón, rico entre los ricos, lleno de sabiduría y de gloria, qué memorables son tus proverbios para cualquiera que tenga seso e inteligencia! Pues así elogia la bondad de los hombres: «A un hombre encontré yo entre mil; pero a una mujer no la puedo encontrar entre todas». Así habló el rey. Y él conocía muy bien la maldad existente en vosotras, las mujeres. Tampoco creo que Jesús bar Sirach, hable usualmente de las mujeres con respeto. ¡Que la peste y azufre caiga sobre vuestros cuerpos! ¿No ves a ese honorable caballero a punto de que su propio escudero le ponga cuernos, sólo porque el pobre hombre es viejo y ciego? Mira a aquel libertino encaramado en el árbol. Ahora le voy a conceder un favor real: en el momento en que su mujer empiece a engañarle, el anciano caballero recobrará la vista. Así podrá ver claramente lo puta que es ella: un reproche que se le puede hacer a ella y a otras muchas como ella.

—¿Con que sí, eh? —dijo Proserpina—. Pues bien, entonces juro por Saturno, el padre de mi madre, que le facilitaré a ella una respuesta completa, y no sólo a ella, sino que todas las mujeres en el futuro, por causa de ella, cuando se les sorprenda en pleno delito, se disculparán con un semblante tan severo, que sus acusadores tendrán que bajar los ojos. Ni una sola perecerá por falta de respuesta. Aunque un hombre lo vea todo con ambos ojos, nosotras las mujeres pondremos una cara tan atrevida, con lágrimas, votos y recriminaciones ingeniosas, que vosotros, los hombres, pareceréis tan estúpidos como gansos. ¿Y qué me importa todas tus autoridades? Yo veo que este judío, este Salomón de que hablas, se topó con muchas mujeres tontas; sin embargo, aunque no encontró ninguna buena mujer, existen docenas de otros hombres que encontraron mujeres completamente fieles, buenas y virtuosas (por ejemplo, las que ahora viven en el Cielo de Cristo, demostrando su constancia hasta el martirio). Además, la historia de Roma recuerda a más de una esposa fiel y buena. Ahora, señor, no perdáis los estribos: aunque Salomón dijese realmente que no encontró a ninguna buena mujer, por favor, considerad a qué se refería el hombre: él quería decir que la bondad soberana solamente reside en Dios, no en hombre o mujer alguna. Pues bien, ¿por qué en nombre del único y verdadero Dios haces tantos elogios a este Salomón? ¿Qué importancia tiene que construyese un templo al Señor y que fuese rico y glorioso? También edificó templos para falsos dioses. ¿Cómo pudo hacer una cosa tan prohibida? Perdóname, tú puedes adorar su reputación tanto como quieras, pero sigue siendo un libertino, un idólatra que olvidó a su Dios verdadero en su ancianidad. Y si Dios no le hubiese salvado, de acuerdo con la Biblia, por amor de su padre, hubiese perdido su reino antes de lo esperado. Todas estas calumnias que vosotros, los hombres, escribís sobre las mujeres me importan un comino, pero tenía que hablar o estallaba. ¡Soy una mujer! Si se habla mal de nosotras, los buenos modales no me impedirán vilipendiar al hombre que trate de calumniarnos. Antes que callar, me haría cortar el cabello.

—Calmaos, señora —dijo Plutón—. Me rindo. Pero teniendo en cuenta que afirmé bajo juramento que le devolvería la vista, debo mantener mi palabra. Te lo digo claramente: soy un rey, y no me está bien mentir.

—¡Y yo soy la reina de las Hadas! —replicó ella—. Ella tendrá su respuesta, lo garantizo. No malgastemos más palabras sobre el asunto. Realmente no quiero seguir ya discutiendo contigo.

Ahora volvamos nuevamente junto a Enero, que está sentado en el jardín con la hermosa Mayo cantándole Siempre te Amaré y sólo a Ti, con la alegría de un jilguero. Él paseó largamente por los caminos del jardín y, al fin, llegó al pie del peral sobre el que se hallaba Damián, sentado alegremente arriba, entre las nuevas hojas verdes.

La hermosa Mayo, brillándole los ojos y con el rostro encendido, suspiró y dijo:

—¡Ay de mí! Pase lo que pase, quiero tener algunas de esas peras que veo allí arriba. Me ha entrado tal frenesí por comer algunas de esas peritas verdes, que creo que moriré si no logro comerlas. ¡Por amor de Dios, haz algo! Déjame que te lo diga: una mujer en mi estado puede tener un apetito tan grande de comer fruta, que fácilmente puede morir si no la consigue.

—¡Cáspita! —exclamó él—. Si tuviese al menos un muchacho aquí para que trepase o si, al menos, no fuera ciego...

—No importa —dijo ella—. Si solamente quisieses abrazar el peral y me soltases ya sé que no confías en mí, me sería fácil trepar si pudiese apoyar mi pie en tu espalda.

—Naturalmente —dijo él—. Haré eso y más: tendrás la sangre de mi corazón.

El se inclinó doblándose y ella pudo subirse a su espalda, se agarró a una rama y se encaramó. Por favor, no os ofendáis, damas: soy un tipo rudo y no sé andarme con rodeos. Damián no perdió el tiempo: le tiró el sayo hacia arriba y penetró en ella.

Cuando Plutón vio este agravio vergonzoso, devolvió la vista a Enero y le hizo ver tan bien como antes. Nadie se encontraba más feliz que Enero al recuperar la vista. Pero sus pensamientos estaban todavía fijos en su mujer, por lo que al poner sus ojos en el árbol constató que Damián había colocado a su esposa de una forma que me resulta imposible explicar sin ser rudo. En aquel momento emitió un rugiente aullido, como el de una madre cuyo hijo está muriéndose, y gritó:

—¡Socorro! ¡Es un crimen! ¡Detened al ladrón! ¿Qué es lo que buscas? ¡Puta! ¡Eres una puta descarada!

—¿Qué te pasa? —repuso ella—. Ten un poco de paciencia y utiliza el cerebro. Acabo de curar tu ceguera. Por mi alma te juro que no miento. Me dijeron que lo mejor para curar tus ojos y que tú vieses de nuevo era que forcejease con un hombre en lo alto de un árbol. Dios sabe que mis intenciones eran buenas.

—¿Forcejear? —gritó él—. ¡Esta sí que es buena! ¡Pero si llegó a entrar! ¡Que Dios os envíe una muerte vergonzosa! Él te la metió. Lo he visto con mis propios ojos. ¡Que me aspen si no lo he visto!

—En este caso mi medicina no funciona —dijo ella—, pues si tú pudieses ver, no me hablarías así. Solamente ves a ramalazos. No ves todavía como es debido.

—Gracias a Dios, veo tan bien como antes con mis dos ojos —replicó él—. Y palabra de honor que eso era lo que parecía estar haciendo contigo.

—Estás borracho, completamente borracho, mi querido señor —dijo ella—. ¿Estas son las gracias que me das por haber contribuido a que vieses? ¡Ojalá no hubiera tenido tan buen corazón!

—Vamos, vamos, querida —repuso él—, quítate todo eso de la cabeza; baja, queridísima, y si he hablado incorrectamente, que Dios me perdone; ya he sido suficientemente castigado. Pero, ¡por el alma de mi padre!, creí que había visto a Damián encima de ti y tu vestido completamente levantado sobre su pecho.

A lo que ella le contestó:

—Bueno, señor, podéis pensar lo que gustéis. Pero un hombre al despertarse no se entera de las cosas adecuadamente ni ve perfectamente hasta que está totalmente despierto. Del mismo modo, un hombre que ha estado ciego durante mucho tiempo no va a ver instantáneamente igual de bien que un hombre que hace un día o dos que ha recuperado la visión. Antes de que vuestra vista haya tenido tiempo de asentarse, es posible que os equivoquéis frecuentemente sobre lo que creáis ver. Tened cuidado, por favor. Pues, por el Señor de los Cielos, que más de un hombre cree haber visto una cosa que no era. Que vuestras equivocaciones no os lleven a emitir juicios erróneos.

Y con esto, ella bajó del árbol de un salto.

¿Quién había más feliz que Enero? La besó y abrazó una y otra vez y acarició suavemente su vientre; luego la condujo de regreso a su palacio.

Ahora, caballeros, os deseo felicidad, pues aquí termina mi cuento de Enero. ¡Que Dios y su Madre, Santa María, nos bendigan a todos!

III

Entonces nuestro anfitrión exclamó:

—¡Bueno! ¡Dios sea loado! ¡Que Dios me guarde de una esposa así! Ved qué trucos y añagazas utilizan las mujeres. Siempre, como abejas, laborando para estafarnos, ¡pobres de nosotros! Y siempre retorciendo la verdad, como el cuento del mercader nos ha demostrado claramente. Tengo una esposa, es cierto, y, aunque es pobre, es fiel; pero es una furia y una matraca con su lengua. Además, tiene muchos otros defectos. Pero no importa, dejémoslo. Pero ¿sabéis qué? aquí, entre nosotros, ojalá no estuviese unido a ella. Sin embargo, sería un estúpido si os relatase sus defectos. ¿Sabéis por qué? Llegaría a sus oídos; alguien de nuestro grupo se sentiría impulsado a contarlo; a quién, no hace falta decirlo. Las mujeres saben muy bien cómo propalar estos asuntos; sin embargo, no tengo cabeza para contarlo todo, por lo que mi cuento ha terminado.