CUENTOS DE CANTERBURY
Cuento del Monje

I

Cuando hube concluido el relato de Melibeo y la señora Prudencia y su bondad, el hospedero comentó:

—Señor monje, no haga cara compungida. Ahora le toca a usted. ¡Mirad! ¡Casi hemos llegado a Rochester! Adelante, que nos queremos divertir. Pero, por mi honor, que no sé vuestro nombre. ¿Quizá sir Juan? ¿O sir Albón? ¿O sir Tomás? ¿En qué monasterio residís? Vive Dios que tenéis la piel suave. En nada se parece a un espíritu o penitente. Hay buenos pastos donde vivís. Debéis, sin duda, ser algún oficial, algún digno sacristán o despensero. Seguro que sois el amo cuando estáis en vuestra casa. No sois un enclaustrado ni un novicio, sino un administrador astuto y discreto. Y ¿qué decir de vuestra corpulencia y tez? Un bonito ejemplar para esta ocasión. Le pido a Dios que confunda al que os hizo entrar en religión. Ya habríais estrujado a más de una mujer. Si tuvierais tanta licencia como potencia para dedicaros al placer de procrear habríais engendrado muchas criaturas. ¿Quién os puso en este amplio redil? Si yo fuera papa (que Dios me perdone), no sólo a vos, sino a muchas cabezas tonsuradas que corren por ahí les daría esposa. ¡El mundo está perdido! La religión ha escogido la mejor parte de la procreación. Nosotros, los laicos, somos en esto enanos. De árboles débiles brotan vástagos enfermizos. Esto hace a nuestros herederos flojos y frágiles sin capacidad de engendrar. Esto ocasiona que nuestras mujeres intenten conquistar a los frailes. Esperan mejores servicios de ellos que de nosotros en los placeres del amor. ¡Rediez! No les pagan con luxemburgos. No se enfade, señor monje, aunque bromee. Las verdades surgen entre broma y broma.

Este noble monje replico sin inmutarse:

—Me esmeraré, tal como conviene a mi honradez, en contaros uno, dos o tres cuentos. Y si escucháis, de ahora en adelante os relataré la vida de San Eduardo. O si no, os puedo narrar algo trágico. En mi celda tengo al menos cien narraciones. La palabra tragedia implica una cierta clase de historia, tal como se ve en los libros de la Antigüedad, de aquellos que sucumbieron por la gloria; de gente que se deslizó del estado de prosperidad al de calamidad. Esto les ocasionó la muerte. Estos cuentos aparecen versificados en hexámetros, o versos de seis pies. También se compone en prosa y en versos de muy distinta estructura. Creo que con esta explicación basta. Si queréis oír, escuchad. Perdonadme si no sigo un orden cronológico estricto, ya sea acerca de papas, emperadores o reyes. Me saltaré el orden de aparición según los dictados de los eruditos. Algunos los pondré antes que otros, tal como los recuerde. Perdonad mi ignorancia.

II

A guisa de tragedia, lamentaré las desgracias de los que cayeron desde su alta posición a la irremediable adversidad, pues es bien cierto que, cuando la diosa Fortuna decide abandonarnos, nadie puede disuadirla. Que nadie confíe ciegamente en la prosperidad, sino que tome ejemplo de estos antiguos y verdaderos casos.

*  *  *

Empezaré con Lucifer, aunque no era hombre, sino ángel. Pues a pesar de que la diosa Fortuna no pueda dañar a los ángeles, a causa de su pecado cayó de su alta posición hasta el infierno, donde todavía está. Lucifer, el más brillante de los ángeles, es ahora Satanás, y nunca escapará a la desgracia en que cayó.

*  *  *

Tomad como ejemplo a Adán, no engendrado de impuro esperma humano, sino moldeado por el mismísimo dedo de Dios en el campo donde ahora se halla Damasco. Dominó a todo el Edén, excepto un solo árbol. Ningún hombre en la Tierra ha poseído jamás las riquezas de Adán, hasta que su mala conducta le llevó, de gran prosperidad, al trabajo, la miseria y el infierno.

*  *  *

Ved, por ejemplo, a Sansón, cuyo nacimiento fue anunciado por un ángel mucho antes de que aconteciera, y se consagró a Dios Todopoderoso y recibió grandes honores hasta que perdió la vista. Nunca hubo otro de su fuerza y del valor que le acompaña; pero contó su secreto a su mujer, y ésta le precipitó a la desgracia. Sansón, ese grande y poderoso adalid, que mató un león mientras transitaba por un camino hacia una boda, destrozándolo totalmente con sus dos manos como única arma. Pero su traicionera mujer insistió una y otra vez hasta que se enteró de su secreto. Entonces la traidora lo delató a sus enemigos y lo dejó por otro marido.

En su rabia y furor, Sansón cogió trescientos zorros y, atándolos por sus colas, los juntó y prendió fuego, con lo que ardieron todas las cosechas del país, incluso viñas y olivos. También mató, él solo, a un millar de hombres con una quijada de asno por toda arma. Después de haberlos matado, sintió tanta sed que creyó morir y rogó al Señor que se apiadase de su desgracia y le enviara de beber. Entonces de una de las muelas de aquella reseca quijada de asno surgió un manantial del que sació su sed. De este modo Dios acudió en su ayuda, como dice el libro de los Jueces.

Una noche en Gaza, a pesar de los filisteos que se hallaban en la ciudad, arrancó las puertas de la misma a viva fuerza y, cargándoselas a la espalda, las subió a la cima de una colina, donde todos las pudieron ver. Si el gran y poderosísimo Sansón, tan querido y honrado por los demás, no hubiera revelado su secreto a mujeres, el mundo jamás habría contemplado a otro igual.

Por mandato del mensajero angélico no tocaba el vino ni bebía bebidas fuertes, ni permitía que navajas o tijeras se acercasen a su cabeza, pues toda su fuerza residía en ellas. Pero el que gobernó en Israel durante veinte inviernos seguidos pronto tuvo que derramar abundantes lágrimas: las mujeres le traerían la ruina.

Contó a su amada Dalila que toda su fuerza radicaba en su cabellera, y ella lo vendió traicioneramente a sus enemigos. Pues un día, mientras dormía en su regazo, ella hizo que le cortasen el cabello y le pelasen y dejó a sus enemigos que descubrieran su secreto. Cuando le encontraron en este estado, le ataron fuertemente y le sacaron los ojos. Antes de cortarle el cabello y pelarlo, nada habría podido mantenerle atado; ahora, estaba prisionero en una cueva y le obligaban a mover un pequeño molino.

¡Ya puede ahora el gran Sansón, el más fuerte de los hombres, que llegó a juez de Israel y vivió con riqueza y esplendor, llorar sin ojos, arrojado desde la felicidad a la sima de la desgracia!

Este fue el final del pobre cautivo. Un día sus enemigos prepararon una fiesta y le obligaron a estar ante ellos sirviendo de blanco. Ocurría todo en un templo lleno de gente. Pero al final él causó terror y estragos, pues sacudió dos columnas hasta que cayeron, y entonces el templo entero se derrumbó. Así pereció junto con sus enemigos, es decir, todos los príncipes y unas tres mil personas sucumbieron allí al hundirse el gran templo de piedra. No hablaré más de Sansón. Pero quedad advertidos por esta antigua y sencilla frase: que ningún hombre diga nada a su esposa que quiera mantener realmente en secreto, en particular si afecta a la seguridad de su vida o la integridad de sus miembros.

*  *  *

Sus trabajos cantan la alabanza y gran renombre de Hércules, el más grande de los conquistadores, pues en su día fue un prodigio de fuerza. Él mató al león de Nemea y se apoderó de su piel; humilló el orgullo de los centauros, acabó con las arpías, aquellas feroces y crueles aves; se apoderó de las manzanas de oro del dragón; hizo salir al can Cerberol, el perro del infierno; mató a Busiro, el cruel tirano, y obligó a su caballo a devorarle la carne y los huesos; mató a la feroz y venenosa Hidra; rompió uno de los dos cuernos de Aquelao mató a Caco en su caverna de piedra y a aquel poderoso gigante Anteo; destrozó al temible oso de Erimantos y durante algún tiempo transportó la bóveda celeste sobre sus hombros.

Ningún hombre había eliminado tantos monstruos como Hércules, desde el principio de los tiempos. Su nombre corría de boca en boca por todo el mundo como sinónimo de fuerza y magnanimidad; visitó todos los reinos del mundo y, según Trofeo, levantó un pilar en cada extremo del mundo para marcar sus limites.

Este noble héroe tenía una amante llamada Deyanira, lozana como una rosa de mayo. Los eruditos afirman que ella le envió una vistosa camisa nueva (una camisa fatal) que, desgraciadamente, había sido envenenada con tanto ingenio que antes de transcurrido medio día de llevarla puesta, la carne empezó a desprendérsele de los huesos. No obstante, hay personas doctas que la exoneran de culpa y acusan a un tal Neso, aunque Hércules llevó esta camisa sobre su cuerpo desnudo hasta que el veneno ennegreció su carne. Cuando descubrió que no tenía remedio y que iba a morir envenenado, se cubrió de brasas ardientes, pues prefirió morir por fuego antes que a causa de un veneno.

Así murió Hércules, famoso y poderoso. Y ahora pregunto: «¿Quién puede, ni por un momento, confiar en la veleidosa Fortuna?». Los que siguen los caminos de este mundo turbulento caen en desgracia frecuentemente antes de saber qué es lo que pasa. Es sabio el que se conoce a sí mismo. Estad, pues, en guardia, porque cuando la caprichosa Fortuna desea engañar, espera y derriba al encumbrado del modo más inesperado.

*  *  *

¿Qué lengua puede describir adecuadamente el poderoso trono, el precioso tesoro, el glorioso cetro y la real majestad del rey Nabucodonosor, que conquistó por dos veces la ciudad de Jerusalén y se llevó los vasos sagrados del templo? El reglo trono se hallaba en Babilonia, su gloria y orgullo. Castró a los más hermosos hijos de la real casa de Israel y los convirtió a todos en eunucos.

Entre sus esclavos se hallaba Daniel, que era el más avispado entre todos los hijos de Israel, pues interpretó los sueños del rey cuando no hubo sabio en Caldea que supiera adivinar su correcto significado. Este rey vanidoso y sediento de gloria encargó que le hicieran una estatua de oro de sesenta codos de altura y siete de ancho, y ordenó que jóvenes y viejos saludasen y reverenciasen esta imagen; los que se negaran a obedecer serían quemados en un horno al rojo vivo. Pero ni Daniel ni sus dos jóvenes compañeros quisieron acatar semejante orden.

Orgulloso y encumbrado, este rey de reyes creyó que el Dios que está sentado en su gloria jamás le privaría de su elevada posición; sin embargo, perdió repentinamente su cetro, se convirtió en algo parecido a una bestia y anduvo por algún tiempo entre animales salvajes, comiendo heno como si fuera un buey y durmiendo al aire libre y bajo la lluvia. Sus cabellos crecieron como plumas de águila y sus uñas como las garras de un ave de presa, hasta que algunos años después Dios le perdonó y le devolvió la facultad de razonar. Entonces dio gracias a Dios, mientras las lágrimas le resbalaban por el rostro. Durante el resto de su vida vivió en temor de pecar o abusar; hasta el día en que se le puso en el féretro, supo que Dios era todo poder y misericordia.

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Su hijo Baltasar gobernó el reino después que su padre pasó a mejor vida; sin embargo, no hizo el menor caso de las enseñanzas recibidas por su padre, sino que fue de corazón orgulloso, vivió con pompa y magnificencia y, además, fue un empedernido idólatra. Su elevada posición le afirmó en su orgullo; sin embargo, la Fortuna lo derribó y dividió su reino.

Un día en que daba una fiesta para sus nobles, con el fin de ponerles más alegres, llamó a sus oficiales y les dijo:

—Id a buscar todos aquellos vasos que mi padre se llevó del templo de Jerusalén en los días de su triunfo, y demos gracias a los dioses del cielo por el honor que nuestros antepasados nos legaron.

Su esposa, sus nobles y sus concubinas bebieron a más no poder de diversos vinos en estos vasos sagrados. Entonces el rey levantó la vista y miró a la pared, en donde vio una mano sin brazo que escribía deprisa sobre la misma. Al contemplar esta visión, tembló de miedo y dio un gran suspiro, mientras la mano que tanto le había asustado escribía: Mane, Tecel Fares, y nada más.

Ningún mago en todo el país supo interpretar el significado de lo escrito excepto Daniel, que pronto lo explicó diciendo:

—¡Oh, rey! Dios dio a tu padre gloria, honor, un reino, un tesoro e ingresos; pero él era orgulloso y no tenía temor de Dios, por lo que Este tomó venganza y le despojó de su reino. Fue arrojado de la compañía de los hombres para vivir entre asnos y comer sus pastos, como un animal, bajo el sol y la lluvia, hasta que por gracia divina y razonamiento entendió que el Dios de los cielos tiene dominio sobre las criaturas y los reinos. Entonces Dios se compadeció de él y le repuso en su reino con su aspecto normal. Ahora, tú, su hijo, sabiendo que todo eso es verdad, eres orgulloso como lo fue tu padre, te rebelas contra Dios y eres su enemigo; además has tenido el descaro y la audacia de beber en sus vasos sagrados, y de los mismos han bebido tu mujer y tus meretrices profanándolos. Para colmo, tú rindes culto perverso a falsos dioses. Por ello te esperan grandes sufrimientos. Créeme, la mano que escribió Mane, Tecel Fares sobre la pared fue enviada por Dios. Tu reinado ha terminado: has sido pesado y has sido encontrado en falta. Tu reino será dividido y entregado a los medos y a los persas.

Aquella misma noche el rey fue muerto y su trono ocupado por Darío, aunque no tenía ningún derecho sobre él. Señores, la moraleja de esta historia es: no hay seguridad en el poder. Cuando la veleidosa Fortuna quiere perder a un hombre, le quita su reino, sus riquezas y sus amigos, tanto de alta como de baja condición. Los amigos que un hombre hace en la prosperidad creo que le convertirán en enemigos en la adversidad, proverbio que no sólo es cierto, sino que puede aplicarse universalmente.

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Sobre la fama de Zenobia, la reina de Palmira, los persas escribieron que era tan osada y tenía tal dominio de las armas que ningún hombre la sobrepasaba en fortaleza, linaje y otros nobles atributos. Por sangre, descendía de reyes persas. No diré que fuera la más hermosa de las mujeres, pero su figura no tenía defecto.

Desde su infancia evitaba todo trabajo femenino y solía salir a los bosques, en donde, con sus grandes flechas de caza, derramó la sangre de más de un venado salvaje. Corría tan velozmente que incluso podía capturarlos. Al llegar a la edad adulta, solía matar leones, leopardos y osos despedazándolos, y hacía lo que quería con ellos con sólo sus manos. Solía buscar atrevidamente los cubiles y guaridas de bestias salvajes y vagar durante la noche por las montañas, durmiendo al aire libre. Podía luchar con cualquier joven, por ágil que fuera, y someterlo por la fuerza; en sus brazos nada podía resistirle. Mantuvo su doncellez incólume, despreciando el verse sometida a cualquier hombre.

Sin embargo, al final, a pesar de sus largas dudas y dilaciones, sus amigos lograron casarla con Odenato. Debéis saber que él compartía sus gustos y sus ideas. Sin embargo, una vez estuvieron unidos, vivieron alegre y felizmente, pues se amaban recíprocamente con gran ternura, excepto por una cosa: bajo ningún concepto le permitía acostarse con ella más de una vez en cada ocasión, pues su único objeto era traer al mundo a un hijo que pudiera crecer y multiplicar la raza.

Si después del acto, ella veía que no había quedado embarazada, entonces consentía en que él hiciera su voluntad una vez más, pero sólo una vez; y si veía que había quedado embarazada, entonces este placer le quedaba vedado a él por cuarenta largas semanas, después de las cuales ella le permitía de nuevo repetir el acto. Ya podía Odenato rabiar o rogar, que no conseguía nada más de su esposa. Pues ella afirmaba que era vergonzoso y lascivo por parte de una mujer el que su marido le hiciera el amor por alguna otra razón.

Odenato le dio dos hijos varones, que ella crió y educó en la virtud y en la sabiduría. Pero volvamos a nuestra historia. En ninguna parte del mundo se podía encontrar una persona más juiciosa y honorable, generosa sin ser despilfarradora, más cortés, más decidida e infatigable en la guerra. Es imposible describir la magnificencia de su vajilla y vestimenta. Iba enteramente vestida de oro y gemas preciosas; el que fuera a cazar no le privaba de encontrar el tiempo suficiente para conseguir dominar en profundidad diversas lenguas: su mayor deleite consistía en aprender por los libros cómo llevar una vida virtuosa.

Pero, para abreviar esta historia, diré que ella y su marido eran dos formidables guerreros, que conquistaron y retuvieron con mano firme muchos grandes reinos de Oriente y varias espléndidas ciudades que pertenecían a la majestad imperial de Roma. Sus enemigos jamás lograron hacerla huir mientras Odenato estuvo vivo. Ahora bien, los que quieran leer sobre sus batallas contra el rey Shapur y otros, y cómo se desarrollaron estos acontecimientos, por qué ella hizo sus conquistas y qué título o derecho tenía sobre ellas, su posterior desgracia y pena y cómo fue asediada y capturada, deben consultar a mi maestro, el Petrarca. Os aseguro que escribió lo suficiente sobre el asunto.

Cuando Odenato murió, ella retuvo sus reinos y luchó personalmente contra sus enemigos con tal fiereza, que no quedó príncipe o emperador en aquellas tierras que no se sintiera alborozado si no le declaraba la guerra. Establecieron alianzas formales con ella para poder vivir en paz y la dejaron montar o cazar a su antojo. Ni Claudio, emperador de Roma, ni Galieno, que le había precedido, ni ningún armenio, egipcio, sirio o árabe, reunió jamás el valor suficiente para enfrentarse con ella, pues temían que les matase con sus propias manos o les hiciera huir con todo su ejército.

Sus dos hijos vestían regiamente, como correspondía a los herederos del reino de su padre. Sus nombres eran Heriviano y Timalao, según los persas. Pero la veleidosa Fortuna siempre mezcla hiel con miel. Esta poderosa reina no pudo durar mucho, y aquélla hizo que desde el trono cayera en la más abyecta desgracia y ruina.

Cuando el gobierno de Roma recayó en las manos de Aureliano, éste planeó vengarse de la reina y marchó contra Zenobia con sus legiones. Logró hacerla huir y, finalmente, la capturó. Mandó encadenar a Zenobia y a sus dos hijos y regresó a Roma. Entre las otras cosas que ese gran romano, Aureliano, capturó se hallaban su carro de combate, todo él recubierto de oro y joyas, que trajo consigo para que el pueblo lo pudiera ver. Ella caminó delante de él, en su triunfo, con su corona de reina, con cadenas de oro alrededor de su cuello y ropajes con gemas incrustadas.

¡Ay, Fortuna! Ella, que, una vez, fue el terror de reyes y emperadores, es ahora contemplada por la turba. Ella, que en los ataques más furibundos vestía yelmo y asaltaba las más fuertes ciudadelas, debe llevar ahora cofia de mujer; la que sostuvo en sus manos florido cetro, debe ahora llevar una rueca y ganarse el sustento.

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Noble y honorable Pedro, gloria de España, a quien Fortuna elevó en tan gran esplendor, tenemos todos los motivos de lamentar tu muerte desgraciada. Tu hermano te arrojó de tu propia patria; más tarde, durante un asedio, fuiste engañado mediante una estratagema y conducido a una tienda en donde él mismo te asesinó y te sucedió en tu reino y prebendas.

¿Quién ideó esta villanía y este infame pecado? Un águila negra sobre campo de nieve, cogida en una rama pintada en rojo como una brasa ardiendo. ¿Quién ayudó al asesino en lo que necesitaba? Un nido de maldad. No un Oliver de Carlomagno, siempre escrupuloso en lealtad y honor, sino un Oliver (Ganelón corrompido por sobornos) fue el que llevó al noble rey a la trampa.

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Tú también, ¡oh noble Pedro, rey de Chipre!, por tus dotes guerreras ganaste la ciudad de Alejandría. Muchísimos paganos sufrieron pena por tu causa, y por ello tus propios vasallos te tuvieron envidia y te asesinaron una mañana en tu propio lecho, por tu proeza caballeresca como único motivo. De este modo, la Fortuna, que gobierna y guía su rueda, lleva a los hombres de la alegría a la pesadumbre.

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¿Por qué no debo contar tu mala fortuna, gran Bernabé, vizconde de Milán, dios de placer y azote de Lombardía, desde que escalaste cima tan encumbrada? El hijo de tu hermano (que te debía lealtad por partida doble, por ser tu sobrino y tu yerno) hizo que murieras en su cárcel; el porqué o el cómo, lo ignoro; sólo sé que te mataron.

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Por piedad no existe lengua que pueda describir cómo el conde Ugolino murió lentamente de hambre. A poca distancia, en las afueras de Pisa, se levanta la torre en la que fue encarcelado con sus tres hijos pequeños, el mayor de los cuales apenas si contaba cinco años de edad. ¡Oh Fortuna, qué cruel eres enjaulando a tales pajaritos!

En la misma cárcel fue condenado a morir el obispo de Pisa, Rogelio, que le había acusado en falso y por cuya acusación la gente se levantó y le encarceló, como he descrito. El escaso alimento y bebida que se le daba apenas si era suficiente, además de ser poco nutritivo y de mala calidad. Un día, aproximadamente a la hora en que, de costumbre, se le entraba la comida, el carcelero cerró las grandes puertas de la torre. El prisionero le oyó claramente, pero calló; no obstante, algo le dijo en su corazón que pensaba dejarle morir de hambre.

—¡Ay! ¿Por qué nací? —exclamó—, y sus ojos se inundaron de lágrimas.

Su hijo menor, de tres años de edad, le dijo:

—Padre, ¿por qué estás llorando? ¿Cuándo traerá el carcelero nuestra comida? ¿No te queda ya pan? Tengo tanta hambre, que no puedo dormir. ¡Ojalá quisiera Dios que me durmiera para siempre! Así no notaría el hambre que me roe la barriga. ¡No hay nada que desee tanto como un mendrugo de pan!

Así hablaba el niño, día tras día, hasta que, acostándose en el regazo de su padre, le dijo:

—Adiós, padre mío. Me muero. Dio un beso a su padre y expiró.

Cuando su padre, con el corazón destrozado, vio que había muerto, en su dolor se mordía los brazos y gritaba:

—¡Oh, Fortuna! Te acuso de ser responsable de toda mi pena con tu rueda traicionera.

Sus otros hijos, pensando que se mordía los brazos de hambre, en vez de mordérselos de pena, le dijeron:

—¡Oh, padre, no hagas eso! Come antes de nuestra carne, la carne que tú nos diste: ¡tómala y come!

Estas fueron exactamente sus palabras; un día o dos después de aquello, se acostaron en el regazo de su padre y expiraron. El propio conde se desesperó y también pereció de hambre. Tal fue el fin del poderoso conde de Pisa, a quien Fortuna privó de su elevada situación.

Pero basta de esta trágica historia; el que desee una versión más extensa del relato debe leer al gran poeta de Italia, Dante, pues lo describe desde el principio al final sin omitir palabra.

*  *  *

Aunque Nerón era tan perverso como cualquier diablo en el pozo más hondo del infierno, tenía bajo su dominio las cuatro partes del mundo, según nos cuenta Suetonio. Le encantaban las joyas y sus ropajes estaban bordados, de pies a cabeza, con rubíes, zafiros y perlas blancas. Ningún emperador vistió con mayor suntuosidad que él, o fue más vanidoso y exigente. Una vez había llevado una túnica, no quería volverla a ver. Poseía un almacén de redes de hilo de oro para ir a pescar en el Tíber cuando se le ocurría divertirse así. Su menor deseo era ley, y la diosa Fortuna le obedecía como si fuera amiga suya.

Mandó incendiar Roma para su diversión y matar a sus senadores para oírles llorar y gritar; dio muerte a su hermano y se acostó con su hermana. De su madre hizo un lastimoso espectáculo: abrió su vientre para contemplar el lugar en que había sido concebido. ¡Ay! ¡Qué poco sentimiento tuvo para con su propia madre! Ni una sola lágrima cayó de sus ojos al verla. Simplemente observó:

—Era una mujer de buen ver.

Ya podéis preguntaros cómo es que pudo emitir un juicio ante su belleza muerta. Mandó que le trajeran vino, que bebió en el acto, pero sin mostrar ninguna señal de pena. Cuando el poder es aliado de la crueldad, el veneno discurre demasiado profundamente.

De joven, este emperador tuvo un tutor quien, a menos que los libros mientan, era el modelo de la sabiduría moral de su época. Éste le enseñó cultura y modales. Nerón fue inteligente y tratable mientras este tutor le tuvo a su cargo, y pasó mucho tiempo antes de que el despotismo o cualquier otro vicio osara entrar en su corazón. Nerón admiraba muchísimo a este tal Séneca, pues de él estoy hablando, porque solía reñirle con mucha circunspección por sus vicios, utilizando palabras en vez de golpes, pues le decía:

—Señor, un emperador debe ser virtuoso y detestar la opresión.

Por esto, Nerón hizo que se suicidase abriéndose las venas de los brazos mientras se bañaba, muriendo desangrado. De joven, Nerón había sido acostumbrado a permanecer de pie ante su tutor, lo que más tarde le pareció como un insulto y, por ello, le mandó que se suicidase. Sin embargo, Séneca mismo eligió morir de esta manera en el baño, antes de sufrir otras torturas. De esta forma Nerón mató a su querido tutor.

Llegó el día en que la diosa Fortuna se cansó de proteger la enorme arrogancia de Nerón, y, aunque era fuerte, ella lo era más aún. «Por Dios, debo de estar loca», pensó. Tras lo cual siguió pensando: «Situar a un hombre tan hundido en los vicios en una posición tan elevada y ¡dejar que le llamen emperador! Voy a derribarle de su trono, precisamente cuando menos lo espere».

Una noche, el pueblo se levantó contra él a causa de sus muchos delitos. Al verlo, Nerón se escapó sigilosamente por las puertas del palacio; iba solo y llamó a una puerta, tras la cual confiaba encontrar ayuda; pero cuanto más gritaba y más fuerte aporreaba la puerta, tanto más deprisa ponían cerrojos los de dentro, para que no entrara. Llegó un momento en que se dio cuenta de que se había engañado. No atreviéndose a seguir llamando, se fue. Por todas partes el pueblo gritaba y vociferaba buscándolo, hasta que él con sus propios oídos les oyó chillar:

—¿Dónde está Nerón, ese maldito tirano?

Casi se volvió loco de miedo y rogó piadosamente a los dioses que le socorrieran, pero el socorro no llegó nunca. Medio muerto de terror corrió hacia un jardín para ocultarse, en donde encontró a dos campesinos sentados junto a una enorme fogata. Les rogó a los dos que le cortasen la cabeza para que, después de su muerte, no se cometiera ignominia alguna que le deshonrara. No sabiendo qué hacer para escapar a su destino, se suicidó: la diosa Fortuna rió su propia broma.

*  *  *

En su día, ningún capitán del rey había subyugado más reinos, era más omnipotente en el campo de batalla o poseía mayor arrogancia y magnificencia que Holofernes, a quien la diosa Fortuna abrazó amorosamente y le llevó por donde quiso, hasta que un día, antes de saber lo que pasaba, se encontró sin cabeza. No sólo los hombres le temieron por miedo a perder su libertad o sus riquezas, sino que él les obligó también a renunciar a su fe.

—Nabucodonosor es Dios —declaró—, y ningún otro dios debe ser adorado.

Nadie se atrevió a contradecir su edicto, excepto en la plaza fuerte de Betulia, donde Eliakín era sacerdote.

Ahora observad la muerte de Holofernes: una noche yacía completamente beodo en su tienda, tan espaciosa como un granero y se hallaba en medio de sus tropas, cuando, a pesar de su poder y esplendor, una mujer, Judit, le cercenó la cabeza mientras dormía. Sin ser vista por las tropas, se deslizó fuera del campamento, llevándose la cabeza a la ciudad.

*  *  *

¿Qué necesidad hay de relatar la deslumbrante majestad del rey Antíoco, su gran arrogancia y sus perversos delitos? Jamás hubo otro como él. Leed en el libro de los Macabeos lo que fue, los orgullosos alardes que hizo, cómo cayó de la cima de la prosperidad y de qué forma tan miserable murió en la falda de una colina. La diosa Fortuna había exaltado su orgullo hasta tal punto, que él creyó realmente que podría alcanzar las estrellas, pesar cada montaña en la balanza y contener las mareas del mar.

Pero, sobre todo, odiaba al pueblo de Dios. Pensando que Dios nunca podría doblegar su orgullo, los condenó a muerte sometiéndolos a tormentos y a sufrimientos espantosos. Pero, como los judíos habían infligido una aplastante derrota a Nicanor y Timoteo, concibió tal odio hacia ellos que ordenó que, a toda prisa, le preparasen su carro de guerra, jurando al mismo tiempo con gran rabia que partiría inmediatamente hacia Jerusalén, sobre la que haría sentir su furia y cólera con la mayor crueldad.

Pero sus planes pronto fueron estorbados. Dios lo castigó duramente por esas amenazas con una herida invisible e incurable que le corroía las entrañas, hasta que no pudo resistir el dolor. Un castigo verdaderamente justo, puesto que había torturado las entrañas de tantos otros. A pesar de su tormento, no cejó en sus perversos propósitos y ordenó a sus tropas que se preparasen para salir inmediatamente; sin embargo, antes de saber qué pasaba, Dios castigó todos sus alardes y arrogancias, pues cayó pesadamente de su carro, hiriéndose de tal modo que no podía andar ni cabalgar, sino que tenía que ser llevado en una silla a causa de sus magulladuras en la espalda y los costados.

Horripilantes gusanos se arrastraban por su cuerpo; de esta forma tan ignominiosa cayó sobre él la venganza de Dios. Hedía tan horriblemente, que ninguno de los que le atendían de día o de noche podían soportar el olor. Durante este tormento, lloró y se lamentó y supo que Dios es el Señor de la Creación. El hedor de su carroña producía náuseas tanto a él mismo como a todas sus tropas; nadie podía transportarle. Con este mal olor y en medio de terribles dolores expiró miserablemente en la cima de una montaña. Así fue cómo el malvado asesino, que tantas lágrimas y lamentaciones había producido, recibió el castigo que merece la arrogancia.

*  *  *

La historia de Alejandro Magno es tan sabida, que todas las personas con uso de razón conocen todas o algunas de sus hazañas. Conquistó todo el mundo por la fuerza, excepto cuando sus oponentes pidieron la paz, gracias a su formidable reputación. Dondequiera que fue, humilló el orgullo de hombres y bestias desde un extremo al otro de la Tierra. No puede establecerse comparación entre él y los demás conquistadores. Todo el mundo tembló de terror ante él.

Fue modelo de caballerosidad y magnanimidad, y la diosa Fortuna le nombró heredero de todos sus honores. Tan lleno estaba él de valor leonino, que nada, salvo el vino y las mujeres, podía frenar su ambición de grandes trabajos y grandes hechos de armas. ¿De qué serviría elogiarle nombrando a Darío y cien mil otros reyes, príncipes, duques y condes valientes a los que venció y sometió? ¿Qué más puedo decir sino que todo el mundo, de parte a parte, era suyo? Aunque hablase eternamente de su gran proeza caballeresca, no bastaría.

Según el libro de los Macabeos, reinó durante doce años. Era hijo de Felipe de Macedonia, el primer rey de Grecia. ¡Oh noble y excelente Alejandro! ¿Quién tenía que decir que serías envenenado por tu propia gente? jugando a dados con la diosa Fortuna, transformó tu seis en uno, sin derramar una lágrima.

¿Quién pondrá lágrimas en mis ojos para lamentar la muerte de este ser noble y generoso que gobernó el mundo entero como si fuera un reino y aún no lo consideró suficiente, tan lleno estaba de espíritu de ambición? ¿Quién me ayudará a acusar a la traicionera Fortuna y a condenar al veneno, culpables ambos de tal infamia?

*  *  *

A base de sabiduría, valor y enormes esfuerzos, el conquistador Julio se elevó desde su humilde condición a la de rey, conquistando todo el Occidente, por tierra y por mar, por la diplomacia o por las armas, haciéndolo tributario de Roma, de la que más tarde se convirtió en emperador, hasta que la Fortuna le dio la espalda.

En Tesalia el gran César luchó contra su suegro Pompeyo, que tenía a su mando a toda la caballería de Oriente. En su proeza exterminó o hizo prisioneros a todos excepto los pocos que huyeron con Pompeyo. Esta hazaña maravilló al Oriente entero. Y pudo dar gracias a la diosa Fortuna, que tan bien se había portado con él.

Dejadme que, de momento, me lamente por Pompeyo, el noble gobernante de Roma, que huyó después de esta batalla. Uno de sus hombres, un vil traidor, le decapitó y se la llevó a julio confiando ganarse su favor. A tal fin llevó la diosa Fortuna al desgraciado Pompeyo, conquistador de Oriente.

Julio regresó nuevamente a Roma triunfante y coronado de laureles; pero, con el tiempo, Bruto Casio, que siempre había envidiado su gran eminencia, tejió en secreto una sutil conspiración contra Julio (como luego relataré) y eligió el lugar preciso en que debía ser apuñalado. Julio fue al Capitolio un día, como acostumbraba, y allí fue asaltado de repente por el traidor Bruto y otros de sus enemigos, que le apuñalaron con sus dagas, cubriéndole de heridas. Sin embargo, a menos que la historia se equivoque, sólo se quejó de la primera puñalada, o a lo sumo de la segunda.

Tan noble era el corazón de César y tanto amaba el honor y la decencia que, a pesar del dolor que le causaban las heridas mortales, se echó el manto sobre los muslos para que nadie pudiera ver sus partes. Mientras moría, medio inconsciente y sabiendo que la muerte se le acercaba sin remedio, se acordó de la decencia.

Si queréis leer la historia completa, consultad a Lucano, a Suetonio y a Valerio, que han escrito la historia desde el principio hasta el fin, y veréis cómo la Fortuna fue primero amiga y luego enemiga de estos grandes conquistadores. Que ningún hombre confíe en su favor, antes bien, que permanezca siempre alerta. Si no, ved el ejemplo de estos dos conquistadores.

*  *  *

El opulento Creso fue un tiempo rey de Lidia, al que el propio Ciro reverenciaba con admiración, pero en medio de todo su orgullo fue hecho prisionero y conducido al fuego para morir abrasado. Sin embargo, cayó del cielo tal diluvio que apagó las llamas, lo que le permitió escapar. Pero no tuvo en cuenta el aviso, y la diosa Fortuna acabó colgándole de una horca, pues, tras escapar, no pudo aguantarse y entabló nueva guerra. Como sea que la diosa Fortuna mandó la lluvia para permitirle huir, él estaba convencido de que sus enemigos no podrían matarle.

Además, una noche tuvo un sueño que le agradó tanto y le llenó de tanto orgullo, que su corazón se inclinó a la venganza. Soñó que estaba encaramado en un árbol. Allí Júpiter lavaba su espalda y sus costados, mientras Febo le traía una toalla con la que secarse. Quedó tan hinchado de orgullo, que pidió a su hija, que estaba junto a él, que le explicara el significado, pues sabía que ella poseía una gran sabiduría.

La hija interpretó el sueño de este modo:

—El árbol representa una horca. Júpiter te manda lluvia y nieve. Febo con su toalla limpia representa a los rayos solares. Padre, es seguro que serás colgado, te lavará la lluvia y te secará el sol.

De este modo su hija, cuyo nombre era Fania, le dio un claro aviso. A pesar de todo, Creso, el orgulloso rey, murió colgado; su trono regio no le sirvió de nada.

La moraleja de todas las tragedias es la misma: que la Fortuna siempre ataca a los reinos prepotentes cuando menos lo esperan. Pues, cuando los hombres confían en ella, se desvanece y oculta tras una nube su cara resplandeciente.

III

—Basta, señor —exclamó el caballero—. Con lo que nos has relatado ya tenemos de sobra. Para mucha gente, un poco de desgracia ya es suficiente. A mí, sin duda alguna, me desagradan los relatos acerca de la caída de los poderosos y lo contrario me alegra: ver cómo un hombre de condición humilde asciende y prospera afincándose en la prosperidad. Estas cosas causan gozo y son las que deberían contarse.

—Sí —comentó el anfitrión—. Por las campanas de San Pablo, dices verdad. Este monje fanfarronea demasiado. Mencionó a la Fortuna vestida con manto de nube o cosa parecida. También nombró a la tragedia, como habéis escuchado. ¡Rediez! El llorar y lamentarse sobre lo acontecido no tiene remedio. También es penoso escuchar cosas tristes, tal como habéis dicho. Señor monje: basta. ¡Vaya usted con Dios! Vuestro relato molesta al grupo. No vale un comino: falta alegría y jolgorio. Por consiguiente, señor monje, don Pedro (que así se llamaba), le ruego que nos cuente algo diferente. Si no hubiera sido por el tintineo de las campanillas que cuelgan de su brida hubiéramos todos caído al suelo dormidos, a pesar de que el barro es aquí muy profundo. Habría contado en vano su historia, pues, como dicen los sabios, el carecer de auditorio no ayuda a narrar un cuento. Si alguien relata algo interesante, siempre capto el mensaje. Señor, díganos algo sobre caza, por favor.

—No —replicó el monje—. No tengo ganas de jugar. Demos oportunidad a otro.