CUENTOS DE CANTERBURY
Cuento del Paje del Canónigo

I

Cuando se terminó el relato de la vida de Santa Cecilia no habíamos corrido más de cinco millas a caballo, y nos alcanzó un hombre en Boughton. Iba vestido con ropas negras y llevaba una sobrepelliz blanca debajo. Parecía como si hubiese espoleado fuerte en las últimas tres millas, ya que su rocín, de color gris moteado, estaba completamente empapado de sudor, mientras que el caballo sobre el que montaba su criado estaba tan recubierto de espuma que apenas si podía continuar. La espuma sobre el arnés del pecho era tan espesa y estaba salpicado de tal forma, que parecía una urraca.

Sobre la grupa tenía una bolsa de cuero que llevaba doblada; parecía que transportaba poca cosa y viajaba con una impedimenta ligera de verano. Estaba preguntándome de quién se trataba, cuando observé la forma en que su caperuza iba cosida a su capa. Por ello, después de reflexionar un poco, pensé se trataba de una especie de canónigo.

Su sombrero colgaba de su espalda por un cordel, pues había cabalgado más rápido que al paso o al trote: había estado galopando como un loco. Llevaba una hoja de bardana debajo de la caperuza para que no se le pegase el sudor y mantener la cabeza fresca. Era algo digno de ver de qué forma sudaba: su frente goteaba como un alambique lleno de cañarroya o panetana. Al acercársenos manifestó:

—Dios bendiga a este grupo tan alegre; he estado galopando de firme por vuestra culpa. Quería alcanzaros e integrarme a esta feliz comitiva.

Su paje, también de modo muy cortés, comentó:

—Señores, os vi cuando salisteis esta mañana de la hospedería, montados en vuestros caballos; por lo que se lo comuniqué a mi señor y dueño aquí presente, pues tiene muchas ganas de cabalgar junto a vosotros para su diversión, ya que le encanta charlar.

—Habéis tenido suerte en decírselo, amigo mío —dijo nuestro anfitrión—, pues vuestro dueño ciertamente parece ser una persona de recursos, o así lo creo yo, y lleno de mucho ánimo. Le agradeceré que nos cuente uno o dos cuentos agradables para divertir a la concurrencia.

—¿Quién, señor? ¿Mi dueño? —añadió el paje. ¡Ya lo creo que sí! Sabe más de lo necesario sobre diversiones y juegos. Creedme, señor, si le conocieseis tan bien como yo, os quedaríais sorprendidos de su destreza y capacidad en toda clase de asuntos. Se ha encargado de muchos grandes proyectos que resultarían muy difíciles para cualquiera de los presentes de llevar a cabo, a menos que él os enseñase cómo hacerlo. Aunque tiene un aspecto corriente cabalgando así junto a ustedes, descubriréis que vale la pena conocerle. Llegaría incluso a apostar todo lo que poseo a que pagaríais una suma considerable por haberle conocido. Os haré una advertencia: se trata de un hombre distinguido, de un hombre verdaderamente notable.

—Bueno —dijo nuestro anfitrión—. Entonces decidnos si se trata o no de un clérigo. Decidnos quién es.

—No, es mucho más que un clérigo, ciertamente —respondió el paje—. Os contaré algo de su profesión en pocas palabras. Permitidme que os diga que mi dueño conoce artes secretas (pero no todos aprenderéis sus secretos de mí). Yo le ayudo un poco en su trabajo; podría volver patas arriba todo el terreno por el que cabalgamos hasta la ciudad de Canterbury y pavimentarlo todo de oro y plata.

Cuando el paje manifestó eso, nuestro anfitrión exclamó:

—¡Dios nos bendiga! Me parece bastante maravilloso que vuestro dueño sea tan ingenioso y sepa tanto al respecto y se preocupe tan poco de su aspecto. Lleva una capa que no vale un pito. ¡Maldita sea! Está sucia y andrajosa. ¿Cómo es que vuestro dueño va tan desastrado si tiene poder económico para comprar mejor paño? Suponiendo, claro está, que sea cierto lo que decís. Explicádmelo, por favor.

—¿Por qué me preguntáis a mí? —dijo el paje—. ¡Que Dios me perdone! Nunca mejorará (aunque jamás admitiré haber dicho esto, por lo que, por favor, guardáoslo para vos). En mi opinión, es demasiado inteligente y me quedo corto. Suficiente ya es igual que un banquete, como suele decirse; demasiado es un error. Este es el motivo por el que le creo tonto e idiota. Cuando un hombre tiene demasiado cerebro, ocurre que lo utiliza mal. Esto es lo que le pasa a mi amo. Es para mí una maldición, si Dios no lo arregla. Esto es todo lo que puedo deciros.

—No os importe, buen paje —añadió nuestro anfitrión—. Pero como conocéis los talentos de vuestro dueño, permitidme que os presione para que me digáis qué es lo que hace, y a qué es tan mañoso e ingenioso. ¿Dónde vive, si es que puede preguntarse?

—En las afueras de una ciudad —respondió él—, escondiéndose por rincones y callejuelas en los que se reúnen corrientemente ladrones y asaltadores, viviendo constantemente ocultos y temerosos como todos los que no se atreven a mostrar el rostro; así es como vivimos, si es que hay que decir la verdad.

—¿Puedo preguntaros algo más? —prosiguió nuestro anfitrión—. Decidme, ¿por qué vuestro rostro está tan descolorido?

—¡Por San Pedro! —exclamó el paje—. He sido desafortunado, he aquí el por qué. Estoy tan acostumbrado a soplar el fuego, que, supongo, eso me ha cambiado el color. No me paso el tiempo mirándome en los espejos, sino trabajando hasta matarme y aprendiendo a transmutar metal en oro. Nos llegamos a marear mirando fijamente el fuego; pero, a pesar de todo, no conseguimos lo que esperamos y nunca alcanzamos nuestro objetivo. Engañamos a bastante gente y les pedimos prestado, digamos una libra o dos, o diez, o doce, o incluso sumas mayores de oro, y les hacemos creer que, por lo menos, podemos doblar su dinero. Pero todo son mentiras, aunque tenemos fundadas esperanzas de que puede hacerse y seguimos tratando de conseguirlo. Sin embargo, la ciencia de la alquimia está tan lejos de nosotros, que no podemos ponemos al corriente, digamos lo que digamos; se nos escapa tan deprisa.... que al final acabaremos mendigando.

Mientras el criado estaba diciendo todo esto con su parloteo, el canónigo se acercó a él y oyó todo lo que decía. Este canónigo siempre sospechaba de la gente habladora. Pues, como dice Catón, los que tienen culpa creen que todo el mundo habla de ellos. Este fue el motivo por el que se acercó más al criado para oír sus comentarios.

Entonces gritó al paje y le dijo:

—¡Contén tu lengua! Y no digas ni una palabra más. Si no te callas, haré que te arrepientas. Me estás difamando ante estas personas y, lo que es más, les estás revelando lo que debe permanecer oculto.

—Está bien —añadió el anfitrión, dirigiéndose al paje—. Seguid contando. No me importa el qué. Y no hagáis el menor caso de sus amenazas.

—¡Pues claro que no le haré caso! —replicó el paje—.

Cuando el canónigo vio que no había nada a hacer y que su paje estaba dispuesto a contar todos sus secretos, contrariado y humillado se volvió y salió huyendo.

—¡Ah! —exclamó el paje del canónigo—. Ahora, viendo que se ha ido, os contaré todo lo que sé... ¡que el diablo le ahogue! Desde ahora, os prometo que no tendré nada más que ver con él, tanto si me ofrece libras como peniques. ¡Que penas y oprobios caigan sobre su cabeza! Fue el primero en arrastrarme a este juego (que no ha sido para mí ningún juego, os lo aseguro). Pensad lo que penséis, estos son mis sentimientos. Sin embargo, a pesar de toda la infelicidad, aflicciones, trabajos y desgracias que el asunto me trajo, nunca me decidía a separarme del mismo. ¡Ojalá Dios quisiese que tuviera cerebro para contaros todo lo que se relaciona con esta ciencia! Con todo, os diré algo sobre eso. Como sea que mi amo se ha marchado, no me callaré nada. Contaré todo lo que sé.

II

Llevo viviendo siete años con este canónigo y no he adquirido casi nada de su ciencia. Por ella, he perdido todo lo que tenía, como (Dios lo sabe) muchos otros además de mí. Hubo un tiempo en que solía ser alegre y animoso y tenía buenos trajes y adornos; ahora, un viejo calcetín me sirve de gorro. Mi rostro era fresco y lozano; ahora, es plomizo y marchito. Meteos en la alquimia y veréis con cuánta amargura os arrepentiréis. Mis ojos todavía lagrimean por la forma con que se me ha tomado el pelo. ¡Ved lo que se consigue con la alquimia!

Esta ciencia resbaladiza me ha dejado con lo puesto. Me he quedado sin recursos. Y además, para colmo, la verdad es que estoy tan endeudado por el oro que he tomado prestado que, mientras viva, no alcanzaré a pagarlo. Ojalá sea yo una seria advertencia para todos. Cualquiera que se meta en ella, ya va listo si persiste. Esto es lo que opino. Pues todo lo que conseguirá será un cerebro embotado y el bolsillo vacío. Y cuando todos sus bienes se hayan arriesgado y perdido por su locura e insensatez, excitará a otros, que también perderán lo suyo, como lo perdió él. Los sinvergüenzas encuentran que es una diversión y un consuelo el tener compañeros en la desgracia, o, por lo menos, así me lo enseñó un estudioso. Pero no importa: os contaré lo que hacemos.

Parecemos muy sabios en el laboratorio (nuestra jerga es muy rara y técnica), en donde practicamos esta recóndita ciencia nuestra. Yo soplo el fuego hasta que el corazón no puede más. ¿Por qué tengo que daros todas las proporciones de los ingredientes? Por ejemplo, cinco o seis onzas de plata, o alguna cantidad parecida. O entretenerme dándoos sus nombres: oro pimentel, huesos quemados, limaduras de hierro molidas hasta convertirlas en polvo fino, y describir cómo se ponen dentro de una cazuela de loza (se pone sal y pimienta antes de colocar los polvos que ya he mencionado), cubriéndola herméticamente con una placa de vidrio, junto con muchas otras cosas; de la forma con que el vidrio y la cazuela se cierran herméticamente con arcilla para que no se pueda escapar el aire; de cómo se regula el fuego, de vivo a moderado; de los esfuerzos y trastornos que pasamos vaporizando nuestros ingredientes, amalgamando y calcinando la plata viva, llamada también mercurio crudo.

A pesar de aplicar todo nuestro ingenio, nunca conseguimos resultado positivo alguno. Nada sirve de nada, ni el oro pimentel, ni el mercurio sublimado, ni el protóxido de plomo molido en un mortero de pórfido, tantas onzas de cada uno: todos nuestros esfuerzos resultan vanos. Ni los gases que se desprenden, ni los sólidos que se quedan pegados en el fondo de la cazuela tienen la menor utilización para el trabajo que hacemos. Todo nuestro afán y sus correspondientes horas perdidas son inútiles. Y todo nuestro capital queda también volatilizado. ¡Así se lo lleve el diablo!

Hay tantas cosas referentes a esta ciencia nuestra, que por no tener instrucción, no las podré repetir ordenadamente. Sin embargo, las iré enumerando tal y como me vengan a la memoria, aunque no sepa situarlas en la categoría adecuada: arcilla armenia, verdete, bórax, varios recipientes de vidrio y loza: orinales, retortas, redomas, crisoles, vaporizadores, retomas de calabaza, alambiques y materiales diversos que no valen ni un pimiento. No hace falta relacionarlo todo: agua rubificada, hiel de toro, arsénico, sal, amoniaco, azufre... Y si quisierais perder el tiempo podría recitar toda una serie de hierbas: agrimonia, valeriana, lunaria, etc..., y otras muchas que no es preciso mencionar.

Nuestras lámparas ardían noche y día tratando de conseguir resultados; nuestros hornos para calcificar, o para albificación del agua, cal viva, yeso blanco del hueso; diversos polvos, ceniza, excremento, orina, arcilla, receptáculos encerados, salitre, vitriolo; las distintas formas de arder de la madera y del carbón vegetal; potasa, álcali, sal preparada, tostados, coagulados, arcilla mezclada con pelo de caballo o pelo humano, aceite tártaro, alumbre de roca, levadura, mosto, tártaro en bruto, rejalgar. Y así mismo, la incorporación de otras sustancias absorbentes: nuestra plata citronizada y sustancias en fermentación o selladas herméticamente; nuestro moldes, nuestras probetas y todo el resto.

Os lo repetiré tal y como me lo enseñaron: los 4 espíritus y los 7 cuerpos, por su orden. Así se los he oído nombrar a mi dueño.

El 1º espíritu se llama plata viva (o azogue); el 2º oro pimentel; el 3º sal amoniaco, y el 4º azufre. Aquí tenemos ahora a los 7 cuerpos: el oro, que corresponde al Sol; la plata, a la Luna; el hierro, a Marte; la plata viva, a Mercurio; el plomo, a Saturno; el estaño, a Júpiter; y el cobre, a Venus. ¡Como que soy hijo de mi padre!

Nadie que se meta en esta condenada ciencia obtendrá lo suficiente para ir tirando: perderá cada penique que se gaste en ella. De esto no albergo ni la más pequeña duda. ¿Alguien quiere ponerse en ridículo? Que estudie alquimia. Si tenéis dinero, también podréis ser alquimista. ¿Creéis quizá que es demasiado fácil de aprender? No, no, cien veces no. Tanto si sois monjes, frailes, sacerdotes, canónigos, no importa el qué, y os paséis sentados días y noches con vuestros libros estudiando esta ciencia tenebrosa y maravillosa, Dios sabe que será en vano, y (¡por Dios!) peor que en vano.

En cuanto a enseñarla a un hombre sin cultura... ¡Bah! No habléis de ello: no puede hacerse. Pero tanto si habéis estudiado libros como si no, al final, lo mismo da. Por mi salvación, si estudiáis alquimia, cuando terminéis, estaréis exactamente donde estabais al principio: es decir, no habréis llegado a ninguna parte.

Pero, ahora que me acuerdo,  olvidé relacionar los ácidos, las limaduras de metal, los modos de reblandecer y de endurecer sustancias, los óleos, abluciones y metales fusibles (la lista completa excedería a cualquier libro existente). Sería conveniente que me diese un descanso y dejar de recitar todos estos nombres, pues juro que he repetido los suficientes para hacer alzar del infierno al más ceñudo de los diablos. ¡Ah, no! ¡Que se vaya a la porra!

Todos nosotros buscamos la piedra filosofal (o elixir, como también se la llama). Si al menos la hubiéramos conseguido, estaríamos salvados. Pero declaro (como hay Dios en el cielo) que, a pesar de toda nuestra maña y todo nuestro ingenio, y de haberlo hecho, no quiso salirnos. Nos hizo desperdiciar todo lo que poseíamos, un pensamiento que casi nos volvería locos si no fuese por la constante esperanza que alimentaba nuestros corazones, incluso en los momentos más amargos, de que la Piedra Filosofal conseguiría finalmente salvarnos. Tales suposiciones son duras y dolorosas, os lo advierto muy seriamente.

Constituye una investigación sin fin. El confiar en el tiempo futuro hace que los hombres se separen de todo lo que tienen. Sin embargo, de esta ciencia nunca tienen bastante. Parece conllevar un fatal encantamiento. Pues aunque no tuviesen más que una sábana para envolverse por las noches o una vieja capa para cubrir sus espaldas durante el día, se las venderían para gastarse el dinero en la alquimia. No pueden detenerse hasta que ya no queda nada. Además, dondequiera que vayan se les puede reconocer por el olor a azufre que desprenden. Despiden vaho como las cabras. Creedme, su hedor es tan caliente y tan cameril, que se les huele a una milla de distancia. Por consiguiente, si lo deseáis, podéis descubrir que se trata de gentes así, tanto por su mal olor como por sus harapos deshilachados. Y si les llamáis aparte y les preguntáis por qué van tan mal vestidos, os susurrarán al oído que si les descubriesen, serían condenados a muerte por su alquimia. Así es cómo despluman al inocente.

Pero basta de esto. Continuaré mi relato.

Antes de que la cazuela sea puesta al fuego, mi maestro (y nadie mas que él) calienta una cierta cantidad de metales (ahora que se ha ido puedo hablar), pues dice de él mismo que es un experto; al menos sé que se ha ganado dicha reputación. Sin embargo, siempre se está metiendo en líos. ¿Me preguntáis cómo? Generalmente suele suceder que la cazuela estalla, y así, ¡adiós a todo!

Estos metales son tan combustibles que nuestras paredes podían resistirlos únicamente si estuvieran construidas de piedra y mortero; pues sucede que atraviesan directamente los muros y parte del material se filtra por el suelo. De esta forma hemos perdido algunas libras, ya que parte queda esparcida por el suelo y el resto sale disparado hacia el techo.

Aunque el diablo nunca se nos aparece, apuesto cualquier cosa a que el viejo enredón está allá haciéndonos compañía. Es difícil que en el infierno, donde ése es amo y señor, haya más cólera, rabia y rencor. Pues cuando nuestra cazuela salta en pedazos por los aires, como he dicho, entonces todos empiezan a reñir y a sentirse fastidiados.

—Esto es por la forma en que se hizo el fuego —dice uno—.

Otro afirma:

—No, los que enredaron la cosa fueron los fuelles.

Y entonces me asusto, pues ésa es mi tarea.

—Los materiales —exclama un tercero— no tenían la proporción adecuada. No sabéis de qué estáis hablando.

—No —dice un cuarto—, callad y escuchadme: eso ocurrió porque en el fuego no había haya: esa es la única y sola razón. ¡Que me confunda si miento!

Yo, personalmente, no tengo idea de qué fue lo que pasó; sólo sabía que me hallaba en medio de una fuerte discusión.

—Bueno —dice mi amo—, no se puede remediar. Ya evitaré esos riesgos en el futuro. Estoy segurísimo de que la cazuela estaba agrietada; pero sea como sea, ¡no te quedes ahí pasmado con la boca abierta! Anímate, barre el suelo como de costumbre y cobra ánimos. ¡No te descorazones!

Entonces barría los residuos amontonándolos, se ponía una lona en el suelo y toda esa basura se arrojaba sobre un tamiz, se tamizaba y la operación se repetía una y otra vez.

—Dios mío —decía uno—, aquí todavía hay algo de nuestro metal, aunque no lo tengamos todo. Aunque las cosas hayan ido mal por el momento, otra vez saldrán quizá bien. Si no especulas, no acumulas. Que Dios nos perdone, pero a un comerciante no siempre le van bien las cosas, créeme. Algunas veces sus géneros van a pique; otras, llegan a tierra sanas y salvas.

—¡Silencio! —responde mi maestro—. La próxima vez encontraré medio de que nuestro barco llegue a casa de un modo diferente. Y si no lo encuentro, no me culpéis. Algo fue mal en alguna parte, ya lo sé.

Otro comenta que el fuego estaba demasiado caliente; sobre si estaba demasiado caliente o frío solamente diré esto: cada vez sale mal. Fracasábamos en nuestro objetivo, pero, sin embargo, proseguíamos con nuestra desvarada locura. Cuando estamos todos juntos, cada uno de nosotros parece tan sabio como Salomón, pero ya os he dicho que no es oro todo lo que reluce, ni (diga lo que diga la gente) sanas todas las manzanas que alegran la vista.

Eso es lo que nos pasa a nosotros: el que parece más sabio, es (cuando se llega a la demostración) el más grande tonto; y el que parece más honrado, resulta ladrón. ¡Jesús! Esto os resultará evidente para cuando termine mi relato.

Hay entre nosotros un canónigo que podría contaminar a una ciudad del tamaño de Nínive, Roma, Alejandría, Troya y otras tres, todas juntas. Aunque viviese mil años, ningún hombre podría registrar todos sus trucos y desvergonzado engaño. En todo el ancho del mundo no hay nadie que le llegue a la suela del zapato como timador. Cuando habla a alguien lo hace con una jerga tan complicada y retorcida, y con argumentos tan sutiles, que en dos minutos tiene al sujeto completamente embaucado, a menos que, casualmente, sea un diablo procedente del infierno como él.

Hasta la fecha lleva engañados a centenares de personas y seguirá engañando a muchos más mientras tenga aliento. Y, sin embargo, hay personas que, ignorando su verdadero carácter, viajan muchas millas para verle y conocerle. Carácter que, si tenéis paciencia en escucharme, os revelaré aquí y ahora.

Vosotros, honorables canónigos seculares, no creáis que estoy difamando vuestra hermandad, aunque mi cuento se refiera a uno de vuestra cofradía. Dios sabe que hay sinvergüenzas en todas las corporaciones religiosas, pero Dios no quiera que toda la hermandad pague la estupidez o locura de un solo individuo. No tengo ni la más pequeña intención de difamaros; yo sólo pretendo criticar lo que va mal.

Este cuento no va dirigido a vosotros en particular, sino que puede aplicarse también a muchos más. Como muy bien sabéis, ninguno de los doce apóstoles de Cristo, salvo el propio judas, fue traidor. ¿Por qué, entonces, marcar a los demás con un estigma, si son inocentes? Os diré que ocurre lo mismo en vuestro caso, salvo por una cosa, si me escucháis: si hay un judas entre vosotros seguid mi consejo, libraos de él enseguida si teméis la ruina o caer en desgracia por su causa. Por favor, no os ofendáis. Escuchad antes lo que voy a deciros sobre este caso en particular.

Hubo un sacerdote prebendado que había vivido durante muchos años en Londres. Se hizo tan agradable y colmó de tantas atenciones a la dueña de la casa en la que se alojaba, que ésta no le permitía pagar ni un solo penique ni por la pensión ni por la ropa: tan sencillo y cortés se mostraba siempre. Tenía mucho dinero para gastar. Pero esto no importa.

Un día, el canónigo del que hablo visitó a este sacerdote en el aposento en el que se alojaba, y le pidió que le prestase una cierta cantidad de oro, prometiéndole que se lo devolvería en su integridad. Y le dijo:

—Prestadme un marco de oro, sólo por tres días, y os lo devolveré puntualmente. Si os engaño, al tercer día me mandas ahorcar.

El sacerdote le prestó el marco de oro allí mismo. El canónigo le dio las gracias repetidamente, se despidió y se marchó.

Al tercer día trajo el dinero y se lo devolvió al sacerdote. Éste quedó tan satisfecho, que dijo:

—Realmente no me sabe mal el prestar a alguien un doblón o dos, o incluso tres, o lo que lleve encima, si este alguien es de la clase de personas honradas que devuelven el dinero como un clavo, pase lo que pase. Nunca tendré un no para un hombre así.

—¡Cómo! —exclamó el canónigo—. ¿Yo poco honrado? Esto sí que sería algo nuevo. Que Dios me perdone, pero mi palabra es una cosa que siempre mantendré hasta el día que me halle en la tumba. Creed en eso como creéis en el Credo. Dios sea alabado (creo que es un buen momento para decirlo), ningún hombre ha salido perdiendo jamás por prestarme oro o plata, pues nunca mi corazón ha albergado el más pequeño engaño.

—Pues bien, señor —prosiguió él—, ya que habéis sido tan generoso y me habéis mostrado tanta amabilidad, os revelaré algo que conozco en secreto, como pago parcial de vuestra bondad. Por si quisieseis aprenderla, os haré una clara demostración de mi destreza en alquimia. Ahora fijaos bien: con vuestros propios ojos me veréis realizar un milagro antes de que me vaya.

—¿De veras? —dijo el sacerdote—. ¿De veras que lo haréis? ¡Por Santa María! Hacedlo, hacedlo. Os lo ruego.

—Como queráis —profirió el canónigo—, pues Dios no permita que obre de otro modo.

Pero ¡qué bien sabía aquel canónigo trapacero presentar sus servicios! ¡Cuán verdad es la de que, como testifican las viejas autoridades, «el servicio ofrecido huele mal»! Y muy pronto se verá que esto era cierto en el caso de este canónigo, padre de todo fraude, cuya mayor satisfacción y alegría consistía en llevar a la gente cristiana a su destrucción, pues su endiablado corazón estaba lleno de planes perversos. ¡Que Dios nos guarde de sus engañosos embustes!

El sacerdote no sabía nada del hombre con quien estaba tratando, ni albergaba la menor sospecha de lo que le esperaba. ¡Oh sencillo sacerdote! ¡Pobre inocente, a punto de quedar cegado por su propia codicia! Infeliz individuo: tu capacidad de comprensión está totalmente obnubilada; no tienes ni la menor idea del engaño que este zorro ha planeado; no podrás escaparte de sus astutas estratagemas. Así que, pobre infeliz, para que llegue antes la consumación de tu ruina, me apresuraré a relatar, hasta donde mi habilidad lo permita, tu insensata locura y la duplicidad de aquel otro desgraciado.

¿Os pensáis quizá que este canónigo es mi dueño? Señor anfitrión, juro por la Reina de los Cielos que no se trata de él, sino de otro, cien veces más astuto, que ha timado a la gente una y otra vez (mi cerebro se nubla al contemplar su doblez). Cuando hablo de su poca honradez, mis mejillas se tiñen de rubor por la vergüenza que siento por su causa, o al menos empieza a arder, ya que, como sabéis, no tengo colores en el rostro debido a los diversos vapores que se desprendían de los metales que he consumido y despilfarrado.

Ahora, observad la villanía de este canónigo.

—Ahora, señor —le dijo al sacerdote—, haced que vuestro criado vaya a por algo de mercurio para poderlo tener aquí enseguida. Que traiga dos o tres onzas. Cuando llegue con él, veréis una cosa maravillosa que jamás se ha visto.

—Vuestro encargo será ejecutado sin falta —respondió el sacerdote, que ordenó a su criado que fuese a buscar el metal—.

Éste obedeció prontamente: salió y regresó con tres onzas de mercurio, no menos, que entregó al canónigo, el cual las depositó cuidadosamente; luego dijo al criado que trajese un poco de carbón vegetal para poner manos a la obra inmediatamente.

El carbón fue traído sin dilación. El canónigo se sacó del pecho un crisol, que mostró al sacerdote. Y le dijo:

—¿Veis este instrumento? Tomadlo con vuestra mano y vos mismo poned una onza de este mercurio. Ahora, en el nombre de Cristo, empieza vuestro cursillo de alquimista. Hay muy pocos a los que haya ofrecido revelarles esto de mi ciencia. Pues ahora contemplaréis un experimento, por el cual transformaré o reduciré este mercurio y lo haré maleable (sin engaño y ante vuestros ojos) y lo convertiré en plata pura y fina como la que haya en vuestra bolsa o en la mía, o en la que cualquier otra persona. Si no, podréis llamarme estafador e indigno de mostrar el rostro entre la gente honrada. Aquí tengo unos polvos que me costaron muchísimo. Ellos serán los que hagan el truco, pues constituyen la base de mi poder, que estoy a punto de revelaros. Mandad a vuestro criado que se vaya del aposento y se quede fuera. Mantened la puerta cerrada mientras nos ocupamos de asuntos secretos, para que nadie nos espíe mientras estamos manos a la obra con esta ciencia.

Todo se hizo como él pidió. El criado fue enviado afuera inmediatamente. Su dueño cerró entonces la puerta y ambos se pusieron enseguida a trabajar. A requerimiento de este canónigo sinvergüenza, el sacerdote colocó el material sobre el fuego, que avivó soplando con gran diligencia, mientras el canónigo salpicaba de polvos el interior del crisol (ignoro lo que eran, yeso o vidrio o cualquier cosa que no vale ni una maldición) para burlar al sacerdote.

Luego le indicó que se apresurara a amontonar carbón vegetal en la parte superior del crisol.

—Como señal de aprecio que os tengo —dijo el canónigo—, todo lo que tengo que hacer se hará con vuestras propias manos.

—Un millón de gracias —respondió el satisfecho sacerdote, mientras amontonaba carbón vegetal, tal como le indicaba el canónigo.

Durante esta operación, ese condenado bribón, ese canónigo sinvergüenza (¡que el diablo se lo lleve!) cogió un carbón de madera de haya, en el que se había practicado cuidadosamente un agujero, y puso en su interior una onza de limaduras de plata, taponando el agujero con cera para evitar que las limaduras saliesen. Entended esto: este artilugio fraudulento no lo hizo allí mismo, sino que ya lo traía preparado de antes, como otras cosas que llevaba encima y sobre las que luego os contaré. El canónigo había planeado con anterioridad hacerle el truco al sacerdote y, desde luego, se lo hizo antes de separarse.

No podría cejar hasta que hubiese dejado al otro completamente sin blanca. Cuando hablo de él se me turba la mente; le haría pagar por todas sus mentiras, si supiese cómo. Pero éste hoy está aquí y mañana ya ha volado. Es tan inquieto, que jamás permanece en el mismo sitio.

Ahora, por amor de Dios, fijaos en eso, caballeros. Tomando el fragmento de carbón vegetal del que he hablado antes, el canónigo lo mantuvo oculto en la mano mientras el sacerdote estaba entretenido amontonando carbones como os he dicho, y expuso en voz alta:

—Amigo, lo estáis haciendo todo al revés: no tiene el asiento bien hecho, pero pronto lo arreglaré. Dejadme manipular un poco.

—Pero, ¡por San Gil! Sí que lo siento. ¡Tenéis tanto calor! Puedo ver cómo el sudor os cae a gotas; tomad este paño y secaos.

Y mientras el sacerdote se secaba la cara, el canónigo (¡que el diablo se lo lleve!) cogió su pedazo de carbón y lo colocó encima del centro del crisol y luego sopló con fuerza hasta que los carbones empezaron a arder vivamente.

—Bebamos ahora algo —dijo el canónigo—. Confiad en mí. Todo estará dentro de un instante. Sentémonos a refrescarnos.

Y cuando el carbón de madera de haya se quemó, todas las limaduras salieron del agujero y cayeron dentro del crisol como era lógico que sucediese, ya que estaban colocadas encima mismo de su abertura. Pero de esto el buen sacerdote no sabía nada. No tenía ni idea del engaño que se fraguaba contra él, pues creía que todos los carbones eran idénticos y sin manipular.

Cuando creyó que había llegado el momento, el alquimista dijo:

—Levantaos ahora, señor cura, y quedaos de pie junto a mí. Como sea que estoy seguro de que no tenéis ningún molde, salid y conseguidme un pedazo de yeso; con suerte lo cortaré dándole la forma de molde. Luego me traéis un cazo o palangana de agua y veréis lo bien que sale nuestro trabajo. Y para que no desconfiéis o sospechéis de mí mientras estáis fuera, no me apartaré de vuestro lado, y saldré y volveré con vos.

Para abreviar, abrieron la puerta del aposento, la cerraron con llave, se la llevaron con ellos, salieron y regresaron. Pero bueno, ¿por qué tengo que pasarme todo el día detallando? El canónigo cogió el yeso y lo talló en forma de molde como voy a describir. Escuchad.

De su manga saco una pequeña barrita de plata (¡la horca es demasiado poco para él!) que no pesaba más de una onza. Ahora observad su condenada prestidigitación.

Cortó el molde a la misma anchura y longitud de dicha barrita, pero con tal maña que podéis estar seguros que el sacerdote jamás la vio; luego la escondió otra vez en la manga. A continuación quitó el crisol del fuego y, con expresión satisfecha, vertió su contenido en el molde; después, cuando estuvo a punto, lo introdujo en una vasija llena de agua, al mismo tiempo que decía al sacerdote:

—Veamos qué hay aquí. Meted la mano y buscad con ella. Creo que encontraréis plata. ¿Qué otra cosa podría ser si no? Limaduras de plata. ¡Pardiez!

El sacerdote metió la mano y pescó una barrita de plata pura. Cuando vio lo que era, la alegría le recorrió todas sus venas y exclamó:

—¡Bendito sea Dios y su santa Madre también! Que la bendición de todos los santos caiga sobre vos, señor canónigo. Os pido solamente que me enseñéis este noble arte y ciencia y seré vuestro mientras pueda. Si no, que su maldición caiga sobre mí.

Respondió el canónigo:

—No importa. Voy a hacerlo una segunda vez para que podáis seguirme de cerca y convertiros en un experto. Otra vez, si fuese necesario, podríais probar sin que esté yo y practicar esta ingeniosa ciencia. Ahora no discutamos.

Y prosiguió:

—Tomad otra onza de mercurio y haced lo mismo con ella que con la otra que ahora es de plata.

El sacerdote se puso entonces a trabajar e hizo lo mejor que pudo todo lo que le ordenaba este canónigo perverso, soplando furiosamente a los carbones con la esperanza de conseguir lo que su corazón deseaba; pero, mientras tanto, el canónigo se preparó para hacerle el truco al sacerdote una vez más. Como si fuese ciego, llevaba en la mano un bastón hueco (ahora fijaos bien en esto) en cuyo extremo (como en el caso del pedazo de carbón vegetal) había colocado previamente una onza de limaduras de plata; este extremo estaba bien taponado con cera para conservar en su interior todas y cada una de las limaduras.

Cuando el sacerdote estaba más ocupado, el canónigo se acercó hasta él con su bastón y salpicó de polvos el interior del crisol como antes (¡ojalá que, por sus mentiras, Dios permita que el diablo le flagele hasta desollarle!). Cada uno de sus pensamientos y obras eran falsos. Y removió los carbones que se hallaban encima del crisol con su bastón trucado hasta que la cera empezó a fundirse (como todos deben saber, a menos que sean tarugos), con lo que todo su contenido fue a caer directamente en el interior del crisol.

Señores, no podía hacerse mejor. Cuando hubo sido engañado nuevamente, el sacerdote (que no sospechaba nada) estaba que no cabía en sí de alegría. No puedo ni empezar a describir su felicidad y satisfacción. Una vez más ofrecióse en cuerpo y alma al canónigo.

—Bueno —le respondió él—, pobre podré serlo, pero habréis visto que sé una cosa o dos. Os advierto que todavía hay más. ¿Tenéis algo de cobre por aquí?

—Creo que sí —le respondió el cura—.

—Si no lo tuvieseis, id a comprarlo sin perder un instante —añadió el canónigo. Vamos, señor, no os entretengáis. Apresuraos.

El cura salió corriendo y regresó con el cobre.

El canónigo lo tomó con las manos y separó una onza, pesándolo.

Mi lengua no me sirve como instrumento para expresar lo que pienso de la taimada astucia de este canónigo, padre de la villanía. Para los que no le conocéis, diré que se parecía a un amigo, pero en el fondo de su corazón y de su mente era un diablo: me cansa hablaros de toda esa bellaquería. Sin embargo, quiero seguir haciéndolo para que se le conozca bien, aunque no sea más, verdaderamente, que para aviso a los demás.

Colocó la onza de cobre en el crisol y lo puso inmediatamente sobre el fuego (haciendo, como antes, que fuese el cura el que soplase, ya que se tenía que doblar para ejecutar esta tarea), rociándolo también con sus polvos. Todo no era más que un engaño: este sacerdote era víctima de una tomadura de pelo total. Después vertió el cobre derretido en el interior del molde y, finalmente, lo introdujo en la escudilla de agua. Luego metió la mano (os he dicho antes que tenía una barrita de plata camuflada en la manga), sacudió disimuladamente (¡el muy sinvergüenza!) y dejó caer la barrita al fondo de la escudilla ¡Y el cura sin enterarse de su prestidigitación!

El canónigo revolvió por el agua y, con gran presteza y ligereza de dedos, se apoderó de la barrita de cobre (el cura seguía en el limbo) y la escamoteó. A continuación puso la mano sobre el hombro del sacerdote y burlonamente le dijo:

—Señor, esto no marcha. Inclinaos y ayudadme como hace un momento os ayudé yo: meted vuestra mano dentro y ved qué hay allí.

El sacerdote pronto pescó la barrita de plata, a lo que el canónigo dijo:

—Llevad estas tres barritas que acabamos de fabricar a un orfebre, a ver de qué son. juro que es plata pura. Si no lo es, me comeré el sombrero. Pero pronto lo sabremos.

Llevaron las tres barritas de plata a un orfebre que las ensayó con fuego y martillo. Nadie pudo negar que eran auténticas.

¿Quién estaba más feliz que aquel entontecido sacerdote? No hay pájaro que esté más contento al romper el alba, ningún ruiseñor canta con más ganas en verano, ninguna dama está más inclinada a bailar o (hablando de señores y damas) ningún caballero más ansioso de conquistar el favor de su dama con algún hecho de armas, que el sacerdote en cuestión interesado en aprender este desgraciado arte. Esto es lo que dijo al canónigo:

—Si es que me lo merezco de vos, por el amor de Aquel que murió por todos nosotros, ¿podríais decirme cuánto cuesta esta fórmula? Por favor, decídmelo.

—Por la Virgen nuestra Señora —respondió el canónigo—. Os lo advierto. Es cara. Aparte de un fraile y yo, no hay nadie más en Inglaterra que la conozca.

—No importa —exclamó el otro—. Vamos, señor, por el amor de Dios, decidme cuánto. ¡Decídmelo, os lo imploro!

—En serio —replicó el canónigo—. Os digo que es muy cara. En una palabra, señor, si queréis tenerla tendréis que pagar cuarenta libras, y que Dios me perdone. Y si no fuese por la amistad que me mostrasteis hace poco, tendríais que pagar más, ya lo creo.

El sacerdote fue a buscar inmediatamente las cuarenta libras en doblones y se las entregó todas al canónigo en pago de dicha fórmula. Toda la operación no fue sino un fraude y un engaño.

—Señor cura —dijo el canónigo—, no pretendo conseguir alabanzas por mi habilidad, pero preferiría mantenerla oculta; si en algo me estimáis, guardadla en secreto. Pues si la gente llegase a conocer mis poderes, por Dios que sentirían tanta envidia de mi alquimia que podría costarme la vida. En eso no hay alternativa.

—¡Dios no lo quiera! —exclamó el sacerdote—. No os preocupéis. Antes de crearos problemas, tendría que volverme loco y vender todo lo que poseo.

—Gracias por vuestros buenos deseos, señor —repuso el canónigo—. Y ahora, adiós, y mil gracias.

Y se marchó.

En cuanto al sacerdote, jamás logró volver a ponerle la vista encima desde aquel día. Y cuando en el momento que creyó adecuado, empezó a ensayar la fórmula (¡oh sorpresa!), no funcionó. Y así quedó triste y engañado.

De esta manera se presentaba, pues, el canónigo a la gente y conseguía que se arruinasen.

Contemplad, caballeros, cómo en cada escala de la vida los hombres luchan por él, que casi no queda ya oro alguno. Hay tantos que resultan atrapados por la alquimia que, verdaderamente, esto explica su escasez. Los que practican el arte de la transmutación hablan con una terminología tan confusa que nadie la entiende, si es que realmente tienen hoy día la ciencia. Dejadles hablar y parlotear como grajillas y dedicar su entusiasmo y energía en pulir su jerga, pues jamás alcanzarán su objetivo. ¡Ya es bastante para un hombre aprender a transmutar sus bienes y convertirlos en nada!

Esta imbecilidad ofrece unos señuelos tan deslumbrantes que la felicidad de un hombre se convierte en su desesperación, deja vacía la bolsa más repleta y pesada, y consigue las maldiciones de los que le han sacrificado sus bienes. Deberían sentir vergüenza. ¿Es que la gente que se ha quemado los dedos no sabe apartarse del fuego?

Si os habéis metido en la alquimia, seguid mi consejo: dejadla correr antes de perderlo todo. Es mejor tarde que nunca pues jamás podréis encontrar la piedra filosofal. Sois tan osados como el ciego Bayardo, el viejo caballo que tropieza y le importa un comino el peligro. Se meterá en dificultades con la misma decisión con que se aparta a un lado.

Vosotros los alquimistas sois iguales. ¡Os lo digo yo! Si no podéis mirar adelante, al menos procurad que vuestras mentes no queden ofuscadas. Pues aunque mantengáis los ojos abiertos y jamás parezcáis tan despiertos, nunca ganaréis una pizca en esta empresa, sino que despilfarraréis todo lo que podáis mendigar o pedir prestado.

Calmad vuestro ardor, para que el fuego no arda demasiado deprisa. Con ello quiero decir: no os ocupéis más de la alquimia, pues si lo hacéis se habrá terminado vuestra buena suerte Y aquí y ahora os diré lo que los verdaderos alquimistas dicen sobre esta cuestión.

He aquí lo que Arnaldo de Vilanova afirma literalmente en su Rosanum Philosophorum: «La transformación o reducción del mercurio no puede efectuarse sin la ayuda de su hermano». Pero el primero en advertirlo claramente fue Hermes Trimegisto, el padre de la alquimia, que afirma: «El dragón no morirá a menos de que su hermano muera con él». Es decir, por dragón debe entenderse mercurio, y por hermano del dragón azufre; pues éste viene del Sol (que es el oro) y aquél de la Luna (que es la plata). Y por consiguiente (sigue diciendo, y fijaos bien en su precepto):

«Que ningún hombre se moleste en seguir esta ciencia, a no ser que pueda entender los objetivos que pretenden y la terminología que usan los alquimistas; si no se trata de un insensato. Pues este arte y ciencia es realmente el misterio de los misterios».

Hubo también un discípulo de Platón que una vez formuló una pregunta a su maestro (como su libro Senioris Zadith Tabula Chimica registra). Ésta es la pregunta que formuló:

—Decidme el nombre de la piedra filosofal.

Y Platón respondió:

—Es la piedra que la gente llama Titanio.

—¿Y qué es eso? —contestó el otro.

—Lo mismo que Magnesia —repuso Platón.

—¡Ya esta bien, señor! Esto es ignotum per ignotius (es decir, «explicar lo desconocido mediante lo más desconocido aún»). Por favor, ¿qué es Magnesia, señor?

—Digamos que es un líquido compuesto de los cuatro elementos —replicó Platón.

—Querido maestro, decidme, si os place, el principio esencial de este líquido.

—Ciertamente, no —contestó Platón—. Todos los alquimistas están ligados por juramento de que nunca lo revelarán a nadie ni, incluso, lo escribirán en un libro. Pues es algo tan querido y precioso a Cristo, que Él no desea que se revele, salvo cuando plazca a su Mente Divina inspirar a los hombres; a los demás se lo prohíbe, porque Él así lo desea. Eso es todo.

III

—Así termino —añadió el paje del canónigo—, ya que Dios en el Cielo no desea que los alquimistas expliquen cómo puede descubrirse esa piedra. A mi modo de ver, lo mejor que puede hacerse es dejarlo correr. Nunca prosperará quien haga de Dios su adversario, trabajando contra su voluntad. No lo logrará, así se esté alquimizando hasta el término de sus días. Aquí me quedo. Mi cuento ha terminado. Que Dios envíe a todos los hombres buenos remedio para sus penas.