CUENTOS DE CANTERBURY
Cuento del Terrateniente

I

Escudero, palabra de honor de que habéis cumplido perfectamente vuestro cometido. Os felicito por vuestro talento —dijo el terrateniente—. Considerando vuestra juventud, habláis con tanto sentimiento y fervor, que no puedo dejar de aplaudiros. Si proseguís, en mi opinión nadie logrará superaros en elocuencia. ¡Que Dios os dé suerte y que aumenten vuestros conocimientos! Disfruto muchísimo con vuestra conversación. Tengo un hijo y ¡por la Santísima Trinidad! que preferiría tener a un hombre de criterio como vos que poseer veinte libras de valor en tierras, aunque ahora mismo me las diesen aquí. ¿De qué sirve tener posesiones si un hombre carece de conocimientos? Bastantes veces he reprendido a mi hijo, y veo que no tiene ningún interés en estas cosas: todo lo que hace es jugar a los dados, tirar el dinero por ahí y perder lo que tiene. Y antes prefiere hablar con un joven servidor que sostener una conversación con algún caballero del que pueda aprender verdaderos buenos modales...

—¡Un pimiento vuestros buenos modales! —exclamó nuestro anfitrión—. ¿Qué es todo eso, señor terrateniente? Por favor, sabéis perfectamente que cada uno de los presentes debe, por lo menos, contar un cuento, si no quiere quebrantar su promesa.

—Ya me doy cuenta de ello, señor —repuso el terrateniente—. Pero, por favor, no penséis mal de mí si cruzo unas palabras con este joven.

—Ni una palabra más —le replicó el anfitrión—. Empezad vuestra historia.

—Con mucho gusto, señor anfitrión —contestó el terrateniente—. Me inclino ante vuestra voluntad, por lo que escuchad lo que voy a contar. Hasta donde alcanzan mis luces, no me opondré a vos en ningún sentido. Ruego a Dios que os complazca, pues si mi cuento os gusta, ya me sentiré satisfecho. En su tiempo, el noble pueblo de los bretones solía componer trovas de todo tipo de aventuras, versificadas en su primitiva lengua bretona. Y o bien cantaban dichas baladas acompañadas de instrumentos musicales, o las leían para su propio solaz. Ahora mismo me acuerdo de una que tendré mucho gusto en relatársela lo mejor que pueda y sepa. Pero caballeros, debo advertiros que soy un individuo sencillo, por lo que debo pediros, antes de empezar, que me perdonéis por mi estilo casero. Ciertamente no he estudiado nunca el arte de la retórica, por lo que todo lo que diga será claro y simple. Nunca he dormido en el monte Parnaso ni he estudiado a Marco Tulio Cicerón. No sufráis error. Yo ignoro todos los trucos retóricos para dar colorido al lenguaje (los únicos colores que conozco son los que se ven en el campo, con los que la gente fabrica tintes o pinturas). Los colores de la retórica me son demasiado difíciles; mi corazón no tiene ninguna predilección para este tipo de cosas. Pero, si lo deseáis, oíd mi cuento.

II

En Armórica, como se llamaba Bretaña entonces, vivía un caballero que amaba a una dama a la que servía lo mejor que sabía. Antes de conseguirla, realizó una serie de tareas y emprendió grandes cosas. Pues, señores, ella era la más hermosa de las mujeres bajo el sol. Además, pertenecía a una familia tan encumbrada, que el caballero apenas si se atrevía a revelarle toda su pena, sufrimientos y ansias.

Al final, gracias a su valía y especialmente a sus múltiples y humildes atenciones, ella se apiadó de su sufrimiento, y tácitamente consintió en tomarle por esposo y dueño (es decir, con esta especie de dominio que los hombres tienen sobre sus esposas). Y con el fin de vivir juntos más felizmente, él voluntariamente juró por su fe de caballero que mientras viviese, nunca ejercitaría su autoridad en contra de los deseos de ella, ni mostraría celos, sino que la obedecería y cumpliría sus deseos en todas las cosas como lo haría cualquier enamorado con su dama. Sin embargo, para mantener el honor de su condición de marido, él, en apariencia, seguiría siendo el dueño.

Ella le dio las gracias, y le dijo con gran humildad:

—Señor, ya que con vuestra magnanimidad me ofrecéis unas riendas tan sueltas, ojalá Dios permita que jamás haya disputa o desacuerdo entre los dos por culpa mía. Aquí, pues, señor, os doy mi palabra de honor: seré vuestra esposa humilde y fiel hasta la muerte.

Por lo que ambos vivieron juntos en paz y sosiego.

Y es que hay una cosa que puedo afirmar con toda seguridad: los enamorados que desean vivir juntos por cualquier periodo de tiempo, deben someterse el uno al otro. El amor no debe ser limitado por el dominio. Cuando aparece el dominio, el dios del Amor despliega sus alas y, en un abrir y cerrar de ojos, desaparece. El amor es una cosa tan libre como el espíritu.

Las mujeres, por su propia naturaleza, ansían y anhelan la libertad; no desean verse como esclavas, y, si no me equivoco, los hombres tienen idéntico modo de pensar. En amor tiene la ventaja el que es más paciente. La paciencia es, en verdad, una virtud soberana, pues, de acuerdo con los estudiosos, conquista allí donde la severidad no consigue nada en absoluto. No se debe reprender o gruñir a cada palabra áspera. Aprended a tolerar, o tendréis que aprenderlo a la fuerza; lo juro, tanto si lo queréis como si no, pues no hay nadie en todo el mundo que no se porte mal en alguna ocasión.

La ira, las enfermedades, la influencia de las estrellas, el vino, la pena o un cambio de humor provocan muy a menudo que uno haga o diga lo que no debiera. No se debe tomar venganza por cada entuerto. Todo el mundo sabe cómo tener dominio sobre sí, debe practicar el refrenarse, según las circunstancias. Y, por tanto, para poder vivir en armonía, este juicioso y digno caballero prometió paciencia mientras ella le prometía con la máxima sinceridad que jamás se encontraría en falta.

Aquí puede verse un convenio modesto y sensato. Ella le tomaba por servidor y dueño (en amor, su servidor; pero su dueño, en el matrimonio). De este modo él era a la vez dueño y sirviente. No, no sirviente, sino con dominio superior, ya que él tenía tanto a su dama como a su amor. Ciertamente ella era su dama, pero también su esposa; y esto de acuerdo con la ley del amor.

Habiendo alcanzado esta felicidad, se marchó a su casa con su esposa a vivir en su propia tierra, no lejos de la punta o cabo Penmarch, donde tenía su residencia, y allí vivió en plena felicidad y goce. ¿Quién, si no es un marido, puede relatar la alegría, la tranquilidad y la comodidad que comparten un marido y su mujer? Este estado feliz duró más de un año, hasta que este caballero del que hablo (su nombre era Arverago de Caerrud) decidió ir a vivir un par de años a Inglaterra (que también se llamaba Bretaña) en busca de honores y nombradía en hechos de armas, pues todo su corazón estaba puesto en tales hazañas. Allí, dice el libro, vivió durante dos años.

Ahora dejaré de hablaros de Arverago y os contaré de su mujer Dorígena, que amaba a su esposo con todo su corazón. Ella lloraba y suspiraba durante su ausencia, como suelen hacerlo las damas nobles cuando están enamoradas. Se afligía, considerando la separación, y se quejaba, ayunaba y se lamentaba; estaba tan atormentada anhelando su presencia, que nada de lo que hay en el mundo le importaba en lo más mínimo. Viendo su humor triste, sus amigas la consolaban como podían; la exhortaban día y noche diciéndole que se estaba matando sin razón alguna. Se ocupaban en darle todo el consuelo que podían darle en aquellas circunstancias para que abandonase su melancolía.

Como todos sabéis, si tratáis de grabar algo en una roca durante el tiempo suficiente, en el curso del tiempo logrará imprimirse una imagen en ella. Ellas la consolaron tanto tiempo, que, con la ayuda de la esperanza y del sentido común, quedó marcada en ella la señal del consuelo, por lo que su enorme pena empezó a remitir. No hubiese podido soportar eternamente una pena tan violenta.

Además, durante este periodo de infelicidad, Arverago enviaba a su hogar misivas explicándole que estaba bien y que regresaría inmediatamente. De otro modo, su pena hubiera roto su corazón en pedazos.

Viendo que su pena disminuía, sus amigas se arrodillaron y le rogaron que, por amor de Dios, saliese con ellas a pasear para distraerse de sus pensamientos lúgubres. Finalmente, al ver que todo era para su provecho, accedió.

Ahora bien, resulta que su castillo se hallaba al borde mismo del mar. Para distraerse solía caminar frecuentemente con sus amigas por encima del acantilado, desde donde veía muchos barcos y barcazas en rumbo hacia su punto de destino. Pero esto llegó a convertirse en parte de su aflicción, pues una y otra vez se decía: «¡Ay de mí! ¿No hay barco, de los muchos que veo, que quiera traerme a casa a mi marido? Pues así mi corazón quedaría curado de sus amargas heridas».

En otras ocasiones solía sentarse allí a pensar, mirando hacia abajo por el borde del precipicio; pero en cuanto veía las terribles rocas negras del fondo, su corazón era sacudido por tal terror, que luego apenas podía mantenerse en pie. Entonces se sentaba sobre la hierba, mirando tristemente hacia el mar y, entre profundos y tristes suspiros, exclamaba:

—Dios eterno, que con tu providencia guías el mundo con mano firme; se dice que Tú no haces nada en vano. Pero, Señor, ¿por qué habéis creado una cosa tan irracional como estas endiabladas, horribles rocas negras que más parecen la obra de un espantoso caos que la bella creación de un Dios tan perfecto, sabio e inmutable? Pues no hay ser humano, bestia o pájaro que se beneficie de ellas en ninguna parte del mundo. Que yo sepa, no hacen ningún bien, sino solamente mal. ¿No ves, Dios mío, que la humanidad perece con ellas? Aunque nadie se acuerde de ellos, los cuerpos de cien mil hombre han caído muertos a causa de las rocas. No obstante, la especie humana es una parte tan hermosa de tu Creación, a la que hiciste según tu propia imagen. Entonces, parecía que sentías gran amor hacia los humanos. Por tanto, ¿cómo puede ser que hayas inventado tales medios para aniquilarles, cosas que no producen bien alguno, sino solamente daño? Que digan lo que quieran los estudiosos, lo sé muy bien; demostrarán con su lógica que todo es para nuestro bien, aunque no pueda comprender las razones. Que Dios, que ha creado el viento que sopla, guarde a mi esposo. Esa es mi conclusión. Yo dejo las disputas para los estudiosos. Pero yo quisiera que Dios hiciese que estas rocas se hundiesen hasta el infierno por su bien. Estas rocas infunden terror en mi corazón.

Así habló ella mientras lloraba tristemente.

Sus amigas, viendo que el vagar junto al mar no le representaba ningún placer, sino que le causaba más bien desazón, determinaron encontrarle diversión en alguna otra parte. La llevaron a ríos y manantiales y a otros lugares deliciosos, donde bailaron y jugaron al ajedrez y al chanquete.

Así, una hermosa mañana se dirigieron hacia un jardín cercano, en donde dispusieron todas las vituallas y otras cosas necesarias y se divirtieron a lo largo de todo el día. Era la sexta mañana de mayo y el mes había pintado el jardín con sus suaves aguaceros y lo había llenado de hojas y flores. Manos diestras lo habían arreglado tan exquisitamente, que no había otro jardín de semejante belleza, salvo quizá el Paraíso propiamente dicho. Tan lleno estaba de belleza y deleite, que el aroma de las flores y la visión de su brillante colorido hubieran alegrado a cualquier corazón, excepto en el caso de que éste sufriese la pesada carga de una enfermedad o de una pena demasiado grande.

Después de la comida empezaron a bailar y cantar, con la única excepción de Dorígena, que siguió suspirando y lamentándose, pues entre los que bailaban no podía contemplar al que era su esposo y enamorado a la vez. Sin embargo, ella tuvo que permanecer allí por un rato y permitir que la esperanza calmase su pena.

Entre los que bailaban había un escudero danzando ante Dorígena. A mi modo de ver era más alegre e iba vestido con más colores que el propio mes de mayo; danzaba y cantaba mejor que ningún hombre desde que el mundo es mundo. Para dar una idea de cómo era además de ser uno de los más dotados hombres de su época, pues era joven, fuerte, talentoso, rico, inteligente y popular: estaba muy bien considerado. En resumen, si no me equivoco, sucedía que este gallardo escudero, servidor de Venus, llevaba dos largos años amando a Dorígena más que a ninguna criatura viviente, sin que ella tuviera la más pequeña idea.

Él nunca se había atrevido a contarle su tormento. Sufría una tortura interior más allá de toda medida. Andaba desesperado, temeroso de decir nada, aunque solía revelar algo de su pasión por medio de sus canciones. Decía, por ejemplo, en una queja o lamento general, que él amaba y no era correspondido. Sobre este tema compuso muchas canciones, letrillas, quejas, coplas, trovas y virolas. Como fuese que no se atrevía a confesar su tormento, sufría atroces torturas como una de las Furias en el Averno.

Tenía que morir, afirmaba, como Eco por Narciso, que temía confesarle su pena. Esta era la única forma con la que se atrevía a revelar su íntima tortura a ella; salvo, quizás, algunas veces en los bailes en los que los jóvenes cortejan, en que, de tanto en tanto, miraba su rostro como el que solicita una gracia, pero ella estaba completamente ajena de lo que él quería decirle.

Sin embargo, antes de marcharse del jardín, sucedió (pues él era su vecino, un hombre de honor y reputación, y ella le conocía desde hacía mucho tiempo) que iniciaron una conversación. Poco a poco, Aurelio la condujo hacia su propósito, y cuando vio una oportunidad dijo:

—Señora, por ese Dios que hizo este mundo, si hubiese estado seguro de que podía haberos hecho feliz, ojalá que el día en que vuestro Arverago cruzó el mar, yo, Aurelio, hubiera ido a donde jamás se vuelve. Pues sé muy bien que mi devoción es en vano y que mi recompensa no es más que un corazón roto en pedazos. Señora, tened piedad de mis crueles sufrimientos, pues una sola palabra vuestra puede o matarme o salvarme. Ojalá Dios hubiese querido que estuviese aquí enterrado a vuestros pies. No hay tiempo ahora de decir más. Tened piedad, amor mío, o haréis que muera.

Ella se volvió, miró fijamente a Aurelio y le dijo:

—¿Sentís de verdad lo que estáis diciendo? Antes de esto nunca sospeché lo que pensabais, pero ahora, Aurelio, que conozco vuestras intenciones, juro por el Dios que me dio vida y alma que, en donde de mí dependa, nunca seré una esposa infiel, ni de palabra ni de obra. Quiero pertenecer a aquel con quien me casé y estoy casada. Tomad esto como mi respuesta definitiva.

Pero después dijo ella, burlonamente:

—Por amor de Dios, Aurelio, ya que os lamentáis de forma conmovedora, consentiré en ser vuestro amor... el día que quitéis todas las rocas, piedra por piedra, desde un extremo de Bretaña hasta el otro confín, hasta que no impidan ya el paso de cualquier bote o barco. Esto digo: Cuando hayáis despejado la costa de rocas, de modo que no se vea piedra alguna, entonces os amaré más que a cualquier otro hombre. Os doy mi palabra, hasta donde yo pueda prometer algo. Pues sé que no puede suceder nunca. Dejad que estas ideas locas dejen en paz vuestro corazón. ¿Qué satisfacción puede encontrar alguien en la mujer de otro que pueda poseerla tantas veces como desee?

Aurelio suspiró profundamente, y le dijo:

—¿Esta es toda la compasión que podéis ofrecer?

—Sí, por el Dios que me creó —respondió ella.

Al oír esto, Aurelio, profundamente afligido y con el corazón sumido en la tristeza, dijo:

—Señora, esto no es posible. Significa, pues, que deberé morir en la mayor desesperación.

Y después de haber dicho esto, dio media vuelta y se marchó.

Inmediatamente llegó un grupo de sus amigos y amigas, de los que vagaban arriba y abajo por los senderos del jardín, totalmente ajenos a lo que acababa de ocurrir, pues enseguida reanudaron su jolgorio, que prosiguió hasta que el brillante sol perdió su color, al robarle su luz el horizonte (lo que equivale a decir que había caído la noche), cuando todos regresaron a su casa felices y contentos, con la única excepción de Aurelio, que volvió con el corazón pesándole como plomo, pues no veía el modo de evitar la muerte; le parecía sentir cómo su corazón se enfriaba. Elevando sus manos en dirección al cielo, cayó de rodillas al suelo y, en medio de una especie de frenesí, inició una plegaria. Se le había extraviado la razón de tanto dolor y no sabía lo que decía.

Pero cuando con el corazón roto empezó su lamento a los dioses, dirigido en especial al Sol, exclamó:

—Apolo, señor y dueño de toda planta, hierba, árbol y flor; tú que das, de acuerdo con tu distancia del ecuador celestial, su tiempo y estación a cada uno, mientras tu situación en la eclíptica varía de arriba abajo; señor Febo, baja tus ojos misericordiosos al pobre Aurelio, que se siente completamente perdido. Contempla, oh Señor, cómo, exento de culpa, mi dama me ha condenado a muerte, a menos que tú, en tu magnanimidad, te apiades de mi moribundo corazón. Pues sé, señor Febo, que, si quieres, eres el que mayor ayuda puede facilitarme, salvo únicamente mi dama. Permíteme que te diga cómo puedo ser ayudado y de qué forma: Tu gloriosa hermana, la resplandeciente y hermosa Lucina, es la reina y excelsa diosa del mar (aunque Neptuno pueda ser su dios, ella es emperatriz por encima de él). Señor, sabes muy bien que de la misma forma que ella desea ser encendida por tu fuego y que, por esta causa, te sigue con fervor, del mismo modo el mar, por su propia naturaleza, le sigue a ella; pues no es solamente diosa del mar, sino también de todos los ríos, grandes y pequeños. Por tanto, señor Febo, ésta es mi petición: Realiza este milagro o se partirá mi corazón; cuando el Sol esté nuevamente en el signo de Leo y en la cumbre de su poder en oposición a la Luna, pídele a tu hermana que produzca una marea tan alta que por lo menos se alce cinco brazas por encima de la roca más alta de la Bretaña Armórica y permite que esta pleamar persista durante dos años. Entonces podré decir tranquilamente a mi dama: las rocas se han ido; ahora, cumple tu palabra. Señor Febo, haz este milagro por mí. Pide a la Luna que se mantenga en su sitio mientras sigues en tu órbita; pide a tu hermana que durante dos años no siga su curso más velozmente que tú. Entonces ella estará constantemente en el punto máximo y la marea de primavera continuará día y noche. Pero si ella no desea concederme a mi amada dama y soberana de este modo, entonces puede que hunda todas y cada una de las rocas en su propia región abismal en donde habita Plutón; si no, nunca conquistaré a mi dama. Haré descalzo mi peregrinación a tu templo en Delfos. Señor Febo, mira las lágrimas que resbalan por mis mejillas y apiádate de mi dolor.

Terminada su perorata, cayó en un desmayo y permaneció allí largo rato en un trance ininterrumpido.

Su hermano, que conocía su tribulación, le recogió y le llevó a su lecho. Ahora dejaré a esta infeliz criatura yaciendo en cama, sufriendo su desesperado tormento y con su mente extraviada. Por lo que de mí depende, puede vivir o morir, como quiera.

Arverago, la flor de la caballería, regresó a su hogar con otros distinguidos caballeros, prósperos y cubiertos de honores. Ahora Dorígena se hallaba en el séptimo cielo: su valiente esposo entre sus brazos, su osado caballero y digno guerrero que la amaba más que a la vida misma. Él, ni remotamente podía sospechar o imaginar que alguien hubiera podido hablarle de amor a ella durante su ausencia. De eso no tenía temor alguno. Por lo que bailó, celebró justas y se divirtió con ella. Ahora les dejaré viviendo inmersos en felicidad y goce y volveré a referirme a Aurelio.

El desgraciado Aurelio continuó enfermo en cama, sufriendo atroces tormentos durante más de dos años, hasta que pudo nuevamente poner los pies al suelo. Durante todo este tiempo su único consuelo fue su hermano, un estudioso, que sabía de todos sus trastornos y penas, pero que, podéis estar seguros, jamás se atrevió a dejar escapar ni una palabra sobre el asunto a ninguna alma viviente. Él lo escondió dentro de su pecho con mayor secreto que Pánfilo ocultó su amor por Galatea. Exteriormente su pecho aparecía sin heridas, pero una flecha profunda seguía en su corazón. Como sabéis, en cirugía, la cura de una herida solamente en la superficie es peligrosa, a menos que se consiga arrancar la flecha o legar hasta ella.

En secreto, el hermano de Aurelio lloraba y se lamentaba hasta que, un día, se acordó de que cuando se hallaba en Orleans de Francia, yendo tras los conocimientos de ciencias ocultas por todos los rincones (con muchas ganas de leer sobre esas ciencias, como todos los estudiantes jóvenes), había visto un día en su estudio de Orleans un libro de magia blanca que un amigo suyo (aunque estaba allí para aprender otra profesión y en aquella época daba lecciones de Derecho) había escondido en su mesa de escritorio. Este libro contenía mucha información referente al funcionamiento de las veintiocho mansiones de la Luna y tonterías parecidas que, actualmente, no valen un comino, pues la fe de la Santa Iglesia y nuestro credo no nos permitirá que suframos daños por tales quimeras.

Cuando se acordó del libro, su corazón bailó de contento y se dijo para sí:

—Mi hermano pronto se curará, pues estoy seguro de que hay artes por las cuales se pueden producir diversas ilusiones, como las que crean expertos magos. Pues he oído frecuentemente que en los banquetes tales magos pueden hacer aparecer agua y una barcaza surcándola arriba y abajo del salón; algunas veces ha parecido venir un fiero león; algunas veces han hecho surgir flores como en un prado; otras veces, unas vides con uvas blancas y rojas; algunas veces, un castillo de cal y canto; y los hacían desaparecer en el aire en cuanto querían. O así se lo parecía a los ojos de los presentes. Por tanto, he llegado a la conclusión de que si puedo encontrar en Orleans a algún viejo amigo que tenga estas mansiones de la Luna almacenadas en la mente, o cualquier otra magia blanca, podrá muy bien hacer que mi hermano tenga su amor. Pues, por medio de alguna ilusión, un mago podría hacer ver a los ojos humanos que todas y cada una de las piedras negras de Bretaña habían sido desalojadas, que los barcos podían ir y venir a lo largo de la costa, y podría mantener esta ilusión durante toda una semana. Entonces mi hermano quedaría curado de su aflicción, pues ella tendría que cumplir su palabra o, por lo menos, ser expuesta en la picota.

¿Por qué alargar la historia? Se acercó a la cabecera del enfermo y le apremió con tanto calor que fuese a Orleans, que se levantó inmediatamente y pronto estaba ya en camino, esperando verse librado de su desgracia.

Cuando ambos casi habían llegado a la ciudad y estaban a unos dos o tres estadios de ella, encontraron a un joven estudioso caminando solo, que les saludó cortésmente en latín y entonces les dejó atónitos al decirles:

—Sé por qué habéis venido.

Antes de que hubiesen dado otro paso más les contó todo lo que ellos tenían intención de hacer.

El estudioso bretón les preguntó por amigos a los que había conocido en viejos tiempos, pero los otros replicaron que estaban muertos, lo que provocóle un gran llanto.

Entonces Aurelio descabalgó de su caballo y se fue con el mago a su casa, en donde se instalaron cómodamente. La buena comida no escaseaba. Aurelio jamás había visto una casa tan bien surtida en toda su vida.

Antes de ir a cenar el mago le mostró bosques y parques llenos de animales silvestres. Allí vio ciervos con enormes cornamentas, las mayores que jamás ojos humanos contemplaron; divisó perros de jauría matando a un centenar de ellos y muchos otros heridos por crueles flechazos; y mientras se despachaban estos animales silvestres, divisó en la orilla de un río a unos halconeros, cuyos halcones acababan de matar a una garza real. Luego observó a unos caballeros celebrando unas justas en una llanura; después de lo cual el mago se dio el gusto de mostrarles a su dama en pleno baile, en el cual parecía que él mismo también tomaba parte.

Cuando el que les mostraba esta magia creyó que ya era suficiente, dio una palmada y todo aquel espectáculo se desvaneció. Sin embargo, ni por un solo momento se habían ausentado de la casa mientras contemplaban estas maravillas, sino que estuvieron tranquilamente sentados en donde él guardaba sus libros, no habiendo nadie más allí que ellos tres.

El astrólogo llamó a su escudero y le dijo:

—¿Está lista nuestra comida? Hace ya una hora que te dije que preparases nuestra cena cuando entré con estos caballeros en mi estudio donde guardo los libros.

—Señor, la comida está dispuesta para cuando gustéis dijo el escudero—, incluso si queréis que la sirva en el acto.

—Entonces vayámonos a cenar—dijo el astrólogo—. Creo que será lo mejor. La gente que está enamorada debe alimentarse de vez en cuando.

Después de cenar se pusieron a discutir el importe de los honorarios que el astrólogo debería percibir por eliminar todas las rocas de Bretaña desde la Gironda hasta la desembocadura del Sena.

Al principio se negó, jurando que no aceptaría menos de mil libras por el trabajo, vive Dios. Tampoco se sentía demasiado inclinado a hacerlo por dicha suma.

Pero Aurelio, cuyo corazón estaba rebosante de felicidad, pronto replicó:

—¡Ya está bien por mil libras! Si fuese el amo del mundo, que dicen que es redondo, te lo daría todo. El trato está hecho y todos estamos de acuerdo. Cobraréis hasta el último céntimo; os doy mi palabra de honor. Pero procurad que, por pereza o negligencia, no nos quedemos aquí más tarde de mañana.

—No —replicó el astrólogo—. Os doy mi palabra. Aurelio se fue a la cama cuando tuvo ganas y durmió casi toda la noche. Con todas las fatigas del día y la esperanza de felicidad, su triste corazón encontró alivio en su sufrimiento. Al clarear a la mañana siguiente, Aurelio y el mago tomaron la ruta más corta hacia Bretaña y al llegar a su destino descabalgaron. Esto era (así me lo dicen los libros) durante la fría y helada estación de diciembre.

Febo había envejecido y tenía el color del cobre, el mismo que antes, durante el caliente solsticio de verano, había brillado como oro bruñido con rayos resplandecientes; pero ahora, habiendo descendido hasta Capricornio, me atrevo a decir que brillaba con palidez mortecina. En todos los jardines, las fuertes heladas habían destruido las plantas verdes después de neviscar y llover. Ahora, Jano, el de la barba bífida, estaba sentado al calor de la lumbre bebiendo vino de su enorme cuerno; la carne de colmillosos jabalíes estaba enfrente de él, y todos los hombres exclaman: «¡Malos tiempos!».

Aurelio hizo que su astrólogo se sintiese como un huésped bien tratado y agasajado por todos los medios a su alcance, y luego le rogó que hiciese todo cuanto pudiese para librarle de aquel cruel tormento, pues, si no, se abriría el corazón con la espada. Aquel experto mago se compadeció tanto de aquel hombre, que se apresuró todo lo que pudo. Noche y día estuvo vigilante esperando la hora favorable para realizar su experimento astrológico, es decir, produciendo mediante algún conjuro (desconozco la adecuada terminología astrológica) una ilusión por la cual Dorígena y todos los demás pensasen, y dijesen, que las rocas de Bretaña habían desaparecido o hundido bajo la tierra.

Al fin encontró el momento correcto para la ejecución de su maldito y diabólico conjuro. Sacó sus recién corregidas tablas toledanas de astronomía y todo lo que necesitaba: tablas sobre el movimiento de los planetas durante periodos redondos, tablas para las subdivisiones de los periodos y longitudes para ciertas fechas que proporcionasen bases para el cálculo; y todo el resto de su parafernalia, tales como centros y ángulos de cálculo y sus tablas de proporcionales para computar los movimientos de los planetas, para poder hacer así todas sus ecuaciones. Por el movimiento de la octava esfera, supo exactamente cuánto se había movido Alnath, desde el primer punto de Aries arriba, que se cree que está en la novena esfera; todo esto, la cantidad exacta de la precisión, de los equinoccios, lo había calculado expertamente.

Habiendo encontrado la primera mansión de la Luna, pudo hacer el cómputo del resto proporcionalmente y decir cuándo se elevaría la Luna y en qué relación con los planetas y sus lugares en el zodiaco, y todo lo demás. Supo exactamente qué mansión de la luna era la apropiada para el experimento y también todas las demás ceremonias rituales que son necesarias para tales ilusiones, así como otras malas prácticas que utilizaban los paganos por aquellos tiempos. Por tanto, no se retrasó más, y durante una semana o dos pareció que todas las rocas habían desaparecido.

Aurelio, todavía en ascuas sobre si iba a conquistar su amor o bien perder su oportunidad, esperó aquel milagro noche y día. Pero cuando comprobó que todos los obstáculos se habían ido y todas las rocas habían desaparecido, cayó a los pies del astrólogo y le dijo:

—Yo, el triste y desgraciado Aurelio, te doy las gracias, maestro, así como a la diosa Venus, que me ha ayudado a salir de estos penosos tormentos míos.

Y se dirigió al templo donde sabía que vería a su dama. Luego, viendo que era su oportunidad, avanzó a saludar a su amada y soberana dama, y así empezó el desgraciado:

—Señora mía, reina mía —le dijo con actitud humilde y el corazón trémulo—, a quien con todo mi corazón más temo y amo que a nadie en todo el mundo, a quien más mal me sabría ofender; si no fuese que sufro tanto por vos que estoy a punto de caer muerto a vuestros pies aquí y ahora, nada me introduciría a revelaros cuánto me oprime la desgracia; pero la verdad es que hablo o muero. Sin que yo tenga culpa alguna, me estáis matando con el tormento más atroz. Pero incluso si no tuvieseis piedad y dejaseis que muriese, reflexionad un momento antes de romper la palabra que me disteis. Por ese Dios que reina en las alturas, pensadlo bien, antes de matarme porque os amo. Pues, señora, sabéis muy bien lo que me prometisteis (no es que reclame nada de vos como derecho, mi señora, sino vuestro consentimiento), que en aquel lugar de ese jardín, bien vos sabéis lo que me prometisteis; dándome vuestra mano, disteis vuestra palabra y promesa de amarme más que a nadie. Dios es testigo de lo que dijisteis, aunque yo sea indigno de vuestro amor. Señora, estoy hablando más por respeto a vuestro honor que para salvar la vida de mi corazón. He cumplido lo que me mandasteis, como podréis comprobar si vais a verlo. Haced lo que queráis; recordad vuestra promesa; pues, muerto o vivo, aquí me encontraréis. Queda totalmente en vuestras manos el que viva o muera, pero esto sí sé: las rocas ya no están.

Así se despidió él, mientras ella quedó muda de asombro sin una gota de sangre en las mejillas. Nunca creyó ella caer en una trampa así.

—¡Quién iba a pensar que sucediese algo semejante! —exclamó ella—. Pues nunca soñé que pudiera haber la posibilidad de que aconteciera un prodigio o maravilla tan fenomenal. Va en contra del curso de la naturaleza.

Y regresó a su casa convertida en una infeliz mujer. Y tan desanimada estaba, que apenas si podía caminar. Durante todo el día siguiente y el otro lloró y lamentó, desmayándose frecuentemente. Era algo que daba pena verlo. Pero ella no dijo a nadie el motivo de su desazón, pues Averago se había ausentado de la ciudad. Con el rostro cubierto de mortal palidez y el semblante descompuesto, ella habló consigo misma y expresó su lamento de esta forma:

—¡Ay de mí! —exclamó ella—. Es contra ti, Fortuna, que elevo mi queja. Tú me has cogido desprevenida y me has rodeado con tus cadenas, de las que nada puede salvarme, salvo mediante la muerte o la deshonra. Me veo forzada a elegir entre una de las dos. Sin embargo, antes perdería mi vida que deshonrar mi cuerpo, saberme infiel o perder mi buena fama. Seguro que con mi muerte quedo libre de este dilema. ¿No se han suicidado muchas esposas y vírgenes honradas antes que transgredir con su cuerpo? Ya lo creo que sí, y las siguientes historias así lo demuestran. Cuando los Treinta Tiranos, con sus corazones llenos de iniquidad, hubieron matado a Fidón en un banquete celebrado en Atenas ordenaron detener a sus hijas, a las cuales, para satisfacer sus torpes deseos, se les ordenó comparecer ante ellos totalmente desnudas y que bailasen así por encima de la sangre de su padre que cubría el suelo. ¡Que la maldición de Dios caiga sobre ellos! Y así, según cuentan los libros, estas pobres vírgenes, llenas de terror, se escaparon y saltaron al interior de un pozo, en donde se ahogaron. Todo antes que perder su virginidad. El pueblo de Mecenas también buscó y halló a cincuenta vírgenes de Lacedemonia, con el objeto de satisfacer su lascivia con ellas. Sin embargo, no hubo una sola que no se matase, prefiriendo morir antes de consentir que les robasen su virginidad. ¿Por qué yo, pues, debo temer la muerte? Considerad también el caso del tirano Aristóclides, que amaba a una virgen llamada Estímfalis. Cuando mataron a su padre una noche, ella corrió directamente al templo de Diana y se agarró a su imagen con ambas manos. De aquella estatua no quiso soltarse y, realmente, nadie pudo sacarla de allí hasta que la mataron. Ahora bien, si las vírgenes sienten tal horror en verse mancilladas por el placer de un hombre perverso, cuánto más, me parece a mí, debería una esposa preferir la muerte antes que verse profanada. ¿Y qué decir de la esposa de Asdrúbal, que se quitó la vida en Cartago? Pues cuando vio que los romanos habían conquistado la ciudad, ella cogió a todos sus hijos y se echó al fuego, prefiriendo morir antes de que cualquier romano pudiese violarla. ¿Y no se mató la pobre Lucrecia en Roma después de haber sido forzada por Tarquinto, ya que le pareció vergonzoso seguir viviendo después de haber perdido su honra? ¿Y las siete vírgenes de Mileto que se mataron a sí mismas de pena y desesperación, antes que tolerar que los galos las violaran? Supongo que podría relatar más de mil historias más referentes al tema. Por ejemplo, después de que Abradates fuese muerto, su amada esposa se acuchilló a sí misma y dejó que su sangre cayese en las aberturas de las heridas de su esposo gritando: «Por lo menos ningún hombre va a mancillar mi cuerpo si puedo impedirlo». ¿Por qué tengo que contar tantos ejemplos, cuando tantas han preferido matarse antes que ser violadas? Considerando todas estas cosas, es mejor que me mate que verme asaltada. Seré fiel a Arverago, o me mataré de algún modo, como hizo la amada hija de Democio, que no quería ser desflorada. ¡Oh Escedaso! ¡Qué conmovedor leer cómo murieron tus pobres hijas, que se suicidaron por una razón similar! Fue tan conmovedor, si no más, como cuando la virgen tebana, por culpa de Nicanor, se suicidó por el mismo motivo. Otra virgen tebana hizo lo mismo porque un macedonio la había forzado y con su muerte remedió su perdida virginidad. ¿Y qué diré de la esposa de Nicerato, que se suicidó en parecidas circunstancias? ¡Cuán fiel fue también el amor de Alcibíades, que prefirió morir antes que permitir que su cuerpo quedase sin enterrar! ¡Pensad qué clase de esposo fue Alcestes, que pidió ser sacrificado en lugar de su esposa, dando un hermoso ejemplo de fidelidad conyugal! ¿Qué dice Homero de la buena Penélope? Toda Grecia sabe de su castidad. También se cuenta de Laodamia que cuando Protesilao fue muerto en Troya, no quiso sobrevivirle ni un solo día. Algo similar podría decir de la noble Porcia que no supo vivir sin Bruto, a quien había entregado todo su corazón. Y de la perfecta fidelidad de Artemisa que se venera por todos los países bárbaros, ¿qué puedo decir? En cuanto a ti, reina Tauta, tu castidad de esposa puede servir de espejo y ejemplo para todas las esposas. También puedo decir lo mismo de Biliea, de Rodaguna y de Valeria.

Así se lamentó Dorígena durante un par de días, y mientras tanto estaba decidida a morir. Sin embargo, a la tercera noche el digno caballero Arverago regresó a su hogar y le preguntó por la causa de su llanto tan amargo. Lo que hizo que arreciase en su llanto todavía más.

—¡Ay de mí! —exclamó ella—. ¡Ojalá no hubiese nacido! He dicho... He prometido... y se lo contó todo tal como lo habéis oído. No es preciso que lo repita de nuevo.

Pero su esposo, con el semblante— sereno y voz amable, le repuso, como contaré ahora mismo:

—¿Aparte de lo que me has contado, hay algo más, Dorígena?

—No, no —exclamó ella—. ¡Como que Dios es mi auxilio! Y ya es demasiado, aunque sea la voluntad de Dios.

—¡Ah, mujer! —dijo él—. Deja que las cosas sigan su curso. Quizás todo termine bien todavía. Tú cumplirás tu palabra, lo juro. Pues, como que espero merecer el Cielo, es tan grande el amor que te tengo, que antes preferiría ser acuchillado hasta morir que tolerar que tú faltes a tu palabra. No hay nada más sagrado que mantener la palabra dada.

Pero no bien hubo comentado esto rompió a llorar. Luego añadió:

—Mientras haya aliento en ti, te prohíbo que, bajo pena de muerte, hables con nadie de este asunto. Yo soportaré mi aflicción lo mejor que sepa, y no des muestras de tristeza, no sea que la gente adivine o sospeche que algo pasa.

Entonces mandó venir a un escudero y a una criada.

—Id con Dorígena —dijo él— y llevadla enseguida a donde ella desee ir.

Ellos se despidieron y partieron, pero sin saber la causa o el porqué ella iba allí. Él no quiso comunicar a nadie la intención que llevaba.

Muchos de vosotros pensaréis quizá que fue estúpido poniendo a su mujer en una situación tan peligrosa como ésa, pero escuchad la historia antes de que lloréis por ella. Puede haber salido mejor librada de lo que pensáis; juzgad vosotros mismos cuando hayáis oído el relato.

Aurelio, el escudero que tan enamorado estaba de Dorígena, la encontró casualmente en medio de la calle más concurrida de la ciudad mientras ella se preparaba para dirigirse directamente al jardín donde había efectuado su promesa. Él también se dirigió al jardín, pues mantenía vigilancia y sabía cuándo ella se ausentaba de su casa para dirigirse a alguna parte. Pero sucedió que, fuese por casualidad o debido a la Providencia, se encontraron. Él la saludó alegremente y le preguntó hacia dónde se dirigía. Y ella replicó, casi como si estuviera loca:

—Al jardín tal y como me dijo mi esposo, para mantener mi promesa. ¡Ay de mí! ¡Pobre de mí!

Al oír esto, Aurelio empezó a asombrarse y en su corazón sintió una gran compasión por ella y por su pena, así como por Arverago, el noble caballero que le había pedido que ella cumpliese su promesa, pues no podía tolerar ni soportar que su esposa quebrantase la palabra dada. Esto tocó su corazón hasta tal punto que, considerándolo todo, creyó que era mejor negarse el placer de cometer un acto tan malvado Y ruin ante tan generosa magnanimidad. Por lo que dijo esas pocas palabras:

—Señora, decid a vuestro marido Arverago que habiendo yo visto su gran magnanimidad hacia vos y habiendo visto también vuestra desazón y sabiendo que él preferiría ver su deshonor (lo que sería mil veces de lamentar) antes que contemplar cómo vos quebrantáis la palabra que me disteis, que más prefiero sufrir eterno tormento que romper el amor que vosotros dos os profesáis. Señora, os devuelvo la palabra y os relevo de todo compromiso hacia mí que hubieseis pronunciado desde que nacisteis. Os doy mi palabra de que nunca os reprocharé no haber cumplido promesa alguna. Aquí me despido de la mejor y más fiel mujer que he conocido en toda mi vida.

¡Que todas las mujeres vayan con cuidado al prometer algo! Por lo menos que se acuerden de Dorígena. No hay duda de que un escudero puede comportarse con tanta nobleza como un caballero. Arrodillada, ella le dio las gracias y se fue hacia su casa, donde al llegar le contó a su esposo todo lo que os he relatado.

Os aseguro que estuvo complacido de tal forma, que me resulta imposible describirlo. ¿Por qué debo alargar el cuento? Arverago y su esposa, Dorígena, vivieron en perfecta felicidad hasta el fin de sus días. Nunca más hubo diferencias entre ellos, ni entonces ni más tarde. Él la cuidó y la mimó como a una reina y ella le fue fiel por siempre jamás. Y esto es todo lo que, sobre esos dos, sabréis de mí.

Habiendo perdido todo su capital, Aurelio empezó a maldecir el día que había nacido.

—¡Ay de mí! —decía—. Ojalá no hubiese prometido a aquel astrólogo mil libras de peso de oro fino. ¿Qué haré? Por lo que veo, estoy completamente arruinado; tendré que vender mi herencia y ponerme a mendigar. No puedo vivir más aquí y perjudicar a todos los míos en esta ciudad, salvo que le pueda convencer de que me tenga cierta indulgencia. Sin embargo, trataré de convencerle de que acepte un pago anual a plazo fijo y le agradeceré su gran amabilidad. Y no le fallaré: cumpliré mi promesa.

Con el corazón encogido se fue al arcón donde guardaba su tesoro y llevó oro por un valor aproximado de quinientas libras al astrólogo rogándole que tuviese la generosidad de darle tiempo para pagarle el resto.

—Maestro —le dijo—, puedo alardear de que jamás he faltado a mi palabra hasta la fecha. Mi deuda con vos será pagada pase lo que pase, aunque tenga que ir a mendigar por ahí, sin nada más que mi chaqueta. Pero si me concedéis (con garantía) un respiro de dos o tres años, entonces podré hacerlo; de otro modo tendré que vender mi herencia; no digo más.

—¿Acaso no he cumplido mi trato con vos? —repuso el astrólogo con semblante serio al oír estas palabras.

—Si, por cierto. Bien y fielmente —añadió el escudero.

—¿Y no habéis disfrutado de vuestra dama como deseabais?

—No —contestó él—. No. Y suspiró tristemente.

—¿Por qué no? Decidme la razón si podéis.

Entonces Aurelio empezó su relato y se lo contó todo, como ya me habéis oído contarlo, por lo que no hace falta volverlo a repetir. Habló así:

Arverago, en su magnanimidad, antes hubiese muerto de pena y vergüenza que permitir que su mujer faltase a su palabra dada.

También le contó lo afligida que estaba Dorígena, cuán mal le sabía ser una esposa infiel, tanto que hubiera preferido morir allí mismo; que ella le había dado aquella palabra con toda la inocencia, no habiendo sabido jamás de ilusiones mágicas

—Esto hizo que me compadeciera tanto de ella —continuó Aurelio—, que, con la misma largueza con que él me la envió, con la misma largueza se la devolví. Esto es todo. No tengo más que decir.

Amigo mío —replicó el filósofo—, cada uno de vosotros ha actuado con nobleza respecto al otro. Vos sois un escudero; él, un caballero. Pero que Dios no permita que un estudioso (como yo) deje de portarse tan noblemente como cada uno de vosotros. ¡No temáis! Os perdono, señor, vuestras mil libras como si ahora empezarais a existir y jamás hubieseis puesto los ojos sobre mí. Señor, no tomaré ni un penique de vos ni por mis mañas ni por mi trabajo. Vos ya pagasteis generosamente mi estancia aquí. Ya es suficiente. Adiós. Id con Dios.

Y montó en su caballo y partió.

III

—Ahora, caballeros —siguió diciendo el terrateniente—, quisiera preguntaros: ¿Cuál de ellos os parece el más generoso de todos? Decídmelo antes de proseguir nuestro viaje. Yo ya no digo más. El cuento ha terminado.