SAN BUENAVENTURA
Leyenda Mayor de San Francisco

1. Ha aparecido la gracia de Dios, salvador nuestro, en estos últimos tiempos, en su siervo Francisco, y a través de él se ha manifestado a todos los hombres verdaderamente humildes y amigos de la santa pobreza, los cuales, al venerar en su persona la sobreabundante misericordia de Dios, son amaestrados con su ejemplo a renunciar por completo a la impiedad y a los deseos mundanos, a llevar una vida en todo conforme a la de Cristo y a anhelar con sed insaciable la gran dicha que se espera. El Altísimo, en efecto, fijó su mirada en Francisco como en el verdadero pobrecillo y abatido con tal efusión de benignidad y condescendencia, que no sólo lo levantó, como al desvalido, del polvo de la vida contaminada del mundo, sino que, convirtiéndole en seguidor, adalid y heraldo de la perfección evangélica, lo puso como luz de los creyentes, a fin de que, dando testimonio de la luz, preparase al Señor un camino de luz y de paz en los corazones de los fieles.

En verdad, Francisco, cual lucero del alba en medio de la niebla matinal, irradiando claros fulgores con el brillo rutilante de su vida y doctrina, orientó hacia la luz a los que estaban sentados en tinieblas y en sombras de muerte; y como arco iris que reluce entre nubes de gloria, mostrando en sí la señal de la alianza del Señor, anunció a los hombres la buena noticia de la paz y de la salvación, siendo él mismo ángel de verdadera paz, destinado por Dios (a imitación y semejanza del Precursor) a predicar la penitencia con el ejemplo y la palabra, preparando en el desierto el camino de la altísima pobreza.

Francisco (según aparece claramente en el decurso de toda su vida) fue prevenido desde el principio con los dones de la gracia divina, enriquecido después con los méritos de una virtud nunca desmentida, colmado también del espíritu de profecía y destinado además a una misión angélica, todo él abrasado en ardores seráficos y elevado a lo alto en carroza de fuego como un hombre jerárquico. Por todo lo cual, bien puede concluirse que estuvo investido con el espíritu y poder de Elías. Asimismo, se puede creer con fundamento que Francisco fue prefigurado en aquel ángel que subía del oriente llevando impreso el sello de Dios vivo, según se describe en la verídica profecía del otro amigo del Esposo: Juan, apóstol y evangelista. En efecto, al abrirse el sexto sello (dice Juan en el Apocalipsis), vi otro ángel que sabía del oriente llevando el sello de Dios vivo.

2. Que este embajador de Dios tan amable a Cristo, tan digno de imitación para nosotros y digno objeto de admiración para el mundo entero fuese el mismo Francisco, lo deducimos con fe segura si observamos el alto grado de su eximia santidad, pues, viviendo entre los hombres, fue un trasunto de la pureza angélica y ha llegado a ser propuesto como dechado de los perfectos seguidores de Cristo.

A interpretarlo así fiel y piadosamente nos induce no sólo la misión que tuvo de llamar a los hombres al llanto y luto, a raparse y ceñirse de saco y a grabar en la frente de los que gimen y se duelen el signo tau, como expresión de la cruz de la penitencia y del hábito conformado a la misma cruz, sino que aún más lo confirma como testimonio verdadero e irrefragable el sello de su semejanza con el Dios viviente, esto es, con Cristo crucificado, sello que fue impreso en su cuerpo no por fuerza de la naturaleza ni por artificio del humano ingenio, sino por el admirable poder del Espíritu de Dios vivo.

3. Mas, sintiéndome indigno e incapaz de escribir la vida de este hombre tan venerable, dignísima, por otra parte, de ser imitada por todos, confieso sinceramente que de ningún modo hubiera emprendido tamaña empresa si no me hubiese impulsado el ardiente afecto de mis hermanos, el apremiante y unánime ruego del capítulo general y la especial devoción que estoy obligado a profesar al santo Padre. En efecto, gracias a su invocación y sus méritos, siendo yo niño (lo recuerdo perfectamente) fui librado de las fauces de la muerte; por tanto, si yo me resistiera a publicar sus glorias, temo ser acusado de crimen de ingratitud. Este ha sido, pues, el motivo principal que me ha inducido a asumir el presente trabajo: el reconocimiento de que Dios me ha conservado la salud del cuerpo y del alma por intercesión de Francisco, cuyo poder he llegado a experimentar en mi propia persona.

Por todo lo cual me he afanado en recoger por doquiera (no plenamente, que es imposible, sino como en fragmentos) los datos referentes a las virtudes, hechos y dichos de su vida que se habían olvidado o se hallaban diseminados por diversos lugares, con objeto de que no se perdieran para siempre una vez desaparecidos de este mundo los que habían convivido con el siervo de Dios.

4. Para adquirir un conocimiento más claro y seguro de la verdad acerca de su vida y poder transmitirlo a la posteridad, he acudido a los lugares donde nació, vivió y murió el Santo; y he tratado de informarme diligentemente sobre el particular conversando con sus compañeros que aún sobreviven, especialmente con aquellos que fueron testigos cualificados de su santidad y sus seguidores más fieles, a quienes debe darse pleno crédito, no sólo por haber conocido ellos de cerca la verdad de los hechos, sino también por tratarse de personas de virtud bien probada.

En la descripción de todo aquello que el Señor se dignó realizar mediante su siervo, he optado por prescindir de las formas galanas de un estilo florido, ya que un lenguaje sencillo ayuda más a la devoción del lector que el ataviado con muchos adornos. Además, al narrar la historia, con el fin de evitar confusiones, no he seguido siempre un orden estrictamente cronológico, sino que he procurado guardar un orden que mejor se adaptara a relacionar unos hechos con otros, en cuanto que sucesos acaecidos en un mismo tiempo parecía más conveniente insertarlos en materias distintas, al par que acontecimientos sucedidos en diversos tiempos correspondía mejor agruparlos en una misma materia.

I
VIDA DE FRANCISCO EN EL SIGLO

1. Hubo en la ciudad de Asís un hombre llamado Francisco, cuya memoria es bendita, pues, habiéndose Dios complacido en prevenirlo con bendiciones de dulzura, no sólo le libró, en su misericordia, de los peligros de la vida presente, sino que le colmó de copiosos dones de gracia celestial. En efecto, aunque en su juventud se crió en un ambiente de mundanidad entre los vanos hijos de los hombres y se dedicó después de adquirir un cierto conocimiento de las letras a los negocios lucrativos del comercio, con todo, asistido por el auxilio de lo alto, no se dejó arrastrar por la lujuria de la carne en medio dio jóvenes lascivos, si bien era él aficionado a las fiestas; ni por más que se dedicara al lucro conviviendo entre avaros mercaderes, jamás puso su confianza en el dinero y en los tesoros.

Había Dios infundido en lo más íntimo del joven Francisco una cierta compasión generosa hacia los pobres, la cual, creciendo con él desde la infancia, llenó su corazón de tanta benignidad, que convertido ya en un oyente no sordo del Evangelio, se propuso dar limosna a todo el que se la pidiere, máxime si alegaba para ello el motivo del amor de Dios.

Mas sucedió un día que, absorbido por el barullo del comercio, despachó con las manos vacías, contra lo que era su costumbre, a un pobre que se había acercado a pedirle una limosna por amor de Dios. Pero, vuelto en sí al instante, corrió tras el pobre y, dándole con clemencia la limosna, prometió al Señor Dios que, a partir de entonces, nunca jamás negaría el socorro (mientras le fuera posible) a cuantos se lo pidieran por amor suyo. Dicha promesa la guardó con incansable piedad hasta su muerte, mereciendo con ello un aumento copioso de gracia y amor de Dios. Solía decir, cuando ya se había revestido perfectamente de Cristo, que, aun cuando estaba en el siglo, apenas podía oír la expresión "amor de Dios" sin sentir un profundo estremecimiento".

Además, la suavidad de su mansedumbre, unida a la elegancia de sus modales; su paciencia y afabilidad, fuera de serie; la largueza de su munificencia, superior a sus haberes (virtudes estas que mostraban claramente la buena índole de que estaba adornado el adolescente), parecían ser como un preludio de bendiciones divinas que más adelante sobre él se derramarían raudales. De hecho, un hombre muy simple de Asís, inspirado, al parecer, por el mismo Dios, si alguna vez se encontraba con Francisco por la ciudad, se quitaba la capa y la extendía a sus pies, asegurando que éste era digno de toda reverencia, por cuanto en un futuro próximo realizaría grandes proezas y llegaría a ser honrado gloriosamente por todos los fieles.

2. Ignoraba todavía Francisco los designios de Dios sobre su persona, ya que, volcada su atención (por mandato del padre) a las cosas exteriores y arrastrado además por el peso de la naturaleza caída hacia los goces de aquí abajo, no había aprendido aún a contemplar las realidades del cielo ni se había acostumbrado a gustar las cosas divinas. Y como quiera que el azote de la tribulación abre el entendimiento al oído espiritual, de pronto se hizo sentir sobre él la mano del Señor y la diestra del Altísimo operó en su espíritu un profundo cambio, afligiendo su cuerpo con prolijas enfermedades para disponer así su alma a la unción del Espíritu Santo.

Una vez recobradas las fuerzas corporales y cuando (según su costumbre) iba adornado con preciosos vestidos, le salió al encuentro un caballero noble, pero pobre y mal vestido. A la vista de aquella pobreza, se sintió conmovido su compasivo corazón, y, despojándose inmediatamente de sus atavíos, vistió con ellos al pobre, cumpliendo así, a la vez, una doble obra de misericordia: cubrir la vergüenza de un noble caballero y remediar la necesidad de un pobre.

3. A la noche siguiente, cuando estaba sumergido en profundo sueño, la demencia divina le mostró un precioso y grande palacio, en que se podían apreciar toda clase de armas militares, marcadas con la señal de la cruz de Cristo, dándosele a entender con ello que la misericordia ejercitada, por amor al gran Rey, con aquel pobre caballero sería galardonada con una recompensa incomparable. Y como Francisco preguntara para quién sería el palacio con aquellas armas, una voz de lo alto le aseguró que estaba reservado para él y sus caballeros.

Al despertar por la mañana (como todavía no estaba familiarizado su espíritu en descubrir el secreto de los misterios divinos e ignoraba el modo de remontarse de las apariencias visibles a la contemplación de las realidades invisibles) pensó que aquella insólita visión sería pronóstico de gran prosperidad en su vida. Animado con ello y desconociendo aún los designios divinos, se propuso dirigirse a la Pulla con intención de ponerse al servicio de un noble conde, y conseguir así la gloria militar que le presagiaba la visión contemplada. Emprendió poco después el viaje, dirigiéndose a la próxima ciudad, y he aquí que de noche oyó al Señor que le hablaba familiarmente: Francisco, "¿quién piensas podrá beneficiarte más: el señor o el siervo, el rico o el pobre?". A lo que contestó Francisco que, sin duda, el señor y el rico. Prosiguió la voz del Señor: "Por qué entonces abandonas al Señor por el siervo y por un pobre hombre dejas a un Dios rico?". Contestó Francisco: "Qué quieres, Señor, que haga?". Y el Señor le dijo: "Vuélvete a tu tierra, porque la visión que has tenido es figura de una realidad espiritual que se ha de cumplir en ti no por humana, sino por divina disposición".

4. Desentendiéndose desde entonces de la vida agitada del comercio, suplicaba devotamente a la divina demencia se dignara manifestarle lo que debía hacer. Y, en tanto que crecía en él muy viva la llama de los deseos celestiales por el frecuente ejercicio de la oración y reputaba por nada (llevado de su amor a la patria del cielo las cosas todas de la tierra) creía haber encontrado el tesoro escondido, y, cual prudente mercader, se decidía a vender todas las cosas para hacerse con la preciosa margarita. Pero todavía ignoraba cómo hacerlo; lo único que vislumbraba su espíritu era que el negocio espiritual exige desde el principio el desprecio del mundo y que la milicia de Cristo debe iniciarse por la victoria de sí mismo.

5. Cierto día, mientras cabalgaba por la llanura que se extiende junto a la ciudad de Asís, inopinadamente se encontró con un leproso, cuya vista le provocó un intenso estremecimiento de horror. Pero, trayendo a la memoria el propósito de perfección que había hecho y recordando que para ser caballero de Cristo debía, ante todo, vencerse a sí mismo, se apeó del caballo y corrió a besar al leproso. Extendió éste la mano como quien espera recibir algo, y recibió de Francisco no sólo una limosna de dinero, sino también un beso. Montó de nuevo, y, dirigiendo en seguida su mirada por la planicie? amplia y despejada por todas partes, no vio más al leproso. Lleno de admiración y gozo, se puso a cantar devotamente las alabanzas del Señor, proponiéndose ya escalar siempre cumbres más altas de santidad.

Desde entonces buscaba la soledad, amiga de las lágrimas; allí, dedicado por completo a la oración acompañada de gemidos inefables y tras prolongadas e insistentes súplicas, mereció ser escuchado por el Señor. Sucedió, pues, un día en que oraba de este modo, retirado en la soledad, todo absorto en el Señor por su ardiente fervor, que se le apareció Cristo Jesús en la figura de crucificado. A su vista quedó su alma como derretida; y de tal modo se le grabó en lo más íntimo de su corazón la memoria de la pasión de Cristo, que desde aquella hora (siempre que le venía a la mente el recuerdo de Cristo crucificado) a duras penas podía contener exteriormente las lágrimas y los gemidos, según él mismo lo declaró en confianza poco antes de morir. Comprendió con esto el varón de Dios que se le dirigían a él particularmente aquellas palabras del Evangelio: Si quieres venir en pos de mí, niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme.

Al despuntar el nuevo día, lleno de seguridad y gozo, vuelve apresuradamente a Asís, y, convertido ya en modelo de obediencia, espera que el Señor le descubra su voluntad. Revistióse, a partir de este momento, del espíritu de pobreza, del sentimiento de la humildad y del afecto de una tierna compasión. Si antes, no ya el trato de los leprosos, sino el sólo mirarlos, aunque fuera de lejos, le estremecía de horror, ahora, por amor a Cristo crucificado, que, según la expresión del profeta, apareció despreciable como un leproso, con el fin de despreciarse completamente a sí mismo, les prestaba con benéfica piedad a los leprosos sus humildes y humanitarios servicios. Visitaba frecuentemente sus casas, les proporcionaba generosas limosnas y con gran afecto y compasión les besaba la mano y hasta la misma boca.

6. En cuanto se refiere a los pobres mendigos, no sólo deseaba entregarles sus bienes, sino incluso su propia persona, llegando, a veces, a despojarse de sus vestidos, y otras, a descoserlos o rasgarlos cuando no tenía otra cosa a mano. A los sacerdotes pobres los socorría con reverencia y piedad, sobre todo proveyéndoles de ornamentos de altar, para participar así de alguna manera en el culto divino y remediar la pobreza de los ministros del culto.

Por este tiempo visitó con religiosa devoción el sepulcro del apóstol Pedro, y, viendo a la puerta de la iglesia una multitud de pobres, movido por una afectuosa compasión hacia ellos y atraído por su amor a la pobreza, entregó sus propios vestidos a uno que parecía ser más necesitado, y, cubierto con sus harapos, pasó todo aquel día en medio de los pobres con extraordinario gozo de espíritu. Buscaba con ello despreciar la gloria mundana y ascender gradualmente a la perfección evangélica. Ponía gran cuidado en mortificar la carne, para que la cruz de Cristo que llevaba impresa dentro de su corazón rodease también el exterior todo su cuerpo. Todo esto lo practicaba ya el varón de Dios Francisco cuando todavía no se había apartado del mundo ni en su vestido ni en su modo de vivir.

II
CONVERSIÓN A DIOS DE FRANCISCO

1. Como quiera que el siervo del Altísimo no tenía en su vida más maestro que Cristo, plugo a la divina demencia colmarlo de nuevos favores visitándole con la dulzura de Su gracia. Prueba de ello es el siguiente hecho. Salió un día Francisco al campo a meditar, y al pasear junto a la iglesia de San Damián, cuya vetusta fábrica amenazaba ruina, entró en ella (movido por el Espíritu) a hacer oración; y mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado, de pronto se sintió inundado de una gran consolación espiritual. Fijó sus ojos, arrasados en lágrimas, en la cruz del Señor, y he aquí que oyó con sus oídos corporales una voz procedente de la misma cruz que le dijo tres veces: "Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella!".

Quedó estremecido Francisco, pues estaba solo en la iglesia, al percibir voz tan maravillosa, y, sintiendo en su corazón el poder de la palabra divina, fue arrebatado en éxtasis. Vuelto en sí, se dispone a obedecer, y concentra todo su esfuerzo en su decisión de reparar materialmente la iglesia, aunque la voz divina se refería principalmente a la reparación de la iglesia que Cristo adquirió con su sangre, según el Espíritu Santo se lo dio a entender y el mismo Francisco lo reveló más tarde a sus hermanos.

Así, pues, se levantó signándose con la señal de la cruz, tomó consigo diversos paños dispuestos para la venta y se dirigió apresuradamente a la ciudad de Foligno, y allí lo vendió todo, incluso el caballo que montaba. Tomando su precio, vuelve el afortunado mercader a la ciudad de Asís y se dirige a la iglesia, cuya reparación se le había ordenado. Entró devotamente en su recinto, y, encontrando a un pobrecillo sacerdote, tras rendirle cortés reverencia, le ofreció el dinero obtenido a fin de que lo destinara para la reparación de la iglesia y el alivio de los pobres. Luego le pidió humildemente que le permitiera convivir por algún tiempo en su compañía. Accedió el sacerdote al deseo de Francisco de morar en su casa, pero rechazó el dinero por temor a los padres. Entonces, el verdadero despreciador de las riquezas, sin dar más valor al dinero que al vil polvo, lo arrojó a una ventana..

2. Moraba el siervo de Dios en casa de dicho sacerdote, y, habiéndose informado de ello su padre, corrió, todo enfurecido, al lugar. Francisco, empero, todavía novel atleta de Cristo, al oír los gritos y amenazas de los perseguidores y presentir su llegada, con intención de dar tiempo para que se calmara su ira, se escondió en una oculta cueva. Refugiado allí unos cuantos días, pedía incesantemente al Señor con los ojos bañados en lágrimas que librase su vida de las manos de sus perseguidores y se dignase benignamente llevar a feliz término los piadosos deseos que le había inspirado. Como fruto de esta oración se apoderó de todo su ser una extraordinaria alegría y comenzó a reprenderse a sí mismo por su cobarde pusilanimidad. En consecuencia, abandonó la cueva, y, desechando de sí todo temor, dirigió sus pasos hacia la ciudad de Asís. Al verle sus conciudadanos en aquel extraño talante: con el rostro escuálido y cambiado en sus ideas, pensaban que había perdido el juicio, arremetían contra él, arrojándole piedras y lodo de la calle, y, como a loco y demente, le insultaban con gritos desaforados. Mas el siervo de Dios, sin descorazonarse ni inmutarse por ninguna injuria, lo soportaba todo haciéndose el sordo.

Tan pronto oyó su padre este clamoreo, acudió presuroso; pero no para librarlo, sino, más bien, para perderlo. Sin conmiseración alguna lo arrastró a su casa, atormentándolo primero con palabras, y luego con azotes y cadenas. Francisco, empero, se sentía desde ahora más dispuesto y valiente para llevar a cabo lo que había emprendido, recordando aquellas palabras del Evangelio: Dichosos los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

3. No mucho después se vio precisado el padre a ausentarse de Asís, y la madre, que no aprobaba la conducta del marido y veía imposible doblegar la constancia inflexible del hijo, lo libró de la prisión, dejándole partir. Y Francisco, dando gracias al Señor todopoderoso, retornó al lugar en que había morado antes.

Pero volvió el padre, y, al no encontrar en casa a su hijo, después de desatarse en insultos y denuestos contra su esposa, corrió bramando al lugar indicado para conseguir, si no podía apartarlo de su propósito, al menos alejarlo de la provincia. Pero Francisco, confortado por Dios, salió espontáneamente al encuentro de su enfurecido padre, clamando con toda libertad que nada le importaban sus cadenas y azotes y que estaba además dispuesto a sufrir con alegría cualquier mal por el nombre de Cristo. Viendo, pues, el padre que le era del todo imposible cambiarle de su intento, dirigió sus esfuerzos a recuperar el dinero. Y, habiéndolo encontrado, por fin, en el nicho de una pequeña ventana, se apaciguó un tanto su furor. Dicho hallazgo fue como un trago que en cierto sentido atemperó su sed de avaricia.

4. Intentaba después el padre según la carne llevar al hijo de la gracia (desposeído ya del dinero) ante la presencia del obispo de la ciudad, para que en sus manos renunciara a los derechos de la herencia paterna y le devolviera todo lo que tenía. Se manifestó muy dispuesto a ello el verdadero enamorado de la pobreza, y, llegando a la presencia del obispo, no se detiene ni vacila por nada, no espera órdenes ni profiere palabra alguna, sino que inmediatamente se despoja de todos sus vestidos y se los devuelve al padre. Se descubrió entonces cómo el varón de Dios, debajo de los delicados vestidos, llevaba un cilicio ceñido a la carne. Además, ebrio de un maravilloso fervor de espíritu, se quita hasta los calzones y se presenta ante todos totalmente desnudo, diciendo al mismo tiempo a su padre: Hasta el presente te he llamado padre en la tierra, pero de aquí en adelante puedo decir con absoluta confianza: "Padre nuestro, que estás en los cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza".

Al contemplar esta escena el obispo, admirado del extraordinario fervor del siervo de Dios, se levantó al instante y (piadoso y bueno como era) llorando lo acogió entre sus brazos y lo cubrió con el manto que él mismo vestía. Ordenó luego a los suyos que le proporcionaran alguna ropa para cubrir los miembros de aquel cuerpo. En seguida le presentaron un manto corto, pobre y vil, perteneciente a un labriego que estaba al servicio del obispo. Francisco lo aceptó muy agradecido, y con una tiza que encontró allí lo marcó con su propia mano en forma de cruz, haciendo del mismo el abrigo de un hombre crucificado y de un pobre semidesnudo. Así, quedó desnudo el siervo del Rey altísimo para poder seguir al Señor desnudo en la cruz, a quien tanto amaba. Del mismo modo se armó con la cruz, para confiar su alma al leño de la salvación y lograr salvarse del naufragio del mundo.

5. Desembarazado ya el despreciador del siglo de la atracción de los deseos mundanos, deja la ciudad y (libre y seguro) se retira a lo escondido de la soledad para escuchar solo y en silencio la voz misteriosa del cielo. Y mientras el varón de Dios Francisco atraviesa el bosque oscuro bendiciendo al Señor en francés con cánticos de júbilo, unos ladrones irrumpieron desde la espesura, arrojándose sobre él. Preguntáronle con ánimo feroz quién era, y Francisco, lleno de confianza, les respondió con palabras proféticas: "Yo soy el pregonero del gran Rey". Pero ellos, golpeándole, lo arrojaron a una fosa llena de nieve mientras le decían: "Quédate allí, rústico pregonero de Dios!". Al desaparecer los ladrones, salió de la hoya, y, lleno de un intenso gozo, se puso a cantar con voz más vibrante todavía, a través del bosque, las alabanzas al Creador de todos los seres.

6. Llegó después a un monasterio próximo, y pidió allí limosna como un mendigo, y fue recibido como un desconocido y despreciado. De aquí marchó a Gubbio, donde un antiguo amigo suyo le reconoció y recibió en su casa, y además le cubrió, como a pobrecillo de Cristo, con una corta y pobre túnica.

El amante de toda humildad se trasladó de Gubbio a los leprosos, y convivió con ellos, prestándoles con suma diligencia sus servicios por Dios. Les lavaba los pies, vendaba sus heridas, extraía el pus de las úlceras y limpiaba la materia hedionda, y hasta besaba con admirable devoción las llagas ulcerosas el que había de ser después el médico evangélico. Por lo cual consiguió del Señor el extraordinario poder de curar prodigiosamente las enfermedades espirituales y corporales.

Referiré tan sólo uno de los muchos hechos prodigiosos acaecidos cuando la fama del Santo se había ya divulgado. Una horrible enfermedad iba de tal modo devorando y corroyendo la boca y la mejilla de un hombre del condado de Espoleto, que no había medicina alguna para curarla. Ante esta situación apurada, se fue a visitar el sepulcro de los santos apóstoles para impetrar por sus méritos la gracia de la curación; y cuando regresaba de su peregrinación, he aquí que se encuentra con el siervo de Dios. El enfermo, movido por su devoción, quiso besarle los pies, pero el humilde varón no se lo consintió; más aún, él mismo le dio un ósculo en la boca al que quería besar las plantas de sus pies. Y al tiempo que Francisco, el siervo de los leprosos, en un rasgo maravilloso de piedad, tocaba con sus labios aquella horrible llaga, desapareció al punto la enfermedad y aquel hombre recobró la salud deseada. No sé qué se ha de admirar más en esto: si la profunda humildad en un beso tan cariñoso o la portentosa virtud en milagro tan estupendo.

7. Asentado ya Francisco en la humildad de Cristo, trae a la memoria la orden que se le dio desde la cruz de reparar la iglesia de San Damián; y, como verdadero obediente, vuelve a Asís, dispuesto a someterse a la voz divina, al menos mendigando lo necesario para dicha restauración. Así, depuesta toda vergüenza por amor al pobre crucificado, pedía limosna a aquellos entre los que antes vivía en la abundancia y arrimaba al peso de las piedras los hombros de su débil cuerpo, extenuado por los ayunos.

Una vez restaurada esta iglesia con la ayuda de Dios y la piadosa colaboración de los ciudadanos, con objeto de que no se entorpeciera el cuerpo por la pereza después de aquel trabajo, comenzó a reparar otra iglesia, dedicada a San Pedro, que se hallaba algo distante de la ciudad. La devoción especial que con fe pura y sincera profesaba al príncipe de los apóstoles le movió a emprender dicha obra.

8. Cuando hubo concluido esta reconstrucción, llegó a un lugar llamado Porciúncula, donde había una antigua iglesia construida en honor de la beatísima Virgen María, que entonces se hallaba abandonada, sin que nadie se hiciera cargo de la misma. Al verla el varón de Dios en semejante situación, movido por la ferviente devoción que sentía hacia la Señora del mundo, comenzó a morar de continuo en aquel lugar con intención de emprender su reparación. Al darse cuenta de que precisamente, de acuerdo con el nombre de la iglesia, que se llamaba Santa María de los Ángeles, eran frecuentes allí las visitas angélicas, fijó su morada en este lugar tanto por su devoción a los ángeles como, sobre todo, por su especial amor a la madre de Cristo. Amó el varón santo dicho lugar con preferencia a todos los demás del mundo, pues aquí comenzó humildemente, aquí progresó en la virtud, aquí terminó felizmente el curso de su vida; en fin, este lugar lo encomendó encarecidamente a sus hermanos a la hora de su muerte, como una mansión muy querida de la Virgen.

A propósito de lo dicho es digna de notarse una visión que tuvo un devoto hermano antes de su conversión. Veía una ingente multitud de hombres heridos por la ceguera que, con el rostro vuelto al cielo y las rodillas hincadas en el suelo, se hallaban en torno a esta iglesia. Todos ellos, con las manos en alto, clamaban entre lágrimas a Dios pidiendo misericordia y luz. De pronto descendió del cielo un extraordinario resplandor, que, envolviendo a todos en su claridad, otorgó a cada uno la vista y la salud deseada.

Este es el lugar en que San Francisco (siguiendo la inspiración divina) dio comienzo a la Orden de Hermanos Menores. Por designio de la divina Providencia, que guiaba en todo al siervo de Cristo antes de fundar la Orden y entregarse a la predicación del Evangelio, reconstruyó materialmente tres iglesias, procediendo de este modo no sólo para ascender, en orden progresivo, de las cosas sensibles a las inteligibles, y de las menores a las mayores, sino también para manifestar misteriosamente al exterior, mediante obras perceptibles, lo que había de realizar en el futuro. Pues al modo de las tres iglesias restauradas bajo la guía del santo varón, así sería renovada la Iglesia de triple manera, según la forma, regla y doctrina de Cristo dadas por el mismo Santo, y triunfarían las tres milicias de los llamados a la salvación tal como hoy día vemos que se ha cumplido.

III
FUNDACIÓN DE LA ORDEN Y APROBACIÓN DE LA REGLA

1. Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, madre de Dios, su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquélla que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada, al fin logró (por los méritos de la madre de misericordia) concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica.

En efecto, cuando en cierta ocasión asistía devotamente a una misa que se celebraba en memoria de los apóstoles, se leyó aquel evangelio en que Cristo, al enviar a sus discípulos a predicar, les traza la forma evangélica de vida que habían de observar, esto es, que no posean oro o plata, ni tengan dinero en los cintos, que no lleven alforja para el camino, ni usen dos túnica, ni calzado, ni se provean tampoco de bastón.

Tan pronto como oyó estas palabras y comprendió su alcance, el enamorado de la pobreza evangélica se esforzó por grabarlas en su memoria, y lleno de indecible alegría exclamó: "Esto es lo que quiero, esto lo que de todo corazón ansío". Y al momento se quita el calzado de sus pies, arroja el bastón, detesta la alforja y el dinero y, contento con una sola y corta túnica, se desprende la correa, y en su lugar se ciñe con una cuerda, poniendo toda su solicitud en llevar a cabo lo que había oído y en ajustarse completamente a la forma de vida apostólica.

2. Desde entonces, el varón de Dios, fiel a la inspiración divina, comenzó a plasmar en sí la perfección evangélica y a invitar a los demás a penitencia. Sus palabras no eran vacías ni objeto de risa, sino llenas de la fuerza del Espíritu Santo, calaban muy hondo en el corazón, de modo que los oyentes se sentían profundamente impresionados.

Al comienzo de todas sus predicaciones saludaba al pueblo, anunciándole la paz con estas palabras: "El Señor os dé la paz!". Tal saludo lo aprendió por revelación divina, como él mismo lo confesó más tarde. De ahí que, según la palabra profética y movido en su persona del el espíritu de los profetas, anunciaba la paz, predicaba la salvación y con saludables exhortaciones reconciliaba en una paz verdadera a quienes, siendo contrarios a Cristo, habían vivido antes lejos de la salvación.

3. Así, pues, tan pronto como llegó a oídos de muchos la noticia de la verdad, tanto de la sencilla doctrina como de la vida del varón de Dios, algunos hombres, impresionados con su ejemplo, comenzaron a animarse a hacer penitencia, y, abandonadas todas las cosas, se unieron a él, acomodándose a su vestido y vida.

El primero de entre ellos fue el venerable Bernardo, quien, hecho partícipe de la vocación divina, mereció ser el primogénito del santo Padre tanto por la prioridad del tiempo como por la prerrogativa de su santidad. En efecto, habiendo descubierto Bernardo la santidad del siervo de Dios, decidió, a la luz de su ejemplo, renunciar por completo al mundo, y acudió a consultar al Santo la manera de llevar a la práctica su intención. Al oírlo, el siervo de Dios se llenó de una gran consolación del Espíritu Santo por el alumbramiento de su primer vástago, y le dijo: "Es a Dios a quien en esto debemos pedir consejo".

Así que, una vez amanecido, se dirigieron juntos a la iglesia de San Nicolás, donde, tras una ferviente oración, Francisco, que rendía un culto especial a la Santa Trinidad, abrió por tres veces el libro de los Evangelios, pidiendo a Dios que, mediante un triple testimonio, confirmase el santo propósito de Bernardo.

En la primera apertura del libro apareció aquel texto: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres. En la segunda: No toméis nada para el camino. Finalmente, en la tercera se les presentaron estas palabras: El que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz y me siga. Tal es (dijo el Santo) nuestra vida y regla, y la de todos aquellos que quieran unirse a nuestra compañía. Por tanto, si quieres ser perfecto, vete y cumple lo que has oído.

4. No mucho después, se sintieron llamados por el mismo Espíritu otros cinco hombres, con los que llegó a seis el número de los hijos de Francisco; entre éstos ocupó el tercer lugar el santo padre Gil, varón lleno de Dios y digno de gloriosa memoria. De hecho destacó en el ejercicio de sublimes virtudes, tal como había predicho de él el siervo del Señor, y, aunque sencillo y sin letras, fue elevado a la cumbre de una alta contemplación. Entregado por largos y continuados espacios de tiempo a la sobreelevación, de tal modo era arrebatado hasta Dios con frecuentes éxtasis como yo mismo lo presencié y puedo dar fe de ello, que su vida entre los hombres parecía más angélica que humana.

5. Por este mismo tiempo, el Señor le mostró a un sacerdote de Asís llamado Silvestre, hombre de vida honesta, una visión que no debe silenciarse. Dicho sacerdote (llevado de criterios meramente humanos) sentía aversión por la forma de vida de Francisco y de sus hermanos, y para que no se dejara arrastrar por la temeridad en sus juicios fue benignamente visitado por la gracia de lo alto. Veía, en efecto, en sueños cómo rondaba por toda la ciudad un dragón descomunal, ante cuya extraordinaria magnitud parecía estar abocada al exterminio toda aquella región. A continuación vio salir de la boca de Francisco una cruz de oro: su extremidad tocaba los cielos, y sus brazos, extendidos a los lados, parecían llegar hasta los confines del mundo. A vista de esta cruz resplandeciente huía velozmente aquel espantoso y terrible dragón. Al mostrársele por tres veces esta visión, pensó que se trataba de un oráculo divino, y por ello lo refirió detalladamente al varón de Dios y a sus hermanos. Poco después abandonó el mundo, y tal fue su constancia en seguir de cerca las huellas de Cristo, que su vida en la Orden demostró ser auténtica la visión que había tenido en el siglo.

6. No se dejó llevar de vanagloria el varón de Dios al oír el relato de dicha visión, antes por el contrario, reconociendo la bondad de Dios en sus beneficios, se sintió más animado a rechazar la astucia del antiguo enemigo y a predicar la gloria de la cruz de Cristo.

Cierto día en que reflexionaba en un lugar solitario sobre los años de su vida pasada, deplorándolos con amargura, de pronto se sintió lleno de gozo del Espíritu Santo, y fue cerciorado entonces de que se le habían perdonado completamente todos sus pecados. Luego fue arrebatado en éxtasis, todo sumergido en una luz maravillosa, y, dilatada la pupila de su mente, vio con claridad el porvenir suyo y el de sus hijos. Vuelto seguidamente a sus hermanos, les dijo: Confortáos, carísimos, y alegraos en el Señor, no estéis tristes porque sois pocos, ni os amedrente mi simplicidad ni la vuestra, ya que (según me ha sido mostrado realmente por el Señor) Él nos hará crecer en una gran muchedumbre y con la gracia de su bendición nos expandirá de mil formas por el mundo entero".

7. En aquellos mismos días, con la entrada en la Religión de otro buen hombre, ascendió a siete miembros la bendita familia del varón de Dios. Entonces llamó junto a sí el piadoso Padre a todos sus hijos y, después de hablarles largo y tendido acerca del reino de Dios, del desprecio del mundo, de la abnegación de la propia voluntad y de la mortificación del cuerpo, les manifestó su proyecto de enviarlos a las cuatro partes del mundo. Ya la estéril y pobrecita simplicidad del santo Padre había engendrado siete hijos, y ansiaba dar a luz para Cristo el Señor al conjunto de todos los fieles, llamándolos a los gemidos de la penitencia. Id (les dijo el dulce Padre a sus hijos), anunciad la paz a los hombres y predicadles la penitencia para la remisión de los pecados. Sed sufridos en la tribulación, vigilantes en la oración, fuertes en los trabajos, modestos en las palabras, graves n vuestro comportamiento y agradecidos en los beneficios; y sabed que por todo esto os está reservado el reino eterno».

Ellos entonces, humildemente postrados en tierra ante el siervo de Dios, recibieron, con gozo del espíritu, el mandato de la santa obediencia. Entre tanto decía a cada uno en particular: Descarga en el Señor todos tus afanes, que El te sustentará. Francisco solía repetir estas palabras siempre que sometía a algún hermano a la obediencia. Pero, consciente de que había sido puesto para ejemplo de los demás, de suerte que enseñara antes con las obras que con las palabras, se encaminó con uno de sus compañeros hacia una parte del mundo, asignando en forma de cruces otras tres partes a los seis restantes hermanos.

En aquellos días se les agregaron otros cuatro hombres virtuosos, con los que se completó el número de doce. Bien pronto sintió el bondadoso Padre deseos vehementes de encontrarse con su querida prole, y, al no poder reunirla por sí mismo, pedía le concediera esta gracia Aquel que congrega a los dispersos de Israel. Y así sucedió al poco tiempo que (sin haber mediado ningún llamado humano), inesperadamente y con gran sorpresa se encontraran todos juntos, conforme al deseo de Francisco, haciéndose patente en ello la intervención de la divina demencia.

8. Viendo el siervo de Cristo que poco a poco iba creciendo el numero de los hermanos, escribió con palabras sencillas, para sí y para todos los suyos, una pequeña forma de vida, en la que puso como fundamento inquebrantable la observancia del santo evangelio, e insertó otras pocas cosas que parecían necesarias para un modo uniforme de vida. Deseando, empero, que su escrito obtuviera la aprobación del sumo pontífice, decidió presentarse con aquel grupo de hombres sencillos ante la Sede Apostólica, confiando únicamente en la protección divina. Y el Señor, que miraba desde lo alto el deseo de Francisco, confortó los ánimos de sus compañeros, atemorizados a vista de su simplicidad, mostrando al varón de Dios la siguiente visión.

Parecíale que andaba por cierto camino a cuya vera se erguía un árbol gigantesco y que se acercaba a él; estaba cobijado bajo el mismo árbol, admirando sus dimensiones, cuando de repente se sintió elevado por divina virtud a tanta altura, que tocaba la cima del árbol y muy fácilmente lograba doblegar su punta hasta el suelo. Al comprender el varón lleno de Dios que el presagio de aquella visión se refería a la condescendencia de la dignidad apostólica, quedó inundado de alegría espiritual, y, confortando en el Señor a sus hermanos, emprendió con ellos el viaje.

9. Una vez que hubo llegado a la curia romana y fue introducido a la presencia del sumo pontífice, le expuso su objetivo, pidiéndole humilde y encarecidamente le aprobara la sobredicha forma de vida. Al observar el vicario de Cristo, el señor Inocencio III (hombre distinguido por su sabiduría), la admirable pureza y simplicidad de alma del varón de Dios, el decidido propósito y encendido fervor de su santa voluntad, se sintió inclinado a acceder piadosamente a las súplicas de Francisco. Con todo, difirió dar cumplimiento a la petición del pobrecillo de Cristo, dado que a algunos de los cardenales les parecía una cosa nueva y tan ardua, que sobrepujaba las fuerzas humanas.

Pero había entre los cardenales un hombre venerable, el señor Juan de San Pablo, obispo de Sabina, amante de toda santidad y protector de los pobres de Cristo, el cual (inflamado en el fuego del Espíritu divino) dijo al sumo pontífice y a sus hermanos Si rechazamos la demanda de este pobre como cosa del todo nueva y en extremo ardua, siendo así que no pide sino la confirmación de la forma de vida evangélica, guardémonos de inferir con ello una injuria al mismo Evangelio de Cristo. Pues si alguno llegare a afirmar que dentro de la observancia de la perfección evangélica o en el deseo de la misma se contiene algo nuevo, irracional o imposible de cumplir, sería convicto de blasfemo contra Cristo, autor del evangelio".

Al oír tales consideraciones, volvióse al pobre de Cristo el sucesor del apóstol Pedro y le dijo: "Ruega, hijo, a Cristo que por tu medio nos manifieste su voluntad, a fin de que, conocida más claramente, podamos acceder con mayor seguridad a tus piadosos deseos". Entregóse de lleno a la oración el siervo de Dios omnipotente, y con sus devotas plegarias obtuvo para sí el conocimiento de las palabras que debía proferir, y para el papa, los sentimientos que debía abrigar en su interior.

En efecto, le narró (tal como se lo había inspirado el Señor) la parábola de un rey rico que se complació en casarse con una mujer hermosa pero pobre, y de los hijos tenidos, que se parecían al rey su padre, y a quienes, por tanto, debía alimentarles de su propia mesa. Interpretando esta parábola, añadió: "No hay por qué temer que perezcan de hambre los hijos y herederos del Rey eterno, los cuales (nacidos, por virtud del Espíritu Santo, de una madre pobre, a imagen de Cristo Rey) han de ser engendrados en una religión pobrecilla por el espíritu de la pobreza. Pues si el Rey de los cielos promete a sus seguidores el reino eterno, ¿con cuánta más razón les suministrará todo aquello que comúnmente concede a buenos y malos?".

Escuchó con gran atención el Vicario de Cristo esta parábola y su interpretación, quedando profundamente admirado; y reconoció que, sin duda alguna, Cristo había hablado por boca de aquel hombre. Además les manifestó una visión celestial que había tenido esos mismos días, asegurando (iluminado por el Espíritu Santo) habría de cumplirse en Francisco. En efecto, refirió haber visto en sueños cómo estaba a punto de derrumbarse la basílica lateranense y que un hombre pobrecito, de pequeña estatura y de aspecto despreciable, la sostenía arrimando sus hombros a fin de que no viniese a tierra. Y exclamó: "Este es, en verdad, el hombre que con sus obras y su doctrina sostendrá a la Iglesia de Cristo".

Por eso, lleno de singular devoción, accedió en todo a la petición del siervo de Cristo, y desde entonces le profesó siempre un afecto especial. De modo que le otorgó todo lo que le había pedido y le prometió que le concedería todavía mucho más. Aprobó la Regla, concedió al siervo de Dios y a todos los hermanos laicos que le acompañaban la facultad de predicar la penitencia y ordenó que se les hiciera tonsura para que libremente pudieran predicar la palabra de Dios.

IV
PROGRESO DE LA ORDEN, BAJO FRANCISCO

1. Así, pues, apoyado Francisco en la gracia divina y en la autoridad pontificia, emprendió con gran confianza el viaje de retorno hacia el valle de Espoleto, dispuesto ya a practicar y enseñar el Evangelio de Cristo. Durante el camino iba conversando con sus compañeros sobre el modo de observar fielmente la Regla recibida, sobre la manera de proceder ante Dios en toda santidad y justicia y cómo podrían ser de provecho para sí mismos y servir de ejemplo a los demás. Y, habiéndose prolongado mucho en estos coloquios, se les hizo una hora tardía. Fatigados y hambrientos después de la larga caminata, se detuvieron en un lugar solitario. No había allí modo de proveerse del alimento necesario.

Pero bien pronto vino en su socorro la divina Providencia, pues de improviso apareció un hombre con un pan en la mano y se lo entregó a los pobrecillos de Cristo, desapareciendo súbitamente sin que se supiera de dónde había venido ni a dónde se dirigía. Comprendieron con esto los pobres hermanos que se les hacía presente la ayuda del cielo en la compañía del varón de Dios, y se sintieron mas reconfortados con el don de la liberalidad divina que con los manjares que se habían servido. Además, repletos de consolación divina, decidieron firmemente (confirmando su determinación con un propósito irrevocable) no apartarse nunca, por más que les apremiara la escasez o la tribulación, de la santa pobreza que habían prometido.

2. Deseosos de cumplir tan santo propósito, volvieron de allí al valle de Espoleto, donde se pusieron a deliberar sobre la cuestión de si debían vivir en medio de la gente o más bien retirarse a lugares solitarios. Mas el siervo de Cristo Francisco, que no se fiaba de su propio criterio ni del de sus hermanos, acudió a la oración, pidiendo insistentemente al Señor se dignara manifestarle su beneplácito sobre el particular. Iluminado por el oráculo de la divina revelación, llegó a comprender que él había sido enviado por el Señor a fin de que ganase para Cristo las almas que el diablo se esforzaba en arrebatarle. Por eso prefirió vivir para bien de todos los demás antes que para sí solo, estimulado por el ejemplo de Aquel que se dignó morir él solo por todos.

3. En consecuencia, se recogió el varón de Dios con otros compañeros suyos en un tugurio abandonado cerca de la ciudad de Asís, donde, con harta fatiga y escasez, se mantenían al dictado de la santa pobreza, procurando alimentarse más con el pan de las lágrimas que con el de las delicias.

Se entregaban allí de continuo a las preces divinas, siendo su oración devota más bien mental que vocal, debido a que todavía no tenían libros litúrgicos para poder cantar las horas canónicas. Pero en su lugar repasaban día y noche con mirada continua el libro de la cruz de Cristo, instruidos con el ejemplo y la palabra de su Padre, que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo.

Suplicáronle los hermanos les enseñase a orar, y él les dijo: Cuando oréis decid. Padre nuestro; y también: "Te adoramos, Cristo, en todas las iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo".

Les enseñaba, además, a alabar a Dios en y por todas las criaturas, a honrar con especial reverencia a los sacerdotes, a creer firmemente y confesar con sencillez las verdades de la fe tal y como sostiene y enseña la santa Iglesia romana. Ellos guardaban en todo las instrucciones del santo Padre, y así, se postraban humildemente ante todas las iglesias y cruces que podían divisar de lejos, orando según la forma que se les había indicado.

4. Mientras moraban los hermanos en el referido lugar, un día de sábado se fue el santo varón a Asís para predicar (según su costumbre) el domingo por la mañana en la iglesia catedral. Pernoctaba, como otras veces (entregado a la oración), en un tugurio sito en el huerto de los canónigos. De pronto, a eso de media noche sucedió que, estando corporalmente ausente de sus hijos (algunos de los cuales descansaban y otros perseveraban en oración), penetró por la puerta de la casa un carro de fuego de admirable resplandor que dio tres vueltas a lo largo de la estancia; sobre el mismo carro se alzaba un globo luminoso, que, ostentando el aspecto del sol, iluminaba la oscuridad de la noche.

Quedaron atónitos los que estaban en vela, se despertaron llenos de terror los dormidos; y todos ellos percibieron la claridad, que no sólo alumbraba el cuerpo, sino también el corazón, pues, en virtud de aquella luz maravillosa, a cada cual se le hacía transparente la conciencia de los demás. Comprendieron todos a una (leyéndose mutuamente los corazones) que había sido el mismo santo Padre ausente en el cuerpo, pero presente en el espíritu y transfigurado en aquella imagen, el que les había sido mostrado por el Señor en el luminoso carro de fuego, irradiando fulgores celestiales e inflamado por virtud divina en un fuego ardiente, para que, como verdaderos israelitas, caminasen tras las huellas de aquel que, cual otro Elías, había sido constituido por Dios en carro y auriga de varones espirituales.

Se puede creer que el Señor, por las plegarias de Francisco, abrió los ojos de estos hombres sencillos para que pudieran contemplar las maravillas de Dios, del mismo modo que en otro tiempo abrió los ojos del criado de Eliseo para que viese el monte lleno de caballos y carros de fuego que estaban alrededor del profeta.

Vuelto el santo varón a sus hermanos, comenzó a escudriñar los secretos de sus conciencias, procuró confortarlos con aquella visión maravillosa y les anunció muchas cosas sobre el porvenir y progresos de la Orden. Y al descubrirles estos secretos que transcendían todo humano conocimiento, reconocieron los hermanos que realmente descansaba el Espíritu del Señor en su siervo Francisco con tal plenitud, que podían sentirse del todo seguros siguiendo su doctrina y ejemplos de vida.

5. Después de esto, Francisco, pastor de la pequeña grey, condujo (movido por la gracia divina) a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula, con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también con su auxilio un renovado incremento.

Convertido en este lugar en pregonero evangélico, recorría las ciudades y las aldeas anunciando el reino de Dios, no con palabras doctas de humana sabiduría, sino con la fuerza del Espíritu. A los que lo contemplaban, les parecía ver en él a un hombre de otro mundo, ya que (con la mente y el rostro siempre vueltos al cielo) se esforzaba por elevarlos a todos hacia arriba. Así, la viña de Cristo comenzó a germinar brotes de fragancia divina y a dar frutos ubérrimos tras haber producido flores de suavidad, de honor y de vida honesta.

6. En efecto, numerosas personas, inflamadas por el fuego de su predicación, se comprometían a las nuevas normas de penitencia, según la forma recibida del varón de Dios. Dicho modo de vida determinó el siervo de Cristo se llamara Orden de Hermanos de Penitencia. Pues así como consta que para los que tienden al cielo no hay otro camino ordinario que el de la penitencia, se comprende cuán meritorio sea ante Dios este estado que admite en su seno a clérigos y seglares, a vírgenes y casados de ambos sexos, como claramente puede deducirse de los muchos milagros obrados por algunos de sus miembros.

Convertíanse también doncellas a perpetuo celibato, entre las cuales destaca la virgen muy amada de Dios, Clara, la primera plantita de éstas, que cual flor blanca y primavera exhaló singular fragancia, y, como rutilante estrella, irradió claros fulgores. Clara, glorificada ya en los cielos, es dignamente venerada en la tierra por la Iglesia. Ella que fue hija en Cristo del pobrecillo padre San Francisco, es, a su vez, madre de las Señoras pobres.

7. Así mismo, otras muchas personas, no sólo compungidas por devoción, sino también inflamadas en el deseo de avanzar en la perfección de Cristo, renunciaban a todas las vanidades del mundo y se alistaban para seguir las huellas de Francisco; y en tal grado iban aumentando los hermanos con los nuevos candidatos que diariamente se presentaban, que bien pronto llegaron hasta los confines del orbe.

En efecto, la santa pobreza, que llevaban como su única provisión, los convertía en hombres dispuestos a toda obediencia, fuerte para el trabajo y expeditos para los viajes. Y como nada poseían sobre la tierra, nada amaban y nada temían perder en el mundo, se sentían seguros en todas partes, sin que les agobiase ninguna inquietud ni les distrajese preocupación alguna. Vivían como quienes no sufren en su espíritu turbación de ningún género, miraban sin angustias el día de mañana y esperaban tranquilos el albergue de la noche.

Es cierto que en diversas partes del mundo se les inferían atroces afrentas como a personas despreciables y desconocidas; pero el amor que profesaban al Evangelio de Cristo los hacía tan sufridos, que buscaban preferentemente los lugares donde pudiesen padecer persecución en su cuerpo más que aquellos otros donde (reconocida su santidad) recibieran gloria y honor de parte del mundo. Su misma extremada penuria de las cosas les parecía sobrada abundancia, pues (según el consejo del sabio) en lo poco se conformaban de igual modo que en lo mucho.

Como prueba de ello sirva el siguiente hecho. Habiendo llegado algunos hermanos a tierra de infieles, sucedió que un sarraceno (movido a compasión) les ofreció dinero para que pudieran proveerse del alimento necesario. Pero al ver que se negaban a recibirlo pese a su gran pobreza, quedó altamente admirado. Averiguando después que se habían hecho pobres voluntarios por amor a Cristo y que no querían poseer dinero, sintió por ellos un afecto tan entrañable, que se ofreció a suministrarles (en la medida de sus posibilidades) todo lo que les fuera necesario.

¡Oh inestimable preciosidad de la pobreza, por cuya maravillosa virtud la bárbara fiereza de un alma sarracena se convirtió en tamaña dulzura de conmiseración! Sería, por tanto, un horrendo y detestable crimen que un cristiano llegase a pisotear esta noble margarita, cuando hasta un sarraceno la exaltó con tan gran veneración.

8. En aquel tiempo se hallaba en un hospital próximo a Asís cierto religioso de la Orden de los crucíferos llamado Morico. Sufría una enfermedad tan grave y prolija, que los médicos pronosticaban muy inminente su desenlace final. Ante esta situación apurada, el enfermo acudió suplicante al varón de Dios: envió un emisario a Francisco para que le suplicara encarecidamente se dignase interceder por él ante el Señor. Accedió benignamente el santo Padre a tal petición y, después de haberse recogido en oración, tomó unas migas de pan, las mezcló con aceite extraído de la lámpara que ardía junto al altar de la Virgen y envió este mejunje al enfermo en propias manos de los hermanos, diciéndoles: Llevad a nuestro hermano Morico esta medicina, por cuyo medio la fuerza de Cristo no sólo le devolverá por completo la salud, sino que, convirtiéndolo en robusto guerrero, le hará incorporarse para siempre en las filas de nuestra milicia.

Tan pronto como el enfermo gustó aquel antídoto, confeccionado por inspiración del Espíritu Santo, se levantó del todo sano y con tal vigor de alma y cuerpo, que, ingresando poco después en la Religión del santo varón, tuvo fuerzas para llevar en ella una vida muy austera. En efecto, cubría su cuerpo con una sola y corta túnica, debajo de la cual llevó por largo tiempo un cilicio adosado a la carne; en la comida se contentaba exclusivamente con alimentos crudos, es decir, con hierbas, legumbres y frutas; no probó durante muchos lustros ni pan ni vino; y, no obstante, se conservó siempre sano y robusto.

9. Crecían también en méritos de una vida santa los pequeñuelos de Cristo, y el olor de su buena fama (difundida por el mundo entero) atraía a multitud de personas que venían de diversas partes con ilusión de ver personalmente al santo Padre.

Entre éstos cabe destacar a un célebre compositor de canciones profanas que en atención a sus méritos había sido coronado por el emperador, y era llamado desde entonces "el rey de los versos". Se decidió, pues, a presentarse al siervo de Dios, al despreciador de los devaneos mundanales; y lo encontró mientras se hallaba predicando en un monasterio situado junto al castro de San Severino. De pronto se hizo sentir sobre él la mano de Dios. En efecto, vio a Francisco predicador de la cruz de Cristo, marcado, a modo de cruz, por dos espadas transversales muy resplandecientes; una de ellas se extendía desde la cabeza hasta los pies, la otra se alargaba desde una mano a otra, atravesando el pecho. No conocía personalmente al siervo de Cristo, pero, cuando se le mostró de aquel modo maravilloso, lo reconoció al instante.

Estupefacto ante tal visión, se propuso emprender una vida mejor. Finalmente, compungido por la fuerza de la palabra de Francisco (como si le hubiera atravesado la espada del espíritu que procedía de su boca), renunció por completo a las pompas del siglo y se unió al bienaventurado Padre, profesando en su Orden. Y viéndolo el Santo perfectamente convertido de la vida agitada del mundo a la paz de Cristo, lo llamó hermano Pacífico. Avanzando después en toda santidad y antes de ser nombrado ministro en Francia (él fue el primero que ejerció allí este cargo), mereció ver de nuevo en la frente de Francisco una gran tau, que, adornada con variedad de colores, embellecía su rostro con admirable encanto.

Se ha de notar que el Santo veneraba con gran afecto dicho signo: lo encomiaba frecuentemente en sus palabras y lo trazaba con su propia mano al pie de las breves cartas que escribía, como si todo su cuidado se cifrara en grabar el signo tau (según el dicho profético) sobre las frentes de los hombres que gimen y se duelen, convertidos de veras a Cristo Jesús.

10. Con el correr del tiempo fue aumentando el número de los hermanos, y el solícito pastor comenzó a convocarlos a capítulo general en Santa María de los Ángeles con el fin de asignar a cada uno (según la medida de la distribución divina) la porción que la obediencia le señalara en el campo de la pobreza. Y si bien había allí escasez de todo lo necesario y a pesar de que alguna vez se juntaron más de cinco mil hermanos, con el auxilio de la divina gracia no les faltó el suficiente alimento, les acompañó la salud corporal y rebosaban de alegría espiritual.

En lo que se refiere a los capítulos provinciales, como quiera que Francisco no podía asistir personalmente a ellos, procuraba estar presente en espíritu mediante el solícito cuidado y atención que prestaba al régimen de la Orden, con la insistencia de sus oraciones y la eficacia de su bendición, aunque alguna vez (por maravillosa intervención del poder de Dios) apareció en forma visible.

Así sucedió, en efecto, cuando en cierta ocasión el insigne predicador y hoy preclaro confesor de Cristo Antonio predicaba a los hermanos en el capítulo de Arlés acerca del título de la cruz: Jesús Nazareno, Rey de los Judíos: un hermano de probada virtud llamado Monaldo miró (por inspiración divina) hacia la puerta de la sala del capítulo, y vio con sus ojos corporales al bienaventurado Francisco, que, elevado en el aire y con las manos extendidas en forma de cruz, bendecía a sus hermanos. Al mismo tiempo se sintieron todos inundados de un consuelo espiritual tan intenso e insólito, que por iluminación del Espíritu Santo tuvieron en su interior la certeza de que se trataba de una verdadera presencia del santo Padre. Más tarde se comprobó la verdad del hecho no sólo por los signos evidentes, sino también por el testimonio explícito del mismo Santo.

Se puede creer, sin duda, que la omnipotencia divina que concedió en otro tiempo al santo obispo Ambrosio la gracia de asistir al entierro del glorioso Martín para que con su piadoso servicio venerase al santo pontífice concediera también a su siervo Francisco poder estar presente a la predicación de su veraz pregonero Antonio para aprobar la verdad de sus palabras, sobre todo en lo referente a la cruz de Cristo, cuyo portavoz y servidor era.

11. Estando ya muy extendida la orden, quiso Francisco que el papa Honorio le confirmara para siempre la forma de vida que había sido ya aprobada por su antecesor el señor Inocencio. Se animó a llevar adelante dicho proyecto, gracias a la siguiente inspiración que recibiera del Señor.

Parecíale que recogía del suelo unas finísimas migajas de pan que debía repartir entre una multitud de hermanos suyos famélicos que le rodeaban. Temeroso de que al distribuir tan tenues migajas se le deslizaran por las manos, oyó una voz del cielo que le dijo: "Francisco, con todas las migajas haz una hostia y dad de comer a los que quieran". Hízolo así, y sucedió que cuantos no recibían devotamente aquel don o que lo menospreciaban después de haberlo tomado, aparecían todos al instante visiblemente cubiertos de lepra.

A la mañana siguiente, el Santo dio cuenta de todo ello a sus compañeros, doliéndose de no poder comprender el misterio encerrado en aquella visión. Pero, perseverando en vigilante y devota oración, sintió al otro día esta voz venida del cielo: "Francisco, las migajas de la pasada noche son las palabras del evangelio; la hostia representa a la Regla; la lepra, a la iniquidad".

Ahora bien, queriendo Francisco (según se le había mostrado en la visión) redactar la Regla que iba a someter a la aprobación definitiva en forma más compendiosa que la vigente, que era bastante profusa a causa de numerosas citas del Evangelio, subió (guiado por el Espíritu Santo) a un monte con dos de sus compañeros, y allí, entregado al ayuno, contentándose tan sólo con pan y agua, hizo escribir la Regla tal como el Espíritu divino se lo sugería en la oración.

Cuando bajó del monte, entregó dicha Regla a su vicario para que la guardase; y al decirle éste, después de pocos días, que se había perdido por descuido la Regla, el Santo volvió nuevamente al mencionado lugar solitario y la recompuso en seguida de forma tan idéntica a la primera como si el Señor le hubiera ido sugiriendo cada una de sus palabras. Después (de acuerdo con sus deseos) obtuvo que la confirmara el susodicho señor papa Honorio en el octavo año de su pontificado.

Cuando exhortaba fervorosamente a sus hermanos a la fiel observancia de la Regla, les decía que en su contenido nada había puesto de su propia cosecha, antes, por el contrario, la había hecho escribir toda ella según se lo había revelado el mismo Señor. Y para que quedara una constancia más patente de ello con el mismo testimonio divino, he aquí que, pasados unos pocos días, le fueron impresas, por el dedo de Dios vivo, las llagas del Señor Jesús, como si fueran una bula del sumo pontífice Cristo para plena confirmación de la Regla y recomendación de su autor, según se dirá en su debido lugar después de narrar las virtudes del Santo.

V
AUSTERIDAD DE FRANCISCO, Y SU CONSUELO EN LAS CRIATURAS

1. Viendo el varón de Dios Francisco que eran muchos los que, a la luz de su ejemplo, se animaban a llevar con ardiente entusiasmo la cruz de Cristo, enardecíase también él mismo (como buen caudillo del ejército de Cristo) por alcanzar la palma de la victoria mediante el ejercicio de las más excelsas y heroicas virtudes.

Por eso tenía ante sus ojos las palabras del Apóstol: Los que son de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias. y con objeto de llevar en su cuerpo la armadura de la cruz, era tan rigurosa la disciplina con que reprimía los apetitos sensuales, que apenas tomaba lo estrictamente necesario para el sustento de la naturaleza, pues decía que es difícil satisfacer las necesidades corporales sin condescender con las inclinaciones de los sentidos. De ahí que, cuando estaba bien de salud, rara vez tomaba alimentos cocidos, y, Si los admitía, los mezclaba con ceniza o (como sucedía muchas veces) los hacía insípidos añadiéndoles agua.

Y ¿qué decir del uso del vino, si apenas bebía agua en suficiente cantidad cuando estaba abrasado de sed? Inventaba nuevos modos de abstinencia más rigurosa y cada día adelantaba en su ejercicio. Y, aunque hubiese alcanzado ya el ápice de la perfección, descubría siempre (como un perpetuo principiante) nuevas formas para castigar y mortificar la liviandad de la carne.

Mas cuando salía afuera, por conformarse a la palabra del Evangelio, se acomodaba en la calidad de los manjares a la gente que le hospedaba; pero tan pronto como volvía a su retiro, reanudaba estrictamente su sobria abstinencia. De este modo, siendo austero consigo mismo, humano para con los demás y fiel en todo al Evangelio de Cristo, no sólo con la abstinencia, sino también con el comer, daba a todos ejemplos de edificación.

La desnuda tierra servía ordinariamente de lecho a su cuerpecillo fatigado; la mayoría de las veces dormía sentado, apoyando la cabeza en un madero o en una piedra, cubierto con una corta y pobre túnica; y así servía al Señor en desnudez y en frío.

2. Preguntáronle en cierta ocasión cómo podía defenderse con vestido tan ligero de la aspereza del frío invernal, y respondió lleno de fervor de espíritu: "Nos sería fácil soportar exteriormente este frío si en el interior estuviéramos inflamados por el deseo de la patria celestial".

Aborrecía la molicie en el vestido, amaba su aspereza, asegurando que precisamente por esto fue alabado Juan Bautista de labios del mismo Señor. Si alguna vez notaba cierta suavidad en la túnica que se le había dado, le cosía por dentro pequeñas cuerdas, pues decía que (según la palabra del que es la verdad) no se ha de buscar la suavidad de los vestidos en las chozas de los pobres, sino en los palacios de los príncipes. Ciertamente, había aprendido por experiencia que los demonios sienten terror a la aspereza, y qué, en cambio, se animan a tentar con mayor ímpetu cuantos viven en la molicie y entre delicias.

Así sucedió, en efecto, cierta noche en que, a causa de un fuerte dolor de cabeza y de ojos, le pusieron de cabecera (fuera de costumbre) una almohada de plumas. De pronto se introdujo en ella el demonio, quien de mil maneras le inquietó hasta el amanecer, estorbándole en el ejercicio de la santa oración, hasta que, llamando a su compañero, mandó que se llevara muy lejos de la celda aquella almohada. Juntamente con el demonio. Pero, al salir de la celda el hermano con dicha almohada, perdió las fuerzas y se vio privado del movimiento de todos sus miembros, hasta tanto que a la voz del santo Padre, que conoció en espíritu cuanto le sucedía, recobró por completo el primitivo vigor de alma y cuerpo.

3. Riguroso en la disciplina, estaba en continua vigilancia sobre sí mismo, prestando gran atención a conservar incólume la pureza del hombre interior y exterior. De ahí que en los comienzos de su conversión se sumergía con frecuencia durante el tiempo de invierno en una fosa llena de hielo, con el fin de someter perfectamente a su imperio al enemigo que llevaba dentro y preservar intacta del incendio de la voluptuosidad la cándida vestidura de la pureza. Aseguraba que al hombre espiritual debe hacérsele incomparablemente más llevadero sufrir un intenso frío en el cuerpo que sentir en el alma el más leve ardor de la sensualidad de la carne.

4. Cuando una noche estaba entregado el Santo a la oración en una celdita del eremitorio de Sarteano, le llamó su antiguo enemigo por tres veces, diciendo: "¡Francisco, Francisco, Francisco!". Preguntóle el Santo qué quería, y prosiguió el demonio muy astutamente: No hay pecador en el mundo que, si se arrepiente, no reciba de Dios el perdón. Pero todo el que se mata a sí mismo con una cruel penitencia, jamás hallará misericordia.

Al punto, el varón de Dios, iluminado de lo alto, conoció el engaño del demonio, que pretendía sumirle en la flojedad y tibieza. Así lo puso de manifiesto el siguiente suceso. En efecto, poco después de esto, por instigación de aquel cuyo aliento hace arder a los carbones, fue acometido por una violenta tentación carnal. Pero apenas sintió sus primeros atisbos este amante de la castidad, se despojó del hábito y comenzó a flagelarse muy fuertemente con la cuerda, diciendo: "¡Ea, hermano asno, así te conviene permanecer, así debes aguantar los azotes! El hábito está destinado al servicio de la Religión y es divisa de la santidad. No le es lícito a un hombre lujurioso apropiarse de él. Pues, si quieres ir por otro camino, ¡vete!".

Además, movido por un admirable fervor de espíritu, abrió la puerta de la celda, salió afuera al huerto y, desnudo como estaba, se sumergió en un montón de nieve. Comenzó después a formar con sus manos llenas siete bolas o figuras de nieve. Y, presentándoselas a sí mismo, hablaba de este modo a sus sentimientos naturales: "Mira, esta figura mayor es tu mujer; estas otras cuatro son tus dos hijos y tus dos hijas; las dos restantes, el criado y la criada que conviene tengas para tu servicio. Ahora, pues, date prisa en vestirlos, que se están muriendo de frío. Pero, si te resulta gravosa la múltiple preocupación por los mismos, entrégate con toda solicitud a servir sólo a Dios". Al instante desapareció vencido el tentador y el santo varón regresó victorioso a la celda; pues si externamente padeció un frío tan atroz, en su interior se apagó de tal suerte el ardor libidinoso, que en adelante no llegó a sentir nada semejante.

Un hermano, que entonces estaba haciendo oración, fue testigo ocular de todo lo sucedido gracias al resplandor de la luna, en fase creciente. Enterado de ello el varón de Dios, le reveló todo el proceso de la tentación, ordenándole al mismo tiempo que mientras él viviera no revelase a nadie lo que había visto aquella noche.

5. Enseñaba que no sólo se deben mortificar los vicios de la carne y frenar sus incentivos, sino que también deben guardarse con suma vigilancia los sentidos exteriores, por los que entra la muerte en el alma. Recomendaba evitar con gran cautela las familiaridades, conversaciones y miradas de las mujeres, que para muchos son ocasión de ruina, asegurando que a consecuencia de ello suelen claudicar los espíritus débiles y quedan con frecuencia debilitados los fuertes. Y añadía que el que trata con ellas (a excepción de algún hombre de muy probada virtud), difícilmente evitara su seducción, pues (según la Escritura) es como caminar sobre brasas y no quemarse la planta de los pies.

Por eso, él mismo de tal suerte apartaba sus ojos para no ver la vanidad, que manifestó en cierta ocasión a un compañero suyo que no reconocería casi a ninguna mujer por las facciones de su rostro. Creía, en efecto, peligroso grabar en la mente la imagen de sus formas, que fácilmente pueden reavivar la llama libidinosa de la carne ya domada o también mancillar el brillo de un corazón puro.

Afirmaba, de igual modo, .ser una frivolidad conversar con las mujeres, excepto el caso de la confesión o de una brevísima instrucción referente a la salvación y a una vida honesta. "¿Qué asuntos (decía) tendrá que tratar un religioso con una mujer, si no es el caso de que ésta le pida la santa penitencia o un consejo de vida más perfecta? A causa de una excesiva confianza, uno se precave menos del enemigo; y, si éste consigue apoderarse de un solo cabello del hombre, pronto lo convierte en una viga".

6. Enseñaba, asimismo, la necesidad de evitar a toda costa la ociosidad, sentina de todos los malos pensamientos; y demostraba con su ejemplo cómo debe domarse la carne rebelde y perezosa mediante una continua disciplina y una actividad provechosa. De ahí que llamaba a su cuerpo con el nombre de hermano asno, al que es preciso someterle a cargas pesadas, castigarlo con frecuentes azotes y alimentarlo con vil pienso.

Si veía a alguno entregado a la ociosidad y vagabundeo, pretendiendo comer a costa del trabajo de los demás, pensaba que se le debía llamar hermano mosca, pues ese tal, que no hace nada bueno y estropea las obras buenas de los demás, se convierte para todos en una persona vil y detestable. Por eso dijo en alguna ocasión: Quiero que mis hermanos trabajen y se ejerciten en alguna ocupación, no sea que, entregados a la ociosidad, sean arrastrados a deseos o conversaciones malas.

Quería que sus hermanos observaran el silencio evangélico, es decir, que se abstuvieran siempre solícitamente de toda palabra ociosa, teniendo conciencia de que de ello se ha de rendir cuenta en el día del juicio. Y si encontraba a algún hermano habituado a palabras inútiles, lo reprendía con acritud. Afirmaba que la modesta taciturnidad guarda puro el corazón y es una virtud de no pequeña valía, puesto que (como está escrito) la vida y la muerte están en poder de la lengua, no tanto por razón del gusto como por ser el órgano de la palabra.

7. Y aunque el Santo animaba con todo su empeño a los hermanos a llevar una vida austera, sin embargo, no era partidario de una severidad intransigente, que no se reviste de entrañas de misericordia ni está sazonada con la sal de la discreción. Prueba de ello es el siguiente hecho:

Cierta noche, un hermano (entregado en demasía al ayuno) se sintió atormentado con un hambre tan terrible, que no podía hallar reposo alguno. Dándose cuenta el piadoso pastor del peligro que acechaba a su ovejuela, llamó al hermano, le puso delante unos manjares y (para evitarle toda posible vergüenza) comenzó él mismo a comer primero, invitándole dulcemente a hacer otro tanto. Depuso el hermano la vergüenza y tomó el alimento necesario, sintiéndose muy confortado, porque, gracias a la circunspecta condescendencia del pastor, había no sólo superado el desvanecimiento corporal, sino también recibido no pequeño ejemplo de edificación.

A la mañana siguiente, el varón de Dios convocó a sus hermanos y les refirió lo sucedido a la noche, añadiéndoles esta prudente amonestación: "Hermanos, que os sirva de ejemplo en este caso no tanto el alimento como la caridad". Les enseñó además a guardar la discreción, como reguladora que es de las virtudes; pero no la discreción que sugiere la carne, sino la que enseñó Cristo, cuya vida sacratísima consta que es un preclaro ejemplo de perfección.

8. Pero como quiera que al hombre, rodeado de la debilidad de la carne, no le es posible seguir perfectamente al Cordero sin mancilla muerto en la cruz sin que al mismo tiempo contraiga alguna mancha, aseguraba como verdad indiscutible que cuantos se afanan por la vida de perfección deben todos los días purificarse en el baño de las lágrimas. El mismo Francisco (aunque había ya conseguido una admirable pureza de alma y cuerpo), con todo, no cesaba de lavar constantemente con copiosas lágrimas los ojos interiores, no importándole mucho el menoscabo que a consecuencia de ello pudieran sufrir sus ojos corporales.

Y como hubiese contraído, por el continuo llanto, una gravísima enfermedad de la vista, le advirtió el médico que se abstuviera de llorar, si no quería quedar completamente ciego; mas el Santo le replicó: "Hermano médico, por mucho que amemos la vista, que nos es común con las moscas, no se ha de desechar en lo más mínimo la visita de la luz eterna, porque el espíritu no ha recibido el beneficio de la luz por razón de la carne, sino la carne por causa del espíritu". Prefería, en efecto, perder la luz de la vista corporal antes que reprimir la devoción del espíritu y dejar de derramar lágrimas, con las que se limpia el ojo interior para poder ver a Dios.

9. Ante el consejo de los médicos y las reiteradas instancias de los hermanos, que le persuadían a someterse al cauterio, se doblegó humildemente el varón de Dios, porque pensaba que dicha operación no sólo sería saludable para el cuerpo, sino desagradable para la naturaleza.

Así, pues, llamaron al cirujano, el cual, tan pronto como vino, puso al fuego el instrumento de hierro para realizar el cauterio. Mas el siervo de Cristo, tratando de confortar su cuerpo, estremecido de horror, comenzó a hablar así con el fuego, como si fuera un amigo suyo: "Mi querido hermano fuego, el Altísimo te ha creado poderoso, bello y útil, comunicándote una deslumbrante presencia que querrían para sí todas las otras criaturas. ¡Muéstrate propicio y cortés conmigo en esta hora! Pido al gran Señor que te creó tempere en mí tu calor, para que, quemándome suavemente, te pueda soportar".

Terminada esta oración, hizo la señal de la cruz sobre el instrumento de hierro incandescente, y desde entonces se mantuvo valiente. Penetró a todo crujir el hierro en aquella carne delicada, extendiéndose el cauterio desde el oído hasta las cejas. El mismo Santo expresó del siguiente modo el dolor que le había producido el fuego: Alabad al Altísimo (dijo a sus hermanos), pues, a decir verdad, no he sentido el ardor del fuego ni he sufrido dolor alguno en el cuerpo. Y dirigiéndose al médico añadió: "Si no está bien quemada la carne, repite de nuevo la operación". Al observar el médico la presencia, en aquel cuerpo endeble, de una fuerza tan poderosa del espíritu, quedó profundamente maravillado, y no pudo menos de manifestar que se trataba de un verdadero milagro de Dios, diciendo: Os aseguro, hermanos, que hoy he visto maravillas.

Y como había llegado a tan alto grado de pureza que, en admirable armonía, la carne se rendía al espíritu, y éste, a su vez, a Dios, sucedió por designio divino que la criatura que sirve a su Hacedor se sometiera de modo tan maravilloso a la voluntad e imperio del Santo.

10. En otra ocasión, el siervo de Dios se hallaba muy grave mente enfermo en el eremitorio de San Urbano, y, sintiendo el desfallecimiento de la naturaleza, pidió un vaso de vino. Al responderle que les era imposible acceder a su deseo, puesto que no había allí ni una gota de vino, ordenó que se le trajera agua. Una vez presentada, la bendijo haciendo sobre ella la señal de la cruz. De pronto, lo que había sido pura agua, se convirtió en óptimo vino, y lo que no pudo ofrecer la pobreza de aquel lugar desértico, lo obtuvo la pureza del santo varón. Apenas gustó el vino, se recuperó con tan gran presteza, que la novedad del sabor y la salud restablecida (fruto de una acción renovadora sobrenatural en el agua y en el que la gustó) confirmaron con doble testimonio cuán perfectamente estaba el Santo despojado del hombre viejo y revestido del nuevo.

11. Pero no sólo se sometían las criaturas a la voluntad del siervo de Dios, sino que la misma providencia del Creador condescendía con sus deseos doquiera que se encontrara.

Cierta vez, por ejemplo, en que estaba abrumado su cuerpo por la presencia de tantas enfermedades, sintió vivos deseos de oír los acordes de algún instrumento músico para alegrar su espíritu; y, pensando que no sería correcto ni conveniente interviniera en ello alguna persona humana, he aquí que acudieron los ángeles a brindarle este obsequio y satisfacer su ilusión. En efecto, mientras estaba velando cierta noche, puesto el pensamiento en el Señor, de repente oyó el sonido de una cítara de admirable armonía y melodía suavísima. No se veía a nadie, pero las variadas tonalidades que percibía su oído insinuaban la presencia de un citarista que iba y venía de un lado a otro. Fijo su espíritu en Dios, fue tan grande la suavidad que sintió a través de aquella dulce y armoniosa melodía, que se imaginó haber sido transportado al otro mundo.

No permaneció esto oculto a los más íntimos de sus compañeros, quienes frecuentemente observaban, mediante indicios ciertos, que Francisco era visitado por Dios con extraordinarias y frecuentes consolaciones en tal grado, que no las podía ocultar del todo.

12. Sucedió también en otra ocasión que, viajando el varón de Dios con un compañero suyo, con motivo de predicación, entre Lombardía y la Marca Trevisana, junto al río Po, les sorprendió la espesa oscuridad de la noche. El camino que debían recorrer era sumamente peligroso a causa de las tinieblas, el río y los pantanos. Viéndose en tal situación apurada, dijo el compañero al Santo: Haz oración, Padre, para que nos libremos de los peligros que nos acechan. Respondióle el varón de Dios lleno de una gran confianza: Poderoso es Dios, si place a su bondad, para disipar las sombrías tinieblas y derramar sobre nosotros el don de la luz.

Apenas había terminado de decir estas palabras, cuando de pronto (por intervención divina) comenzó a brillar en torno suyo una luz tan esplendente, que, siendo oscura la misma noche en otras partes, al resplandor de aquella claridad distinguían no sólo el camino sino también otras muchas cosas que estaban a su alrededor. Guiados materialmente y reconfortados en el espíritu por esta luz, después de haber recorrido gran trecho del camino entre cantos y alabanzas divinas, llegaron por fin sanos y salvos al lugar de su hospedaje.

Pondera, pues, qué niveles tan maravillosos de pureza y de virtud alcanzó este hombre, a cuyo imperio modera su ardor el fuego, el agua cambia de sabor, las melodías angélicas le proporcionan consuelo y la luz divina le sirve de guía en el camino. Todo ello parece indicar que la máquina entera del mundo estaba puesta al servicio de los sentidos santificados de este varón santo.

VI
OBEDIENCIA DE FRANCISCO, Y CONDESCENDENCIA DE DIOS

1. La humildad, guarda y decoro de todas las virtudes, llenó copiosamente el alma del varón de Dios. En su opinión, se reputaba un pecador, cuando en realidad era espejo y preclaro ejemplo de toda santidad. Sobre esta base trató de levantar el edificio de su propia perfección, poniendo (cual sabio arquitecto) el mismo fundamento que había aprendido de Cristo. Solía decir que el hecho de descender el Hijo de Dios desde la altura del seno del Padre hasta la bajeza de la condición humana tenía la finalidad de enseñarnos como Señor y Maestro, mediante su ejemplo y doctrina la virtud de la humildad.

Por eso, como fiel discípulo de Cristo, procuraba envilecerse ante sus ojos y en presencia de los demás, recordando el dicho del soberano Maestro: Lo que los hombres tienen por sublime, es abominación ante Dios. Solía decir también estas palabras: Lo que es el hombre delante de Dios, eso es, y no más. De ahí que juzgara ser una necedad envanecerse con la aprobación del mundo, y, en consecuencia, se alegraba en los oprobios y se entristecía en las alabanzas. Prefería oír de sí más bien vituperios que elogios, consciente de que aquéllos le impulsaban a enmendarse, mientras que éstos podían serle causa de ruina.

Y así, muchas veces, cuando la gente enaltecía los méritos de su santidad, ordenaba a algún hermano que repitiese insistentemente a sus oídos palabras de vilipendio en contra de las voces de alabanza. Y cuando el hermano (si bien muy a pesar suyo) le llamaba rústico, mercenario, inculto e inútil, lleno de íntima alegría, que se reflejaba en su rostro, le respondía: "Que el Señor te bendiga, hijo carísimo, porque lo que dices es la pura verdad, y tales son las palabras que debe oír el hijo de Pedro Bernardone".

2. Y, con objeto de hacerse despreciable a los ojos de los demás, no se avergonzaba de manifestar ante todo el pueblo sus propios defectos en la predicación.

Sucedió una vez que, abrumado por la enfermedad, tuvo que mitigar algo el rigor de la abstinencia con el fin de recobrar la salud. Mas, apenas recobró un tanto las fuerzas corporales, el verdadero despreciador de sí mismo, llevado por el deseo de humillar su persona, se dijo: "No está bien que el pueblo me tenga por penitente, cuando yo me refocilo ocultamente a base de carne". Levantóse, pues, al instante, inflamado en el espíritu de la santa humildad, y convocado el pueblo en la plaza de la ciudad en la iglesia catedral acompañado de muchos hermanos que había llevado consigo. Iba con una soga atada al cuello y sin más vestido que los calzones. En esa forma se hizo conducir, a la vista de todos, a la piedra donde se solía colocar a los malhechores para ser castigados. Subido a ella, no obstante ser víctima de fiebres cuartanas y de una gran debilidad corporal y bajo la acción de un frío intenso, predicó con gran vigor de animo, diciendo a los oyentes que no debían venerarle como a un hombre espiritual, antes, por el contrario, todos deberían despreciarlo como a carnal y glotón.

Ante semejante espectáculo quedaron atónitos los congregados en la iglesia, y como tenían bien comprobada la austeridad de su vida, devotos y compungidos, proclamaban que tal humildad era digna, más bien, de ser admirada que imitada. Y aunque este hecho, más que ejemplo, parece un portento parecido al que narra el vaticinio profético, queda ahí como verdadero documento de perfecta humildad, por el que todo seguidor de Cristo es instruido en la forma de despreciar los honores y alabanzas efímeras, a reprimir la altanería y jactancia, a desechar la mentira de una falsa hipocresía.

3. Solía realizar otras muchas acciones parecidas a ésta con objeto de aparecer al exterior como un vaso de perdición; si bien en su interior poseía el espíritu de una alta santidad. Procuraba esconder en lo más recóndito de su pecho los bienes recibidos del Señor, no queriendo exponerlos a una gloria que pudiera serle ocasión de ruina. De hecho, cuando con frecuencia era ensalzado por muchos como santo, solía expresarse así: No me alabéis como si estuviera ya seguro, que todavía puedo tener hijos e hijas. Nadie debe ser alabado mientras es incierto su desenlace final.

De este modo respondía a los que lo elogiaban; hablando, empero, consigo mismo, se decía: Francisco, si el Altísimo le hubiera concedido al ladrón más perdido los beneficios que te ha hecho a ti, sin duda que sería mucho más agradecido que tú. Repetía frecuentemente a sus hermanos la siguiente consideración: Nadie debe complacerse con los falsos aplausos que le tributan por cosas que puede realizar también un pecador. Éste (decía) puede ayunar, hacer oración, llorar sus pecados y macerar la propia carne. Una sola cosa está fuera de su alcance: permanecer fiel a su Señor. Por tanto, hemos de cifrar nuestra gloria en devolver al Señor su honor y en atribuirle a El (sirviéndole con fidelidad) los dones que nos regala".

4. Con el fin de aprovechar de mil variadas formas y hacer meritorios todos los momentos de la vida presente, este mercader evangélico prefirió ser súbdito que presidir, obedecer antes que mandar. Por eso, al renunciar al oficio de ministro general, pidió se le concediera Un guardián, a cuya voluntad estuviera sujeto en todo. Aseguraba ser tan copiosos los frutos de la santa obediencia, que cuantos someten el cuello a su yugo están en continuo aprovechamiento. De ahí que acostumbraba prometer siempre obediencia al hermano que solía acompañarle y la observaba fielmente.

A este respecto dijo en cierta ocasión a sus compañeros: Entre las gracias que el bondadoso Señor se ha dignado concederme, una es la de estar dispuesto a obedecer con la misma diligencia al novicio de una hora (si me fuere dado como guardián) que al hermano más antiguo y discreto. El súbdito (añadía) no debe mirar en su prelado tanto al hombre como a Aquel por cuyo amor se ha entregado a la obediencia. Cuanto más despreciable es la persona que preside, tanto más agradable a Dios es la humildad del que obedece.

Preguntáronle en cierta ocasión quién debía ser tenido, a su juicio, por verdadero obediente, y él por toda respuesta les propuso como ejemplo la imagen del cadáver: "Tomad (les dijo) un cadáver y colocadlo donde os plazca. Veréis que no se opone si se le mueve, ni murmura por el sitio que se le asigna, ni reclama si es que se le retira. Si lo colocáis sobre una cátedra, no mirará arriba, sino abajo; si lo vestís de púrpura, doblemente se acentuará su palidez. Así es (añadió) el verdadero obediente: no juzga por qué le trasladan de una parte a otra; no se preocupa del lugar donde vaya a ser colocado ni insiste en que se le cambie de sitio; si es promovido a un alto cargo, mantiene su habitual humildad; cuanto más honrado se ve, tanto más indigno se siente".

5. Dijo una vez a su compañero: No me consideraría verdadero hermano menor si no me encontrare en el estado de ánimo que te voy a describir. Figúrate que, siendo yo prelado, voy a capítulo y en él predico y amonesto a mis hermanos, y al fin de mis palabras éstos dicen contra mí: "No conviene que tú seas nuestro prelado, pues eres un hombre sin letras, que no sabe hablar, idiota y simple". Y, por último, me desechan ignominiosamente, vilipendiado de todos. Te digo que, si no oyere estas injurias con idéntica serenidad de rostro, con igual alegría de ánimo y con el mismo deseo de santidad que si se tratara de elogios dirigidos a mi persona, no sería en modo alguno hermano menor". Y añadía: En la prelacía acecha la ruina; en la alabanza, el precipicio; pero en la humildad del súbdito es segura la ganancia del alma. ¿Por qué, pues, nos dejamos arrastrar más por los peligros que por las ganancias, siendo así que se nos ha dado este tiempo para merecer?".

De ahí que Francisco, ejemplo de humildad, quiso que sus hermanos se llamaran menores, y los prelados de su Orden ministros, para usar la misma nomenclatura del Evangelio, cuya observancia había prometido, y a fin de que con tal hombre se percataran sus discípulos de que habían venido a la escuela de Cristo humilde para aprender la humildad. En efecto, el maestro de la humildad, Cristo Jesús, para formar a sus discípulos en la perfecta humildad, dijo: El que quiera ser entre vosotros el mayor, sea vuestro servidor, y el que entre vosotros quiera ser el primero, sea vuestro esclavo.

Un día, el señor Ostiense, protector y promotor principal de la Orden de los Hermanos Menores, que más tarde, según le había predicho el Santo, fue elevado a la categoría de sumo pontífice bajo el nombre de Gregorio IX, preguntó a Francisco si le agradaba que fueran promovidos sus hermanos a las dignidades eclesiásticas. Este le respondió: Señor, mis hermanos se llaman menores precisamente para que no presuman hacerse mayores. Si queréis que den fruto en la Iglesia de Dios, mantenedlos en el estado de su vocación y no permitáis en modo alguno que sean ascendidos a las prelacías eclesiásticas.

6. Y como quiera que, tanto en sí como en todos sus súbditos, prefería Francisco la humildad a los honores, Dios (que ama a los humildes) lo juzgaba digno de los puestos más encumbrados, según le fue revelado en una visión celestial a un hermano, varón de notable virtud y devoción. Iba dicho hermano acompañando al Santo, y, al orar con él muy fervorosamente en una iglesia abandonada, fue arrebatado en éxtasis, y vio en el cielo muchos tronos, y entre ellos uno más relevante, adornado con piedras preciosas y todo resplandeciente de gloria. Admirado de tal esplendor, comenzó a averiguar con ansiosa curiosidad a quién correspondería ocupar dicho trono. En esto oyó una voz que le decía: Este trono perteneció a uno de los ángeles caídos, y ahora estoy reservado para el humilde Francisco.

Vuelto en sí de aquel éxtasis, siguió acompañando (como de costumbre) al Santo, que había salido ya afuera. Prosiguieron el camino, hablando entre sí de cosas de Dios; y aquel hermano, que no estaba olvidado de la visión tenida, preguntó disimuladamente al Santo qué es lo que pensaba de sí mismo. El humilde siervo de Cristo le hizo esta manifestación: "Me considero como el mayor de los pecadores". Y como el hermano le replicase que en buena conciencia no podía decir ni sentir tal cosa, añadió el Santo: "Si Cristo hubiera usado con el criminal más desalmado la misericordia que ha tenido conmigo, estoy seguro que éste le sería mucho más agradecido que yo".

Al escuchar una respuesta de tan admirable humildad, aquel hermano se confirmó en la verdad de la visión que se le había mostrado y comprendió lo que dice el santo evangelio: que el verdadero humilde será enaltecido a una gloria sublime, de la que es arrojado el soberbio.

7. En otra ocasión en que Francisco oraba en una iglesia desierta de Monte Casale, en la provincia de Massa, conoció por inspiración divina que había allí depositadas unas sagradas reliquias. Al advertir (no sin dolor) que dichas reliquias habían permanecido por mucho tiempo privadas de la debida veneración, mandó a sus hermanos que las trasladasen reverentemente a su propio lugar. Pero, habiéndose ausentado de sus hijos por una causa apremiante, éstos olvidaron el mandato del Padre, descuidando el mérito de la obediencia.

Mas un día en que quisieron celebrar los sagrados misterios, al remover el mantel superior del altar, encontraron, con gran admiración, unos huesos muy hermosos que exhalaban una fragancia suavísima, y contemplaron aquellas reliquias, que habían sido llevadas allí no por mano humana, sino por una poderosa intervención divina. Vuelto poco después el devoto varón de Dios, comenzó a indagar diligente mente si se habían cumplido sus disposiciones respecto a las reliquias. Confesaron humildemente los hermanos su culpa de haber descuidado el cumplimiento de dicha obediencia, por lo cual obtuvieron el perdón, juntamente con una penitencia. Y dijo el Santo: Bendito el Señor Dios mío, que se dignó hacer por sí mismo lo que vosotros debíais haber hecho.

Considera atentamente el solícito cuidado que tiene la divina Providencia respecto al polvo de nuestro cuerpo y reconoce, por otra parte, la excelencia de la virtud del humilde Francisco ante los ojos de Dios, pues el Señor condescendió con los deseos del Santo, a cuyos mandatos no se había sometido el hombre.

8. Llegado un día a Imola, se presentó ante el obispo de la ciudad y humildemente le suplicó le diera su beneplácito para convocar al pueblo y predicarle la palabra de Dios. El obispo le respondió con aspereza: Me basto yo, hermano, para predicar a mi pueblo. Inclinó la cabeza el verdadero humilde y salió afuera; mas al poco tiempo volvió a entrar. Al verlo de nuevo en su presencia, el obispo le preguntó, algo turbado, qué es lo que quería; a lo que respondió Francisco con un corazón y un tono de voz que rezumaban humildad: Señor, si un padre despide por una puerta a su hijo, éste debe volver a entrar por otra.

Vencido por semejante humildad, el obispo, con una gran alegría que se reflejaba en su rostro, le dio un abrazo, diciéndole: Tú y todos tus hermanos tenéis en adelante licencia general para predicar en mi diócesis, pues bien se merece esta concesión tu santa humildad.

9. Sucedió también que en cierta ocasión llegó Francisco a Arezzo cuando toda la ciudad se hallaba agitada por unas luchas internas tan espantosas, que amenazaban hundirla en una próxima ruina. Alojado en el suburbio, vio sobre la ciudad unos demonios que daban brincos de alegría y azuzaban los ánimos perturbados de los ciudadanos para lanzarse a matar unos a otros. Con el fin de ahuyentar aquellas insidiosas potestades aéreas, envió delante de sí (como mensajero) al hermano Silvestre, varón de colombina simplicidad, diciéndole: Marcha a las puertas de la ciudad y, de parte de Dios omnipotente, manda a los demonios, por santa obediencia, que salgan inmediatamente de allí.

Apresúrase el verdadero obediente a cumplir las órdenes del Padre, y, prorrumpiendo en alabanzas ante la presencia del Señor, llegó a la puerta de la ciudad y se puso a gritar con voz potente: "¡De parte de Dios omnipotente y por mandato de su siervo Francisco, marchaos lejos de aquí, demonios todos!". Al punto quedó apaciguada la ciudad, y sus habitantes, en medio de una gran serenidad, volvieron a respetarse mutuamente en sus derechos cívicos. Expulsada, pues, la furiosa soberbia de los demonios (que tenían como asediada la ciudad) por intervención de la sabiduría de un pobre, es decir, de la humildad de Francisco, tornó la paz y se salvó la ciudad. En efecto, por los méritos de sus heroicas virtudes de humildad y obediencia había conseguido Francisco un dominio tan grande sobre aquellos espíritus rebeldes y protervos, que le fue dado reprimir su feroz arrogancia y desbaratar sus importunos y violentos asaltos.

10. Es cierto que los soberbios demonios huyen de las excelsas virtudes de los humildes, fuera de aquellos casos en que la divina demencia permite que éstos sean abofeteados para guarda de su humildad, como de sí mismo escribe el apóstol Pablo, y Francisco llegó a probarlo por propia experiencia. Así sucedió, en efecto, cuando fue invitado por el señor León, cardenal de la Santa Cruz, a permanecer por algún tiempo consigo en Roma. El Santo condescendió humildemente con sus deseos movido por la reverencia y amor que le profesaba. Mas he aquí que la primera noche, cuando después de la oración quiso entregarse al descanso, se presentaron los demonios en plan de atacar ferozmente al caballero de Cristo, al que le azotaron tan duramente y por tan largo espacio de tiempo, que le dejaron medio muerto.

Apenas huyeron los demonios, el Santo llamó a su compañero, a quien refirió todo lo sucedido, y añadió después. Pienso, hermano, que el hecho de haberme atacado tan cruelmente en esta ocasión los demonios (que nada pueden hacer fuera de lo que la divina Providencia les permite) es una prueba de que no causa buena impresión mi estancia en la curia de los grandes. Mis hermanos, que moran en lugares pobrecillos, al enterarse de que estoy viviendo con los cardenales, quizás vayan a sospechar que me ocupo de asuntos mundanos, que me dejo llevar de los honores y que lo estoy pasando muy bien. Por lo cual, juzgo ser mejor que el que está puesto para ejemplo de los demás huya de las curias y viva humildemente entre los humildes en lugares humildes, para fortalecer el ánimo de los que sufren penuria, compartiéndola también él mismo". Así que, a la mañana siguiente, el Santo presenta humildemente sus excusas y se despide del cardenal juntamente con su compañero.

11. Si grande era, en verdad, el aborrecimiento que el Santo tenía a la soberbia, origen de todos los males, y a su pésima prole, la desobediencia, no era menor el aprecio que sentía por la humildad y penitencia.

Sucedió una vez que le presentaron un hermano que había cometido alguna falta contra la obediencia, a fin de que se le aplicara un justo castigo. Mas, viendo el varón de Dios que aquel hermano daba señales evidentes de un sincero arrepentimiento, en atención a su humildad, se sintió movido a perdonarle la desobediencia. Con todo, para que la facilidad del perdón no se convirtiera para otros en incentivo de trasgresión, mandó que le quitasen al hermano la capucha y la arrojasen al fuego, dando con ello a entender cuán grave castigo merece toda falta de obediencia. Después que la capucha estuvo un tiempo en medio de las llamas, ordenó que la sacaran del fuego y se la restituyesen al hermano humildemente arrepentido. Y, oh prodigio, sacaron la capucha de en medio de las llamas, sin que se hallara en ella el menor rastro de quemadura. Con tan singular milagro aprobaba el Señor la virtud y la humildad de la penitencia del santo varón.

Es, pues, digna de ser imitada la humildad de Francisco, que ya en la tierra consiguió la maravillosa prerrogativa de rendir al mismo Dios a sus deseos, de cambiar la disposición afectiva de un hombre, de avasallar con su mandato la protervia de los demonios y refrenar con un simple gesto de su voluntad la voracidad de las llamas. Ciertamente, ésta es la virtud que exalta a los que la poseen, y, al par que muestra a todos la reverencia debida, se hace digna de que todos la honren.

VII
AMOR A LA POBREZA DE FRANCISCO

1. Entre los diversos dones y carismas que obtuvo Francisco del generoso Dador de todo bien, destaca, como una prerrogativa especial, el haber merecido crecer en las riquezas de la simplicidad mediante su amor a la altísima pobreza.

Considerando el Santo que esta virtud había sido muy familiar al Hijo de Dios y al verla ahora rechazada casi en todo el mundo, de tal modo se determinó a desposarse con ella mediante los lazos de un amor eterno, que por su causa no sólo abandonó al padre y a la madre, sino que también se desprendió de todos los bienes que pudiera poseer. No hubo nadie tan ávido de oro como él de la pobreza, ni nadie fue jamás tan solícito en guardar un tesoro como él en conservar esta margarita evangélica. Nada había que le alterase tanto como el ver en sus hermanos algo que no estuviera del todo conforme con la pobreza. De hecho, respecto a su persona, se consideró rico con una túnica, la cuerda y los calzones desde el principio de la fundación de la Religión hasta su muerte y vivió contento con eso sólo.

Frecuentemente evocaba (no sin lágrimas) la pobreza de Cristo Jesús y de su madre; y como fruto de sus reflexiones afirmaba ser la pobreza la reina de las virtudes, pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su madre. Por eso, al preguntarle los hermanos en una reunión cuál fuera la virtud con la que mejor se granjea la amistad de Cristo, respondió como quien descubre un secreto de su corazón: "Sabed, hermanos, que la pobreza es el camino especial de salvación, como que fomenta la humildad y es raíz de la perfección, y sus frutos (aunque ocultos) son múltiples y variados. Esta virtud es el tesoro escondido del campo evangélico; por cuya adquisición merece la pena vender todas las cosas, y las que no pueden venderse han de estimarse por nada en comparación con tal tesoro".

2. Decía también: "El que quiera llegar a la cumbre de esta virtud debe renunciar no sólo a la prudencia del mundo, sino también en cierto sentido a la pericia de las letras, a fin de que, expropiado de tal posesión, pueda adentrarse en las obras del poder del Señor y entregarse desnudo en los brazos del Crucificado, pues nadie abandona perfectamente el siglo mientras en el fondo de su corazón se reserva para sí la bolsa de los propios afectos".

Cuando hablaba con sus hermanos acerca de la pobreza, que lo hacía a menudo, les inculcaba aquellas palabras del evangelio: La zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza. Por esta razón enseñaba a sus hermanos que las casas que edificasen fueran humildes, al estilo de los pobres; que no las habitasen como propietarios, sino como inquilinos, considerándose peregrinos y advenedizos, pues constituye norma en los peregrinos (decía) ser alojados en casa ajena, anhelar ardientemente la patria y pasar en paz de un lugar a otro.

A veces ordenaba derribar las casas edificadas o mandaba que las abandonaran sus hermanos si en ellas observaba algo que (por razón de la apropiación o de la suntuosidad) era contrario a la pobreza evangélica. Decía que esta virtud es el fundamento de la Orden, sobre el cual se apoya primordialmente toda la estructura de la Religión; pero, si se resquebrajara la base de la pobreza, sería totalmente destruido el edificio de la Orden.

3. Por tanto, enseñaba ilustrado por revelación que el ingreso en la santa Religión debía comenzar dando cumplimiento a aquellas palabras del evangelio: Si quieres ser perfecto, anda, vende cuánto tienes y dalo a los pobres. De ahí que no admitía en la Orden sino a los que se habían expropiado de todo y nada retenían para sí, ya para observar la palabra del evangelio, ya también para evitar que los bienes reservados les sirvieran de piedra de escándalo.

Así procedió el verdadero patriarca de los pobres con uno que en la Marca de Ancona le pidió ser recibido en la Orden. Si quieres unirte a los pobres de Cristo (le dijo), distribuye tus bienes entre los pobres del mundo. Al oír esto, se fue el hombre, y, movido del amor carnal, repartió entre sus parientes todos sus bienes, pero no dio nada a los pobres. Vuelto al santo varón, le refirió lo que había hecho con sus bienes. En oyéndolo Francisco, le increpó con áspera dureza, diciendo: "Sigue tu camino, hermano mosca, porque todavía no has salido de tu casa y de tu parentela. Repartiste tus bienes entre tus consanguíneos, y has defraudado a los pobres; no eres digno de convivir con los santos pobres. Has comenzado por la carne, y, por tanto, has puesto un fundamento ruinoso al edificio espiritual".

Este hombre, que actuaba guiado por criterios naturales, volvió a los suyos y recuperó sus bienes, que había rehusado dar a los pobres; y bien pronto abandonó sus ideales de virtud.

4. En otra ocasión, en Santa María de la Porciúncula había tanta escasez, que no se podía atender convenientemente (según lo exigía la necesidad) a los hermanos huéspedes que llegaban. Acudió entonces el vicario al Santo, y, alegándole la penuria de los hermanos, le pidió que permitiese reservar algo de los bienes de los novicios que ingresaban para poder recurrir a dicho fondo en caso de necesidad.

El Santo, que no ignoraba los designios divinos, le contestó: "Lejos de nosotros, hermano carísimo, proceder infielmente contra la Regla por condescender a cualquier hombre. Prefiero que despojes el altar de la gloriosa Virgen, cuando lo requiera la necesidad, antes que faltar en lo más mínimo contra el voto de pobreza y la observancia del evangelio. Más le agradará a la bienaventurada Virgen que, por observar perfectamente el consejo del santo evangelio, sea despojado su altar, que, conservándolo bien adornado, seamos infieles al consejo de su Hijo, que hemos prometido guardar".

5. Pasaba una vez el varón de Dios con su compañero por la Pulla, cerca de Bari, y encontraron en el camino una gran bolsa (llamada vulgarmente funda), bien hinchada, por lo que parecía estar repleta de dinero. El compañero dio cuenta de ello al pobrecillo de Cristo y le insistió en que se recogiera del suelo la bolsa para entregar el dinero a los pobres. Rehusó el hombre de Dios acceder a tales deseos, receloso de que en aquella bolsa pudiera esconderse algún ardid diabólico y pensando que lo que le sugería el hermano no era cosa meritoria, sino pecaminosa, porque era apoderarse de lo ajeno para dárselo a los pobres. Se apartan del lugar, apresurándose a continuar el camino emprendido.

Mas no quedó tranquilo el hermano, engañado por una falsa piedad; incluso echaba en cara al siervo de Dios su proceder, como que se despreocupaba de socorrer la penuria de los pobres.

Consintió, al fin, el manso varón de Dios en volver al lugar, no ciertamente para hacer la voluntad del hermano, sino para ponerle de manifiesto el engaño diabólico. Vuelto, pues, al lugar donde estaba la bolsa con su compañero y un joven que encontraron en el camino, vio primero y después mandó al compañero que levantara la bolsa. Se llenó de temor y temblor el hermano, como si ya presintiese al monstruo infernal. Con todo, impulsado por el mandato de la santa obediencia, desechó toda duda y extendió la mano para recoger la bolsa. De pronto salió de la bolsa un culebrón, que desapareció súbitamente junto con la misma bolsa. De este modo le hizo ver al hermano el engaño diabólico que estaba allí encerrado. Desenmascarada, pues, la falacia del astuto enemigo, dijo el Santo a su compañero: "Hermano, para los siervos de Dios el dinero no es sino un demonio y una culebra venenosa".

6. Después de esto, al trasladarse el Santo requerido por un asunto a la ciudad de Siena, le sucedió un caso admirable. En una gran planicie que se extiende entre Campillo y San Quirico le salieron al encuentro tres pobrecillas mujeres del todo semejantes en la estatura, edad y facciones del rostro, las cuales le brindaron un saludo muy original, diciéndole: "Bienvenida sea dama Pobreza".

Al oír tales palabras, llenóse de un gozo inefable el verdadero enamorado de la pobreza, pues pensaba que no podía haber otra forma más halagüeña de saludarse entre sí los hombres que la empleada por aquellas mujeres. Al desaparecer rápidamente éstas, y considerando los compañeros de Francisco la extraña novedad que en ellas se apreciaba por su semejanza, su forma de saludar, su encuentro y desaparición, concluyeron (no sin razón) que todo aquello encerraba algún misterio relacionado con el santo varón.

En efecto, aquellas tres pobrecillas mujeres de idéntico aspecto, con su forma tan insólita de saludar y su desaparición tan repentina, parecían indicar bien a las claras que en el varón de Dios resplandecía perfectamente y de igual modo la hermosura de la perfección evangélica en lo que se refiere a la castidad, obediencia y pobreza, aunque prefería gloriarse en el privilegio de la pobreza, a la que solía llamar con el nombre unas veces de madre; otras, de esposa, así como, de señora.

En esta virtud deseaba sobrepujar a todos el que por ella había aprendido a considerarse inferior a los demás. Por esto, si alguna vez le sucedía encontrarse con una persona más pobre que él en su porte exterior, al instante se reprochaba a sí mismo, animándose a igualarla, como si al luchar en esta emulación temiera ser vencido en el combate. Le sucedió efectivamente encontrarse en el camino con un pobre, y, al ver su desnudez, se sintió compungido en el corazón, y con acento lastimoso dijo a su compañero: Gran vergüenza debe causarnos la indigencia de este pobre. Nosotros hemos escogido la pobreza como nuestra más preciada riqueza, y he aquí que en éste resplandece más que en nosotros.

7. Por amor a la santa pobreza, el siervo de Dios omnipotente tomaba más a gusto las limosnas mendigadas de puerta en puerta que las ofrecidas espontáneamente. Por eso si, invitado alguna vez por grandes personajes, iba a ser obsequiado con una mesa rica y abundante, primero mendigaba por las casas vecinas algunos mendrugos de pan, y, enriquecido así con tal indigencia, se sentaba a la mesa.

Habiendo procedido de esta manera en una ocasión en que fue convidado por el señor Ostiense, que distinguía al pobre de Cristo con un afecto especial, quejósele el obispo por la injuria hecha a su honor, pues, siendo huésped suyo, había ido a pedir limosna. Pero el siervo de Dios le repuso: "Gran honor os he tributado, señor mío, al honrar a otro Señor más excelso. En efecto, el Señor se complace en la pobreza; máxime en aquella que, por amor a Cristo, se manifiesta en la voluntaria mendicidad. No quiero cambiar por la posesión de las falsas riquezas, que os han sido concedidas para poco tiempo, aquella dignidad real que asumió el Señor Jesús, haciéndose pobre por nosotros a fin de enriquecernos con su pobreza y constituir a los verdaderos pobres de espíritu en reyes y herederos del reino de los cielos".

8. Cuando a veces exhortaba a sus hermanos a pedir limosna, les hablaba así: "Id, porque en estos últimos tiempos los hermanos menores han sido dados al mundo para que los elegidos cumplan con ellos las obras por las que serán elogiados por el Juez, escuchando estas dulcísimas palabras: Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis". Por eso afirmaba que debía ser muy gozoso mendigar con el título de hermanos menores, ya que el maestro de la verdad evangélica expresó tan claramente dicho título al hablar de la retribución de los justos.

Aun en las fiestas importantes, si es que se le presentaba la oportunidad, solía salir a mendigar, pues aseguraba que entonces se cumplía en los santos pobres aquel dicho profético: El hombre comió pan de ángeles. De hecho, afirmaba ser verdadero pan angélico aquel que, pedido por amor de Dios y donado por su amor mediante la inspiración de los bienaventurados ángeles, recoge de puerta en puerta la santa pobreza.

9. Hallábase una vez en la solemnidad de Pascua en un eremitorio tan separado de todo consorcio humano, que difícilmente podía ir a mendigar, y, recordando a Aquel que ese mismo día se apareció en traje de peregrino a los discípulos que iban de camino a Emaús, también él como peregrino y pobre comenzó a pedir limosna a sus hermanos. Y, habiéndola recibido humildemente, los instruyó en las Sagradas Escrituras, animándoles a pasar como peregrinos y advenedizos por el desierto de este mundo y a celebrar continuamente en pobreza de espíritu, como verdaderos hebreos, la Pascua del Señor, esto es, el paso de este mundo al Padre, y como a pedir limosna no le movía la ambición del lucro, sino la libertad de espíritu, por eso, Dios, Padre de los pobres, parecía tener de él un cuidado especial.

10. Habiéndose enfermado gravemente el siervo del Señor en Nocera, fue trasladado a Asís por ilustres embajadores, enviados expresamente por la devoción del pueblo asisiense. De camino a Asís, llegaron a un pueblo pobrecito llamado Satriano, donde, apremiados por el hambre y por ser ya hora de comer, fueron a comprar alimentos; pero, no habiendo nadie que los vendiese, regresaron de vacío.

Entonces les dijo el Santo: "No habéis encontrado nada porque confiáis más en vuestras moscas que en Dios". Pues llamaba moscas a los dineros. "Pero volved (continuó diciendo) por las casas que habéis recorrido, y, ofreciéndoles por precio el amor de Dios, pedid humildemente limosna. Y no juzguéis, llevados de una falsa apreciación, que esto sea algo vil o vergonzoso, porque, después del pecado, el gran Limosnero, con generosa misericordia, reparte todos los bienes como limosna tanto a dignos como a indignos. Deponen la vergüenza aquellos caballeros y piden espontánea mente limosna, consiguiendo, por amor de Dios, mucho más de lo que hubieran podido comprar con dineros". Efectivamente, los pobres habitantes de aquel poblado, tocados en su corazón por moción divina, no sólo les ofrecieron sus cosas, sino que se pusieron generosamente a disposición de ellos. Y así resultó que la necesidad que no pudo ser remediada por el dinero, la solucionara la opulenta pobreza de Francisco.

11. Durante un tiempo en que yacía enfermo en un eremitorio cercano a Rieti, le visitaba frecuentemente un médico que le prestaba sus servicios. No pudiendo el pobre de Cristo pagarle sus trabajos con una condigna recompensa, Dios liberalísimo, en lugar del pobrecill,o vino a compensar esos piadosos servicios (para que no quedaran sin una presente remuneración) con el siguiente singular beneficio.

Acababa de construir el médico una casa de nueva planta, gastando en ello todos sus ahorros, y he aquí que aparecieron en sus paredes unas profundas grietas que se extendían de arriba abajo amenazando una ruina tan inminente, que no se veía ningún medio humano que pudiera evitar su caída. Pero, confiando plenamente en los méritos del Santo, pidió a sus compañeros, con gran fe y devoción, el favor de darle algo que hubiese tocado con sus manos el varón de Dios. Tras reiteradas instancias, pudo obtener un poco del cabello de Francisco, que él mismo colocó al atardecer en una de las grietas de la pared. Al levantarse a la mañana siguiente, comprobó que se había cerrado tan estrecha y fuertemente la grieta, que no pudo extraer las reliquias que había depositado ni encontrar rastro alguno de la anterior hendidura. Y sucedió esto así para que quien había cuidado tan diligentemente del ruinoso cuerpecillo del siervo de Dios se librara del peligro de ruina que amenazaba su propia casa.

12. Quiso en otra ocasión el varón de Dios trasladarse a un eremitorio para dedicarse allí más libremente a la contemplación; pero, como estaba muy débil, se hizo llevar en el asnillo de un pobre campesino. Era un día caluroso de verano. El hombre subía a la montaña siguiendo al siervo de Cristo, y, cansado por la áspera y larga caminata, se sintió desfallecer por una sed abrazadora. En esto comenzó a gritar insistentemente detrás del Santo: "Eh, que me muero de sed, me muero si inmediatamente no tomo para refrigerio algo de beber". Sin tardanza, se apeó del jumentillo el hombre de Dios, e, hincadas las rodillas en tierra y alzadas las manos al cielo, no cesó de orar hasta que comprendió haber sido escuchado. Acabada la oración, dijo al hombre: "Corre a aquella roca y encontrarás allí agua viva, que Cristo en este momento ha sacado misericordiosamente de la piedra para que bebas".

¡Estupenda dignación de Dios, que condesciende tan fácilmente con los deseos de sus siervos! Bebió el hombre sediento del agua brotada de la piedra en virtud de la oración del Santo y extrajo el líquido de una roca durísima. No hubo allí antes ninguna corriente de agua; ni, por mas diligencias que se han hecho, se ha podido encontrar posteriormente.

13. Como más adelante, en su debido lugar, se hará mención de cómo Cristo, en atención a los méritos de su pobrecillo, multiplicó los alimentos durante una travesía por el mar, bástenos ahora recordar tan sólo que, gracias a una pequeña limosna que le habían entregado, pudo librar por espacio de muchos días a los que navegaban con él del peligro del hambre y de la muerte. Bien puede deducirse de estos hechos que, así como el siervo de Dios todopoderoso fue semejante a Moisés en sacar agua de la piedra, así se pareció también a Eliseo en la multiplicación de los alimentos.

Que desechen, pues, los pobres de Cristo toda suerte de desconfianza. Porque si la pobreza de Francisco fue de una suficiencia tan copiosa que su admirable virtud vino a socorrer las necesidades que se presentaban, de modo que no faltó ni comida, ni bebida, ni casa cuando fallaron los poderes del dinero, de la inteligencia y de la naturaleza, ¿con cuánta más razón obtendrá todo aquello que comúnmente se concede en el orden habitual de la divina Providencia? Pues si a la voz del pobrecillo una árida roca proporcionó agua a aquel campesino sediento, ninguna criatura negará ya su obsequio a los que han dejado todo por el Autor de todas las cosas.

VIII
PIEDAD DE FRANCISCO, Y SU REVERENCIA POR LO IRRACIONAL

1. La verdadera piedad, que, según el Apóstol, es útil para todo de tal modo había llenado el corazón y penetrado las entrañas de Francisco, que parecía haber reducido enteramente a su dominio al varón de Dios. Esta piedad es la que por la devoción le remontaba hasta Dios; por la compasión, le transformaba en Cristo; por la condescendencia, lo inclinaba hacia el prójimo, y por la reconciliación universal con cada una de las criaturas, lo retornaba al estado de inocencia.

Sin duda, la piedad lo inclinaba afectuosamente hacia todas las criaturas, pero de un modo especial hacia las almas, redimidas con la sangre preciosa de Cristo Jesús. En efecto, cuando las veía sumergidas en alguna mancha de pecado, lo deploraba con tan tierna conmiseración, que bien podía decirse que, como una madre, las engendraba diariamente en Cristo.

Esta era la causa principal de su veneración por los ministros de la palabra de Dios, porque ellos (mediante la conversión de los pecadores) suscitan con piadosa solicitud la descendencia a su hermano difunto, es decir, a Cristo, crucificado por los mismos pecadores, y con solícita piedad gobiernan dicha descendencia. Afirmaba que este oficio de misericordia es más acepto al Padre de las misericordias que cualquier otro sacrificio, sobre todo si se cumple con espíritu de perfecta caridad, de suerte que este trabajo se realice más con el ejemplo que con la palabra, más con plegarias bañadas de lágrimas que con largos discursos.

2. Por eso decía que es lamentable, como falto de verdadera piedad, el predicador que en su oficio no busca la salvación de las almas, sino su propia alabanza, o que con su vida depravada destruye lo que edifica con la verdad de su doctrina. Y añadía que a tal predicador se debe preferir el hermano sencillo y sin elocuencia, que con su buen ejemplo arrastra a los demás a la práctica del bien. Aducía para ello las palabras de la Escritura: La estéril dio a luz muchos hijos, y las explicaba así: La estéril es el hermano pobrecillo que en la Iglesia no tiene cargo de engendrar hijos; pero dará a luz numerosos hijos en el día del juicio, pues los que ahora convierte para Cristo con sus oraciones privadas, se los imputará entonces el Juez para su gloria. En cambio, la que tiene muchos hijos quedará baldía, es decir el predicador vano y locuaz, que ahora se goza como de haber engendrado él mismo muchos hijos, conocerá entonces que no tuvo arte ni parte en su alumbramiento.

3. Como quiera que deseaba con entrañable piedad la salvación de las almas y sentía por ellas un ardiente celo, decía que se , llenaba de suavísima fragancia cual si se le ungiera con un precioso ungüento cuando oía que muchos se convertían al camino de la verdad gracias a la odorífera fama de los santos hermanos diseminados por el mundo. Al oír tales noticias, se embriagaba de alegría su espíritu y colmaba de bendiciones dignísimas de toda estimación a aquellos hermanos que con su palabra o ejemplo inducían a los pecadores a amar a Cristo.

Por el contrario, todos aquellos que con sus malas obras mancillaban la sagrada Religión, incurrían en la gravísima sentencia de su maldición: De ti, santísimo Señor (decía), y de toda la corte celestial, y de mí, pobrecillo, sean malditos los que con su mal ejemplo confunden y destruyen lo que por los santos hermanos de esta Orden edificaste y no cesas de edificar.

Tan grande era la tristeza que con frecuencia sentía al comprobar el escándalo de la gente sencilla, que se creía morir, de no ser confortado por la consolación de la divina demencia. En cierta ocasión en que, turbado por los malos ejemplos, rogaba con angustia al Padre misericordioso en favor de sus hijos, recibió esta contestación del Señor: "Por qué te turbas, pobre hombrecillo? ¿Por ventura te he constituido pastor sobre mi Religión de modo que ignores que soy yo su principal protector? Te he escogido a ti, hombre simple, para esta obra, a fin de que todo lo que hiciere en ti, no se atribuya a humana industria, sino a la gracia divina. Yo te llamé, te guardaré y te alimentaré; y si algunos hermanos apostataren, los sustituiré por otros, de suerte que, si no hubiesen nacido todavía, los haré nacer; y por más recios e fueran los ataques con que sea sacudida esta pobrecilla Religión, permanecerá siempre en pie gracias a mi protección".

4. Aborrecía (como si fuera mordedura de serpiente venenosa) el vicio de la detracción, enemigo de la fuente de piedad y de gracia, y afirmaba ser una peste atrocísima y abominable a Dios, sumamente piadoso, por razón de que el detractor se alimenta con la sangre de las almas, a las que mata con la espada de la lengua.

Al oír en cierta ocasión a un hermano que denigraba la fama de otro, volviéndose a su vicario, le dijo: "Levántate con toda presteza e investiga diligentemente el asunto, y, si descubres que es inocente el hermano acusado, corrige severamente al acusador y ponlo al descubierto delante de todos". E incluso pensaba a veces que quien privaba a su hermano del honor de la fama, merecía ser despojado del hábito, y que no era digno de elevar los ojos a Dios si antes no hacía lo posible para devolver lo robado. "Tanto mayor es (decía) la impiedad de los detractores que la de los ladrones, en cuanto que la ley de Cristo, que se cumple con las obras de piedad, nos obliga a desear más la salud de las almas que la de los cuerpos".

5. Admirable era la ternura de compasión con que socorría a los que estaban afligidos de cualquier dolencia corporal; y si en alguno veía una carencia o necesidad, llevado de la dulzura de su piadoso corazón, lo refería a Cristo mismo. Y en verdad poseía una natural demencia, que se duplicaba con la piedad de Cristo, que se le había copiosamente infundido. De ahí que su alma se derretía de compasión a vista de los pobres y enfermos, y a quienes no podía echarles una mano, les ofrecía su cordial afecto.

Sucedió una vez que uno de los hermanos respondió con cierta dureza a un pobre que importunamente pedía limosna. Al enterarse de ello el piadoso amigo de los pobres, mandó al hermano que, despojado de su hábito, se postrara a los pies de aquel pobre, confesase su culpa y le pidiese el perdón y el sufragio de sus oraciones. Habiendo cumplido humildemente el hermano dicha orden, añadió con dulzura el Padre: "Cuando veas a un pobre, querido hermano, piensa que en él se te propone, como en un espejo, la persona del Señor y de su Madre, pobre. Del mismo modo, al ver a los enfermos, considera las dolencias que él cargó sobre Sí".

Y como este pobre muy cristiano veía en cada menesteroso la imagen misma de Cristo, resultaba que, si alguna vez le daban cosas necesarias para la vida, no sólo las entregaba generosamente a los pobres que le salían al paso, sino que incluso juzgaba que debían serles devueltas, como si fueran de su propiedad. Al volver en cierta ocasión de la ciudad de Siena, llevando por razón de enfermedad vestido sobre el hábito un corto manto, se encontró con un pordiosero. Viendo con ojos compasivos su miseria, dijo al compañero: "Es menester que le devolvamos a este pobrecillo el manto, porque es suyo, pues lo hemos recibido prestado hasta tanto no encontráramos otra persona más pobre".

Pero el compañero, viendo la necesidad en que se encontraba el piadoso Padre, se oponía tenazmente a que socorriera al pobre, descuidándose de sí mismo. El Santo, empero, le contestó: Creo que el gran Limosnero me imputaría como verdadero robo si no entregara el manto que llevo a una persona más necesitada que yo. Por esta causa, cuando le daban algo para alivio de las necesidades de su cuerpo, solía pedir licencia a los donantes para poder distribuirlo lícitamente, si es que se le presentaba otro más necesitado que él. Y cuando se trataba de hacer una obra de misericordia, no perdonaba nada: ni mantos, ni túnicas, ni libros, ni siquiera ornamentos del altar, hasta llegar a entregar todas estas cosas, en la medida de sus posibilidades, a los pobres.

Muchas veces, al encontrarse en el camino con pobres abrumados con pesadas cargas, arrimaba sus débiles hombros para aligerarles el peso.

6. La piedad del Santo se llenaba de una mayor terneza cuando consideraba el primer y común origen de todos los seres, y llamaba a las criaturas todas (por más pequeñas que fueran) con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que todas ellas tenían con el un mismo principio. Pero profesaba un afecto más dulce y entrañable a aquellas criaturas que por su semejanza natural reflejan la mansedumbre de Cristo y queda constancia de ello en la Escritura. Muchas veces rescató corderos que eran llevados al matadero, recordando al mansísimo Cordero, que quiso ser conducido a la muerte para redimir a los pecadores.

Hospedándose en cierta ocasión el siervo de Dios en el monasterio de San Verecundo, del obispado de Gubbio, sucedió que aquella misma noche una ovejita parió un corderillo. Había allí una cerda ferocísima que, sin ninguna compasión de la vida del inocente animalito, lo mató de una salvaje dentellada. Enterado de ello el piadoso Padre, se sintió estremecido por una extraordinaria conmiseración, y, recordando al Cordero sin mancha, se lamentaba delante de todos por la muerte del corderillo, exclamando: "¡Ay de mí, hermano corderillo, animal inocente, que representas a Cristo entre los hombres; maldita sea la impía que te mató; que ningún hombre ni bestia se aproveche de su carne!". Cosa admirable: al instante comenzó a enfermar la cerda maléfica, y, después de haber pagado su acción con penosos sufrimientos durante tres días, terminó por sucumbir al filo de la muerte vengadora. Arrojada en la fosa del monasterio, permaneció allí largo tiempo, sin que a ningún hambriento sirviera de comida.

Considere, pues, la impiedad humana de qué forma será al fin castigada, cuando con una muerte tan horrenda fue sancionada la ferocidad de una bestia; reflexionen también los fieles devotos con qué admirable virtud y copiosa dulzura estuvo adornada la piedad del siervo de Dios, que mereció incluso que los animales la reconocieran a su modo.

7. Mientras iba de camino, junto a la ciudad de Siena, encontró pastando un gran rebaño de ovejas. Las saludó afectuosamente como de costumbre, y todas, dejando el pasto, corrieron hacia Francisco, y alzando sus cabezas, quedaron con los ojos fijos en él. Lo rodearon con tal ruidoso agasajo, que estaban admirados tanto los pastores como los hermanos al ver brincando de regocijo en torno al Santo no sólo los corderillos, sino hasta los mismos carneros.

En otra ocasión, en Santa María de la Porciúncula ofrecieron al varón de Dios una oveja, que aceptó muy complacido por su amor a la inocencia y sencillez, que naturalmente representa la oveja. Exhortaba el piadoso varón a la ovejita a que atendiera a alabanzas divinas y se abstuviera de ocasionar la menor molestia a los hermanos. Y la oveja, como si se diese cuenta de la piedad del varón de Dios, guardaba puntualmente sus advertencias. Pues, cuando oía cantar a los hermanos en el coro, también ella entraba en la iglesia y, sin que nadie la hubiese amaestrado, doblaba sus rodillas y emitía un suave balido ante el altar de la Virgen, Madre del Cordero, como si tratara de saludarla. Más aún, cuando dentro de la misa llegaba el momento de la elevación del sacratísimo cuerpo de Cristo, se encorvaba doblando las rodillas, como si el reverente animal reprendiese la irreverencia de los indevotos e invitase a los devotos de Cristo a venerar el sacramento del altar.

Durante un tiempo, llevado de la devoción que sentía por el mansísimo Cordero, tuvo consigo en Roma un corderillo, que entregó, para que lo cuidara en su apartamento, a una noble matrona: a la señora Jacoba de Settesoli. El cordero, como si estuviera aleccionado por el Santo en las cosas espirituales, no se apartaba de la compañía de la señora lo mismo cuando iba a la iglesia que cuando permanecía en ella o volvía a casa. Si sucedía que a la mañana tardaba la señora en levantarse, incorporándose junto al lecho, la empujaba con sus cuernecillos y la despertaba con sus balidos, exhortándola con sus gestos y movimientos a darse prisa para ir a la iglesia. Por lo cual, el cordero (discípulo de Francisco y convertido ya en maestro de vida devota) era guardado por la dama con admiración y afecto.

8. En otra ocasión le ofrecieron en Greccio un lebratillo vivo, el cual, dejado en el suelo con posibilidad de ir a donde quisiera, nada más sentir la llamada del piadoso Padre, dio un brinco y corrió a refugiarse en su regazo. Y acariciándolo tiernamente, se parecía a una madre compasiva y amorosa. Le advirtió con dulces palabras que en lo sucesivo no se dejara cazar y lo soltó para que se marchara libremente. Pero, aunque repetidas veces fue puesto en tierra para que escapara, siempre retornaba al regazo del Padre, como si por un secreto instinto percibiera el amor bondadoso de su corazón. Al fin, por orden del Padre, lo llevaron los hermanos a un lugar más seguro y solitario.

De modo parecido, en la isla del lago de Perusa le ofrecieron al varón de Dios un conejo que había sido cazado, el cual, a pesar de que huía de todos, se refugió confiadamente en las manos y en el regazo de Francisco. En otra ocasión en que se dirigía presuroso por el lago de Rieti hacia el eremitorio de Greccio, un pescador (llevado de su veneración al Santo) le ofreció un ave acuática. La recibió con agrado, y, abriendo las manos, la invitó a que se fuera. Pero, al no querer marcharse la avecilla, el Santo permaneció largo rato en oración con los ojos fijos en el cielo, y cuando volvió en sí, como quien retorna de la lejanía después de mucho tiempo, mandó dulce y repetidamente a la avecilla que se alejase y continuase alabando al Señor. Recibió la bendición y licencia del Santo, y, dando muestras de alegría con los movimientos de su cuerpo, remontó el vuelo.

En el mismo lago le ofrecieron, igualmente, un gran pez vivo, al que, después de haberle llamado (como de costumbre) con el nombre de hermano, puso en el agua junto a la barca. El pez jugueteaba en el agua delante del varón de Dios; diríase que se sentía atraído por su amor; no se apartaba un punto de la barca, hasta tanto que con su bendición le dio licencia para marcharse.

9. Viajaba otro día con un hermano por las lagunas de Venecia, cuando se encontró con una gran bandada de aves que, subidas a las enramadas, entonaban animados gorjeos. Al verlas dijo a su compañero: Las hermanas aves alaban a su Creador. Pongámonos en medio de ellas y cantemos también nosotros al Señor, recitando sus alabanzas y las horas canónicas.

Y, adentrándose entre las avecillas, éstas no se movieron de su sitio. Pero como, a causa de la algarabía que armaban, no podían oírse uno a otro en la recitación de las horas, el Santo varón se volvió a ellas para decirles: Hermanas avecillas, cesad en vuestros cantos mientras tributamos al Señor las debidas alabanzas. Inmediatamente callaron las aves, permaneciendo en silencio hasta tanto que, recitadas sosegadamente las horas y concluidas las alabanzas, recibieron del santo de Dios licencia para cantar. Y así reanudaron al instante sus acostumbrados trinos y gorjeos.

En Santa María de la Porciúncula se había instalado una cigarra sobre una higuera cercana a la celda del varón de Dios, y desde allí daba sus conciertos. El siervo de Dios, que había aprendido a admirar, aun en las cosas pequeñas, la magnificencia del Creador, se sentía movido con aquel canto a alabar más frecuentemente al Señor. Un día llamó Francisco a la cigarra, y ésta, como amaestrada por el cielo, voló a sus manos. Al decirle "Canta, mi hermana cigarra, y alaba jubilosamente al Señor", ella (obediente) comenzó en seguida a cantar, y no cesó de hacerlo hasta que, por mandato del Padre, remontó el vuelo hacia su lugar propio. Permaneció allí durante ocho días, cumpliendo diariamente la orden de venir a sus manos, de cantar y volver a la higuera. Por fin, el varón de Dios dijo a sus compañeros: Demos ya licencia a nuestra hermana cigarra para que pueda alejarse. Bastante nos ha alegrado con su canto, y realmente nos ha animado a alabar al Señor durante estos ocho días. Y, puesta en libertad, se retiró al momento de allí y no volvió a aparecer, como si temiera quebrantar en algo el mandato del siervo de Dios.

10. Cuando el siervo de Dios se hallaba enfermo en Siena, un noble señor le regaló un faisán vivo recientemente capturado. Nada más oír y ver al Santo sintió por él tan gran afición, que de ningún modo acertaba a separarse de su compañía, pues repetidas veces lo colocaron en una viña fuera de la pequeña morada de los hermanos para que pudiera escapar si quería, pero siempre volvía en rápido vuelo al lado del Padre, como si por él hubiera sido domesticado durante toda su vida. Entregado más tarde a un hombre que solía visitar al siervo de Dios por la devoción que le profesaba, dicho faisán rehusó tomar alimento alguno, como si le resultara molesto hallarse alejado de la presencia del bondadoso Padre. Por fin tuvieron que devolverlo al siervo de Dios, a quien tan pronto como le vio, entre grandes muestras de alegría, comenzó a comer con toda voracidad.

Cuando llegó al retiro del Alverna para celebrar la cuaresma en honor del arcángel San Miguel, aves de diversa especie aparecieron revoloteando en torno a su celdita, y con sus armoniosos conciertos y gestos de regocijo, como quienes festejaban su llegada, parecía que invitaban encarecidamente al piadoso Padre a establecer allí su morada. Al ver esto, dijo a su compañero: Creo, hermano, ser voluntad de Dios que permanezcamos aquí por algún tiempo, pues parece que las hermanas avecillas reciben un gran consuelo con nuestra presencia. Fijando, pues, allí su morada, un halcón que habitaba en aquel mismo lugar se le asoció con un extraordinario pacto de amistad. En efecto, todas las noches, a la hora en que el Santo acostumbraba levantarse para los divinos oficios, el halcón le despertaba con sus cantos y sonidos.

Este gesto agradaba sumamente al siervo de Dios, ya que semejante solicitud ejercida con él le hacía sacudir toda pereza y desidia. Mas, cuando el siervo de Cristo se sentía más enfermo de lo acostumbrado, el halcón se mostraba comprensivo, y no le marcaba una hora tan temprana para levantarse, sino que al amanecer (como si estuviera instruido por Dios) pulsaba suavemente la campana de su voz. Ciertamente, parece que tanto la alegría exultante de la variada multitud de aves como el canto del halcón fueron un presagio divino de cómo el cantor y adorador de Dios (elevado sobre las alas de la contemplación) había de ser exaltado en aquel mismo monte mediante la aparición de un serafín.

11. Mientras estaba morando una temporada en el eremitorio de Greccio, los habitantes de aquel lugar se veían atormentados por muchos males. Por una parte, manadas de lobos rapaces hacían grandes estragos no sólo entre los animales, sino en los mismos hombres; por otra, anualmente, las tempestades de granizo devastaban los campos y viñedos.

Estando, pues, tan afligidos, el pregonero del santo Evangelio les predicó en los siguientes términos: "Para honor y alabanza de Dios omnipotente, os aseguro que desaparecerán todas estas calamidades y que el Señor, vuelto a vosotros, os multiplicará los bienes temporales si, dando crédito a mis palabras, reconocéis vuestra lamentable situación y (previa una sincera confesión de vuestros pecados) hacéis dignos frutos de penitencia. Pero además os anuncio que si, mostrándoos ingratos a los beneficios recibidos, volvéis al vómito de vuestros pecados, se renovarán las pestes, se duplicará el castigo y se descargará sobre vosotros una ira mayor".

Siguiendo las amonestaciones del Santo, los moradores de Greccio hicieron penitencia de sus pecados, y desde aquel día cesaron las plagas, desaparecieron los peligros y ni los lobos ni el granizo volvieron a causarles daño alguno. Es más, si alguna vez el granizo llegaba a devastar los campos vecinos, al acercarse a los términos de Greccio, se disipaba allí mismo la tempestad o tomaba otra dirección. El granizo y los lobos guardaron el pacto del siervo de Dios, y nunca intentaron contravenir las leyes de la piedad ensañándose con los hombres, convertidos también a la piedad, mientras éstos no violaron el acuerdo actuando impíamente contra las piadosísimas leyes de Dios.

Así, pues, debe ser objeto de piadosa admiración la piedad de este bienaventurado varón, que estuvo revestida de tan admirable dulzura y poder, que amansó a las bestias feroces, domesticó a los animales salvajes, amaestró a los mansos y sometió a su obediencia la naturaleza de los brutos, rebeldes al hombre después de su caída en el pecado. Realmente, la piedad (reconciliando entre sí a todas las criaturas) es útil para todo, pues tiene una promesa para esta vida y para la futura.

IX
CARIDAD DE FRANCISCO, Y SUS DESEOS DE MARTIRIO

1. ¿Quién será capaz de describir la ardiente caridad en que se abrasaba Francisco, el amigo del Esposo? Todo él parecía impregnado (como un carbón encendido) de la llama del amor divino. Con sólo oír la expresión "amor de Dios", al momento se sentía estremecido, excitado, inflamado, cual si con el plectro del sonido exterior hubiera sido pulsada la cuerda interior de su corazón. Afirmaba ser una noble prodigalidad ofrecer tal censo de amor a cambio de las limosnas y que son muy necios cuantos lo cotizan menos que el dinero, puesto que el imponderable precio del amor de Dios basta para adquirir el reino de los cielos y porque mucho ha de ser amado el amor de Aquel que tanto nos amó.

Mas para que todas las criaturas le impulsaran al amor divino, exultaba de gozo en cada una de las obras de las manos del Señor y por el alegre espectáculo de la creación se elevaba hasta la razón y causa vivificante de todos los seres. En las cosas bellas contemplaba al que es sumamente hermoso y mediante las huellas impresas en las criaturas buscaba por doquier a su Amado, sirviéndose de todos los seres como de una escala para subir hasta Aquel que es todo deseable. Impulsado por el afecto de su extraordinaria devoción, degustaba la bondad originaria de Dios en cada una de las criaturas, como en otros tantos arroyos derivados de la misma bondad; y, como si percibiera un concierto celestial en la armonía de las facultades y movimientos que Dios les ha otorgado, las invitaba dulcemente (cual otro profeta David) a cantar las alabanzas divinas.

2. Cristo Jesús crucificado moraba de continuo, como hacecillo de mirra, en la mente y corazón de Francisco, y en El deseaba transformarse totalmente por el incendio de su excesivo amor. Impulsado por su singular devoción a Cristo, desde la fiesta de la Epifanía se apartaba a lugares solitarios durante 40 días continuos, en recuerdo del tiempo que Cristo estuvo retirado en el desierto, y, encerrado en una celda, observaba la mayor estrechez que le permitían sus fuerzas en el comer y beber, entregándose sin interrupción al ayuno, a la oración y a las alabanzas divinas.

Era tan ardiente el afecto que le arrebataba hacia Cristo y, por otra parte, tan cariñoso el amor con que le correspondía el Amado, que daba la impresión de que el siervo de Dios sentía continuamente ante sus ojos la presencia del Salvador, según lo reveló alguna vez en confianza a sus compañeros más íntimos.

Su amor al sacramento del cuerpo del Señor era un fuego que abrasaba todo su ser, sumergiéndose en sumo estupor al contemplar tal condescendencia amorosa y un amor tan condescendiente. Comulgaba frecuentemente y con tal devoción, que contagiaba su fervor a los demás, y al degustar la suavidad del Cordero inmaculado, era muchas veces, como ebrio de espíritu, arrebatado en éxtasis.

3. Amaba con indecible afecto a la Madre del Señor Jesús, por ser ella la que ha convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad y por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella. Después de Cristo, depositaba principalmente en la misma su confianza; por eso la constituyó abogada suya y de todos sus hermanos, y ayunaba en su honor con suma devoción desde la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo hasta la fiesta de la Asunción.

Con vínculos de amor indisoluble se sentía unido a los espíritus angélicos, que arden en un fuego mirífico, con el que se elevan hasta Dios e inflaman las almas de los elegidos. Por devoción a ellos ayunaba durante cuarenta días a partir de la Asunción de la gloriosa Virgen, entregándose a una ininterrumpida oración. Pero profesaba un especial amor y devoción al bienaventurado Miguel Arcángel, por ser el encargado de presentar las almas a Dios. Impulsábale a ello el ferviente celo que sentía por la salvación de cuantos han de salvarse.

Al recuerdo de todos los santos, como piedras de fuego, se recalentaba en su corazón un incendio divino. Cultivaba una gran devoción a todos los apóstoles, especialmente a Pedro y Pablo, por la ardiente caridad con que amaron a Cristo; y en reverencia y amor hacia los mismos dedicaba al Señor el ayuno de una cuaresma especial.

El Pobrecillo no tenía para ofrecer con liberal generosidad más que dos moneditas: su cuerpo y su alma. Y ambas las tenía ofrecidas tan de continuo a Cristo, que se diría que en todo momento inmolaba su cuerpo con el rigor del ayuno, y su espíritu con ardorosos deseos, sacrificando en el atrio exterior el holocausto y quemando en el interior de su templo el timiama.

4. Si, por una parte, su intensa devoción y ferviente caridad lo elevaban hacia las realidades divinas, por otra, su afectuosa bondad lo lanzaba a estrechar en dulce abrazo a todos los seres, hermanos suyos por naturaleza y gracia. Pues si la ternura de su corazón lo había hecho sentirse hermano de todas las criaturas, no es nada extraño que la caridad de Cristo lo hermanase más aún con aquellos que están marcados con la imagen del Creador y redimidos con la sangre del Hacedor.

No se consideraba amigo de Cristo si no trataba de ayudar a las almas que por Él han sido redimidas. Y afirmaba que nada debe preferirse a la salvación de las almas, aduciendo como prueba suprema el hecho de que el Unigénito de Dios se dignó morir por ellas colgado en el leño de la cruz. De ahí su esfuerzo en la oración, de ahí sus correrías apostólicas y su celo por dar buen ejemplo. Por eso, cuando se le reprendía por la demasiada austeridad que usaba consigo mismo, respondía que había sido puesto como ejemplo para los demás.

Y aunque su inocente carne, sometida ya espontáneamente al espíritu, no necesitaba del flagelo de la penitencia para expiar sus propios pecados, no obstante (para dar buen ejemplo), volvía a imponerle cargas y castigos, recorriendo, por el bien de los demás, los duros caminos de la mortificación. Pues solía decir: Aunque hablara las lenguas de los ángeles y de los hombres, si no tengo en mí caridad y no doy ejemplo de virtud a mis prójimos, muy poco será lo que aproveche a los otros, nada a mí mismo.

5. Enfervorizado en el incendio de la caridad, se esforzaba por emular el glorioso triunfo de los santos mártires, en quienes nadie ni nada pudo extinguir la llama del amor ni debilitar su fortaleza en el sufrir. Inflamado, pues, en esa caridad perfecta que arroja de sí todo temor, deseaba ofrecerse él mismo en persona (mediante el fuego del martirio) como hostia viva al Señor, para corresponder de este modo al amor de Cristo, muerto por nosotros en la cruz, y para incitar a los demás al amor divino. En efecto, ardiendo en deseos de martirio, al sexto año de su conversión resolvió embarcarse a Siria a fin de predicar la fe cristiana y la penitencia a los sarracenos y otros infieles.

Así, pues, embarcó en una nave que se dirigía a aquellas tierras; pero, a causa de los fuertes vientos contrarios, se vio obligado a desembarcar en las costas de Eslavonia. Permaneció allí algún tiempo, y, al no poder encontrar una embarcación que se hiciera entonces a la mar, se sintió defraudado en sus deseos y rogó a unos navegantes que salían para Ancona que por amor de Dios lo llevasen a bordo. Mas ellos se negaron rotundamente a su petición, alegando el motivo de la escasez de víveres. Con todo, el varón de Dios, confiando plenamente en la bondad divina, se metió a ocultas con su compañero en el barco. En esto se presentó un individuo, enviado por Dios (según se cree) en ayuda del Pobrecillo, el cual llevaba consigo el necesario avituallamiento y, llamando aparte a uno de los marineros, temeroso de Dios, le dijo: "Guarda fielmente estos víveres para los pobres hermanos que están escondidos en la nave y suminístraselos amigablemente en tiempo de necesidad".

Y así sucedió que, a causa del fuerte temporal, no pudieron durante muchos días los tripulantes arribar a ningún puerto; y entre tanto se agotaron todos los alimentos, quedando sólo la limosna concedida milagrosamente al pobre Francisco, la cual, no obstante ser insignificante, por virtud divina aumentó tan considerablemente, que, teniendo que permanecer muchos días en el mar debido al continuo temporal, antes de llegar al puerto de Ancona, bastó para proveer plenamente a las necesidades de todos. Al ver entonces los tripulantes que por el siervo de Dios se habían librado de tantos peligros de muerte, como que habían sufrido los horribles riesgos del mar y visto las maravillosas obras del Señor en medio del piélago, dieron gracias a Dios omnipotente, que siempre se manifiesta admirable y digno de amor en sus amigos y siervos.

6. Tan pronto como dejó el mar y puso pie en tierra, comenzó a sembrar la semilla de la palabra de salvación, recogiendo apretado manojo de frutos espirituales. Mas como le atraía tanto la idea de la consecución del martirio, que prefería una preciosa muerte por Cristo a todos los méritos de las virtudes, emprendió viaje hacia Marruecos con objeto de predicar el Evangelio de Cristo al Miramamolín y su gente, y poder conseguir de algún modo la deseada palma del martirio. Y era tan ardiente este deseo, que, a pesar de su debilidad corporal, se adelantaba a su compañero de peregrinación, y, como ebrio de espíritu, volaba presuroso a la realización de su proyecto.

Pero cuando llegó a España, por designio de Dios, que le reservaba para otras muy importantes empresas, le sobrevino una gravísima enfermedad que le impidió llevar a cabo su anhelo. Comprendiendo, pues, el hombre de Dios que su vida mortal era aún necesaria para la prole que había engendrado, aunque para sí reputaba la muerte como una ganancia, tornó de su camino para ir a apacentar las ovejas encomendadas a su solicitud.

7. Pero como el ardor de su caridad lo apremiaba insistentemente a la búsqueda del martirio, intentó aún por tercera vez marchar a tierra de infieles para propagar, con la efusión de su sangre, la fe en la Trinidad. Así es que el año 13º de su conversión partió a Siria, exponiéndose a muchos y continuos peligros en su intento de llegar hasta la presencia del sultán de Babilonia.

Se entablaba entonces entre cristianos y sarracenos una guerra tan implacable, que estando enfrentados ambos ejércitos en campos contrarios no se podía pasar de una parte a otra sin exponerse a peligro de muerte, pues el sultán había hecho promulgar un severo edicto, en cuya virtud se recompensaba con un besante de oro al que le presentara la cabeza de un cristiano.

Pero el intrépido caballero de Cristo Francisco, con la esperanza de ver cumplido muy pronto su proyecto de martirio, se decidió a emprender la marcha sin atemorizarse por la idea de la muerte, antes bien estimulado por su deseo. Y así, después de haber hecho oración y confortado por el Señor, cantaba confiadamente con el profeta: Aunque camine en medio de las sombras de la muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo.

8. Acompañado, pues, de un hermano llamado Iluminado (hombre realmente iluminado y virtuoso), se puso en camino, y de pronto le salieron al encuentro dos ovejitas, a cuya vista, muy alborozado, dijo el Santo al compañero: Confía, hermano, en el Señor, porque se cumple en nosotros el dicho evangélico "He aquí que os envío como ovejas en medio de lobos". Avanzando un poco más, se encontraron con los guardias sarracenos, que se precipitaron sobre ellos como lobos sobre ovejas y trataron con crueldad y desprecio a los siervos de Dios salvajemente capturados, prefiriendo injurias contra ellos, afligiéndoles con azotes y atándolos con cadenas. Finalmente, después de haber sido maltratados y atormentados de mil formas, disponiéndolo así la divina Providencia, los llevaron a la presencia del sultán, según lo deseaba el varón de Dios.

Entonces el jefe les preguntó quién los había enviado, cuál era su objetivo, con qué credenciales venían y cómo habían podido llegar hasta allí; y el siervo de Cristo Francisco le respondió con intrepidez que había sido enviado no por hombre alguno, sino por el mismo Dios altísimo, para mostrar a él y a su pueblo el camino de la salvación y anunciarles el evangelio de la verdad. Y predicó ante dicho sultán sobre Dios trino y uno y sobre Jesucristo salvador de todos los hombres con tan gran convicción, con tanta fortaleza de ánimo y con tal fervor de espíritu, que claramente se veía cumplirse en él aquello del evangelio: Yo os daré palabras y sabiduría, a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.

De hecho, observando el sultán el admirable fervor y virtud del hombre de Dios, lo escuchó con gusto y le invitó insistentemente a permanecer consigo. Pero el siervo de Cristo, inspirado de lo alto, le respondió: "Si os resolvéis a convertiros a Cristo tú y tu pueblo, muy gustoso permaneceré por su amor en vuestra compañía. Mas, si dudas en abandonar la ley de Mahoma a cambio de la fe de Cristo, manda encender una gran hoguera, y yo entraré en ella junto con tus sacerdotes, para que así conozcas cuál de las dos creencias ha de ser tenida, sin duda, como más segura y santa".

Respondió el sultán: "No creo que entre mis sacerdotes haya alguno que por defender su fe quiera exponerse a la prueba del fuego, ni que esté dispuesto a sufrir cualquier otro tormento". Había observado, en efecto, que uno de sus sacerdotes, hombre íntegro y avanzado en edad, tan pronto como oyó hablar del asunto, desapareció de su presencia. Entonces, el Santo le hizo esta proposición: "Si en tu nombre y en el de tu pueblo me quieres prometer que os convertiréis al culto de Cristo si salgo ileso del fuego, entraré yo solo a la hoguera. Si el fuego me consume, impútese a mis pecados; pero, si me protege el poder divino, reconoceréis a Cristo, fuerza y sabiduría de Dios, verdadero Dios y Señor, salvador de todos los hombres".

El sultán respondió que no se atrevía a aceptar dicha opción, porque temía una sublevación del pueblo. Con todo, le ofreció muchos y valiosos regalos, que el varón de Dios (ávido no de los tesoros terrenos, sino de la salvación de las almas) rechazó cual si fueran lodo. Viendo el sultán en este santo varón un despreciador tan perfecto de los bienes de la tierra, se admiró mucho de ello y se sintió atraído hacia él con mayor devoción y afecto. Y, aunque no quiso, o quizás no se atrevió a convertirse a la fe cristiana, sin embargo, rogó devotamente al siervo de Cristo que se dignara aceptar aquellos presentes y distribuirlos (por su salvación) entre cristianos pobres o iglesias. Pero Francisco, que rehuía todo peso de dinero y percatándose, por otra parte, que el sultán no se fundaba en una verdadera piedad, rehusó en absoluto condescender con su deseo.

9. Al ver que nada progresaba en la conversión de aquella gente y sintiéndose defraudado en la realización de su objetivo del martirio, avisado por inspiración de lo alto, retornó a los países cristianos. Y resultó, de un modo misericordioso y admirable a la vez (por disposición de la demencia divina y mediante los méritos de las virtudes del Santo), que este amigo de Cristo buscara con todas sus fuerzas morir por Él y no lo consiguiera, para así lograr, por una parte, el mérito del deseado martirio, y, por otra, quedar reservado para un privilegio singular con el que sería distinguido más adelante. De ahí que aquel fuego divino llameó con más intensidad en su corazón para que después se manifestase con mayor evidencia en su carne.

X
VIDA DE ORACIÓN DE FRANCISCO

1. Como quiera que el siervo de Cristo Francisco se sentía en su cuerpo como un peregrino alejado del Señor (si bien, por la caridad de Cristo, se había ya totalmente insensibilizado a los deseos terrenos), para no verse privado de la consolación del Amado, se esforzaba, orando sin intermisión, por mantener siempre su e Espíritu unido a Dios.

Ciertamente, la oración era para este hombre contemplativo un verdadero solaz, mientras, convertido ya en conciudadano de los ángeles dentro de las mansiones celestiales, buscaba con ardiente anhelo a su Amado, de quien solamente le separaba el muro de la carne. Era también la oración para este hombre dinámico un refugio, pues, desconfiando de sí mismo y fiado de la bondad divina, en medio de toda su actividad descargaba en el Señor (por el ejercicio continuo de la oración) todos sus afanes.

Afirmaba rotundamente que el religioso debe desear, por encima de todas las cosas, la gracia de la oración; y, convencido de que sin la oración nadie puede progresar en el servicio divino, exhortaba a los hermanos, con todos los medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio. Y en cuanto a él se refiere, cabe decir que ora caminase o estuviese sentado, lo mismo en casa que afuera, ya trabajase o descansase, de tal modo estaba entregado a la oración, que parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y su cuerpo, sino hasta toda su actividad y todo su tiempo.

2. No dejaba pasar por alto (llevado de la negligencia) ninguna visita del Espíritu. En efecto, cuando recibía una tal visita, prestábale gran atención, y en tanto que el Señor se la concedía, saboreaba la dulcedumbre ofrecida. Por eso, cuando, estando en camino, sentía algún soplo del Espíritu divino, se detenía al punto dejando pasar adelante a sus compañeros, y así se reconcentraba para convertir en fruición la nueva inspiración; en verdad, no recibía en vano la gracia de Dios. Sumergíase muchas veces en el éxtasis de la contemplación de tal modo, que, arrebatado fuera de sí y percibiendo algo más allá de los sentidos humanos, no se daba cuenta de lo que acontecía al exterior en torno suyo. Así sucedió una vez en Borgo San Sepolcro, un castro muy poblado. Al atraversarlo sentado en un jumentillo, a causa de la debilidad del cuerpo, se encontró con una muchedumbre, que, llevada de la devoción, se abalanzó sobre él.

Detenido por la turba, que le empujaba y asediaba de mil maneras, parecía insensible a todo, y como si su cuerpo estuviera muerto a todo lo que sucedía a su lado, no se dio cuenta absolutamente de nada. Por eso, después de haber dejado muy atrás el poblado y la gente, al llegar a una casa de leprosos, el contemplativo de las cosas celestiales (como volviendo de otro mundo) preguntó con interés cuánto faltaba para llegar a Borgo. Y es que su espíritu, anclado en los esplendores del cielo, no había reparado en la variedad de lugares y tiempos, ni en las personas que habían salido a su encuentro. Y que esto le sucedió con alguna frecuencia, lo sabemos por varios testimonios de sus compañeros.

3. Y como había aprendido en la oración que el Espíritu Santo hace sentir tanto más íntimamente su dulce presencia a los que oran cuanto más alejados los ve del mundanal ruido, por eso buscaba lugares apartados y se dirigía a la soledad o a las iglesias abandonadas para dedicarse de noche a la oración. Allí sostenía frecuentes y horribles luchas con los demonios, que, atacándole sensiblemente, se esforzaban por perturbarlo en el ejercicio de la oración. El empero, defendido con las armas del cielo, cuanto más duramente le asaltaban los enemigos, tanto más fuerte se hacía en la virtud y más fervoroso en la oración diciendo confiadamente a Cristo: A la sombra de tus alas escóndeme de los malvados que me asaltan.

Después se dirigía a los demonios y les decía: "Espíritus malignos y falsos, haced en mí todo lo que podáis. Bien sé que no podéis hacer más de lo que os permita la mano del Señor. Por mi parte, estoy dispuesto a sufrir con sumo gusto todo lo que El os asigne infligirme". No pudiendo soportar los arrogantes demonios tal constancia de ánimo, se retiraban llenos de confusión.

4. Y, cuando el varón de Dios quedaba solo y sosegado, llenaba de gemidos los bosques, bañaba la tierra de lágrimas, se golpeaba con la mano el pecho, y, como quien ha encontrado un santuario íntimo, conversaba con su Señor. Allí respondía al Juez, allí suplicaba al Padre, allí hablaba con el Amigo, allí también fue oído algunas veces por sus hermanos que con piadosa curiosidad lo observaban interpelar con grandes gemidos a la divina demencia en favor de los pecadores, y llorar en alta voz la pasión del Señor como si la estuviera presenciando con sus propios ojos.

Allí lo vieron orar de noche, con los brazos extendidos en forma de cruz, mientras todo su cuerpo se elevaba sobre la tierra y quedaba envuelto en una nubecilla luminosa, como si el admirable resplandor que rodeaba su cuerpo fuera una prueba de la maravillosa luz de que estaba iluminada su alma. Allí también (según está comprobado por indicios ciertos) se le descubrían misteriosos secretos de la divina sabiduría, que no los hacía públicos sino en el grado que le urgía la caridad de Cristo o se lo exigía el bien del prójimo. Solía decir a este propósito: Sucede que por una ligera satisfacción llega a perderse un don inapreciable y se provoca a Aquel que lo dio a no concederlo en adelante con tanta facilidad.

Cuando volvía de su oración privada (en la que venía a quedar como transformado en otro hombre), tenía sumo cuidado en adaptarse a los demás, no fuese que las exteriorizaciones le granjeasen el aplauso humano, y quedara por ello desprovisto del premio en su interior. Si en público le sorprendía de improviso la visita del Señor, siempre encontraba algún medio para evadir la atención de los presentes de forma que no apareciesen al exterior sus familiares encuentros con el Esposo. Cuando oraba en compañía de sus hermanos, trataba de evitar por completo los ruidos de toses, los gemidos, los fuertes suspiros y otros gestos exteriores; y esto lo hacía tanto por su amor al secreto como porque, adentrado profundamente en su interior, estaba todo él transportado en Dios.

Muchas veces dijo a sus compañeros más íntimos: Cuando el siervo de Dios recibe durante la oración una visita de lo alto, debe decir: "Señor, pecador e indigno como soy, me has enviado del cielo este consuelo; yo lo encomiendo a tu custodia, porque me reconozco ladrón de tu tesoro". Y cuando vuelve de la oración debe mostrarse de tal modo pobrecillo y pecador cual si no hubiera conseguido ninguna nueva gracia.

5. Sucedió una vez que, mientras oraba el varón de Dios en la Porciúncula, vino a visitarle (como de costumbre) el obispo de Asís. Apenas entró en el lugar, se acercó con más confianza que la debida a la celda en que oraba el siervo de Cristo; llamó a la puerta y fue a pasar adelante. Nada más introducir la cabeza y ver al Santo en oración, de repente quedó sobrecogido de espanto, se le paralizaron los miembros y hasta perdió el habla; y súbitamente, por designio divino, fue expulsado con violencia hacia afuera, viéndose obligado a retroceder y alejarse de allí. Estupefacto el obispo, se apresuró, tan pronto como pudo, a presentarse a los hermanos; y, al devolverle Dios el habla, sus primeras palabras fueron para confesar la culpa.

Sucedió en cierta ocasión que el abad del monasterio de San Justino, del obispado de Perusa, se encontró con el siervo de Cristo. Apenas lo vio, el devoto abad se apeó rápidamente del caballo para rendir reverencia al varón de Dios y conversar con él de cosas referentes a la salvación de su alma. Al término del dulce coloquio, a la hora de despedirse, el abad le pidió humildemente que rogara por él. El hombre amado de Dios le respondió: Lo haré de buen grado.

Cuando se hubo alejado un poco el abad, el fiel Francisco dijo a su compañero: Aguarda un momento, hermano, que quiero cumplir lo prometido. Y, mientras oraba el Santo, súbitamente sintió el abad en su espíritu un calor tan inusitado y una tal dulzura no experimentada hasta entonces, que, arrebatado en éxtasis, quedó totalmente absorto en Dios. Permaneció, así un breve espacio de tiempo, y (vuelto en sí) reconoció la eficacia de la oración de San Francisco. Por eso en adelante profesó una simpatía mayor a la Orden y contó a muchos este hecho que consideraba milagroso.

6. Solía el Santo rendir a Dios el tributo de las horas canónicas con no menor reverencia que devoción. Pues, aunque estaba enfermo de los ojos, del estómago, del bazo y del hígado, con todo, no quería (mientras salmodiaba) apoyarse en el muro o en la pared, sino que recitaba siempre las horas de pie y sin cubrir la cabeza con la capucha, con la mirada recogida y sin ninguna interrupción.

Si alguna vez iba de camino, se detenía a la hora de rezar el oficio, y no omitía esta respetuosa y santa costumbre ni siquiera cuando le alcanzaba una lluvia torrencial. Solía decir en efecto: Si el cuerpo toma tranquilamente su alimento, con el que se ha de convertir algún día en pasto de gusanos, ¿con cuánta mayor paz y sosiego debe recibir el alma su alimento de vida?

Creía faltar gravemente si, entregado a la oración, se dejaba distraer interiormente por vanas imaginaciones. Cuando algo de esto le sucedía, no quedaba tranquilo hasta confesar su culpa y expiarla con una adecuada penitencia. Y de tal modo llevó a la práctica esta costumbre, que rarísimamente fue molestado por tales moscas de vanas imaginaciones.

Durante una cuaresma, en su afán de aprovechar hasta los últimos segundos de tiempo, hizo un pequeño vaso. Y sucedió que al rezo de tercia le vino a la cabeza su recuerdo, distrayéndolo un poco. Movido por el fervor del espíritu, arrojó al fuego dicho vaso, diciendo: Lo sacrificaré al Señor, puesto que ha sido un obstáculo para rendirle el debido sacrificio. Recitaba los salmos con tal atención de mente y de espíritu cual si tuviese a Dios presente ante sus ojos; y cuando en ellos venía el nombre del Señor, parecía relamerse los labios por la suave dulzura que experimentaba.

Queriendo, asimismo, honrar con singular reverencia el nombre del Señor, no sólo cuando era recordado en la mente, sino también cuando era pronunciado o aparecía escrito, recomendó alguna vez a sus hermanos recoger, doquiera encontraren, todo papel escrito y colocarlo en lugar decente, no se diera el caso de conculcarse el sagrado nombre de Dios que tal vez estuviera allí escrito. Cuando pronunciaba u oía pronunciar el nombre de Jesús, se llenaba en su interior de un gozo inefable, y en su exterior aparecía todo conmocionado, cual si su paladar saborease manjares exquisitos o su oído percibiera sonidos armoniosos.

7. Tres años antes de su muerte se dispuso a celebrar en el castro de Greccio, con la mayor solemnidad posible, la memoria del nacimiento del niño Jesús, a fin de excitar la devoción de los fieles. Mas para que dicha celebración no pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió antes licencia al sumo pontífice; y, habiéndola obtenido, hizo preparar un pesebre con el heno correspondiente y mandó traer al lugar un buey y un asno.

Son convocados los hermanos, llega la gente, el bosque resuena de voces, y aquella noche bendita, esmaltada profusamente de claras luces y con sonoros conciertos de voces de alabanza, se convierte en esplendorosa y solemne. El varón de Dios estaba lleno de piedad ante el pesebre, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón inundado de gozo. Se celebra sobre el mismo pesebre la misa solemne, en la que Francisco, levita de Cristo, canta el santo evangelio. Predica después al pueblo allí presente sobre el nacimiento del Rey pobre, y cuando quiere nombrarlo (transido de ternura y amor), lo llama Niño de Belén.

Todo esto lo presenció un caballero virtuoso y amante de la verdad: el Señor Juan de Greccio, quien por su amor a Cristo había abandonado la milicia terrena y profesaba al varón de Dios una entrañable amistad. Aseguró este caballero haber visto dormido en el pesebre a un niño extraordinariamente hermoso, al que, estrechando entre sus brazos el bienaventurado padre Francisco, parecía querer despertarlo del sueño.

Dicha visión del devoto caballero es digna de crédito no solo por la santidad del testigo, sino también porque ha sido comprobada y confirmada su veracidad por los milagros que siguieron. Porque el ejemplo de Francisco, contemplado por las gentes del mundo, es como un despertador de los corazones dormidos en la fe de Cristo, y el heno del pesebre, guardado por el pueblo, se convirtió en milagrosa medicina para los animales enfermos y en revulsivo eficaz para alejar otras clases de pestes. Así, el Señor glorificaba en todo a su siervo y con evidentes y admirables prodigios, demostraba la eficacia de su santa oración.

XI
ESPÍRITU DE PROFECÍA DE FRANCISCO

1. Incesante ejercicio de la oración, unido a la continua práctica de la virtud, había conducido al varón de Dios a tal limpidez y serenidad de mente, que a pesar de no haber adquirido, por adoctrinamiento humano, conocimiento de las sagradas letras, iluminado con los resplandores de la luz eterna, llegaba a sondear, con admirable agudeza de entendimiento, las profundidades de las Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba los más ocultos misterios, y allí donde no alcanza la ciencia de los maestros, se adentraba el afecto del amante.

Leía algunas veces los libros sagrados, y lo que una vez se había depositado en su alma, se grababa tenazmente en su memoria; no en vano percibía con atento oído de su mente lo que después rumiaba sin cesar con devoción y afecto. Preguntáronle en cierta ocasión los hermanos si sería de su agrado que los letrados admitidos ya en la Orden se aplicasen al estudio de la Sagrada Escritura, y Francisco respondió: "Sí, me place, pero a condición de que, a ejemplo de Cristo, de quien se dice que se dedicó más a la oración que a la lectura, no descuiden el ejercicio de la oración, ni se entreguen al estudio sólo para saber cómo han de hablar, sino, más bien, para practicar lo que han escuchado, y, practicándolo, lo propongan a los demás para que lo pongan por obra. Quiero que mis hermanos sean discípulos evangélicos y de tal modo progresen en el conocimiento de la verdad, que crezcan en pura simplicidad, sin separar la sencillez colombina de la prudencia de la serpiente, virtudes que el soberano Maestro conjuntó en la enseñanza de sus benditos labios".

2. Preguntado en la ciudad de Siena por un religioso, doctor en sagrada teología, acerca de algunas cuestiones muy difíciles de entender, le puso al descubierto con tanta claridad los misterios de la divina sabiduría, que se llenó de asombro aquel hombre sabio. Por eso exclamó todo admirado: En verdad, la teología de este santo Padre, elevada a lo alto, como sobre alas, por su pureza y contemplación, se parece a un águila que se remonta a los cielos, mientras nuestra ciencia se arrastra por el suelo. Aunque no era un experto en hablar, sin embargo, dotado del don de la ciencia, resolvía cuestiones dudosas y hacía luz en los puntos oscuros. Nada extraño que el Santo recibiera de Dios la inteligencia de las Escrituras, ya que por la perfecta imitación de Cristo llevaba impresa en sus obras la verdad de las mismas, y por la plenitud de la unción del Espíritu Santo poseía dentro de su corazón al Maestro de las sagradas letras.

3. Brilló también en Francisco el espíritu de profecía en tal grado, que preveía las cosas futuras y descubría los secretos de los corazones; veía, asimismo, las cosas ausentes como si estuvieran presentes y se aparecía maravillosamente a los que estaban lejos. En ocasión en que el ejército cristiano sitiaba la ciudad de Damieta, se encontraba allí el varón de Dios, protegido no con el poder de las armas, sino con la coraza de la fe. Al escuchar el día mismo de la batalla que los cristianos se preparaban a la lucha, el siervo de Cristo se afligió muy profundamente y dijo a su compañero: "El Señor me ha revelado que, si se enfrentan los dos ejércitos, el resultado será desfavorable para los cristianos; pero, si les digo esto, me tomarán por mentecato, y, si me callo, no podré evitar los remordimientos de conciencia. ¿Qué opinas tú sobre el particular?".

Le respondió su compañero: Hermano, no te importe ni mucho ni poco el juicio de los hombres, pues no es ahora cuando comienzas a ser considerado como loco. Descarga tu conciencia y teme más a Dios que a los hombres. Al oír tal contestación, se marcha en seguida el heraldo del Evangelio, exhorta con saludables consejos a los cristianos, les disuade a presentar batalla y les predice la derrota. Mas los soldados tomaron la verdad como si fuera un cuento, endurecieron su corazón y no quisieron retroceder de sus planes.

Avanzan, chocan las armas, se entabla la batalla, y todo el ejército cristiano se bate en retirada, obteniendo como resultado no el triunfo, sino una vergonzosa derrota. Con este lamentable desastre quedó diezmado el ejército cristiano, de modo que el número de muertos y cautivos ascendió a cerca de seis mil. Así se puso de manifiesto que no debía haberse despreciado la sabiduría del pobre, porque el alma del justo anuncia, a veces, la verdad mejor que siete vigías puestos en atalaya para vigilar.

4. En otra ocasión, después de haber regresado de su viaje a ultramar, llegó a Celano a predicar; y allí un devoto caballero le invitó insistentemente a quedarse a comer con él. Vino, pues, a su casa, y toda la familia se llenó de gozo a la llegada de los pobres huéspedes. Pero, antes de ponerse a comer, el devoto varón (siguiendo su costumbre) se detuvo un poco con los ojos elevados al cielo, dirigiendo a Dios súplicas y alabanzas. Al concluir la oración llamó aparte en confianza al bondadoso señor que lo había hospedado y le habló así: "Mira, hermano huésped; vencido por tus súplicas, he entrado en tu casa para comer. Ahora, pues, escucha y sigue con presteza mis consejos, porque no es aquí, sino en otro lugar, donde vas a comer hoy. Confiesa en seguida tus pecados con espíritu de sincero arrepentimiento y que en tu conciencia no quede nada que haya de manifestarse en una buena confesión. Hoy mismo te recompensará el Señor la obra de haber acogido con tanta devoción a sus pobres".

Aquel señor puso inmediatamente en práctica los consejos del Santo: hizo con el compañero de éste una sincera confesión de todos sus pecados, puso en orden todas sus cosas y se preparó (como mejor pudo) a recibir la muerte. Finalmente, se sentaron todos a la mesa. Apenas habían comenzado los otros a comer, cuando el dueño de la casa, con una muerte repentina, exhaló su espíritu, según le había anunciado el varón de Dios.

Así, la misericordiosa hospitalidad obtuvo su premio merecido, verificándose la palabra de la Verdad: Quien recibe a un profeta tendrá paga de profeta. En efecto, merced al anuncio profético del Santo, aquel piadoso caballero se previno contra una muerte imprevista, y, defendido con las armas de la penitencia, pudo evitar la condenación eterna y entrar en las eternas moradas.

5. Cuando el siervo de Dios yacía enfermo en Rieti, le llevaron en una camilla (víctima de grave enfermedad) a un prebendado de nombre Gedeón, hombre lascivo y mundano. Con lágrimas en los ojos rogaba a Francisco, a una con los presentes, que trazase sobre él la señal de la cruz. Le repuso el Santo: "Cómo quieres que te bendiga con la señal de la cruz después que has vivido en el pasado según los antojos de tu carne, sin temer los juicios de Dios? No obstante, en atención a las devotas súplicas de los presentes, haré sobre ti la señal de la cruz en nombre del Señor. Mas tenlo presente: si una vez curado vuelves de nuevo al vómito del pecado, sufrirás desgracias mayores, pues por el pecado de la ingratitud se infligen siempre castigos más grave que los precedentes".

Hecha, pues, la señal de la cruz sobre el enfermo, éste, que había estado postrado con los miembros agarrotados, se levantó al instante del todo sano, y, prorrumpiendo en alabanzas a Dios, exclamó: "Ya estoy libre de mi enfermedad". Crujieron entonces los huesos de la cintura (ruido que oyeron todos) con un chasquido semejante al que se produce cuando con la mano se parte leña seca.

Mas poco tiempo después, olvidándose de Dios, volvió a entregarse a la vida licenciosa. Y he aquí que cierta tarde en que había cenado en casa de un canónigo y quedado aquella noche allí a dormir, de pronto se derrumbó la techumbre del edificio sobre los que estaban en la misma casa. Pero mientras los demás se escaparon de la muerte, sólo el miserable murió sepultado entre las ruinas. Por justo juicio de Dios, el final de aquel hombre vino a ser peor que el principio a causa del vicio de la ingratitud y del desprecio de Dios. Porque es necesario ser agradecido por el perdón recibido y doblemente se desagrada a Dios con el pecado reiterado.

6. En otra ocasión, una noble y piadosa señora se llegó al Santo para exponerle el dolor que la afligía y pedirle remedio. Su marido era un hombre de extremada crueldad, que le ponía obstáculos en el servicio de Cristo. Por eso pedía dicha mujer al Santo que hiciera oración por él, a fin de que el Señor, en su demencia, se dignase ablandar su corazón. Después que la escuchó, le respondió el Santo: "Vete en paz, que, sin duda alguna, recibirás muy pronto un gran consuelo de tu marido". Y añadió: "Dile de parte de Dios y de parte mía que ahora es tiempo de misericordia y que luego será el de la justicia".

Recibida la bendición, la mujer vuelve a su casa, encuentra a su marido y le comunica las palabras del Santo. De pronto descendió sobre aquel hombre el Espíritu Santo, y, convertido de su condición antigua en un hombre nuevo, el mismo Espíritu le mueve a contestar así con toda dulzura a su mujer: "Señora, sirvamos a Dios y salvemos nuestras almas". En efecto, por insinuación de la santa mujer, vivieron durante muchos años en perfecta continencia y al fin ambos entregaron en el mismo día sus almas al Señor.

Maravilloso, en verdad, el poder del espíritu profético de este varón de Dios, que restituía el vigor a los miembros a punto de secarse e imprimía sentimientos de ternura en los corazones endurecidos. Pero no fue menos estupenda la clarividencia de su espíritu, en cuya virtud no sólo conocía de antemano acontecimientos futuros, sino que también escrutaba los secretos de las conciencias, como si, a imitación de Eliseo, hubiera heredado las dos partes del espíritu del profeta Elías.

7. Hallándose Francisco en Siena, predijo a un señor, amigo suyo, algunas cosas que habían de sucederle al fin de su vida. Y habiéndose enterado de ello aquel hombre docto (de quien antes hemos hecho mención diciendo que alguna vez conversó con el santo Padre sobre cuestiones de la Sagrada Escritura), preguntó al Santo, para salir de dudas, si realmente él había anunciado aquellas cosas que conocía por referencias de dicho hombre. Y Francisco no sólo le confirmó la verdad de lo que había escuchado, sino que además al curioso investigador de hechos ajenos le predijo el día de su propia muerte. Y para cerciorarle mejor de lo que le anunciaba, le reveló un secreto escrúpulo de conciencia que aquel doctor no había manifestado a ningún viviente; le resolvió maravillosamente sus dudas, dejándole del todo tranquilo con sus saludables consejos. En confirmación de lo dicho, aquel religioso acabó sus días tal como se lo había profetizado el siervo de Cristo.

8. En aquel mismo tiempo en que Francisco volvía de ultramar acompañado por el hermano Leonardo de Asís, sucedió que (por estar fatigado y rendido de cansancio) hubo de montar durante un breve espacio de tiempo sobre un asnillo. Le seguía su compañero, muy cansado también, que, sintiendo el peso de la humana flaqueza, comenzó a decir entre sí: "No eran de la misma condición social los padres de éste y los míos; y he aquí que él va montado, mientras yo camino a pie guiando su asno".

Iba rumiando tales pensamientos, cuando de pronto se apeó el Santo y le dijo: "No es justo, hermano, que yo cabalgue y que tu vayas a pie, porque en el siglo fuiste mucho más noble y poderoso que yo". Lleno de estupor y vergüenza al verse descubierto en su conciencia, el hermano se arrojó al instante a los pies del Santo y, todo bañado en lágrimas, le manifestó sinceramente sus pensamientos y le pidió perdón.

9. Había un hermano, devoto de Dios y del siervo de Cristo, que frecuentemente daba vueltas a este pensamiento: que podría considerarse digno de la gracia divina todo aquel a quien el Santo le distinguiese con una especial amistad, y que, por el como excluido por Dios del número de los elegidos aquel a quien el Santo mirase como a un extraño. Atormentado muchas veces con tales pensamientos, ardía en deseos de gozar de la familiaridad del varón de Dios. A nadie había revelado su secreto; pero un día el bondadoso Padre, llamándolo dulcemente junto a sí, le habló de esta manera: Hijo mío, no te dejes turbar por ningún pensamiento; te aseguro que eres uno de entre mis predilectos y que muy gustoso te brindo el favor de mi intimidad y afecto.

Maravillado el hermano por esta revelación, se hizo todavía más devoto del Santo, y no sólo creció en el afecto de éste, sino que, por una gracia singular del Espíritu Santo, fue también enriquecido con mayores dones. En otra ocasión en que Francisco moraba en el monte Alverna recluido en su celda, uno de sus compañeros sintió deseos de poseer algún escrito del Santo con palabras del Señor y breves anotaciones de su propia mano.

Creía que de este modo se vería libre de una grave tentación (no de la carne, sino del espíritu) que lo atormentaba, o que al menos le sería más fácil superarla Ardiendo en tales deseos, vivía interiormente angustiado, por que, vencido por la vergüenza, no se atrevía a manifestar su problema al venerable Padre. Pero lo que el hombre no le descubrió, se lo reveló el Espíritu. Mandó a dicho hermano le trajera tinta y papel y (conforme a su deseo) escribió de su propia mano las alabanzas del Señor, añadiendo al fin su bendición, y le dijo: "Toma para ti este escrito y guárdalo con cuidado hasta el día de tu muerte".

Se hizo el hermano con aquel don tan deseado, y al punto desapareció por completo su tentación. Todavía se conserva este escrito, y, a causa de los estupendos prodigios que posteriormente realizó, permanece como testimonio de las virtudes de Francisco.

10. Había un hermano que, según las apariencias externas, era de una santidad relevante y de intachable conducta, pero muy dado a singularidades. Entregado continuamente a la oración, observaba tal estricto silencio, que incluso acostumbraba confesarse no de palabra, sino con señas.

Acertó a pasar por aquel lugar el santo Padre. Vio a este hermano y habló sobre él a la fraternidad. Todos ponderaban con grandes elogios la virtud de dicho hermano, mas el hombre de Dios les dijo: "Dejad, hermanos, de alabarme lo que en este hermano no es más que una ficción diabólica. Pues sabed que todo es tentación diabólica y fraude engañoso". Muy dura les pareció a los hermanos esta apreciación, creyendo imposible que en tantos indicios de perfección se escondiera el menor atisbo de hipocresía. Pero, al cabo de no muchos días, dicho hermano salió de la Religión, y así se puso de manifiesto con cuánta penetración interior descubrió el varón de Dios los secretos de su corazón.

Del mismo modo, anunciando de antemano con toda certeza la ruina de muchos que al parecer estaban firmes en la virtud, así como la conversión a Cristo de numerosos pecadores, parecía que contemplaba de cerca el espejo de la luz eterna, con cuyo resplandor admirable su mirada interna veía las cosas corporalmente ausentes como si le estuviesen presentes.

11. En cierta ocasión, su vicario celebraba capítulo, mientras él permanecía en oración retirado en la celda, haciendo de intermediario entre los hermanos y Dios. Resultó que uno de éstos (aduciendo especiosas razones en propia defensa) se negaba a someterse a la disciplina. Viendo en espíritu el Santo esta actitud, llamó a uno de sus hermanos y le dijo: "He visto al diablo sobre la espalda de ese hermano desobediente, teniéndole apretado por el cuello. Dicho hermano, sometido a las órdenes de tal jinete, se deja guiar por las bridas de sus sugestiones, una vez que ha despreciado el freno de la obediencia. He rogado a Dios por él, y el diablo ha huido en seguida totalmente confuso. Anda, pues, y dile al hermano que sin dilación someta su cerviz al yugo de la santa obediencia".

Tan pronto como el hermano recibió por intermediario esta amonestación de Francisco, convirtiéndose inmediatamente a Dios, se arrojó con humildad a los pies del vicario.

12. Sucedió también en otra ocasión que dos hermanos llegaron de lejanas tierras al eremitorio de Greccio con el fin de ver al varón de Dios y recibir su bendición, tan deseada desde hacía tiempo. Al llegar no encontraron al Santo, porque se había ya retirado del público a la celda, por lo que marchaban desconsolados. Mas he aquí que al irse, sin que el Santo pudiera tener por medio humano conocimiento de su llegada ni de su partida, salió (contra su costumbre) de la celda, los llamó y, tal como lo deseaban, los bendijo en el nombre de Cristo, haciendo sobre ellos la señal de la cruz.

13. Una vez vinieron dos hermanos de la Tierra de Labor. El más antiguo de ellos había dado durante el viaje algunos escándalos al más joven. Al presentarse al Padre, éste le preguntó al más joven cómo se había comportado con él su compañero a lo largo del camino. Respondió el hermano: "Muy bien, por cierto". A lo que el Santo le contestó: "Cuida, hermano, de no mentir, so capa de humildad. Sí, lo sé todo. Espera un poco y lo verás».

Quedó muy sorprendido el hermano al comprobar cómo el Santo conocía en espíritu hechos tan distantes. Pocos días después, el hermano causante de los escándalos, despreciando la Religión, se salía de ella, sin pedir perdón al Padre ni aceptar la debida corrección y penitencia. Dos cosas se hicieron patentes a un mismo tiempo en la ruina de este hermano: la equidad de la justicia divina y la perspicacia del espíritu de profecía del Santo.

14. Que Francisco (por intervención del poder de Dios) se hizo presente a los ausentes, queda fuera de duda por lo que más arriba se ha dicho. Basta para ello recordar cómo, estando ausente, se apareció transfigurado a sus hermanos en un carro de fuego y de qué modo se presentó en el capítulo de Arlés con los brazos en forma de cruz.

Se ha de creer que todo esto sucedió por disposición divina para que, mediante las maravillosas apariciones de presencia corporal, se viera con claridad meridiana cuán presente y abierto estaba su espíritu a la luz de la sabiduría eterna, que es más móvil que cualquier movimiento y, en virtud de su pureza, lo atraviesa y lo penetra todo; y, entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas. El soberano Maestro, en efecto, suele descubrir sus misterios a los sencillos y pequeñuelos, como primeramente se vio en David, eximio entre los profetas; después, en Pedro, el príncipe de los apóstoles, y, finalmente, en Francisco, el pobrecillo de Cristo. Todos ellos eran sencillos e iletrados, pero llegaron a ser ilustres con una erudición infundida por el Espíritu Santo: el primero, como pastor, para apacentar el rebaño de la sinagoga sacada de Egipto; el segundo, como pescador, para llenar la red de la Iglesia con multiforme variedad de creyentes, y el tercero, como negociante, para comprar la margarita de la vida evangélica, vendiendo y distribuyendo todas las cosas por Cristo.

XII
PREDICACIÓN Y DON DE CURACIÓN DE FRANCISCO

1. Francisco, fiel siervo y ministro de Cristo, en su anhelo de hacerlo todo con fidelidad y perfección, se esforzaba en ejercitarse muy especialmente en aquellas virtudes que, al dictado del Espíritu Santo, conocía ser más del agrado de su Dios. Por esto sucedió que le asaltara una angustiosa duda que le atormentaba en gran manera, y muchos días, al salir de la oración, se la proponía a sus compañeros más íntimos con objeto de encontrar una solución a su problema. Hermanos (les decía), ¿qué me aconsejáis? ¿Qué os parece más laudable: que me entregue del todo al ejercicio de la oración o que vaya a predicar por el mundo?

Ciertamente, yo, pequeñuelo, simple e inexperto en el hablar, he recibido una mayor gracia para la oración que para la palabra. Me parece también que en la oración hay más ganancia y aumento de gracias; en la predicación, en cambio, más bien se distribuyen los dones recibidos del cielo. En la oración, además, se purifican los afectos interiores y se une el alma con el único, verdadero y sumo Bien, fortaleciéndose en la virtud; mas en la predicación se empolvan los pies del espíritu, se distrae la atención en muchas cosas y se rebaja la disciplina. Finalmente, en la oración hablamos con Dios y lo escuchamos, y, llevando una vida cuasi angélica, vivimos entre los ángeles; en la predicación, empero, nos vemos obligados a usar de gran condescendencia con los hombres, y (teniendo que convivir con ellos) se hace forzoso pensar, ver, hablar y oír muchas cosas humanas.

Pero hay algo que contrasta con lo dicho y parece que ante Dios prevalece sobre todas estas cosas, y es que el Hijo unigénito de Dios, Sabiduría eterna, descendió del seno del Padre por la salvación de las almas: para amaestrar al mundo con su ejemplo y predicar el mensaje de salvación a los hombres, a quienes había de redimir con el precio de su sangre divina, purificarlos con el baño del agua y sustentarlos con su cuerpo y sangre, sin reservarse para sí mismo cosa alguna que no hubiese entregado generosamente por nuestra salvación. Y como nosotros debemos obrar en todo conforme al ejemplo de lo que vemos en Él, como modelo mostrado en lo alto del monte, parece ser más del agrado de Dios que, interrumpiendo el sosiego de la oración, salga afuera a trabajar.

Y, por más que durante muchos días anduvo dando vueltas al asunto con sus hermanos, Francisco no acertaba a ver con toda claridad cuál de las dos alternativas debería elegir como más acepta a Cristo. El, que en virtud del espíritu de profecía llegaba a conocer cosas maravillosas, no era capaz en absoluto de resolver por sí mismo esta cuestión. Lo dispuso así la divina Providencia para que se pusiera de manifiesto, por un oráculo divino, la excelencia de la predicación y al mismo tiempo quedara a salvo la humildad del siervo de Cristo.

2. Francisco, que había aprendido lecciones sublimes del soberano Maestro, no se avergonzaba, como verdadero menor, de consultar sobre cosas menudas a los más pequeños. En efecto, su mayor preocupación consistía en averiguar el camino y el modo de servir más perfectamente a Dios conforme a su beneplácito. Esta fue su suprema filosofía, éste su más vivo deseo mientras vivió: preguntar a sabios y sencillos, a perfectos e imperfectos, a pequeños y grandes, cómo podría llegar más eficazmente a la cumbre de la perfección.

Así, pues, llamó a dos de sus compañeros y los envió al hermano Silvestre, aquel que había visto un día salir de la boca de Francisco una cruz, y que a la sazón se encontraba en un monte cercano a la ciudad de Asís consagrado de continuo a la oración. Dichos hermanos le llevaban el encargo de que consultase con el Señor cuál era su voluntad sobre la duda expuesta y comunicase después la respuesta dada de lo alto.

Déntico encargo confió a la santa virgen Clara, encareciéndole que averiguase la voluntad del Señor sobre el particular, ya por medio de alguna de las más puras y sencillas vírgenes que vivían bajo su obediencia, ya también uniendo su oración a la de las otras hermanas. Tanto el venerable sacerdote como la virgen consagrada a Dios (inspirados por el Espíritu Santo) coincidieron de modo admirable en lo mismo, a saber, que era voluntad divina que el heraldo de Cristo saliese afuera a predicar.

Tan pronto como volvieron los hermanos y le comunicaron a Francisco la voluntad del Señor tal como se les había indicado, se levantó en seguida el Santo, se ciñó y sin ninguna demora emprendió la marcha. Caminaba con tal fervor a cumplir el mandato divino y corría tan apresuradamente cual si (actuando sobre él la mano del Señor) hubiera sido revestido de una nueva fuerza celestial.

3. Acercándose a Bevagna, llegó a un lugar donde se había reunido una gran multitud de aves de toda especie. Al verlas el santo de Dios, corrió presuroso a aquel sitio y saludó a las aves como si estuvieran dotadas de razón. Todas se le quedaron en actitud expectante, con los ojos fijos en él, de modo que las que se habían posado sobre los árboles, inclinando sus cabecitas, lo miraban de un modo insólito al verlo aproximarse hacia ellas. Y, dirigiéndose a las aves, las exhortó encarecidamente a escuchar la palabra de Dios, y les dijo: "Mis hermanas avecillas, mucho debéis alabar a vuestro Creador, que os ha revestido de plumas y os ha dado alas para volar, os ha otorgado el aire puro y os sustenta y gobierna, sin preocupación alguna de vuestra parte".

Mientras les decía estas cosas y otras parecidas, las avecillas (gesticulando de modo admirable) comenzaron a alargar sus cuellecitos, a extender las alas, a abrir los picos y mirarle fijamente. Entre tanto, el varón de Dios, paseándose en medio de ellas con admirable fervor de espíritu, las tocaba suavemente con la fimbria de su túnica, sin que por ello ninguna se moviera de su lugar, hasta que, hecha la señal de la Cruz y concedida su licencia y bendición, remontaron todas a un mismo tiempo el vuelo. Todo esto lo contemplaron los compañeros que estaban esperando en el camino. Vuelto a ellos el varón simple y puro, comenzó a inculparse de negligencia por no haber predicado hasta entonces a las aves.

4. Mientras recorría después los lugares vecinos predicando en ellos, llegó a un punto llamado Alviano, donde reunió al pueblo e impuso silencio; pero apenas se le podía oír, a causa de las golondrinas que tenían allí sus nidos, y armaban gran estrépito con sus penetrantes chirridos.

El varón de Dios se dirigió a las golondrinas (de modo que le oyeran también todos los presentes) y les dijo: "Mis hermanas golondrinas, ahora me toca a mí hablar; vosotras habéis hablado ya bastante. Escuchad la palabra de Dios, guardando silencio hasta que termine la predicación". Al punto, las golondrinas, como si tuvieran entendimiento, enmudecieron y no se movieron de sus puestos todo el tiempo que duró el sermón. Cuantos presenciaron este hecho, llenos de estupor, glorificaban a Dios. La fama de tal milagro, difundida por todas partes, encendió en muchos la reverencia y una confiada devoción al Santo.

5. Sucedió otro caso parecido al anterior en la ciudad de Parma. Un estudiante, cuando se dedicaba con diligente aplicación al estudio juntamente con otros compañeros, era molestado por los importunos chirridos de una golondrina; por lo que, vuelto a los compañeros, comenzó a decirles: "Esta golondrina debe de ser alguna de aquellas que molestaban al varón de Dios Francisco mientras predicaba, hasta que les impuso silencio". Y, dirigiéndose a la golondrina, le dijo lleno de confianza: En nombre del siervo de Dios Francisco, te mando que te calles al momento y que vengas a donde mí. La golondrina, nada más oír el nombre de Francisco (como si estuviera adoctrinada con las enseñanzas del varón de Dios), calló al punto y se posó, como en seguro refugio, en las manos del estudiante, el cual, todo estupefacto, la dejó inmediatamente en libertad, sin que volviera a ser molestado con sus garlidos.

6. En otra ocasión, cuando predicaba el siervo de Dios en Gaeta, a orillas del mar, una gran muchedumbre, llevada de la devoción, se precipitó sobre él para tocarle. Sintiendo horror el siervo de Cristo a tan extraordinarias muestras de veneración de las gentes, corrió a refugiarse él solo en una barca que estaba junto a la orilla. Y he aquí que la barca, como si fuera movida por un motor interior dotado de razón, sin remero alguno, se apartó de la tierra mar adentro ante la mirada y asombro de todos. Alejada a cierta distancia en medio del mar, permaneció inmóvil entre las olas el tiempo en que el Santo estuvo predicando a la muchedumbre que le esperaba en la orilla. Una vez que la muchedumbre escuchó el sermón, presenció el milagro y, recibida la bendición, se retiró para no molestar más al Santo, entonces la barca por sí sola retornó a tierra.

¿Quién sería, pues, tan obstinado e impío que despreciase la predicación de Francisco, cuyo maravilloso poder hacía que no sólo los seres irracionales se sometieran a su obediencia, sino también que los mismos cuerpos inanimados se pusieran al servicio del predicador, como si estuvieran dotados de vida?

7. En verdad, asistían al siervo Francisco (adondequiera que se dirigiese) el Espíritu del Señor, que le había ungido y enviado, y el mismo Cristo, fuerza y sabiduría de Dios para que abundase en palabras de sana doctrina y resplandeciera con milagros de gran poder. Su palabra era como fuego ardiente que penetraba hasta lo más íntimo del ser y llenaba a todos de admiración, por cuanto no hacía alarde de ornatos de ingenio humano, sino que emitía el soplo de la inspiración divina.

Así sucedió una vez que debía predicar en presencia del papa y de los cardenales por indicación del obispo ostiense. Francisco aprendió de memoria un discurso cuidadosamente compuesto. Pero, cuando se puso en medio de ellos para dirigirles unas palabras de edificación, de tal modo se olvidó de cuanto llevaba aprendido, que no acertaba a decir palabra alguna. Confesó el Santo con verdadera humildad lo que le había sucedido, y, recogiéndose en su interior, invocó la gracia del Espíritu Santo. De pronto comenzó a hablar con afluencia de palabras tan eficaces y a mover a compunción con fuerza tan poderosa las almas de aquellos ilustres personajes, que se hizo patente que no era él el que hablaba, sino el Espíritu del Señor.

8. Y como primero se convencía a sí mismo con las obras de lo que quería persuadir a los demás de palabra, sin que temiera reproche alguno, predicaba la verdad con plena seguridad. No sabía halagar los pecados de nadie, sino que los fustigaba; ni adular la vida de los pecadores, sino que la atacaba con ásperas reprensiones. Hablaba con la misma convicción a grandes que a pequeños y predicaba con idéntica alegría de espíritu a muchos que a pocos.

Hombres y mujeres de toda edad corrían a ver y oír a este hombre nuevo, enviado al mundo por el cielo. El, recorriendo diversas regiones, anunciaba con ardor el evangelio, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que la acompañaban. Pues, en virtud del nombre del Señor, Francisco (pregonero de la verdad) lanzaba los demonios, sanaba a los enfermos y, lo que es más, con la eficacia de su palabra ablandaba los corazones obstinados, moviéndolos a penitencia, y devolvía, al mismo tiempo, la salud del cuerpo y del alma, como lo comprueban algunos hechos que, como muestra, vamos a referir a continuación.

9. En la ciudad de Toscanela fue hospedado devotamente por un caballero cuyo hijo único estaba contrahecho desde su nacimiento. A las reiteradas instancias del padre, el Santo, levantando con la mano al niño, lo curó al instante: se le consolidaron, a la vista de los presentes, todos los miembros del cuerpo, y el niño (sano y robusto) se incorporó en seguida y echó a andar, dando brincos y alabando a Dios.

En Narni, a instancias del obispo, trazó la señal de la cruz, desde la cabeza hasta los pies, sobre un paralítico privado del ejercicio de todos los miembros, y el enfermo quedó completamente sano. En la diócesis de Rieti, una madre le presentó entre sollozos a su niño, que desde hacía cuatro años padecía una hinchazón tan grande, que ni siquiera podía ver sus propias rodillas. Nada más tocarle el Santo con sus benditas manos, se curó el niño. Había en Orte un niño tan contrahecho, que llevaba la cabeza pegada a los pies, y además tenía algunos huesos rotos. Movido el Santo por los ruegos y lágrimas de sus padres, hizo sobre él la señal de la cruz, y al punto se enderezó y se vio libre del mal.

10. Una mujer de Gubbio tenía ambas manos tan contrahechas y secas, que no podía realizar con ellas trabajo alguno. Apenas Francisco hizo sobre ella, en el nombre del Señor, la señal de la cruz, recobró tan perfectamente la salud, que, vuelta en seguida a casa, preparó con sus propias manos (cual otra suegra de Simón) la comida para el Santo y los pobres.

A una niña del pueblo de Bevagna que estaba completamente ciega, le ungió tres veces con su propia saliva los ojos en nombre de la Trinidad, y le restituyó la deseada vista. Había en Narni una mujer privada de la luz de los ojos. Apenas recibió la señal de la cruz trazada por el Santo, recuperó la ansiada vista.

Un niño de la ciudad de Bolonia tenía uno de sus ojos de tal modo cubierto por una mancha, que no podía ver con él absolutamente nada, ni se vislumbraba remedio alguno para su curación. El Santo trazó una señal de la cruz a lo largo de todo su cuerpo, y recuperó el enfermo una visión tan clara, que, ingresando después en la Orden de los hermanos menores, afirmaba que veía mucho mejor del ojo antes enfermo que del que siempre había tenido sano.

En el castro de San Gemini se hospedó el siervo de Dios en casa de un hombre devoto, cuya mujer era atormentada por el demonio. Francisco (después de haber orado) mandó al diablo, por santa obediencia, que saliera de aquella mujer. Y así, con el poder divino, lo ahuyentó tan rápidamente, que se hizo patente con claridad meridiana que la contumacia diabólica no es capaz de resistir al poder de la santa obediencia.

En Citta di Castello, un furioso y maligno espíritu se había posesionado de una mujer. Intimó el Santo al demonio con el mandato de la obediencia, y éste marchó indignado, dejando libre en el espíritu y en el cuerpo a la mujer que había tenido posesa.

11. Un hermano era víctima de una enfermedad tan horrible, que, a juicio de muchos, se trataba, más que de una enfermedad natural, de una actuación maléfica del demonio. En efecto, con frecuencia caía al suelo y se revolcaba echando espumarajos, quedando los miembros de su cuerpo ya contraídos, ya extendidos; ahora plegados, luego torcidos, y tan pronto rígidos como duros. Estando así algunas veces su cuerpo todo erguido y rígido, de repente se alzaba en alto, juntando los pies con la cabeza, para volver a caer de nuevo en tierra de una forma horrible. El siervo de Cristo, lleno de misericordia, se compadeció de este enfermo, atormentado por una dolencia tan lastimosa e irremediable, y le alargó un pedazo de pan, del mismo que él estaba comiendo. Apenas gustó el pan, sintió en sí el enfermo tal fuerza, que de allí en adelante no sufrió más las dolencias de aquella enfermedad.

En el condado de Arezzo, una mujer se debatía por largos días en medio de los dolores de parto, y estaba ya a las puertas de la muerte, .sin que para ella hubiese ninguna esperanza ni remedio humano, sino el de Dios. Acertó a pasar por aquella región el siervo de Cristo, montado a caballo a causa de su enfermedad corporal, y sucedió que el animal retornó por la casa donde se encontraba la enferma. Viendo los hombres de aquel lugar el caballo que había montado el Santo, le quitaron el freno para aplicárselo a la mujer. A su contacto desapareció prodigiosamente todo peligro, y la señora al punto dio a luz, quedando sana y salva.

Un hombre de Castello della Pieve muy religioso y temeroso de Dios conservaba consigo el cordón que había ceñido el Padre santo. Como muchos hombres y mujeres de aquella región eran atacados por diversas enfermedades, este buen hombre recorría las casas de los enfermos y, mojando el cordón en agua, daba de beber a los pacientes, y de este modo muchos quedaban curados. Asimismo, enfermos que gustaban el pan tocado por las manos del varón de Dios, por virtud divina conseguían al punto el remedio y la salud.

12. Al ir acompañada la predicación del pregonero de Cristo con el fulgor de estos y otros muchos estupendos milagros, la gente escuchaba sus palabras como si las hablara un ángel del Señor. En efecto, la excelente prerrogativa de sus virtudes, el espíritu de profecía, el don de hacer milagros, el oráculo recibido del cielo en orden a la predicación, la obediencia de las criaturas irracionales, el profundo cambio de los corazones al escuchar su palabra, la ciencia infundida por el Espíritu Santo fuera de todo humano adoctrinamiento, la facultad de predicar concedida, no sin divina revelación, por el sumo pontífice, y además la Regla, confirmada por el mismo vicario de Cristo, en la que se expresa la forma de predicar, y, finalmente, las señales del Rey soberano, impresas a modo de sello en su cuerpo, son como diez testimonios que proclaman de manera inequívoca al mundo entero que Francisco, pregonero de Cristo, fue digno de veneración por su oficio, auténtico en su doctrina y admirable por su santidad; y que por esto predicó el evangelio de Cristo como verdadero enviado de Dios.

XIII
LAS LLAGAS DE FRANCISCO

1. Era costumbre en el angélico varón Francisco no cesar nunca en la práctica del bien, antes, por el contrario, a semejanza de los espíritus celestiales en la escala de Jacob, o subía hacia Dios o descendía hasta el prójimo. En efecto, había aprendido a distribuir tan prudentemente el tiempo puesto a su disposición para merecer, que parte de él lo empleaba en trabajosas ganancias en favor del prójimo y la otra parte la dedicaba a las tranquilas elevaciones de la contemplación. Por eso, después de haberse empeñado en procura la salvación de los demás según lo exigían las circunstancias de lugares y tiempos, abandonando el bullicio de las turbas, se dirigía a lo mas recóndito de la soledad, a un sitio apacible, donde, entregado mas libremente al Señor pudiera sacudir el polvo que tal vez se le hubiera pegado en el trato con los hombres.

Así, dos años antes de entregar su espíritu a Dios y tras haber sobrellevado tantos trabajos y fatigas, fue conducido, bajo la guía de la divina Providencia, a un monte elevado y solitario llamado Alverna. Allí dio comienzo a la cuaresma de ayuno que solía practicar en honor del arcángel San Miguel, y de pronto se sintió rodeado más abundantemente que de ordinario con la dulzura de la divina contemplación; e, inflamado en deseos más ardientes del cielo, comenzó a experimentar en sí un mayor cúmulo de dones y gracias divinas. Se elevaba a lo alto no como curioso escudriñador de la majestad divina, para ser oprimido por su gloria, sino como siervo fiel y prudente, que investiga el beneplácito divino, al que deseaba vivamente conformarse en todo.

2. Conoció por divina inspiración que, abriendo el libro de los santos evangelios, le manifestaría Cristo lo que fuera más acepto a Dios en su persona y en todas sus cosas. Después de una prolongada y fervorosa oración, hizo que su compañero, varón devoto y santo, tomara del altar el libro sagrado de los evangelios y lo abriera tres veces en nombre de la santa Trinidad. Y como en la triple apertura apareciera siempre la pasión del Señor, comprendió el varón lleno de Dios que como había imitado a Cristo en las acciones de su vida, así también debía configurarse con El en las aflicciones y dolores de la pasión antes de pasar de este mundo.

Y aunque, por las muchas austeridades de su vida anterior y por haber llevado continuamente la cruz del Señor, estaba ya muy debilitado en su cuerpo, no se intimidó en absoluto, sino que se sintió aún más fuertemente animado para sufrir el martirio. En efecto, en tal grado había prendido en él el incendio incontenible de amor hacia el buen Jesús hasta convertirse en una gran llamarada de fuego, que las aguas torrenciales no serían capaces de extinguir su caridad tan apasionada.

3. Elevándose, pues, a Dios a impulsos del ardor seráfico de sus deseos y transformado por su tierna compasión en Aquel que a causa de su extremada caridad, quiso ser crucificado: cierta mañana de un día próximo a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, mientras oraba en uno de los flancos del monte, vio bajar de lo mas alto del cielo a un serafín que tenía seis alas tan ígneas como resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar donde se encontraba el varón de Dios, deteniéndose en el aire. Apareció entonces entre las alas la efigie de un hombre crucificado, cuyas manos y pies estaban extendidos a modo de cruz y clavados a ella. Dos alas se alzaban sobre la cabeza, dos se extendían para volar y las otras dos restantes cubrían todo su cuerpo.

Ante tal aparición quedó lleno de estupor el Santo y experimentó en su corazón un gozo mezclado de dolor. Se alegraba, en efecto, con aquella graciosa mirada con que se veía contemplado por Cristo bajo la imagen de un serafín; pero, al mismo tiempo, el verlo clavado a la cruz era como una espada de dolor compasivo que atravesaba su alma.

Estaba sumamente admirado ante una visión tan misteriosa, sabiendo que el dolor de la pasión de ningún modo podía avenirse con la dicha inmortal de un serafín. Por fin, el Señor le dio a entender que aquella visión le había sido presentada así por la divina Providencia para que el amigo de Cristo supiera de antemano que había de ser transformado totalmente en la imagen de Cristo crucificado no por el martirio de la carne, sino por el incendio de su espíritu. Así sucedió, porque al desaparecer la visión dejó en su corazón un ardor maravilloso, y no fue menos maravillosa la efigie de las señales que imprimió en su carne.

Así, pues, al instante comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, tal como lo había visto poco antes en la imagen del varón crucificado. Se veían las manos y los pies atravesados en la mitad por los clavos, de tal modo que las cabezas de los clavos estaban en la parte inferior de las manos y en la superior de los pies, mientras que las puntas de los mismos se hallaban al lado contrario. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras en las manos y en los pies; las puntas aparecían alargadas, retorcidas y como remachadas, y, sobresaliendo de la misma carne, rebasaban el resto de ella. Así, también el costado derecho (como si hubiera sido traspasado por una lanza) escondía una roja cicatriz, de la cual manaba frecuentemente sangre sagrada, empapando la túnica y los calzones.

4. Viendo el siervo de Cristo que no podían permanecer ocultas a sus compañeros más íntimos aquellas llagas tan claramente impresas en su carne y temeroso, por otra parte, de publicar el secreto del Señor, se vio envuelto en una angustiosa incertidumbre, sin saber a qué atenerse: si manifestar o más bien callar la visión tenida. Por eso llamó a algunos de sus hermanos, y, hablándoles en términos generales, les propuso la duda y les pidió consejo. Entonces, uno de los hermanos, Iluminado por gracia y de nombre, comprendiendo que algo muy maravilloso debía de haber visto el Santo, puesto que parecía como fuera de sí por el asombro, le habló de esta manera: "Has de saber, hermano, que los secretos divinos te son manifestados algunas veces no solo para ti, sino también para provecho de los demás. Por tanto, parece que debes de temer con razón que, si ocultas el don recibido para bien de muchos, seas juzgado digno de reprensión por haber ocultado el talento a ti confiado".

Animado el Santo con estas palabras, aunque en otras ocasiones solía decir: Mi secreto para mí, esta vez relató detalladamente (no sin mucho temor) la predicha visión; y añadió que Aquel que se le había aparecido le dijo algunas cosas que jamás mientras viviera revelaría a hombre alguno. Se ha de creer, sin duda, que las palabras de aquel serafín celestial aparecido admirablemente en forma de cruz eran tan misteriosas, que tal vez no era lícito comunicarlas a los hombres.

5. Después que el verdadero amor de Cristo había transformado en su propia imagen a este amante suyo, terminado el plazo de cuarenta días que se había propuesto pasar en soledad y próxima ya la solemnidad del arcángel Miguel, bajó del monte el angélico varón Francisco llevando consigo la efigie del Crucificado, no esculpida por mano de algún artífice en tablas de piedra o de madera, sino impresa por el dedo de Dios vivo en los miembros de su carne. Y como es bueno ocultar el secreto del rey, consciente el Santo de ser depositario de un secreto real, trataba de esconder con toda diligencia aquellas sagradas señales. Pero como también es propio de Dios revelar para su gloria las grandes maravillas que realiza, el mismo Señor que había impreso secretamente aquellas señales, mostró abiertamente por ellas algunos milagros, para que con la evidencia de los signos se hiciera patente la fuerza oculta y maravillosa de aquellas llagas.

6. En la provincia de Rieti se había propagado una peste tan devastadora, que arrasaba despiadadamente todo ganado lanar y vacuno, hasta el punto de no poder encontrarse remedio alguno. Pero un hombre temeroso de Dios fue advertido por medio de una visión nocturna que se llegase apresuradamente al eremitorio de los hermanos, donde a la sazón moraba Francisco, y que, tomando el agua en que se había lavado las manos y los pies el siervo de Dios, rociase con ella todos los animales.

Levantándose muy de mañana, se fue a dicho lugar, y, obtenida ocultamente el agua mediante los compañeros del Santo, roció con ella las ovejas y bueyes enfermos. Y, oh maravilla, tan pronto como el agua, aun en pequeña cantidad, llegaba a tocar a los animales enfermos y postrados en tierra, se levantaban al punto, recobrando el vigor de antes, y, como si no hubieren sufrido mal alguno, corrían a pastar en los campos. Así, resultó que, por el admirable poder de aquella agua que había tocado las sagradas llagas, cesara del todo la plaga y huyera de los rebaños la mortífera peste.

7. Antes de la permanencia del Santo en el monte Alverna solía suceder que una nube formada cerca del mismo monte desencadenaba en las cercanías tan violenta tempestad de granizo, que devastaba periódicamente los frutos de la tierra. Pero después de aquella feliz aparición cesó el granizo, no sin admiración de los habitantes del lugar, de modo que el mismo cielo, serenando su rostro contra costumbre, ponía de manifiesto la excelencia de aquella celeste visión y el poder de las llagas que allí fueron impresas.

Sucedió también que, caminando el Santo durante el invierno montado en el jumentillo de un hombre pobre a causa de la debilidad del cuerpo y de la aspereza de los sendero, hubo de pernoctar al cobijo de la prominencia de una roca para evitar de algún modo las incomodidades de la nieve y de la noche, que se le echaban encima y le impedían llegar al lugar del albergue. Notando el santo varón que el hombre que le acompañaba se revolvía de una parte a otra murmurando quedamente con quejumbrosos gemidos, como quien mal abrigado no podía estar quieto a causa de la atrocidad del frío, encendido en el fervor del amor divino, extendió su mano y le tocó con ella.

¡Cosa admirable! De repente, al contacto de aquella mano sagrada, que portaba en sí el fuego recibido de la brasa del serafín, huyó todo frío y se vio envuelto en tanto calor, dentro y fuera, como si lo hubiese invadido una bocanada salida del respiradero de un horno. Porque, confortado al instante en el alma y en el cuerpo, durmió hasta el amanecer tan suavemente entre piedras y nieve como jamás había descansado en su propio lecho, según el mismo declaraba más tarde.

Consta, pues, con pruebas ciertas que las sagradas llagas fueron impresas por el poder de Aquel que, mediante el amor seráfico, limpia, ilumina e inflama, puesto que dichas llagas con admirable eficacia contribuyeron a dar salud a los animales, limpiándolos de la peste; devolvieron la serenidad del cielo, ahuyentando la tormenta, y prestaron calor a los cuerpos, ateridos por el frío. Todo esto se puso de manifiesto con más evidentes prodigios después de la muerte del Santo, como se anotara más tarde en su debido lugar.

8. Por más diligencia que ponía el Santo en tener oculto el tesoro encontrado en el campo, no pudo evitar que algunos llegaran a ver las llagas de sus manos y pies, no obstante llevar casi siempre cubiertas las manos y andar desde entonces con los pies calzados. Muchos hermanos vieron las llagas durante la vida del Santo; y aunque por su santidad relevante eran dignos de todo crédito, sin embargo, para eliminar toda posible duda, afirmaron bajo juramento, con las manos puestas sobre los evangelios, ser verdad que las habían visto.

Las vieron también algunos cardenales que gozaban de especial intimidad con el Santo, los cuales, consignando con toda veracidad el hecho, enaltecieron dichas sagradas llagas en prosa, en himnos y antífonas que compusieron en honor del siervo de Dios, y tanto de palabra como por escrito dieron testimonio de la verdad. Asimismo, el sumo pontífice señor Alejandro, una vez que predicaba al pueblo en presencia de muchos hermanos (entre ellos me encontraba yo), afirmó haber visto con sus propios ojos las sagradas llagas mientras vivía aún el Santo.

Las vieron, con ocasión de su muerte, más de cincuenta hermanos, y la virgen devotísima de Dios Clara, junto con sus hermanas de comunidad y un grupo incontable de seglares, muchos de los cuales (como se dirá en su lugar), movidos por la devoción y el afecto, negaron a besar y tocar con sus propias manos las llagas para confirmación testimonial.

En cuanto a la llaga del costado, la ocultó tan sigilosamente el Santo, que nadie pudo verla mientras él vivió, si no era de manera furtiva. Así sucedió cuando un hermano que solía atenderle con gran solicitud le indujo con piadosa cautela a quitarse la túnica para sacudirla; entonces miró atentamente y le vio la llaga, incluso llegó a tocarla aplicando rápidamente tres dedos. De este modo pudo percibir no sólo con el tacto, sino también con la vista, la magnitud de la herida.

Valiéndose de parecida estratagema, la vio también aquel hermano que a la sazón era su vicario. En otra ocasión, uno de los compañeros del Santo, hombre de extraordinaria simplicidad, al frotarle, por causa de la enfermedad, la espalda dolorida, extendió la mano por debajo de la capucha, y casualmente la deslizó hasta la sagrada llaga, produciéndole un intenso dolor. A raíz de esto llevó unos calzones que le llegaban hasta el arranque de los brazos, para cubrir así la llaga del costado.

Así mismo, los hermanos que lavaban la ropa del Santo o sacudían a su tiempo la túnica porque las encontraban con algunas manchas de sangre, llegaron a conocer palpablemente por estos signos evidentes la existencia de la sagrada llaga, que después, al ser amortajado el cadáver del Santo, contemplaron y veneraron.

9. ¡Ea, pues, valerosísimo caballero de Cristo, empuña las armas del muy invicto capitán! Defendido con ellas de modo tan insigne, vencerás a todos los adversarios. ¡Enarbola el estandarte del Rey altísimo, a cuya vista cobren valor los combatientes todos del ejército divino! ¡Ostenta el sello del sumo pontífice Cristo, con el que todos reconozcan como irreprensibles y auténticas tus palabras y tus hechos! Por las marcas del Señor Jesús que llevas en tu cuerpo, nadie debe serte molesto, antes bien todo siervo de Cristo está obligado a profesarte singular afecto y devoción. Estas señales evidentísimas, que han sido comprobadas no justamente por dos o tres testigos, sino superabundantemente por muchísimos, hacen que las manifestaciones de Dios en ti y por ti sean tan dignas de crédito, que quitan a los incrédulos la más leve excusa, mientras los creyentes se afianzan en la fe, se elevan con una fundada esperanza y se inflaman en el fuego de la caridad.

10. Ya se ha cumplido verdaderamente aquella primera visión en que contemplaste cómo llegarías a ser caudillo en la milicia de Cristo y se te aseguró que serías decorado con armas celestes selladas con la insignia de la cruz. Ya puede tenerse por verdadera, sin ningún género de duda, aquella visión del Crucificado que tuviste al principio de tu conversión, y que traspasó tu alma con la espada de una dolorosa compasión, así como también aquella voz que escuchaste, procedente de la cruz como del trono sublime de Cristo y de su secreto propiciatorio, según tú mismo lo afirmaste con tus sagradas palabras.

Ya también se puede creer y asegurar con certeza que no fueron puras visiones imaginarias, sino verdaderas revelaciones del cielo, aquellos hechos acaecidos durante el desarrollo de tu conversión: la cruz que el hermano Silvestre vio salir prodigiosamente de tu boca; las espadas en forma de cruz que vio atravesar tu cuerpo el santo hermano Pacífico, y tu misma aparición en figura de cruz elevada en el aire cuando san Antonio predicaba acerca del título de la cruz, conforme a la visión tenida por el angélico varón Monaldo.

Ya por fin, hacia los últimos días de tu vida, el habérsete mostrado en una misma visión la sublime imagen del Serafín y la humilde efigie del Crucificado, que te abrasó en el interior y te signó al exterior como a otro ángel que sube del oriente para que lleves en ti el sello de Dios vivo: todo ello corrobora más y más la fe en las cosas antes referidas y, a su vez, recibe de éstas un testimonio de su veracidad.

He aquí las siete maravillosas apariciones de la cruz de Cristo verificadas en ti y en torno a tu persona y mostradas según el orden cronológico. A través de las seis primeras, como por otras tantas gradas, llegaste a la séptima, donde hallarías finalmente reposo. En efecto, la cruz de Cristo, que en los inicios de tu conversión te fue propuesta y que tú asumiste; esa cruz que después a lo largo de tu existencia llevaste continuamente en ti con una vida santísima y la mostraste para ejemplo de los demás, deja entrever con tal claridad y certeza el hecho de haber tú alcanzado finalmente el ápice de la perfección evangélica, que ninguna persona verdaderamente devota puede rechazar esta demostración de la sabiduría cristiana esculpida en el polvo de tu carne, ningún verdadero fiel la puede impugnar, ni despreciarla ninguno que sea verdaderamente humilde, porque se trata de una demostración expresada por el mismo Dios, y digna, por tanto, de ser plenamente aceptada.

XIV
ENFERMEDAD Y MUERTE DE FRANCISCO

1. Clavado ya en cuerpo y alma a la cruz juntamente con Cristo, Francisco no sólo ardía en amor seráfico a Dios, sino que también, a una con Cristo crucificado, estaba devorado por la sed de acrecentar el número de los que han de salvarse. No pudiendo caminar a pie a causa de los clavos que sobresalían en la planta de sus pies, se hacía llevar su cuerpo medio muerto a través de las ciudades y aldeas para animar a todos a llevar la cruz de Cristo.

Y, dirigiéndose a sus hermanos, les decía: Comencemos, hermanos, a servir al Señor nuestro Dios, porque bien poco es lo que hasta ahora hemos progresado. Se abrasaba también en el ardiente deseo de volver a la humildad de los primeros tiempos, para servir, como al principio, a los leprosos, y reducir a la antigua servidumbre su cuerpo, desgastado ya por el trabajo y sufrimiento.

Proponíase, bajo la guía de Cristo, llevar a cabo cosas grandes, y, aunque sumamente débil en su cuerpo, pero vigoroso y férvido en el espíritu, soñaba con nuevas batallas y nuevos triunfos sobre el enemigo, pues no hay lugar para la flojedad y la pereza allí donde el estimulo del amor apremia siempre a empresas mayores. Era tal la armonía que reinaba entre su carne y su espíritu, tal la prontitud de mutua obediencia, que, cuando el espíritu se esforzaba por tender a la cima más alta de la santidad, la carne no sólo no le ponía el menor obstáculo, sino que procuraba adelantarse a sus deseos.

2. Y. A fin de que el varón de Dios fuera creciendo en el cúmulo de méritos que hallan su verdadera consumación en la paciencia, comenzó a padecer tantas y tan graves enfermedades, que apenas quedaba en su cuerpo miembro alguno sin gran dolor y sufrimiento. Al fin fue reducido a tal estado por estas variadas, prolongadas y continuas dolencias, que, consumidas ya sus carnes, sólo parecía quedársele la piel adherida a los huesos. Y, a pesar de sufrir en su cuerpo tan acerbos dolores, pensaba que a sus angustias no se les debía llamar penas, sino hermanas.

Cierto día en que se veía más fuertemente afligido que de ordinario por las punzadas del dolor, le dijo un hermano de gran simplicidad: Hermano, ruega al Señor que te trate con mayor suavidad, pues parece que hace sentir sobre ti más de lo debido el peso de su mano. Al oír estas palabras, exclamó el Santo con un gran gemido: "Si no conociera tu cándida simplicidad, desde ahora detestaría tu compañía, porque te has atrevido a juzgar reprensibles los juicios de Dios respecto de mi persona". Y, aunque estaba su cuerpo triturado por las prolijas y graves dolencias, se arrojó al suelo, recibiendo sus débiles huesos en la caída un duro golpe. Y, besando la tierra, dijo: "Gracias te doy, Señor Dios mío, por todos estos dolores, y te ruego, Señor mío, que los centupliques, si así te place; porque me será muy grato que no me perdones afligiéndome con el dolor, siendo así que mi supremo consuelo se cifra en cumplir tu santa voluntad".

Por ello les parecía a sus hermanos ver en él a un nuevo Job, en quien, a medida que crecía la debilidad de la carne, se intensificaba el vigor del espíritu. El Santo tuvo con mucha antelación conocimiento de la hora de su muerte, y, estando cercano el día de su tránsito, comunicó a sus hermanos que muy pronto iba a abandonar la tienda de su cuerpo, según se lo había revelado el mismo Cristo.

3. Probado, pues, con múltiples y dolorosas enfermedades durante los dos años que siguieron a la impresión de las sagradas llagas y trabajado a base de tantos golpes, como piedra destinada a colocarse en el edificio de la Jerusalén celeste y como material dúctil fabricado hasta la perfección con el martillo de numerosas tribulaciones, el vigésimo año de su conversión Francisco pidió ser trasladado a Santa María de la Porciúncula para exhalar el último aliento de su vida allí donde había recibido el espíritu de gracia. Habiendo llegado a este lugar, con el fin de mostrar con un ejemplo de verdad que nada tenía él de común con el mudo en medio de aquella enfermedad tan grave que dio término a todas sus dolencias, llevado del fervor de su espíritu, se postró totalmente desnudo sobre la desnuda tierra, dispuesto en aquel trance supremo (en que el enemigo podía aún desfogar sus iras) a luchar desnudo con el desnudo.

Postrado así en tierra y despojado de su vestido de saco, elevó, en la forma acostumbrada, su rostro al cielo, y, fijando toda su atención en aquella gloria, cubrió con la mano izquierda la herida del costado derecho a fin de que no fuera vista. Y, vuelto a sus hermanos, les dijo: Por mi parte he cumplido lo que me incumbía; que Cristo os enseñe a vosotros lo que debéis hacer.

4. Lloraban los compañeros del Santo, con el corazón traspasado por el dardo de una extraordinaria compasión, y uno de ellos, a quien Francisco llamaba su guardián, conociendo por divina inspiración los deseos del enfermo, corrió presuroso en busca de la túnica, la cuerda y los calzones, y, ofreciendo estas prendas al pobrecillo de Cristo, le dijo: "Te las presto como a pobre que eres y te mando por santa obediencia que las recibas".

Se alegra de ello el santo varón y su corazón salta de júbilo al comprobar que hasta el fin ha guardado fidelidad a dama Pobreza y, elevando las manos al cielo, glorifica a su Cristo, porque, despojado de todo, se dirige libremente a su encuentro. Todo esto lo hizo llevado de su ardiente amor a la pobreza, de modo que no quiso tener ni siquiera el hábito sino prestado.

Ciertamente, quiso conformarse en todo con Cristo crucificado, que estuvo colgado en la cruz: pobre, doliente y desnudo. Por esto, al principio de su conversación permaneció desnudo ante el obispo, y, así mismo, al término de su vida quiso salir desnudo de este mundo. Y a los hermanos que le asistían les mandó por obediencia de caridad que, cuando le viesen ya muerto, le dejasen yacer desnudo sobre la tierra tanto espacio de tiempo cuanto necesita una persona para recorrer pausadamente una milla de camino.

¡Oh varón cristianísimo, que en su vida trató de configurarse en todo con Cristo viviente, que en su muerte quiso asemejarse a Cristo moribundo y que después de su muerte se pareció a Cristo muerto! ¡Bien mereció ser honrado con una tal explícita semejanza!

5. Acercándose, por fin, el momento de su tránsito, hizo llamar a su presencia a todos los hermanos que estaban en el lugar y, tratando de suavizar con palabras de consuelo el dolor que pudieran sentir ante su muerte, los exhortó con paterno afecto al amor de Dios. Después se prolongó, hablándoles acerca de la guarda de la paciencia, de la pobreza y de la fidelidad a la santa Iglesia romana, insistiéndoles en anteponer la observancia del santo evangelio a todas las otras normas.

Sentados a su alrededor todos los hermanos, extendió sobre ellos las manos, poniendo los brazos en forma de cruz por el amor que siempre profesó a esta señal, y, en virtud y en nombre del Crucificado, bendijo a todos los hermanos tanto presentes como ausentes. Añadió después: "Estad firmes, hijos todos, en el temor de Dios y permaneced siempre en él. Y como ha de sobrevenir la prueba y se acerca ya la tribulación, felices aquellos que perseveraren en la obra comenzada. En cuanto a mí, yo me voy a mi Dios, a cuya gracia os dejo encomendados a todos".

Concluida esta suave exhortación, mandó el varón muy querido de Dios se le trajera el libro de los evangelios y suplicó le fuera leído aquel pasaje del evangelio de San Juan que comienza así: Antes de la fiesta de Pascua. Después de esto entonó él, como pudo, este salmo: A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor, y lo recitó hasta el fin, diciendo: Los justos me están aguardando hasta que me des la recompensa.

6. Cumplidos, por fin, en Francisco todos los misterios, liberada su alma santísima de las ataduras de la carne y sumergida en el abismo de la divina claridad, se durmió en el Señor este varón bienaventurado. Uno de sus hermanos y discípulos cómo aquella dichosa alma subía derecha al cielo en forma de una estrella muy refulgente, transportada por una blanca nubecilla sobre muchas aguas. Brillaba extraordinariamente, con la blancura de una sublime santidad, y aparecía colmada a raudales de sabiduría y gracia celestiales, por las que mereció el santo varón penetrar en la región de la luz y de la paz, donde descansa eternamente con Cristo.

Así mismo, el hermano Agustín, ministro a la sazón de los hermanos en la Tierra de Labor, varón santo y justo (que se encontraba a punto de morir y hacía ya tiempo que había perdido el llabla), de pronto exclamó ante los hermanos que le oían: "Espérame, Padre, espérame, que ya voy contigo!". Pasmados los hermanos, le preguntaron con quién hablaba de forma tan animada; y él contestó: Pero ¿no veis a nuestro padre Francisco que se dirige al cielo? Y al momento aquella santa alma, saliendo de la carne, siguió al Padre santísimo.

El obispo de Asís había ido por aquel tiempo en peregrinación al santuario de San Miguel, situado en el monte Gargano. Estando allí, se le apareció el bienaventurado Francisco la noche misma de su tránsito y le dijo: "Mira, dejo el mundo y me voy al cielo". Al levantarse a la mañana siguiente, el obispo refirió a los compañeros la visión que había tenido de noche, y vuelto a Asís comprobó con toda certeza, tras una cuidadosa investigación, que a la misma hora en que se le presentó la visión había volado de este mundo el bienaventurado Padre.

Las alondras, amantes de la luz y enemigas de las tinieblas crepusculares, a la hora misma del tránsito del santo varón, cuando al crepúsculo iba a seguirle ya la noche, llegaron en una gran bandada por encima del techo de la casa y, revoloteando largo rato con insólita manifestación de alegría, rendían un testimonio tan jubiloso como evidente de la gloria del Santo, que tantas veces las había solido invitar al canto de las alabanzas divinas.

XV
TRASLADO DE SU CUERPO Y CANONIZACIÓN

1. Francisco, siervo y amigo del Altísimo, fundador y guía de la Orden de los hermanos menores, seguidor de la pobreza, modelo de penitencia, pregonero de la verdad, espejo de santidad y ejemplar de toda perfección evangélica, prevenido por la gracia divina, ascendió, en forma progresiva y ordenada, de los grados más ínfimos a las cimas más altas.

El Señor, que esclareció portentosamente en su vida a este hombre admirable, por cuanto lo hizo muy rico en la pobreza, sublime en la humildad, vigoroso en la mortificación, prudente en la simplicidad e insigne por la integridad y pureza de costumbres, en su muerte lo hizo aún incomparablemente más glorioso.

Pues, al emigrar de este mundo el bienaventurado varón y penetrar su bendita alma en la morada de la eternidad para gustar plenamente de la fuente de vida transformado en un ser glorioso, dejó impresas en su cuerpo unas señales de su futura gloria, de modo que aquella carne santísima que, crucificada con los vicios, se había convertido en una nueva criatura, no sólo llevase grabada, por singular privilegio, la efigie de la pasión de Cristo, sino que también anunciase, por la novedad del milagro, una cierta especie de resurrección.

2. Se veían en aquellos dichosos miembros unos clavos de su misma carne, fabricados maravillosamente por el poder divino y tan connaturales a ella, que, si se les presionaba por una parte, al momento sobresalían por la otra, como si fueran nervios duros y de una sola pieza. Apareció también muy visible en su cuerpo la llaga del costado (no infligida ni producida por mano humana), semejante a la del costado herido del Salvador, que hizo patente en el mismo Redentor nuestro el sacramento de la redención y regeneración de los hombres.

El aspecto de los clavos era negro, parecido al hierro; mas la herida del costado era rojiza y formaba, por la contracción de la carne, una especie de círculo, presentándose a la vista como una rosa bellísima. El resto de su cuerpo (antes, tanto por la enfermedad como por su modo natural de ser, era de color moreno) brillaba ahora con una blancura extraordinaria, como dando a entender la hermosura de su vestido de gloria.

3. Los miembros de su cuerpo se mostraban al tacto tan blandos y flexibles, que parecían haber vuelto a ser tiernos como los de la infancia y se presentaban adornados con algunas señales evidentes de inocencia. En su carne blanquísima contrastaba la negrura de los clavos, mientras la herida del costado aparecía rubicunda como una rosa de primavera. No es extraño que tan bella y prodigiosa variedad suscitara en cuantos la contemplaban sentimientos de gozo y admiración.

Lloraban los hijos por la pérdida de tan amable Padre, pero al mismo tiempo experimentaban no pequeña alegría al besar en aquel cuerpo las señales del Rey soberano. La novedad del milagro convertía el llanto en júbilo, y el entendimiento se llenaba de estupor al indagar el hecho. Era, en efecto, un espectáculo tan insólito y sorprendente, que para cuantos lo contemplaban constituía un afianzamiento en la fe y un incentivo de amor; y para quienes solamente oían hablar de él, se convertía en objeto de admiración, que despertaba un vivo deseo de verlo.

4. Tan pronto como se tuvo noticia del tránsito del bienaventurado Padre y se divulgó la fama del milagro de la estigmatización, el pueblo en masa acudió en seguida al lugar para ver con sus propios ojos aquel portento, que disipara toda duda de sus mentes y colmara de gozo sus corazones afectados por el dolor. Muchos ciudadanos de Asís fueron admitidos para contemplar y besar las sagradas llagas.

Uno de ellos llamado Jerónimo, caballero culto y prudente además de famoso y célebre, como dudase de estas sagradas llagas, siendo incrédulo como Tomás, movió con mucho fervor y audacia los clavos y con sus propias manos tocó las manos, los pies y el costado del Santo en presencia de los hermanos y de otros ciudadanos; y resultó que, a medida que iba palpando aquellas señales auténticas de las llagas de Cristo, amputaba de su corazón y del corazón de todos la más leve herida de duda. Por lo cual desde entonces se convirtió, entre otros, en Un testigo cualificado de esta verdad conocida con tanta certeza, y la confirmó bajo juramento poniendo las manos sobre los libros sagrados.

5. Los hermanos e hijos, que fueron convocados para asistir al tránsito del Padre a una con la gran masa de gente que acudió, consagraron aquella noche en que falleció el santo confesor de Cristo a la recitación de las alabanzas divinas, de tal suerte que aquello, más que exequias de difuntos, parecía una vigilia de ángeles. Una vez que amaneció, la muchedumbre que había concurrido tomó ramos de árboles y gran profusión de velas encendidas y trasladó el sagrado cadáver a la ciudad de Asís entre himnos y cánticos.

Al pasar por la iglesia de San Damián, donde moraba enclaustrada, junto con otras vírgenes, aquella noble virgen Clara, ahora gloriosa en el cielo, se detuvieron allí un poco de tiempo y les presentaron a aquellas vírgenes consagradas el sagrado cuerpo, adornado con perlas celestiales, para que lo vieran y lo besaran. Llegados por fin, radiantes de júbilo, a la ciudad, depositaron con toda reverencia el precioso tesoro que llevaban en la iglesia de San Jorge. Este era precisamente el lugar en que siendo niño aprendió las primeras letras y donde más tarde comenzó su predicación; aquí mismo, finalmente, encontró su primer lugar de descanso.

6. El venerable Padre pasó del naufragio de este mundo el día 3 octubre 1226 de la encarnación del Señor al atardecer del sábado, y fue sepultado al día siguiente, domingo. Muy pronto el bienaventurado varón (como si irradiara desde lo alto el resplandor de su visión de la faz divina) comenzó a brillar con grandes y numerosos milagros. Así, aquella sublime santidad de Francisco, que mientras vivió en carne mortal se había hecho patente al mundo con ejemplos de una perfecta justicia, convirtiéndolo en guía de virtud, ahora que reinaba con Cristo venía corroborada por el cielo mediante los milagros que realizaba la omnipotencia divina para una absoluta confirmación de la fe.

Los gloriosos milagros que se realizaron en diversas partes del mundo y los abundantes beneficios obtenidos por intercesión de Francisco, encendían a muchos en el amor a Cristo y los movían a venerar al Santo, a quien aclamaban no sólo con el lenguaje de las palabras, sino también con el de las obras. De este modo, las maravillas que Dios realizaba mediante su siervo Francisco llegaron a oídos del mismo sumo pontífice Gregorio lX.

7. En verdad, el pastor de la Iglesia conocía con plena fe y certeza la admirable santidad de Francisco, no solo por los milagros de que había oído hablar después de su muerte, sino también por todas aquellas pruebas que en vida del Santo había visto con sus propios ojos y palpado con sus manos. Por esto, no abrigaba la menor duda de que hubiera sido ya glorificado por el Señor en el cielo. Así, pues, para proceder conformidad, con Cristo, cuyo vicario era, y guiado por su piadoso afecto a Francisco, se propuso hacerlo célebre en la tierra, como dignísimo que era de toda veneración.

Mas para ofrecer al orbe entero la indubitable certeza de la glorificación de este varón santísimo, ordenó que los milagros ya conocidos, documentados por escrito y certificados por testigos fidedignos, los examinaran aquellos cardenales que parecían ser menos favorables a la causa. Discutidos diligentemente dichos milagros y aprobados por todos, teniendo a su favor el unánime consejo y asentimiento de sus hermanos y de todos los prelados que entonces se hallaban en la curia, el papa decretó la canonización. Para ello se trasladó personalmente a la ciudad de Asís, y el domingo día 16 julio 1228 de la encarnación del Señor, en medio de unos solemnísimos actos que sería prolijo narrar, inscribió al bienaventurado Padre en el catálogo de los santos.

8. El día 25 mayo 1230, con la asistencia de los hermanos que se habían reunido en capítulo general celebrado en Asís, fue trasladado aquel cuerpo, que vivió consagrado al Señor, a la basílica construida en su honor. Y mientras llevaban el sagrado tesoro sellado con la bula del Rey altísimo, aquel cuya efigie ostentaba se dignó obrar numerosos milagros, a fin de que, al olor salvífico que despedía, se sintieran atraídos los fieles a correr en pos de Cristo. Y en verdad, si Dios hizo que Francisco durante su vida le agradara tanto y lo convirtió en tan amado suyo que, como a Enoc, lo transportó al paraíso por el don de la contemplación, y como a Elías lo arrebató al cielo en una carroza de fuego por el celo de la caridad, justo era que los dichosos huesos de quien verdeaba ya entre las flores celestiales del vergel eterno exhalaran desde el sepulcro su aroma en florecimiento maravilloso.

9. Por último, de la misma manera que este bienaventurado varón resplandeció en vida por sus admirables ejemplos de virtud, así desde su muerte hasta el día de hoy brilla en diversas partes del mundo por sus estupendos milagros y prodigios, recibiendo con ello gloria el divino poder. En efecto, gracias a sus méritos encuentran remedio los ciegos y los sordos, los mudos y los cojos, los hidrópicos y los paralíticos, los endemoniados y los leprosos, los náufragos y los cautivos, y se presta socorro a todas las enfermedades, necesidades y peligros; y los muchos muertos prodigiosamente resucitados por su mediación patentizan a los fieles la magnificencia y el poder el Altísimo, que glorifica a su Santo. A El honor y gloria por infinitos siglos de los siglos. Amén.