11 de Enero
Día 11 de Epifanía
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 11 enero 2025
a) 1 Jn 5, 5-13
¿Quién es el que vence al mundo?, pregunta hoy el apóstol Juan. En el vocabulario joánico, sabemos que el término mundo aludo al hombre encerrado en sí mismo y tentado de construirse y salvarse por sus propias fuerzas. De hecho, el verdadero cristiano ha vencido esa tentación, y no vive replegado en sí mismo sino abierto a Dios, y ha vencido la ridícula y vana tentativa de querer divinizarse por sí mismo, y deja el éxito de toda su vida en las manos de Dios.
"El que cree que Jesús es el Hijo de Dios", continúa diciendo el apóstol Juan. En efecto, la fe nos hace vencedores de aquella tentación y nos abre a Dios, que hace que nuestra salvación y el éxito de nuestra vida los confiemos a Jesús, Hijo de Dios. ¿Es así el modo como concibo yo mi fe?
"Dios nos ha concedido la vida eterna, y esta vida eterna está en su Hijo". Tal es el éxito y salvación que debemos ambicionar. No simplemente un éxito humano mediano para 60 u 80 años, sino un éxito divino, infinito y absoluto. La fe consiste en creer que Jesús, Hijo de Dios, posee la vida eterna, especialmente después de su victoria sobre la muerte. Y que esa vida eterna es también herencia nuestra si creemos en Jesucristo.
"Quien tiene al Hijo, posee la vida". Es decir, que quien no tiene al Hijo, no posee la vida. En este momento, pienso en todos esos jóvenes que dicen tener la furia de vivir, y un vehemente deseo de vivir. Señor, haz que descubran que tú estás de parte de la vida, que eres un apasionado por todo lo que vive, que tú eres el Viviente por excelencia, y que tú propones y ofreces la explosión de tu propia vida a todos los que están ávidos de vida en plenitud.
"Jesucristo vino por el agua y la sangre". El agua y la sangre tienen un significado simbólico en Juan, y simbolizan la obediencia filial de Jesús hasta la muerte, por amor a todos los hombres. Juan vio esto, pues estaba al pie de la cruz, y nos dice que del corazón abierto de Jesús manó "el agua y la sangre", como ¡símbolo más fuerte y expresivo del amor!
El agua y la sangre simbolizan también la sacramentalidad eclesial, y la perpetua presencia del Resucitado en su cuerpo (la Iglesia) a través de los sacramentos (en particular, del bautismo y la eucaristía).
"Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre". El procedimiento judicial de los tribunales judíos exigía tres testigos, y hoy diríamos que tenemos varios testimonios que recibir y que dar:
-el de los sacramentos,
que otorgan el agua y la sangre de Cristo,
-el de la vida cotidiana, ofrenda agradable a Dios vivida "según el
Espíritu" y sacrificando la vida por amor.
Noel Quesson
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Conforme al pensamiento de Juan, la vida de Jesús se teje entre su bautismo (en que el Espíritu desciende y se posa sobre Jesús) y su muerte (en que Jesús devuelve el Espíritu al Padre). Tras su resurrección, el Señor se manifestará con todo el poder recibido del Padre, para infundir el Espíritu Santo en los apóstoles y en todos los creyentes, realizando así una nueva creación (la de los hijos de Dios).
Así, el agua (bautismo), la sangre (muerte) y el Espíritu dan testimonio de que Jesús es el Hijo de Dios. Quien acepta unir su vida a Cristo por medio de la fe y del bautismo, hace suya la redención de Cristo y acepta convertirse en templo del Espíritu Santo. La vida íntegra del creyente se convierte, así, en un testimonio de que Dios ha venido como Salvador de la humanidad.
Quien dice creer en Dios pero vive en contra del amor que Dios nos ha manifestado (por medio de su Hijo), está haciendo de Dios un mentiroso, pues piensa encontrar la salvación por otro camino. Sin embargo, no hay otro camino, ni otra verdad, ni otra vida mediante la cual podamos salvarnos. Si decimos que somos de Cristo, seamos leales a la fe que hayamos depositado en él.
Nelson Medina
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"El que cree en Jesús, vence al mundo y tiene la vida eterna", comienza diciendo hoy Juan. Como se ve, la carta del apóstol va a terminar con las mismas ideas con las que empezó: que Jesús ha venido a este mundo ampliamente apoyado por los testimonios de Dios. Y si aceptamos el testimonio humano, más fuerza tiene el testimonio de Dios. El que cree en el Hijo, cree a Dios y tiene el testimonio de Dios.
El testimonio, para Juan, con su lenguaje simbólico, es triple: "el Espíritu, el agua y la sangre". Este Jesús en quien creemos es el que fue bautizado por el Bautista en el agua del Jordán, con el Espíritu sobre él, y el que al final de su vida derramó su sangre en la cruz, y luego fue resucitado por ese mismo Espíritu. Agua y sangre que son certificadas siempre por el Espíritu Santo, el maestro y el garante de toda fe verdadera. Por eso tenemos que creer el testimonio de Dios sobre Jesús.
Con todo, lo principal es lo que sucede a los que creen en el Enviado de Dios: que vencen al mundo y tienen la vida eterna. Así lo expresa el apóstol Juan: "¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida".
José Aldazábal
b) Lc 5, 12-16
Los tres sinópticos cuentan la curación de hoy del leproso, y ven una de las primeras manifestaciones del poder del joven rabino Jesús sobre el mal. Los sinópticos sitúan este milagro en Galilea, aunque Lucas precisa más: "en una ciudad" (v.12), cosa que parece casi del todo improbable, dada la severidad de las leyes con respecto a los leprosos (Lv 13, 45-46).
Mateo tiene en cuenta este rigor en su narración del hecho (Mt 8, 5), y relata además la curación de un pagano y de una mujer (concretamente, del siervo del centurión y de la suegra de Pedro; Mt 8,1-15) para mostrar en Jesús al acogedor de categorías humanas excluidas hasta entonces del pueblo elegido. Lucas ve simplemente en este milagro una ocasión de admiración para las muchedumbres (v.15).
El relato de la curación del leproso está marcado por las reacciones de Cristo ante el descubrimiento de su poder de taumaturgo.
En 1º lugar, Jesús se siente movido a compasión por el sufrimiento que le rodea. Al contrario de Marcos (Mc 1, 41), Lucas no hace mención de estos sentimientos. Sin embargo, esta emoción y esta compasión tienen su importancia, ya que a través de ellas Cristo expresa el amor poderoso y curativo del Padre. Cristo desea la curación de los enfermos que encuentra a su paso, y precisamente en lo más íntimo de este deseo es donde aparece su carisma de taumaturgo. El amor de Cristo hacia sus hermanos les lleva al amor de Dios.
En 2º lugar, Jesús teme el carisma que posee, y por eso obliga al que ha sido objeto del milagro (al leproso) a guardar el secreto (v.14) y someterse a los exámenes legales (Lv 13-14) a través del sacerdote.
En 3º lugar, Jesús rehúye la admiración de las muchedumbres, porque éstas podrían interpretar mal sus milagros (v.16). No exige tampoco la fe del que solicita la curación (como hará más adelante), sino que tan sólo pone de manifiesto el poder divino que lleva dentro de sí, y pide las condiciones óptimas para ponerlo en práctica.
Los contemporáneos de Cristo atribuían al alma y al cuerpo una unión mucho más estrecha que la que le atribuían los griegos. Para los judíos, la enfermedad era considerada como el reflejo y la consecuencia de una enfermedad moral.
Al curar el cuerpo, Cristo ha tomado conciencia de que su predicación inauguraba los tiempos escatológicos de la victoria sobre el mal y la era de la consolación (Lc 4, 16-20; 7, 22-23). Al fundamentar su vida en el amor a sus hermanos y en la obediencia a su Padre, Jesús ha realizado el primer tipo de humanidad sin pecado y sin mal, convirtiéndose de esta manera en la única fuente del auténtico futuro de la humanidad.
Las curaciones realizadas por Cristo no son más que un momento de reparación de la creación entera mediante su vida y su persona. La curación de la humanidad ha pasado a ser hoy atributo de la ciencia. El cristiano colabora en ella sabiendo que no curará verdaderamente a sus hermanos sin antes haberse librado del mal mediante su fidelidad al Padre.
Maertens-Frisque
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En la escena evangélica de hoy, situada "en uno de aquellos pueblos", Lucas enfoca ("y mirad") un "hombre lleno de lepra" (v.12a). El leproso era, en aquella cultura, el caso extremo y el prototipo del marginado en nombre de la ley judía (Lv 13, 45-46), por el simple hecho de estar enfermo.
Con todo, se percibe que los excluidos de Israel tienen conciencia clara de que Jesús los puede liberar de aquella situación de marginación. Y por eso se le acercan, violando la ley, y le suplican por boca del leproso: "Señor, si quieres, puedes limpiarme" (v.12b).
Jesús no solamente quiere, sino que "lo toca", violando la prohibición de la ley (que amenazaba a los infractores con la impureza legal) y demostrando que él no cree en la ley de lo puro e impuro a nivel exterior.
Como el leproso no está todavía preparado para su nueva libertad (tras ser liberado de su marginación legal), Jesús no le da rienda suelta, sino que lo reintegra a la sociedad que lo había marginado. Además, Jesús no quiere que se divulgue el hecho, puesto que todavía es demasiado pronto para proclamar la nueva ley de la libertad.
El episodio se cierra subrayando una de las constantes del comportamiento de Jesús: "Se retiró a un despoblado para orar" (v.16). Es decir, Jesús volvió a la soledad y el silencio, alejándose de la popularidad mundana y buscando la intimidad con el Padre.
Josep Rius
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Bajo el nombre de lepra se incluían en tiempos de Jesús diversas enfermedades de la piel de carácter más o menos grave, entre las cuales se incluía aquélla que actualmente recibe ese nombre. Común a todas ellas era el hecho de convertir en impuro al hombre que la padecía, excluyéndole de la comunidad cúltica y social del pueblo israelita.
La tradición evangélica recuerda varios casos de curaciones de leprosos. Sin negar la realidad de un trasfondo histórico, podemos suponer que la insistencia sobre el tema (vv.12-16). Se debe al hecho de que el judaísmo consideraba estas curaciones como uno de los signos de la llegada de los tiempos mesiánicos (Lc 7,22; Mt 10,8). Dentro de este contexto se sitúa el milagro al que se refiere nuestro relato.
La curación ofrece un orden típico, pues a la súplica del enfermo responde Jesús: "Quiero, queda limpio" (v.13). Evidentemente, hay aquí un milagro externo. Sin embargo, el centro del relato no se encuentra en la narración del hecho, sino en las palabras finales: "Ve a presentarte al sacerdote" (v.14).
El leproso se hallaba excluido del pueblo de Israel, y era un manchado que no podía tomar parte en la liturgia de la oración ni en la alegría de las fiestas. Se trataba de un hombre social y religiosamente marginado, que vivía solo, sin derechos y alejado de la civilización, como ejemplo y testimonio de la palabra de Dios sobre la tierra. Así se hallaba Job en otro tiempo, abandonado de Dios y de los hombres.
Pero ahora Jesús le ha dicho "queda limpio". Sin duda, esas palabras tienen eficiencia externa, pues el leproso queda sano y se presenta al sacerdote, y desde ahora puede formar parte del antiguo pueblo de la alianza y las promesas. Pero la voz de Jesús es todavía más profunda, pues al sentenciar "queda limpio" penetra hasta la misma entraña de aquel hombre maldito y le declara transformado, transparente y puro. Todo el perdón de Dios se hace presente en esa frase.
Ese perdón de Dios que Jesús ha ofrecido a los marginados de la tierra tiene que constituir ahora el fundamento de la vida de la Iglesia. En contra de lo que pasaba en Israel, el cristianismo no admite ya leprosos: no margina a nadie por su enfermedad, por su miseria humana o por su raza. Ofreciendo al leproso la limpieza de Dios y de los hombres Jesús ha declarado que no se puede tomar a ningún hombre como impuro. Solamente cuando rompa todas las barreras, sólo cuando vaya congregando a todos como hermanos, la iglesia vendrá a ser lugar de Dios sobre la tierra. Entonces se cumplirá aquella vieja esperanza mesiánica de la curación de los leprosos.
Como nota final, señalaremos los dos rasgos de Jesús con que termina nuestra escena: cura a los enfermos que le traen y, a la vez, eleva su oración a Dios en solitario. La unión de estos rasgos (oración personal y servicio a los necesitados) constituye un elemento primordial de toda auténtica existencia.
Carlo Martini
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Escuchamos hoy el 1º milagro concreto relatado por Mateo. Como ya lo había pedido a sus discípulos, Jesús no se contenta con hermosas palabras, sino que pasa a los actos, y por eso salvará concretamente a algunas personas como símbolo y anuncio del final de los tiempos en los que todo mal será vencido.
La elección de un leproso, para este 1º milagro, tiene su significación. Mateo escribe su evangelio para los judíos, y en su contexto cultural y religioso la lepra era el mal por excelencia, como enfermedad contagiosa que destruía lentamente a la persona enferma.
La lepra era una enfermedad que, según los antiguos, venía de un castigo de Dios, mostraba el pecado del leproso y requería su exclusión de la comunidad. El leproso era considerado, por tanto, impuro, y todo lo que tocaba pasaba a ser impuro, y no podía participar ni en el culto, ni en la vida social ordinaria. Incluso estaba prohibido tocarle, y su situación era espantosa.
Jesús "extendió la mano" hacia el leproso. No podemos imaginar la alegría de este desgraciado al contacto de la mano de Jesús. Él, a quien nadie podía tocar de meses o años atrás, él, el solitario, el abandonado, el maldito, encontrarse de golpe con una mano tendida hacia él, un signo de amistad que lo integra a la sociedad, a la compañía de los hombres. Abandonado de todos y sentirse de golpe querido por alguien. Por alguien que sobrepasa la razón y la ley para mostrarle su amor que salva.
Bruno Maggioni
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El evangelio de hoy nos presenta otra de las manifestaciones iniciales de Jesús: la curación del leproso. Es admirable la disposición y la oración del enfermo ("Señor, si quieres puedes limpiarme") y la respuesta concisa y efectiva de Jesús ("quiero, queda limpio").
Nada extraña, por tanto, que "su fama se extendiera por todas partes", y que su actuación misionera de predicación y de curación de los que sufrían levantara entusiasmo por todas partes. Mas él, conjugando esta entrega a los demás con la unión con su Padre, "solía retirarse a despoblado para orar".
Nosotros, ciertamente, estamos entre los que creen en Jesús como el Enviado y el Hijo de Dios. Pero deberían ser más claras las consecuencias de esta fe. ¿Podemos decir que estamos venciendo al mundo? ¿Vamos venciendo al mal que hay en nosotros y en el mundo? ¿Participamos con éxito en la gran batalla entre el bien y el mal?
El que en verdad ha vencido al mundo es Cristo Jesús (Jn 16, 33). Nosotros, si somos seguidores suyos, deberíamos estar ya participando de la misma victoria. Del creer o no creer en Cristo depende algo fundamental: participar en su victoria y tener vida en nosotros. Si creemos en Cristo, deberíamos sentir ya dentro de nosotros la vida que él nos comunica, sobre todo cuando le recibimos como alimento de vida en la eucaristía (pues "quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna").
La figura de Jesús, tal como aparece en el evangelio, es la de una persona que tiene buen corazón, que siempre está dispuesto a "extender la mano y tocar" al que sufre, para curarle y darle ánimos. Nosotros, los que creemos en él y le seguimos, ¿tenemos esa misma actitud de cercanía y apoyo para con los que sufren? ¿O somos duros en nuestros juicios, agresivos en nuestras palabras, indiferentes en nuestra ayuda? Ser solidarios y extender la mano hacia el que sufre es ya medio curarle. Es darle esperanza, como hacía siempre Jesús.
José Aldazábal
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Nadie hubiera pensado que curarse de la lepra fuera tan fácil en el s. I. De hecho, lo único que precisó este enfermo fue acercarse humildemente a Jesús y pedírselo. Y así hizo, porque él sabía que Jesús podía hacerlo. Además, creyó con todo su corazón en la bondad del Maestro, como se ve en la sencillez con que se lo pide: "Maestro, si quieres, puedes curarme". La actitud denota no sólo humildad y respeto, sino también confianza en su bondad.
La vida de muchas personas, y a veces la nuestra, se ve llena de enfermedades y males, sucesos indeseados y problemas de todos los tipos, que nos podrían orillar a perder la confianza en el Maestro, buen Pastor.
Quizás alguna vez hemos pensado que él nos ha dejado, que él ya no está con nosotros, que nuestra pequeña barca ha comenzado a naufragar en el mar de la vida... De esta forma, olvidamos que el primero en probar el sufrimiento y la soledad fue él mismo, mientras padecía su muerte en la cruz. De esa forma, él nos enseñó que Dios siempre sabe sacar bienes de males, pues por esa muerte ignominiosa nos vino la redención.
La lección de confiar en Cristo, y en su infinita bondad, no es esperar que nos quitará todos los sufrimientos de nuestras vidas, sino que nos ayudará a saberlos llevar, para la purificación de nuestra alma sea en beneficio de toda la Iglesia.
Rodrigo Saucedo
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Por muy grandes que sean nuestros pecados o miserias, éstas jamás podrán apagar el amor que Dios nos tiene. El leproso del evangelio de hoy, tocado por Jesús, nos habla de cómo Dios se hace cercanía a todo hombre para liberarlo de cualquier mal. Lo único que se necesita es reconocerse enfermo, pecador y necesitado de Dios, e ir al Señor para ser curados, perdonados y ayudados. Mas no vayamos a él exigentes, sino humildes y pidiéndole confiadamente: "Si quieres, puedes curarme".
Ante una súplica humilde, sencilla y confiada el Señor no tendrá reparo en decir: "Sí quiero, que se cumpla lo que pides conforme a tu fe". La Iglesia de Cristo está llamada a hacer el bien a todos. Pero no puede hacer distinción de personas, ni tampoco atribuirse a sí misma el poder que sólo proviene de Dios. Por eso jamás debe buscar su propia gloria, pues un orgullo de esta naturaleza le apartaría de su Señor. Más bien debe aprender a retirarse a orar a Dios, para que sólo a él se dé todo honor y toda gloria.
Hay muchos males que aquejan a nuestra humanidad. Hay pandemias contra las que se busca, a veces inútilmente, la curación definitiva tan anhelada. Hay muchos que dan su vida en favor de los enfermos en los hospitales o en lugares donde hay que atender a quienes viven en condiciones infrahumanas. Alabamos el grado heroico de servicio en el amor de quienes se desvelan en favor de los que nada tienen.
Sin querer minimizar esos esfuerzos tan importantes y tan necesarios veamos cuántos, bajo todos los riesgos, tratan de remediar el mal interior del hombre. Porque es muy bien visto quien dejando familia y patria se va a servir a los que nada tienen. Pero son perseguidos aquellos que tratan de despertar las conciencias de quienes viven aletargados por el egoísmo, por el afán de dinero, por el afán de brillar social y políticamente destruyendo a los demás o pisoteando sus derechos.
Tender la mano para tocar a los enfermos corporales y espirituales para ayudarles a salir de sus males y esclavitudes, sin miedo a lo que esto nos pudiera traer como consecuencia, es vivir nuestra fe con una auténtica lealtad a Aquel que, no sólo por llenarnos la boca de alimento, sino por librarnos de nuestra esclavitud al pecado, fue perseguido, calumniado y clavado en una cruz.
José A. Martínez
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El pasaje de la Escritura de hoy nos muestra cómo pedir un favor: "Si quieres". Esta es la actitud de aquel que sabe que está hablando con Dios, y que para él todo es posible. Al mismo tiempo, es también la actitud de aquel que sabe que Dios no sólo es todopoderoso, sino que es la misma sabiduría, por lo que sabe lo que es (o no es) bueno para nosotros.
De esta manera, tengo la confianza de pedir a Dios todo cuanto quiero (aun cualquier necedad), y me pongo en sus manos para que él me dé lo que sabe que será bueno para mí y para que Reino de los Cielos crezca en el mundo. Ojalá que tu oración siempre sea: Señor, si quieres dame lo que te estoy pidiendo, de cualquier manera siempre te amaré igual.
Ernesto Caro
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El leproso del evangelio de hoy, excluido por el modelo social que imperaba, descubre en Jesús una alternativa real para experimentar en su vida el amor gratuito de Dios y sentir que en la historia había un puesto para él, el puesto que le había sido arrebatado por las leyes frías y caducas de la época de su tiempo.
Este excluido, y muchos excluidos del tiempo de Jesús, se arriesgan y se acercan al Maestro, a pesar de que estaba prohibido por preceptos sanitarios estrictos. Lo grandioso del encuentro de Jesús con el leproso es que Jesús le toca con sus manos, violando la ley (que amenazaba a los infractores de la pureza legal con la muerte).
¿Cuántas veces, por cumplir las leyes y hacerlas prevalecer en medio de nuestras comunidades, terminamos destruyendo la vida de las personas? ¿Cuántas veces cerramos los ojos y los oídos del espíritu y no escuchamos al Dios misericordioso que nos quiere revelar su proyecto de amor y que nos dispone a incluir a los hermanos y hermanas excluidos por los sistemas deshumanizantes que se imponen en la historia?
Confederación Internacional Claretiana
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La lepra sigue siendo hoy en día una enfermedad que produce rechazo social. Aunque ahora existen medicamentos que retardan y alivian sus devastadores efectos, éstos no están al alcance de todos las personas pobres que la padecen.
En la época de Jesús, la lepra era muchísimo peor, otras enfermedades visibles de la piel eran confundidas con ella, y todo esto se creía que era un castigo de Dios. Los leprosos eran rechazados por su familia, y no podían participar en el culto de la sinagoga (por ser considerados impuros). Por eso la petición que hace el leproso a Jesús suena tan dramática, tan llena de confianza y a la vez tan desesperada. Cuando Jesús sana al leproso, le devuelve no sólo la salud sino también la propia estima, la posibilidad de vivir en familia, la pertenecencia a una comunidad humana y la posibilidad de alabar a Dios junto a los demás creyentes.
Lucas no nos cuenta este episodio para mostrarnos el modelo de nuestro acción frente al dolor humano, los enfermos, los indigentes, las víctimas de la guerra o todos aquellos que llevan en el cuerpo o en la mente las señales del mal, de la enfermedad y de la muerte. No, no lo cuenta por eso, sino para decirnos que Jesús quiere curarlos.
También hoy en día, los seguidores de Jesús se ocupan de los leprosos, de los que padecen sida, de los enfermos terminales y de aquellos a quienes nadie quiere cuidar. Al obrar de este modo, muestran al mundo la dignidad incomparable de los hijos y las hijas de Dios. Dignidad que nadie ni nada puede arrebatarles, porque en sus enfermedades y miserias es el mismo Dios quien reclama nuestra solidaridad y nuestro amor.
Servicio Bíblico Latinoamericano
c) Meditación
El evangelista Lucas narra hoy el encuentro de Jesús con un enfermo de lepra. Y nos dice que el leproso, al ver a Jesús, cayó de rodillas y le suplicó: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Al parecer, al enfermo le mueve su deseo de curación, pero presenta su petición como una súplica, desde la fe que tiene en Jesús y su conciencia de la propia indignidad.
El leproso se acerca a Jesús como un mendigo que pide la limosna de la salud. Por eso se humilla ante él, y solicita su favor y subordina su deseo a la voluntad del donante: Si quieres, puedes. Recurre a su poder, pero lo hace depender de su voluntad. Tiene una fe ciega en su poder, pero no quiere arrancarle el beneficio por la fuerza. Ante él se sitúa como ante su Señor, y le suplica le sea concedida la gracia que está en su poder.
Y Jesús, que siempre se deja mover a compasión, responde con prontitud a esta llamada de auxilio. No se hace de rogar, porque entiende que las disposiciones del leproso (fe, humildad) son las idóneas. Extendió inmediatamente la mano y lo tocó diciendo: Quiero, queda limpio. Y en seguida, nos dice el evangelista, le dejó la lepra.
El querer del sanador coincide con el imperioso deseo del enfermo. Basta el encuentro de estas dos voluntades para que se produzca el milagro y el leproso pueda recuperar la salud. Finalmente Jesús le recomienda que no divulgue el hecho y que se presente (tal como estaba mandado en la ley levítica) al sacerdote para que confirme la curación y pueda reintegrarse a la vida ordinaria, y que ofrezca por su purificación lo mandado por Moisés (es decir, por la ley mosaica). De este modo obraría con corrección (esto es, de manera ajustada a la ley) y daría un buen testimonio de lo que debe hacerse en estos casos.
Con tales recomendaciones se pone de manifiesto que Jesús también está pendiente de los detalles y quiere evitar, por un lado, una publicidad que podría resultar nociva para su misión, y por otro, el escándalo que podría causar la conducta del leproso, ya curado, si no se sometía a las normas levíticas todavía en vigor.
A pesar de estas recomendaciones, el evangelista señala que su prestigio de sanador se iba dilatando más y más, que se hablaba de él cada vez más y que mucha gente acudía a oírle y a que les curara de sus enfermedades. Por mucho que se intentara mantener en secreto o evitar la publicidad de estas acciones, lo cierto es que poco se podía conseguir, porque en estas intervenciones siempre había testigos o porque resultaban tan admirables para el propio beneficiario que no podía mantenerlas en completo silencio.
La sola presencia (pública) del Maestro con sus palabras y sus acciones generaba publicidad, y ésta fama. Por eso atraía a las multitudes y se hablaba cada día más de él. Pero no era inusual que, cuando esto sucedía, Jesús se retirase a la soledad, al despoblado, para orar.
Si las multitudes tenían necesidad de él, porque estaban como ovejas sin pastor, él tenía necesidad de estar a solas con su Padre. Por eso hay momentos en los que se retira a esa soledad habitada en la que la presencia de Dios Padre se le hacía quizá más íntima y diáfana.
Ante el Señor todos somos leprosos, enfermos o indigentes. Todos estamos faltos o necesitados de algo, ya sea la salud, o la juventud, o la inocencia perdidas, ya sean los daños o agresiones sufridas, ya sea el amor no correspondido, ya sea la plenitud aún por lograr.
Todos tenemos, pues, algo que suplicar, aunque no sea más que el mantenimiento de la felicidad alcanzada o de los dones recibidos. Todos podemos acudir a él, como el leproso del evangelio, solicitando su favor (= gracia) para nosotros, nuestros hijos o nuestros seres queridos.
Ojalá lo hagamos con la convicción de que seremos escuchados con prontitud. Pero esto requiere al menos dos cosas: fe y humildad. ¿Cómo acudir sin fe? ¿Y cómo tener fe sin humildad? La fe precisa una base muy sólida de humildad. Sin esta tierra (= humus) no puede florecer la fe (= flor). Pidamos, por tanto, que el saber no nos robe la humildad y que la humildad mantenga viva nuestra fe.
Act:
11/01/25 @tiempo de navidad E D I T O R I A L M E R C A B A M U R C I A