22 de Diciembre

Día 22 de Adviento

Equipo de Liturgia
Mercabá, 22 diciembre 2025

a) 1 Sm 1, 24-49

         Hoy escuchamos cómo Samuel, desde pequeño, es consagrado por su madre Ana al Señor, de por vida. Y cómo ésta, tras haberlo consagrado, entona el Cántico de Ana, o alabanza personal a Dios por haberla bendecido con un hijo.

         En algunos momentos, y como consagrado a Dios, Samuel ejercerá el ministerio sacerdotal en la presencia de Dios. Pero, de un modo especial Dios lo distinguirá con el ministerio de profeta suyo. Finalmente, Samuel ejercerá también el papel de Juez, y será el enlace entre el régimen tribal y el monárquico en Israel.

         Después de que Ana, la madre de Samuel, consagra y entrega a su hijo para que quede al servicio de Dios, entona un cántico de alabanza al Señor; ese cántico estará muy relacionado con el Cántico de María en el NT. Dios ha vuelto su mirada compasiva hacia Ana (que vivía estéril y sin esperanza), pues Dios es quien da la muerte y la vida, quien hunde en el abismo y saca de él, quien empobrece y enriquece, quien humilla y engrandece.

         Aquel que confía en el Señor, y se deja conducir por su Espíritu, hará la obra de Dios, y por su medio Dios se manifestará como el Señor de la Vida (a pesar de que la existencia pasada haya sido fecunda en obras malas, y estéril en obras buenas). Aquellos que vivan engreídos y pegados de sí mismos, lo único que harán, al rechazar a Dios, será encaminarse hacia su propia destrucción y humillación.

José Aldazábal

*  *  *

         La 1ª lectura presenta la oración de agradecimiento de Ana (madre de Samuel) al presentar su hijo al Señor, que se lo concedió después de su oración insistente al sentir su esterilidad. Ana ahora ofrece al Señor a su hijo, recibido como don. La esterilidad de la madre, considerada frecuentemente en aquel contexto como una maldición, es un recurso típico del AT para subrayar que el hijo es un don particular del Señor, en orden a una misión importante. Es lo que se desprende de los nacimientos de Isaac (Gn 21, 1-4), Esaú y Jacob (Gn 25, 21), Sansón (Jue 13, 2) y Juan Bautista (Lc 1, 5).

         El texto recuerda la consagración que lleva a cabo Ana, entregando a su hijo Samuel al servicio exclusivo de Dios, en el templo. Ana continúa la serie de mujeres estériles favorecidas por Dios con el beneficio de la fecundidad. Samuel, el último de los jueces será también profeta. Es el momento en que los israelitas desunidos sienten la necesidad de una autoridad permanente: un rey. El 1º será Saúl, y le corresponderá a Samuel ungirlo, a pesar de que la monarquía es contraria a los planes de Dios.

         El texto continúa con el Cántico de Ana. Este himno en realidad es un Salmo de victoria pronunciado por un rey al volver triunfante de la batalla. El autor lo introduce aquí atraído por la referencia a "la mujer estéril y a la mujer fecunda" (1Sm 2, 5). El tema central del canto es el devenir de la historia que presenta una alternancia de situaciones no debidas a la fortuna ciega, sino al querer de Dios: los valientes resultan tímidos y los cobardes llenos de valor; los satisfechos piden pan y los hambrientos engordan.

Servicio Bíblico Latinoamericano

b) Lc 1, 46-56

         Ana, la esposa de Elcaná, estaba avergonzada por su esterilidad, y por eso había pedido a Dios poder superar esta afrenta. Y por eso había vuelto al templo, para dar gracias a Dios por haber sido escuchada y poder decir que por fin es madre (de Samuel, que será un personaje importante en la historia de Israel).

         El emocionado Cántico de Ana lo hemos recordado en el salmo responsorial, y es fácil ver cómo sus ideas principales son muy semejantes a las que la Virgen María cantará en su Magnificat: Dios ensalza a los pobres y los humildes, mientras que humilla a los soberbios.

         También María, en casa de Isabel, y tras escuchar las alabanzas de su prima, prorrumpe en un Cántico de María lleno de admiración, alegría y gratitud a Dios (el Magnificat), que la Iglesia ha seguido cantando generación tras generación hasta nuestros días.

         María canta agradecida lo que Dios ha hecho en ella, y sobre todo lo que ha hecho y sigue haciendo por Israel, con el que ella se solidariza plenamente. Y alaba a Dios porque "dispersa a los soberbios, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos".

         Se trata de un magnífico resumen de la actitud religiosa de María y de toda Israel, que espera la llegada del Mesías y que para ello va recorriendo toda la historia de salvación, desde una óptica de clara opción preferencial por los pobres y humildes, por los oprimidos y marginados.

         Nada extraño será, pues, que este Cántico de María, valiente y lleno de actualidad, sea admirado por Pablo VI en su Marialis Cultus y Juan Pablo II en su Redemptoris Mater, se haya convertido en la oración de la Iglesia en su largo caminar por los siglos, y lo repitamos todos los días en el rezo de las Vísperas. La oración de María, la 1ª creyente de los tiempos mesiánicos, se convierte así en oración de la comunidad de Jesús, admirada por la actuación de Dios en el proceso de la historia.

         Saber alabar a Dios, con alegría agradecida, es una de las principales actitudes cristianas. Y María, inspirándose en el Cántico de Ana, nos enseña a hacerlo desde las circunstancias concretas de su vida.

         María alabó a Dios. Su canto es el mejor resumen de la fe de Abraham y de todos los justos del AT, el evangelio condensado de la nueva Israel, la Iglesia de Jesús, y el canto de alegría de los humildes de todos los tiempos, de todos los que necesitan la liberación de sus varias opresiones.

         La maestra de la espera del Adviento, y de la alegría de la Navidad, es también la maestra de nuestra oración agradecida a Dios, desde la humildad y la confianza. La maestra de la convicción, de que Dios está presente y actúa en nuestra historia, por desapacible que nos parezca.

José Aldazábal

*  *  *

         La lectura del evangelio muestra que el cántico del Magníficat (que entona María) está claramente inspirado en el Cántico de la 1ª lectura (que entonaba Ana), y que ambos juntos se han convertido en la oración diaria de la Iglesia (en el oficio vespertino de vísperas). De hecho, algunos han llegado a hablar, por supuesto exageradamente, de su carácter subversivo, atribuyéndole a su recitación poderes casi mágicos (como si fuera un talismán).

         En dicho Cántico, María reconoce la grandeza de Dios, y expresa su alegría y agradecimiento porque el Señor se fija en la pequeñez. Anuncia proféticamente las alabanzas que ella recibirá de parte de la Iglesia, pero no por ella misma sino por lo que Dios realizó en su persona.

         María anticipa el feliz anuncio que hará Jesús (tomando partido por los pobres), así como el veredicto final de Dios: dispersión de los soberbios y caída del trono de los poderosos, así como enaltecimiento de los humildes y hartura de bienes de los hambrientos.

         Todo un programa de transformación de nuestro mundo, pero no a nivel terreno (de reivindicaciones sociales, que solo afectan al más acá) sino futuro (por carácter trascendente y espiritual) y actual (porque la salvación de Dios comienza a realizarse aquí y no allá, predicando el evangelio a los pobres, curando las enfermedades, resucitando a los muertos...).

         Las santas mujeres de la Escritura dan gracias por todo: por el pan, por los hijos, por la intervención de Dios a favor de los pobres y humildes, por un orden social más justo e igualitario, por el cumplimiento de las promesas hechas en el pasado, por la posibilidad de mirar el futuro con esperanza y en actitud confiada, por la salvación total que implica el cuerpo, la dignidad, el alma, los sueños, las más concretas e inmediatas necesidades, pero también las más recónditas y fundamentales, como encontrar que la vida tiene sentido cuando somos amados, y estar seguros de que el amor no muere nunca.

         Hagamos nuestras las palabras de María en estas vísperas de Navidad, y cantemos con ella la alabanza de quien también ha hecho en nosotros maravillas.

Josep Camps

*  *  *

         Nos presenta hoy Lucas la respuesta que María ofrece al saludo de Isabel, y que conocemos tradicionalmente con el nombre de Magníficat. Se trata de una respuesta compuesta por citas y reminiscencias del AT, en el que se canta la gratitud de María y de todo el pueblo de Dios por el cumplimiento de las promesas divinas. Lucas subraya, además, que se trata del tema o espiritualidad por excelencia de María: Dios se apiada de los pobres y desvalidos (Lc 6,20-26; 16,19-25).

         El Cántico de María, o Magnificat, tiene muchas reminiscencias del AT, y sigue de cerca al Cántico de Ana (1Sm 2, 1-10). Un cántico (de Ana) del que María recoge los temas básicos de la maternidad, las contraposiciones binarias ("poderosos y humildes", "ricos y pobres"...), el cambio de la situación (de lo alto a abajo, de lo bajo a la cumbre...), el gozo de la celebración, la santidad de Dios, la fijación por la humildad...

         En representación de todos los pobres que expresan la liberación, María se alegra de la grandeza de Dios, porque se ha fijado en la situación humillante de su pueblo y ha venido a salvarlo. El mayor testimonio de la santidad de Dios es que él mismo se una a los pobres y asuma su situación. Dios realiza un cambio, un vuelco de situaciones sociales para crear un nuevo tipo de relaciones más humanas.

         El Cántico de María tiende un puente entre el tiempo de la espera (el AT), y el tiempo de la realización (el NT). María, tan discreta en el resto de los evangelios, aparece aquí como la profetisa que proclama una revolución histórica, que vuelque todas las cosas para recibir la llegada de su Hijo.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El Magnificat es un canto que Lucas pone en boca de María tras haber recibido la salutación y bienaventuranza de Isabel, un canto que brota de su alma religiosa y pone de manifiesto los pensamientos y sentimientos que alberga su corazón. Proclama mi alma (dice jubilosa) la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador: porque ha mirado la humillación de su esclava.

         El alma creyente de María no hace otra cosa que reconocer la grandeza del Señor. Porque si el universo creado es grande, más aún, inmenso, podríamos decir incluso inabarcable para el hombre incapaz de recorrer esas distancias espaciales que medimos por años-luz, su Creador ha de ser por fuerza mucho mayor, si no en términos de extensión, puesto que no es una magnitud cuantitativa, sí en términos de cualidad.

         La grandeza de Dios es reconocible, aunque no sea imaginable, dada su infinitud. Una mente abierta a la trascendencia, con sensibilidad religiosa, como la de María, lo capta en seguida. Si Dios es algo, ha de ser necesariamente grande, poderoso, trascendente a todo lo conocido.

         Pero no es sólo grande. El espíritu de María lo proclama también salvador; y por eso se alegra. ¿De qué nos serviría tener a un Dios grande si no hace nada por nosotros? Ese Dios se ha revelado también como salvador en sus planes, en sus acciones, en sus promesas. Es el Dios que transforma nuestra historia en historia de salvación, y así hemos de verla y de leerla, interpretando los acontecimientos de nuestra vida como acontecimientos salvíficos en los que Dios se deja sentir con su caudal de amor misericordioso.

         María se alegra en ese Dios salvador porque ha mirado no tanto la humillación, sino la pequeñez (tapeinosis) de su esclava. La que se siente esclava de su Señor entiende que éste se ha fijado en ella por ser pequeña, porque Dios se complace especialmente en los pequeños y humildes, ya que es en ellos en los que hará obras grandes, poniendo más de manifiesto su poder y su gloria, y es a ellos a quienes enaltecerá o engrandecerá. Dios escoge, pues, al humilde para enaltecerlo. Esto es lo propio de su grandeza: engrandecer lo que es pequeño.

         Ésta es también la razón por la que María será felicitada, tal como ella profetiza, por generaciones sucesivas. Todas las generaciones, a partir de ella, la felicitarán, porque el Poderoso hará obras grandes en ella y por ella, siendo ella tan pequeña.

         La encarnación del Hijo de Dios es una obra de Dios (obra del Espíritu Santo) en ella, en su propio vientre, y por ella, con su asentimiento y colaboración. El Poderoso es también el Santo, y en tales acciones muestra su santidad, que es grandeza inaccesible, pero también bondad benéfica de efecto inagotable.

         Esa misericordia incesante que brota del manantial de Dios es la que llega a sus fieles de generación en generación. Dios tiene misericordia para todas las generaciones humanas, pues la misericordia es la energía de Dios como el hidrógeno lo es de las estrellas; pero mientras el combustible de las estrellas es limitado, aunque tengan para millones de años, el de Dios no lo es, pues la vida de Dios es eterna.

         Lo que mantiene vivo Dios es su misericordia, y ésta se expresa de diferentes maneras: dispersando a los soberbios de corazón, derribando del trono a los poderosos, enalteciendo a los humildes, colmando de bienes a los hambrientos, despidiendo vacíos a los ricos.

         Son las formas de la misericordia divina. Y si dispersa a los soberbios o derriba del trono a los poderosos no es sólo porque lo merecen, sino porque lo necesitan; necesitan que se les haga ver la realidad para que no vivan en el engaño de una vida que se cree autosuficiente o capaz de enfrentar todo tipo de poder. Podrán ser poderosos, pero no tanto o no hasta el punto de equipararse con Dios. Cualquier poderoso de este mundo tendrá que pasar algún día por el destronamiento que provoca la muerte o uno de sus precursores.

         Pero su misericordia se deja ver sobre todo en el enaltecimiento de los humildes o en la hartura de los hambrientos. Muestra tener misericordia el que tiene corazón para las miserias ajenas, es decir, el que se compadece de aquellos que están en situación desgraciada o miserable.

         Es esta compasión la que le lleva a responder con los medios disponibles a esa necesidad que le sale al encuentro. Pues bien, Dios no sólo tiene corazón para las miserias humanas, las nuestras, las del hombre miserable e indigente que somos todos, sino que interviene, más aún, que viene a nuestra humanidad para compartirlas y para ponerlas remedio.

         Basta fijarse en la biografía de aquel cuya Navidad celebramos para darse cuenta de esto. Jesús actuó sin descanso movido por la compasión o la misericordia, casi siempre mediando alguna súplica, algunas veces sin ni siquiera esta mediación, obrando por iniciativa propia.

         Hizo Jesús tanto bien, y tanta obra de misericordia, que se le llega a conocer como el que pasó por este mundo haciendo el bien. Y verle a él, el Hijo, es ver al Padre. En la actuación misericordiosa de Jesús se revela el corazón misericordioso del Padre, obrando proezas con su brazo. Son las proezas de su poderosa misericordia.

         Acojámonos a esta misericordia, magnificada por María y con la que ella se siente agraciada, que mana incesantemente de las altas cumbres divinas y que no deja de regar nuestras tierras resecas e infecundas. Nuestro Dios no es sólo grande; es también misericordioso. Y cuanto más alto (y grande), más misericordioso y más inagotable. No perdamos nunca esta perspectiva. Pues en los momentos de naufragio podrá ser tabla, ancla o faro de salvación.

 Act: 22/12/25     @tiempo de adviento         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A