24 de Diciembre

Día 24 de Adviento

Equipo de Liturgia
Mercabá, 24 diciembre 2025

a) 2 Sm 7, 1-5.8-16

         El rey David ha consolidado la situación militar y política de Israel, y está ahora dispuesto a llenarla de buenas intenciones religiosas. Por eso, decide construir un templo en el que albergar el Arca de la Alianza, que sea casa de Dios y que, de forma segura, permita el inicio de las peregrinaciones.

         Natán le anuncia, de parte de Dios, que eso no será así. Y que no se preocupe, pues su casa y su descendencia estarán aseguradas (y no sólo en su hijo Salomón), mediante la profecía mesiánica. En dicha promesa, la palabra casa adquiere un doble sentido, tanto de edificio material como de dinastía familiar. Pues son los planes de Dios, y no los nuestros, los que van conduciendo la marcha de la historia.

         El salmo responsorial de hoy nos hace cantar nuestro agradecimiento a la fidelidad de Dios: "cantaré eternamente las misericordias del Señor". Y recuerda expresamente aquella promesa hecha a David, con tintes mesiánicos: "sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: te fundaré un linaje perpetuo. Le mantendré eternamente mi favor y mi alianza con él será estable".

José Aldazábal

*  *  *

         Durante mucho tiempo la profecía de Natán sostuvo la esperanza de Israel, esperando la llegada de un rey bueno. Y así, la gente estuvo esperando la llegada de un rey justo, que acogiera la voluntad divina y diera testimonio de que es posible una sociedad digna y justa.

         La realidad histórica, por el contrario, fue muy distinta y amarga, pues los reyes hicieron verdaderas tropelías para con el pueblo. Los reyes dividían el país, usurpaban las tierras de los pobres y se mantenían en el poder a través de la violencia.

         Pero la esperanza de Israel nunca cayó entre el fango, y en medio del caos creado por los malos gobernantes, los profetas inspiraron al pueblo y señalaron una luz en medio de la oscuridad. Esa luz no era otra que la esperanza irrevocable en un mundo mejor, únicamente realizable por el Mesías. Mientras el pueblo no perdiera esa esperanza, sería posible criticar la nefasta realidad y proponer alternativas de cambio. Y la esperanza, a pesar de todo, y hasta la llegada del Mesías Jesús, se mantuvo en pie.

Servicio Bíblico Latinoamericano

b) Lc 1, 67-79

         El Cántico de Zacarías, a la inversa del de María, empieza con la promesa de salvación predicha por los profetas, y la alianza que Dios juró a Abraham.

         En la 1ª estrofa (vv.68-75), cuyo horizonte (como en el cántico de María) queda limitado a Israel, aparece de nuevo como ya realizada (en 3 aoristos proféticos) la liberación del pueblo de Israel. Pero a diferencia del Cántico de María (en cuya estrofa central Dios se ponía de parte del pueblo humillado y hambriento, destronando a los poderosos y arrogantes), el de Zacarías habla de la salvación de Israel como un todo.

         Por su condición de sacerdote, ésta fue la visión de Zacarías. No obstante, y por muy poderosa que fuese su casta, observa Zacarías que la salvación de Israel deberá implicar una subversión del orden social establecido. La liberación vendría de la casa de David, pero cuando Dios suscite una "fuerza" (lit. cuerno) "en la casa de David". Es decir, no por su ser casa de David, sino por algo especial que sucederá en ella: el Mesías davídico (1Sm 2,10; Sal 132,17).

         En Zacarías, y al contrario que en María, los enemigos no son los poderosos, sino los de fuera, los pueblos paganos "que nos odian" (Sal 106,10; 111,9). Se habla, pues, de una salvación nacional (en términos épicos), cuyo efecto será el restablecimiento del culto verdadero: "santidad y rectitud". Zacarías sigue siendo sacerdote y buen observante de la Ley, y en el fondo no puede menos que encuadrar la salvación de Israel (que proféticamente ve como ya realizada, en su "ha visitado, rescatado, suscitado", dentro de los estrechos moldes de su condición social y religiosa.

         Se trata de la realización de la promesa que Dios había hecho a los patriarcas de Israel, sellando una alianza con Abraham. Una promesa que Zacarías fue recordando por medio de los profetas (cuyos 2 incisos parentéticos sirven para dar relieve a la promesa y a la alianza) y con fines eminentemente religiosos (para que Israel sirva a Dios con santidad y rectitud, sin temor a la persecución de los enemigos).

         El estilo del himno cambia en la estrofa central, cuando Zacarías, retomando palabras textuales del ángel (v.17) e inspirándose al mismo tiempo en los profetas (Is 40,3; Mal 3,1), se dirige directamente al niño, anticipando que su misión (como profeta y precursor) tendrá como objetivo borrar las injusticias pasadas, a fin de que el pueblo experimente la salvación. Pues Zacarías espera que Israel sea liberado de los enemigos exteriores, y para ello es necesario borrar las injusticias sociales interiores, poniendo al pueblo pecador en conversión.

         Esa será la misión (poderosa y judía) de Juan el Bautista (la del Cántico de Zacarías), muy distinta a la misión (pobre y universal) de Jesucristo (del Cántico de María).

Josep Camps

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         Lucas plantea su obra (evangelio y hechos) como una historia de la salvación, en la que el tiempo del Bautista da por concluido el tiempo de las antiguas profecías, el tiempo de Jesús cumple dichas profecías (y constata la realización del Reino), y el tiempo de la iglesia dará continuidad al cumplimiento profético (hasta el fin del mundo). Y todo ello (esos 3 tiempos) animado por la presencia misteriosa y constante del Espíritu Santo.

         En el relato de esta lectura, Zacarías canta movido por la presencia del Espíritu. Y su canto es una teología de la historia, una memoria de lo acontecido en el pueblo desde una mirada de fe.

         Zacarías reconoce que la historia ha llegado a su punto culminante, y que ha llegado el tiempo de la visita de Dios. La idea de visita de Dios, para la Biblia, tiene 2 significados: visita de salvación (para los oprimidos y fieles a Dios) y visita de condenación (para los corruptos y homicidas de los creyentes). Zacarías se alegra de esa visita, porque por fin se establecerá la justicia en la tierra, y cada uno ocupará el lugar que verdaderamente le corresponde.

         En este Cántico, la memoria es fundamental para analizar el presente. Sobre todo a la hora de describir la misión de este niño (Juan) y del futuro de salvación (Jesús).

         Pues todo estaba ya preparado por Dios, desde los tiempos de David y de Abraham. Y Dios había prometido ya todo esto a los profetas y a todo el pueblo, con promesas de liberación. Y lo que ocurre ahora, en el momento presente, no es más que su despuntamiento y emergencia.

         El próximo tiempo de Navidad, por tanto, no puede quedarse en la mera celebración de un acontecimiento histórico. Sino que tiene que hacer despuntar y emerger ese acontecimiento, llegando al presente de la pobreza y el dolor. Esa es la verdadera visita de Dios, la real y actual, que tiene lugar ahora y que exige una reacción y respuesta presente, "como Dios lo había prometido a nuestros padres".

         Un presente que, por otro lado, debe estar abierto a un futuro esperanzador: "él nos librará de nuestros enemigos", "iluminará a los que viven en tinieblas", "guiará nuestros pasos por los caminos de la paz".

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El Benedictus es otro cántico, similar al Magnificat, que Lucas pone en boca de Zacarías, padre de Juan el Bautista, tras haber recibido la visita del ángel. Se trata de un cántico inspirado, pues Zacarías lo pronunció movido por el Espíritu Santo, y de alcance profético, ya que revela planes divinos y anuncia acontecimientos que habrán de cumplirse.

         El sacerdote del AT comienza alabando al Dios de Israel, su Señor, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Presenta como sucedido lo que apenas acaba de iniciarse. Y es que el lenguaje profético trastorna los tiempos, de modo que puede presentar como acaecido lo que todavía es futuro.

         El pasaje alude a una visita y a un acto de redención del mismo Dios en favor de su pueblo. El Dios de la Alianza, el que viene actuando como aliado y defensor de su pueblo a lo largo de su historia, ha decidido dar un paso más, se ha dignado visitar a este pueblo.

         Para eso, tiene que hacerse personalmente presente en el lugar en el que este pueblo habita. Su modo de hacerse presente es suscitar una fuerza de salvación en la misma casa a la que pertenece el pueblo, la casa de David. Esa fuerza de salvación no es otra que la que ostenta un descendiente de David.

         El Dios de Israel visita y redime a su pueblo haciéndose uno de ese pueblo y esa casa, compartiendo con él vida (humana) e historia, pero sin perder la fuerza salvífica que le compete en cuanto Dios. La fuerza de salvación suscitada en la casa de David se identifica con el mismo Salvador, que es un descendiente de David, pero investido de esa fuerza de índole divina.

         Y si todo esto había sido predicho desde antiguo por boca de profetas es porque formaba parte de un designio de salvación ideado por el mismo Dios. La historia deja de ser un cúmulo de acontecimientos azarosos, que tiene a los hombres como únicos protagonistas, para pasar a ser una historia trazada en sus líneas esenciales por el mismo Dios que no teme incorporar a los hombres como actores y protagonistas de la misma. Pero si es historia de salvación (divina) ha de ser esencialmente historia de Dios, es decir, historia en la que Dios tiene un protagonismo primordial.

         Y hablando de salvación, el cántico precisa que se trata de una salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian. De esta manera se hace realidad la misericordia de Dios, esa misericordia que no es nueva en la historia, que ya tuvo con los antepasados y que viene a ser un recordatorio permanente de su santa alianza y del juramento hecho a Abraham.

         La misma misericordia que apreciaba María en el Magnificat la aprecia ahora Zacarías en el Benedictus. El objetivo de todas estas actuaciones divinas es liberarnos no solamente de los enemigos, sino del mismo temor a los enemigos, que es más opresor que la existencia factual de tales enemigos, y concedernos una vida en santidad y justicia, en su presencia todos nuestros días. Eso es lo que quiere obtener de nosotros mientras vivimos en este mundo: una vida de servicio en santidad y justicia.

         La visita del Salvador es comparable a la visita del sol que nace de lo alto para iluminar (trayendo el día) a los que viven en la noche, es decir, en tinieblas y en sombra de muerte, y para guiar nuestros pasos en el camino de la paz. El camino de la paz se confunde con el camino de la salvación. Sólo por este caminos podremos obtener ese ansiado tesoro que todos anhelamos y echamos en falta alguna vez: la paz. También esta visita, la que se produce con la navidad, es efecto de la entrañable misericordia de nuestro Dios.

         Todo brota de esta entrañable fuente de misericordia, que mantiene a Dios en permanente estado de actividad salvífica. Por eso, me atrevo a compararla con la energía (resp. el hidrógeno) de la que Dios se autoabastece. Podría decirse que en su incesante actividad ad extra, Dios está consumiendo misericordia, una energía que por ser eterna resulta inagotable. No debemos olvidar nunca, por tanto, que estamos viviendo, lo sepamos o no, de esta misericordia, del mismo modo que vivimos en la tierra gracias a la energía que el hidrógeno proporciona al sol.

*  *  *

         Hoy es una de esas noches que la tradición cristiana llama santas. Una noche iluminada por el acontecimiento que se celebra, hasta el punto que no la deberíamos dormir, hasta el punto de hacer de ella día, tiempo de vigilia. Y lo que se celebra en este día es la natividad, el nacimiento de Cristo Jesús, a quien reconocemos como nuestro Salvador.

         Sin esta referencia a Cristo no hay verdadera navidad. Habrá fiesta de invierno o fiesta familiar, fiesta que quiere revivir ocultos anhelos, siempre incumplidos, de paz y de armonía que laten en el corazón humano... pero no navidad. Porque si navidad no dijese natividad, se habría desvirtuado el sentido de la palabra y de la fiesta. Pero si el léxico se desconecta de la realidad significada acaba convirtiéndose en algo inservible y, por consiguiente, llamado a desaparecer.

         Éste es, pues, el acontecimiento que ilumina esta noche. Las luces de nuestras calles y plazas, incluso las de nuestros belenes, son sólo el reflejo de esa luz que brota del acontecimiento celebrado. Porque la navidad, antes que celebración es acontecimiento: algo sucedido en nuestra historia.

         Fue lo sucedido hace ya 21 siglos en una pequeña localidad de Judea, llamada Belén, en la provincia romana de Siria, siendo Augusto máxima autoridad imperial y Cirino gobernador de esa provincia. Fue allí, en esa pequeña localidad judía del Imperio Romano, donde le llegó a María, la elegida de Dios para ser madre de su Hijo, el tiempo del parto de su hijo primogénito.

         El suceso que consideramos es un parto, un nacimiento. Pero ¿en qué radica la importancia de este nacimiento? No en las circunstancias de lugar y tiempo, aun siendo éstas singulares (tuvo por madre una virgen y por cuna un pesebre), sino en que el que ve la luz en este parto es alguien muy singular. Porque, como anuncia el ángel a los pastores, el que en este día nace en la ciudad de David es el Salvador, el Mesías, el Señor.

         Es el nacido el que da importancia al nacimiento. Pero el Mesías y el Señor era entonces sólo un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. En este niño tan necesitado de protección y de afecto tenían que reconocer, y tenemos que seguir reconociendo, al Salvador, pues él es la señal dada de antemano por el mismo Dios.

         De este niño se predica no sólo lo que es, sino lo que habrá de ser en el futuro: quebrantador de opresiones, portador de un principado, Dios guerrero, Padre perpetuo, príncipe de la paz. Son todos títulos que aluden a la eficacia de su acción salvífica, una eficacia que depende de su ser poderoso (es Dios, es príncipe, es Padre) y de su obrar misericordioso.

         Unas veces lo hará quebrantando opresiones, y otras imponiendo un principado; a veces haciendo la guerra a enemigos y malvados o corrigiendo la maldad de los enemigos; y siempre reproduciendo en el mundo la paternidad perpetua de Dios, trayendo un reinado de paz que reconcilia pueblos, familias y personas.

         De él se dice que instaurará una paz sin límites (ni nacionales, ni raciales, ni generacionales, ni de sexo, ni personales, ni siquiera de circunscripción religiosa, ni exteriores, ni interiores) sobre los pilares de la justicia y el derecho.

         Aportar paz en un mundo aquejado por el pecado, que es el gran factor de división, ya que del egoísmo proceden las divisiones y los conflictos, es ya mucho, tiene una importancia excepcional. Esta paz es ya un fruto de salvación. Porque para gozar de esta paz tiene que disminuir el pecado que divide y engendra violencia hasta en el interior de la persona. Ahí es donde se acumula la agresividad y comienza la violencia.

         Quizás por eso, la fuerza de salvación de Dios, siendo tan poderosa por ser de Dios, se haya manifestado por el camino del amor que acaba en la cruz, víctima de la violencia del pecado. Pero no es el amor el que sale derrotado en esta batalla, en la que su portador es llevado a la cruz.

         El amor sale victorioso en su confrontación con el odio precisamente en ese instante en que el que odia da muerte al que ama, pero no puede dar muerte al amor del que muere amando, esto es, pidiendo el perdón para sus enemigos. Ese amor no puede morir, y por eso acaba reproduciéndose en todos aquellos en los que se ha sembrado.

         Ese amor es la fuerza invencible del amor (humano-divino) que atrae voluntades, que gana corazones, que empuja a heroicidades y actos de entrega extremos. Es una fuerza que sigue una senda de persuasión, no de imposición; que no destruye, sino que gana voluntades. Por eso, esta paz sin límites (que trae el Salvador) estará ahí como una oferta permanente para las voluntades rebeldes que se niegan a aceptarla como don.

         San Pablo acentúa el carácter gratuito de este don, cuando presenta la aparición de Jesucristo en el mundo como aparición de la gracia de Dios. Y la gracia es esencialmente eso: un don. Gracia es la condonación de una deuda o de una condena; gracia es el perdón sin contrapartida. Gracia es también el regalo inmerecido.

         Pues bien, eso es Jesucristo: el don de Dios a la humanidad. Pero ya se sabe que lo que se dona y no es aceptado no acaba de ser don para aquellos que lo rechazan. La salvación, como la salud, tiene que ser acogida con la medicina que la proporciona o el tratamiento que la procura. No se pueden separar el resultado a obtener (la salud) y el tratamiento a aplicar (la medicina o la dieta), el fin y los medios.

         Del que nos trae la salvación, nos dice San Pablo, hay que aprender a renunciar a una vida sin religión (sin referencia a Dios) y a una religión sin vida. Se trata, pues, de vivir una vida-con-religión, una vida referida a Dios en todo lo que vive, en sus prácticas, en sus actitudes, en sus proyectos, en sus aspiraciones.

         Se trata de una vida en lucha contra los deseos mundanos que poco tienen que ver con Dios y con el amor de Dios, que es el que tiene que movernos; una vida sobria y honrada; y una vida esperanzada, es decir, pendiente de esa promesa de salvación que seguirá siendo promesa mientras no hayan sido vencidos todos los impedimentos que nos impiden el logro o la consecución de esa dicha completa que esperamos.

         La muerte es siempre una frontera, un límite insoslayable. Esta condición nuestra (mortal) hace que toda oferta de salvación para este mundo, que venga a proporcionarnos un mayor bienestar en él, resulte radicalmente insuficiente. Al final, por mucho que sea el bienestar de que disfrutemos (o el malestar que suframos) en esta vida, nos encontraremos con la muerte.

         Pero la muerte significa el cese de semejante situación de bienestar o malestar. Por eso lo que nosotros necesitamos es una salvación que mantenga vivo nuestro deseo de vida más allá de la muerte, nuestro deseo de eternidad. Y esta salvación sólo puede proporcionarla Dios, el único que tiene dominio sobre la muerte.

         De ahí que aguardar con paciencia la otra aparición, la gloriosa, sea vivir en la aspiración a la plenitud de la salvación y vivir de la promesa del Salvador que se hizo presente en la navidad como hombre entre los hombres, como hombre mortal, pero hombre que venció en sí mismo al pecado y a la muerte.

         Éste debe ser el motivo central de nuestro gozo en la navidad: la presencia del Salvador que ya ha empezado a actuar su salvación en nosotros. Los demás motivos (alegría familiar, fiesta, alumbramientos, endulzamientos, villancicos, escenificaciones, vacaciones...) deberían estar asociados o derivar de aquel, que es el motivo constituyente de la navidad. Pidamos al Señor la gracia de experimentar el gozo de la navidad: gozo de la salvación experimentada y esperada.

 Act: 24/12/25     @tiempo de adviento         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A