9 de Enero

Día 9 de Epifanía

Equipo de Liturgia
Mercabá, 9 enero 2025

a) 1 Jn 4, 11-18

         Después de haber precisado cómo Dios es la fuente del amor (1Jn 4, 7-10), Juan vuelve a sus ideas predilectas. E insiste de manera especial, en el pasaje de hoy, sobre los signos de la comunión que podemos tener con Dios: la caridad (v.12) y la confesión de la fe (v.15).

         El dogma sostiene la moral. Eso es lo que sabemos del amor redentor de Dios respecto a nosotros (la fe), que nos impulsa también a nosotros a amar (la moral). Cierto que la fe y el amor se encuentran aquí abajo en cierto modo en estado de caducidad. La fe se apoya tan sólo en un testimonio (v.14), porque nadie ha visto aún a Dios y no le verá sino en la eternidad (v.12). Y también el amor es una aventura, puesto que el amor de Dios nos resulta imperceptible.

         Sin embargo, fe y amor son los criterios de nuestra comunión con Dios (vv.12.15). Y para Juan, las 2 virtudes se compenetran y se apoderan, conjuntamente, de la personalidad cristiana. Toda decisión de fe implica el amor, puesto que obliga a una conversión que no puede ser más que don de sí.

         La vida cristiana posee una doble dimensión, vertical y horizontal. Y nos hace tomar conciencia de que Dios es amor (v.16), de que efectivamente nos ha amado hasta el punto de enviarnos a su Hijo (v.14) y de que quiere establecer su morada en nosotros (vv.15-16). Esto forma parte de nuestra profesión esencial de fe (v.15). Esta fe nos fuerza a amar a nuestros hermanos como nosotros somos amados por Dios (v.12).

         Si este pasaje enfoca, por una parte, el temor y la seguridad (en función del juicio último), sostiene, sin embargo, que el amor puede ser ofrecido en plenitud por el cristiano, ya desde esta vida. Y precisamente por eso puede vivir en la comunión con el Padre y con el Hijo, no bajo el temor del castigo, sino acercándose a Dios con audacia y confianza. Una seguridad así no descansa sobre la impecabilidad del cristiano (1Jn 1, 8), sino sobre el mismo Dios, que lo sabe todo (1Jn 3, 20) y que conoce especialmente nuestra debilidad.

         La caridad destierra el temor, y no sólo en los perfectos y los santos. Incluso los débiles pueden llegar hasta esa caridad, puesto que ella misma extrae de Dios su poder de eliminar el temor, y no de lo que una conciencia puede reprocharse a sí misma.

         Debido a estos temas (de temor y de amor), este pasaje evoca las actitudes más fundamentales de nuestra psicología, pues el hombre es radicalmente temeroso.

         El hombre pagano trata de liberarse de ese temor inventando ritos (que presume le inician en lo sagrado). El hombre ateo se asegura a base de sus propios medios (transformando su yo y su técnica en medios de autodivinización). Y el hombre judío se lanza por otro camino muy distinto eliminando el temor a las fuerzas superiores anónimas para descubrir en cada acontecimiento (bueno o malo) la presencia del amor y de la misericordia de Dios.

         A partir de ese momento, el temor a lo sagrado deja de ser un temor ciego, y aparece más bien como una exigencia de conocimiento de Dios y de correspondencia a su amor.

         Ahora bien, Jesucristo lleva más lejos aún ese descubrimiento de los judíos, y descubre que el hombre (que es él mismo) es copartícipe activo de Dios en la realización de su designio salvífico. La trascendencia de Dios está a salvo, y el hombre es en adelante, con todos los medios que le son propios, copartícipe de la realización del designio de Dios.

         En consecuencia, el cristiano se asemeja al ateo en la confianza que pone en los medios humanos para responder a los desafíos (del hambre, de la guerra, de la injusticia social e internacional); pero por otro lado da testimonio sobre la verdad del hombre (realizado en Jesucristo). La eucaristía es el lugar de encuentro del hombre temeroso y del Dios trascendente, pero ese encuentro se realiza en Jesucristo, en quien ha triunfado el amor sobre el temor, en nombre de la colaboración que Dios ofrece al hombre.

Maertens-Frisque

*  *  *

         En el pasaje de hoy de la Carta I de Juan, el apóstol no se cansa de repetirnos las mismas ideas, que nosotros no deberíamos nunca dejar de escucharlas, y que deberían estar siempre impregnando nuestra vida.

         Ante todo, en relación con Dios. Conocemos su amor, creemos en Jesús y así llegamos a la comunión de vida con él, que es la meta de toda la carta: "hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él", "quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios". El amor de Dios lo hemos conocido en que "nos envió a su Hijo como Salvador del mundo" y en que "nos ha dado de su Espíritu".

         El amor hace que en nuestra vida ya no exista el temor o la desconfianza. Si vivimos en el amor que nos comunica Dios, ya no tendremos miedo al día del juicio, ya que es nuestro Padre y hemos nacido de él, y actuaremos en nuestra vida como hijos, que no se mueven por miedo sino por amor.

         Pero del amor de Dios sacamos una vez más la conclusión de nuestro amor fraterno: "si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud". Pues "Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él". Realmente, cada frase de la página tiene una densidad y un mensaje que puede cuestionar nuestras seguridades y llenar de sentido nuestra visión de la vida.

         La Carta I de Juan nos anima una vez más a vivir en el amor, tanto en dirección a Dios como en dirección a nuestros hermanos. Nadie creerá que es excesiva la insistencia del apóstol, porque somos conscientes de que necesitamos que nos lo digan muchas veces: es lo que más nos cuesta en la vida.

         Si asimiláramos ese amor, nuestra relación con Dios no estaría basada en el miedo o en el interés, sino en nuestra condición de hijos y en nuestra confianza en el Padre, en el Hijo que se ha entregado por nosotros, y en el Espíritu que nos ha sido derramado en nuestro corazón y que nos hace decir: Abbá, Padre.

         Si asimiláramos un poco más ese amor, nuestra relación con el prójimo estaría impregnada de una actitud de comprensión, de entrega. No sólo cuando las personas son amables y simpáticas, sino también cuando lo son un poco menos. Porque el motivo de nuestro amor no son las ventajas o el gusto que encontramos al amar (eso sería amarnos a nosotros mismos en los demás), sino como respuesta al amor que a todos nos ha regalado gratuitamente Dios, y que se ha manifestado de modo entrañable en estas fiestas de Navidad.

José Aldazábal

b) Mc 6, 45-52

         Después del milagro de los panes, Jesús ofrece hoy otra manifestación de su misión calmando la tempestad. Los discípulos van de sorpresa en sorpresa. No acaban de entender lo que pasó con los panes, y en seguida son testigos de cómo Jesús camina sobre las aguas, sube a su barca y domina las fuerzas cósmicas haciendo amainar el recio viento del lago.

         En nuestra vida también pasamos a veces por el miedo que experimentaron aquella noche los discípulos, a pesar de ser pescadores avezados. A nuestra barca particular, y también a la barca de la Iglesia, le vienen a veces vientos fuertes en contra, y tenemos miedo de zozobrar. Como para aquellos apóstoles, la paz y la serenidad nos vendrán de que admitamos a Jesús junto a nosotros, en la barca. Y podremos oír que nos dice: "Ánimo, soy yo, no tengáis miedo".

         La expresión "no tengáis miedo", que tantas veces aparece dirigida por Dios en el AT, y por Jesús en el NT a los llamados a realizar alguna misión, se nos dirige hoy a todos. Y es también una de las consignas que Juan Pablo II fue repitiendo en las diversas partes del mundo, a unas comunidades cristianas asustadas por las dificultades del momento presente.

         La invitación a la seguridad de que Cristo Jesús es el que vence a los vientos más contrarios, debería ser la clave para que nuestra vida, a lo largo de todo el año, esté más impregnada de confianza y alegría.

José Aldazábal

*  *  *

         El relato de Marcos nos cuenta lo siguiente: Es de noche en el mar de Galilea, y los discípulos de Jesús se encuentran en el lago con su barca, remando con grande esfuerzo porque el viento les es contrario. Jesús, desde tierra, contempla sus trabajosos esfuerzos, y hacia la cuarta vigilia de la noche se dirige a ellos andando sobre el agua.

         Para poner a prueba su fe, pasó muy visiblemente por donde ellos se encontraban. Mas los discípulos, temiendo que fuera un fantasma, se pusieron a gritar, "porque su corazón estaba ofuscado". Pero Jesús les dijo: "Soy yo, confiad y no temáis". Y al subirse con ellos al bote, se apaciguó el viento y la barca corrió hacia la orilla.

         Tal nos acontece a diario a nosotros mismos en el mundo del espíritu. Nos esforzamos, en la noche de esta vida, con la práctica de ayunos y otros ejercicios, no paramos de trabajar en nuestra conversión moral. A base de enormes trabajos probamos de hacer arribar nuestra barquichuela a la playa, es decir, a la paz de la unión con Cristo.

         Pero el viento nos es contrario; tropezamos con la tempestad de la agitación del mundo exterior, y Jesús ¡parece estar tan lejos de nosotros! Sin embargo, a la 4ª vigilia de la noche, hacia la madrugada, Cristo se nos aparece. Y nosotros, enfrascados en las cosas exteriores, incluso ahora cuando lo tenemos presente a él, seguimos ciegos y sin darnos cuenta de su dulce presencia.

         Esto es lo que nos falta. Y si no sabemos apreciar su divina presencia, ¿cómo podemos entonces hablar de él? Precisamente lo que nos hace falta es este "gozarnos en el Señor", el sentirnos en paz en su presencia y el saber contemplar con tranquilidad sus obras. A veces, renunciar al ejercicio de nuestras obras resulta lo más costoso de hacer, cuando casi siempre es lo único que tenemos que hacer.

         Si nos empeñamos en seguir obrando, y el viento es contrario, nos hundiremos sin duda alguna, sin habernos dado cuenta de que allí estaba el Señor, para amainar los vientos y facilitarnos la tarea. Pero repito, el hombre es así: preferimos seguir remando en nuestras estériles obras, antes que gozarnos en el gozo de la presencia del Señor, que estaba ahí.

Emiliana Lohr

*  *  *

         Después de la multiplicación de los panes Jesús sube a una montaña, a orar. Sus discípulos se fueron en barca, al otro lado del lago. Esa noche sobrevino en la zona un viento tempestuoso que impedía que los discípulos avanzaran. Estar en el lago de madrugada, con tempestad, era peligroso. Jesús se percató de ello y quiso estar junto a sus discípulos en ese momento de dificultad. ¿Cómo lo hizo? Esto no importa tanto como el contenido de lo que hizo.

         Todo comenzó cuando Jesús despide a los discípulos, se retira a orar a solas en el monte y, cuando ve que bregan en el lago, contra las olas y los vientos, los alcanza caminando sobre el lago y los tranquiliza (pues creen ver un fantasma), entrando en la barca y amainando el viento. Los discípulos no acaban de entender.

         La barca sobre el lago, los discípulos en ella, y con ellos Jesús, es una de las imágenes más hermosas de la Iglesia. Imagen que inspira confianza en los creyentes que se saben seguros al lado del Señor. No un confianza ingenua que nos excusa de bregar, de remar, de testimoniar lo que vemos y oímos.

         La narración tiene elementos simbólicos que nos revelan lo que el evangelista quiso que recordáramos de esa noche de tempestad. Por una parte, la oscuridad de la madrugada y la obnubilación espiritual de los discípulos que no terminaban de conocer a su Maestro como él quería que lo conocieran... Y por otra, la solidaridad del Maestro, y su empeño en que sus discípulos no lo vieran como un ser con poderes extraños que los beneficiara y al mismo tiempo los asustara.

         Pero un Jesús así no sería el Jesús del Reino, y no podría ser reconocido en su divinidad encarnada en una humanidad que debía hacer el recorrido de los oprimidos: pasando por el dolor y el camino de cruz, llegar hasta la resurrección.

         Esto era lo que les ocurría a los discípulos: seguían mirando a Jesús como un fantasma lleno de poderes extraños, sin aceptar los límites de su encarnación. El gran milagro de esa madrugada, más que el viento tempestuoso que se amainó, fue haber recibido el mensaje de un Jesús solidario con ellos. Cuando más tarde, después de su muerte y su resurrección, ellos lleguen a conocer a Jesús como él quería, se darán cuenta que ya las bases estaban puestas: Jesús era y seguirá siendo el Dios encarnado, cercano y solidario con todo el que tiene su vida en peligro.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         Tras el milagro de la multiplicación de los panes, o tras haber calmado el hambre de una multitud con unos cuantos panes, nos refiere el evangelista que Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran hacia la otra orilla, la de Betsaida, mientras él despedía a la gente.

         Al parecer, lo que quería Jesús es quedarse solo, porque después de despedir a la gente se retiró al monte a orar. La indicación evangélica es elocuente.

         Jesús se encontraba a gusto entre las multitudes, porque les veía necesitados de guía, como ovejas sin pastor. Pero también necesitaba de espacios de soledad para la oración y el encuentro con su Padre Dios. Se sentía realmente hijo, el Hijo amado, y tenía que estar con su Padre. No sólo en las cosas de su Padre, sino también con él y a solas, sin interferencias y en la intimidad de la relación filial.

         Así le veremos en otros momentos, a veces guardándose de las miradas ajenas (como el el huerto de Getsemaní), a veces expresando sin pudor alguno sus sentimientos de gratitud hacia el que ha ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y se las ha revelado a la gente sencilla. Le vemos, pues, hablar del Padre tanto como hablar con el Padre. Podía hablar de él con conocimiento de causa porque hablaba constantemente con él.

         Pero el que vivía en la presencia permanente de Dios Padre necesitaba no obstante retirarse a orar. Y ello le exigía apartarse momentáneamente de sus acompañantes, despedirles, quedarse a solas. La oración es un encuentro de amor, y reclama intimidad, ausencia de testigos, confidencialidad. Después ya habrá ocasión para volver al trabajo, a las relaciones humanas, a la actividad ordinaria con renovadas energías.

         Porque Jesús no abandona por eso a sus discípulos que se encuentran en dificultad. Llegada la noche, y viendo Jesús el trabajo con que remaban, porque tenían viento contrario, a eso de la cuarta vela de la noche, va hacia ellos andando sobre el lago. Ellos se sobresaltaron, pero él les tranquilizó con estas palabras: Ánimo, soy yo, no tengáis miedo. Entró con ellos en la barca y amainó el viento. Ellos seguían presos del estupor, sin poder explicarse lo sucedido.

         La escena, como sacada de un relato de ficción, es sumamente instructiva. Los discípulos, expertos marineros, se ven enfrentados a una tormenta que les hace zozobrar. Luchan con todas sus fuerzas contra el viento y las olas y se ven impotentes para doblegarlas. Perciben la presencia fantasmagórica del Maestro que camina sobre el agua sin que las olas le incomoden. Se sobresaltan porque no encuentran explicación al suceso. Por fin oyen palabras tranquilizadoras que les devuelven la calma. Y cesa la tempestad.

         La percepción de la presencia poderosa del Señor, puede ahorrarnos muchos temores. Es como sentir que estamos en buenas manos. Y no es que no tengamos que poner todas nuestras energías para superar la dificultad o enfrentar el peligro, aunque en la naturaleza hay fuerzas ocultas que, desatadas, no podríamos de ningún modo contener, enfrentar o resistir. Pero eso cabe hacerlo con la convicción de que estamos en manos de Dios que tiene el poder sobre todo poder, el poder de salvar y el de dejar perecer, el poder de destruir y el de rescatar.

         ¿Y por qué no tener miedo estando él? Porque él tiene el poder sobre el oleaje, porque tiene en su mano la capacidad de resolver el problema. Y si no lo resuelve en un sentido, porque no calma la tempestad, lo resolverá en otro, porque nos permitirá transitar por la muerte sin soltarnos de la mano.

         En cualquier caso, podremos afrontar la dificultad con serenidad y confianza. El miedo, en cambio, suele dejarnos sin la respuesta adecuada, porque o bien nos paraliza, o bien nos lanza en la dirección incorrecta.

         Sólo si percibimos en nuestra vida la compañía del Señor, cultivada en la oración, podremos escuchar en nuestro interior las tranquilizadoras palabras que oyeron sus discípulos: Ánimo, soy yo, no tengáis miedo. Y nuestros miedos se desvanecerán aunque perdure la tempestad o tarde en llegar la calma.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 09/01/25     @tiempo de navidad         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A