16 de Enero

Jueves I Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 16 enero 2025

a) Heb 3, 7-14

         La Carta a los Hebreos nos ofrece hoy el tema de la superioridad de Cristo sobre Moisés, pues Cristo fue desde su eternidad el arquitecto de la casa, mientras que Moisés no fue más que el ejecutor. Así como Moisés ejecutó una casa material, y Cristo vino al mundo y la espiritualizó. Además, porque Cristo no estuvo solo en la construcción de esa casa espiritual, sino que la edificó en colaboración (de fe y fidelidad) con sus discípulos (v.6).

         Al igual que había hecho Pablo en 2 Cor 10, el autor de Hebreos hace aquí una amplia referencia a las murmuraciones de Israel en el desierto (Sal 94,7-11; Ex 15,23-24; Nm 20,5), que comprometieron la edificación de la casa de Moisés y que podían comprometer incluso la acción de Cristo. Y es que en la situación concreta de los cristianos hebreos (a los que va dirigida la carta), la murmuración era una tentación seria, puesto que vivían en una situación próxima a las condiciones del pueblo hebreo en el desierto.

         Precisado a huir de Jerusalén a raíz de la persecución de Esteban (Hch 11, 19-20), el pueblo hebreo se encontraba disperso entre las naciones, con una cultura y piedad demasiado impregnadas de judaísmo. Y en esa situación no se resignaba a llevar una de nómadas, sino a hacer lo posible por volver, cuanto antes, a aquella Jerusalén que para ellos significaba la ciudad escatológica, "de la agrupación y del reposo".

         Para estos judeocristianos, murmurar equivalía a no aceptar su estado de dispersión, lo mismo que los hebreos no aceptaron su estado de nómadas en el desierto. Murmurar equivalía a volver al pasado (a Jerusalén para unos, a Egipto para el resto), como si el pasado pudiera dar satisfacción al deseo y búsqueda de Dios. Murmurar era negarse a descubrir la presencia de Dios en la situación actual (fuese la que fuese), para refugiarse en un sueño en el que Dios sería simplemente una añadidura.

         Es probable que algunos cristianos, particularmente desalentados, hicieran el papel de cabezas locas dentro de las comunidades dispersas (v.12), sin hacer caso a la necesaria política de Dios en esa situación, e invitando a sus hermanos a volver al judaísmo confortable y reposante.

         De ahí que la Carta a los Hebreos recuerde todo lo contrario, y que había que mantener la fe, y anticipar la visión de las realidades que habían sido prometidas (v.14). Pues la fe garantiza que la dispersión y el desierto actual es el preludio de una escatología real, siempre desde la condición de saber vivir dicha situación, sin sustraerse a ella o como viviendo fuera de ese contexto.

         Será la fe, pues, la que permita a los cristianos hebreos descubrir una renovación total de las instituciones judeocristianas, y la que les permitirá comprender que:

1º ya no es necesario retornar a Jerusalén, puesto que Jesús murió fuera de la ciudad (Hb 13, 12),
2º ya no es necesario ofrecer sacrificios (Hb 10, 6-8), puesto que Jesús lo ha ofrecido de una vez para siempre,
3º este sacrificio no consiste ya en la inmolación, sino en la obediencia (Hb 10, 8) y el amor (Hb 13, 16),
4º ya no es necesario aferrarse al sacerdocio del templo, puesto que Jesús ha sido un sacerdote diferente (Hb 8,4; 7,13-14),
5º toda la vida del laico es sacral, independientemente de toda referencia al templo y a Jerusalén, y por efecto de la simple pertenencia a Cristo.

         Una fe así se les exige, de manera particular, a los cristianos de hoy, que se encuentran a veces en una situación bastante similar a la de sus antepasados hebreos: toda referencia sacral tiende a difuminarse, su vida se seculariza, lo profano lo invade todo mientras que ellos se encuentran dispersos y nómadas en el mundo moderno al mismo tiempo y que sueñan con reagrupamientos; se encuentran en entredicho y en trance de búsqueda cuando ellos se consideraban "en reposo", en posesión de una verdad segura y con la garantía de unos ritos eficaces.

         La murmuración de los hebreos corresponde al integrismo contemporáneo de hoy día, que pide reposo e instituciones de tipo jerosolimitano, cuando la realidad es que los acontecimientos llevan a la Iglesia hacia el cambio y la dispersión, hacia el riesgo de la vida nómada y al desprendimiento de las raíces tradicionales.

         En este sentido, la Carta a los Hebreos es uno de los textos más importantes que los cristianos desacralizados de hoy deberían aprender a leer, para tomar las debidas distancias frente a ciertas instituciones superadas y para descubrir la presencia de Cristo (y su pertenencia al pueblo de Dios) en el corazón mismo de las situaciones nuevas e inesperadas, que se ven precisadas a vivir.

Maertens-Frisque

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         Siguiendo la línea de pensamiento del Salmo 94 (que, por ello, es también el responsorial de hoy), la lectura bíblica invita hoy a los cristianos a no caer en la misma tentación de los israelitas en el desierto: el desánimo, el cansancio, la dureza de corazón.

         Olvidándose de lo que Dios había hecho por ellos, los israelitas "endurecieron sus corazones", "extraviaron su corazón", "no conocieron los caminos de Dios" y "desertaron del Dios vivo", murmurando de él y añorando la vida de Egipto. Dios se enfadó y no les permitió que entraran en la Tierra Prometida. Corazón duro, oídos sordos, desvío progresivo hasta perder la fe. Es lo que les pasó a los de Israel. Lo que puede pasar a los cristianos si no están atentos.

         También nosotros podemos caer en la tentación del desánimo y enfriarnos en la fe inicial. De ahí que debamos escuchar con seriedad el aviso: "No endurezcáis vuestros corazones, como en el desierto", "oíd hoy su voz". Dios ha sido fiel. Cristo ha sido fiel. Los cristianos debemos ser fieles y escarmentar del ejemplo de los israelitas en el desierto.

         Es difícil ser cristianos en el mundo de hoy. Puede describirse nuestra existencia en tonos parecidos a la travesía de los israelitas por el desierto, durante tantos años. Los entusiasmos de 1ª hora (en nuestra vida cristiana, religiosa, vocacional o matrimonial) pueden llegar a ser corroídos por el cansancio o la rutina, o zarandeados por las tentaciones de este mundo. Podemos caer en la mediocridad, que quiere decir pereza, indiferencia, conformismo con el mal, desconfianza. Incluso podemos llegar a perder la fe.

         Se empieza por la flojera y el abandono, y se llega a perder de vista a Dios, oscureciéndose nuestra mente y endureciéndose nuestro corazón. Por eso nos viene bien la invitación de esta carta: oíd su voz, permaneced firmes, mantened "el temple primitivo de vuestra fe". Nadie está asegurado contra la tentación. Hay que seguir luchando y manteniendo una sana tensión en la vida.

         Para esta lucha tenemos ante todo la ayuda de Cristo Jesús: "Somos partícipes de Cristo". Pero además tenemos otra fuente de fortaleza: "Animaos los unos a los otros". El ejemplo y la palabra amiga de los demás me dan fuerza a mí. Por tanto, mis palabras de ánimo pueden también tener una influencia decisiva en los demás para el mantenimiento de su fe. Como mi ejemplo les ayuda a mantener la esperanza. El apoyo fraterno es uno de los elementos más eficaces en nuestra vida de fe.

José Aldazábal

b) Mc 1, 40-45

         Se van sucediendo, en el cap. 1 de Marcos, los diversos episodios de curaciones y milagros de Jesús. Hoy, la del leproso: "Sintiendo lástima, extendió la mano y lo curó". La lepra era la peor enfermedad de su tiempo. Nadie podía tocar ni acercarse a los leprosos. Jesús sí lo hace, como protestando contra las leyes de esta marginación.

         El evangelista presenta, por una parte, cómo Jesús siente compasión de todas las personas que sufren. Y por otra, cómo es el salvador, el que vence toda manifestación del mal: enfermedad, posesión diabólica, muerte. La salvación de Dios ha llegado a nosotros.

         El que Jesús no quiera que propalen la noticia (del secreto mesiánico) se debe a que la reacción de la gente ante estas curaciones la ve demasiado superficial. Él quisiera que, ante el signo milagroso, profundizaran en el mensaje y llegaran a captar la presencia del reino de Dios. A esa madurez llegarán más tarde.

         Para cada uno de nosotros Jesús sigue siendo el liberador total de alma y cuerpo. El que nos quiere comunicar su salud pascual, la plenitud de su vida. Nuestra actitud ante el Señor de la vida no puede ser otra que la de aquel leproso, con su oración breve y llena de confianza: "Señor, si quieres, puedes curarme". Y oiremos, a través de la mediación de la Iglesia, la palabra eficaz: "Quiero, queda limpio", "yo te absuelvo de tus pecados".

         La lectura de hoy nos invita también a examinarnos sobre cómo tratamos nosotros a los marginados, a los leprosos de nuestra sociedad, sea en el sentido que sea. El ejemplo de Jesús es claro. Como dice una de las plegarias eucarísticas: "Jesús manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores. Jesús nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano" (Plegaria Eucarística Vc). Y nosotros deberíamos imitarle: "Que nos preocupemos de compartir en la caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el camino de la salvación" (Plegaria Eucarística Vc).

José Aldazábal

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         El leproso del evangelio de hoy nos presenta una realidad muy cercana a nosotros: la pobreza de nuestra condición humana. Nosotros la experimentamos y nos la topamos a diario: las asperezas de nuestro carácter que dificultan nuestras relaciones con los demás; la dificultad y la inconstancia en la oración; la debilidad de nuestra voluntad, que aun teniendo buenos propósitos se ve abatida por el egoísmo, la sensualidad, la soberbia... Triste condición si estuviéramos destinados a vivir bajo el yugo de nuestra miseria humana. Sin embargo, el caso del leproso nos muestra otra realidad que sobrepasa la frontera de nuestras limitaciones humanas: Cristo.

         El leproso es consciente de su limitación y sufre por ella, como nosotros con las nuestras, pero al aparecer Cristo se soluciona todo. Cristo conoce su situación y no se siente ajeno a ella, más aún se enternece, como lo hace la mejor de las madres. Quizá nosotros mismos lo hemos visto de cerca. Cuando una madre tiene a su hijo enfermo es cuando más cuidados le brinda, pasa más tiempo con él, le ofrece más cariño, se desvela por él...

         Así ocurre con Cristo. Y este evangelio nos lo demuestra; el leproso no es despreciado ni se va defraudado, sino que recibe de Cristo lo que necesita y se va feliz, compartiendo a los demás lo que el amor de Dios tiene preparado para sus hijos. Pongamos con sinceridad nuestra vida en manos de Dios con sus méritos y flaquezas para arrancar de su bondad las gracias que necesitamos.

Miguel Ugalde

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         Un hombre enfermo de lepra pide a Jesús que lo limpie de su enfermedad. Al leproso se le consideraba impuro y se le aislaba de la comunidad Lo que el enfermo pide a Jesús no es solamente una curación física, sino una limpieza que va más allá: permíteme ser aceptado entre los míos, ser nuevamente parte de la comunidad.

         Jesús responde a la petición del leproso, lo sana, pero le hace una recomendación: no divulgar lo sucedido. Con esta prohibición Jesús no pretende pasar de incógnito, ni se trata tampoco es una falsa modestia; sencillamente, no quiere que las gentes se refieran a él como el hijo de Dios, o como el Mesías, basados en acontecimientos considerados maravillosos (los milagros), con el riesgo de no descubrir lo profundo del nuevo mensaje y las exigencias que conlleva el descubrirse hermanos, hijos de un mismo padre en una sociedad que discrimina a los enfermos, a los pobres y a la mujer.

         Cabe recordar que el enfermo al ser considerado impuro era asimilado al pecador, por lo cual el sistema religioso establecía una purificación ritual hecha por los sacerdotes. Era menester que el beneficiado pagara una ofrenda en especies, después de lo cual quedaba certificado para ser admitido nuevamente en la comunidad. Jesús sabe que el leproso sanado debe pasar por este proceso para ser integrado a su grupo, y le recomienda hacerlo, lo cual no significa que estuviera de acuerdo con aquellas prescripciones legalistas.

         Al tocar Jesús al leproso también se convirtió en impuro, según la ley, y por eso debería en adelante no entrar a los pueblos; sin embargo el pueblo lo busca al conocer sus realizaciones.

         El leproso no puede contener su alegría y proclama quién ha sido su curador, a pesar de la expresa prohibición de Jesús. Los signos de curación que Jesús hace van extendiendo su fama. Sigue siendo el momento inicial de su ministerio.

         El evangelio nos recuerda que también hay leprosos en nuestro tiempo, como en los de Cristo. Y como en su época, también en la nuestra los segregamos, no queremos ni verlos, está prohibido tocarlos, hablarles, los dejamos solos con su enfermedad.

         Hoy, un leproso se acercó a Jesús y le pidió confiadamente que lo sanara. Jesús lo hizo, ¡tocándolo!, haciéndose impuro según las normas de la ley judía, reincorporándolo a la sociedad que lo rechazaba; por eso lo mandó a presentarse a los sacerdotes, para que certificaran su curación y lo recibieran de nuevo y oficialmente en la comunidad. Pero el leproso solamente quería contarle a todos los que se encontraba, lo que Jesús había hecho. Por eso Jesús tenía que esconderse, para que no lo creyeran un simple curandero, y por si alguno se escandalizaba de que hubiera tocado al leproso.

         También a nosotros nos ha purificado Jesús de nuestros males. También nosotros podemos contar a todos las maravillas que la fe en Jesús ha realizado en nuestras vidas. Cómo nos ha devuelto la confianza en nosotros mismos, la autoestima (como decimos hoy), la capacidad de salir de nosotros mismos y de ir al encuentro de los demás, para ayudarles y anunciarles la salvación.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         De nuevo nos encontramos hoy con la curación de un leproso que se acerca a Jesús implorando clemencia para su situación lastimosa. El relato nos lo ofrece esta vez Marcos, con algunas particularidades que no comparecen en las otras versiones del hecho. También en esta versión, el enfermo se remite a la voluntad del benefactor: Si quieres, puedes limpiarme, puesto que da por supuesto su poder.

         La situación del leproso es realmente digna de lástima, pues a su condición de enfermo repugnante se une la de ser un excluido o marginado social, y la de ser un maldito desde el punto de vista religioso. De ahí que su curación fuese al mismo tiempo una purificación, por la que había que ofrecer lo mandado por Moisés. La limpieza de su carne era, pues, limpieza de su alma.

         Jesús, que no puede no sentir lástima ante alguien que es digno de lástima, extendió la mano y lo curó. Y su carne se volvió limpia como la de un niño.

         Después de esto, Jesús lo despide, encargándole con tono severo que no dé a conocer lo sucedido, que no se lo diga a nadie, aunque tenga que presentarse al sacerdote para que tome constancia de su nueva situación y pueda ser reintegrado a la vida social. Jesús le aconseja que cumpla los requisitos legales, pero también que guarde secreto sobre el modo con que ha obtenido la salud.

         Al parecer, quiere Jesús evitar lo que después se le viene encima: aglomeraciones y agobios de las gentes que acudían a él en masa desde todos los lugares. Porque aquel leproso agraciado no pudo evitar contar aquello que le había sucedido y de lo que rebosaba su corazón, estallante de alegría y de gratitud. Empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, y no era para menos.

          La consecuencia más inmediata es que Jesús no podía entrar abiertamente en ningún pueblo, debido al tumulto que su presencia provocaba. No extraña, pues, que más tarde le acusaran de haber sido causante de desórdenes sociales. Al parecer, su sola presencia generaba un enorme torbellino. Y eso le llevó a tomar la decisión de quedarse fuera de las poblaciones, en el descampado; y aun así acudían a él de todas partes.

         Jesús acabó convirtiéndose en el epicentro de un gran movimiento social, capaz de mover masas. Pero él nunca aprovechó semejante poder para fines particulares o para iniciar una revuelta o insurrección social. Sino que huyó de las aclamaciones populares y de los intentos de proclamarlo rey.

         Jesús consideró que tomar ese camino era tomar un atajo inconciliable con su misión, que habría de consumar en el calvario sin causar daño a nadie y cargando con los pecados de los demás. Y por eso rechazó semejantes tentaciones, así como las pretensiones diabólicas de apartarle del camino mesiánico previsto por Dios.

         Debemos aprender de esta actuación de Jesús, en la medida de nuestras posibilidades. Sobre todo por las necesidades o carencias de los miserables de nuestro mundo, movidos por la compasión. Eso sí, evitando todo intento de entronización por parte de aquellos que alaban nuestras bondades.

         Si nuestras buenas obras tienen que servir para algo, aparte de para reportar el bien que puedan hacer, ha de ser para que den gloria a Dios por ellas: Para que, viendo vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en el cielo. Procuremos, por tanto, que nuestras buenas obras contribuyan a la glorificación de Dios. Lo lograremos si hacemos que el mérito recaiga sobre él. Sólo así evitaremos nuestra propia glorificación.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 16/01/25     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A