1 de Diciembre
Lunes I de Adviento
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 1 diciembre 2025
a) Is 2,1-5; 4,2-6
Isaías es uno de los grandes testigos de la espera mesiánica. Vivía 8 siglos antes de Jesús. Habitaba Jerusalén, la capital del país. Ha visto derrumbarse el Reino del Norte (Samaria) bajo los golpes de los asirios, y siente venir la misma amenaza para el Reino del Sur. Es pues en el contexto histórico de una catástrofe inminente cuando el profeta anuncia la esperanza de un Mesías que aportará la paz.
Aquel día, el germen que el Señor hará crecer será el honor y la gloria de los supervivientes de Israel. Y el "fruto de la tierra" será su honra y su corona.
El Mesías es presentado como un germen: una potencia de vida, el comienzo de un proceso vital que se desarrollará. Una "pequeña semilla", dirá Jesús, que "llegará a ser un gran árbol". El Mesías es pues, a la vez, Jesús y la Iglesia; Jesús y la vida que sale de Jesús; Jesús como germen de todo lo que ha nacido de él. Gracias, Señor. ¡Mi vida viene de ti!
El Mesías es también presentado como "un fruto de la tierra", no es un "cuerpo extraño" caído del cielo... Es más bien el fruto de una lenta y larga germinación. Todo un pueblo lo ha preparado y esperado. Una mujer, una madre sobre todo lo ha preparado y esperado. Y desde ese primer día de Adviento, contemplamos esa preparación en el corazón y el cuerpo de María. ¿Qué voy a hacer, a mi vez, para preparar la venida de Cristo?
Entonces, a los restantes de Sión, a los supervivientes de Jerusalén, se les llamará santos. La gloria del futuro rey sólo se revelará al pequeño grupo de los que habrán escapado del desastre, al pequeño resto de los supervivientes. De modo que hay que procurar aguantar, sobrevivir. La vida cristiana no es tampoco una cosa fácil: es más bien un tratar de sobrevivir. Hay que aferrarse a la vida, perseverar, luchar contra las fuerzas contrarias.
Entonces vivirán, cuando el Señor haya lavado la inmundicia de las hijas de Sión, y con viento justiciero haya purificado Jerusalén de la sangre por ella derramada. Las perspectivas de felicidad y de gloria mesiánicas, sólo se realizarán después de una prueba purificadora.
Entonces, sobre la montaña de Sión, sobre las asambleas festivas, el Señor creará una nube como dosel, y una techumbre de follaje que será protección contra el calor diurno, y refugio y abrigo contra el temporal y la lluvia. Es el anuncio de la restauración de Jerusalén, después de la destrucción. Gozo, paz, paraíso. El Mesías aporta una expansión total y nueva. ¿Mi religión es de alegría? Un gozo que he de ir construyendo lentamente a través de la prueba.
Noel Quesson
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No todos en Israel eran santos por ser del pueblo de Dios. Isaías es consciente de esto y dedica estas líneas al resto, al pequeño grupo de fieles que no se ha desviado de las leyes de Dios.
Isaías denuncia en su libro los pecados del pueblo, y de un modo especial de la dirigencia (Is 1-3). La cabeza enferma lleva a la nación a la ruina, y lo llevará al destierro a Babilonia. Así como cayó Samaria, también caerá Judá.
La desgracia es interpretada como intervención de Dios, una intervención justa desde la concepción de la Alianza: Dios había prometido su favor y el pueblo se había comprometido a la fidelidad; rota una de las partes del trato, el trato (Alianza) quedó sin efecto, por lo que la destrucción de Jerusalén era un hecho.
Sin embargo, no todos son tratados de la misma manera. Quedó un resto, un pequeño grupo, el verdadero pueblo de Dios, que se mantuvo fiel a la Alianza. Estos los que sufrieron antes los atropellos de los dirigentes, los que fueron expoliados y ultrajad os en sus derechos, los que no contaban para el poder, los excluidos de siempre, que sin embargo no renegaron de Dios.
Este grupo es protegido, un toldo caerá sobre ellos mientras que otros recibirán la destrucción. Serán protegidos del calor del caminar bajo el sol abrasador y del temporal que destruirá a los culpables. El resto por fin verá cumplida, para ellos, la Alianza. Han sufrido y no han desesperado, han sido despojados y no renegaron de Dios.
Llega el "día del Señor", día de justicia para todos. Para los destructores, llegará la destrucción; para los excluidos, llegará la protección y el amparo. Muchos que se consideraban del pueblo de Dios, recibirán la sorpresa del castigo, y muchos más, como el mismo centurión del evangelio, serán recibidos bajo la protección amorosa de Dios.
Sin duda, un texto de esperanza para el "pequeño resto" (aunque en número sean multitud) que espera la justicia de una vez por todas.
Servicio Bíblico Latinoamericano
b) Mt 8, 5-11
Mateo nos presenta en el evangelio a un centurión en Cafarnaum, la aldea de pescadores, a orilla del lago de Genesaret, que Jesús había convertido en el epicentro de su actividad. El centurión era un militar de bajo grado que comandaba una patrulla de unos 100 soldados. Debía ser un romano o un mercenario, en todo caso un pagano.
El centurión ruega por un criado suyo enfermo de parálisis, y cuando Jesús propone ir a curarlo el centurión le dice algo admirable: que simplemente dé una orden de curación y su criado sanará, que él nos es digno de que Jesús entre en su casa, que como mandan los oficiales del ejército y sus órdenes se cumplen, con cuánta más razón se cumplirá la palabra de Cristo.
Tan admirable es la respuesta que Jesús la alaba y anuncia la entrada en el reino de muchos paganos, gracias a su fe. Y tan admirable es que seguimos repitiéndola cada vez que celebramos la eucaristía: confesamos nuestra indignidad para que Jesús venga a nosotros en el pan consagrado, le pedimos que pronuncie sobre nosotros la palabra solemne y todopoderosa de salvación. Somos los descendientes de los paganos que nos disponemos con fe a celebrar el nacimiento del Mesías.
Es que el Adviento es un tiempo de fe, de adhesión incondicional a la enseñanza de Jesús, de humilde expectativa de su venida a nosotros, sabiendo que para nada somos dignos de su visita. Un tiempo de intensa oración, tan intensa y confiada como la del centurión, pidiendo a Cristo que venga a curar nuestra parálisis, la enfermedad mortal que nos impide ponernos a servir a los hermanos, por egoísmo e indiferencia.
Que se avive nuestra fe en este tiempo de preparación para la gran celebración de Navidad; ésta será la mejor luz con que adornemos el pesebre, el mejor regalo que podamos dar a los demás, el de testimoniarles nuestra fe en la omnipotente palabra de Jesús.
Fernando Camacho
* * *
El evangelio nos cuenta la curación del criado de un centurión (jefe militar de una centuria romana), de una persona que no pertenecía a la comunidad judía; lo que nos hace pensar en la misión universal de Jesús. Él viene para invitar a todos los seres humanos, de cualquier clase y condición, a asumir el camino de salvación que es su reinado.
Cada milagro que Jesús hace es un signo eficaz de que Dios está irrumpiendo en el mundo. Este Reino está formado por personas concretas cuya característica principal es la fe, la respuesta llena de esperanza y entusiasmo para acoger la oferta salvadora de Jesús.
El Mesías, Cristo, limpiará de toda inmundicia a la humanidad con tal que los seres humanos reconozcan que de Él viene la salvación. Las manchas de sangre serán lavadas por el viento de su justicia (Is 4, 2-6).
El hombre que se dirige a Jesús es un pagano, oficial del ejército romano que ocupaba y oprimía el territorio de Israel. Alguien que pertenecía a la estructura de poder y de dominio; pero que muestra unas cualidades humanas admirables y especialmente una fe que merece el elogio de Jesús.
Al iniciar este tiempo de Adviento estamos convocados por la Palabra para escuchar este sueño de Dios: "que todo ser humano se salve". Sueño que exige una respuesta radical desde la fe; muchos, incluso no creyentes, nos avergüenzan; personas e instituciones no propiamente religiosas nos aventajan en realizar las obras de justicia que con acierto debieran ser patrimonio de nosotros los seguidores de Jesús.
Los cristianos profesamos una fe que nos aparta de todo fanatismo y nos convierte en liberadores de los otros. Fe que nos transforma para entendernos cordialmente con todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Fe en un Dios que no pretendo se acomode a mis deseos; más bien estoy dispuesto a despojarme de todo por él. Fe que trae como consecuencia la salvación, la limpieza del corazón, liberándolo de todas las tendencias a ejercer el poder de dominio sobre los otros y a ser obsesivo con los apegos que favorecen el egoísmo insolidario.
De esta manera le abrimos el corazón al reinado de Dios en nuestra vida, dejamos de participar en las estructuras de injusticia y de pecado. Así le damos paso al sueño de Dios expresado en la 1ª lectura de Isaías: "de las espadas forjarán arados; de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra" (Is 2, 4).
Servicio Bíblico Latinoamericano
c) Meditación
Nos dice hoy el evangelista que, al entrar Jesús en Cafarnaum, un centurión romano se acercó a él para interceder por su criado, al que tenía en cama paralítico y con grandes sufrimientos.
Llama la atención que un militar del ejército invasor se acerque a un judío, miembro del pueblo sometido, para pedirle un favor. Lo hace sin exigencias, limitándose a notificarle la situación del enfermo para el que pide su intervención. Jesús le responde con toda naturalidad, como si la condición del centurión pagano no significara ningún inconveniente: Voy a curarlo.
E inmediatamente reacciona el solicitante, consciente de la situación y pretendiendo allanar las cosas: Señor, le dice, ¿quién soy yo para que entres bajo mi techo? Basta que los digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque también yo vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: Ve, y va; al otro: Ven, y viene; a mi criado: Haz esto, y lo hace.
Se dirige a Jesús con sumo respeto, lo llama Señor, y sabiendo que un judío puede tener motivos fundados (religioso-legales) para no entrar en casa de un pagano, quiere evitarle problemas.
Sea ésta u otra la razón, el caso es que aquel centurión se declara indigno de tener a Jesús bajo su techo, pues se trata de la casa de un pagano (es decir, de un pecador). Y él es consciente de ello. Es una nueva muestra de humildad. Ya era un acto de humildad acercarse a Jesús, un judío, para pedirle un favor; ahora se refuerza aún más esa humildad al considerarse indigno de su presencia en casa.
El centurión tiene un sentido muy realista de la situación, y lo que reconoce es su humilde realidad. Pero además muestra tener una gran fe en él: Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Confía tanto en el poder de su palabra, que no necesita siquiera del contacto físico para obtener el beneficio solicitado.
Aquel centurión había oído hablar de Jesús y de su poder milagroso para curar; de lo contrario, no habría acudido a él. Tal vez le había visto actuar con sus propios ojos, acercarse a un ciego o a un sordo, tocarle, pronunciar una palabra y devolverle la vista o el oído. Ahora entiende que no necesita siquiera la cercanía del enfermo, el contacto físico con él, para devolverle la salud. Su palabra, incluso en la distancia, es suficientemente poderosa para lograr el efecto curativo. Y así se lo hace saber.
Él vive en la disciplina militar, y acata órdenes y da órdenes. Y cuando da órdenes a sus subordinados, estos las ejecutan, porque su palabra tiene eficacia, como la tiene también la palabra de sus superiores en él. Pues cuánta mayor eficacia habrá de tener la palabra misteriosa de un profeta como Jesús, que ya ha demostrado en numerosas ocasiones su capacidad de mando o su eficacia sobre los espíritus inmundos o las fuerzas de la naturaleza.
Se trata, pues, de alguien que confía en el poder de la palabra dicha con autoridad y que a Jesús le concede mucha autoridad, al menos en materia de salud. Por eso, le basta con su palabra para que su criado recobre la movilidad. Si él le dice levántate, su criado se levantará; porque la palabra de Jesús tiene más fuerza que la suya propia, que también tiene fuerza para mover a sus soldados.
Cuando Jesús, nos dice el evangelista, oyó esta declaración de intenciones, quedó admirado, y no era para menos: admirado por aquel de quien procedían, admirado por su fuerza de convicción. Y dijo a los que le seguían, con afán de instruir: Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de Oriente y de Occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos.
Son palabras muy elogiosas y consoladoras para un pagano, que es colocado por encima del judío en aquello en lo que el judío debía estar muy por encima de él. Jesús manifiesta no haber encontrado entre los israelitas, pueblo elegido de Dios, una fe como la que ha encontrado en este militar extranjero y pagano.
Por eso profetiza Jesús que vendrán muchos de Oriente y de Occidente, y entrarán en el Reino de los Cielos; porque para ocupar este rango sólo se requiere tener fe, la fe que ha mostrado tener el centurión de Cafarnaum.
Jesús, que tan bien conoce el corazón humano, se dejó admirar sin embargo por esta fe. Si nos ceñimos al texto evangélico, tenemos que pensar que realmente le sorprendió la actitud confiada y humilde de aquel centurión. Hay actitudes que realmente sorprenden al descubrirlas en ciertas personas, porque no esperábamos encontrarlas en ellas.
Pero Dios hace continuamente milagros. Por eso podemos ver cambiar la actitud de algunas personas a las que creíamos muy alejadas de Dios o incapaces de hacer una obra buena o de compadecerse mínimamente de alguien. Hay actitudes que nos sorprenden por su bondad o por su fe procediendo de quién procede.
Pero insisto. Dios puede cambiar los corazones con relativa facilidad. Nuestra fe no tendría que resultar sorprendente a ninguno de los que nos contemplan, porque estamos bautizados, porque somos cristianos, porque acudimos a misa y procuramos hacer el bien, y sin embargo quizá mereciera la pena que alguna vez provocáramos sorpresa o admiración por nuestra fe, por el grado de fe, por la calidad de esa fe.
La fe, como la del centurión, tiene un enorme componente de confianza: confianza en la bondad, confianza en el poder, confianza en la eficacia de alguien, confianza en Dios. Sin confianza no podemos andar por la vida. No podemos movernos en la arena movediza de la sospecha o de la desconfianza. Y hay finalmente hombres y situaciones que no pueden garantizar nuestra confianza, porque se muestran tan frágiles como nosotros para afrontar el problema.
Entonces, ¿en quién podremos confiar? Sólo Dios es fundamento suficiente de nuestra confianza. Sólo él puede sostener últimamente nuestra fe. Y sólo esta fe le permite actuar en nuestro favor y en el de todos aquellos por quienes intercedemos.
Act:
01/12/25
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