18 de Enero
Sábado I Ordinario
Equipo de Liturgia
Mercabá, 18 enero 2025
a) Heb 4, 12-16
Los primeros cristianos, procedentes del judaísmo, profesaban la fe en Cristo al mismo tiempo que seguían siendo celosos observadores del AT (Hch 3,1-20), pues para ellos, la nueva fe no era distinta de la religión judía hasta entonces profesada, ni para nada obligaba a abandonar sus viejos hábitos. Por eso, seguían frecuentando el templo (Hch 3,1-4; 2,46; 21,26), y muchos rabinos judíos se hacían discípulos de Cristo sin dejar sus funciones (Hch 6,7).
Las nociones de sacerdocio y sacrificio, que parecen hoy tan obvias, eran entonces todavía muy imprecisas. Y no es seguro que los procedentes del judaísmo descubrieran en la eucaristía, que ya celebraban, aquellos valores (sacerdotales y sacrificiales) que la teología paulina (y apostólica) sí había descubierto.
Por otra parte, la persecución a los cristianos, por parte de los judíos (Hch 11,19), había obligado a los cristianos (y judeocristianos) a alejarse de Jerusalén (y de su templo). Y el verse privados así del sacerdocio legal, y de la posibilidad de sacrificar a Dios, constituyó para ellos una prueba difícil de aceptar.
El autor de Hebreos les recuerda que no por dicha situación han perdido el contacto con la Palabra de Dios, ni su sacerdocio ni la posibilidad de sacrificar, puesto que la Palabra está siempre disponible, el verdadero y gran sacerdote no es ya el rabino judío (que celebra en el Santo de los Santos) sino Jesucristo (que ha oficiado una vez para siempre), y el verdadero sacrificio no consiste ya en la inmolación (de toros y carneros), sino en la ofrenda (de la comunidad de los creyentes).
Los hebreos (judeocristianos) estaban habituados a medir la eficacia de la Palabra de Dios (Is 55,11) según quien la proclamase, y vinculaban su poder transformador según el grado de lucha violenta adquirida (Jer 20,7; Ez 3,26-27). Pero Hebreos recuerda que, en el AT, el profeta era el único autorizado para dar vida a esa Palabra (Is 8,1-17; Os 1-3; Sal 68,12), y que ese poder del profeta se verifica todavía más en Jesús, que no sólo da vida sino que es aquel sobre quien profetizaba la Palabra, y que con su propio comportamiento se ha constituido, en adelante, signo y salvación para todos los hombres (Heb 1,1-2).
Mas lo que la Palabra ha realizado en los profetas (y en Jesús), lo realiza igualmente en cada cristiano, desvelando sus intenciones más secretas y obligándole a tomar partido. En este sentido, la Palabra es juicio, no solo porque juzga la conducta del hombre desde fuera (tal como lo haría una norma legislativa), sino porque lo hace desde dentro (profundamente), invitando al hombre a elegir entre sus deseos o las exigencias de la Palabra. En este sentido, la palabra de Jesús es una espada (Lc 2,35) que obliga al cristiano a los desprendimientos más radicales.
El pasaje de este día reproduce la 1ª de estas 2 afirmaciones: el cristiano no tiene ya necesidad del sacerdocio del templo, y Jesucristo es su único mediador. Y a partir del v. 14 recuerda el contenido de la profesión de fe cristiana: que Cristo es "heredero de todas las cosas", que está unido al Padre ("sentado a su diestra"; Heb 1,2-3), y que es sacerdote y mediador (Heb 4,15-5,10).
La argumentación del autor es doble: por una parte, Cristo representa a la humanidad (puesto que se ha hecho hombre, vv.15-16), y por otra parte representa al mundo divino (como Hijo de Dios que es, sentado a la diestra del Padre; v.1). Es, pues, un mediador perfecto.
Cristo representa a la humanidad, puesto que la ha asumido en su integridad, y ha conocido sus fracasos, sufrido sus limitaciones y experimentado sus tentaciones. Pero la ha asumido para transfigurarla, fortalecer (y no perpetuar) y hacerla gozar de nuevos privilegios. La respuesta se impone por sí sola: caminemos con confianza hacia el "trono de la gracia" (v.16), hacia ese rey de bondad que perdona incluso al culpable, y ofrece su benevolencia a los que la solicitan (Est 4,11; 5,1-2).
Pero no basta con que Cristo se muestre acogedor y bueno, sino que ha venido también a "reconciliar a la humanidad con Dios", y realizar de ese modo un ministerio típicamente sacerdotal y sacrificial (v.1). El sacrificio es, en efecto, el signo de la comunión entre Dios y el hombre, y sólo puede realizarlo quien esté perfectamente acreditado (cerca del uno y del otro). Por otra parte, la víctima no será perfecta si no forma parte de ambos mundos (divino y humano), y sí lo será si cumple ese requisito y (además) se ofrece a sí misma a petición del Espíritu de Dios. Esto es lo que hace del sacerdocio y sacrificio de Cristo un acto único y decisivo, al que los fieles se asocian por medio de la eucaristía (Heb 13,10-15).
Maertens-Frisque
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La Carta a los Hebreos aduce varios argumentos para exhortar a sus lectores a la fidelidad y a la perseverancia. En 1º lugar, describe la fuerza de la Palabra de Dios, que sigue viva, penetrante y tajante, y que nos conoce hasta el fondo. Es como una espada de 2 filos, que llega hasta la junta de la carne y del hueso, y nos conoce por dentro, sabiendo nuestra intención más profunda. Si somos fieles nos premiará, y si vamos cayendo en la incredulidad, nos dejará al descubierto.
El salmo hace eco a la lectura, cantando a esta Palabra penetrante de Dios: "tus palabras son espíritu y vida", "los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón". Pero hay un segundo motivo para que los cristianos no pierdan los ánimos y perseveren en su fidelidad a Dios: la presencia de Jesús como nuestro mediador y sacerdote.
Podemos sentirnos débiles y estar rodeados de tentaciones, en medio de un mundo que no nos ayuda precisamente a vivir en cristiano. Pero tenemos un sacerdote que conoce todo esto, que sabe lo frágiles que somos los humanos y lo sabe por experiencia. Eso nos debe dar confianza a la hora de acercarnos a la presencia de Dios.
Jesús, por su muerte, ha entrado en el santuario del cielo (como el sacerdote del templo, que atravesaba la cortina para entrar en el espacio sagrado interior) y está ante el Padre intercediendo por nosotros. Y es un sacerdote que es "capaz de compadecerse de nuestras debilidades, porque ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado".
Cada día nos ponemos a la luz de la palabra viva y penetrante de Dios. Palabra eficaz, como la del Génesis ("dijo Dios, y se hizo"). Nos dejamos iluminar por dentro, nos miramos a su espejo. Unas veces nos acaricia y consuela, y otras nos juzga y nos invita a un discernimiento más claro de nuestras actuaciones. O nos condena cuando nuestros caminos no son los caminos de Dios. Eso es lo que nos va sosteniendo en nuestro camino de fe.
Nos debería resultar de gran ayuda para superar nuestros cansancios o nuestras tentaciones de cada día el recordar al Mediador que tenemos ante Dios, un Mediador que nos conoce, que sabe lo difícil que es nuestra vida. Dicho Mediador experimentó el trabajo y el cansancio, la soledad y la amistad, las incomprensiones y los éxitos, el dolor y la muerte.
Y dicho Mediador puede com-padecerse de nosotros porque se ha acercado hasta las raíces mismas de nuestro ser. Por eso es un buen pontífice (o puente hacia Dios), y nos puede ayudar en nuestra tentación y en los momentos de debilidad y fracaso. Se encarnó en serio en nuestra existencia y ahora nos acepta tal como somos, débiles y frágiles, para ayudarnos a nuestra maduración humana y cristiana.
José Aldazábal
b) Mc 2, 13-17
La llamada que hace Jesús a Mateo (a quien Marcos llama Leví) para ser su discípulo, ocasiona la segunda confrontación con los fariseos. Antes le habían atacado porque se atrevía a perdonar pecados. Ahora, porque llama a publicanos, y además come con ellos.
Es interesante ver cómo Jesús no aprueba las catalogaciones corrientes que en su época originaban la marginación de tantas personas. Si leíamos anteayer que tocó y curó a un leproso, ahora se acerca y llama como seguidor suyo nada menos que a un recaudador de impuestos, un publicano, que además ejercía su oficio a favor de los romanos, la potencia ocupante. Un pecador, según todas las convenciones de la época. Pero Jesús le llama y Mateo le sigue inmediatamente.
Ante la reacción de los fariseos, puritanos, encerrados en su autosuficiencia y convencidos de ser los perfectos, Jesús afirma que "no necesitan médico los sanos, sino los enfermos", y que él "no he venido a llamar justos, sino pecadores". Se trata de uno de los mejores retratos del amor misericordioso de Dios, manifestado en Cristo Jesús. Con una libertad admirable, él va por su camino, anunciando la Buena Noticia a los pobres, atendiendo a unos y otros, llamando pecadores. Y esso a pesar de que prevé las reacciones que va a provocar su actitud. Pero así cumple Jesús su misión: ha venido a salvar a los débiles y los enfermos.
A todos los que no somos santos nos consuela escuchar estas palabras de Jesús. Cristo no nos acepta porque somos perfectos, sino que nos acoge y nos llama a pesar de nuestras debilidades y de la fama que podamos tener. Jesús ha venido a salvar a los pecadores, o sea, a nosotros. Como la eucaristía no es para los perfectos: por eso empezamos siempre nuestra celebración con un acto penitencial. Y antes de acercarnos a la comunión, pedimos en el Padrenuestro el "perdónanos". Y se nos invita a comulgar asegurándonos que el Señor a quien vamos a recibir como alimento es "el que quita el pecado del mundo".
También nos debe estimular este evangelio a no ser como los fariseos, a no creernos los mejores, escandalizándonos por los defectos que vemos en los demás. Sino como Jesús, que sabe comprender, dar un voto de confianza, aceptar a las personas como son y no como quería que fueran, para ayudarles a partir de donde están a dar pasos adelante. A todos nos gusta ser jueces y criticar. Tenemos los ojos muy abiertos a los defectos de los demás y cerrados a los nuestros. Cristo nos va a ir dando una y otra vez en el evangelio la lección de la comprensión y de la tolerancia.
José Aldazábal
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La escena de hoy, que relata san Marcos, comienza explicando cómo Jesús enseñaba, y cómo todos venían a escucharle. Es manifiesta el hambre de doctrina, entonces y también ahora, porque el peor enemigo es la ignorancia. Tanto es así, que se ha hecho clásica la expresión "dejarán de odiar cuando dejen de ignorar".
Pasando por allí, Jesús vio a Leví, hijo de Alfeo, sentado donde cobraban impuestos y, al decirle "sígueme", dejándolo todo, se fue con él. Y con esta prontitud y generosidad, leví hizo el gran negocio. No solamente el negocio del siglo, sino también el de la eternidad.
Hay que pensar cuánto tiempo hace que el negocio de recoger impuestos para los romanos se ha acabado y, en cambio, Mateo (o Leví) no deja de acumular beneficios con sus escritos, al ser una de las 12 columnas de la Iglesia. Así pasa cuando se sigue con prontitud al Señor. Él lo dijo: "Todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o campo por mi nombre, recibirá el ciento por uno y gozará de la vida eterna" (Mt 19,29).
Jesús aceptó el banquete que Mateo le ofreció en su casa, juntamente con los otros cobradores de impuestos y pecadores, y con sus apóstoles. Los fariseos (espectadores de los trabajos ajenos) hacen presente a los discípulos que su Maestro come con gente que ellos tienen catalogados como pecadores. El Señor les oye, y sale en defensa de su habitual manera de actuar con las almas: "No he venido a llamar a justos, sino a pecadores" (Mc 2,17).
Toda la humanidad necesita al Médico divino. Porque todos somos pecadores y, como dirá san Pablo, "todos hemos pecado, y nos hemos visto privados de la gloria de Dios" (Rm 3,23). Respondamos con la misma prontitud con que Leví respondió, y se convirtió en San Mateo.
Joaquim Monrós
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El evangelio de hoy nos muestra cómo Jesús llama a Leví, cobrador de impuestos y, por ende, mismo mal visto en el pueblo judío. Y cómo Jesús come con pecadores, lo cual escandaliza a los maestros de la ley del grupo de los fariseos. Ante lo cual, Jesús proclama claramente el principio rector de su ministerio: para eso precisamente ha venido, para llamar a los pecadores. Jesús no es como los puritanos que evitan el contacto con los malvistos. Jesús no respeta esas fronteras.
Jesús no pasa de largo frente a Leví, considerado impuro según la ley judía; a pesar de esto, se detiene. Como no se siente ignorado, Leví acude presto a la invitación . Luego se muestra a Jesús, como invitado de Leví, en una comida, rodeado de simpatizantes con su proyecto, entre quienes había "muchos publicanos y pecadores". Sus enemigos no le pierden pisada a ninguna de sus actitudes, descalificando a todas las que no estén de acuerdo con la tradición y la ley. Pero Jesús es firme en las respuestas a sus detractores: los silencia sabiamente cuando sentencia sobre el por qué de su predilección por los pecadores para la iniciación de su misión.
Si Jesús ha preferido escoger a los excluidos de la sociedad para que lo acompañen en la creación del Reino, no ha sido por un capricho. Su sabiduría le da argumentos necesarios para encontrar, en los empobrecidos por el sistema, auténticos valores que son necesarios para comenzar lo que él desea. Su propuesta es distinta a la de la oficialidad. Para sus acusadores es absurdo pensar que con la escoria de la sociedad se pueda iniciar algo que tenga valores auténticos.
Es de admirar cómo en nuestra vida cotidiana siempre estamos buscando adherentes que simpaticen con nuestros gustos y propósitos sin reparar lo que está diciéndonos Jesús. El Maestro nos enseña que la misericordia de Dios no viene primeramente ni a los santos, ni a los ricos, ni a los poderosos, si no precisamente a los rechazados. A todos quienes son excluidos Jesús les abre las puertas, para que tengan la posibilidad del Reino, es decir de la salvación que les han negado sus hermanos.
Servicio Bíblico Latinoamericano
c) Meditación
De nuevo vemos hoy a Jesús a la orilla del lago de Galilea, rodeado de gente y enseñando. La enseñanza sobre el Reino de los Cielos ocupó gran parte de su tiempo. Y elemento nuclear de esta enseñanza era la oferta de perdón para todos los pecadores. Fue lo dicho por Jesús al paralítico: Hijo, tus pecados quedan perdonados, algo que valía para todos los que se acercaban a él porque antes él se había acercado a ellos.
El evangelista Marcos narra especialmente hoy la vocación del recaudador de impuestos Leví, el de Alfeo, como una llamada de efecto fulminante: Pasando Jesús junto al mostrador de los impuestos, vio a Leví y le dijo: Sígueme. Éste se levantó y lo siguió.
Hemos de suponer contactos previos que permitan entender la celeridad en la respuesta, porque uno no sigue a un desconocido por el simple hecho de que le diga sígueme. Si Leví respondió a esa solicitud con semejante prontitud fue porque conocía a Jesús y le inspiraba confianza. Sólo la fe en la persona en cuestión permite una respuesta con tal desarraigo y decisión. Seguir al Maestro significaba levantarse, esto es, dejar el oficio desempeñado hasta el momento y dar un nuevo rumbo a la propia vida.
Esto no impide que haya espacio para las despedidas. De hecho, parece que el publicano, llamado a la compañía de Jesús, organizó en su casa una comida de despedida. El evangelista cuenta que, estando Jesús a la mesa en su casa, un grupo de recaudadores y otra gente de mala fama se sentaron con Jesús y sus discípulos.
Esto llamó la atención de algunos letrados fariseos, que de inmediato dijeron a los discípulos: ¡De modo que come con recaudadores y pecadores! Evidentemente, censuraban este comportamiento del Maestro de Galilea, pues mezclarse con publicanos y pecadores era muy sospechoso.
Y es que, para los fariseos, compartir mesa con ellos era escandaloso, y una prueba manifiesta de impureza legal. Y para los fariseos Jesús se estaba contaminando del pecado de aquellos con quienes compartía la mesa. Para Jesús, en cambio, esto no era sino un anticipo de la comunión que habría de ser plena realidad en el banquete del Reino de los Cielos.
Estos pecadores con los que ahora compartía mesa no tenían vedado el acceso a ese Reino del que era proclamador y portador. Porque él venía a ellos como un médico capaz de curar su pecado, capaz de devolverles la salud y hacerles idóneos para el Reino.
Jesús se siente médico, y por eso no se encuentra incómodo entre enfermos. Y los pecadores son sus principales enfermos, dado que el pecado es la más grave enfermedad que puede apoderarse del hombre. Como el propio Jesús apuntó, no necesitan médico los sanos, sino los enfermos, pues no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores.
La correlación entre enfermos y pecadores es diáfana, y nos indica que, a juicio de Jesús, el pecado era comparable a una enfermedad, y su labor en relación con él era equiparable a la de un médico. Nada tiene de extraño ver a un médico entre enfermos, y lo extraño sería no verle nunca con enfermos.
Por eso Jesús, que tiene clara conciencia de haber venido al mundo para salvarlo, responde a la crítica de los fariseos, asociando su labor a la de un médico. Porque salvar es curar, y también él actuaba como sanador de enfermedades corporales y psíquicas.
Pero tales actuaciones no eran sino signos anticipadores o señalizadores de su actividad salvífica, porque su medicina perseguía no una simple curación parcial o provisional (que finalmente se vería doblegada por la muerte), sino la salvación definitiva del pecado y de la muerte.
La salvación del pecado es algo más que un mero acto de perdón, pues erradica sus mismas raíces (como esas células cancerígenas que siempre parecen dispuestas a reproducirse, a pesar de haberles aplicado la radioterapia y la quimioterapia). Y el pecado es semejante a un cáncer con raíces tan profundas que parece imposible su total extirpación, seguramente porque tales raíces son en último término genéticas.
Pues bien, a Dios, para quien nada es imposible, le debemos suponer la capacidad de extirpar tales raíces, aunque para ello tenga que emplear, adecuándose al carácter progresivo del ser humano, el tiempo de toda una vida. La penitencia aplicada sería similar a un tratamiento de quimioterapia, aunque su gracia sanante llega más lejos y más hondo que la quimio.
Jesús no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores. Es decir, a todos, puesto que todos somos pecadores. Sólo que a algunos se les señala más como pecadores que a otros. Y eso que los que se creen justos, en realidad puede que sean más pecadores que los demás. Jesús, estando con los pecadores señalados como tales, delata su condición de médico-salvador, y pone al descubierto aquello y aquellos para los que ha venido.
No nos ocultemos, engañándonos a nosotros mismos, nuestro estado de pecadores, para no quedarnos al margen de su acción medicinal y sí poder obtener finalmente la salud. Es decir, la salvación a la que aspiramos.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología