1 de Julio

Martes XIII Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 1 julio 2025

a) Gén 19, 15-29

         A pesar de la plegaria de Abraham, Dios no encontró en Sodoma los 10 justos que hubieran permitido salvar la ciudad. Sin embargo, Dios acepta que Lot (sobrino de Abraham) se libre del castigo: "Levántate, y toma a tu mujer y a tus hijas, y sal de la ciudad", no vayas a ser barrido por el castigo a la ciudad.

         El relato de la destrucción de Sodoma, surgió sin duda a consecuencia de un cataclismo natural (como suele haberlos hoy también) y que arrasó una ciudad del Mar Muerto. Los redactores de este relato, utilizando de nuevo una leyenda popular le insuflaron una significación de fe: el tema de la "huida de una ciudad" es un tema importante a lo largo de la Escritura.

         En el contexto rural que era el del conjunto del pueblo de Israel, la ciudad era considerada como la estancia del mal y del pecado. Abandonar una ciudad, o huir de ella, es reconocer su maldad y convertirse. Los hebreos serán así invitados a abandonar las ciudades monstruosas de Egipto (Ex 1, 11), y luego de Babilonia, símbolo de la perversión pagana (Is 48,20; Ap 18,4).

         El texto del Génesis se pronunciaba contra la ciudad de Sodoma para "poner un dique" a las prácticas sexuales aberrantes. Ayúdanos, Señor, a saber interpretar estos acontecimientos urbanos a la luz de la fe. Pues como ya decía Pablo VI en su última carta apostólica, sobre el fenómeno moderno de la urbanización:

"En lugar de favorecer el encuentro fraternal y la mutua ayuda la ciudad desarrolla las discriminaciones y las indiferencias y se presta a nuevas formas de explotación y de dominio. Las fachadas esconden muchas miserias que los vecinos más próximos ignoran; y abundan otras miserias en que la dignidad del hombre falla: delincuencia, criminalidad, droga y erotismo".

         La mujer de Lot miró hacia atrás y quedó convertida en columna de sal. La leyenda popular debió de explicar así la existencia de una roca de forma caprichosa, en la región estéril y salada del Mar Muerto. El autor sagrado aprovecha este hecho para introducir una lección: "no hay que mirar atrás" (Mc 13,16; Lc 9,62), "no hay que volver a por la capa", "no hay que echar mano al arado y seguir mirando atrás". Pues todos ellos "no son aptos para el Reino de Dios". De esta manera, los primeros apóstoles "abandonaron las redes" para seguir a Jesús.

Noel Quesson

*  *  *

         La impresionante escena de la 1ª lectura impacta nuestra imaginación. No es difícil representarse el cuadro patético que además ha dibujado más de un artista: un diluvio de fuego que castiga las ruinas humeantes de lo que un día fuera lugar de seres humanos. Pero vayamos más allá de la escena como tal. Busquemos la enseñanza: la palabra detrás del acontecimiento.

         Por una parte, este drástico castigo revela de modo dramático el estado de gravedad a que conduce el pecado como estructura. En efecto, nos hemos acostumbrado tal vez a mirar al pecado como un hecho personal que involucra sólo una responsabilidad individual ante Dios. Pero esto no es cierto. El pecado tiende a institucionalizarse. Va creando un tejido de complicidades que se vuelve pegajoso y casi omnipresente, hasta producir asfixia en los que no admitan inmiscuirse en él.

         Es un poco lo que vemos también en nuestra sociedad. La prostitución o la corrupción administrativa, por citar sólo 2 ejemplos, no son eventos aislados en vidas aisladas, sino verdaderas redes que se adueñan de sectores de ciudades y de amplias tajadas del presupuesto de un país. Estamos en ambos casos frente a pecados estructurales, que no deberían ser evaluados simplemente como una colección de faltas personales, pues de hecho implican procesos, manejo de recursos e incluso leyes oficiales que hacen extraordinariamente difícil erradicar su presencia y su obra.

         En otro sentido, la escena del Génesis de hoy nos invita a saber superar el hecho mismo del castigo, cualquiera que sea su expresión concreta. Lo más interesante del pecado no es quedarnos viendo cómo se castiga sino permanecer buscando cómo superarlo. Cosa útil de aprender porque a veces nos preocupamos más de castigar culpables que de hacer bien a los inocentes.

Nelson Medina

*  *  *

         El castigo de Dios sobre Sodoma y Gomorra se ha convertido en el prototipo de castigo contra la corrupción y la maldad. La destrucción de estas ciudades, que se hallaban al sur del Mar Muerto, seguramente fue debida a algún fenómeno natural (el fuego, un terremoto, o tal vez una erupción interior, dado que el terreno presenta características volcánicas, bajo el nivel del mar).

         Pero la intención religiosa del Génesis es atribuir todo eso al juicio de Dios, que condena la maldad de sus habitantes a través de las catástrofes naturales. Así sucede muchas veces en la Biblia, como cuando se justifica la destrucción de Babel, de Siquén o de Jerusalén.

         La tradición de la "estatua de sal", en la que se ha convertido la esposa de Lot, probablemente también se originó en alguna caprichosa formación rocosa y salina de la zona, interpretada popularmente como "la figura de una mujer". Aquí se presenta como consecuencia de "haber vuelto la mirada atrás", cosa que el ángel le había prohibido.

         Si queremos salvarnos de todo eso, debemos abandonar Sodoma, nuestra particular vida de pecado o de vida superficial. A Lot y a su familia les costó decidirse, y fue necesario que se pusiesen fuertes los ángeles enviados por Dios, porque ellos  no estaban convencidos de necesitar ser salvados. La mujer cayó en la tentación de mirar atrás. Siempre nos puede la comodidad, la costumbre, la inercia. El mismo Jesús nos dio el aviso, invitándonos a la fidelidad y a la decisión: "Acordaos de la mujer de Lot. Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará" (Lc 17, 32-33).

         Estamos en medio de un mundo que, ciertamente, no nos ayuda a vivir en cristiano, y que va encaminado a la depravación moral de Sodoma, con criterios que frecuentemente van en dirección contraria al evangelio.

         En nuestra lucha contra el mal, y en nuestro seguimiento de Cristo, deberíamos ser más decididos. Jesús nos advirtió más de una vez que no miráramos atrás: "Nadie que pone su mano en el arado y vuelve la vista atrás, es apto para el reino de Dios" (Lc 9, 62). No vaya a ser que merezcamos el reproche que Jesús hizo a sus contemporáneos: "Y tú, Cafarnaum, te hundirás. Porque, si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que se han hecho en ti, aún subsistiría el día de hoy" (Mt 11, 23).

José Aldazábal

*  *  *

         Leemos hoy en la liturgia un texto del Génesis que habla sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra, ciudades pegadas al Mar Muerto (en el desierto de Edom, dando al mar Rojo) que fueron terriblemente castigadas por Dios por sus maldades incorregibles.

         En la Biblia, como conjunto de libros religiosos de muy diverso corte, es frecuente hablar siguiendo un esquema de discurso religioso, más o menos así: creación buena de Dios, perfección del hombre creado (en el seno de la creación), infidelidad del hombre libre (que se hace pequeño dios y señor), castigo de Dios sobre la maldad (por medio de sequías, diluvios, hambre, guerras, destierros, fuego o destrucción), arrepentimiento del hombre y renovación de la creación de Dios

         En el texto presente, se nos da a entender que la iniquidad de los hombres merecía ser castigada, y esto no porque Dios sintiera sed de venganza, sino para que el hombre corrigiese su situación. Y que a Dios le place la cautela y vigilancia sobre sus fieles.

         No es fácil entender la teología del amor y la teología del fuego y azufre. Y por eso el autor sagrado hace un esfuerzo por presentar el rostro humano de la ingratitud y pecado: rostro de desprecio, pasiones desencadenadas, egoísmos inmisericordes, autosuficiencias que se engañan a sí mismas, manipulaciones injustas... Y todo ello merece ser calcinado por una especie de ira vengadora que ponga las cosas en su punto y sensatez.

         Pero ¿cómo aplicar al corazón de Dios, al amor divino, a la voluntad salvífica, esa figura y expresión humana? Efectivamente, Dios envía fuego y azufre, como antídoto contra las consecuencias de la maldad (que, en este caso, acaba siendo víctima de sus propias obras). Escuchemos, pues, la voz del ángel y de nuestra propia conciencia, y salgamos de la ciudad del pecado (del mal vivir) para hallarnos a salvo.

Dominicos de Madrid

b) Mt 8, 23-27

         Escuchamos hoy cómo Jesús sube a la barca y sus discípulos deciden seguirlo. Y ya en alta mar, se levanta de pronto un temporal tan fuerte, que la barca empieza a desaparecer entre las olas, mientras Jesús dormía (vv.23-24).

         Los discípulos siguen a Jesús, aceptando el itinerario hacia los paganos. Mateo utiliza un término extraño para designar el temporal: seísmo, que se aplica a los terremotos (Mt 24,7; 27,54; 28,2) e insinúa el sentido particular de la tempestad, como si en el mar temblara la tierra y la barca estuviera en peligro. El termino seísmo (lit. terremoto), que no se aplica al mar, señala la oposición al viaje de Jesús y los discípulos, y simboliza la resistencia terrena (del paganismo) a la misión marina (de la Iglesia).

         Mateo no ha señalado que Jesús se echara a dormir. Sin embargo, los discípulos dicen que "estaba durmiendo". El sueño de Jesús, que simboliza su ausencia, indica solamente que los discípulos no son conscientes de su presencia hasta el momento del peligro.

         El miedo de los discípulos ante la resistencia del paganismo muestra su falta de fe. Jesús se dirige a ellos antes que a la tempestad, cuya causa eran "los vientos". Y les llama "los hombres", término contrapuesto a "el Hijo del hombre" (v.20) y que alude a los que aún no poseen el Espíritu, a los que son carentes de experiencia y no pueden comprender al Hombre-Dios. Su pregunta es una puerta para la fe.

         En este enfoque se explica el pánico de los discípulos, que han seguido a Jesús en la misión (v.23) y cuyas circunstancias parece que les supera. Ante la hostilidad del paganismo, la comunidad de Jesús ("la barca") parece que va a ser destruida, y la presencia de Jesús aparece aparentemente inactiva ("dormido").

         La perícopa de hoy presenta numerosos paralelos con la perícopa de mañana, donde Jesús liberará a los endemoniados gadarenos (los cuales saldrán de los sepulcros a su encuentro, como si esperasen su llegada del mar y quisieran impedir su acción, al tiempo que le suplican que no los atormente). Todo esto supone que la tierra de los gadarenos sabía ya quién llegaba y para qué. Nótese, además, el paralelo entre "los vientos" (v.26) y "los demonios" que expulsará Jesús (v.31).

         Estos datos confirman que la tempestad se opone a la idea de Jesús de ir a Gadara, representando la resistencia y oposición del paganismo a recibir el mensaje de Jesús. Es decir, posiblemente fueron los demonios de Gadara los que provocaron la tempestad, para impedir que llegara a Gadara y los expulsase.

Juan Mateos

*  *  *

         Escuchamos hoy cómo subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. La palabra seguir es aquí un término clave, que encaja con el episodio precedente (en que, por 2 veces, y antes de subir a la barca, Jesús les había dicho seguidme). ¿Hacia qué aventura, Señor, embarcas a tus discípulos?

         De pronto se levantó un temporal tan fuerte que la barca "desaparecía entre las olas". No obstante, el texto original griego dice: "He aquí que sobrevino un gran seísmo". Un seísmo era uno de esos temporales violentos que hacía temblar la tierra, y que en suelo firme ya resulta ser horroroso. Pero era algo que, para una frágil barquilla en alta mar, resultaba como mucho algo alucinante. Por otro lado, las tempestades del lago de Galilea tenían fama por sus repentinas y violentas apariciones, pues los vientos del mar, forzados por las montañas que encajonaban el lago, soplaban a ráfagas sobre el agua y ponían en gran peligro cualquier embarcación que allí se encontrase.

         A todo esto, nos dice el texto que "Jesús dormía". Lo inverosímil de ese detalle ilustra de maravilla el simbolismo que quiere subrayar: sí, es difícil creer en Dios, porque Dios duerme, está callado, no hace nada por su propia causa ni calma las tempestades contra la Iglesia.

         Entonces se acercaron los discípulos, y a gritos despertaron a Jesús: "Señor, sálvanos, que nos hundimos". Es preciso, a veces, gritar así, sobre todo cuando no hay solución, cuando fallan las fuerzas o cuando nuestra experiencia es irrisoria o inútil. No queda hacer mas que esto: elevar el corazón y clamar a Dios. Es el último recurso.

         Jesús les dijo: "¿Por qué tenéis miedo? ¡Que poca fe!" Es el núcleo de este relato: "hombres de poca fe". Jesús apela a la fe, y para eso les da confianza: "No tengáis miedo". Para seguir a Jesús, la fe es condición esencial, y las exigencias y renuncias no se comprenden más que en una perspectiva de fe. Cuanto mas humanamente desesperada y sin salida sea la situación, más necesaria es la fe.

         Entonces Jesús se puso en pie, increpó a los vientos y al lago y sobrevino una gran calma. Aquellos hombres se preguntaban admirados: "¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?". Mateo subraya que Jesús tiene en sus manos el poder creador de Dios, y todo le obedece, hasta los elementos naturales.

Noel Quesson

*  *  *

         De hoy al jueves escucharemos otra serie de milagros de Jesús, empezando por el de la tempestad calmada. En el lago de Genesaret se formaban con frecuencia grandes temporales, pero al que alude hoy Mateo fue un seismos megas (lit. gran terremoto), por el que los apóstoles quedaron aterrorizados a pesar de ser avezados en su oficio de pescadores.

         Que Jesús siguiese dormido en ese seísmo bien podría ser debido a su cansancio, dado que gozaba de una salud de hierro. Y sin duda fue causa de que de los apóstoles saliese una preciosa oración, del todo espontánea: "Señor, sálvanos, que nos hundimos". Finalmente, los apóstoles quedan admirados del poder de Jesús (que ha calmado con su potente palabra la tempestad) y acaban en una preciosa exclamación teológica, también espontánea: "¿Quién es éste? Hasta el viento y el agua le obedecen".

         Seguir a Jesús no es fácil, nos decía Jesús ayer mismo. Y hoy los discípulos han seguido a Jesús (pues al subir a la barca, "sus discípulos lo siguieron"), y se han dado cuenta de que no por eso van a estar libres de las inclemencias de la vida, ni de los sobresaltos.

         La Iglesia (o barca apostólica) ha sufrido perturbaciones de todo tipo en sus 2000 años de existencia, y no pocas veces ha quedado a la deriva, con serias amenaza de naufragio. También en nuestra propia vida hay temporadas en que las aguas vienen agitadas. ¿Mereceríamos el reproche de Jesús: "Cobardes, ¡qué poca fe tenéis!"?

         Es verdad que muchas veces parece que Jesús duerme, sin importarle que nos hundamos. Y que llegamos a preguntarnos por qué no interviene, y por qué permanece callado, diciendo para nuestro interior "nos hundimos". La oración nos debe reconducir a la confianza en Dios, que triunfará definitivamente en la lucha contra el mal. Y una y otra vez sucederá que "Jesús se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma".

José Aldazábal

*  *  *

         El relato de la tormenta de hoy está íntimamente conectado con el fragmento de ayer, pues el que quiera seguir a Jesús (como leíamos ayer) debe estar dispuesto a correr su misma suerte (como leemos hoy). Ahora bien, en medio de las pruebas no debe olvidar que Jesús está a su lado para ayudarle a no sucumbir. El relato de la tempestad calmada ha tenido muchas interpretaciones alegóricas. Sobre todo por parte de la barca, que siempre se ha entendido como figura de la Iglesia que navega en la historia, zarandeada por dificultades de todo tipo pero con el Señor en su interior.

         Hoy, sin embargo, prefiero detenerme en 2 humildes palabras del relato de Mateo. Parecen insignificantes, pero han tirado de mí. Son las palabras "él dormía". Porque muchas veces he meditado el sueño de José (por ejemplo), pero nunca se me había ocurrido meditar en el sueño de Jesús.

         Imaginemos la escena. Jesús sube a la barca con sus discípulos, y en un momento determinado acusa el cansancio y se duerme. Y tan profundo es su sueño que ni siquiera percibe la tempestad que se ha desatado en el lago. El texto dice que los discípulos "se acercaron y lo despertaron". Jesús se duerme, pero no sólo porque está agotado, sino porque también se fía de los suyos, a los que considera unos expertos en la navegación. Es curioso el dato: Jesús se fía de los suyos, y los suyos no acaban de fiarse de él.

         Me parece una metáfora de nuestra situación actual. Jesús nos ha concedido su Espíritu y se fía de nosotros. Nos ha encargado pocas cosas: "Amaos", "haced esto en memoria mía" y "dadles vosotros de comer". Y nosotros, sin embargo, nos ponemos nerviosos, nos lanzamos a multiplicar los análisis, repartimos responsabilidades y, lo que es peor, comenzamos a desconfiar: "Esto no tiene futuro", "todos se meten contra nosotros", "el mundo va de mal en peor".

         Jesús duerme porque se fía de nosotros. Pero nosotros no nos fiamos de él, y por eso siempre acabamos despertándolo y reprochándole: "Señor, sálvanos, que perecemos". Y todo eso porque no tenemos fe, y porque de vez en cuando necesitamos ver que Jesús tiene poder para levantarse, increpar a los vientos y producir una gran calma.

Gonzalo Fernández

*  *  *

         Las dificultades y peligros que amenazan a toda vida cristiana suscitan sentimientos de desconfianza en los integrantes de la comunidad que pueden ver peligrar la propia existencia. Se hace necesario, por tanto, recrear a cada instante el sentimiento de confianza, capaz de triunfar sobre las amenazas del mal mediante la fe en la persona de Jesús.

         El texto dirige la atención hacia una barca a la que sube Jesús y, en su seguimiento, también los discípulos, cumpliendo lo afirmado: "Dio orden de pasar a la orilla de enfrente" (v.18). De dicha barca se dice que corre el riesgo de sucumbir al punto que "desaparecía entre las olas" como consecuencia de un gran temporal que se produce en el mar.

         Se trata de una oposición que encuentran los discípulos en su viaje hacia el país pagano, situado en la orilla de enfrente del lago, aludiendo a las futuras resistencias que Jesús y los suyos encontrarán en ese país pagano. Jesús duerme a pesar del peligro, expresando una confianza que choca con la actitud de los discípulos. Hasta que éstos se acercan a él y lo despiertan con gritos angustiados: "Auxilio, Señor, que nos hundimos" (v.25).

         La reacción de Jesús es, ante todo, un reproche a la actitud de los discípulos, que no tienen el coraje de afrontar las dificultades (cobardes) ni tienen fe en resolverlas ("hombres de poca fe"). Por otro lado, muestra que para solventar la situación va a necesitar la fórmula de los exorcismos, empleando para ello el verbo "dar orden". Luego la oposición de los vientos y del mar puede ser considerada como demoníaca, ya que busca la destrucción de la comunidad salvífica.

         En estas circunstancias, la comunidad debe ahondar su comunión con Jesús, que se muestra aparentemente inactivo ("duerme") pero que, sin embargo, puede vencer las amenazas que ponen en peligro la existencia de la barca apostólica. Los vientos (demoníacos) y el lago (natural) están sometidos al Señor y a sus acciones, a pesar de su fuerza inconmensurable. Lo que debe llevar al crecimiento en la fe, para poder nosotros vencer a esos elementos, y no tener que estar haciéndolo siempre Jesús.

Confederación Internacional Claretiana

*  *  *

         La narración de la tempestad calmada es una bella síntesis de Jesús y sus discípulos. Leída desde la cronología de la vida diaria, se trata de una bella historia de compañerismo: Jesús no tiene experiencia del mar e ignora los peligros, dándose al sueño. Hasta que viene una tempestad y se levanta a echar una mano.

         Pero leída desde la perspectiva teológica, la cosa cambia. Porque ya no son los compañeros los que transportan a un amigo, sino que es el mismo Dios el que aloja bajo su cobijo a los suyos. Ya no es un puñado de compañeros, sino que es la cúpula al completo de la Iglesia. Ya no se trata de una tempestad cualquiera, sino de acontecimientos siniestros que ponen en peligro la existencia de la Iglesia. Ya no se trata de dominar las fuerzas de la naturaleza, sino de obligar a esas fuerzas a que nos obedezcan.

         Aparte de calmar la tempestad, el principal milagro de Jesús fue totalmente otro: hacernos descubrir la presencia secreta y misteriosa de Dios, y que existen fuerzas sobrenaturales amigas (las de Jesús) y enemigas (las de los "vientos contrarios", posiblemente malignos). Lo sobrenatural no es está en nuestra imaginación, sino en la vida humana.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El lago de Galilea es uno de esos escenarios geográficos en los que se desenvuelve la actividad de Jesús. En el caso de hoy, aquí le vemos de nuevo, sobre la barca y en compañía de sus discípulos. De pronto, narra el evangelista, se levantó un temporal tan fuerte que la barca zozobraba entre las olas.

         Mientras tanto Jesús, aparentemente ajeno al peligro que se cernía sobre ellos, dormía. Entonces sus discípulos, alarmados y temerosos, se acercaron a él y lo despertaron, gritándole: ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos! Él, incorporándose, les dijo: ¡Cobardes! ¡Qué poca fe! E hizo regresar la calma al lago con su sola palabra. Increpó a los vientos y estos se sometieron al imperio de su mandato, cesando de soplar sobre las aguas.

         Semejante acción no podía sino producir asombro en los testigos del hecho, que se limitaban a decir sobrecogidos: ¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y el agua le obedecen! Podían esperar obediencia de hombres o de animales, incluso de espíritus inmundos. Pero lo que no podían imaginar es que el viento y el agua se le sometieran a una persona, como corderitos.

         No es extraño, por tanto, que ante tamaña magnificencia se preguntaran: ¿Quién es éste? Porque según lo visto no podía ser otro que el Creador mismo de la naturaleza, ya que ésta acataba sus dictados con extraordinaria prontitud.

         La imagen de la tormenta es sumamente sugerente, y casi siempre se nos presenta cargada de simbolismo. No es inusual, de hecho, que en nuestra vida cotidiana hablemos de tormentas que nos derriban de nuestros muros de fortalezas y seguridades.

         Son momentos en los que nos vemos sobrepasados por las circunstancias, incapaces de hacer frente al empuje y a la fuerza arrolladora de los acontecimientos. Son momentos en los que no sabemos a quién recurrir, sin encontrar lugar donde refugiarnos o espacio adonde huir, con la extraña sensación de que ni siquiera Dios puede hacer nada, porque o bien duerme, o calla, o está inactivo.

         Podemos pensar incluso que Dios ha abandonado al mundo a su suerte, como si no le importara demasiado lo que aquí sucede o lo que nosotros hagamos.

         Pero ¿puede Dios, nuestro Dios y Dios de Jesús, permanecer ajeno a nuestras angustias? ¿Y ser indiferente a las penalidades de la vida? ¿Puede el Dios que nos lo ha dado todo (con su Hijo crucificado) no compadecerse y acudir en nuestro auxilio?

         Sospechamos, al menos, que no. Por eso, cuando nos veamos al límite de nuestras fuerzas, o de la desesperación, siempre dejamos escapar un grito de socorro, con la oculta esperanza de ser escuchados por el único que está en condiciones de ofrecernos una mano salvadora.

         Eso es lo que hemos de hacer, según hemos visto que hicieron los apóstoles a Jesús: gritar. Pero no para despertar a ese Dios que parece dormir plácidamente en su lecho celeste, totalmente ajeno a nuestras luchas a brazo partido con vientos huracanados y aguas embravecidas. Sino para acudir a él o hacer que él acuda a nosotros, y equilibre nuestra barca zarandeada por las olas.

         Eso es lo que habían gritado los apóstoles: ¿Señor, no te importa que nos hundamos? ¿No te importa que tu Iglesia naufrague en el mar tenebroso de este mundo? ¿No te importa que ya no haya nadie que escuche tu llamada, o que tu palabra deje de oírse por falta de predicadores?

         ¿Y no te importa que nuestros templos se queden vacíos de fieles para llenarse de turistas, y que pasen a formar parte de un patrimonio que remite tan sólo a un pasado lejano? ¿No te importa que agonice la fe de tantos creyentes?

         ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos! ¿No es éste el grito desesperado de unos hombres que se ven al borde del abismo, que ya no pueden hacer pie, y a quienes no les queda otro recurso que gritar?

         Los apóstoles supieron muy bien a quién gritar: al único que podía salvarlos. Ante estas situaciones, no cabe sino esperar que él, finalmente, se levantará, y calmará la tempestad desatada con su imperiosa palabra creadora y apaciguadora.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 01/07/25     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A