23 de Octubre
Jueves XXIX Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 23 octubre 2025
a) Rom 6, 19-23
El apóstol Pablo siente no saber expresar totalmente lo que lleva dentro, y de ahí que hoy nos diga: "Os hablo un lenguaje muy humano, en atención a vuestra debilidad". En efecto, acaba de emplear la imagen de la esclavitud para hablar de la sumisión a Dios, y de la docilidad a las inspiraciones del Espíritu.
Pablo sabe muy bien que no es éste el lenguaje conveniente. Pero también sabe que ningún lenguaje humano puede traducir perfectamente las cosas de Dios. En la página que meditamos hoy, Pablo juega con la oposición entre esclavo y libre, concluyendo que el cristiano es un hombre libre.
En otros tiempos, nos dice Pablo, "ofrecisteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y llegasteis al desorden". Y cuando erais esclavos del pecado, continúa, "¿qué frutos cosechasteis?". La respuesta está clara: "Aquellas cosas que ahora os avergüenzan".
Antes de su bautismo, los romanos habían vivido como paganos. Y Pablo apela a esos recuerdos: "Acordaos de vuestros pecados. ¿Y erais dichosos? ¿O bien os avergonzáis de vuestros pecados?". La invitación de Pablo es válida también para nosotros, incluso si fuimos bautizados al nacer. Porque todos tenemos la experiencia de esa esclavitud. Debemos detenernos a reflexionar sobre nuestros pecados, a sentirlos como límites de nuestra libertad. No por morosidad, sino para desear tanto más la liberación que Cristo propone.
Ahora pues, añade el apóstol, "haced de vuestros miembros esclavos de la justicia para llegar a la santidad". La experiencia del pecado no lleva a Pablo hasta el pesimismo, sino que es el medio pedagógico de conducir al pecador a la santidad. Nadie puede salir del pecado si se complace en él, y por eso hay que sentir la náusea de esta mala vida (para desear salir de ella).
Detengámonos en una expresión: "Someterse a la justicia". A menudo podría traducirse ese término por el de precisión, viniendo a expresar lo justo lo que conviene exactamente, lo que es verdadero, lo que corresponde al ser (una puerta que cierra exactamente, ni demasiado grande, ni demasiado pequeña; o un reloj que da la hora exacta, sin adelantar ni retrasar).
Esta precisión (justesse, en francés) es cualidad esencial del ser. Y para un hombre, ser justo es ser "verdaderamente un hombre" (filosóficamente) o corresponder exactamente a "la imagen que Dios tiene de él" (religiosamente), siendo así que es Dios el que lo ha creado. Así, pues, "someterse a la justicia" vendría a significar "llegar a la santidad", a través de una especie de silogismos: justicia = precisión = perfección = santidad.
Pero notemos la equivalencia establecida por Pablo: esclavos de la justicia = esclavos de Dios. Dios es el Justo por excelencia, el Ser perfecto. Y el único que realizaría esa perfección del hombre sería Jesús: la perfecta realización del hombre, según Dios.
Someterse a Dios, pues, es algo libre, y vendría a suponer someterse a la perfección. De ahí la invitación de Jesús: "Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto". Señor, tú lo sabes, la santidad da miedo a muchos hombres, porque al ver las vidas de santos la imaginan como excepcional. Y sin embargo, tú quieres que seamos santos, como tú eres santo.
Concédenos, Señor, realizar modesta y cotidianamente, el máximo de perfección. Tratar de hacer lo mejor posible las cosas más pequeñas. Porque el salario del pecado es la muerte, pero "el don de Dios es la vida eterna, en Cristo Jesús". Pero ojo, porque Pablo evita hablar de salario para la vida eterna, y viene a decir que la vida eterna es un don.
Noel Quesson
* * *
Sigue Pablo hoy explicando el tema de ayer: "Por el bautismo hemos sido liberados del pecado". Y lo hace a través de la comparación con la esclavitud, para estimularnos a cambiar nuestra vida. A grandes rasgos, antes toda nuestra persona (incluido el cuerpo) era esclava "de la impureza y de la maldad". Y ahora, liberados del pecado, pasamos a ser "esclavos de Dios", que "nos regala vida eterna por medio de Cristo Jesús".
Antes "hacíamos el mal", y los frutos de esa esclavitud nos llevaban a la muerte (porque el pecado paga con la muerte). Y ahora, entregados a Dios, "producimos frutos que llevan a la santidad y acaban en vida eterna".
Nosotros hemos creído y pertenecemos "al Dios libertador". Nuestra fe cristiana es libertad interior, victoria sobre el mal y sus instintos. Y a eso conduce nuestra unión con Cristo, que es el que ha vencido al mal y al pecado con su entrega de la cruz. Una de las actitudes que más hemos de aprender de Cristo es su libertad. Cuando él estaba delante de Pilato, él era mucho más libre que Pilato, a pesar de que sus manos estuvieran atadas.
Podemos detenernos a pensar un momento si en verdad somos libres: en los gustos, en las costumbres, en las modas y en las tendencias. O si bien somos esclavos: de las pasiones, de los defectos, de los sentimientos, de los odios, de los afectos excesivos.
A veces nos rodean tentaciones de fuera. Y otras veces no hace falta que nos tiente nadie, porque nosotros mismos nos las arreglamos para hacernos el camino difícil. Es adulto aquél que es libre, y es maduro aquél que no se deja llevar como una veleta o como un niño por el último que habla, sino que ha robustecido sus convicciones y las sigue libremente.
Una vez más, el salmo responsorial de hoy nos sirve de pauta para evaluar nuestra conducta: "El camino del justo conduce a la vida, y el del impío, a la perdición". Por eso, "dichoso el que no sigue el consejo de los impíos, sino que su gozo es la ley del Señor" (Sal 1).
José Aldazábal
* * *
Nuestra vocación no es la del pecado, con servidumbre que nos atenaza, sino la de hijos libres que se atienen a la ley de Cristo, verdad y amor. La vida en pecado tiene un final lastimoso: la muerte. En cambio, la vida en gracia, con Cristo, tiene otro final: la vida eterna. Así concluye hoy el texto de Pablo. Y entre esos 2 polos (vida o muerte, gracia o pecado) se encuentra todo el proceso de abandono del mal, conversión a Dios y fidelidad a sus designios amorosos.
Quienes hemos tenido la fortuna de conocer el rostro de Dios en Cristo no podemos permanecer en la maldad, y hemos de avanzar hacia la perfección en la fidelidad, contemplando al Señor que se dignó morir por nosotros. Ya no somos esclavos sino hijos, no somos marginados sino atraídos a la casa del Padre, no somos condenados por nuestros pecados, sino que en esa situación (sea cual fuere) recae sobre nosotros la mirada del corazón del Padre.
Quien acepta a Jesucristo como Señor en su vida recibe como un don gratuito la vida eterna. Si en verdad hemos aceptado que el Señor nos libere de nuestra esclavitud al pecado, no podemos continuar siendo esclavos de la maldad. Quien continúe sujetando su vida al pecado, por su servicio a él recibirá como paga la muerte, y esa paga le llegará en una diversidad de manifestaciones de muerte, ya en vida.
Quienes dicen creer en Cristo y son causantes de las directrices del pecado (fratricidios, ilicitudes, vicios...) no pueden hablar realmente de que han hecho suya la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
Cristo nos quiere libres del pecado y consagrados a él, para que la obra de Dios se manifieste en nosotros. Estemos por ello atentos a las inspiraciones de su Espíritu Santo en nosotros, y dejémonos conducir por él.
Dominicos de Madrid
b) Lc 12, 49-53
Las palabras del evangelio de hoy resultan desconcertantes, si se confunde su mansedumbre con neutralidad. Pues la dulzura de Cristo no es una ganga conciliadora, sino un desafío a los desórdenes y amarguras establecidas por el mal, en su intento por devolver a la humanidad el rostro originario impreso por Dios Padre.
Jesús ha venido a prender fuego a la tierra, como había anunciado Juan Bautista: "Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego" (Lc 3, 21). Se trata, por tanto, del fuego del Espíritu Santo, tal como aparece en Pentecostés: "Y vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que se repartían posándose encima de cada uno de ellos" (Hch 2, 3).
Ese fuego del Espíritu es el que ha de incendiar la tierra, para devolverle la unidad perdida desde Babel, momento en que Dios confundió las lenguas de los hombres, dispersándolos. El Espíritu fogoso, que viene a traer Jesús, es la fuerza de una vida cualitativamente distinta a la que predomina en la tierra, dominada por la rivalidad, la competencia, la dominación, el egoísmo o la violencia del homo homini lupus.
Jesús ha venido a traer división dentro incluso del seno de la familia, aunque esto pueda parecer extraño. Pues el anuncio del reinado de Dios y la entrada en la Iglesia va a crear división dentro de los miembros de una familia, según se adhieran o no a él.
Se va a crear así una nueva familia, formada por todos los que se ponen al servicio del evangelio, para luchar contra los que no se adhieren a él. Con el anuncio del evangelio se acaba así la paz social, basada en un desorden consensuado en que los privilegios de unos pocos chocan frontalmente con los derechos del resto.
Juan Mateos
* * *
La secuencia relativa a la instrucción de los discípulos concluye hoy con una serie de sentencias: "Fuego he venido a lanzar sobre la tierra, y ojalá haya ya prendido" (v.49).
Pero el fuego que trae Jesús no es un fuego destructor a mansalba (contra la expectación de Juan Bautista; Lc 3,9.16.17), sino un fuego del Espíritu (Hch 2, 3) que entra en la historia y que causa la división entre los hombres. La reacción de la sociedad no se hará esperar, y de ahí que diga Jesús que "tengo que ser sumergido por las aguas, y no veo la hora de que eso se cumpla" (v.50).
La sociedad reaccionará dándole muerte ("ser sumergido por las aguas"), pero el Espíritu seguirá llevando a término su obra (Lc 23,46; Hch 2,33). De ahí que diga: "¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que paz no, sino división. Porque, de ahora en adelante, una familia de cinco estará dividida" (vv.51-53).
Jesús viene a romper la falsa paz del orden establecido (Miq 7, 6), y deja que el juicio lo haga cada uno con su actitud adoptada ante el mensaje. Los vínculos que crea la adhesión a Jesús son más fuertes que los de sangre.
Josep Rius
* * *
Aprendemos hoy del evangelio la otra cara de la imagen del corazón de Jesús (dulce y acogedora), la de Jesús lanzando fuego a la tierra (severa y separadora). Las palabras de Jesús resultan con frecuencia incomprensibles. Sin embargo, ahí quedan, dejando claro que Jesús no fue un personaje violento pero sí severo con la incredulidad y falsedades del mundo.
El fuego que él trae no es un fuego destructor, como el anunciado por el Bautista para quienes no se convirtiesen. Sino el fuego del Espíritu, que se posó sobre los discípulos e hizo de ellos hombres libres y sin miedo, capaces de denunciar y anunciar cualquier tipo de mensaje, incluso en diferentes lenguas.
El fuego que él ha venido a traer es el Espíritu, esto es, una fuerza de vida y amor que transforma el corazón del ser humano, y hace el milagro de instaurar una nueva relación entre los hombres (relación de amor) y acabar con todo aquel obstáculo que salga al paso (incluso el obstáculo familiar).
Pero para ello, Jesús pagó un precio muy alto, el de ser "sumergido por las aguas", metáfora con la que se alude a la muerte que le dará la sociedad incrédula. Dando la vida por amor, Jesús abre el camino a la verdadera paz, que no es la mera ausencia de guerra, ni la mera convivencia de unos con otros, sino el primigenio proyecto de Dios sobre la humanidad.
Quien actúa como actuó Jesús, y está dispuesto a dar su vida por ello (si fuese necesario), creará inevitablemente esta división, incluso en el seno de la familia. Pues no son muchos los llamados a seguir el camino propuesto por Jesús, un camino de libertad, de amor y servicio, y el único que conduce a la verdadera vida.
Jesús no ha venido a traer la paz, sino la división. Esto es, ha venido para que todos se decanten por un bando (la paz mundana) o por otro (la paz cristiana), y quede bien claro quién lo hace y quién no.
Emiliana Lohr
* * *
"He venido a traer fuego a la tierra", nos dice hoy Jesús. Reconsiderando esa hermosa imagen de Jesús, un himno de comunión canta: "Mendigo del fuego yo te tomo en mis manos como en la mano se toma la tea para el invierno. Y tú pasas a ser el incendio que abrasa el mundo".
En toda la Biblia, el fuego es símbolo de Dios, en la zarza ardiendo encontrada por Moisés, en el fuego o rayo de la tempestad en el Sinaí y en los sacrificios del Templo de Jerusalén (donde las víctimas eran pasadas por el fuego, como símbolo del juicio final que purificará todas las cosas).
Jesús se compara al que lleva en su mano el bieldo para aventar la paja y echarla al fuego (Mt 3, 12), y habla del fuego que quemará la cizaña improductiva (Mt 13, 40), pero rehúsa hacer bajar fuego del cielo sobre los samaritanos (Lc 9, 54). La Iglesia, en lo sucesivo, vive del fuego del Espíritu descendido en Pentecostés (Hch 2, 3). Ese fuego que ardía en el corazón de los peregrinos de Emaús, cuando escuchaban al Resucitado sin reconocerlo (Lc 24, 32).
Cuando Jesús, en las páginas precedentes nos recomendaba que nos mantuviéramos en vela y en actitud de servicio, nos invitaba a una disponibilidad constante a la voluntad de Dios. El mismo Jesús dio ejemplo de esa disponibilidad, de ese deseo ardiente de hacer venir el reino de Dios.
"Que el fuego prenda y arda ya", concluye Jesús. Hay que despegarse de la banalidad de la existencia, hay que arder en el seno mismo de las banalidades cotidianas. La renovación del mundo por el fuego de Dios (la purificación de la humanidad) es una obsesión para Jesús. Él sabe que para ello tendrá que ser sumergido (bautizado) en el sufrimiento de la muerte, y que será vapuleado como las olas del mar vapulean a un ahogado. Y este pensamiento le llena de angustia.
La salvación del mundo, la purificación del pecado, o la redención de los hombres, no se han llevado a cabo sin esfuerzo, ni sin sufrimientos inmensos. No lo olvidemos nunca. ¿Y cómo podría extrañarnos que eso nos cueste, puesto que ha costado tan caro a Jesús? Señor, danos la gracia de participar a tu bautismo. "¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra?", pregunta Jesús, contestando él mismo la pregunta: "Os digo que no, sino división".
El Mesías era esperado como príncipe de la paz (Is 9,5; Zac 9,10). Y la paz es uno de los más grandes beneficios que el hombre desea (sin el cual todos los demás son ilusorios y frágiles). Los hebreos se saludaban deseándose la paz (shalom), Jesús despedía a los pecadores y pecadoras con su "ve en paz" (Lc 7,50; 8,48; 10,5-9), y los discípulos tenían que desear "la paz" a las casas donde entraban.
Pero ese saludo, o esa nueva paz, viene a trastornar la paz de este mundo, porque no es una paz fácil ni carente de dificultades, sino una paz que hay que construir en la dificultad, porque "de ahora en adelante estará dividido el padre contra su hijo, y el hijo contra su padre, la madre contra su hija, y la hija contra su madre".
Vemos cada día en muchas familias ese tipo de conflictos que anuncia Jesús. Pero llegará un día en que habrá que decidirse, por o contra Jesús. Y en el interior de una misma familia, la división resultará dolorosa. Te ruego, Señor, por las familias divididas por ti: ¡cuán seria es esa toma de posición que tú exiges! Una toma de posición ineluctable e inevitable, pero necesaria.
Noel Quesson
* * *
Jesús hace hoy unas afirmaciones que pueden parecernos un tanto paradójicas: desea "prender fuego a la tierra" y "pasar por el bautismo de su muerte", pues él "no ha venido a traer paz, sino división".
El fuego del que habla aquí Cristo no es, ciertamente, el fuego destructor de un bosque o de una casa, ni el fuego que Santiago y Juan querían hacer bajar del cielo contra los samaritanos, ni el fuego del juicio final de Dios (que ya llegará).
El fuego al que se refiere aquí Jesús es un fuego interior, con el que hay que llevar a cabo, de forma ardiente, la misión de evangelizar el mundo, para que el evangelio puede impregnarlo todo de una nueva paz, basada en el amor, la alegría y la fraternidad, fruto del Espíritu Santo. Es el fuego del Espíritu Santo, que en forma de lenguas de fuego descenderá sobre la Iglesia el día de Pentecostés.
En cuanto a las consecuencias de ese fuego, éstas serán la paz y la división. Una paz espiritual diferente a la vieja paz mundana de los muertos, o de la tranquilidad a cualquier precio. Y una división que ya profetizó el anciano Simeón en el Templo de Jerusalén, al decir que Jesús sería "signo de contradicción", y haría optar a la humanidad por él o contra él.
Ya el Bautista anunció: "Yo os bautizo con agua, pero viene el que es más fuerte que yo. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Lc 3, 16). El fuego con el que Jesús quiere incendiar el mundo es su Espíritu Santo, y por eso habla de su nuevo bautismo (el de sangre), para pasar, a través de la muerte, a la nueva existencia, e inaugurar así definitivamente el reino de Dios.
Ésa es también la "división", porque la opción que cada uno haga, aceptándole o no, crea situaciones de contradicción en una familia o en un grupo. Decir que no ha venido a traer la paz no es que Jesús sea violento. Él mismo nos dirá: "Mi paz os dejo, mi paz os doy". La paz que él no quiere es la falsa: no quiere ánimos demasiado tranquilos y mortecinos. No se puede quedar uno neutral ante él y su mensaje.
El evangelio es un programa para fuertes, y compromete. Si un cristiano hablara sólo de lo que gusta a la gente, les dejarían en paz y sería aplaudido por todos. ¿Pero es ése el fuego que Jesús ha venido a traer a la tierra, o el tipo de evangelización que él nos ha encargado?
Jesús aparece manso y humilde de corazón, pero lleva dentro un fuego que le hace caminar hacia el cumplimiento de su misión. Y quiere que todos se enteren y se decidan a seguirle. Jesús es humilde, pero apasionado. No es el Cristo acaramelado y dulzón que a veces nos han presentado. Ama al Padre y a la humanidad, y por eso sube decidido a Jerusalén, a entregarse por el bien de todos.
¿Nos hemos dejado nosotros contagiar ese fuego? Cuando los 2 discípulos de Emaús reconocieron a Jesús en la fracción del pan, se decían: "¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?". La eucaristía que celebramos y la Palabra que escuchamos, ¿nos calientan en ese amor que consume a Cristo? ¿O nos dejan apáticos y perezosos, en la rutina y frialdad de siempre? El evangelio, que empezó siendo una semilla pequeña, se está convirtiendo en un fuego abrasador.
José Aldazábal
* * *
El evangelio de hoy nos presenta a Jesús como una persona de grandes deseos: "He venido a prender fuego en el mundo, y ojalá estuviera ya ardiendo" (v.49). Jesús ya querría ver el mundo arder en caridad y virtud. ¡Ahí es nada! Tiene que pasar por la prueba de un bautismo, es decir, de la cruz, y ya querría haberla pasado. ¡Naturalmente! Jesús tiene planes, y tiene prisa por verlos realizados. Podríamos decir que es presa de una santa impaciencia.
Nosotros también tenemos ideas y proyectos, y los querríamos ver realizados enseguida. El tiempo nos estorba, y "qué angustia hasta que se cumpla" (v.50), dijo Jesús.
Es la tensión de la vida, la inquietud experimentada por las personas que tienen grandes proyectos. Por otra parte, quien no tenga deseos es un muerto y un freno para los demás. Y además, es un triste, que acostumbra a desahogarse criticando a los que trabajan. Son las personas con deseos las que se mueven y originan movimiento a su alrededor, las que avanzan y hacen avanzar.
Ten grandes deseos y apunta bien alto, amigo. Busca la perfección personal, la de tu familia, la de tu trabajo, la de tus obras, la de los encargos que te confíen. Los santos han aspirado a lo máximo, y no se asustaron ante el esfuerzo y la tensión, sino que se movieron. Muévete tú también, y recuerda las palabras de San Agustín:
"Si dices basta, estás perdido. Añade siempre, camina siempre, avanza siempre; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. Se para el que no avanza; retrocede el que vuelve a pensar en el punto de salida, se desvía el que apostata. Es mejor el cojo que anda por el camino que el que corre fuera del camino".
Examínate y no te contentes con lo que eres si quieres llegar a lo que no eres. Porque "en el instante que te complazcas contigo mismo, te habrás parado", recuerda San Agustín. ¿Te mueves o estás parado? Pide ayuda a la Santísima Virgen, madre de esperanza.
Joan Marqués
* * *
El fuego del amor es el único capaz de purificarnos. Y ese fuego del amor arde con toda su fuerza y crudeza desde la cruz. Es un amor que se hace entrega, que se hace oblación, que se convierte en perdón, que purifica, que renueva, que santifica.
No basta contemplar al crucificado; no basta creer en él tan sólo con los labios. Hay que identificarse con él en el amor. Hay que tomar la propia cruz y echarse a andar tras sus huellas. Sólo el que ame como él nos ha amado será capaz de hacer llegar a todos la salvación que el Señor nos ofrece.
No basta anunciar a Cristo con los labios. Hay que entregar a Cristo a los demás. Y lo entregaremos desde la propia vivencia, desde la propia experiencia, desde su presencia en nosotros. Por eso lo que nos une a los demás ya no son los vínculos de sangre; es el amor el que nos hace ser hermanos y tener un sólo Dios y Padre.
El que viva rechazando a Dios vive separado del cuerpo de Cristo (que es su Iglesia) y no puede ser de nuestra propia sangre y raza. Por eso hemos de trabajar para que el Señor sea conocido, aceptado y amado por la humanidad entera, especialmente por aquellos que son de nuestra familia conforme a los lazos humanos. Sólo entonces realmente seremos uno en Cristo Jesús.
Dios tiene un designio de salvación universal para la humanidad de todos los tiempos y lugares. Los que hemos experimentado el amor misericordioso de Dios sabemos que así como nosotros hemos sido llamados a la comunión de vida con Dios por medio de Cristo Jesús, así son llamados todos los pueblos, sin diferencia ni distinción.
Como Iglesia sabemos que el Señor nos ha constituido en instrumento de salvación para la humanidad entera, y que no podemos conformarnos con caer de rodillas ante nuestro Dios y Padre, sino que hemos de ponernos en camino, llevando el fuego del amor divino para que no sólo ilumine, sino encienda el corazón de todos y cada uno de los miembros de la humanidad, hasta que todos lleguemos a ser uno en Cristo Jesús.
José A. Martínez
* * *
Cuando se ha entendido que la esencia del cristianismo se halla en la caridad, en el apasionado amor a Dios y sus cosas, estas palabras del Señor no deberían sonar extrañas o contradictorias. Es más, Cristo está empleando un lenguaje contradictorio en apariencia para dar a entender precisamente en qué consiste el verdadero amor a él.
Sí, porque el amor, realmente como lo ha de entender el cristiano está muy lejos de ser un diluido sentimiento de afecto, bonito y pasajero como una flor de primavera. Más bien es como el fuego que a la vez lo enciende todo y va consumiendo una y otra cosa; es algo que se extiende, que tiende por su naturaleza a expandirse con calor, con pasión y que divide a los corazones fríos y mezquinos que nada más piensan en llenar sus pobres pretensiones.
Así es la caridad. Ese es el fuego que Cristo espera arder en los corazones de los que le amen. Están, por tanto, muy lejos de ser sus palabras interpretadas con la literalidad de la carne. Hay que haber experimentado el fuego de su amor para entenderlas correctamente.
Pidamos, por tanto, el don de la caridad, de un amor apasionado a Cristo que traiga la guerra a las fuerzas que quieren destruir la verdadera paz en la tierra. Pidamos saber amar hasta ser incomprendidos por los egoístas de nuestro mundo.
Pidamos vivir en estado de lucha, en la lucha del que cree en la fuerza del amor y consigue que el mayor número de seres humanos conozca a ese Dios que se entregó por ellos por puro amor. En esto conocerán los demás que somos de Cristo. Y a tener confianza en él. Porque el amor siempre logrará la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.
Clemente González
* * *
El Señor manifiesta a sus discípulos el celo apostólico que le consume: "Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda?" (v.49). San Agustín, comentando este pasaje del evangelio, enseña: "Los hombres que creyeron en él comenzaron a arder, recibieron la llama de la caridad. Inflamados por el fuego del Espíritu Santo, comenzaron a ir por el mundo y a inflamar a su vez".
Somos nosotros quienes hemos de ir ahora por el mundo con ese fuego de amor y de paz que encienda a otros en el amor a Dios y purifique sus corazones. Pues como dice Chiara Lubich, "el fuego que Jesús ha traído a la tierra es él mismo, es la caridad, es ese amor que no sólo une el alma a Dios, sino a las almas entre sí". Hoy es un buen día para considerar en nuestra oración si nosotros propagamos a nuestro alrededor el fuego del amor de Dios.
El apostolado en medio del mundo se propaga como un incendio. Cada cristiano que viva su fe se convierte en un punto de ignición en medio de sus allegados. Pero esa capacidad sólo es posible cuando se cumple en nosotros el consejo de Pablo a los cristianos: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Flp 2, 5).
Esto nos lleva a pensar, mirar, sentir, obrar y reaccionar como él ante las gentes. Jesús se compadecía de los hombres: su amor era tan grande que no se dio por satisfecho hasta entregar su vida en la cruz. Este amor ha de llenar nuestro corazón, y entonces nos compadeceremos de todos aquellos que andan alejados del Señor, y procuraremos ponernos a su lado para que conozcan al Maestro. Todas las almas interesan al Señor, y cada una de ellas le ha costado el precio de su sangre. Imitando al Señor, ningún alma nos debe ser indiferente.
Después de cada encuentro único que tenemos con el Señor en la misa, nos ocurrirá como aquellos hombres y mujeres que fueron curados de sus enfermedades en algún lugar de Israel: no cesaban de pregonar por todas partes las maravillas que el Maestro había obrado en su alma o en su cuerpo.
Cada encuentro con el Señor lleva esa alegría y a la necesidad de comunicar a los demás ese tesoro. Así propagaremos un incendio de paz y de amor que nadie podrá detener. Y también, llenos de gozo, podremos repetir muy dentro del corazón: "He venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?". Es el fuego del amor divino, que trae la paz y la felicidad a las almas, a la familia, a la sociedad entera.
Francisco Fernández
* * *
A veces tengo la sensación de que nos complicamos mucho las cosas, sobre todo cuando me encuentro delante de algo claro, límpido, cristalino. Dios regala vida eterna por medio del Mesías, Jesús Señor nuestro. ¿Qué más queremos? ¿Qué extraña exégesis hay que hacer de este pasaje?
La tentación entonces sería la de quedarnos ahí y no leer el evangelio, porque hoy dice el Señor que "fuego he venido a pegar a la tierra". ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, porque "una familia de cinco estará dividida".
Intento imaginarme las caras de los discípulos de Jesús escuchándole decir todo eso y sólo puedo ver ojos abiertos como platos o mirando desconsoladamente al suelo o buscando el consuelo de otros ojos.
Se trata de palabras incómodas, que no apetecen escuchar sino quedarnos en algo más intermedio. Pero el seguimiento de Jesús es así, claro y exigente, y nos advierte que vamos a tener que enfrentarnos a las dificultades que surjan a la hora de tomar una decisión importante. ¿Y el camino a tomar? El de Jesús, Señor nuestro.
Carlo Gallucci
* * *
Jesús, tú has venido al mundo para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombra de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz (Lc 1, 79). ¿Cómo dices ahora que no has venido a traer paz sino división? Lo que pasa es que me hablas de 2 paces distintas: la paz interior (que se consigue a base de lucha personal contra los propios defectos) y la paz exterior (que es la tranquilidad producida por el consenso y la unidad). Como decía Casiano:
"Ambas paces son buenas, pero lo importante es la paz interior, fruto de la santidad personal. No hemos de temer a adversarios exteriores. El enemigo vive dentro de nosotros: cada día nos hace una guerra intestina. Cuando le vencemos, todas las cosas del exterior que pueden sernos adversas pierden su fuerza, y todo se pacifica y allana" (Instituciones, V).
De hecho, sólo la paz interior contribuye eficazmente a la paz exterior. La unidad conseguida por la fuerza o el consenso fruto de la negociación política no son estables. Jesús, tú has venido a enseñarme el camino de la paz del alma, fruto del amor a Dios. Ésa es la paz que he de llevar a los demás. Como a los apóstoles también me dices: en la casa en la que entréis decid primero: paz a esta casa (Lc 10, 5).
Jesús, tú quieres que el cristiano sea un sembrador de paz y alegría, fruto de su unión con Dios. Pero eso no significa que me tenga que amoldar a los demás, hasta el punto de transigir en la doctrina que me has enseñado. El cristianismo es un mensaje fuerte, exigente, divino, y por eso no todo el mundo lo acepta. De ahí la división que produce, pero no por el lado cristiano (que debe buscar la comprensión y el entendimiento) sino por el que se opone con todas sus fuerzas a la luz de la fe.
Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: "Me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación". ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: "Fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda"?
Fuego de apostolado que se robustece en la oración. Pues no hay medio mejor que éste para desarrollar, a lo largo y lo ancho del mundo, esa batalla pacifica en la que cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta padecer a Cristo.
Jesús, el fuego que tú has venido a traer a la tierra es el fuego del amor de Dios, que abrasa todo egoísmo y purifica todo deseo orgulloso o impuro. Es el fuego del Espíritu Santo, que se posa sobre los apóstoles y les impulsa a encender esa llama y esa luz en el mundo entero. Es el fuego del apostolado, que se robustece en la oración. ¿Cómo cuido mis ratos de oración personal contigo? ¿Me sirven para encenderme por dentro, para llenarme de amor a ti y de afán apostólico?
Jesús, tú has venido a traer fuego a la tierra, y ese fuego ha prendido en el corazón de los apóstoles y de tus discípulos de todos los tiempos hasta llegar a mí. Ahora me toca a mí recoger esa llama, tomar esa antorcha de la fe y recorrer mi parte en esta batalla pacífica en la que cada cristiano está llamado a participar. No quiero enfriarme y dejar que ese fuego se apague. Para ello y para que esa llama alumbre y dé calor a muchos otros, he de unirme a ti cada día en la oración.
Pablo Cardona
* * *
Por medio de Cristo, Dios ha enviado fuego para purificarnos y probar la fidelidad de nuestro corazón. Por medio del bautismo de Cristo (recibido por 2ª vez en su pasión y muerte), nosotros hemos sido liberados de la esclavitud al pecado. Quienes nos sumergimos en su muerte participamos del perdón que Dios nos ofrece en su Hijo, que nos amó hasta el extremo. Y al resucitar junto con él, participamos de su victoria sobre el pecado y la muerte, y vivimos hechos justos y convertidos en una continua alabanza de Dios.
Muchos le aceptarán y muchos, al rechazarlo, nos rechazarán también a nosotros, cumpliéndose aquello que hoy nos anuncia el Señor, de que hasta los de nuestra misma familia se levantarán en contra nuestra a causa de nuestra fe en él.
Así se cumple también la profecía del anciano Simeón: "Este niño está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, como signo de contradicción, quedando al descubierto las intenciones de muchos corazones". Que el Señor nos conceda ser fieles a nuestra unión con él a pesar de todos los riesgos que, por su nombre, tengamos que afrontar.
En la eucaristía que celebramos el Señor nos convoca para santificarnos, purificándonos de nuestras esclavitudes al pecado. Él no quiere que, a causa de nuestros pecados, vayamos hacia nuestra muerte eterna. Él nos ama y da su vida por nosotros, para que en él tengamos vida eterna.
Quienes participamos de la vida eterna que Dios nos da gratuitamente, hemos de manifestar frutos de buenas obras, que procedan de la presencia de la vida del Señor en nosotros. No llevemos una vida impura, sino sagrada, pues somos miembros de Cristo y su Espíritu habita en nosotros.
Quien siembra maldad cosechará la muerte. Por nuestra parte, manifestemos nuestro amor no sólo a Dios dándole culto, sino también a nuestro prójimo haciéndole el bien y esforzándonos por construir un mundo más cercano al reino de Dios.
Conrado Bueno
* * *
Hay una violencia que es provocada por las personas. Pero también hay una violencia que es fruto de la misma vida; y es absolutamente necesaria, porque sin ella la vida no tendría lugar. Desde el 1º momento de su existencia la vida, cualquier vida, tiene algo de lucha. La vida sufre violencia para nacer. También para crecer, para madurar. Todo cambio es doloroso porque supone romper con lo que era para empezar a ser de una forma nueva. Jesús era bien consciente de esta realidad.
El cambio que su predicación y su presencia ofrecía a las gentes de su tiempo no se podía producir sin dolor, sin violencia. Suponía cambios grandes en la sociedad y en el interior de las personas. Muchos no estaban interesados en ese cambio. Eso creó enfrentamiento en torno a Jesús. Eso ha creado problemas a cuantos se han tomado en serio el evangelio a lo largo de 2.000 años.
Hoy el reino de Dios también sigue provocando violencia. El Reino supone cambios y conversión en nuestra vida personal y social. Son cambios que a muchos no nos gustan, aunque nos confesemos cristianos y frecuentemos las iglesias.
Pero es el único camino para alcanzar la libertad y la vida que Jesús nos ofrece en el reino del Padre. Como decía Juan Pablo II en su Centesimus Annus, "los cristianos no nos enfrentamos a nadie, sólo luchamos por la justicia. Lo que sucede es que, a veces, el conflicto es inevitable con los que se oponen a ella".
Severiano Blanco
* * *
El pasaje evangélico de hoy bien podría prestarse a una interpretación equivocada por lo que hay que tomarlo dentro del contexto en que Jesús lo dice. En todo este capítulo, Jesús está hablando de la necesidad de ser fieles al evangelio, y de estar preparados. Y esa fidelidad al evangelio pude llevarnos incluso a encontrarnos con problemas relativos a la paz exterior y seno familiar.
Y dado que el Reino es una invitación que se hace de manera personal, cada uno (aun los de nuestra propia familia) puede rechazarla. Y eso causará división, pues no siempre los criterios del mundo van de acuerdo a los del evangelio.
Cuando el fuego del amor de Dios arde en el corazón del cristiano, la vida no siempre se ve como la ve el resto del mundo. Lo cual no quiere decir que el cristiano sea el causante de la división, pues el que causa esa división radical es el evangelio, que por sí mismo se opone a la hipocresía, al egoísmo, a la mentira, a la injusticia, a la corrupción. Si llegas a vivir una situación así en tu casa, en medio de la tormenta recuerda las palabras de Pablo: "Cree tú, y creerán los de tu casa" (Hch 16, 31).
Ernesto Caro
* * *
Puede resultarnos sorprendente la revelación que hoy Jesús nos hace: él ha venido al mundo con ansia de prender fuego. Un fuego que, además, será el causante de muchas horas de angustia, y hasta de muchas muertes y divisiones.
En efecto, tratar de encender el fuego de la verdad y de la justicia vino a costar a Cristo, y sigue costando a la Iglesia, la división entre los hombres. Porque unos aceptarán el camino de la fidelidad y del amor (la paz de Dios), aunque éste resulte costoso y esforzado. Mientras que otros verán esa opción de Dios como una oposición a su vida placentera y acomodada, y como una denuncia a la adoración que él hace de sus tesoros mundanales.
¡Qué dura y lamentable realidad: la cruz, la redención, la gracia, la religión, se pueden convertir en campo de batalla y piedra de tropiezo, por nuestra infidelidad! Tratemos de que no caiga sobre nuestras conciencias esa maldición, pues la voluntad de Dios es nuestra santificación y salvación.
Cristo siente urgencia por comunicarnos la grandeza, la dificultad, el espíritu de la ley de amor que ha traído a la tierra. Ése es el fuego que quiere encender. Pero nosotros lo convertimos incluso en fuego devastador, cuando nos dividimos entre nosotros mismos.
De 3 cosas nos habla hoy Jesús, todas ellas en orden descendente de equilibrio material y espiritual:
-Jesús,
Hijo de Dios, vino al mundo porque nos amaba;
-vino al mundo con ansia de transformarlo, de prender fuego en nuestros
corazones (el fuego del amor, de la fraternidad, de la caridad, de la justicia);
-y eso le iba a costar muchas horas de angustia, y hasta la muerte en cruz (que
asumía desde sus entrañas de amor).
Pero hay más, porque Jesús prevé que esa ansia de transformación del mundo (de los corazones, de vida nueva...) va a originar muchas divisiones entre los hombres. Porque unos optarán por seguir ese nuevo camino de amor, justicia y paz, mientras que otros seguirán malgastando sus energías y adorando los tesoros del mundo. ¡Qué dura y lamentable realidad: la salvación, la gracia, el amor, la justicia... se pueden convertir en campo de batalla y piedra de tropiezo!
Dominicos de Madrid
* * *
El supremo anhelo de Jesús fue llevar a término la misión encomendada a él por el Padre. Por ello presenta su misión como la de Aquel que vino a traer fuego a la tierra y como la de Aquel que vino a recibir un bautismo. El motivo fundamental de su venida no puede ser otra que completar la obra comenzada, ya que la naturaleza propia del fuego es la encender lo que toca y el bautismo, por su propia dinámica, debe llegar a su consumación.
Esta misión de Jesús no puede realizarse en el ocultamiento de conflictos y, por ello, no puede ser adecuadamente expresada con el término paz. La paz prometida y pretendidamente realizada por los detentores del poder enmascara y oculta las graves tensiones en que una sociedad está inmersa. Y llamar paz a tal realidad es continuar la práctica de los falsos profetas, que aplauden lo que a esos empoderados les gusta.
Por ello, los seguidores de Jesús deben prepararse para tomar sobre sí los conflictos y aceptar la carga dolorosa de la división que la misión produce y que ellos deben cargar sobre sus débiles hombros.
Dicha división toca al discípulo en todos los órdenes de su vida. Por eso su misma tranquilidad familiar desaparece y la aprobación de las personas de los ámbitos más cercanos se convierte en hostilidad. Llamado a repetir las condenas de Dios respecto al egoísmo humano, sabe que el silencio en este punto sería una traición fundamental a la palabra divina. Ella lo impulsa a desenmascarar la maldad escondida en acciones y palabras.
Confederación Internacional Claretiana
* * *
En el evangelio se encuentra un episodio dedicado al bautismo de Jesús (Lc 3, 21), en que Jesús acude a la llamada de Juan y se hace bautizar. Hasta entonces, él era simplemente el hijo de José (Lc 3, 23), pero a partir de aquí comienza Jesús un nuevo camino. Él fue sumergido en las aguas del Jordán, para iniciar un nuevo estilo de vida.
Esa opción que Jesús toma para su vida, la va a ir ofreciendo también a la gente del pueblo, a través de su acción con los enfermos, las mujeres, los ricos, los pecadores y los extranjeros, a todos los cuales va congregando alrededor de su persona y de su palabra.
En el pasaje de hoy, el evangelista conecta con aquel bautismo de Jesús, y muestra cómo aquel bautismo se hace hoy vida en la promoción del reino de Dios. De modo que aquel sacramento no quedó estancado en las aguas, sino que ha fluido como un río dando vida a todos los que encuentra a su paso.
Este testimonio es una invitación a los discípulos para que afronten, desde la coherencia de vida, los conflictos y ambigüedades que la lucha por el Reino les depara. Los cristianos tienen que ser fuego que purifica y luz que ilumina las tinieblas en que la corrupción y la injusticia envuelven al mudo. Deben ser muy entusiastas de su trabajo y convencidos de su misión.
No rehuir el inevitable conflicto que se genera en las familias y en las comunidades. Pues el Espíritu de Dios los llama a dar un testimonio a favor de Dios y en contra de todas las opresiones, incluso de aquellas que anidan al interior de sus propias familias.
Los cristianos también afrontarán, inevitablemente, las interminables ambigüedades de la naturaleza humana (que experimentarán en sí mismos y en sus hermanos). Pero lo harán no desde la debilidad de la conciencia, sino desde el Espíritu de fortaleza que Dios nos da.
Esta reflexión nos hace tomar conciencia de que nuestro bautismo no ha de quedar estancado en las aguas del pasado, sino que ha de fluir todos los días como agua vivificadora, en el proyecto de "infundir ese fuego en el mundo", intentando "hacer que arda" cuanto antes.
Servicio Bíblico Latinoamericano
c) Meditación
Encontramos hoy en el evangelio unas palabras de Jesús que, de escucharlas por primera vez, nos asustarían. De ahí que sea necesaria una explicación, aunque no tras ello dejen de provocarnos cierto desasosiego. En concreto, dichas palabras son: He venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
Respecto al fuego, Jesús no parece referirse al fuego controlado y reconfortante del hogar, ni al fuego lejano del astro solar, sino a un fuego arrebatador como el que se propaga por un bosque, o inflama una casa y se hace imparable. Es decir, se trata de un fuego que prende en el mundo y se extiende sin que nadie lo pueda detener.
Pues bien, este fuego no puede ser sino el del evangelio, cuyo mensaje es realmente incendiario y va directamente destinado a adueñarse de las conciencias, propagándose de casa en casa de una manera imparable, como si se tratase de una epidemia (según expresaron algunos autores paganos, a la hora de describir el incipiente cristianismo como "enfermedad contagiosa que se extiende por todo el Imperio"). En este caso, se trataba de una epidemia que lo que estaba propagando no era la enfermedad sino la salud.
El fuego que Cristo trajo al mundo no puede ser otro que el que ya anunció Juan el Bautista, cuando hablaba del bautismo de Jesús: Él os bautizará en Espíritu Santo y en fuego. Se trata de un fuego, por tanto, que vino a destruir el pecado del mundo, con todas sus cabezas (la soberbia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza, la envidia, la avaricia) y hasta derramar la sangre (como hizo Cristo).
La lucha de Jesús fue una guerra sin cuartel, por tanto, contra el mal y contra el Maligno, hasta la muerte. Y esa fue una guerra que fue continuada por sus seguidores.
Porque Jesús deseaba un mundo libre de pecado, por eso ansiaba verlo ya ardiendo, sometido a ese proceso de conversión que lleva a cabo el fuego del Espíritu en nosotros, similar a esa "conversión que provoca el fuego en el leño, haciendo de él un ascua encendida" (como decía San Juan de la Cruz).
Respecto a la división, este fuego de Cristo, del que brotó la entraña del cristianismo, fue pronto causa de división de un Imperio Romano aparentemente en paz, llegando a incidir en el mismo núcleo familiar. En efecto, unos se dejaron incendiar por el mensaje, otros se mantuvieron al margen, y otros decididamente en contra. En resumidas cuentas el evangelio incendiario de Cristo fue un germen de división, constituyendo a unos en perseguidores y a otros en mártires.
Y ello en el seno mismo de la familia, la institución natural por excelencia y allí donde la unión era más fuerte y duradera. Es decir, aconteció el posicionamiento del padre contra el hijo y del hijo contra el padre. Allí hubo reproches de fanatismo, invocaciones al afecto paterno y a la piedad filial, intentos de soborno, llamadas a la sensatez, etc. Pero nada de esto evitó la conversión de muchos y el rechazo de los familiares más próximos.
El fuego, sangre y división del evangelio, por tanto, nada tiene que ver con las guerras de religión, ni con imponer por la fuerza la propia fe. Sino con la fuerza de la persuasión y del testimonio de vida.
Hoy se puede decir que el evangelio no es motivo de división familiar. Pero se puede decir a un coste quizás demasiado caro: al coste de silenciar nuestra fe, para evitar tensiones. ¿No será que se ha enfriado en nosotros el fuego que abrasaba el corazón de aquellos primeros cristianos?
¿No será que, para evitarnos molestias y rupturas, hemos decidido vivir en una paz aparente, a costa de perder las convicciones más profundas? ¿No habremos llegado, por una supuesta tolerancia hacia la conciencia de los demás, a la indolencia y a la indiferencia? ¿No será de nuevo hora de recoger la antorcha de la fe, para enarbolarla?
Porque corremos el riesgo de que nuestro fuego se vaya apagando, no queden más que cenizas, y lleguemos finalmente a la frialdad eterna. Éste sí que sería un abismo insalvable de división. Despojémonos, pues, del pecado que nos ata, para correr en la carrera que nos toca, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe... y prendió su fuego en nuestras entrañas: Cristo Jesús, nuestro Señor.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología
Act:
23/10/25
@tiempo
ordinario
E D I T O R I
A L
M
E
R C A B A
M U R C I A
![]()