20 de Octubre

Lunes XXIX Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 20 octubre 2025

a) Rom 4, 20-25

         Pablo acaba hoy el análisis de los días anteriores, sobre los lazos de unión entre la fe y la justificación (Rm 4, 1-8) a partir del ejemplo de Abraham (Rm 4, 13-17). Hasta ahora, ha demostrado ya que Abraham era pecador en el momento de su justificación, que fue llamado a ser padre de una multitud antes de ser circuncidado (y de haber observado las obras de la ley), y que fue la sola fe sola la que le justificó. Pero entonces, ¿en qué consiste esa fe?

         En 1º lugar, la fe es una esperanza más allá de toda esperanza (v.18). La fe del patriarca se mantiene en la seguridad de que Dios es capaz de suspender los determinismos de la naturaleza que engendran automáticamente el futuro a partir del pasado, para crear un futuro verdaderamente nuevo e inesperado.

         De esta manera, Abraham no se ha confiado en sí mismo encerrándose en su pasado, sino que se ha fiado de Dios como aquel que puede renovar todo. Como creyente, Abraham no ha dirigido los ojos sobre su estado físico que contradecía su esperanza; sino que ha superado esta contradicción confiando a Dios el cuidado de sobrepasarla.

         Hay que advertir que Pablo se sitúa en un plano teológico mucho más que en un plano histórico: no se puede olvidar que Abraham será aún capaz de dar 1 hijo a Agar y 6 a Quetura (Gn 25).

         En 2º lugar, la fe de Abraham remite a la persona del mismo Dios, y no al contenido de la promesa (cambiar las leyes de la naturaleza). Esta fe es eminentemente personal. Supone la conciencia de la incapacidad del hombre para definir por sí mismo su futuro (v.19), tomando así la actitud contraria a la de los ateos o idólatras (Rm 1, 21).

         Todo esto manifiesta bien claramente que Abraham está ligado a Aquel que había prometido más que a lo que había prometido. Y el patriarca podrá, más tarde, liberarse del objeto de la promesa (su propio hijo), sin poner en tela de juicio su ligadura a Aquel que había prometido.

         En 3º lugar, Pablo ve en la historia de la fe de Abraham un 3º componente: la fe en la resurrección (vv.19.24), o más exactamente, la fe en Aquel que ha resucitado a Jesús. Imposible creer en el milagro o en la resurrección sin el acto previo de confianza en el que opera estos milagros.

         Dando vida al cuerpo apagado de Abraham, Dios anticipa algo sobre la resurrección de Cristo, y el Isaac que nace siendo estéril Abraham puede ser comparado a Jesús resucitado de la muerte. En su materialidad, los 2 hechos no son comparables más que al precio de una alegorización. Pero ambos se relacionan por la fe idéntica que suponen.

         Cristo resucitado es el de la promesa de Dios, y en él Dios se da al hombre, y el hombre se puede unir a Dios en una apertura y una confianza perfectas. El orden de la promesa y de la fe es entonces el de la reciprocidad en Jesucristo, y un don así no lo merece nadie.

Maertens-Frisque

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         Recuerda hoy Pablo en su Carta a los Romanos la promesa de Dios a Abraham, y que éste "no cedió a la duda con incredulidad".

         La fe se presenta a menudo como una esperanza aparentemente contraria a toda esperanza. Humanamente hablando, Abraham tenía todas las razones para desesperar y para dudar de su porvenir (pues era demasiado viejo para tener hijos). Pero en esta situación bloqueada y sin salida Abraham se remitió a Dios, confiándole la forma de superarla y de crearle un porvenir nuevo.

         Sin tensiones excesivas, evoco en mi memoria las situaciones sin aparente salida humana, las mías o las del mundo que me rodea, las preocupaciones aplastantes o las cargas pesadas. Algo que podría "hacer caer en la duda", y que fue por lo que pasó Abraham.

         Efectivamente, Abraham "halló su fuerza en la fe, y dio gloria a Dios". En griego se encuentra el término dynamis, en el sentido de que fue dinamizado por su fe. Pablo nos dijo ya que el evangelio era "una fuerza de Dios". La fe no es una cosa, y menos estática o inerte, sino que es una fuerza motriz, una palanca, una levadura, una potencia de vida, que empuja a la acción, que da un sentido a la acción.

         "Y Abraham dio gloria a Dios". Se trata de una expresión bíblica frecuente que significa "la actitud del hombre que reconoce a Dios y no se apoya más que en él". La incapacidad del hombre para resolver sus problemas más fundamentales no lleva a la desesperación ni a la náusea, sino a la acción de gracias y a la confianza ilimitada en Dios.

         Tras esa alabanza de Abraham a Dios, suelta a los vientos Pablo la apoteosis divina: "Por esta fe de Abraham, Dios le declaró justo". Se trata del estribillo de la Carta a los Romanos, y la frase que más repite Pablo en esta carta (hasta 3 veces hoy). De hecho, hablándose de Dios, "declarar a alguien justo" es justificar o "crear en el hombre esta justicia". Señor, crea en mí un corazón puro, crea en mí la santidad.

         Y no sólo eso, sino que "Dios nos declarará justos también a nosotros, porque creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos, en Jesús, Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación".

         El objeto central de nuestra fe es la "fe en Cristo resucitado". Pablo señala un vínculo muy fuerte entre Cristo y nosotros: fue entregado por nosotros, y resucitó por nosotros. Es casi inverosímil, pero cierto: Dios entregado por el hombre, y por mí, pobre e insignificante pecador. Me aferro a ti, oh Cristo, entregado y resucitado.

Noel Quesson

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         Sigue por 3º día hablando Pablo del ejemplo de Abraham, como muy válido a la hora de reafirmar su doctrina de la salvación por la fe.

         La fe del gran patriarca no fue precisamente fácil. Tuvo un gran mérito, porque las dos promesas de Dios (la paternidad a su edad y la posesión de la tierra) se hacían esperar mucho. Como decía Pablo el sábado pasado, Abraham "creyó contra toda esperanza" y contra toda apariencia. Y es esa fe la que se alaba en él, la que se "le computa como justicia" (o sea, como agradable a Dios). Igual nos pasa a nosotros cuando creemos "en el que resucitó de entre los muertos, nuestro Señor Jesús".

         Cuando Pablo habla de justificación, no se refiere a lo que ahora podríamos llamar "buscar excusas" ante una absolución judicial, sino que justicia equivale a santidad, y a convertirse en agradable a Dios.

         Abraham es llamado "padre de los creyentes" y le miramos como modelo de hombre de fe los cristianos, los judíos y los musulmanes. Abraham nos enseña a ponernos en manos de Dios, a apoyarnos, no en nuestros propios méritos y fuerzas, sino en ese Cristo Jesús que ha muerto y ha resucitado para nuestra salvación. Y al igual que la Virgen María es el modelo de creyente para el NT, así lo es Abraham para el AT. Ambos personajes a los que bien podría decirles Jesús: "Dichosos vosotros, porque has creído".

         Se trata de que nos descentralicemos de nosotros mismos, y que orientemos la vida según el plan de Dios, fiándonos de él. Hoy, en vez de un salmo responsorial, como meditación después de la 1ª lectura, rezamos el Benedictus evangélico, que, en continuidad con Abraham, nos hace ser más conscientes de lo mucho que hace Dios y de lo poco que somos capaces de hacer nosotros por nuestra cuenta:

"El Señor Dios ha visitado a su pueblo, realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando el juramento que juró a nuestro padre Abraham para concedernos que le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días".

         Jesús nos concede vivir esta jornada "con santidad y justicia". No pongamos obras nuestras por delante, como exigiendo el jornal al que tenemos derecho. Pero no paremos de hacer obras buenas, multiplicando los frutos del Reino.

José Aldazábal

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         Pablo alude en este párrafo a uno de los grandes temas del mensaje bíblico: la adhesión incondicional a Dios por la fe; adhesión que supone plena confianza en él y dejarse guiar por su Espíritu. La doctrina paulina de la justificación por la fe, y no por la ley (u "obras de la ley"), no fue un privilegio concedido sólo a Abraham, sino que se extiende a cuantos se adhieren al Señor sinceramente. Todos podemos ser justificados, si seguimos el ejemplo de Abraham.

         Si reconozco mis pecados, y si me humillo ante mi Padre del cielo y le suplico perdón, teniendo ante mis ojos el rostro de Cristo sufriente y el rostro de Cristo resucitado, al que me adhiero, agradecido, entonces estoy salvado. Si lo rechazo, me condeno. La fe y entrega a Jesús me devuelve la amistad con Dios y me hace santo, que es como ser amigo de Dios. Todo lo demás me vendrá por añadidura.

         Los israelitas, liberados de la esclavitud en Egipto, sólo vieron cumplida la promesa hecha por Dios a Abraham cuando tomaron posesión de la tierra prometida. Así, quienes mediante la muerte de Cristo hemos sido liberados de la esclavitud al pecado, sólo vemos plenamente realizada nuestra salvación, nuestra justificación, cuando participamos de la glorificación de Cristo resucitado.

         Entonces llega a su plenitud la promesa de justificación, de salvación para nosotros, pues ésta no se realiza sólo al ser perdonados, sino al ser glorificados junto con Cristo, pues precisamente este es el plan final que Dios tiene sobre la humanidad.

         Aceptar en la fe a Jesús, haciendo nuestro su misterio pascual, nos acreditará como justos ante Dios, el cual nos levantará de la muerte de nuestros pecados y nos hará vivir como criaturas nuevas en su presencia. No perdamos esta oportunidad que hoy nos ofrece el Señor.

Dominicos de Madrid

b) Lc 12, 13-21

         Se presenta hoy la interpelación de "uno de la multitud" interesado en cuestiones de herencia, secuela del falso valor del dinero: "Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia" (v.13). De nuevo podría sorprendernos este requerimiento, si interpretásemos las advertencias anteriores contra el fariseísmo en sentido moralizante.

         Esta interpelación central revela que el problema de fondo es la cuestión del dinero (medios, posición social, eficacia). Que no se trata de una herencia en sentido figurado, lo evidencia la respuesta de Jesús y la parábola con que la apoya. La multitud que, aunque presente, había sido dejada de lado constantemente por Jesús, interviene por medio de alguien que la representa. Este lo considera un maestro, y le pide que ejerza como árbitro (v.14).

         En 1º lugar, Jesús no viene a echar remiendos al sistema, y su magisterio no va en la línea de los rabinos de Israel. Y la respuesta, en 2º lugar, se dirige a todos: "Guardaos de toda codicia, pues aunque uno ande sobrado de dinero, la vida no depende de los bienes" (v.15). La interpretación de la parábola se halla en la acomodación que hace de ella el último versículo: "Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y no es rico para con Dios" (v.21).

Josep Rius

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         Jesús no ha venido al mundo a dirimir los litigios jurídicos entre las personas, y por eso hoy se niega a poner su autoridad en favor de una u otra opción, tanto en el orden familiar como social. Él viene a salvar a los hombres (a todos, y de forma íntegra) y a encender en el mundo el fuego del amor. Y con esa salvación y ese amor debería resolverse cualquier litigio entre hermanos, entre ellos mismos (1Cor 6, 1-11).

         El hombre se halla siempre tentado a buscar su salvación en los bienes, en las posesiones, a poner en las riquezas su seguridad. Por eso el discípulo debe estar siempre en guardia contra esta tentación insidiosa. Los bienes no aseguran ni la misma vida, y menos aún la salvación.

         El hombre de la parábola dialoga consigo mismo, pero este diálogo falla en el orden de la salvación, al faltarle interlocutores (Dios o los demás). Querer resolver su destino a solas es insensato, y sólo el que atesora bienes que sean valores ante Dios y para los hermanos, se muestra cuerdo y saca provecho para un futuro definitivo (Mt 6, 19-21).

Juan Mateos

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         Jesús no acepta hoy la mediación que le ofrecen, y no quiere hacer de juez entre 2 hermanos que sólo tienen de ello el nombre. Ser hermano es, ante todo, compartir lo que se tiene y lo que se es, y uno de los dos quiere quedarse con lo que pertenece a los dos. No obstante, Jesús no se inhibe y quiere enseñar cuál es el camino para que esto no suceda.

         Pocos textos como éste reflejan la inmensa pobreza de un rico, la gran soledad de quien se creía tenerlo todo, la inseguridad de quien piensa que sus posesiones le garantizan no sólo el presente, sino el futuro, el egoísmo de quien podía permitirse el lujo de ser generoso y ayudar con sus bienes a los demás y sólo sueña en acumular para sí y darse la buena vida, aunque los otros no tengan ni para comer.

         Jesús se muestra, por su parte, realista. Y para él, los bienes no son malos ( pues son necesarios para la vida), pero sí pueden convertirse en perversos cuando crean división entre hermanos. Y para explicarlo mejor, les pone la Parábola del Rico Insensato.

         El rico de la parábola es paradigma de todos los ricos, pues los bienes que posee ("una gran cosecha") no parece que fuesen suyos ni el fruto de su trabajo, al comenzar la parábola con estas palabras: "Las tierras de un hombre rico dieron una gran cosecha".

         Las tierras son de Dios y no pertenecen a nadie, y por tanto tampoco al rico. Eso sí, Dios ha dejado esas tierras a la humanidad para que la "domine y multiplique" (Gn 1, 28), con la condición de que la comparta (según la legislación del Deuteronomio, que el rico debía conocer) con el pobre, el huérfano, la viuda y el extranjero ( esto es, con los seres desvalidos y desamparados).

         Pero el rico, que se supone miembro del pueblo de Dios, no tiene esta idea, y su problema se reduce a cómo almacenar una cosecha tan grande, acumulando sin compartir. Pero no acumular como hizo José en Egipto (que ahorró en bonanza para luego repartir en sequía), sino acumular para sí, para darse una buena vida y garantizarse el futuro.

         Rico como era, aquel personaje se había imaginado que el bien más preciado (la vida) también era de su propiedad. Y lo que fue creado para amar, en humanidad y felicidad, aquel rico lo convirtió en egoísmo, reduciéndose a sí mismo a un ser solitario. Ni tenía ya siquiera con quien hablar, pues la parábola termina con un monólogo en el que su personalidad se desdobla en dos: "Entonces se dijo".

         Y como está solo, no consulta con nadie y vive centrado en sí mismo, es Dios mismo quien interviene en la parábola ( la única vez que lo hace Dios en una parábola) para decirle: "Insensato, esta misma noche te van a reclamar la vida. Lo que tienes preparado, ¿para quién va a ser?".

          Muerto el solitario rico, tal vez la cosecha volvería a ser propiedad estatal, que por ley judía tenía que repartir entre el pueblo necesitado. Toda una utopía que casi nunca se cumple. Pero, ¡qué actual es este viejo evangelio!

Bruno Maggioni

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         La Parábola del Rico Insensato (vv.16-21) pertenece, sin duda, a una tradición muy antigua, puesto que figura también, según una versión más primitiva, en el apócrifo Evangelio de Tomás (n. 63). La discusión, en cuyo contexto Lucas ha situado esta parábola (vv.13-14), es también muy antigua, pero probablemente es propio de Lucas el haberla unido a la parábola mediante el añadido del v. 15.

         La discusión entre Jesús y los 2 hermanos les lleva a un problema de herencia. El mayor querría sin duda conservar intacta la herencia para sí (según la costumbre) y el menor, posiblemente, querría recibir su parte (Lc 15, 11-13). Jesús interviene en esta discusión para decir que él no intenta en absoluto ejercer una justicia distributiva. La razón que invoca para ello (v.14) es evidente: no ha recibido mandato alguno de la autoridad competente para tratar estos asuntos.

         Esta discusión adquiere todo su relieve, pues, dentro del cuadro de las reflexiones de Cristo acerca de su misión: él acepta el ser juez a la manera que lo es el Hijo del hombre, pero esta justicia no se parece en nada a la justicia distributiva de los hombres (Mt 20, 1-15), sino que es una justicia que justifica (que salva) y signo de un amor gratuito.

         Nos encontramos aquí en un contexto escatológico, en el que Cristo dice, al menos negativamente, lo que no será su juicio. Él niega a sus discípulos el derecho de sacralizar aquello que no debe ser sacralizado. Pero Lucas entiende este incidente en su sentido más moral, y preocupado por la dificultad de los ricos (para vivir la vida evangélica) intenta convencer a sus lectores de los peligros que encierra el uso del dinero.

         Añade, entonces, el v. 15, en el que Jesús da una segunda razón para negar el derecho a juzgar; los bienes de la tierra no tienen la suficiente importancia como para requerir su juicio de Hijo del hombre. Para adornar esta explicación introduce la parábola del rico insensato añadiéndole, además, una conclusión muy significativa en el v. 21 ("para él" y "para Dios").

         Pero no debemos pensar que Lucas proponga únicamente una moral de pobreza sin un horizonte escatológico. Jesús no quiere inculcar en sus auditores ricos el miedo a una muerte repentina e individual que acabaría con todas sus esperanzas. En realidad, la muerte de la que se trata aquí se refiere a la catástrofe escatológica y al juicio que ha de seguirle.

         La lección que se debe sacar es, pues, evidente: querer apoyarse en sus riquezas precisamente cuando tan solo el apoyarse en Dios podrá salvar a los hombres de la catástrofe, es una actitud insensata (en el sentido bíblico de la palabra, como incapacidad de reconocer a Dios y de unirse a él; Sal 13,1).

         Nos encontramos, pues, lejos de la doctrina terrena y moralizadora propuesta por el AT (Dt 6,10-13; Sab 16,20-21; Eclo 11,10-19). El relato de Lucas eleva la cuestión a un plano escatológico, y preconiza una actitud que sea signo del Reino y que sea la que haya de contar a partir de ahora (alcanzando así la concepción moral de Ef 4, 30-5, 2).

         Textos como el de hoy han servido a los padrea de la Iglesia para atacar el terrible poder del dinero. Pero no porque el dinero sea algo diabólico, sino porque es diabólico el uso que el hombre hace de él. Tampoco es un poder que esclavice de por sí, sino que es el hombre quien se hace esclavo suyo, o quien lo utiliza para tiranizar a sus hermanos.

         El dinero está bien utilizado cuando retribuye el trabajo del hombre, hace avanzar a la economía, permite el progreso feliz y armonioso de las personas, y ayuda a los más desvalidos. Eso ayuda a hacer prosperar una nación, y posibilita la colaboración en la promoción del Tercer Mundo.

         Pero el dinero es algo satánico cuando el hombre, al servirse de él, no tiene otro horizonte. O cuando el dinero se convierte en el depositario estatal. En este aspecto el evangelio del rico que amontona tesoros adquiere un matiz muy actual, cuando contemplamos los innumerables graneros en donde los estados engordan a costa de los ciudadanos.

Maertens-Frisque

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         No me gusta nada ir a dar un pésame ni las cámaras mortuorias con su olor a flores marchitas. Sin embargo, hoy me toca detenerme ante el catafalco del rico de la parábola. Porque se trata de uno que está lustroso y bien lleno, como diría el salmo. Y uno que ayer mismo soñaba con agrandar sus graneros. ¡Pobre necio! Pero permitid que me retire ya, pues se acercan los herederos, igualmente llenos y lustrosos.

         La verdad es que todos ellos son más necios que malos. Y es su necedad y la vaciedad de su vida lo que tenemos que denunciar. El dinero se necesita para vivir, pero nuestro héroe, en vez de hacer fructificar sus bienes, los ha enterrado. Sí, es un hombre estúpido, que encierra su cosecha en sus graneros, como si el grano no estuviera hecho para el pan y para la siembra. En definitiva, ese hombre no amaba la vida, sino su panza y barriga.

         Bloquear la vida: ése es el gran pecado. Y el dinero no es aquí más que un símbolo, con que ese hombre creía que podía comprar la vida, encerrarla y dominarla. Pensaba amañar la vida, pero es la vida la que se le escapa.

         Pablo denuncia ese mismo mal que roe el corazón del hombre: "Estabais muertos en medio de la concupiscencias de vuestra carne, siguiendo las apetencias de la carne y de los malos pensamientos". Se trata del círculo infernal del tener, del poder y del saber, cuyo resultado es idéntico: la vida queda encadenada. De ahí que diga Jesús: "Necio, esta misma noche te reclamarán el alma". El grano está hecho para el pan y para la siembra, la religión para el hombre; el don de la vida está hecho para vivir de él.

         Lo que nos propone el evangelio es una cura de alta montaña: "Buscad las cosas de arriba". En el fondo, ni el trabajo ni el capital son la última palabra sobre el hombre; tanto el uno como el otro se quedan sin respuesta ante la muerte, y la muerte es la mayor cuestión que persigue al hombre. "Estabais muertos, pero Dios misericordioso nos vivificó en Cristo". Habéis resucitado, y lo que ahora se necesita es vivir.

         En cuanto a vuestro dinero, esto es algo que hay que hacer fructificar para mayor gloria de Dios, porque "estabais muertos y ahora estáis vivos". Hermanos, haced una cura de alta montaña, respirad bien hondo el aire puro de Dios que es su Espíritu, el Espíritu de un mundo nuevo, un mundo al revés, ¡el mundo de arriba!

Marcel Bastin

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         La parábola que hoy Jesús nos presenta tiene su presentación, su desarrollo y su conclusión (y hasta su moraleja). Una lección, pues, completa, independiente, una unidad didáctica en sí misma.

         Como el capitalismo moderno, que necesita siempre crecer y ampliar mercados, acumular reservas, el protagonista de la parábola también tuvo que destruir sus graneros porque se le quedaban pequeños, para reconstruirlos en mayor escala. Y soñaba con que llegara el día en que poder decirse a sí mismo: "Tengo acumulado para muchos años, así que me ha llegado la hora de derrochar y gozar: come bebe y pásalo bien".

         Pero se introduce un factor inesperado, que irrumpe en dirección contraria: "Esa misma noche, Dios le pidió su alma". Una vida exitosa aparentemente, pero realmente fracasada. O pasarse la vida acumulando para perderlo todo en un momento.

         Pues bien, "así es el que amontona para sí mismo y no trabaja para Dios". Una parábola, pues, muy adecuada para la cultura occidental, la civilización que más valoró en su momento el trabajo, el esfuerzo, la previsión... y hoy día la acumulación.

         Y no sólo en la tradición histórica, sino en el presente más actual: ganar más, y concentrar ese capital, a pesar de la extensión de la pobreza en el mundo. La única diferencia con el protagonista de la parábola es que para nuestro ser humano actual nunca llega el momento de sentirse satisfecho, y decide que hay que descansar.

         La pregunta de Jesús vale igualmente para hoy. No es que no sea valioso y necesario el trabajo la creación de bienes. Lo que Jesús denuncia es el hacer consistir la vida en una desenfrenada carrera por conseguir más y más dinero. Es una pregunta muy semejante a aquella otra: "¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde uno a sí mismo?".

Severiano Blanco

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         Lucas es el único, de entre los 4 evangelistas, que nos relata el pasaje presente, en que uno del público se acerca y le pide a Jesús: "Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia".

         El derecho de sucesión estaba regido, como siempre en Israel, por la ley de Moisés (Dt 21, 17). Pero se solía pedir a los rabinos que hicieran arbitrajes y dictámenes periciales. En este caso una persona va a Jesús para que influya sobre su hermano injusto.

         Jesús le contestó Jesús: "¿Quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?". Notemos bien este rechazo. Se ha pedido a Jesús asumir una tarea temporal, y él ha rehusado. Es una tentación constante de los hombres pedir al evangelio una especie de garantía, una sacralización de sus opciones temporales, una anexión del evangelio a su partido o a su interés. De ahí la razón de ese rechazo: el evangelio no ha recibido ningún mandato, ni de Dios ni de los hombres, para tratar de esos asuntos temporales.

         El Concilio Vaticano II ha insistido varias veces sobre ese principio esencial de una autonomía relativa de las instituciones temporales: "Es de suma importancia distinguir claramente entre las responsabilidades que los fieles, ya individualmente considerados, ya asociados, asumen, de acuerdo con su conciencia cristiana y de los actos que ponen en nombre de la Iglesia en comunión con sus pastores" (GS, 76).

         Y no deja de repetir a los laicos que se atengan a su conciencia y a su propia competencia: "Que los cristianos esperen de los sacerdotes la luz y el impulso espiritual, pero no piensen que sus pastores vayan a estar siempre en condiciones de tal competencia que hayan de tener al alcance una solución concreta e inmediata por cada problema, aun grave, que se les presente" (GS, 43).

         Volviendo a Jesús, éste dijo dirigiéndose a la multitud: "Tened cuidado y guardaos de toda codicia, porque la vida de una persona, aunque ande en la abundancia, no depende de sus riquezas". Está claro que Jesús no renuncia a decir algo sobre asuntos temporales, y por eso recuerda un principio esencial. Se mantiene a ese nivel y deja a los jueces y magistrados que hagan la aplicación al caso concreto. Y les propuso esta parábola:

"Un hombre rico, cuyas tierras dieron una gran cosecha, decidió derribar sus graneros y construir otros más grandes para almacenar más grano y provisiones. Se dijo: Tienes reservas abundantes para muchos años. Descansa, come, bebe y date la buena vida. Pero Dios le dijo: Estás loco, porque esta misma noche te van a reclamar la vida".

         Tenemos aquí en profundidad, la razón por la cual varias veces Jesús ha rehusado intervenir en lo temporal: que el horizonte del hombre no se acaba aquí abajo. No obstante, "esa otra parte" de la vida del hombre (la parte esencial para Jesús) es fácilmente olvidada en beneficio de la vida temporal ("come, bebe, date la buena vida").

         Por esa otra visión de la vida Jesús sí que ha tomado siempre partido, y ha movilizado a todos los que quieren hacerle caso. El hombre que olvida o descuida esa parte de la vida es "un insensato", dice Jesús.

         Eso le pasa al que amontona riquezas "para sí" y no es rico "para Dios". El uso que hacemos del dinero lo cambia todo: quien lo usa "para sí" está loco, y quien lo usa "para Dios" es sabio. Fórmula lapidaria que condena cualquier egoísmo o esclavitud a consecuencia del dinero.

Noel Quesson

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         Alguien le pide hoy a Jesús que intervenga en una cuestión de herencias, y Jesús contesta que él no ha venido a eso, rehusando así hacer de árbitro en asuntos de política o economía. Lo que le interesa a Jesús es evangelizar, y llamar la atención sobre los valores más profundos. De ahí que su respuesta a los hermanos peleados por la herencia sea genérica: "Guardaos de toda clase de codicia".

         Tanto la codicia y avaricia, cuanto el afán inmoderado de dinero, o los peligros de la riqueza, es uno de los asuntos que más veces trata Lucas en su evangelio. Tal vez, cuando Lucas escribía, en la Iglesia se había introducido esa mentalidad pagana, y había debido crear algunos inconvenientes. De ahí que Lucas siempre enfatice la pobreza evangélica (y radical) predicada por Jesús, y enseñada de forma muy particular a los suyos.

         La parábola de hoy es sencilla pero muy expresiva. Uno se imagina al buen terrateniente gordo y satisfecho con su cosecha, haciendo planes para el futuro. Jesús le llama necio. Pero no porque esté rechoncho o enjoyado, sino porque ha sido estúpido a la hora de almacenar lo que un día le quitarán, y se quedará sin nada ante los demás y ante Dios. Y cuando se presente con las manos vacías en la presencia de Dios, ¿de qué le habrá valido sacrificarse y trabajar tanto?

         Una de las idolatrías que sigue siendo actual, en la sociedad y también en algunos cristianos, es la del dinero. Apliquémonos la lección, porque aunque no seamos ricos con los graneros llenos, nuestra codicia puede estar ambicionando dinero, o prestigio, o ser influyentes, o una ideología. Todo eso son idolatrías, porque ponemos nuestra confianza en ello y no en Dios.

         Ya nos dijo Jesús que "es imposible servir a dos señores, al dinero y a Dios", y que "es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos". ¿Y por qué? Porque el rico está cargado con demasiado equipaje, como para tener agilidad de movimientos.

         La ruina del buen hombre de la parábola nos puede pasar a nosotros, pues "así sucederá al que amasa riquezas para sí, y no pone su riqueza en Dios". El pecado no es ser rico, ni preocuparse del futuro, sino no confiar en Dios y cerrarse a los demás. Ser ricos ante Dios significa dar importancia a aquellas cosas que sí nos llevaremos con nosotros en la muerte: las buenas obras.

         En concreto, el haber sabido compartir con otros nuestros bienes sí que es una riqueza que vale la pena ante Dios. El examen final será "me diste de comer" o "no me diste de comer". Y el no hacerlo (como fue el caso del rico Epulón) es, para el evangelio, la mayor necedad. No se nos invita a la pereza, y el mismo Jesús ya nos advirtió de ello en la Parábola de los Talentos (que hay que hacer fructificar). Pero sí que se nos invita a no fiarnos de las riquezas, porque hay cosas más importantes que el dinero, como el la vida humana y la vida cristiana.

José Aldazábal

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         La tentación de entrada, al evangelio de hoy, es la de decir "esto no va conmigo, y eso va dirigido para los que son ricos de verdad, y los que tienen millones guardados en el banco". Por eso creo yo que el pasaje de hoy se conoce como la Parábola del Rico Necio, o del rico que no sabe que lo es y debería saberlo.

         Aunque sea incómodo decirlo, debemos ser conscientes de que nosotros pertenecemos a la categoría de los ricos, de los que viven sobrados y en la abundancia. Tenemos muchos bienes almacenados para muchos años, y no tenemos nada de qué preocuparnos. De ahí que nuestra actitud sea la de "túmbate, come, bebe y date la buena vida".

         Pero no nos avergoncemos de eso, porque Jesús no nos quiere condenar por eso. Eso sí, él nos avisa del peligro que nos acecha: "Tened cuidado y guardaos de toda codicia, porque aunque uno ande sobrado, la vida no depende de los bienes".

         Eso es. La vida y la muerte no dependen de los bienes que tengamos. Y el problema no tener bienes, sino ¡cómo repartirlos! El problema es amontonar riquezas para sí, y no haberlas amontonado para Dios.

Carlo Gallucci

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         El Señor decide hoy no entrometerse en las cosas temporales, respecto a 2 personas que se disputaban una herencia. ¡Qué ocasión habría tenido aquí Jesús para intervenir como se lo pedían, si hubiera querido ganar influencia e imponer su Reino en este mundo!" (Mt 11,12; Jn, 6,15; 18,36). De acuerdo con esta directiva, la Iglesia prohíbe que sus ministros se mezclen en tales asuntos (2Tim 2, 4; 1Tim 3,8), o como dice San Ambrosio: "Con razón rehúsa ajustar diferencias mundanas el que había venido a revelar los secretos celestiales".

         Jesús condena hoy el atesorar ambiciosamente, porque como dice San Pablo "los que quieren ser ricos caen en la tentación y en el lazo de muchas codicias necias y perniciosas, que precipitan a los hombres en ruina y perdición" (1Tim 6, 9), así como se desordenan en orden a la economía salvífica (1Tim 9, 17).

         Hiriente parábola, dicha para despertar a cualquier alma dormida sobre el montón de trigo de sus graneros. Casi toda la Biblia, y todo el evangelio, se expresan en términos que aluden a la tensión en que vive el ser humano: pecado y gracia, amor y desamor, verdad y mentira, coherencia e incoherencia, egoísmo y generosidad, cautela y despreocupación. En todo ser humano luchan 2 fuerzas o inclinaciones contrarias: el bien (virtud) y el mal (vicio). Lo 1º salva, y lo 2º condena.

         Necesito pan, y debo buscarlo porque eso es un deber. Pero no debo amontonar el grano para que se pudra, máxime si otros se mueren de hambre. Está bien que ahorre para mi futuro y para el de los míos, pero ¿qué sentido tiene programar sólo mis gozos y placeres del cuerpo, privándome de las alegrías y gozos del espíritu solidario, caritativo, benefactor y justo?

Gaspar Mora

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         Jesús, aunque no quieres dar normas concretas para resolver cada problema económico y social ("¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?"), sí quieres dar hoy unas normas generales que guíen la moralidad de nuestras acciones.

         Lo mismo sigue haciendo la Iglesia cuando propone sus directrices sobre doctrina social. Unas directrices que no son recetas para cada caso, sino puntos de referencia morales que pueden seguirse de diversas maneras. En todo caso, corresponde a la sociedad, y no a la Iglesia, decidir cómo aplicar esas guías morales en cada caso.

         En concreto, Jesús, hoy me hablas de uno de los pecados capitales: la avaricia, que va contra el 10º mandamiento. Un 10º mandamiento que, según el Catecismo de la Iglesia, "prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Y prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales" (CIC, 2536).

         Por eso, tu consejo de hoy, Señor, es claro: "Guardaos de toda avaricia". El avaro nunca se contenta con lo que tiene, porque su único fin está siempre en poseer más. Y como ese fin que no llega nunca, el avaro nunca es feliz, y sigue perdiendo absurdamente su vida en una continua búsqueda por acaparar dinero y poder.

         Jesús, yo también he de luchar contra la avaricia. ¿Sé dejar a otros lo mío cuando lo necesitan? ¿Me creo necesidades por lujo, capricho, vanidad o comodidad? ¿Dónde tengo puesto el corazón? O lucho por despegarlo de las cosas materiales, o acabaré siendo avaricioso.

         Jesús, el hombre de la parábola se trazó el siguiente plan de vida: "Descansa, como, bebe y pásatelo bien". No parece que haya nada incorrecto en ninguno de estos objetivos personales. Sin embargo, tú le llamas insensato. No es que sea malo descansar, comer o pasárselo bien. El problema es que eso era lo único en lo que aquel hombre de la parábola pensaba, vaciando su vida del resto de felicidades. Por tanto, su vida estaba vacía espiritualmente, y tampoco era rico ante Dios.

         Jesús, tú me has enseñado muchas veces que "no se puede servir a dos señores: a Dios y a las riquezas" (Mt 6, 24). No es que la riqueza sea mala. Se puede hacer mucho bien o mucho mal con los bienes de la tierra. Depende de dónde se ponga el corazón: si lo pongo en servir a Dios (en ser rico ante Dios), o si lo pongo en los bienes materiales. Por eso, la medida de la riqueza espiritual no la da el tener más o menos dinero, sino el tener más o menos amor a Dios y a los demás.

         Un corazón que ama desordenadamente las cosas de la tierra está como sujeto por una cadena. Jesús, para amarte de verdad, necesito tener el corazón libre, despegado, capaz de volar. Si mi cabeza y mi corazón no van más allá de las preocupaciones materiales (de lo que tengo, de lo que puedo gastar, de las vacaciones), estoy encarcelado espiritualmente. Ayúdame, Jesús, a guardarme de toda avaricia, y a tener libre el corazón para ser más generoso con los demás y con Dios.

Pablo Cardona

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         ¿En qué consiste la codicia? En un gusano pequeño, que se introduce secretamente en una manzana sin que te percates, y que al cabo de un tiempo, cuando ya no se puede hacer nada, la ha podrido al completo.

         El hombre codicioso es un hombre infeliz. Quizás nadie le ha enseñado a disfrutar de los pequeños detalles que se nos regalan cada día, y por eso experimenta un enorme vacío interior, y cree (al principio ingenuamente, después compulsivamente) que será feliz el día que consiga rellenar ese vacío con los objetos de su deseo (una casa nueva, un coche, un cuadro caro). Trastornado por esta fe vana, el codicioso se embala en un sistema de vida enfermizo, cuya enfermedad le impide disfrutar.

         En buena medida, el estilo de vida que hoy se nos vende (el que sustenta la economía de mercado) es el estilo del codicioso insaciable, antesala de la depresión y del sinsentido. ¡Estamos atrapados en una fábrica de depresivos!

         El evangelio de hoy es una alarma que nos abre los ojos, y nos muestra a las claras la insensatez del camino codicioso. También nos pone delante otro estilo de vida no basado en la acumulación sino en la capacidad de saborear la vida. Jesús es tan feliz que no necesita codiciar nada, y es tan feliz que quiere compartir con nosotros su secreto. ¿Seremos capaces de caer en la cuenta de esta propuesta de Jesús, como propuesta de vida sencilla y feliz?

         Lo mejor de nuestra vida no es lo que ha conseguido nuestro esfuerzo personal (lo siento por el mito americano del self made man), sino de lo que recibimos con gratitud. Donde hay gracia hay gratitud, y donde hay gratitud hay gratuidad. ¡Y luego dicen que lo cristiano ha pasado de moda! A veces, en lo más sustancial, el evangelio es un camino por estrenar.

Gonzalo Fernández

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         El Señor explica hoy una parábola sobre un hombre rico que obtuvo una gran cosecha, hasta el punto que no cabía en sus graneros. Su horizonte se reducía a administrar la abundancia, en comer y beber. Se olvidó de la inseguridad aquí en la tierra y su brevedad. Dios se presentó de improviso en la vida de este rico labrador y lo llamó a cuentas.

         La necedad de este hombre consistió en haber puesto su esperanza, su fin último y la garantía de su seguridad en algo tan frágil y pasajero como los bienes de esta tierra, por abundantes que sean. El amor desordenado ciega la esperanza en Dios, que se ve entonces como algo lejano y falto de interés. La legítima aspiración de tener lo suficiente para la vida y la familia, no deben confundirse con el afán de tener más a toda costa. Nuestro corazón ha de estar en el cielo, y la vida es un camino que hemos de recorrer.

         La Escritura nos amonesta con frecuencia a tener nuestro corazón en Dios (1Pe 1, 13). San Pablo afirma que "la avaricia está en la raíz de los males" (1Tim 6, 17). El desorden en el uso de los bienes materiales puede provenir de la intención (cuando se desean riquezas como bienes absolutos) o de los medios que se emplean para adquirirlas (con posibles daños a terceros, a la propia salud, o a la atención que requiere la familia).

         También el desorden se manifiesta en la manera de usar de ellas: en provecho propio, con tacañería, sin dar limosna. El amor desordenado a los bienes materiales es un fuerte obstáculo para seguir al Señor. El desprendimiento y el recto uso de lo que se posee, es un medio para disponer el alma a los bienes divinos.

         Si estamos cerca de Cristo, poco nos bastará para andar por la vida con la alegría de los hijos de Dios. Lejos de él, nada bastará para llenar un corazón siempre insatisfecho.

         Cristo nos enseña continuamente que el objeto de la esperanza cristiana no son los bienes terrenos. Cristo mismo es nuestra única esperanza (1Tim 1, 1), y nada más puede llenar nuestro corazón. Junto a él encontraremos todos los bienes prometidos, que no tienen fin.

         Los mismos medios materiales pueden ser objeto de la virtud de la esperanza en la medida que sirvan para alcanzar el fin humano y sobrenatural del hombre: No los convirtamos en fines. Nuestra Señora, esperanza nuestra, nos ayudará a poner el corazón en los bienes que perduran: ¡en Cristo!

Francisco Fernández

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         La vida no depende de las riquezas, y llegado el momento de partir de este mundo todos esos bienes acumulados se quedarán aquí, y los disfrutarán quienes no los ganaron con el sudor de su frente. ¿Por qué, entonces, no disfrutarlos honestamente, y compartirlos ya en vida con los que nada tienen? El Señor nos dice al respecto: "Ganaos amigos con los bienes de este mundo".

         Desde ese criterio, todo eso que dimos en vida nos será devuelto, y con creces, en las moradas eternas. El amor que nos lleva a partir nuestro propio pan para alimentar a los hambrientos, a vestir a los desnudos, o a procurar una vivienda digna a los que viven en condiciones infrahumanas, son los bienes acumulados que nos hacen ricos a los ojos de Dios.

         Si vivimos así, en un amor comprometido hacia los demás, al final serán nuestras las palabras del Señor: "Muy bien, siervo bueno y fiel, entra a tomar posesión del gozo y de la vida de tu Señor".

José A. Martínez

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         La existencia cristiana, desde su comienzo, tiene adversarios que acechan a todos los que quieren asumirla. Algunos ya desde ese momento inicial se dejan arrebatar la Palabra sembrada en ellos y destinada a fructificar en su corazón y en el de todos los hombres.

         Pero las amenazas no se reducen a este momento inicial, sino que acompañan al creyente a lo largo de toda su existencia, con amenazas que, desde el exterior, que llevan a considerar una pérdida el seguimiento de Jesús.

         Uno de los mayores obstáculos para la producción de los frutos espirituales reside en la adopción de un estilo de vida basado en la búsqueda de posesión (dinero, lujos, placeres...), que está presente en el entorno y con el que el cristiano debe realizar su misión.

         Este entorno exterior puede ir introduciéndose en la vida interior del creyente, y el contagio de esos valores puede ser una amenaza real para la vida cristiana. Sólo la actitud de "un corazón noble y generoso", junto a una fidelidad constante y sin límites, puede asegurar la llegada a la meta de la vida cristiana.

Confederación Internacional Claretiana

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         La última parte de la instrucción a los discípulos, antes de comenzar la enseñanza a las multitudes, tiene que ver con un asunto muy debatido: el dinero, que tiene en cada uno de nuestros países un típico nombre popular.

         El dinero ha sido siempre una fuente de conflictos, y tiende a ponerse por encima de los derechos humanos, con tal de apoderarse de un capital. Así, los empleados públicos se corrompen dando y recibiendo sobornos, los candidatos a altos cargos del estado reciben dineros de dudosa procedencia, y numerosos fondos destinados a obras sociales van siendo aserruchados por las diversas dependencias burocráticas, hasta llegar a su destino muy disminuidos, si es que llegan.

         De este modo la sociedad se convierte en un mercado donde se negocia con la honestidad, la justicia y el derecho. La ambición, al acaparamiento y el enriquecimiento se tornan entonces, en la medida de toda acción interhumana dando al traste con los grandes valores que deben sostener la sociedad.

         En medio de este imperio del dinero, Jesús clama por una comunidad fraterna donde se respete el derecho y la dignidad de las personas. Para llegar allá, es necesario cambiar nuestra actitud ante el dinero. Es necesario dejarlo de considerar el bien supremo, el mayor valor. Es necesario no creer que su poder es omnipotente y superior a la acción de Dios.

         En pocas palabras, Jesús nos pide que pongamos a Dios y su evangelio como supremo valor de nuestra vida, y que le quitemos ese lugar al dinero. De esto depende la salvación, pues, ¿qué saca el ser humano con atesorar bienes y capitales si a cambio lo único que obtiene es explotación, marginación y la destrucción de la naturaleza?

         La comparación que Jesús propone para comprender la ficción que en nuestras mentes crea la riqueza, nos debe ayudar a comprender que el mayor bien humano es la vida en sí misma. Y que ésta no se alcanza acumulando cosas, sino ganando espacios donde ella florezca en todo su esplendor: una sociedad justa, un ser humano nuevo, una naturaleza respetada y protegida.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         En el evangelio de hoy Jesús lanza una advertencia a unos hermanos que andan disputándose la herencia. En concreto, Jesús les dice: Mirad, guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.

         En efecto, la vida sólo depende de Aquel que puede darla y quitarla, porque es su dueño y porque es el único que puede decir, como en la parábola: Necio, esta noche te van a exigir la vida. ¿A qué tantos afanes por tener más en la vida? ¿Y de qué sirve tener más, si la vida te va a ser quitada?

         Los dos hermanos piden a Jesús que medie en la disputa familiar, pero él lo rehuye y les contesta: Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros? En efecto, nadie ha nombrado todavía a Jesús juez mediador de las disputas. Lo que sí le han nombrado es profeta, o mensajero de Dios para advertir los peligros que puedan cerrarnos el camino de la salvación. Es a lo que recurre Jesús, cuando sentencia: Guardaos de toda clase de codicia.

         La codicia, siendo una, es múltiple y variada, y todo lo que se puede tener (dinero, ropa, conocimientos...) puede convertirse en objeto de codicia, puede ser deseado con avidez y puede ser motivo de disputas. Y eso es lo que les sucede a estos dos hermanos, que rivalizan por la herencia. Las riñas entre hermanos por la herencia es algo tan cotidiano en la vida, por lo visto, que no parece causar sorpresa sino a Jesús. Y todo por el afán de tener.

         En cualquier caso, hacer depender la vida de los bienes es ciertamente insensato, pues con más bienes ¿la vida va a ser más placentera? Quizás, pero ni siquiera esto es seguro. Lo que sí lleva consigo la posesión de bienes es un aumento de las preocupaciones, pues ¿cómo defenderlos de los ladrones?, ¿o cómo evitar su deterioro?, ¿o cómo aumentarlos? Luego aumentar los bienes significa aumentar las preocupaciones.

         Además, es comprobable que a menos medios hay quienes parecen estar más felices, o bien porque su falta de ambición les genera menos inquietudes, o bien porque estiman más otro tipo de bienes.

         Lo seguro es que la vida de uno, aun estando sobrado, no depende de sus bienes. Pues si dependiese de estos, bastaría con tener un buen almacén para prolongar los años de la vida. Pero la vida no es prolongable por ninguno de estos factores, y mucho menos perdurable.

         Para confirmar esta tesis, Jesús les propone una sencilla parábola: Un hombre rico tuvo una gran cosecha... y sus planes de futuro eran ambiciosos: construir graneros más grandes, almacenar bienes para muchos años y darse a la buena vida.

         Pero entre sus cálculos, aquel hombre rico no calculó algo que es básico: del futuro, que no dependía de sus planes. Contó muy bien todos sus bienes (para muchos años), pero olvidó si iba a disponer o no de esos años, pues eso era algo que no dependía de sus bienes, ni de su empeño ni de nada en el mundo, sino del Señor del tiempo y de la vida.

         Lo que has acumulado, ¿de quién será?, le pregunta parabólicamente Jesús a ese rico. A nosotros siempre nos queda el recurso (y quizás el consuelo) de poder responder: De nuestros herederos (haya hijos o no). La idea es consoladora, pero disfraza un rotundo fracaso: que vamos a morir.

         En esta vida todavía quedan bienes, gracias a Dios, mucho más valiosos que esos que solemos dejar en herencia (una casa, dinero, los recuerdos...), aunque desgraciadamente no se les haga caso.

         Son los bienes de arriba de los que habla San Pablo. Bienes como la generosidad, la esperanza... son bienes intangibles, pero verdaderos bienes porque nos hacen realmente ricos ante Dios y ante los hombres que saben apreciar lo verdaderamente valioso. Aspirar a los bienes mejores es dejar que esa vida nuestra, que está escondida con Cristo en Dios, desarrolle su potencial y crezca.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 20/10/25     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A