25 de Octubre
Sábado XXIX Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 25 octubre 2025
a) Rom 8, 1-11
Explica hoy Pablo a los romanos que la antigua condena era la maldición de Adán, por la que todos éramos esclavos del pecado, incapaces de hacer el bien que entreveíamos. Pero que Cristo, solidarizándose con los hombres y ofreciendo su sacrificio expiatorio, pasó al ataque: maldijo el pecado y le arrebató su poder sobre el hombre.
A partir de ese momento, el hombre tiene la posibilidad de cumplir la intención profunda de la ley, ya que muchas de las prescripciones (en plural) han quedado abolidas en la era de Cristo.
La antigua situación del hombre recibía el nombre de carne (a forma de limitación, estrechez, egoísmo y pasiones), y comportaba enemistad con Dios e incapacidad de cumplir su ley. Pero sobre esta carne ha descendido el Espíritu de Dios, que es vida y fuerza liberadora. El Espíritu, que acompañó a Cristo desde su concepción virginal hasta su glorificación, realizará una obra semejante en nosotros hasta destruir todo residuo de mortalidad.
Se afirma que el Espíritu "nos conduce". Pero por otra parte, el Espíritu es puesto en nuestras manos como una especie de instrumento, pues "con el Espíritu" damos muerte a las obras de pecado. No indica falta de fuerza o de grandeza del Espíritu, sino una manera de expresar el sumo respeto de Dios por nuestra libertad.
Además de capacitarnos para cumplir la voluntad de Dios (que Moisés consignó y que la humanidad ya entreveía), el Espíritu nos permite penetrar más adentro: en el fondo del alma de Cristo y de la vida íntima de Dios. El significado del Abba (lit. Padre) que Cristo pronunció y enseñó a sus discípulos es algo que sólo comprenden los que han recibido el Espíritu de Cristo.
Jordi Sánchez
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Nos dice hoy Pablo que "para los que están con Cristo Jesús no hay ninguna condenación". En efecto, una vez pasadas las sombrías descripciones del combate espiritual de cada día, de las tiranteces internas, o de la atracción del mal, es cuando tiene lugar el canto de victoria. Pero para eso hay una condición: "estar en Cristo", estar unido a ti, Señor.
Hasta 10 veces repite hoy Pablo la palabra Espíritu (el Espíritu, el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo...). Evidentemente, que dejarse impregnar por esta palabra y esta realidad misteriosa, pues "el Espíritu es vuestra vida", "el Espíritu de Dios habita en vosotros" y "el Espíritu que da la vida, en Cristo Jesús me ha liberado".
Ahora han sido posibles todas las exigencias de la ley de Dios, porque el Espíritu de Dios mismo está aquí, presente en nosotros para impulsarnos a ella. No pienso a menudo ni suficientemente en esto: "el Espíritu de Dios en mí".
Tras lo cual, nos dice Pablo que "no estáis bajo el dominio de la carne, sino bajo el dominio del Espíritu". Estoy decidido a dejarme convencer de ello, Señor, puesto que tú nos lo dices. Yo lo creo, pero continúa en mí esa acción profunda, Señor. Transfórmanos, y danos un corazón nuevo.
Esta transformación espiritual, este dominio del Espíritu, no suprime nuestros otros aspectos mortales. Se continúa yendo hacia la muerte. Y al mismo tiempo, se va "hacia la vida". Gracias, Señor. En medio de nuestros días efímeros, es finalmente ésta la única certeza: "Si Cristo está en vosotros, aunque vuestro cuerpo sea para la muerte, el Espíritu es vuestra vida a causa de la justicia".
Frente a nuestros duelos, junto a nuestros difuntos, creemos que están en la vida, pues "el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en nosotros".
Se trata de una fórmula trinitaria, de la que Pablo tiene el secreto. Las 3 personas divinas son aquí evocadas, en una misma acción: "El Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús". Lo cual no es poco, pues ¡habita en mí! Hay que detenerse ante esta revelación extraordinaria, hay que saborearla. Contemplar a este huésped y dirigirse a él, que está aquí, tan cerca.
Pero no se trata de un huésped muerto o inactivo, sino que está dentro de mí como una fuerza de resurrección y difundiendo la vida. Una vida que repercutirá incluso sobre este pobre cuerpo que me empuja al pecado: "Aquel que resucitó a Jesús dará también la vida a vuestros cuerpos mortales, por su Espíritu que habita en vosotros".
Se trata, pues, de un Espíritu Santo que actúa, vivifica, eleva, anima, da vida y santifica. Desde hoy y en el día de la resurrección final. Toda la obra de Dios está destinada al éxito, y su Espíritu trabaja ya en el fondo de mí mismo, como en el fondo de todo hombre.
Noel Quesson
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Demos amplitud de acción al Espíritu Santo en nosotros. Él se nos ha comunicado el día en que fuimos bautizados para incorporarnos a Cristo. No basta el bautismo para decir que ya somos perfectos ante Dios. Mientras rechacemos a Cristo, mientras no depositemos en él nuestra fe, de nada nos aprovecharía el estar bautizados. Unidos a Cristo, participamos de su mismo Espíritu, que guía nuestros pasos por el camino del bien, hasta que alcancemos la perfección de la vida eterna.
Si ya hemos sido liberados por Cristo de nuestra esclavitud al pecado, o si se nos ha comunicado su vida y su Espíritu, no permitamos que vuelva a nosotros el desorden y el egoísmo. Actuemos conforme a las aspiraciones del Espíritu que "nos conduce a la vida y a la paz".
Cristo dio su vida para que, liberados del pecado, vivamos para siempre junto a él, en la gloria del Padre. Si hacemos nuestra su victoria sobre el pecado y la muerte, y sobre nuestras inclinaciones pecaminosas, entonces, aun cuando nuestro cuerpo tenga que padecer la muerte, el Señor le dará nuevamente vida por obra de su Espíritu, que habita en nosotros.
Manifestemos signos de vida y no de muerte. El Señor quiere a su Iglesia guiada por el Espíritu Santo, y no guiada por la maldad. Dejemos que el Señor haga su obra de salvación en nosotros. Y por medio nuestro, haga brillar su luz para todos los pueblos.
José A. Martínez
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El cap. 8 de la Carta a los Romanos, que leeremos durante 5 días, es muy importante. Se puede titular "la vida del cristiano en el Espíritu". Es el Espíritu de Jesús, el que nos da la fuerza para liberarnos del pecado, de la muerte y de la ley, y para vivir conforme a la gracia.
Pablo nos describe aquí un dinámico contraste entre la carne y el Espíritu. Cuando él habla de la carne, se refiere a las fuerzas humanas y a la mentalidad de aquí abajo. Mientras que el Espíritu es la fuerza de Dios y su plan salvador, muchas veces diferente a las apetencias humanas.
Antes la ley era débil, no nos podía ni dar fuerzas ni salvar. Pero ahora Dios ha enviado a su Hijo, que con su muerte "condenó el pecado", y ahora vivimos según su Espíritu. Las obras de la carne llevan a la muerte, y las obras del Espíritu a la vida y a la paz.
Deberíamos estar totalmente guiados por el Espíritu de Cristo, el que nos conduce a la vida y a la santidad. Ayer terminaba Pablo con una pregunta angustiosa ("¿quién me librará?") y con una respuesta eufórica ("la gracia de Dios"). Hoy lo explicita: Dios Padre nos ha enviado a su Hijo, y también a su Espíritu.
Pablo hace aquí una afirmación valiente y densa: "Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos (o sea, el Espíritu del Padre) habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús (el Padre, de nuevo) vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros". Por tanto:
-estamos incorporados a Cristo, en su muerte y su resurrección, desde el día de
nuestro bautismo,
-estamos destinados a la vida, porque él resucitó,
-estamos llenos de la vida del Espíritu, porque para eso lo envió el Padre:,
-con tal que le dejemos "habitar en nosotros".
¿Nos sentimos movidos por el Espíritu de Cristo? ¿Es él quien anima nuestra oración? ¿Nos sentimos motivados a decir "Abbá, Padre"? ¿Es él nuestra caridad, nuestra alegría, nuestra esperanza? ¿O más bien nos dejamos llevar todavía "por la carne" y los criterios de este mundo?
Si padecemos anemia espiritual, o tendemos al pesimismo y al desaliento, es porque no le dejamos al Espíritu Santo que actúe en nosotros. Y en ese caso, ya nos avisa Pablo, por la debilidad humana nunca conseguiremos agradar a Dios con nuestras fuerzas. Sólo si "procedemos dirigidos por el Espíritu".
José Aldazábal
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Comenzamos a leer en este día el cap. 8 de la Carta a los Romanos, una de las joyas salidas del taller de San Pablo. En él nos describe en forma primorosa lo que es la "vida en el Espíritu" por contraposición a lo que es la "vida según la carne". Quien se deja guiar por el Espíritu de Dios es hijo de Dios y vive como hijo. Quien se deja guiar por las tendencias de la carne es esclavo del pecado y vive como tal, en desgracia plena.
Subrayemos algunas líneas de meditación: "Nosotros ya no procedemos según la carne sino según el Espíritu". Quienes se dejan guiar por el Espíritu tienden a lo espiritual. La tendencia de la carne es rebelarse contra Dios, mientras que la tendencia del Espíritu es agradar a Dios. Si estamos en el Espíritu, el Espíritu habitará en nosotros.
Tanta fue la obra de amor salvífico de Cristo, y tanta su ofrenda de amor, que borró en nosotros con su sangre las lacras del pecado y nos devolvió la gracia, la amistad. Sólo él podía hacerlo, y lo hizo. ¿Cómo vamos a seguir en adelante las atracciones del pecado vencido?
Dominicos de Madrid
b) Lc 13, 1-9
La maldad de los fariseos se hace patente hoy, con la mala fe con que informan a Jesús de una serie de acontecimientos ocurridos en Israel. Vienen a decirle: "Tú y tu gente acabaréis tan mal como aquellos galileos, ya que sois galileos y os comportáis como ellos". Por lo visto, los fariseos ya han emitido su veredicto: que eran unos pecadores.
Jesús, no obstante, jamás condena a ningún zelota o fanático nacionalista, a pesar de que él morirá como un zelota más. De ahí que conteste a los fariseos: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos porque acabaron así? Os digo que no. Y si no os enmendáis, todos vosotros pereceréis también" (vv.2-3).
Ahora es Jesús quien les advierte severamente: "Vosotros no sois menos pecadores que aquéllos, y pereceréis igualmente si no os enmendáis a fondo". Todos tenemos necesidad de cambiar de conducta, y de no ser así perderemos la oportunidad de vivir para siempre.
Acto seguido pasa Jesús a la carga, y los pone en evidencia: "Y aquellos 18 que murieron aplastados por la Torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os enmendáis, pereceréis también todos vosotros" (vv.4-5). Informe contra informe.
A los que le habían recordado, como galileo que era, el castigo ejemplar infligido por Pilato a unos galileos, Jesús les recuerda, como jerosolimitanos que ellos eran, la muerte por accidente de unos conciudadanos suyos, accidente que ellos consideraban en su casuística como un castigo de Dios. No son menos culpables que aquella pobre gente que ellos han inculpado sin motivo.
La secuencia concluye con la conocida Parábola de la Higuera Estéril, figura de Israel. Es necesario que nos la apliquemos individualmente, y también como Iglesia. Porque una comunidad que no dé frutos no tiene razón de ser, por mucha hojarasca que ostente. ¿Nuevamente Jerusalén?
Pero todo tiene un límite: "hace tres años... y un año más" (vv.7-8), un período completo. Jesús suplica por su pueblo y por cada comunidad cristiana. Y se compromete con ella: "Entre tanto, yo la cavaré y le echaré estiércol" (v.8). Jesús siempre espera, contra toda esperanza, por "si en adelante diera fruto" (v.9a).
Resuena la buena noticia del ángel Gabriel a María: "La que decían que era estéril está ya de 6 meses, pues para Dios no hay nada imposible" (Lc 1, 36-37). Isabel personificaba el estamento religioso, causa de esterilidad: "Y si no, la cortas" (v.9b).
Josep Rius
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Tenemos tendencia a pensar que los que reciben grandes pruebas son los más culpables. Jesús rectifica hoy esta presunción de penetrar los juicios divinos (y de ver la paja en el ojo ajeno), mostrando una vez más que nadie puede creerse exento de pecado, y que a todos es indispensable el arrepentimiento y la actitud de un corazón contrito delante de Dios.
El griego metanoeite (lit. pensar de otro modo) es algo más que arrepentirse, y equivale a renunciarse a sí mismo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame" (Lc 9, 23).
La higuera estéril es la sinagoga judía, a la que Jesús consiguió del Padre, al cabo de 3 años de predicación desoída, un último plazo para arrepentirse (v.5): el tiempo de los Hechos de los Apóstoles, durante el cual Dios le envió a Pedro y Pablo, renovando todas las promesas antiguas.
Desechada también esta predicación apostólica, perdió la sinagoga judía (Israel) su elección definitiva, y Pablo pudo revelar a los gentiles, con las llamadas Cartas de la Cautividad, la plenitud del misterio de la Iglesia. En sentido más amplio, la higuera estéril es figura de todos los hombres que no dan los frutos de la fe, como se ve también en la Parábola de los Talentos (Mt 25, 14).
Juan Mateos
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Convencidos de que "el que la hace, la paga", porque Dios era ante todo el Justiciero, los judíos creían que aquellos galileos que había ejecutado Pilato habían muerto en castigo por sus pecados, y que la torre que se había caído (aplastando a 18 vecinos de Jerusalén) era expresión de la voluntad de un Dios (que se había cobrado venganza de aquella gente pecadora). Los que aún permanecían vivos, por lo visto, tenían sobrados motivos para sentirse mejores, al no haber recibido aún castigo alguno.
Jesús muestra su desacuerdo total con quienes así pensaban, y para él Dios no se toma a cada instante la venganza, ni es amigo de enviar castigos a diestra y siniestra.
Respecto a la higuera plantada en la viña, 3 años llevaba sin dar fruto. Y para qué esperar más, diríamos nosotros con el dueño de la viña. El nº 3, entre los hebreos, indicaba lo completo, y si la higuera no había dado fruto en este tiempo, sería vano esperar.
Sin embargo, el viñador pide un plazo más, un tiempo en el que va a dedicarle una especial atención: "Cavarla alrededor, echarle estiércol, a ver si da fruto el próximo año". Para cortarla siempre hay tiempo, pero ¿y si da fruto? La paciencia de Dios, como la del viñador, no tiene límite, y es capaz de esperar toda la vida para que nos convirtamos al amor, y le demos una respuesta de amor.
La paciencia de Dios contrasta con nuestra impaciencia. Queremos ver pronto los resultados, que todo se arregle en un instante, que se acabe de golpe con el mal. Y la vida no es así, pues se crece lentamente, se madura lentamente, y no siempre se da el fruto deseado.
Hay que saber, por tanto, adoptar una actitud de espera activa y positiva, como la de aquel viñador que dio un plazo más a la higuera y dejó abierta la puerta a la esperanza de una cosecha abundante de higos, haciendo mientras tanto lo que estaba de su parte: cavar y echar estiércol.
Fernando Camacho
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Se presentan hoy en el evangelio algunos a Jesús, para contarle lo ocurrido con una serie de galileos, cuya sangre había vertido Pilato. Y lo ocurrido con aquellos 18 de Jerusalén que murieron aplastados por la Torre de Siloé. Le contaron 2 sucesos, que todos conocían y de los hoy no tenemos mas versión que la del evangelio.
La muerte de los galileos rebeldes en el Templo de Jerusalén, a manos de los soldados de Pilato, debió ser especialmente impresionante, porque su sangre había corrido con la de los animales sacrificados. E igual debió ser aquel accidente, en que 18 personas murieron aplastadas por un torreón de la muralla, tal vez con motivo de la traída de las aguas en tiempo de Pilato.
Esperaban la respuesta de Jesús, y quizás un juicio político contra Pilato, o una sentencia teológica que les confirmara que algo mal habrían hecho para morir así. Era lo normal en su concepción social y religiosa, y aquellos emisarios pensaban que todo lo malo que ocurría tenía que ver con algún castigo de Dios.
En su respuesta, Jesús va por otros caminos, y viene a decir que esos hombres no son ni más pecadores, ni más culpables que los demás. Sino que todo lo que sucede son llamadas que Dios nos hace, para que cambiemos de vida. Y les propuso esta parábola: "Uno tenía una higuera plantada en su viña".
El Señor ilumina la llamada urgente y reiterada a la conversión con esta parábola. Una higuera que no daba fruto, y que su dueño quería cortar. El viñador le tenía cariño y quería darle más tiempo, abonando más, "para ver si daba fruto".
La parábola tiene una aplicación inmediata en nuestra vida, en otras palabras del evangelio: "Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Y a todo sarmiento que en mí no da fruto, él lo corta. Y a todo el que da fruto lo limpia, para que de más fruto" (Jn 15, 1-2).
Nosotros somos esa higuera plantada en la viña de Dios, que cuenta con la gracia de Jesús, con todo cuidado de la Iglesia y con la infinita paciencia de Dios. Y aunque Dios es siempre misericordia, siempre ayuda a despertar nuestra vida ese temor de Dios, apuntado en el evangelio: "Si no, el año que viene la cortarás".
Atención a la conversión: "Si no os convertís". Mil cosas de la vida nos llaman la atención, unas porque nos escandalizan y otras porque son buen ejemplo. Pero todo lo que sucede, para bien o mal, ha de ser una llamada a mejorar nuestra vida. Dice el refrán que hay que "florecer donde te han plantado". O como dice Jesús: "Ver si da fruto". El Señor espera que nuestra vida fructifique en bien, porque "Yo os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto" (Jn 15, 16).
Dios me llama siempre a servir a los demás. ¿Que estoy haciendo en serio por los demás? Porque yo soy el abono de Dios ("Yo cavaré alrededor y le echare abono"). Si echamos mano de todo esto, seguro que nuestra higuera dará abundantes frutos.
Bruno Maggioni
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Algunos de los presentes, posiblemente fariseos, se acercan a Jesús para contarle cómo Pilato había asesinado a unos galileos mientras mataban en el templo unos animales que iban a ofrecer a Dios. Pero Jesús no se arredra y les dirige una pregunta recordándoles otro accidente, el de unos jerosolimitanos que murieron aplastados por una torre que se derrumbó.
Ambos sucesos eran interpretados como un castigo de Dios por los pecados cometidos por esta gente. Pero Jesús no es partidario de esta imagen de un Dios que reparte castigos. Y si Dios castiga a los pecadores, todos estamos amenazados por el castigo divino, pues todos somos pecadores.
Para escapar del castigo divino, de ese Dios del que los fariseos dicen que premia a los buenos y castiga a los malos, todos estamos necesitados igualmente de conversión, dice Jesús. Dios espera pacientemente de nosotros ese cambio.
La higuera, árbol con muchas hojas y bella apariencia, es imagen de un Israel que no da el fruto del cambio y la conversión (Jer 9, 8-13). Pero Dios no lo fulmina al instante, sino que, como el viñador con la higuera, tiene paciencia y espera. En lugar de cortar la higuera (Israel), el viñador está siempre decidido a seguir cavándola y abonándola.
Dios no es partidario de escarmientos, y tiene una paciencia infinita. Nadie debe utilizar la tragedia humana como mecanismo de justificación propia (si esto le ha pasado a fulano, o si a mí no me pasa). Camino errado. Lo único que justifica ante Dios son las obras. Sólo estas muestran quién es bueno o malo ante él. Lo demás son falsas imágenes de un Dios del que sabemos muy poco.
Gaspar Mora
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La lectura evangélica de hoy contiene una llamada de Jesús a la penitencia y a la conversión. O más bien, una exigencia de cambiar de vida.
Convertirse significa, en el lenguaje del evangelio, mudar de actitud interior, y también de estilo externo. Es una de las palabras más usadas en el evangelio. Recordemos que, antes de la venida del Señor Jesús, el Bautista resumía su predicación con la misma expresión: "Predicaba un bautismo de conversión" (Mc 1, 4). Y poco después, también la predicación de Jesús se resume con estas palabras: "Convertíos y creed en el evangelio" (Mc 1, 15).
La lectura de hoy tiene, sin embargo, características propias, que piden atención fiel y respuesta consecuente. Se puede decir que la 1ª parte, con ambas referencias históricas (la sangre derramada por Pilato y la torre derrumbada), contiene una amenaza: "si no cambiáis de vida, todos pereceréis del mismo modo" (v.5).
Esto nos muestra 2 cosas: 1º la absoluta seriedad del compromiso cristiano, y 2º la posibilidad de una muerte eterna. Las 2 muertes de nuestro texto (la del noticiero, y la de Jesús) no son más que figuras de otra muerte, sin comparación con la muerte temporal.
Cada uno sabrá cómo esta exigencia de cambio se le presenta, y ninguno queda aquí excluido. Si esto nos inquieta, la 2ª parte nos consuela: el viñador (que es Jesús) pide al dueño de la viña (el Padre) que espere un año todavía. Y entre tanto, él hará todo lo posible (y lo imposible, muriendo por nosotros) para que la viña dé fruto.
Es decir, ¡cambiemos de vida! Tomémoslo en serio. Los santos supieron cambiar por la gracia de Dios, y nos deben estimular a hacer nosotros lo mismo.
Jorge Mejía
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En el pasaje de hoy llegan a Jesús algunos que le cuentan lo de un grupo de galileos, cuya sangre había mezclado Pilato (asesinándolos) con la de sus sacrificios en el Templo de Jerusalén. Y lo de aquellas 18 personas que habían muerto aplastadas al desplomarse la Torre de Siloé. He aquí, pues, 2 acontecimientos.
El 1º suceso fue el resultado de una voluntad humana: Pilato, gobernador romano, sofocó de esa manera una Revuelta Zelota, que querían derribar el poder establecido. El 2º suceso fue puramente fortuito: se desplomó una torre de Jerusalén, de forma accidental.
Todo lo que sucede puede ser portador de un mensaje, y puede ser un signo si sabemos verlo con los ojos de la fe. Tal enfermedad, tal fracaso, tal éxito, tal solicitud, tal amistad, tal responsabilidad, tal accidente, tal hijo que nos da preocupación o alegría, tal esposo o esposa, tal gran corriente contemporánea... Todo es una señal. Pero ¿qué quiere Dios decirnos a través de esas cosas?
"¿Pensáis que aquellos galileos eran más pecadores que los demás?", nos interpela Jesús, que no tarda en contestar su propia pregunta: "Os digo que no. Y si no os enmendáis, todos vosotros pereceréis también".
Podemos equivocarnos en la interpretación de los "signos de los tiempos". En tiempo de Jesús se creía que las víctimas de una desgracia recibían un castigo por sus pecados. Era una manera fácil de justificar lo sucedido, y acallar las voces del pueblo.
Pero Jesús da otra interpretación: las catástrofes o desgracias no son un castigo divino, sino que son una invitación a la conversión. Todos nuestros males (o los de nuestros vecinos) son signos de la fragilidad humana, o de haberse abandonado a una seguridad engañosa. En cualquier caso, todos vamos hacia nuestro fin, y es urgente tomar posición.
La "revisión de vida" sobre los acontecimientos no tiene que llevarnos a juzgar a los demás, sino a una conversión personal. Y para convencernos de ello, Jesús añadió una parábola: "Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar higos y no encontró. Entonces dijo al viñador: Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto de esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a agotar la tierra?". Esto es cuestión de urgencia. ¿Soy yo una higuera estéril para Dios, o para mis hermanos?
Pero el viñador le contestó: "Señor, déjala todavía este año, entretanto yo cavaré y le echaré estiércol. Quizá dará fruto de ahora en adelante". Tenemos aquí un elemento capital de apreciación de los "signos de los tiempos": la paciencia de Dios. La intercesión de ese viñador es una línea de conducta para nosotros. Tan necesario es no perder un minuto en trabajar para nuestra propia conversión como ser nosotros muy pacientes con los demás e interceder a favor de ellos.
Tenemos siempre tendencia a juzgar a los demás demasiado aprisa y desconsideradamente. Jesús nos pone como ejemplo a ese viñador que no escatima sus energías: cava, pone abono. Seguramente Jesús, compartiendo la vida dura de los pobres cultivadores galileos, debió también hacer ese humilde trabajo en el cercado de su viña familiar.
Contemplo a Jesús cavando la tierra de una higuera que no quería dar fruto. Todo un símbolo de Dios hacia nosotros. Jesús, hoy todavía, se porta así conmigo. Gracias, Señor. El final de los tiempos se acerca y ha empezado. Señor, que sepa yo utilizar bien el tiempo que tú me das.
Noel Quesson
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Las palabras de hoy de Jesús nos invitan a meditar sobre el inconveniente de la hipocresía: "Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró" (v.6). El hipócrita aparenta ser lo que no es. Esta mentira llega a su cima al fingir virtud (aspecto moral) siendo vicioso, o devoción (aspecto religioso) al buscarse uno mismo y sus propios intereses y no a Dios. La hipocresía moral abunda en el mundo, la religiosa perjudica a la Iglesia.
Las invectivas de Jesús contra los escribas y fariseos son terribles. No podemos leer o escuchar lo que acabamos de escuchar y leer sin que estas palabras nos lleguen al fondo del corazón, si realmente las hemos escuchado y entendido. Lo diré en plural personal, ya que todos experimentamos la distancia entre lo que aparentamos ser y lo que somos de veras:
Lo somos los políticos cuando nos aprovechamos del país proclamando que estamos a su servicio; los cuerpos de seguridad cuando protegemos a grupos corruptos en nombre del orden público; el personal sanitario cuando suprimimos vidas incipientes o terminales en nombre de la medicina; los medios de comunicación social cuando falseamos las noticias y pervertimos al personal diciendo que lo estamos divirtiendo.
Lo somos los administradores de los fondos públicos, cuando desviamos una parte de ellos hacia nuestros bolsillos (individuales o de partido) y alardeamos de honestidad pública. O los laicistas, cuando impedimos la dimensión pública de la religión en nombre de la libertad de conciencia.
Lo somos los religiosos cuando vivimos de nuestras instituciones con infidelidad al espíritu y a las exigencias de los fundadores. Y los sacerdotes cuando vivimos del altar pero no servimos abnegadamente a nuestros feligreses con espíritu evangélico.
Ah, y tú y yo también, en la medida en que nuestra conciencia nos dice lo que tenemos que hacer, y dejamos de hacerlo para dedicarnos a ver la paja en el ojo ajeno. ¿O no? Jesús, Salvador del mundo, sálvanos de nuestras pequeñas, medianas y grandes hipocresías.
Antoni Oriol
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Dos hechos de la vida son interpretados aquí por Cristo, sacando de ellos una lección para el camino de fe de sus seguidores. Se pueden considerar como ejemplos prácticos de la invitación que nos hacía ayer, a saber interpretar los signos de los tiempos.
No conocemos nada de esa decisión que tomó Pilato de aplastar una revuelta de galileos cuando estaban sacrificando en el Templo de Jerusalén, mezclando su sangre con la de los animales que ofrecían. Sí sabemos por Flavio Josefo que lo había hecho en otras ocasiones (con métodos expeditivos), pero no es seguro que sea el mismo caso. Tampoco sabemos más de ese accidente, el derrumbamiento de un muro de la Torre de Siloé, que aplastó a 18 personas.
Jesús ni aprueba ni condena la conducta de Pilato, ni quiere admitir que el accidente fuera un castigo de Dios por los pecados de aquellas personas. Lo que sí saca como consecuencia es que, dado lo caducos y frágiles que somos, todos tenemos que convertirnos, para que así la muerte (sea cuando sea) nos encuentre preparados.
También apunta a esta actitud de vigilancia la Parábola de la Higuera que al amo le parecía que ocupaba terreno en balde. Menos mal que el viñador intercedió por ella y consiguió una prórroga de tiempo para salvarla. La parábola se parece mucho a la queja poética por la viña desagradecida del AT (Is 5; Jer 8). Cuántas veces, como consecuencia de enfermedades imprevistas o de accidentes o de cataclismos naturales, experimentamos dolorosamente la pérdida de personas cercanas a nosotros.
La lectura cristiana que debemos hacer de estos hechos no es ni fatalista, ni de rebelión contra Dios. La muerte es un misterio, y no es Dios quien la manda (como castigo de los pecados) ni la permite (a pesar de su bondad), porque en su plan no entraba la muerte. Pero lo que sí entra es que incluso de la muerte saca vida, y del mal bien. Desde la muerte de Cristo, también trágica e injusta, toda muerte tiene un sentido misterioso pero salvador.
Jesús nos enseña a sacar de cada hecho de estos una lección de conversión, de llamada a la vigilancia (en términos deportivos, podríamos hablar de una tarjeta amarilla que nos enseña el árbitro, por esta vez en la persona de otros). Somos frágiles, y nuestra vida pende de un hilo. Tengamos siempre las cosas en regla, bien orientada nuestra vida, para que no nos sorprenda la muerte, que vendrá como un ladrón, con la casa en desorden.
Lo mismo nos dice la Parábola de la Higuera Estéril. ¿Podemos decir que damos a Dios los frutos que esperaba de nosotros? ¿que si nos llamara ahora mismo a su presencia tendríamos las manos llenas de buenas obras o, por el contrario, vacías?
Una última reflexión: ¿tenemos buen corazón, como el de aquel viñador que intercede ante el amo para que no corte el árbol? ¿Nos interesamos por la salvación de los demás, con nuestra oración y con nuestro trabajo evangelizador? ¿Somos como Jesús, que no vino a condenar, sino a salvar? Con nosotros mismos, tenemos que ser exigentes: debemos dar fruto. Con los demás, debemos ser tolerantes y echarles una mano, ayudándoles en la orientación de su vida.
José Aldazábal
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Menos mal que tenemos a un viñador como el que vemos en el evangelio de Lucas. ¿Qué haríamos sin él? ¿Quién sobreviviría? Él está haciendo el trabajo sucio, él está metiendo sus manos en el estiércol, él coge el azadón para cavar la tierra dura y reseca de nuestros corazones. Menos mal que tenemos a alguien que para la mano del hacha que quiere cortar la higuera estéril, que pide paciencia si todavía no somos capaces de dar fruto según nuestras posibilidades.
¿Somos capaces de hacer lo mismo nosotros? ¿Cuántas veces perdemos la paciencia con nuestros hijos, maridos, mujeres, hermanos, hermanas, compañeros de trabajo, vecinos, amigos? ¿Cuántas veces damos por perdida una persona, una situación o un proyecto que tenemos entre manos? ¿Cuántas veces nos des-esperamos, o borramos la palabra esperanza de nuestras existencias?
Dicen que uno de los mayores pecados es el que va en contra del Espíritu, de lo que el Espíritu puede realmente cambiar en nuestras vidas y en la de los demás. El Espíritu es el que dice déjala todavía este año, "déjalo en mis manos, me encargo yo". Seguro que estamos en buenas manos.
Carlo Gallucci
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Jesús, tú hoy me aclaras un punto importante, que algunos no entienden: si Dios existe (piensan) ¿por qué permite los terremotos, las guerras, los accidentes y el sufrimiento en general? Los judíos de aquel tiempo pensaban que esas calamidades eran fruto del castigo divino, por los pecados que esas personas habían cometido. Muchos hoy en día piensan que esos desastres son una prueba de que Dios no existe. Ni unos ni otros entienden el valor cristiano del sufrimiento.
Jesús, tú explicas a los que te rodean que las desgracias físicas no son una venganza divina. El que sufre un accidente o contrae una enfermedad penosa no deja de ser un hijo querido de Dios. Dios no provoca la desgracia, que es consecuencia de causas naturales; y si la permite es porque sabe que puede producir otros bienes mayores, especialmente de tipo espiritual. Como dice el Catecismo de la Iglesia:
"La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a él" (CIC, 1501).
Jesús, hoy me quieres recordar que, al final, lo que verdaderamente importa es la vida eterna. Y me adviertes que he de hacer penitencia en esta vida, si quiero ganar el cielo. Por eso tiene sentido el sufrimiento y la misma muerte: porque es una oportunidad que me das para hacer penitencia. Si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente. El sufrimiento terreno, ofrecido a ti, tiene valor redentor porque me une a tu sufrimiento en la cruz.
Jesús, tú me recuerdas hoy que debo dar fruto, haciendo rendir los talentos que me has dado. Muchas veces no me doy cuenta de cuánto he recibido, y por eso tampoco me siento urgido a corresponder. Por eso, con cierta frecuencia es bueno mirarte clavado en la cruz y decirte: Tú has muerto por mí, ¿qué hago yo por ti?
Jesús, yo quiero corresponder a tu amor con mi amor, con mis obras buenas, con mi santidad. Pero, a veces, no sé dar buen fruto; más bien doy malos frutos. Y es que me falta voluntad, fortaleza para luchar contra mis defectos. Me dejo dominar por el capricho, por lo que me gusta, en lugar de buscar qué es lo que tú quieres de mí en cada momento.
Jesús, tú eres el viñador de la parábola. Me ves luchar por hacer el bien y le dices a Dios Padre: "Dale un poco más de tiempo. Mientras, yo le ayudaré a mejorar cavando a su alrededor", dándole más gracias. Y para que pueda dar mejor fruto, me das a tu madre, la Virgen. Que me apoye en ella cuando me cueste mi vida cristiana. María me allanará las dificultades, y yo daré el fruto que esperas de mí.
Pablo Cardona
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Según vemos en el evangelio de hoy, ya en tiempo de Jesús existía el deporte de dar pésimas noticias con la turbia esperanza de impactar al oyente. Pero no se imaginaban, sin embargo, los que hoy quisieron hacerlo con Cristo, qué clase de respuesta les iba a dar él.
Y es que hay algo de morboso en ese ejercicio de hacer alabanzas al poder del mal. Hay gente que disfruta contando lo espantoso, lo cruel, lo doloroso, y tal vez no son del todo conscientes de que están alabando al poder de las tinieblas al decir: "Mira que han torturado a unos pobres niños, y les han hecho esto y lo otro".
En esas noticias, ya sean de boca o por televisión, ya estén en los diarios o en páginas de internet, hay siempre la malsana tendencia a revolcarle las entrañas al oyente o lector, con la consecuencia lateral de cantar lisonjas al mal y al Maligno.
Cristo frena de un tope esa enfermedad. En 1º lugar porque no se deja impactar ni se escandaliza. A él no lo extraña el mal, porque conoce bien que donde no reina la luz hay oscuridad. Eso no es ninguna sorpresa. Y en 2º lugar porque su comentario ("¿pensáis que aquellos eran más pecadores?") se separa del hecho trágico, para decir que eso puede llegarle a cualquiera. Como quien dice, no juzguemos por un hecho el pasado ni el futuro.
En 3º lugar, Jesús muestra dónde está el verdadero peligro: no en los accidentes (de los que no tenemos culpa) sino en el desenlace de nuestras vidas (en los que sí que tenemos plena responsabilidad).
Nelson Medina
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En el evangelio de hoy se habla de la higuera que año tras año no daba fruto a pesar de los cuidados que le prodigaba su dueño.
La higuera representa a aquel que permanece improductivo (Jer 8, 13) de cara a Dios. El Señor nos ha colocado en el mejor lugar, donde podemos dar frutos según las propias condiciones y gracias recibidas, y hemos sido objeto de los mayores cuidados del más experto viñador desde el mismo momento de nuestra concepción: Nos dio un ángel custodio para que nos protegiera, la gracia inmensa del bautismo, se nos dio él mismo como alimento en la sagrada comunión, incontables gracias y favores del Espíritu Santo.
Sin embargo, es posible que el Señor encuentre en nuestra vida pocos frutos, y a pesar de todo, vuelve una y otra vez con nuevos cuidados: Es la paciencia de Dios (2Pe 3, 9). El Señor no da nunca a nadie por perdido, confía en nosotros, aunque no siempre hayamos respondido a sus esperanzas.
Cada persona tiene una vocación particular, y toda vida que no responde a ese designio divino se pierde. El Señor espera correspondencia a tantos desvelos, a tantas gracias concedidas, aunque nunca podrá haber paridad entre lo que damos y lo que recibimos. Sin embargo, con la gracia sí que podemos ofrecerle cada día muchos frutos de amor: de caridad, de apostolado, de trabajo bien hecho.
Examinémonos en nuestra oración: si tuviéramos que presentarnos ahora delante de Dios, ¿nos encontraríamos alegres, con las manos llenas de frutos para ofrecer a nuestro Padre? Aprovechemos hoy para hacer propósitos firmes. Como dice San José Mª Escrivá, "Dios nos concede quizá un año más para servirle. No pienses en cinco, ni en dos. Fíjate sólo en éste: en uno, en el que hemos comenzado".
Dios quiere de nosotros no apariencias de frutos, sino realidades que permanecerán más allá de este mundo: personas que hemos acercado a la confesión, horas de trabajo terminadas con hondura profesional y rectitud de intención, pequeñas mortificaciones, vencimientos en el estado de ánimo, orden, alegría, pequeños servicios a los demás.
También invoquemos la paciencia divina que el Señor ha tenido con nosotros, para otras personas que quizá, con una constancia de años, pretendemos que se acerquen a Jesús. Nuestra Madre nos alcanzará la gracia abundante que necesita nuestra alma para dar más frutos y la que precisan nuestros familiares y amigos para que aceleren el paso hacia su Hijo, que los espera.
Francisco Fernández
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El evangelio de hoy no viene más que a confirmarnos en el amor inenarrable de Cristo, expresado de modo único en su paciencia y en su misericordia: "Déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto". Así es nuestro Dios.
Creo que hoy, aunque podríamos decir muchas más cosas, es más que suficiente para quedarnos extasiados contemplando esta palabra de vida. Cristo la plenitud de todo, en quien se realiza la verdad que tanto ansiamos por el amor.
En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho "brillar su rostro sobre nosotros" (Sal 67). Cristo nos revela también el rostro del hombre, manifiesta el hombre al propio hombre (NMI, 23) En Cristo el Padre ha pronunciado la palabra definitiva sobre el hombre y sobre su historia.
Y termino citando el final del preciosísimo y conocido libro de Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret, porque expresa perfectamente lo que siento en estos momentos y que deseo compartir con todos:
"Porque sabemos que tú vendrás, estás viniendo. O quizá no te has ido. Estás detrás del velo de nuestra ciega mediocridad. Quizá basten sólo unos céntimos de fe para comprobar que tú estás con nosotros. Para descubrir que, a fin de cuentas, sólo hay un problema: saber hasta qué punto te amamos y estamos dispuestos a seguirte".
Carolina Sánchez
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Recemos con humildad el Yo Confieso ante Dios. Porque no basta creerse justo por acudir a la celebración en que ofrecemos al Padre Dios el sacrificio de su Hijo Jesús. E incluso porque aún estando junto al altar, si no nos hemos convertido realmente al Señor, pereceremos víctimas de nuestras hipocresías.
Dios quiere que nuestro corazón vuelva a él para que sea renovado en la sangre de Cristo. Dios quiere que nos manifestemos como hijos suyos con obras de bondad, de misericordia y de justicia; obras que broten de nuestra permanencia en él por medio de una fe sincera. Dios se manifiesta con mucha paciencia hacia nosotros; ojalá escuchemos hoy su voz y no continuemos endureciendo ante él nuestro corazón; no sea que después sea demasiado tarde.
Quienes hemos entrado en comunión de vida con Jesús, no podemos vivir ociosos. Hemos sido llamados a participar de la vida divina para dar frutos de buenas obras.
Quien vive en la esterilidad, sin trabajar por el amor fraterno, ni por la paz, ni por la justicia. O quien no se preocupa de colaborar para dar solución al hambre y a la pobreza de millones de seres humanos... Por más que diga que es cristiano, estaría manifestando con su mala vida, con sus desprecios a los demás, con su cerrazón impidiendo a la palabra de Dios dar fruto desde su vida, que no está cerca, sino lejos de ser un verdadero hombre que haya depositado su fe en Cristo.
José A. Martínez
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Los judíos del tiempo de Jesús, como los pueblos de todos los tiempos, como nosotros mismos actualmente, trataban de explicar los desastres y el dolor, provocados por la naturaleza o por las personas, de forma que aquellos que sufrían las consecuencias tuvieran alguna culpa. Ésa era la forma de pensar la justicia de Dios.
Y con esa forma de pensar, si a esas personas les sucedían esas cosas tan malas, era porque ellos también eran malos. Si una persona tenía una grave enfermedad era por que había cometido muchos pecados. Lo mismo se pensaba de los galileos asesinados en el Templo de Jerusalén por los soldados de Pilato o de los que murieron aplastados por el derrumbamiento de la Torre de Siloé.
Y los que pensaban así se quedaban, se quedan, muy tranquilos pensando que si a ellos no les pasa nada, es porque son mejores que los otros. Jesús, una vez más, nos invita a mirar a la realidad de frente. Bien sabemos que ese tipo de explicaciones nada tienen que ver con la realidad.
Bien sabemos que no somos mejores que los que sufren las consecuencias de la fuerza desatada de la naturaleza o de la violencia humana. Simplemente, se trata de que los accidentes son accidentes. Lo que debemos hacer es procurar aprovechar el tiempo que se nos regala para hacer lo que debemos y no para justificarnos evitando asumir nuestra propia responsabilidad.
Severiano Blanco
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¡Cuántos años nos ha ido dejando a prueba el Señor, y nos ha regado con su gracia, y nos ha llamado con palabras de afecto, y nos ha sorprendido con signos de bendición, y nosotros hemos continuado sin fructificar! Gracias, Señor, por tu amor y tu perdón.
Detengámonos también un momento en la Parábola de la Higuera que no da fruto, y anotemos que en ella se dan 3 hechos: 1º que "no da fruto", 2º que "se le da tiempo para rectificar" (por si quiere hacerlo) y 3º que "a la hora de la verdad final" se acaban las contemplaciones, y se arranca la higuera infructuosa.
Y tras enunciar el triple capítulo de análisis de nuestra vida, preguntémonos: ¿en qué momento de fecundidad o infecundidad nos encontramos cada uno?
Ernesto Caro
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Hoy Cristo desenmascara una preocupación presente en muchos hombres de nuestro tiempo. Y es la preocupación de pensar que los sufrimientos de la vida tienen que ver con la amistad o enemistad con Dios. Cuando todo va bien y no hay grandes angustias o desconsuelos creemos que estamos en paz y amistad con Dios. Y puede ser que realmente no suframos grandes ahogos, y a la vez estemos con Dios. Pero Cristo nos muestra que no es así la forma de verlo.
¿Acaso los miles de personas que mueren en los atentados padecieron de esa forma porque eran más pecadores que nosotros? Por supuesto que no, pues Dios no es un legislador injusto que castiga a quienes pecan. Mejor es preocuparnos por nuestra propia conversión y dejar de juzgar a los demás por lo que les pasa en la vida. Que si este vecino se fue a la banca rota su negocio porque no daba limosna o el otro se le dividió la familia porque no iba a misa o el de más allá se le murió un hijo porque decía blasfemias.
Dejemos de calcular cómo están los demás ante Dios e interesémonos más por nuestra propia conversión. Los acontecimientos dolorosos de la vida no son la clave para ver la relación de Dios con nuestro prójimo. Dios puede permitir una gran cantidad de sufrimientos en una familia para hacerles crecer en la fe y confianza con él, pero no por eso quiere decir que Dios está contra ellos. Por ello, dirijamos hacia Dios nuestra vida, y preocupémonos más por nuestra propia conversión.
Misael Cisneros
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Muchas veces se sigue pensando como lo hacían los contemporáneos de Jesús. Ciertas catástrofes naturales (desastres climatológicos, epidemias virales) o hechos producidos por la violencia humana (guerras, fratricidios) se interpretan como un castigo que han merecido aquellos que las sufren.
Esta consideración nace de una exagerada complacencia sobre las acciones propias y sobre la bondad de nuestros comportamientos que consideramos agradables a los ojos de Dios e imposibles, por su supuesta bondad, de ser mejorados.
Jesús nos invita a trascender esta interpretación demasiado simple, a la par que errónea, y ver en cada acontecimiento que afecta a la historia humana una oportunidad de conversión. Cada uno de esos hechos tiene como función poner en cuestión nuestras acciones y comportamientos situándolos delante de Dios. Ellos nos colocan ante la necesidad de un cambio de vida.
Cada día nuevo que se nos concede, cada mes y cada año son oportunidades para poder dar el fruto, no producido hasta el momento presente. "Cavar alrededor" y "echar abono" son las tareas urgentes que se deben emprender para subsanar nuestra esterilidad que muchas veces sólo "agota la tierra" negándose a trasformarla en los frutos queridos por Dios.
La mayor equivocación sería considerar esos momentos concedidos como sin límites. Ellos han sido determinados por el querer divino y esta determinación nos incita a enfrentar con la seriedad necesaria cada uno de dichos instantes. Aprovechar el tiempo concedido como una oportunidad de salvación ofrece la posibilidad de hacer real nuestro compromiso con un Dios que cuida y hace crecer la vida para sus hijos.
Confederación Internacional Claretiana
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En el pasaje evangélico de hoy se presentan algunos con el ánimo de controvertir la propuesta de Jesús, y más o menos le dicen: Algunos que, como tú, han exhortado al pueblo a cambiar los valores vigentes, han muerto a manos del Imperio Romano, perdiéndose con ellos todas sus aspiraciones.
Pero Jesús pone en evidencia esa perspectiva y ese tipo de mesianismo, y deja claro que él no intenta tomarse el poder por la vía de las armas, ni aspira a ocupar el lugar de Pilato o del presidente del Sanedrín. Pues lo que él propone no es un reemplazo de los dirigentes de las estructuras vigentes, sino un cambio de mentalidad que le lleve al ser humano a cambiar las condiciones sociales.
Y además, advierte Jesús a la multitud: "No creáis que esos hombres murieron porque eran malos", viniendo a decir que simplemente eligieron el camino equivocado (y que si la multitud toma ese camino, le va a ocurrir igual). Precisamente esto fue lo que ocurrió el 70 d.C, cuando algunos fanáticos nacionalistas se rebelaron contra Roma. Su mentalidad posesiva y opresora los llevó a interminables luchas internas que le facilitaron el triunfo a Roma.
Jesús les advierte: no es el éxito armado lo que garantiza una victoria sobre el sistema vigente, sino el cambio de mentalidad en las personas. De lo contrario, la violencia seguirá reproduciéndose, y la guerra será despiadada e interminable.
Jesús llama al pueblo de Dios para que no se convierta en una higuera estéril, sino que se transforme en un árbol que de abundantes frutos. Pero advierte que el tiempo es breve, y que Dios sí que pedirá cuenta de los frutos que le corresponden. Terminado el tiempo, Dios decidirá qué hacer con esa higuera (con nosotros). Así, entendamos bien que el tiempo no es indefinido, y que debemos comenzar ya a cambiar nuestra manera de pensar y de actuar.
Servicio Bíblico Latinoamericano
c) Meditación
En cierta ocasión, refiere hoy el evangelista Lucas, se presentaron a Jesús unos judíos para contarle lo que le había pasado a unos galileos que, estando ofreciendo sacrificios, fueron asesinados por Pilato. ¿Para qué le presentan este caso? Tal vez para ponerlo a prueba o simplemente solicitando su juicio. En todo caso, Jesús les contesta:
"¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque acabaron así? Os digo que no, y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y añade, abundando en el tema: Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera".
Jesús parece desmarcarse de la mentalidad de sus contemporáneos judíos, que solían pensar que el final de una persona era consecuencia directa de su estado moral.
El pecado (pensaban ellos) acarrea el mal como castigo, en forma de desgracia voluntariamente provocada (como el asesinato a manos de un gobernador, temeroso de una revuelta) o en forma de desgracia casual (como el desplome de una torre, que aplasta a los que se hallan en sus inmediaciones). Y del mismo modo que la lepra era una maldición para los leprosos (pensaban ellos), así también la muerte de aquellos galileos o estos accidentados.
En el caso de los galileos, el mal (privación de la vida) es causado por el hombre. Y en el caso de los aplastados por la torre, el mismo mal (privación de la vida) se presenta como una desgracia sin causa aparente (aparte de las negligencias humanas, como la de quienes no repararon el deterioro de ese edificio). En cualquier caso, aquellos judíos veían una correlación directa entre el pecado cometido y el mal padecido.
La mentalidad religiosa difícilmente puede liberarse de esta correlación entre el mal moral (pecado) y el mal físico (desgracia), porque imagina que todo pecado ha de tener su correctivo, y todo correctivo viene por un pecado cometido.
Con su respuesta, Jesús desconecta esta correlación entre pecado y mal sufrido, así como el calificativo de "pecadores por encima de los demás". De hecho, tanto injustos como inocentes sufren a manos de poderosos sin escrúpulos, y mueren a consecuencia de accidentes (culpables o inculpables) y desgracias fortuitas.
Esos galileos no eran más pecadores que los demás porque acabaran así, ni tampoco los aplastados por la torre de Siloé. ¿Y por qué acabaron así? Jesús no responde a esta pregunta, luego no existe una causa concreta y sí diversas causas. En todo caso, porque Dios lo permitió, como permite la muerte de tantos otros seres mortales.
Acabaron así porque el hombre es mortal y frágil, y de alguna forma tiene que morir. Y acabaron así porque existe la maldad (egoísmos, guerras, agresiones...) en el mundo, y la maldad también es causa de muerte para los humanos. Pero Jesús añade algo más: Si no os convertís, todos pereceréis lo mismo.
Lo que sí es aprovechable de todo eso es la propia noticia de tales hechos, si ésta se toma como ocasión propicia para convertirse (que es lo que, a juicio de Jesucristo, realmente importa). Es decir, para dar el fruto que de nosotros se espera (como hace el que nos plantó, en la Parábola de la Higuera).
Según esta parábola, un labrador fue a buscar fruto en su higuera y no lo encontró. Y lo sigue buscando durante tres años, mientras la higuera seguía sin dar fruto. Tomada la decisión de cortarla (porque estaba ocupando terreno en balde), el propietario interviene y le dice que espere un año más, a ver si a base de cavarla y abonarla logra que dé algún fruto. Y que si al cabo de un año sigue estéril, que la corte.
Dicha parábola es una alegoría de la vida humana, que ha sido plantada en el mundo para que dé frutos. Permanecer estéril es ocupar un terreno en balde, y si pasan los años y no damos fruto, lo normal es que el que nos plantó decida cortarnos.
En el caso del hombre, el que se beneficia de los frutos no es propiamente el dueño de la tierra (que no tiene necesidad de ellos), sino otros hombres y el mismo hombre que fructifica y que ha sido creado para eso. No realizar este designio es quedarse baldío, y nada hay más triste que la esterilidad, en el sentido más radical del término (esterilidad de frutos, no de hijos).
Jesús hace coincidir, por tanto, la conversión con la fructificación. Dicho de otro modo, convertirse es dejarse labrar, abonar, regar y dorar por el sol, porque sólo así podremos dar el fruto que se espera de nosotros.
Arrancar la vida del suelo vital es algo que depende de la decisión del dueño de la vida. Pero no hemos de sacar falsas consecuencias, pues no todo el que sufre una muerte prematura ha muerto por resistirse a dar fruto, ni todo el que muere tras larga vida ha muerto tan tarde por no dejar de dar fruto. Es decir, que la longevidad de nuestra vida forma parte de los ocultos designios de Dios.
Lo que sí hemos de saber es que estamos en este mundo para dar fruto, y que ese fruto es algo que va a ser buscado y reclamado por el Dueño de esa plantación.
Tales frutos deberán llevar la marca de lo humano y de lo cristiano, al menos para los bautizados y llamados a fructificar en frutos de santidad (caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad), pues tales son los frutos del Espíritu Santo que llevamos en nosotros.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología
Act:
25/10/25
@tiempo
ordinario
E D I T O R I
A L
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R C A B A
M U R C I A
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