4 de Octubre
Sábado XXVI Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 4 octubre 2025
a) Bar 4, 5-12.27-29
En estos versículos, que constituyen el 1º discurso profético del libro de Baruc, explican el sentido del castigo que implica el exilio, pero a la vez abre las esperanzas de su pueblo afectuosamente llamado "pueblo mío", con la promesa de un retorno definitivo.
De manera figurada, el exilio está descrito como una transacción comercial con la que Dios vendió a su pueblo, que en virtud de la alianza era suyo como esclavo a Babilonia. La finalidad de esta venta no era su destrucción total, sino abrirle los ojos del arrepentimiento para retornar al Señor.
El pecado está descrito en términos de desnaturalización idolátrica: "Porque irritasteis a vuestro Creador, sacrificando a demonios y no a Dios. Y os olvidasteis del Señor eterno que os había creado" (v.7). Como se ve, Dios es descrito como una nodriza que alimenta a su pueblo a lo largo de la historia. Y Jerusalén está personificada en una mujer que ha perdido marido e hijos, por el trágico destino que les ha tocado: "Yo los crié con alegría, y los despedí con lágrimas de pena" (v.11).
Desde el v. 19 al 29 se extiende la bella plegaria de la Jerusalén madre que pide como un nuevo nacimiento para los hijos, el nacimiento del regreso. Nuevamente se manifestará el Señor con el poder de su gloria, es decir, como salvador. La revelación de Dios con su gloria solamente se da en momentos importantes de la historia de salvación. La "gloria de Dios" es Dios mismo, que se manifiesta como salvador.
El autor nos habla de Dios no en la distancia de la relación objeto-sujeto, sino en el sentido de que la palabra y la realidad de Dios provocan una situación decisoria. De acuerdo con el concepto bíblico de verdad en tanto que fidelidad, la alternativa no es conocer o ignorar, sino aceptar o rehusar, fidelidad o traición, salvación o condenación, vida o muerte.
De aquí el estilo de la cólera de Dios, que forma parte del pathos divino, y que se integra bien en el cuadro de la religión de la alianza, en cuya base se encuentra la afirmación de la soberanía de Dios. La cólera aparece como un aspecto particular de los celos divinos, pero que nunca es la última palabra tal como lo presenta Baruc y como lo expresa bellamente el Salmo 30 de hoy: "Su cólera inspira temor, y su favor da vida" (Sal 30, 6). Los celos significan en el lenguaje bíblico lo absoluto y profundo del amor de Dios y la lógica de la respuesta del hombre.
Los textos más remotos del AT conocen el amor indulgente de Dios y hasta en los castigos descubren el efecto de este amor, ya que por este medio Dios quiere conducir al hombre a la verdadera conversión: "Yahveh es un Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no los deja impunes" (Ex 34, 6-7).
Frederic Raurell
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Hacía ayer Baruc consciente al pueblo judío de su propia participación en el pecado del mundo (sobre todo a través de las comunidades judías dispersas en el paganismo), y hoy le envía un mensaje de esperanza: "Animo, pueblo mío". Y explica el por qué: "Habéis sido vendidos a las naciones paganas por haber provocado la ira de Dios, y habéis sido entregados a los enemigos por haber irritado a vuestro Creador".
Sería un error extrañarnos de esos antropomorfismos que prestan a Dios unos sentimientos humanos, así cómo hablar de Dios de otro modo que no sean nuestras palabras y experiencias corrientes. Aquí se presenta la experiencia de una padre, o de una madre que castiga a sus hijos porque los ama y no para destruirlos, sino para conducirlos a la felicidad verdadera.
Pero sigamos escuchando, porque el profeta sigue diciendo: "Olvidasteis al Dios eterno, el que os sustenta, y contristasteis a Jerusalén, la que os crió". En efecto, se trata de la experiencia maternal, un lenguaje que nos anuncia ya lo que el evangelio nos repetirá en términos inolvidables: Dios sufre más que nosotros, por nuestros pecados.
Y eso es así porque, como dice Dios por medio de Baruc, "con gozo los había yo criado, y los he despedido con lágrimas y duelo. Que nadie se regocije de mi suerte, que soy viuda y abandonada de todo el mundo. Estoy sola a causa de los pecados de mis hijos, porque se apartaron de la ley de Dios". Se trata de las lágrimas y el duelo de Dios, como también se verá el padre de la Parábola del Hijo Pródigo de Jesús.
Por supuesto, se trata de un antropomorfismo, pero ¡es tan emocionante!: mis pecados hacen sufrir a Dios, y Jerusalén (personificada como una viuda dolorosa) es la imagen del sufrimiento de Dios. Se trata de imágenes concretas que dicen más y son más elocuentes que todos los tratados de teología.
Conviene contemplar esas hermosas comparaciones, que nos hablan de Dios: un padre a quien los hijos hacen sufrir, una madre abandonada por sus hijos. Sí, mi pecado no es ante todo una infracción a un orden legal, es una relación de amor rota, una herida hecha al corazón de alguien. ¡Piedad, Señor, porque hemos pecado!
Una infracción a una ley permanece ineluctablemente: el mal está hecho. Y Cuando un vaso se rompe, queda roto para siempre. A este nivel de apreciación, el mal es dramático. Pero una relación de amor puede restablecerse. Y el perdón concedido, lo mismo que la gestión de reconciliación, pueden ser el origen de un mayor amor. De ahí que, finalmente, nos diga Baruc: "Animo hijos, y clamad a Dios, que el que os infligió la prueba se acordará de vosotros".
Esta es la gran maravilla: podemos, efectivamente apoyarnos sobre la conciencia del pecado para amar diez veces más a ese Dios que nos ha perdonado. Porque "vuestro pensamiento os ha llevado lejos de Dios, pero una vez convertidos, buscadle con ardor cada vez mayor". Pues "el que trajo sobre vosotros estas calamidades, os traerá la alegría eterna con vuestra salvación".
¡La alegría eterna! Tal es la intención de Dios. Y la desgracia que nos viene de nuestros pecados puede, de hecho, ser un trampolín que nos haga desear la felicidad que Dios quiere para nosotros, y más aún que nosotros.
Noel Quesson
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Sigue el profeta Baruc hablándonos hoy, esta vez animando al pueblo a volver decididamente a Dios. Y ante todo, repite la idea de que las desgracias que les están abrumando las tienen bien merecidas: "Os entregaron a vuestros enemigos porque os olvidasteis del Señor que os había criado".
Es patética la queja que pone en labios de Jerusalén, la madre que ha perdido a sus hijos y además se siente viuda: "Dios me ha enviado una pena terrible, mandó cautivos a mis hijos e hijas: yo los crié con alegría y los despedí con lágrimas de pena. Que nadie se alegre viendo a esta viuda abandonada de todos".
Pero por encima de todo, prevalece la esperanza: "Ánimo, pueblo, ánimo, hijos, gritad a Dios, que el que os castigó se acordará de vosotros, os mandará el gozo eterno de vuestra salvación". Eso sí, deben convertirse a él: "volveos a buscarlo con redoblado empeño".
El destierro ayudó al pueblo israelita a madurar en su fe. Las pruebas de la vida nos templan, nos van puliendo, nos hacen revisar nuestros caminos y reorientar la dirección de nuestras vidas.
A San Ignacio de Loyola le resultó providencial la herida recibida en Pamplona, para encontrar cuál era la voluntad de Dios sobre su futuro. A nosotros, los diversos acontecimientos de la vida, también las desgracias y hasta nuestros propios fallos y pecados, nos recuerdan que somos frágiles y nos urgen a adoptar una actitud, ante Dios y ante los demás, no de orgullo y autosuficiencia, sino de humildad.
Además, nuestros fallos, los de cada uno de nosotros, empobrecen a toda la comunidad eclesial. Se pueden poner en labios de la Iglesia los lamentos que Baruc pone en boca de Sión, abandonada y empobrecida por sus hijos.
El remedio es, según el profeta, que volvamos a Dios: "Si un día os empeñasteis en alejaros de Dios, volveos a buscarlo con redoblado empeño". Es una consigna para cada uno de nosotros. Con nuestra vuelta al buen camino, no sólo saldremos ganando nosotros, sino que llenaremos de alegría el corazón de la madre Iglesia, y enriqueceremos a los hermanos.
Si hacemos caso del salmo responsorial de hoy ("buscad al Señor y vivirá vuestro corazón"), entonces sucederá además que "el Señor salvará a Sión, reconstruirá las ciudades de Judá y los que aman su nombre vivirán en ella".
José Aldazábal
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"Yo soy tu Dios y Padre, y no enemigo a la puerta de tu casa", nos recuerda hoy el profeta Baruc. Efectivamente, Dios es compasivo y misericordioso, y siempre fiel para con nosotros, luego ¿quién podrá negar que su amor hacia nosotros no tiene fin?
Es verdad que muchas veces permite que quedemos atrapados en las redes del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad como consecuencia de nuestras rebeldías en contra suya; sin embargo, él siempre tiene puesta en nosotros su mirada amorosa; siempre está dispuesto a perdonarnos y a liberarnos de la mano de nuestros enemigos.
Por eso, no sólo lo hemos de invocar, sino que hemos de hacer volver hacia él nuestro corazón humilde y arrepentido, para pedirle perdón, pues él siempre está dispuesto a recibirnos nuevamente como a hijos suyos en su casa, dándonos así su salvación y llenando de alegría y de paz nuestra vida.
La Iglesia de Cristo ha de salir al encuentro de todos aquellos que se empeñaron en alejarse de Dios, para que, proclamándoles la Buena Nueva del amor que el Señor les sigue teniendo, lo busquen con mayor empeño y vuelvan a él. Entonces el Señor hará realidad su Reino entre nosotros, puesto que reconoceremos a un único Dios y Padre nos amaremos como hermanos unidos por un mismo Espíritu.
Dominicos de Madrid
b) Lc 10, 17-24
La misión cristiana (y toda la obra de Jesús entre los hombres) se ha interpretado a partir de la caída de Satán (v.18). El tema pertenece a la apocalíptica judía, en que se alude a la presencia del diablo sobre el cielo. Ciertamente, su lugar y su función se diferencian del lugar y la función de Dios, pero se piensa que Satán ha puesto el trono en las esferas superiores y domina desde allí toda la marcha de los hombres sobre el mundo.
Pues bien, la predicación de Jesús y de la iglesia se interpreta aquí como derrota de Satán, que ha sido destronado, cae sobre el mundo y pierde su poder sobre los hombres. El Apocalipsis (Ap 12) introdujo esa caída dentro de una concepción conjunta de la historia. Pero Lucas se ha contentado con mostrar el hecho: la misión cristiana es el acontecimiento cósmico donde se está jugando el destino de la realidad (la presencia de Dios, la derrota de lo malo).
A la luz de esta experiencia se sitúa la función de los misioneros. Su victoria sobre Satán se traduce en el hecho de que son capaces de vencer (o superar) el mal del mundo (v.19). Por eso se les viene a declarar dichosos, porque están experimentando aquella plenitud mesiánica que los viejos profetas y los reyes de Israel habían anhelado (vv.23-24). Sin embargo, su auténtica grandeza está en el hecho de su encuentro personal con Dios: sus nombres pertenecen al reino de los cielos (v.20).
Esta victoria de los misioneros de Jesús sobre la fuerza de Satán desvela el contenido más profundo de los humano. El hombre no es un esclavo de los elementos cósmicos, ni está sometido a los poderes irracionales del mal, ni puede darse por vencido ante la miseria de los otros hombres o del mundo. Los enviados de Jesús han recibido el poder de superar la maldición de nuestra tierra; por eso tenemos la certeza de que la suerte final se encuentra de su lado.
En esta dimensión se descubre la grandeza de los hombres. Grandes son los sabios que suponen que la vida se encuentra de su lado; piensan que son fuertes y rechazan la ayuda que Jesús le ha ofrecido. Por eso quedan solos. Mientras tanto, los pequeños se mantienen abiertos al misterio y comprenden (o reciben) la verdad de Jesucristo (v.21).
Sobre este plano se formula una de las revelaciones definitivas del misterio de Jesús. Jesús alaba al Padre por el don que ha regalado a los pequeños (v.21) y descubre la unión en que los 2 están ligados: "Todos me han sido entregados por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre" (v.22). En este contexto, conocerse significa estar unidos. Jesús y el Padre constituyen un misterio de unidad y entrega en que penetran todos los que quieren recibir al Cristo.
A manera de conclusión, podemos afirmar: la misión se estructura como expansión del amor en que se unen Dios y el Cristo (Hijo). En ese amor, revelado a los pequeños y escondido para todos los grandes de este mundo, se fundamenta la derrota de las fuerzas destructoras de la historia (lo satánico).
Juan Mateos
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Los 72 mensajeros de Jesús "regresaron muy contentos" (v.17a), nos dice hoy Lucas. El retorno de los Doce no había sido alegre. Sin embargo, los Setenta y Dos, despreciados por los judíos por el mero hecho de ser samaritanos, han experimentado la alegría que brota de una tarea bien hecha.
De hecho, son ellos mismos (los 72) los que dicen: "Señor, hasta los demonios se nos someten por tu nombre" (v.17b). Se dan cuenta de que han liberado a mucha gente de sus pecados, y de todo aquello que nos les permitía ser hombres libres. Y esto a pesar de que Jesús no les había dado "poder y autoridad sobre toda clase de demonios" (Lc 9, 1).
Sólo libera quien es verdaderamente libre. Jesús interpreta la liberación producida por los Setenta y Dos como el principio del fin de los adversarios del plan de Dios, personificados por el adversario por antonomasia: "Ya veía yo que Satanás caería del cielo como un rayo" (v.18).
Los Doce, ávidos de venganza contra los samaritanos, le habían propuesto: "Señor, si quieres, decimos que caiga un rayo y los aniquile" (Lc 9, 54). Jesús los conminó como si estuviesen endemoniados (Lc 9, 55). La escala de valores del mundo, como sistema de dominación, toma posesión del hombre invirtiendo los planes del designio de Dios. Y las consecuencias están a la vista: hambre, miseria, paro, guerras, droga, malversación de fondos, terrorismo, inseguridad ciudadana...
Para designar los principios falsos de la sociedad, Jesús emplea términos seculares: "serpientes y escorpiones", y el "el ejército enemigo". A pesar del veneno y del poder destructor que almacenan, "nada podrá haceros daño", puesto que "os he dado potestad para pisotearlos" (v.19). No hay bomba atómica o de neutrones que pueda neutralizar el empuje de una vida realmente evangélica.
Sin embargo, recuerda Jesús, "no esté vuestra alegría en que se os someten los espíritus, sino en que vuestros nombres están escritos en el cielo" (v.20). Jesús no quiere ninguna especie de dependencia ni de complacencia: la alegría ha de consistir en la experiencia interior de sentirse hijos amados de Dios. Todo aquello que es externo, se puede contabilizar y esfumar. Lo que sale de dentro, eso es lo que configura y realiza la persona.
A pesar de ser Jesús un hombre alegre y feliz, que comía y bebía con todos, y no un asceta por el estilo de Juan Bautista, solamente aquí se transparenta su alegría, pues "en aquel preciso momento, con la alegría del Espíritu Santo, Jesús exclamó" (v.21a).
Se trata de uno de los procedimientos literarios más bellos e intencionados: el autor quiere dar el máximo relieve posible a los hechos que han ocurrido por primera vez. Finalmente, hay un grupo de discípulos que ha sido capaz de expulsar las falsas ideologías que encadenaban a la gente. Jesús está en sintonía con los Setenta y Dos. A través de la misión bien hecha, llevada a cabo por estos personajes anónimos, y de la reacción exultante de Jesús, Lucas anticipa cómo será la misión ideal: abierta, universal, liberadora.
"Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra" (v.21b), proclama Jesús, dejando transparentar su experiencia de Dios Padre. Y prorrumpe en un canto de alabanza porque ya no hay dicotomía entre el plan de Dios (cielo) y su realización concreta (tierra). Una alabanza porque este plan se ha ocultado a los entendidos (Lc 5,17.21.30; 7,30) y a los que se tienen por justos (Lc 5, 32), pues sus intereses mezquinos hacen que sus conocimientos científicos no sean útiles a la comunidad, y sean hombres sin fachada.
Josep Rius
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Jesús cierra la acción de gracias como la había iniciado: "Sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien" (v.21c). Estamos cansados de repetir que los planes de Dios no van parejos con los nuestros, pero lo decimos en otro sentido.
Los nuestros son los planes de la sociedad en la que nos encontramos inmersos: pretendemos ser eficaces, tener salud, abundar en dinero, ser respetados por las autoridades o aparecer en los medios de comunicación. Pero Jesús tiene otros valores, valores que han comprendido los sencillos y pequeños, los que ya están al servicio de los demás, los que no tienen aspiraciones y están abiertos a todos.
De la acción de gracias Jesús pasa a una revelación que habría firmado el propio evangelista Juan: "Mi Padre me lo ha entregado todo, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (v.22).
Jesús tiene conciencia de conocer a fondo el plan de Dios. Ha tomado conciencia de ello en el Jordán, cuando se abrió el cielo de par en par, bajó el Espíritu Santo sobre él y la voz del Padre lo manifestó como su Hijo amado: "Hijo mío eres tú, yo hoy te he engendrado" (Lc 3, 21-22).
La comunidad de Espíritu entre el Padre y el Hijo explica esta relación de intimidad, y por 1ª vez Jesús revela a sus íntimos. Sólo conoce al Padre aquel que recibe el Espíritu de Jesús y experimenta así el amor del Padre. El conocimiento que el estudio de la ley, la Escritura, procuraba a los "sabios y entendidos" no es verdadero conocimiento, porque está falto de la experiencia.
A continuación, Jesús muestra a los Doce el plan ya inicialmente realizado por los Setenta y Dos. Y volviéndose hacia ellos, les dijo aparte: "Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis" (v.23).
Volverse constituye una marca típica del evangelista, para indicar un cambio de 180 grados en la actitud de Jesús respecto a un determinado personaje o colectividad, motivado por un hecho nuevo que se acaba de producir (Lc 7,9.44; 9,55; 10,23; 14,25; 22,61; 23,28).
Tomar aparte indica, además, que un grupo determinado tiene necesidad de una lección particular, en vista de la resistencia que ofrece a su proyecto (Lc 9,10; 10,23). Jesús muestra a los Doce cuáles son los frutos de una misión bien ejecutada. También ellos deben alegrarse, sin reservas, porque la utopía del reino es viable. Si nos planteamos realizar el reino de Dios sin contar con los medios humanos y con toda sencillez, comprobaremos que funciona. Hacía años y más años que se esperaba este momento.
Los profetas fueron hombres que intuyeron cuál era el plan de Dios sobre el hombre, y los reyes los principales responsables del pueblo de Israel. Y todos ellos desearon "ver lo que vosotros veis" (lo que los Setenta y Dos ya han llevado a cabo) y "no lo vieron" (puesto que el plan de Dios no se había aún encarnado del todo), y "oír lo que oís vosotros" (ese estallido de gozo y alegría) y "no lo oyeron" (pues no había nadie que se lo proclamase).
El éxito del reino de Dios en Samaria, la región medio pagana, es prenda de universalidad. Se está cumpliendo la promesa del reino mesiánico (Sal 2,8; 72,10-11; Dn 4,44; 7,27). Es la respuesta de Jesús a la 2ª tentación del desierto (Lc 4, 6-7), y explica que la universalidad del Reino mesiánico no se logrará mediante el dominio y la gloria, sino llevando adelante el yugo de Jesús.
Josep Rius
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Los símbolos de demonios, serpientes y escorpiones, que nos presenta el relato evangélico de hoy, nos indican cómo el mal está enraizado en el corazón del ser humano. Los discípulos tienen poder sobre ese mal, pero eso manifiesta que ellos tenían una conexión profunda con Dios, por la fe y la confianza que habían puesto en él.
El relato de hoy deja bien en claro que el discípulo no tiene por qué vanagloriarse por las obras realizadas. Todo lo que ha ocurrido en la correría apostólica no es fruto de ellos, sino del Padre que los acompañó en la caminata. La alegría que emociona a Jesús, no se debe a que los discípulos hayan hecho esas obras taumatúrgicas, sino a que ellos tuvieron la valentía de abrirse al reino de Dios.
El pasaje evangélico no termina con el regreso de los discípulos de su trabajo misionero, sino con una oración de Jesús, en la que agradece al Padre porque lo siente cercano y amigo de los pobres y desheredados de la sociedad. El Padre ha ocultado la obra del Reino a los poderosos y "señores de este mundo". No fue a ellos a quienes se les reveló las maravillas del amor de Dios, sino a los humillados y sencillos, a los marginados y excluidos de la sociedad.
Jesús declara que los pobres han podido comprender los valores del Reino, porque se han sentido alejados de Dios, porque creen que no son dignos de merecer tan grato regalo de sentirse amados por el Dios de dioses y Señor de señores. Mientras que los "sabios e inteligentes" según la lógica humana, creen estar muy cerca de Dios porque lo han estudiado en los libros o detentan el poder religioso. Pero ésos no pueden comprender nada, porque su orgullo les ciega la vista.
Para comprender el misterio del Reino no hace falta mucha inteligencia, sino mucho corazón. A la fe no se llega con razonamientos lógicos, sino por la vivencia de la confianza y del amor. Los pobres de nuestras ciudades y de nuestros campos, siguen siendo los elegidos, los predilectos de Dios.
Severiano Blanco
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Los 72 discípulos enviados por Jesús a la misión regresan hoy llenos de alegría, porque su éxito representa la victoria sobre las fuerzas del mal que mantienen atada a la humanidad. Jesús se une a su alegría, impulsado por el Espíritu, porque el Reino empieza a manifestarse en la humanidad. En cambio, el reino del mal comienza a ser derrotado, el dominio de Satanás sobre la humanidad está tocando a su fin.
A pesar del poder que en nombre del Señor se ha manifestado en la misión de los Setenta y Dos, Jesús pone en guardia a sus discípulos contra toda idea de dominio. Les dice que lo importante no esta en el éxito que han tenido en la misión, o en el reconocimiento que les ha hecho la gente, o en las acciones contra el mal que han podido desarrollar; lo más importante y por lo cual se tienen que alegrar es porque son ahora ciudadanos cuyos nombres están inscritos en el reino de Dios.
Los últimos versículos (vv.21-24) tienen 2 partes: un himno alabanza y una bienaventuranza. El himno de acción de gracias al Padre, que es obra del Espíritu presente en Jesús, tiene como motivo la manifestación del misterio del Reino en aquellas personas que han aceptado su mensaje y han aportado con su vida a la causa del reino de Dios.
Los "sabios y entendidos" son los maestros de la ley (los fariseos), los que se creían más cerca de Dios por cumplir sus mandatos, pero que se habían olvidado de lo más importante (el "amor a los demás"). Ese mismo amor es el que hace a Jesús llamar a Dios Padre y acerca a los otros como hermanos. Ese mismo amor es el que rompe con las estructuras de poder, de egoísmo e injusticia, para construir nuevas relaciones.
A los sabios e intelectuales se les ha ocultado estas cosas, pero han sido reveladas a los sencillos, aquellos que con un corazón abierto se volvieron a Jesús: los pecadores, las prostitutas, los pobres, los enfermos y los mendigos que dijeron sí al proyecto de Dios y se comprometieron a anunciar con palabras y con hechos el evangelio.
La bienaventuranza dirigida por Jesús a sus discípulos se trata de que ellos estaban viendo y oyendo los maravillosos misterios de los designios del Padre sobre el Reino. Verdaderamente a muchos profetas y reyes les hubiera gustado ver lo que los discípulos vieron y oyeron, pero no pudieron. Lo que los discípulos ven y oyen es el misterio de Dios en Jesús, y por eso son bienaventurados.
Fernando Camacho
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La misión de los 12 apóstoles había terminado en fracaso (v.10), mientras que la misión de los 72 discípulos terminó en éxito (v.17). La maldición de las ciudades hostiles (vv.10-15) hace olvidar lo uno, mientras que la alegría y el triunfo son la recompensa de los otros (vv.18-20).
Los discípulos vuelven de la misión, conscientes de haber liberado a los hombres del mal, moral y físico (v.17), por el uso que han hecho de la potencia mesiánica (el nombre) de Jesús. Y Jesús les explica que una victoria semejante es el signo de la derrota de las fuerzas cósmicas que dominaban al hombre hasta entonces (v.18).
Satán y sus tropas estaban, en efecto, designados a vivir en los aires desde dónde imponían a las criaturas gran cantidad de alienaciones. La llegada de Jesús elimina ese estado de esclavitud, y permite al hombre acceder a la libertad. Este es el mensaje de este evangelio.
El v. 20 matiza, sin embargo, la alegría de Cristo y de los discípulos. No es la liberación lo que cuenta, sino el fin a que conduce: la participación del hombre en el reino de Dios (representado aquí de forma bastante judía, bajo el aspecto de una inscripción en los registros de ciudadanía del cielo).
La Iglesia tiene el deber de revelar al hombre que escape verdaderamente a la fatalidad y que conserve su propia vida en sus manos. Realiza esta función cuando sus miembros denuncian la servidumbre del hombre al pecado, y colaboran en la edificación de un universo acorde a la voluntad de Dios. Pero no basta con denunciar las alienaciones, sino que es preciso curar las heridas. Hacer "bajar a Satán del cielo" significa haber cristianizado la ciudad humana, y tener por ello Satanás que bajar rabioso, para volver a destrozarlo todo.
Maertens-Frisque
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Cuando Jesús envió a los 12 apóstoles, Lucas no se entretuvo en contar los detalles de la misión. Pero cuando ahora vuelven los 72 discípulos de la misión, sí que lo hace, mencionando incluso que han podido "expulsar demonios" y echar el mal de las ciudades que han visitado. Unos éxitos de los Setenta y Dos que, por lo visto, no habían logrado los Doce, al no ser siquiera capaces de expulsar el espíritu de un niño epiléptico (Lc 9, 37-41).
La misión de los Setenta y Dos ha sido, por tanto, un éxito del que Jesús se alegra, diciendo que "ha visto caer a Satanás del cielo como un rayo". Los Doce habían pedido a Jesús, con anterioridad, que cayera un rayo del cielo para fulminar a los samaritanos por no haberlos acogido (Lc 9, 54), y Jesús no se lo había permitido.
Y ahora vemos que Jesús exulta de gozo porque el mismo Satanás cae del cielo como un rayo, cesando su dominio para bien del hombre. Ni Satanás ni las fuerzas del mal, representadas por "serpientes y escorpiones" (animales que inoculan un veneno mortal) podrán hacer daño al discípulo, si éste se abre al mensaje de Jesús.
Pero la verdadera alegría del discípulo no debe provenir de la realización de estas obras, sino de sentirse ciudadano del Reino o miembro de la Iglesia. Esto es, de "tener escrito su nombre en el cielo".
Jesús exulta de gozo y bendice a Dios, porque ha revelado el mensaje liberador del evangelio a la gente sencilla. Los "sabios y entendidos" (o gente de Corozaín, Betsaida y Cafarnaum, que con sus letrados se consideraban justos) no entienden las palabras del Mesías, ni prestan oídos a su llamada a la conversión, mientras que este puñado de discípulos (de origen samaritano, despreciable para los judíos) ha sido capaz de penetrar en él y poner en práctica su fuerza liberadora.
Con frecuencia se concluye de este texto que el evangelio está escrito sólo para la gente sencilla, y que los intelectuales están incapacitados para su comprensión y puesta en práctica. Pero no es así. Lo que incapacita aceptar el mensaje no es la inteligencia receptor, sino su corazón altanero y autosuficiente que se cree saberlo todo (cuando en el fondo no sabe nada, o lo que sabe está equivocado) y excluye a los demás (quizás por considerarlos adversarios).
De todas formas, "los hijos de la inteligencia dieron la razón a Jesús", nos dice en otro momento la Escritura, viviendo a decir que aquellos intelectuales no eran realmente inteligentes, sino aquellos que saben abrir los ojos y los oídos para captar las cosas que suceden alrededor.
Gaspar Mora
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La vuelta de hoy del grupo de los Setenta y Dos, tras su ensayo misionero de ayer, es eufórica, y rápidamente le dicen a Jesús: "Hasta los demonios se nos someten en tu nombre". Jesús les escucha, les anima y se deja contagiar de su optimismo. Y "lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó: Te doy gracias, Padre". Alaba Jesús al Padre porque revela estas cosas a los sencillos de corazón, y no a los que se creen sabios.
Habla también Jesús de su íntima unión con el Padre, que es la raíz de su misión y de su alegría, y entona la bienaventuranza de sus seguidores: "Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis". Por fin, también hay momentos de satisfacción y éxitos en nuestra vida de testimonio cristiano.
Como aquellos discípulos, sería bueno que tuviéramos alguien con quien poder compartir nuestros interrogantes y dificultades, y también nuestras alegrías. Que sepamos rezar nuestra experiencia, tanto si es buena como mala. Que la convirtamos en alabanza y en súplica ante Dios. Que sepamos dar gracias a Dios porque sigue moviendo los corazones de muchos, e iluminando a los de corazón sencillo, y triunfando de los poderes del mal y abriendo las puertas de su Reino a muchas personas.
Podemos sentirnos satisfechos, porque lo que han visto nuestros ojos (la riqueza de la fe, de la verdad, de la salvación que Dios nos ha concedido en Cristo) es una suerte que no todos tienen. Podremos estar contentos, como les dijo Jesús a los suyos, de que "nuestros nombres están inscritos en el cielo". Es legítima y profunda la alegría que sentimos por la fe que Dios nos ha concedido y por haber sido llamados a colaborar en el bien de los demás.
José Aldazábal
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El evangelista Lucas narra hoy el hecho que da lugar al agradecimiento de Jesús por los beneficios que el Padre ha otorgado a la humanidad. Agradece la revelación concedida a los humildes de corazón, a los pequeños en el Reino. Jesús muestra su alegría al ver que éstos admiten, entienden y practican lo que Dios da a conocer por medio de él.
En otras ocasiones, en su diálogo íntimo con el Padre, también le dará gracias porque siempre le escucha. Alaba al samaritano leproso que, una vez curado de su enfermedad (junto con otros 9), regresa sólo él donde está Jesús para darle las gracias por el beneficio recibido. Como escribe San Agustín:
"¿Podemos llevar algo mejor en el corazón, pronunciarlo con la boca, escribirlo con la pluma, que estas palabras: Gracias a Dios? No hay nada que pueda decirse con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad".
Así debemos actuar siempre con Dios y con el prójimo, incluso por los dones que desconocemos. Gratitud para con los padres, los amigos, los maestros, los compañeros. Para con todos los que nos ayuden, nos estimulen, nos sirvan. Gratitud también, como es lógico, con nuestra madre la Iglesia.
La gratitud no es una virtud muy usada o habitual, y, en cambio, es una de las que se experimentan con mayor agrado. Debemos reconocer que, a veces, tampoco es fácil vivirla. Santa Teresa de Jesús afirmaba: "Tengo una condición tan agradecida, que me sobornarían con una sardina".
Los santos han obrado siempre así. Y lo han realizado de 3 modos diversos, como señalaba Santo Tomás de Aquino: "Primero, con el reconocimiento interior de los beneficios recibidos. Segundo, alabando externamente a Dios con la palabra. Y tercero, procurando recompensar al bienhechor con obras, según las propias posibilidades".
Josep Vall
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El evangelio de hoy nos relata la alegría de los discípulos, cuando vuelven de predicar por todas partes, con muchos frutos, la llegada del reino de Dios. Jesús, también lleno de gozo radiante, les dice: alegraos porque vuestros nombres están escritos en el cielo.
En efecto, la esperanza de la bienaventuranza, y el permanecer siempre junto a Dios, es la fuente inagotable de la alegría: Al entrar en la gloria eterna, si somos fieles, escucharemos de boca de Jesús estas inefables palabras: "Entra en el gozo de tu Señor" (Mt 25, 21).
El gozo del cristiano, aquí en la tierra, es imposible fuera de Dios. El Señor pone en nuestro camino alegrías naturales, sencillas; cristiano debe poner un esfuerzo paciente para reconocerlas: La alegría de la existencia y la vida, del amor honesto y santificado, de la naturaleza y del silencio, del trabajo esmerado y del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir, del sacrificio escondido.
Como decía Santo Tomás de Aquino, "la alegría es el amor disfrutado; es su 1º fruto. Y cuanto más grande es el amor, mayor es la alegría" (Suma Teológica). Dios es amor, enseña San Juan (1Jn 4, 8); un amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la santidad es amar, corresponder a esa entrega de Dios al alma.
Por eso el discípulo de Cristo es un hombre alegre, aun en medio de las mayores contrariedades, pues "yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar" (Jn 16, 22). Ya decía Santa Teresa de Jesús que "un santo triste es un triste santo", y es verdad. Porque la tristeza tiene una íntima relación con la tibieza, con el egoísmo y la soledad.
El Señor nos pide el esfuerzo para desechar un gesto adusto o una palabra destemplada para atraer muchas almas hacia él, con nuestra sonrisa y paz interior, con garbo y buen humor. Si hemos perdido la alegría, la recuperamos con la oración, con la confesión y el servicio a los demás sin esperar recompensa aquí en la tierra.
Procuremos hoy sábado rezar con más esmero el Rosario, y pidamos a nuestra Señora que con nuestra alegría sepamos llevar a Dios a nuestros parientes y amigos, porque vivimos en un mundo que frecuentemente está triste, buscando la felicidad allí donde no está.
Francisco Fernández
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Jesús, los discípulos vuelven hoy con alegría de su misión. Han tocado con sus manos el poder de la gracia, y hasta los demonios se rinden al oír tu nombre. El apostolado es una de las mayores fuentes de alegría. Cuando por mi ejemplo y mi palabra de cristiano otras personas se sienten removidas y cambian de vida, tú me llenas de alegría.
Sin embargo, aún mayor alegría me produce el saberme hijo de Dios; el saber que me quieres personalmente, por mi nombre; que mi nombre está escrito en el cielo. Si el apostolado en sí es una gran fuente de alegría, aun mayor es el saberse amado, escogido. Soy cristiano hijo de Dios, porque tú has querido, y me has dado tu gracia para que crea en ti, espere en ti y te ame.
La alegría cristiana es una realidad que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Como ya dijo el papa Juan Pablo II, nada más acceder a su pontificado:
"Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo encarnado, el Redentor del hombre, no puede menos de experimentar en lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo. No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado. Testimoniad vuestra alegría, y habituaos a gozar de esta alegría" (Alocución, 24-III-1979).
Jesús, cuando me ves comportarme como un buen hijo de Dios (con amor a los demás, con afán apostólico) te llenas de una gran alegría, como ocurrió a la vuelta de esos 72 discípulos: se llenó de gozo en el Espíritu Santo. Yo también quiero darte alegrías, sólo alegrías. Por eso, aunque a veces me cueste ser cristiano, he de seguir luchando para que tú estés contento de mí.
Madre del Sábado, tu canto en el Magnificat es a la vez humilde y gozoso, porque humildad y alegría siempre van juntas, y porque la alegría es una consecuencia de la humildad. Ayúdame, Madre, a ser humilde como lo fuiste tú: a saberme nada delante de Dios, a la vez que me siento todo, porque mi nombre está escrito en el cielo.
De esta forma, mi vida se llenará de seguridad, de paz y de alegría. Una alegría que no puede quedarse encerrada en uno mismo, sino que se desborda necesariamente en el afán apostólico, en el deseo de que los demás encuentren también esa misma felicidad.
Pablo Cardona
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El poder del que Jesús ha dotado a la Iglesia debe ser entendido de forma totalmente diferente de la concepción que los hombres usualmente tienen respecto a este ámbito. En este pasaje se niega que el auténtico poder esté ligado a la posibilidad de satisfacción de caprichos e intereses ilimitados.
Por el contrario, dicho poder, para su recta comprensión, debe ser situado en la dependencia filial, puesta de manifiesto en la actitud de Jesús para con su Padre, perfectamente comprensible para sus débiles seguidores pero oculta e ignorada por los sabios e inteligentes dominadores de este mundo.
Ello exige una purificación de nuestro lenguaje sobre el poder si queremos expresarlo adecuadamente en el marco del mensaje de Jesús. El poder entonces encuentra su verdadero marco de comprensión en su íntima unión con la vulnerabilidad del corazón de Dios frente a todos los débiles y desvalidos de este mundo. Sólo del poder entendido como íntima compasión con ellos puede brotar la alegría de Jesús y la alegría de sus seguidores.
El triunfo sobre las fuerzas del mal tiene su fuente en esta relación de intimidad con ese Dios de los impotentes de este mundo que destruye de este modo todo orgullo y autosuficiencia incapaces de crear la feliz comunión de la familia de los hijos de Dios.
Confederación Internacional Claretiana
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Los 72 discípulos regresan hoy felices porque han combatido el mal, de una manera efectiva, en nombre de Jesús. Y a diferencia de la misión de los 12 apóstoles (Lc 9, 1-6.10-11), la misión de los Setenta y Dos es clausurada por Jesús con un gran festejo.
En 1º lugar, agradece Jesús al Padre haber dado dones abundantes a su humilde comunidad de discípulos. Pues éstos, siendo hombres y mujeres normales (y samaritanos), han sabido entender perfectamente el mensaje que comunica el Padre en Jesús. Ello alegra mucho a la Iglesia, que ve en la persona de Jesús la realización perfecta de la obra de Dios: la nueva creación.
La comunidad de misioneros reconoce que en Jesús Dios ha culminado lo que había comenzado en la creación y en el pueblo elegido. Por esto, se alegran de que la presencia de Jesús se manifieste de manera especial en medio de ellos. Pues, todo lo que hicieron los profetas fue una preparación para recibir lo que Dios en Jesús nos daba.
Hoy como entonces, la Iglesia está llamada a abrirse a la acción de Dios, para hacer efectiva la presencia de Jesús entre los seres humanos. Una apertura que comienza con una fe radical en Jesús, y con una fe en lo que creía Jesús. Pues no basta con creer en el Hijo de Dios, sino que se hace necesario creer que es posible lo que Jesús quería. La fe de Jesús nos llama hoy a hacer de este mundo un proyecto de vida, donde las personas se realicen en todas sus dimensiones, y donde la vida fraterna sea la alternativa al egoísmo institucionalizado.
Servicio Bíblico Latinoamericano
c) Meditación
Nos cuenta hoy el evangelista el regreso del grupo de los Setenta y Dos enviado a la misión por Jesús, expresando cada uno de ellos su propia experiencia. Por lo visto, hasta los demonios se les sometían al pronunciar el nombre de Jesús, y en general
aquella experiencia había sido del agrado de todos. Por lo menos, todos volvieron contentos, ya que decían: Hasta los demonios se nos sometían en tu nombre.Disponer de un poder tan grande sobre los demonios les llenaba de regocijo. Pero Jesús les dice que ha
y algo más importante por lo que estar alegres y contentos, y es no porque se les sometan los espíritus (algo gratificante, por supuesto), sino porque sus nombres están inscritos en el cielo (como colaboradores de Cristo).Haber sido inscritos con nuestros propios nombres en el cielo es tener la garantía
de ser declarados aliados de Cristo por el mismo Dios, así como tener asegurado el destino glorioso en el Reino de los Cielos. Esta es la esperanza de cuantos asumen por él una tarea misionera. Si compartimos con él sudores y sufrimientos en este mundo, podemos tener la seguridad de que compartiremos también con él su gloria y bienaventuranza. Éste sí será realmente nuestro salario y recompensa.Los 72 discípulos de Jesús habían tenido una experiencia de dominio, sometiendo a las fuerzas del mal. Y esto les había llenado de satisfacción, quizás más por el poder (erótica del poder) que por el efecto benéfico logrado en todos aquellos en los que el maleficio cedía terreno.
Jesús parece confirmar esta apreciación de sus discípulos, y por eso les dice: Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Así como les vuelve a recordar: Os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno.
Por tanto, su experiencia no había sido un espejismo, sino que realmente disponían de potestad para pisotear el ejército del enemigo. Pero su contento no debían ponerlo ahí, sino en otra cosa, como les recuerda Jesús: No estéis alegres porque se os someten los espíritus, sino porque vuestros nombres están inscritos en el cielo.
En esta inscripción deben (y debemos) poner los discípulos su alegría. Es verdad que todavía no están en el cielo y no pueden disfrutar de esa estancia, pero sí pueden alegrarse porque disponen al menos de una inscripción en el reino de la bienaventuranza.
Nuestro principal motivo de alegría no debe estar ni en nuestro poder (aunque sea un poder recibido de Dios), ni en nuestra actividad (aunque ésta sea una actividad tan noble y benéfica como la de extirpar el mal), sino en que nuestros nombres están grabados en el corazón de Dios, y en que moramos en ese corazón como sus predilectos (o al menos como sus dilectos). Ahí debe radicar nuestra alegría: en la conciencia de que Dios nos ama, y por eso nos reserva un lugar junto a sí en el cielo.
La alegría en la que vivía Jesús le venía del Espíritu Santo, y por eso él, lleno de esta alegría, exclama: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla.
Este sí es un motivo de alegría suscitado por el Espíritu Santo: gozarse con las acciones de Dios, que esconde a los sabios y entendidos y que revela a la gente sencilla. Este proceder divino, que dificulta el conocimiento a los engreídos en su sabiduría, y lo facilita a los sencillos, es un inmenso motivo de alegría para el que está lleno del Espíritu de Dios.
Cristo constata así que su mensaje ha sido mejor acogido por los sencillos que por los que creen saber. Y es que los escribas (entendidos en las Sagradas Escrituras) y fariseos son quienes más resistencia han plantado a su mensaje. Esta actitud de complacencia en su propio saber les ha privado del conocimiento que Dios quería revelarles por medio de su Hijo. Y los sencillos, desde la conciencia de su propia ignorancia, lo han aceptado con extrema facilidad.
El resultado es que Dios se ha revelado a éstos, ocultándose a los otros. Pero no porque haya decidido caprichosamente discriminar a los primeros, negándoles la participación en este conocimiento, sino porque su actitud les ha cerrado al don divino.
Jesús, que sintoniza enteramente con este modo de proceder, se alegra y da gracias al Padre porque ha colmado a los sencillos de sus dones, precisamente porque son sencillos. Esto es, porque se dejan donar. Porque en este ámbito siempre será verdad que nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.
El Hijo es el único medio para conocer al Padre, y pretender seguir otra vía de conocimiento o acceso al Padre es una pretensión inútil. Nadie conoce al Padre si el Hijo no se lo da a conocer, porque el único que conoce de verdad al Padre es el Hijo. Saltarse esta mediación es condenarse al desconocimiento de Dios.
Por eso es tan necesario ser sencillo, tener un corazón dócil y aceptar humildemente la verdad que nos llega por la revelación del Hijo, porque éste no es un conocimiento que se pueda conquistar con nuestro esfuerzo. Si lo hacemos así seremos dichosos, porque alcanzaremos a ver lo que todo hombre ansía ver, lo que muchos profetas y reyes desearon ver y no vieron, lo que nosotros mismos deseamos ver ahora y no podemos (porque todavía vivimos en el tiempo de la fe).
Lo que sí podemos es alegrarnos con esta revelación que nos presenta a Dios como Padre y nos hace sentirnos hijos amados de Dios. Este amor paternal se convierte en la garantía de nuestra futura bienaventuranza, porque nos sitúa ya en el cielo como inscritos. Aún no podemos gozar de esta estancia, pero sí al menos esperar el momento del gozo amparados en nuestra inscripción. Ésta se presenta como una garantía de posesión.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología