3 de Octubre
Viernes XXVI Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 3 octubre 2025
a) Bar 1, 15-22
El texto que leemos hoy de Baruc ha sido seleccionado por su larga oración litúrgica, cuya forma y contenido tiene precedentes en otros libros (Dn 9,4-19; Esd 9,6-15; Ne 1,5-11; 9,6-37), donde el clamor colectivo responde a situaciones parecidas de angustia y desastre nacional.
La plegaria empieza con una confesión sincera y lúcida de los pecados de la comunidad (de ahora y de antes), sigue con el reconocimiento del sentido del castigo divino y termina pidiendo misericordia. En este triple momento se encierra una bella y profunda teología del pecado, de la conversión y del perdón, en un clima y en un ritmo mental de salud y serenidad.
El pueblo (no sólo el de ahora, sino también el de antes) es responsable en todos sus estratos, y en él son responsables los de arriba y los de abajo, la jerarquía y los carismas, los magistrados y los sacerdotes, los profetas y las amas de casa (v.16).
El principal pecado reside en haber despreciado la palabra de Dios: "Desde el día en que el Señor sacó a nuestros padres de Egipto hasta hoy no hemos hecho caso al Señor, nuestro Dios. No escuchamos la voz del Señor, nuestro Dios, que nos hablaba por medio de sus enviados" (vv.19.21). Se recuerda constantemente el beneficio del éxodo, que contrasta con la contumacia del pueblo.
El desprecio secular de la palabra de Dios explica las calamidades en que se encuentra el pueblo. Entre los desastres más graves se mencionan las escenas de antropofagia que se produjeron durante el asedio de Jerusalén en cumplimiento de una amenaza ya anunciada: "Una nación te sitiará en todas tus ciudades, y te comerás el fruto de tu vientre, la carne de los hijos e hijas que te haya dado Yahveh tu Dios" (Dt 28, 53). Otro castigo es la sujeción a pueblos extranjeros, que los escarnecen.
Esta situación ha hecho que el pueblo reflexione sobre su historia nacional de pecado y clame a Dios. Tal clamor, que en lenguaje bíblico significa conversión, indica también la esperanza de poder ser nuevamente pueblo de Dios.
Según esta visión, el hombre se encuentra sometido a la exigencia total de la palabra divina, y su vida depende enteramente de tal palabra: "Esta palabra es vuestra vida" (Dt 32, 47). La religión del AT es esencialmente la religión de la palabra escuchada, a la cual el hombre, con sus obras, debe dar la fisonomía de la respuesta. Al igual que sucede en el NT, cuya religión se resume en una proposición: la palabra de Dios es Jesús de Nazaret, en el cual Dios se hace palabra definitiva y manifiesta quién es.
Frederic Raurell
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Hoy y mañana leeremos una selección de textos del libro de Baruc, un libro escrito en el s. I a.C (por alguien que no es Baruc), pero que nos habla de la vuelta a Sión del s. VI a.C, tras el destierro de Babilonia (sobre alguien que se llamaba Baruc). Un Baruc que probablemente era el secretario y hombre de confianza del profeta Jeremías, y por eso le encontramos tanto en Babilonia (con los desterrados) como a la muerte de Jeremías (ca. 580 a.C) y en la vuelta a Sión (ca. 540 a.C).
Aquí leemos su oración emocionada y humilde, en la que reconoce que son culpables de lo que les está pasando, porque todos han sido infieles a Dios, empezando por los políticos y sacerdotes: "No obedecimos al Señor que nos hablaba, seguimos nuestros malos deseos, haciendo lo que el Señor nuestro Dios reprueba". Nos viene bien a todos recapacitar y sentir humildemente vergüenza por lo que nos está pasando. Y reconocernos culpables, porque "pecamos contra el Señor no haciéndole caso".
Tenemos que aprender las lecciones que nos da la historia. Los períodos de decadencia de una persona o de la Iglesia se deben, seguramente, a muchas causas. Una de ellas es nuestra propia dejadez y nuestra infidelidad a la Alianza que habíamos prometido a Dios. Sembramos vientos y recogemos tempestades. Olvidamos la base sólida del edificio y luego nos quejamos de que la primera ventolera ha derrumbado sus paredes.
La Oración de Baruc sigue siendo actual. Solemos excusarnos echando las culpas a los demás o a las instituciones o al mundo que nos rodea. Pero entonar el mea culpa de cuando en cuando, con golpes en el pecho bien dados (en el nuestro, no en el de los demás), nos ayuda a progresar en nuestra vida de fe.
Lo hacemos normalmente al empezar la eucaristía, con el acto penitencial. Lo hacemos, sobre todo, cuando celebramos el Sacramento de la Reconciliación. Eso nos ayuda a reflexionar sobre si estamos "siguiendo nuestros malos deseos sirviendo a dioses ajenos". Y nos invita a corregir la dirección de nuestra vida para no llegar hasta la ruina total.
Hagamos nuestro el salmo responsorial de hoy: "¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar siempre enojado? Que tu compasión nos alcance pronto. Socórrenos, Dios, Salvador nuestro, líbranos y perdona nuestros pecados". Es una buena manera de afirmar que no estamos conformes ni con nuestra vida ni con la situación de la sociedad, si la vemos decadente, y que estamos dispuestos a luchar por su mejora.
José Aldazábal
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El comienzo de la Oración de Baruc, que hoy escuchamos, está marcado por la doctrina de la retribución (Dt 28,15-68; Lv 26,14-39). La desgracia castiga al pueblo porque ha pecado, y como todas las generaciones son solidarias en el pecado y el castigo, se trata, para que dicha desgracia sea alejada, de reconocer, en el nombre de las generaciones pasadas, las responsabilidades incurridas.
La confesión de sus faltas es por consiguiente para el pueblo una forma de situarse de nuevo en la historia de la salvación. Una oración penitencial y de confesión de las faltas que pierde fuerza en el NT, pues el contexto de retribución del AT (como el de Baruc) está completamente sobrepasado por Cristo, con el Sacramento de la Penitencia. En el AT, la gestión penitencial no es una especie de recuperación de la inocencia, sino el reconocimiento de violación del derecho y de la justicia, y el recurso a la misericordia inalterable de Dios.
La confesión del AT llega, a lo sumo, a la recuperación del estado de justicia, con la ayuda de Dios y cuando ésta se ha perdido. Es un gesto de reconciliación con Dios, como si los judíos le tendieran la mano. La confesión cristiana exigirá todavía algo más: la auténtica de conversión, y la celebración de la gratuidad del perdón de Dios.
Maertens-Frisque
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El autor del libro de Baruc no fue Baruc sino alguien muy posterior al destierro, que debió escribirlo en una de las comunidades judías de la diáspora helenista, en tiempos de la rebelión de los Macabeos. De hecho, su autor se valió de las semejanzas entre la catástrofe del año 587a.C, y de la persecución de la Seléucidas, para proyectar en el pasado (en Baruc, secretario del profeta Jeremías) los sucesos que había visto desarrollarse ante sus ojos.
Este procedimiento, frecuente en la antigüedad, es llamado pseudonimia, y en él el autor ponía su obra bajo el patrocinio de algún gran personaje de la historia nacional.
Por lo demás, el libro tiene 4 partes, que comienza con una introducción histórica y sigue con una confesión nacional. Por sí sola, esta confesión basta para que atribuyamos la obra a la época posterior a la Caída de Jerusalén, dentro del ambiente de las grandes lamentaciones colectivas (cuando nació el género literario de las confesiones). Éstas encontraban normalmente su sitio en las liturgias penitenciales que se celebraron después del regreso del destierro.
Por otra parte, la llamada que Dios nos hace a la conversión, en el pasaje que hoy hemos escuchado del libro de Baruc, es el inicio de la manifestación de su amor misericordioso hacia nosotros. Nosotros no podemos ser gratos ante él, y no podemos presentarnos ante él como sus hijos amados, si antes no hemos reconocido que le fallamos, y que fuimos rebeldes a la Alianza nueva y definitiva que él pactó con nosotros.
Y no sólo hemos de reconocer nuestras faltas, sino que hemos de arrepentirnos y pedir perdón, lo cual nos ha de llevar a reiniciar un volver a caminar con lealtad en la presencia del Señor.
Dios es siempre fiel a su amor por nosotros. Jamás dejará de amarnos, por muchas ofensas y rebeldías que hayamos hecho en contra suya, pues en medio de nuestras infidelidades, él permanece fiel, ya que no puede desdecirse a sí mismo. Si a veces, por culpa nuestra, la vida se nos complica, no podemos hacer responsable a Dios de lo que nosotros mismos hemos provocado.
Si queremos disfrutar de una sociedad más sana y más en paz, nosotros, que decimos creer en Cristo como nuestro Dios hecho hombre, escuchemos su voz y, como fieles discípulos suyos, pongámosla en práctica; hagamos la prueba y veremos qué bueno es el Señor y cuán rectos son sus caminos.
Josep Aragonés
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El libro de Baruc se escribió en una época en que muchos judíos se encontraban en la diáspora, dispersos en pequeñas comunidades judías y en medio de grandes ciudades paganas. Se trata de la experiencia apasionante de una vida religiosa que se mantiene fervorosa, y unida por la oración. En muchos ambientes los cristianos de hoy se encuentran en minoría y dispersos entre unos hombres y mujeres prácticamente extraños a su fe.
En concreto, nos dice hoy el libro de Baruc que "al Señor, nuestro Dios, pertenece la justicia, a nosotros, en cambio, la confusión del rostro, como es patente en el día de hoy". La humildad no tiene hoy buena prensa. El mundo se burla de los humildes.
Esta postura o estado se considera una dimisión. Y sin embargo, más allá de posibles desviaciones contra las que tenemos que luchar para no contribuir a que esta virtud resulte odiosa a nuestros contemporáneos, la humildad es un valor esencial. Desde un simple punto de vista humano, la humildad es un valor de verdad, lo contrario de la ampulosidad y la suficiencia. Desde el punto de vista religioso, la humildad es el reconocimiento de nuestra verdadera situación delante de Dios.
"Sí, hemos pecado contra el Señor, le hemos desobedecido", recuerda Baruc. En efecto, nuestra "condición humana" no es solamente frágil, limitada y efímera, sino también pecadora. Y no hace falta abrir los ojos para verlo, pues los baño de violencia, de sexo, de dinero y de opresión llegan a nuestros odíos. Y basta mirar lúcidamente el fondo de nuestro interior para descubrir allí esas mismas tendencias.
El solo hecho de reconocer este pecado en nosotros, es ya de por sí liberador, sobre todo cuando afirmamos cuál es la dirección esencial de nuestra vida. Cuando reconozco que te he desobedecido, Señor, afirmo al mismo tiempo que eres tú el verdadero sentido de mi vida.
"En nuestra ligereza (nos sigue diciendo Baruc), no hemos escuchado la voz del Señor". Y cada uno de nosotros, según el capricho de su perverso corazón, hemos ido a servir a dioses extraños, a hacer lo malo a los ojos del Señor, nuestro Dios. Nuestra libertad profunda no se ejerce de veras más que en los límites de nuestra conciencia real. Nuestra responsabilidad recae en lo que sabemos. Y Jesús pudo decir de sus verdugos: "Perdónalos, Padre, que no saben lo que hacen".
Efectivamente, nuestra ligereza y nuestra inconsciencia nos inducen a satisfacer nuestros propios caprichos en lugar de cumplir la voluntad de Dios, porque Dios sólo quiere nuestro bien más profundo. Por esto, "como sucede en este día, se nos han pegado los males".
El pensamiento judío, como también el pensamiento popular de muchos pueblos, piensa que hay una relación entre el pecado y la desgracia. Es la tesis de la retribución: cosecha lo que has sembrado. Cristo ha superado netamente ese punto de vista demasiado estrecho (Jn 9, 3), y sigue siendo verdad que la felicidad consiste en seguir a Dios. Todo aquello que nos desvía de su voluntad, nos aleja también de nuestro bien más profundo.
Noel Quesson
b) Lc 10, 13-16
"¡Ay de ti Corozaín, Betsaida y Cafarnaum!", exclama hoy Jesús, contrastando estas 3 ciudades de Galilea con Sodoma, Tiro y Sidón (3 ciudades paganas). Se trata de 2 descripciones completas (3 nombres), a la par que reales (nombres propios) de 2 situaciones antagónicas.
Con esta sentencia, Jesús prevé ya que la respuesta de los paganos será muy superior a la del pueblo escogido. No siempre los hombres religiosos y observantes son el mejor terreno de cultivo para la experiencia del reino.
Pero situémonos en el final de la perícopa evangélica que hemos leído hoy. Allí está el mensaje central del relato proclamado. Lucas deja bien en claro y sin titubear que Jesús, es el enviado del Padre, autorizado por Dios para presentar a la humanidad el designio insondable del Creador.
Así como Jesús es el enviado del Padre, los discípulos son los enviados de Jesús. Jesús, los autoriza para que anuncien el Reino y lo extiendan por todos los lugares conocidos. Jesús sabe que a él solo, como hombre, la tarea del anuncio del Reino, lo sobrepasa. Él "no hace alarde de su condición de Dios", y por eso siente la necesidad de hacerse ayudar de hombres y mujeres, para hacer que el Reino llegue a toda la tierra.
Toda persona o comunidad que rechace a los discípulos, está rechazando a Jesús mismo, y todo aquel que rechaza a Jesús, rechaza a quien le envió: el Padre. Esta advertencia de Jesús, no tiene por qué llenarnos de falso orgullo; sino que tiene una exigencia profunda: quien más ha sido favorecido por el mensaje de Jesús, más responsabilidad tiene, y a quien mucho se le da, mucho se le exige.
Hoy nosotros tenemos que evaluar nuestra actitud frente al Reino. También hemos sido elegidos por gracia. No tenemos mérito alguno para ser escogidos. Pero tenemos que responder a este llamado de Dios con altura y con responsabilidad. Es una exigencia y debemos cumplirla.
Dejemos el juicio a Dios. Nosotros anunciamos a tiempo y a destiempo el reino de Dios con todos sus valores. No perdamos el tiempo, ni las oportunidades que nos ofrece la vida para que la soberanía de Dios se a una realidad en los corazones y las conciencias que todas las personas.
El reino de Dios nos urge, nos llama, tiene que ser tarea de todos, pero iniciativa única de Dios. Dispongámonos a ser obreros del Reino con alegría y con disponibilidad, pero también con mucha apertura, para que otros accedan a él, con la libertad y la alegría de verdaderos hijos e hijas de Dios.
Fernando Camacho
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El misionero cristiano debe contar de antemano con el rechazo de cierto sector de sus destinatarios. El evangelista cita la lamentación de Jesús sobre dos ciudades judías, Corozaín y Betsaida, limítrofes del lago de Galilea, cuyo comportamiento había sido peor de lo que sería de imaginar de ciudades paganas como Tiro y Sidón. Corozaín y Betsaida contemplaron la fuerza liberadora de Jesús, pero no se convirtieron.
El rito de la conversión se expresaba en tiempos de Jesús vistiéndose de una ropa ruda (saco) y sentándose sobre cenizas, que se echaban por la cabeza en señal de arrepentimiento. Jesús se lamenta especialmente de una 3ª ciudad (Cafarnaum), centro de su actividad misionera durante su estancia en Galilea y testigo de sus curaciones, dirigiéndose a ella con el mismo lamento con que Dios se dirige a la ciudad de Babilonia, enemiga del pueblo de Israel, en el libro de Isaías (Is 14, 13.15).
Este lamento de Jesús expresa su profunda decepción y tristeza por el rechazo que ha recibido de ésta y de sus ciudadanos y se presenta como una última oportunidad de conversión para esta ciudad, que igualará en el castigo a la de Babilonia, cuyo orgullo será abatido ("bajará hasta el abismo").
Pero el misionero no debe desalentarse en su tarea de anunciar el evangelio, pues tanto en la acogida que recibe como en el rechazo que padece se hace patente la identificación solidaria entre él, Jesús y el Padre Dios. Quien lo acoge o rechaza rechaza a Jesús o a Dios.
Aunque la experiencia del rechazo es siempre dolorosa, en esta situación los discípulos encontrarán consuelo tomando conciencia de su identificación y comunión con Jesús y con el Padre. No están solos en la misión. Jesús y Dios están con ellos para que el desaliento no los descorazone y el evangelio pueda seguir siendo anunciado y liberando a la gente.
Gaspar Mora
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Ayer escuchábamos, al final de sus consignas para el envío misionero, la última de las consignas de Jesús: "Cuando no seáis recibidos, salid a las plazas y decid: Hasta el polvo de este pueblo que se nos ha pegado a los pies nos lo limpiamos, ante vosotros".
Es así como Jesús decididamente consideró el fracaso, o el rechazo a escuchar. Pero incluso ante ese rechazo las consignas de pobreza y de misión pacífica permanecen ("id a otra parte"), y todas las demás advertencias también (porque lo quieran o no, "Dios reinará"). Pero no es incumbencia de los apóstoles hacer ese juicio, porque ese juicio ya lo hace el propio Jesús: "Yo os digo: el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ese pueblo".
Y es entonces cuando estallan las maldiciones de los labios de Jesús: "¡Ay de ti Corozaín, ay de ti Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia cubiertas de sayal y sentadas en ceniza".
Las ciudades de Corozaín, Betsaida y Cafarnaum (al norte del Lago de Tiberíades) delimitan un triángulo, el sector en el que más trabajó Jesús. Esas ciudades recibieron mucho en riquezas espirituales (si hubiesen querido escuchar), mientras que las paganas Sodoma, Tiro y Sidón fueron pobres en atención espiritual.
Por eso las amenazas y comparaciones de hoy hay que escucharlas baso esa consigna: la riqueza espiritual, y no bajo la seguridad: cuanto más abundantes son las gracias recibidas, tanto más hay que hacerlas fructificar. Por eso, "en el juicio, habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras".
¿Pensamos a menudo en ese juicio de Dios sobre nosotros? Jesús lo nombra sin cesar como punto de referencia. Para apreciar una cosa, un acto, una situación, se necesita una medida de comparación: algo es pequeño o grande según el punto de referencia.
Para Jesús el punto de referencia del hombre, en cuanto a su verdadero valor, es el juicio de Dios. Esta apreciación del punto de vista de Dios es a menudo bastante diferente de las apreciaciones corrientes del mundo, y las ciudades paganas (que no recibieron tanta predicación como las cristianas) serán tratadas menos severamente que las ciudades privilegiadas por una presencia de Iglesia más abundante. ¿Estoy convencido de esto? Y si es así, ¿qué exigencia me sugiere?
"Y tú Cafarnaum, ¿piensas encumbrarte hasta el cielo? Pues no lo harás, sino que te hundirás en el abismo". Cafarnaum era la ciudad que Jesús había adoptado como centro de su predicación, quizás porque en ella Pedro tenía su casa y su oficio, y fue de largo la ciudad más nombrada en el evangelio (16 veces en Lucas).
Sí, Cafarnaum fue una ciudad privilegiada, y Jesús hizo de ella "su ciudad" (Mt 9, 1), hizo en ella numerosos milagros (Lc 4, 23) y quiso también que sus habitantes entraran en el reino de Dios. Pero la oferta no fue aceptada.
Termina Jesús diciendo que "quien os escucha a vosotros, me escucha a mí; quien os rechaza a vosotros, me rechaza a mí". Estas sorprendentes palabras hacen que resalte la grandeza de la tarea apostólica o misionera: es una participación a la misión misma de Jesús. Dios necesita de los hombres, y hay hombres por los cuales habla Dios. ¿Con qué amor, con qué atención estoy delante de los enviados de Dios? Y en principio, acepto yo que Dios me envíe otros hombres, hermanos débiles como yo, pero con el peso de esta responsabilidad?
Noel Quesson
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Jesús y los suyos tenían ya experiencia de fracaso en su trabajo evangelizador. Acababan de dejar Galilea, de donde conservaban algunos recuerdos amargos. En su paso por Samaria no les habían querido hospedar. En Jerusalén les esperaban cosas aún peores.
Jesús anuncia que, al final, habrá un juicio duro para los que no han sabido acoger al enviado de Dios. Tres ciudades de Galilea, testigos de los milagros y predicaciones de Jesús, recibirán un trato mucho más exigente que otras ciudades paganas: hoy se nombra a Tiro y Sidón, y ayer a Sodoma. Los de casa (el pueblo elegido, los israelitas) son precisamente los más reacios en interpretar los signos de los tiempos mesiánicos.
Lo que le pasó a Cristo le pasa a su comunidad eclesial, desde siempre: bastantes llegan a la fe y se alegran de la salvación de Cristo. Pero otros muchos se niegan a ver la luz y aceptarla. No nos extrañe que muchos no nos hagan caso. A él tampoco le hicieron, a pesar de su admirable doctrina y sus muchos milagros.
La libertad humana es un misterio. Jesús asegura que el que escucha a sus enviados (a su Iglesia) le escucha a él, y quien les rechaza, le rechaza a él y al Dios que le ha enviado. Ése va a ser el motivo del juicio. No valdrá, por tanto, la excusa que tantas veces oímos: "yo creo en Cristo, pero en la Iglesia, no".
Sería bueno que la Iglesia fuera siempre santa, perfecta, y no débil y pecadora como es (como somos). Pero ha sido así como Jesús ha querido ser ayudado, no por ángeles, sino por hombres imperfectos.
Jesús nos enseña a reaccionar con cierta serenidad ante el rechazo del mundo. Que no pidamos que baje un rayo del cielo y destruya a los no creyentes. Ni que mostremos excesivo celo en eliminar la cizaña del campo. Nos pide tolerancia y paciencia. Aunque hoy también nos asegura que el juicio, a su tiempo, dará la razón y la quitará.
José Aldazábal
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Hoy vemos a Jesús dirigir su mirada hacia aquellas ciudades de Galilea que habían sido objeto de su preocupación y en las que él había predicado y realizado las obras del Padre. En ningún lugar como Corozaín, Betsaida y Cafarnaum había predicado y hecho milagros. La siembra había sido abundante, pero la cosecha no fue buena, y ni siquiera Jesús pudo convencerles.
¡Qué misterio, el de la libertad humana! Podemos decir no a Dios, y el mensaje evangélico no se impone por la fuerza, sino que tan sólo se ofrece. De ahí que yo pueda cerrarme a él, y tanto aceptarlo como rechazarlo. El Señor respeta totalmente mi libertad.
Las expresión de hoy de Jesús ("ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida"; v.13), al acabar su misión apostólica, expresa más sufrimiento que condena. La proximidad del reino de Dios no fue para aquellas ciudades una llamada a la penitencia y al cambio. Jesús reconoce que en Sidón y en Tiro habrían aprovechado mejor toda la gracia dispensada a los galileos.
La decepción de Jesús es mayor cuando se trata de Cafarnaum: "¿Hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el hades te hundirás!" (v.15). Aquí Pedro tenía su casa y Jesús había hecho de Cafarnaum el centro de su predicación. Una vez más vemos más un sentimiento de tristeza que una amenaza en estas palabras. Lo mismo podríamos decir de muchas ciudades y personas de nuestra época. Creen que prosperan, cuando en realidad se están hundiendo.
"Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha" (v.16), concluye Jesús. Estas palabras, con la que concluye el pasaje de hoy, son una llamada a la conversión y traen esperanza. Si escuchamos la voz de Jesús aún estamos a tiempo. La conversión consiste en que el amor supere progresivamente al egoísmo en nuestra vida, lo cual es un trabajo siempre inacabado. San Máximo de Tiro nos dirá: "No hay nada más agradable y amado por Dios como el hecho de que los hombres se conviertan a él con sincero arrepentimiento".
Jordi Sotorra
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Jesús, hoy me recuerdas una de las grandes verdades de la fe católica: "Quien a vosotros oye, a mí me oye". Tu misión no se acaba con los apóstoles, sino que has venido para salvar a los hombres de todos los tiempos: "Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).
Por eso cuando dices vosotros no sólo te refieres a esos pescadores de Galilea, sino también a todos sus sucesores (los obispos). Quien oye a los obispos cuando hablan sobre verdades de fe, no escucha a unos predicadores más o menos inteligentes, con los que se puede estar más o menos de acuerdo. Te escuchan a ti.
Jesús, tú quieres dejarme hoy esta idea bien clara, porque la tentación es peligrosa. Que fácil es pensar que yo sé más, que yo puedo interpretar la Biblia tan bien o mejor que el Magisterio de la Iglesia. Que difícil, en cambio, es obedecer. Hoy en día parece que el valor más importante es una libertad sin límites, y que (por tanto) nadie me puede imponer su autoridad. Y por entronizar una libertad mal entendida, muchos se alejan de la verdad, de ti.
"Quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado". Jesús, aunque el papa y los obispos sean hombres como yo (y, por tanto, puedan cometer errores), en materia de fe tienen una especial asistencia del Espíritu Santo.
Por eso se explica que durante dos mil años, a pesar de las debilidades humanas y de las difíciles circunstancias por las que ha pasado la Iglesia (persecuciones, divisiones, herejías, presiones de todo tipo), las verdades de fe se han mantenido intactas.
Para mantener a la Iglesia en la pureza de la fe transmitida por los apóstoles, Cristo, que es la Verdad, quiso conferir a su Iglesia una participación en su propia infalibilidad. Como dice el Catecismo de la Iglesia: "Por medio del sentido sobrenatural de la fe, el pueblo de Dios se une indefectiblemente a la fe, bajo la guía del magisterio vivo de la Iglesia" (CIC, 889).
Pero además, dice Jesús que "quien a vosotros oye, a mí me oye". ¿Crees todavía que son tus palabras las que convencen a los hombres? Además, no olvides que el Espíritu Santo puede valerse para sus planes del instrumento más inepto.
Jesús, indirectamente, también te refieres a todos los cristianos (puesto que todos somos discípulos tuyos) cuando dices: "Quien a vosotros oye, a mí me oye". Cuando hablo de ti a algún amigo, lo importante no es tanto la lógica de mis argumentos, ni mi facilidad de palabra, sino mi unión personal contigo, mi vida interior. Sólo de esta manera seré un buen instrumento tuyo y mis palabras serán eco fiel de las tuyas.
Jesús, si no son mis palabras las que convencen a los hombres, sino la gracia del Espíritu Santo, se comprende que el primer apostolado sea la oración y la mortificación por las personas a las que quiero acercar a ti. Por más inepto que sea el instrumento, y por más difíciles que sean mis amigos, si rezo con fe y ofrezco pequeños sacrificios por ellos, tú les darás la gracia necesaria para que mejoren y te amen.
"¡Ay de ti, Corozaín!", me dices hoy a mí, Jesús, recordándome que a quien más se le da, más se le va a pedir. Yo he tenido una educación y unos ejemplos que me han facilitado mucho el camino de la fe. Otros, en cambio, han recibido menos. Que tenga el sentido de responsabilidad de hacer fructificar esos talentos que me has dado.
Pablo Cardona
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Jesús pasó muchas veces por diversas ciudades derramando innumerables bendiciones sobre sus habitantes, pero éstos no se convirtieron; no hicieron penitencia, y sin esa conversión del corazón, acompañada de la mortificación, la fe se obscurece y no se sabe descubrir a Cristo que nos visita. Cristo sigue pasando por nuestras ciudades y continúa derramando sus bendiciones sobre nosotros.
Saber escucharle y cumplir su voluntad hoy y ahora es de capital importancia para nuestra vida. La Escritura llama dureza de corazón cuando existen malas disposiciones y resistencia a la gracia (Ex 4,21; Rm 9,18). A veces alegamos dificultades de algún tipo, pero en realidad se trata de resistencia a abandonar un mal hábito o a luchar decididamente contra algún defecto que impide una mayor correspondencia a lo que el Señor pide.
Hemos de quemar con la mortificación, las malas hierbas que tienden a crecer en nuestra alma, para convertir nuestro corazón en tierra buena que espera la semilla para dar fruto. La mortificación no es algo negativo, sino que rejuvenece el alma, la dispone para entender y recibir los bienes divinos, y nos sirve para reparar por nuestros pecados pasados. Por eso pedimos frecuentemente al Señor enmendationem vitae, spatium verae paenitentiae (lit. "un tiempo para hacer penitencia y enmendar la vida"), como dice el Misal Romano en su fórmula Intentionis Misae.
Encontramos tres campos para la mortificación: la aceptación amorosa y serena de los contratiempos que cada día nos llegan: cosas que nos son contrarias, aquellas que no son como nosotros quisiéramos, o que llegan de modo inesperado y que nos exigen cambiar de planes. El Señor que permite el mal, sabe sacar bienes en beneficio de nuestra alma. No dejemos nosotros de convertirlo en motivo de amor, de crecimiento interior.
El 2º campo de nuestras diarias mortificaciones es el cumplimiento del deber, con el que nos hemos de santificar. Ahí encontraremos cada día la voluntad de Dios para nosotros; y hacerlo con perfección, con puntualidad y con amor, requiere sacrificio.
El 3º campo de mortificaciones está en aquellas que buscamos voluntariamente con deseo de agradar al Señor, y de disponernos mejor para la oración, para vencer las tentaciones, y para ayudar a nuestros amigos a acercarse al Señor: "Una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia", decía San José Mª Escrivá.
Francisco Fernández
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¿Alguna vez te has detenido a ver la obra que Dios ha hecho en tu vida? Estoy seguro que si miras hacia atrás y eres honesto contigo mismo verás el paso de Dios por tu vida. Cada una de nuestras historias personales está marcada por la delicadeza y el amor de Dios. Incluso de aquellos momentos que nos han parecido menos buenos. Si el hombre es honesto descubrirá en su vida el rastro amoroso de Dios.
De este Dios que nos busca, que no se cansa de hacernos el bien, de un Dios que a pesar de nuestras infidelidades continúa manifestándose con amor. Jesús hoy reprocha a estas ciudades que no fueron capaces de descubrir todo lo que Dios había hecho por ellas; no fueron capaces de cambiar su vida ni aun viendo la obra de Dios en ella.
No permitas que esto pase en tu vida, pues Dios espera de ti un cambio, sobre todo hacia él y hacia los que viven a tu alrededor. Quizás valdría la pena reflexionar este fin de semana: ¿Cómo he respondido a todo el amor que Dios ha derramado en mi vida?
Ernesto Caro
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La soberbia humana ha construido una sociedad injusta que se resiste a aceptar el mensaje liberador de Dios. Como el faraón (que no quiere dejar vivir dignamente al pueblo de Dios) y como el rey babilonio, los poseedores del poder en este mundo siempre encuentran a cada paso una justificación, para oponerse al designio de Dios.
El endurecimiento de su corazón hace que el anuncio del mensaje asuma la forma peligrosa de una lucha en que el enviado está enfrentado a fuerzas gigantescas que se le oponen. Frente a la presencia de esas fuerzas nace en él una viva conciencia de la propia impotencia que puede conducirlo al desánimo y a sensación aguda de fracaso.
Para superar esos desalientos y manteniéndose fiel en la lucha contra el mal, que se le ha confiado, el enviado debe tomar conciencia de la profunda identificación entre sus intereses y los intereses de Jesús y de Dios. Sólo de esa identificación que hace al enviado (yo) semejante a quien lo envía (Cristo) puede nacer el coraje para afrontar las enormes dificultades que el anuncio encuentra en el orgullo del corazón de los poderosos de este mundo.
Pero junto al aliento y confianza que surge de esta seguridad, brota simultáneamente desde esa identificación un deber para el enviado. Se le exige ser capaz de renunciar a todo interés y egoísmo propio a fin de hacer transparente a Jesús y al designio divino. Sólo si está convencido de esta verdad, podrá realizar con éxito la misión confiada y continuar su tarea hasta el fin.
Confederación Internacional Claretiana
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Junto al texto del envío misionero de los 72 de ayer, Lucas nos transmite hoy 3 ayes contra las ciudades de Galilea que se han opuesto, o han rechazado, a esos 72 misioneros enviados ayer.
Aunque Jesús haya lanzado la propuesta del Reino para todos los pueblos, muchos no han querido acogerla. Y entre ellos están Corozaín, Betsaida y Cafarnaum, que a pesar de haber recibido la gracia de Dios (a través de la predicación y los milagros de Jesús), no aceptaron el plan salvífico de Dios. Por eso Jesús las maldice y las compara con Tiro y Sidón, ciudades paganas que (dice Jesús) si hubieran recibido las manifestaciones de Dios, se habrían convertido.
Todo parece indicar que la predicación y las acciones milagrosas de Jesús sólo fueron para ellos hechos extraordinarios del momento, que no les cambiaron la vida; no las interpretaron a la luz de la fe, por eso Jesús les advierte sobre su condenación en el juicio final.
En nuestra vida, Dios sigue haciendo milagros, sigue hablando a nuestro corazón y a veces nuestra respuesta es la indiferencia. Muchas veces nos quedamos en palabras bonitas, nos impresionamos con hechos extraordinarios, pero no pasamos de ahí, seguimos con el corazón endurecido, como la gente de Corozaín, Betsaida y Cafarnaum. Peor aún, creemos que ya tenemos la solución, nos creemos salvados, convertidos definitivamente.
Puede ser que Jesús nos rechace en el Juicio Final por lo que pudimos haber hecho y no hicimos, por no haber amado a quienes pudimos amar, por no haber sido solidarios con quienes pudimos serlo, y todo ello porque nuestro corazón estuvo siempre endurecido por el egoísmo.
Servicio Bíblico Latinoamericano
c) Meditación
Cuando se iba cumpliendo el tiempo, nos dice hoy el evangelista Lucas, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Se trata del tiempo de la misión que debe llevar a término en Jerusalén, tal como indicaban las Escrituras: No conviene que ningún profeta muera fuera de Jerusalén.
En el trayecto hacia este final (y principio) de etapa que tiene su punto geográfico en Jerusalén, Jesús y sus acompañantes se encuentran con el rechazo de los samaritanos en una de las aldeas donde habían previsto alojarse. La razón es que se trata de unos judíos que peregrinan a Jerusalén (porque tal es su centro religioso) para cumplimentar a su Dios, y ellos, samaritanos, no quieren contactos con judíos.
Aquel rechazo fue muy mal recibido por algunos de los discípulos que acompañaban a Jesús en su travesía. Concretamente, el evangelista señala a Santiago y a Juan, que son los que hacen a su Maestro esta propuesta: Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?
La propuesta parece desorbitada, pero es algo que ya había hecho algún profeta como Elías con los sacerdotes de Baal. Tampoco parece inspirada en la mansedumbre cristiana, sino en la venganza. Y Jesús, que sí conserva la mansedumbre frente a la contrariedad, les hace ver que ese no es el camino a seguir. Por eso, se volvió expresamente a ellos y les regañó.
Les regañó porque ese pensamiento no procedía del Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos y manda la lluvia a justos e injustos. Y eso merecía su reproche y descalificación. Entonces se marcharon a otra aldea, como había aconsejado el mismo Jesús: Si un lugar no os recibe, sacudíos el polvo de los pies.
El rechazo de Jesús, Hijo y Enviado, del Padre, es rechazo del mismo Padre que está en el principio de todos los envíos y mediaciones. Por eso, la escucha o el rechazo de cualquier enviado (de Dios) afecta o remite, en virtud de la mediación o de la representación, al principio del que deriva ese envío o palabra. Es decir, a Dios mismo como principio, al Padre.
Si aquellas ciudades samaritanas fueron ingratas a su actividad salvífica, y merecieron oír de labios de Jesús palabras de condena, también nosotros podemos merecerlas en razón de nuestra indiferencia y laxitud a los avisos saludables de sus enviados, que siguen haciéndonos llegar todavía hoy el mensaje que Dios tiene reservado para cada uno de nosotros.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología
Act:
03/10/25
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