14 de Noviembre
Viernes XXXII Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 14 noviembre 2025
a) Sab 13, 1-9
El cap. 13 del libro de la Sabiduría es uno de los que más abundantemente ponen de manifiesto la erudición helenística del autor. A la manera griega, ve en la belleza del mundo un valor religioso (v.3), y piensa que el dinamismo de la creación puede dejar al descubierto a su Autor (v.4). Pero sigue fundamentalmente fiel a su fe judía, y quizás no sea inútil ver cómo ambas culturas (judía y griega) confirman al autor en su fe en la existencia de Dios.
La fe judía en la existencia del Creador está marcada por la lucha que el yahvismo mantiene contra las concepciones sacralizantes de la naturaleza. Para Canaán y Babilonia, la naturaleza revela un Dios que la tiene a su merced mediante la fecundidad que la envía o la niega. Ritos mágicos permiten participar en esa fecundidad, y los mitos la explican mediante la hierogamia misteriosa de los dioses y de las diosas.
Para Israel, por el contrario, el mundo ha sido creado merced a una iniciativa libre y amorosa de Dios, que ha sido inmediatamente secularizada, si así puede decirse. Los relatos del Génesis afirman, en efecto, la creencia en un Dios creador. Pero al mismo tiempo afirman la certidumbre de que el mundo ha sido confiado por Dios al hombre, su visir.
Dios es, efectivamente, el autor del mundo. Pero no a la manera de los dioses creadores del Oriente, que lo alienan con su manera de dirigirlo. El Dios creador es en Israel más trascendente al mundo que los dioses orientales, pero la religión no es por eso menos pura; desacralizada y desmitificada, es la relación libre del hombre (visir) al Dios a quien reconoce.
La creación es considerada, además, por el juicio, como el 1º acto de un Dios que dirige la historia hasta la salvación, mediante una serie de intervenciones gratuitas (que suponen la colaboración del hombre).
La relación del hombre con su Creador no está ya condicionada por las leyes naturales de fecundidad y explicación mitológica, sino por la relación libre y gratuita de Dios (y de su visir en el mundo). Para la Biblia, "ignorar a Dios" (v. 1) no es necesariamente negarse a creer en su existencia, sino rechazar ese diálogo personal y libre que la doctrina judía de la creación postula, entre Dios y el hombre.
El concepto que los griegos se forman del mundo es bastante diferente del de los judíos, y el autor de la Sabiduría parece reprochárselo. No condena dicho autor tanto la idolatría (porque los griegos no caen en esa aberración), sino que apunta más bien a sus especulaciones intelectuales. Por otro lado, los griegos no son tampoco ateos, y tienen un sentido del misterio de las cosas y buscan a Dios a su manera.
¿Qué reproche se les puede hacer entonces? El de no haber podido pasar de su conocimiento de las cosas visibles al conocimiento del Ser por excelencia (v.1). El autor supone, pues, que es posible pasar de lo visible a lo invisible, y por eso reprocha a los griegos el no haber recorrido hasta el final el camino, que hubiera debido llevarles hasta Dios.
Pero el autor no dice cómo habrían debido comportarse los griegos para pasar de la naturaleza creada al Dios creador, sino que se contenta con una condena somera del pensamiento griego.
Por otra lado, los pocos argumentos utilizados, como el de la hermosura de la creación (v.3), eran conocidos y utilizados por los filósofos griegos, pero sin aplicarlos necesariamente a la noción de un Dios trascendente. Se limitaban, en efecto, a extraer de ellos la idea de un Demiurgo organizador de una materia preexistente, o la de un principio inmanente a la creación.
Se concibe, por tanto, que el autor se sienta orgulloso de que su fe judía le proporcione la idea de un Dios personal y trascendente. Pero nos quedamos a media ración cuando afirma la posibilidad de un conocimiento natural de Dios, sin indicar el camino que lleva a ese conocimiento.
Maertens-Frisque
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La página veterotestamentaria de hoy es testimonio de la erudición helenística del autor de la Sabiduría, que capta la ciencia de su época y encuentra en ella una razón suplementaria para adorar a Dios. Sobre todo, recalca el pasaje de hoy la belleza de la creación revela al Creador, y que "son insensatos todos los hombres que ignoran a Dios, y que a través de los bienes visibles no son capaces de conocer a Aquel que es, ni reconocieron al Artífice considerando sus obras".
La belleza del mundo tiene un valor religioso. Y no será el descubrimiento más profundo de las ciencias modernas, lo que pueda reducir la belleza del universo. El cual resulta ser mayor y más complejo aún, desde la inmensidad del cosmos a lo infinitamente pequeño del átomo ("el fuego, el viento, el aire sutil, la bóveda estrellada, la ola impetuosa").
Hay que saber detenerse ante esas maravillas. Vivimos en medio de fenómenos extraordinarios que habitualmente no vemos. Danos, Señor, una mirada nueva para contemplar "el fuego, el viento, la flor, el niño, la estrella, la ola del mar". Porque "si quedaron encantados por su belleza, hasta el punto de haberlos tomado como dioses, sepan cuánto les aventaja el Señor de todos ellos pues fue el Autor mismo de la belleza quien los creó".
En todo tiempo los hombres han sido sensibles a la belleza. Y esta era una absoluta pasión en los griegos, en la época del autor de la Sabiduría. El mundo moderno siente también inclinación a idolatrar la belleza, de hacerla un fin, de dejarse captar por su encanto. Ayúdanos, Señor, a contemplarte a ti, fuente e inventor de todo lo que es bello. Tú fuiste el 1º en tener la pasión de hacer cosas bellas.
Se trata de una de las más perfectas expresiones de síntesis entre:
-la filosofía griega, toda ella orientada
hacia la lógica y la ciencia;
-la teología tradicional, que admira a Dios
como Creador.
Toda la civilización occidental está en germen en tales actitudes de la mente. De hecho, fue en el marco de esa civilización en que se desarrollaron a la vez:
-la técnica industrial, que utiliza
"el poder y
la eficiencia" de las cosas;
-una noción justa de Dios, a la vez presente y
distinto de su creación.
Pensando en el prodigioso empuje de las ciencias actuales, yo te alabo, Señor. Y lejos de sentir miedo, según una concepción pesimista de la existencia, te contemplo en las maravillas "del poder y de eficiencia" del mundo. Con todo, recuerda el libro de la Sabiduría, "no son éstos demasiado censurables; pues tal vez se desorientan buscando a Dios: viviendo entre sus obras, se esfuerzan por conocerlas y las apariencias los seducen". Tanta es la belleza que sus ojos contemplan.
¡Ah, Señor, cuán positiva es esta actitud! Pues en lugar de censurar categóricamente "a los que se dejan seducir por la belleza" del mundo, hay que comprenderlos primero, compartiendo su punto de vista (pues "tanta es la belleza que sus ojos contemplan").
Da Señor, a todos los cristianos, esa actitud de comprensión por su época, y ese deseo de compartir con todos (creyentes y no-creyentes) las admiraciones y entusiasmos de los hombres de hoy. Concédenos, Señor, tener respeto los unos a los otros, y esa indulgencia que nos haga decir: "No son éstos demasiado censurables", su error no ha sido muy grande.
Noel Quesson
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Acabamos de leer unos fragmentos del largo discurso del libro de la Sabiduría sobre la idolatría. Los escritos tardíos del judaísmo, y los primeros del cristianismo, contienen numerosas apologías del monoteísmo. Lo cual no deja de ser sorprendente, pues pareciera que la idolatría todavía constituía un sistema cerrado entre los ss. IV y I a.C, o que todavía tenía repercusiones en el campo religioso.
Pero vayamos al texto, porque de esos tales idólatras dice el pasaje de hoy que "son unos desgraciados, que ponen su esperanza en seres inertes, y llaman dioses a las obras de sus manos humanas" (v.10). Se contenta con calificar a todas esas obras (oro, plata...) de obras humanas, subrayando su origen e inutilidad, como el niño que destripa un muñeco, lo destroza y lo tira a la basura.
No es ningún secreto que tras los dioses fenicios, egipcios o asirios, latían valores nacionalistas. O que en el célebre panteón romano, donde figuraban todos los dioses conocidos en la antigüedad, confluyeran las más diversas corrientes del pensamiento, de los más recónditos de las civilizaciones entonces conocidas.
Los dioses personificaban la guerra, el sexo, la paternidad y la maternidad, la riqueza y el poder. Y eran símbolos de los valores nacionales, de todo lo que el hombre temía o quería poseer o dominar. Adorar un ídolo era aceptar una determinada escala de valores.
El hombre moderno ha destripado los ídolos, o los ha colocado en museos. Pero no ha caído en la cuenta de que está fabricando otros, al divinizar el sexo, el dinero, la supremacía nacional, la casta familiar, el deporte y todo aquello que, de una forma supersticiosa, constituye su esperanza. El libro de la Sabiduría nos revela el alcance de esta máxima: "Conocerte a ti es justicia perfecta, y acatar tu poder es la raíz de la inmortalidad" (Sb 15, 3).
En lugar de limitarse a consolidar el monoteísmo a base de mandamientos, también Jesús declara dichosos a todos los que renuncian comunitariamente a dar valor al dinero, elimina de raíz todo principio de autoridad y de primacía en su grupo. Y recuerda que los pequeños y los sencillos son los que más fácilmente pueden "entrar en el reino de Dios".
La sociedad moderna está plagada de ídolos, forjados también por manos humanas. Se llaman televisión, propaganda, consumo, ideologías y bienestar paradisíaco. Y esos ídolos contribuyen a crear la misma idolatría que en la antigüedad.
La Iglesia, robustecida y confortada por la experiencia del Espíritu, y alertada por el mensaje de Jesús, es la instancia critica que puede ayudar al hombre a darse cuenta de la vaciedad de sus ídolos, y a descubrir la perla auténtica, por cuya posesión se puede renunciar a todos los demás valores (por seductores que sean).
Josep Rius
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El pasaje de la Sabiduría de hoy nos habla de esa posibilidad de conocer, a través de las obras de Dios, a su Autor. Una posibilidad que, para los hombres de hoy, parece cada vez más difícil, posiblemente bajo excusa de la ciencia. La ciencia nos ha ayudado a conocer mejor la realidad, y ha purificado de supersticiones y de visiones simplistas muchos de los elementos tradicionales del mundo religioso. Y esto sin duda es bueno, es justo.
Pero nos ha hecho pagar un precio. Porque la ciencia tiene una mirada lineal y superficial sobre la realidad, y parece como si hubiera matado en nosotros la capacidad para leer entre líneas, o como si nos hubiera incapacitado para desarrollar una de las actividades más nobles del hombre: las realidades más profundas.
El símbolo es algo decisivo, que permite dar el salto hacia realidades más transcendentes (como la bandera, que aunque sea un mero trozo de tela, unifica y enorgullece a toda una nación). Pues bien, la creación es el símbolo del amor derrochador de Dios, y la cruz el símbolo de la profundidad del amor de Cristo por nosotros.
Y estos símbolos son necesarios, por experiencia y porque la vida (no sólo la científica, sino también la metafísica y física) se fragua a través de ellos, de forma necesaria. Por otra parte, la liturgia también está llena de realidades y gestos simbólicos.
Carlos García
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Nos viene a decir el pasaje de hoy del libro de la Sabiduría que busquemos sinceramente a Dios, pues él sale al encuentro de quien lo busca con sinceridad. En nuestro camino hacia él nos encontraremos con toda su creación, en la que él imprimió su sello. Ojalá no nos detengamos en las criaturas de Dios, confundiéndolas con su Creador.
Actualmente muchos piensan en el influjo de los astros sobre el hombre, estén en lo cierto o más bien no. Y esto nos viene a decir que vivimos en un universo en que todo está en constante interrelación. De ahí que hayamos de aprovechar al máximo todas las capacidades y posibilidades de aquello que, desde el principio, el Creador puso al servicio del hombre.
Sin embargo, esto no puede llevarnos a elevar a la categoría de Dios lo que ha sido creado para servirnos. Más bien, a través de todo lo creado hemos de llegar a reconocer a Aquel que es el origen y la causa 1ª de todo lo creado: Dios.
Por medio de Cristo, Dios se hizo Dios con nosotros, para que no sólo llegáramos a la conclusión de que Dios existe, sino para que, poseyendo la misma vida y el Espíritu de Dios en nosotros, podamos entrar en una auténtica relación con él. Más aún, para que lleguemos a ser sus hijos y, junto con Cristo, sus herederos (de la gloria del Padre).
José A. Martínez
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Los paganos tenían que haber reconocido a Dios a través de la naturaleza creada. Ésta es la tesis que desarrolla hoy el libro de la Sabiduría. Y lo hace en medio de una sociedad helenista, como la de Alejandría.
Pero dichos paganos, continúa diciendo la Sabiduría, "han sido necios y vanos", porque se han quedado en lo creado, sin dar el salto al Creador. Se han dejado encandilar por la hermosura y la grandeza de las cosas, y "tienen por dioses al fuego, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes".
De la hermosura y del vigor de lo creado, los paganos tendrían que haber pasado a calcular "cuánto más poderoso es quien los hizo". El cosmos es bueno, pero tendrían que haber descubierto a su Señor. Éste es el fallo de los que han llegado a una religión naturalista, adorando "al sol y a la luna, o a los grandes ríos".
Aquí no leemos el otro ataque, más fuerte, que hace el autor contra otra clase de increyentes: los que se han construido con sus propias manos ídolos de piedra (o de madera), y los adoran. A los anteriores, de algún modo los disculpa, porque el cosmos es en verdad admirable. Pero los idólatras son más necios y vanos, porque adoran la obra de sus manos.
Es el mismo razonamiento que en el NT hace San Pablo en su Carta a los Romanos (Rm 1 ,18-32): a pesar de que Dios se nos ha manifestado en la creación, muchos no le han querido reconocer, y "jactándose de sabios se volvieron estúpidos".
Nosotros ya hemos dado ese salto, y confesamos que "creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra". Si tenemos tiempo, hoy podemos leer los nn. 279-301 del Catecismo, en donde desarrolla este 1º artículo de fe.
No debemos perder la capacidad de admirar la hermosura y grandeza de la creación. Porque tanto en sus grandes dimensiones (el macrocosmos), como en las pequeñas (el microcosmos), es admirable lo que Dios ha hecho. Como dice la Plegaria Eucarística IV, "todo lo ha hecho con sabiduría y amor".
Los ecologistas tienen toda la razón para admirar y defender la naturaleza. Los cristianos, además, sabemos ver a Dios en todo lo creado, en el fondo de los mares y en el vigor de las montañas, en la anatomía humana y en los caprichosos colores de una flor o de una mariposa, en la grandeza de los espacios cósmicos y en la estructura de un pequeño animalito.
Debemos enseñar a nuestros hijos a ver la mano de Dios en la hermosura de la naturaleza. La evolución puede haber venido durante millones de años, a partir del bing bang (como inventó el padre Lemaitre). Pero detrás de toda esa maravilla, que la ciencia todavía está descubriendo con sorpresas nuevas, está la mano poderosa y amable de Dios. Tenemos que saber "leer el cosmos en cristiano" y gozarnos de él, porque para nosotros lo creó Dios.
Con el salmo responsorial de hoy podemos decir convencidos: "El cielo proclama la gloria de Dios, el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra".
José Aldazábal
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Los textos litúrgicos de ayer eran un canto a la sabiduría, a la luz y a la sal (que mantiene en buen estado de conservación los seres y dones de la naturaleza y de la gracia). Hoy vamos a subrayar la necesidad de saber mirar con sabiduría todas las cosas, pues en ellas habla Dios, y por ellas hay que buscarlo. Podemos hacerlo inspirándonos en un himno litúrgico que es mirada sobre las cosas con espíritu de fe y amor a la creación.
He aquí reflejada la actitud de un verdadero sabio. No tiene todavía la iluminación de la fe que nos vendrá con la palabra de Jesús, pero busca a Dios a través de los signos y huellas que ha ido dejando por las cosas, "colmándolas de hermosura".
El libro de la Sabiduría fue escrito desde la fe, y en él el autor habla de haber encontrado a Dios en la naturaleza, en la historia de Israel y en la conciencia de saberse elegido y amado de Dios.
Quizás nosotros, los que leemos esta página, también hayamos encontrado al Señor. Pero hay muchos que todavía no lo han encontrado, y hemos de orar por ellos. La razón no demuestra quién es Dios, o dónde está, o cómo gobierna. Solamente advierte que, con lo que descubrimos a ras de tierra, tenemos muy corta explicación de las cosas, de la vida y de la esperanza.
A nosotros nos alumbra el don de la fe, que nos pone en manos de Dios Padre y de Cristo su Hijo. Y ese don no lo hemos merecido, ni lo hemos conquistado, ni lo hemos razonado. Sino que lo hemos recibido como gracia. Dios sea bendito por el don de la fe. Concede, Señor, este don a todos los redimidos por Cristo.
Dominicos de Madrid
b) Lc 17, 26-37
Continuamos analizando el pequeño apocalipsis de Jesús (vv.20-37). Hasta ahora hemos visto la presencia del reino de Dios entre nosotros (vv.20-21) y la presencia de Cristo resucitado entre nosotros (vv.22-25). Y decíamos que esas presencias eran el hecho escatológico más importante de todo el NT.
Hoy nos toca ver la 2ª parte del discurso apocalíptico a los discípulos (vv.26-37), a través de 2 analogías del AT aplicadas al día de Jesús (vv.26-30), y de las actitudes que debemos tener ante este día (vv.31-36). Finalmente, abordaremos de nuevo la pregunta sobre el cuándo (v.37).
El texto comienza hablando de "los días del Hijo del hombre" (v.26), y luego se refiere al "día en que el Hijo del hombre se manifestará" (apokaluptetai; v.30). Es el día del apocalipsis de Jesús. Pero no se habla en el texto de la venida o parusía de Jesús, sino de su manifestación apocalíptica.
Yo pienso que "el día del Hijo del hombre" es, por supuesto, la parusía de Jesús. Pero esta experiencia de la manifestación (o parusía) de Jesús ya se vive durante todo el tiempo presente (de ahí el plural "los días"). Las 2 analogías (que están en estricto paralelo) de los días de Noé y de los días de Lot, sugieren también 2 momentos: los días antes del diluvio y de la destrucción de Sodoma, y el día mismo del diluvio y de la destrucción.
También ahora vivimos los días del Hijo del hombre, cuando "comemos, bebemos, nos casamos, compramos, vendemos, plantamos, construimos", y el día mismo de la parusía del Hijo del hombre. En realidad, no podemos separar tanto la vivencia actual del Cristo resucitado y el día final de su parusía.
A continuación, el texto habla de las actitudes que tenemos que tener en el día de la parusía de Jesús (vv.31-35). Y muestra 2 ejemplos: el que esté en el terrado (que no baje) y el que esté en el campo (que no vuelva). Y se recuerdan dos cosas: la mujer de Lot (que miró para atrás) y lo que ya les había dicho Jesús ("quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará"; v.33).
Se dan a continuación 2 situaciones que sucederán "aquella noche" (la noche de la Parusía): 2 en un mismo lecho (uno tomado y otro dejado) y 2 mujeres moliendo juntas (una tomada y otra dejada).
El sentido general de la actitud a tener es claro: no volver atrás, no mirar atrás ni guardar la vida, sino mirar adelante y seguir perdiendo la vida. Pero no todos estarán listos, y los que están preparados partirán, mientras que otros se quedarán durmiendo o afanado en su trabajo. No se trata, pues, de una partida de todos por parejo.
El v. 37 plantea una pregunta de los discípulos: "¿Dónde Señor?". En los discursos apocalípticos de todas las épocas, siempre surge este tipo de preguntas: dónde, cuándo, cómo... Pero Jesús no responde, ni ningún discurso apocalíptico responde este tipo de preguntas por innecesarias. Porque lo importante es estar siempre preparados, y si se sabe el momento, se perdería esa vigilancia.
Querer saber el cómo es algo todavía peor, por responder a la pura curiosidad. Jesús aquí cita un dicho popular (sobre los muertos y los cuervos), como diciendo que donde aparezca el Hijo del hombre ahí estarán sus discípulos. Jesús mismo es el dónde, y respecto al cuándo nos responde con una escatología, mucho más rica que la cronología. Es decir, su interpretación no seguirá la lógica del tiempo, sino la lógica de lo último y más fundamental en nuestra historia.
Juan Mateos
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Mediante 2 comparaciones, invita hoy por Jesús a la vigilancia a los vividores, a los que solamente viven al día y pasan de todo, a los que pueden llegar a creer que el hecho de rechazar a Jesús no tendrá consecuencias. Pues si no vigilan su vida, les podrá suceder lo que sucedió a los contemporáneos de Noé y de Lot, y la situación se les convertirá en catastrófica a todos los que no hayan hecho ya la opción por este Mesías rechazado y humillado.
La llegada del Hijo de hombre será tan imprevista como el fulgor del relámpago: nadie podrá preverla. Como en tiempos de Noé y de Lot, los cálculos y las cábalas de los fariseos son completamente inútiles. Y los que se pasan a la clandestinidad, con el fin de organizar un levantamiento en el desierto, son unos farsantes. Jesús invita a no hacer caso de nadie, y a saber que sólo la vigilancia puede prevenir la catástrofe.
Lucas compara la situación descrita hasta ahora con el desastre de Jerusalén, durante los sucesos de los años 66-70, y con la condición en que quedó la mujer de Lot (Gn 19, 26). El aferramiento a las cosas terrenales, o a los valores del pasado, conducirá al desastre.
La Caída de Jerusalén (ca. 70) fue la consecuencia histórica de haber rechazado al Mesías. Y el desastre final será también consecuencia de haber rechazado a Jesús y los valores que él encarnaba (vv.31-33). Compartir un mismo reposo, o un mismo trabajo, no asegura la misma suerte a los hombres. El fin de los que serán abandonados a su suerte es la de los cadáveres después del asedio (vv.34-37).
Josep Rius
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Como en los tiempos de Lot y de Noé, los hombres de hoy día siguen ocupados en los grandes afanes de la vida (fortuna, diversión, comida, sexo, clan familiar, negocios), y el quehacer de ese trabajo es absorbente, de tal forma que se olvida la dimensión de profundidad: que Dios viene desde el fondo, que Dios llama y quiere convertirnos a la auténtica verdad de nuestra vida. El juicio se desvela en forma de sorpresa (vv.26-32).
Ante esta llamada pueden darse 2 tipos diferentes de fracaso: el de aquellos que están demasiado ocupados en sus cosas, y simplemente prefieren no escuchar (como los habitantes de Sodoma); o el de aquellos que han escuchado la llamada pero sienten la nostalgia del mundo, y abandonan lo emprendido por retornar hacia lo antiguo (como la mujer de Lot).
La venida del reino de Dios establece en el mundo sus propias fronteras. Los judíos suponían que la salvación se inclinaría hacia los hombres de su pueblo, y mientras tanto los gentiles sufrirían la condena. La palabra de Jesús destruye esa confianza, y asegura que la salvación o condena responden a la hondura radical de cada una de las vidas de los hombres.
Por eso habrá 2 (marido y mujer) en una misma cama, formando un mismo sueño y envueltos en sus mismos ideales, virtudes y defectos. Y el juicio pasará precisamente por el medio de esa cama, separando la actitud y la verdad de cada cónyuge.
Lo mismo sucede con los 2 criados que trabajan en el campo, o con las 2 siervas que muelen en el cuarto más profundo de la casa. Aparentemente han compartido unos valores y unos fallos, pero el juicio les espera, y en la hondura de su vida serán juzgados de forma distinta (vv.34-35).
Ante una existencia semejante, es necesario profundizar hasta las mismas raíces de la vida, porque es precisamente allí donde se vendrá a decidir el juicio. Dios no se fija en las apariencias, ni la vida de los hombres se realiza simplemente en una misma altura.
Lo que importa es la actitud y la decisión fundamental, y aquella hondura en que se viene a decidir el verdadero valor de la existencia. Teniendo esto en cuenta, el texto nos recuerda 2 verdades importantes, una de carácter más judío (v.37) y otra de sentido ya cristiano (v.33).
La verdad judía ofrece una formulación enigmática: "Donde está el cadáver, allí se reunirán los buitres" (v.37). La frase se concibe como respuesta a la interrogación de aquellos que preguntan por el dónde del juicio. Con estas palabras, que proceden de un refrán antiguo, Jesús ha respondido "en todas partes". Allí donde esté el cadáver (es decir, allí donde se encuentre el hombre) bajarán los buitres (vendrá el juicio de Dios). Esta verdad ya la sabían los judíos, y la Iglesia vuelve a repetirla.
Esa verdad está atestiguada en todos los estrados de la tradición evangélica: "El que pretenda guardarse su vida la perderá; el que la pierde la recobrará" (Lc 9,24; Mc 8,35). "Perder la vida" significa entregarla a Cristo y con Cristo (a los otros), lo que equivale a recobrarla en el momento de la Pascua (resurrección). Desde aquí comprendemos que, en el fondo, todo el juicio de Dios sobre los hombres se identifica con la presencia y el influjo de la muerte y resurrección de Jesús sobre la historia.
Javier Pikaza
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Las palabras del evangelio de hoy muestran que si la mujer de Lot (Gn 19, 26) se convirtió en estatua (o columna, según el hebreo) de sal, no fue por causa de curiosidad sino de su apego a la ciudad maldita. Y porque en vez de mirar contenta hacia el nuevo destino que la bondad de Dios le deparaba, y agradecer gozosa el privilegio de huir de Sodoma (castigada por sus iniquidades), volvió a ella los ojos con añoranza, mostrando la verdad de la palabra de Jesús: "Donde está tu tesoro, allí está tu corazón" (Mt 6, 21).
La mujer de Lot deseaba a Sodoma, y Dios le dio lo que deseaba, convirtiéndola en un pedazo de la misma ciudad que se había vuelto un mar de sal: el Mar Muerto. Con el mismo criterio alude Jesús a los que buscan el aplauso: "Ya tuvieron su paga" (Mt 6, 2.5.16), o al rico epulón: "Ya tuviste tus bienes" (Lc 16, 25).
Es decir, tuvieron lo que deseaban, ya que no desearon otra cosa. Porque Dios da a los que desean (a los hambrientos, según dice María), en tanto que deja vacíos a los hartos (Lc 1, 53).
Cuerpo y cadáver son 2 voces parecidas en griego, y ambas se encuentran en las variantes de Mateo (Mt 24, 28), donde el Señor aplica esta expresión a la rapidez y al carácter visible de su 2ª venida: "Como el relámpago es fulgurante desde una parte del cielo, y resplandece hasta la otra, así será el Hijo del hombre en su día" (v.24).
Hoy Jesús habla con los discípulos y alude a su 2ª venida, que será bien notoria como el relámpago (Mt 24,23; Mc 13,21). Pero antes de ese acontecimiento se presentarán muchos falsos profetas, y será general el descreimiento y la burla (como en tiempos de Noé y de Lot; Gn 7,7; 19,25). No cabe duda de que nuestros tiempos se parecen en muchos puntos a lo predicho por el Señor.
Gaspar Mora
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Hoy día, en el contexto predominante de una cultura materialista, muchos actúan como en tiempos de Noé, que "comían, bebían, tomaban mujer o marido" (v.28). O como los coetáneos de Lot, que "compraban, vendían, plantaban, construían" (v.28). Con una visión tan miope, la aspiración suprema de muchos se reduce a su propia vida física temporal, y todo su esfuerzo se orienta a conservar esa vida, a protegerla y a enriquecerla.
En el fragmento del evangelio de hoy, Jesús quiere salir al paso de esta concepción fragmentaria de la vida, que mutila al ser humano y lo lleva a la frustración. Y lo hace mediante una sentencia seria y contundente, capaz de remover las conciencias y de obligar al planteamiento de preguntas fundamentales: "Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará" (v.33).
Meditando sobre esta enseñanza de Jesucristo, dice San Agustín: "¿Qué decir, pues? ¿Perecerán todos los que hacen estas cosas, es decir, quienes se casan, plantan viñas y edifican? No ellos, sino quienes presumen de esas cosas, quienes anteponen esas cosas a Dios, quienes están dispuestos a ofender a Dios al instante por tales cosas".
De hecho, ¿quién pierde la vida por haberla querido conservar, sino aquel que ha vivido exclusivamente en la carne, sin dejar aflorar el espíritu? O aún más, aquel que vive ensimismado, ignorando por completo a los demás. Porque es evidente que "vivir según la carne" conlleva "no vivir según el espíritu", y éste se debilita.
Toda vida tiende naturalmente al crecimiento, a la exuberancia, a la fructificación y la reproducción. Y si se la secuestra (en este caso, en el plano espiritual), y se la recluye, se marchita, se esteriliza y muere. Por este motivo, todos los santos, tomando como modelo a Jesús (que vivió intensamente para Dios y para los hombres) han dado generosamente su vida de multiformes maneras, al servicio de Dios y de sus semejantes.
Enric Prat
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Jesús deja de lado a los que son incapaces de ver el reino de Dios por causa de su ceguera, y se dirige una vez más a sus discípulos. Y viene a decirles que muchos de ellos buscarán señales en vano, y que cuando corran rumores sobre tiempos y lugares en los que acaecerá el Reino, muchos se dejarán engañar.
Porque cuando venga el Hijo del hombre, él traerá consigo una catástrofe irrevocable para los que no estén preparados. Aquel día traerá la salvación para los creyentes, y traerá el juicio y la destrucción para los incrédulos. E incluso avisa Jesús que, a nivel general, la generación de ese momento será incrédula y se estará entregando a la impiedad, como ocurrió en los días de Noé y Lot.
En efecto, así como el juicio cayó sobre los despreocupados del tiempo de Noé, del mismo modo caerá sobre los hombres y mujeres del día de Jesús. Ocupados en sus asuntos mundanos, no comprenderán ni aceptarán la acción de Dios sobre el mundo.
Es verdad que vendrán muchos charlatanes, o falsos profetas, que confundirán a los creyentes con falsas revelaciones sobre la venida de Cristo. Pero esto no nos debe apartar del camino del seguimiento. Los creyentes, nos dice Jesús, debemos continuar viviendo todas las exigencias de la conversión, aunque no parezca que la venida del Señor esté próxima.
Debemos ser como el administrador fiel (Lc 12, 41-44) y el servidor vigilante (Lc 12, 19-21.35-40), siempre dispuestos a dar cuenta de sus trabajos para cuando vuelva el dueño. De ahí la advertencia que supone para todos nosotros el anuncio del día del Hijo del hombre, que será un día de juicio exigente. Por eso tenemos que estar preparados, porque él llegará a la hora menos pensada.
Fernando Camacho
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Si ayer nos anunciaba Jesús que el Reino es imprevisible, hoy refuerza su afirmación comparando su venida a la del diluvio (en tiempos de Noé) y al castigo de Sodoma (en tiempos de Lot). El diluvio sorprendió a la mayoría de las personas, muy entretenidas en sus comidas y fiestas. Y el fuego que cayó sobre Sodoma encontró a sus habitantes muy ocupados en sus proyectos, sin estar preparados en lo espiritual.
Así sucederá al final de los tiempos. Pero ¿dónde? Lo dice Jesús: "Donde está el cadáver, allí se reunirán los buitres". O sea, que en cualquier sitio donde estemos, allí sucederá el encuentro definitivo con el juicio de Dios.
Lo que Jesús dice sobre el final de la historia, con la llegada del Reino universal, podemos aplicarlo a cada uno de nosotros en el momento de nuestra muerte, y también a esas gracias y momentos de salvación que se suceden en nuestra vida de cada día. Otras veces puso Jesús el ejemplo del ladrón que no avisa cuándo entrará en la casa, y del dueño que puede llegar a cualquier hora de la noche, y del novio que llama a las vírgenes a la boda.
Estas lecturas son un aviso que Jesús nos da, para que siempre estemos preparados y vigilantes, mirando con seriedad hacia el futuro. Porque la vida es precaria, y todos nosotros caducos. Vale la pena asegurarnos los bienes definitivos, y no quedarnos encandilados por los que sólo valen aquí abajo.
Sería una lástima que, en el examen final, tuviéramos que lamentarnos de que hemos perdido el tiempo, al comprobar que los criterios de Cristo son diferentes de los de este mundo: "El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará".
La seriedad de la vida va unida a una gozosa confianza, porque ese Jesús al que recibimos con fe en la eucaristía es el que será nuestro Juez como Hijo del hombre, y él nos ha asegurado: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré el último día".
José Aldazábal
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El evangelio de hoy nos habla del día de la manifestación del Hijo del hombre, usando un lenguaje apocalíptico. La verdad es que hoy no estamos acostumbrados a hablar así. Y no sólo eso, sino que a muchas personas esta manera de hablar (con sus imágenes, sus exhortaciones a la vigilancia, etc) les inspira temor.
Da la impresión de que "el día del Hijo del hombre" se produce por la espalda, con nocturnidad y alevosía, para fastidiar al mayor número posible de seres humanos, o para coger in fraganti a todos. Pero no hace falta ser un exegeta para comprender que una interpretación tal no cuadra con el núcleo de la predicación de Jesús. Dios no es un sádico que busque atemorizar a sus hijos, o sorprenderlos en sus momentos más débiles.
Las alusiones de Jesús a los tiempos de Noé o de Lot tienen un objetivo claro: hacer ver que el encuentro con él (el "día del Hijo del Hombre") no es más de lo mismo, sino un hecho de la máxima seriedad, dividiendo nuestra vida entre el antes y el después.
No podemos seguir a Jesús (que es la novedad) y vivir como antes. En otras palabras: no podemos echar el vino nuevo (de la fe en Jesús) en los odres viejos (de nuestra autosuficiencia).
Gonzalo Fernández
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Nos hace hoy Jesús una llamada más a la vigilancia, y a no vivir de espaldas a esa jornada definitiva (el día del Señor) en la que, por fin, veremos cara a cara a Dios. En algunos ambientes no es fácil hoy hablar de la muerte. Sin embargo, la muerte es el acontecimiento que ilumina la vida, y la Iglesia nos invita a meditarlo para que no nos encuentre desprevenidos.
El modo pagano de pensar y de vivir lleva a muchos a vivir de espaldas a esta realidad (la muerte), en lugar de verla como lo que en realidad es: el posible comienzo de una vida con Dios. Para la gente de hoy, la muerte es el punto final a su estado de bienestar, y a no poder seguir amasando más aquí abajo. Pero como dice el padre Pozo:
"Para el cristiano, la muerte es el final de una corta peregrinación y la llegada a la meta definitiva, para la que nos hemos preparado día a día, poniendo el alma en las tareas cotidianas. Con ellas y a través de ellas, nos hemos de ganar el cielo (Teología del Más Allá).
Antes del pecado original no había muerte, tal y como hoy la conocemos (con ese sentido doloroso y difícil de trance). Pero Jesucristo destruyó la muerte e iluminó la vida (2Tim 1, 10), y gracias a él la muerte adquiere un sentido nuevo, y abre paso a una vida nueva. En Cristo se convierte en "amiga y hermana" (como decía San Francisco de Asís), o en algo precioso en la presencia de Dios (como afirma la Escritura; Sal 115, 15). Pero sin Cristo, se puede convertir en una realidad de pésimas consecuencias (Sal 33, 22).
Cuando suceda la muerte, serán premiados los que hayan sido fieles a Cristo, y hasta en lo más pequeño (hasta un vaso de agua dado por Cristo recibirá su recompensa; Mt 10, 42), porque sus buenas obras lo acompañan. Como decía el papa León X:
"La muerte nos da grandes lecciones para la vida. Nos enseña a vivir con lo necesario, desprendidos de los bienes que usamos que habremos de dejar; a aprovechar bien cada día como si fuera el único; a decir muchas jaculatorias, a hacer muchos actos de amor al Señor y favores y pequeños servicios a los demás, a tratar a nuestro ángel custodio, a vencernos en el cumplimiento del deber, porque el Señor convertirá todos nuestros actos buenos en joyas preciosas para la eternidad" (Exsurge Domine).
Después de haber dejado aquí frutos que perdurarán hasta la vida eterna, algún día partiremos a la casa del Padre. Entonces podremos decir con el poeta Llorens: "Dejó mi amor la orilla, y en la corriente canta. Y no volvió a la ribera, que su amor era el agua" (Secreta Fuente).
Francisco Fernández
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Si el Señor tarda en llegar, esperémoslo constantemente con gran amor, porque ciertamente él vendrá con gran poder y majestad. Pero no nos quiere encontrar embotados por las cosas pasajeras, sino vigilantes, como el siervo bueno y fiel a quien el Amo confió el cuidado de todas sus posesiones. No nos quedemos solamente, pues, en el nivel del comer, beber, casar, comprar, sembrar o construir.
Es cierto que no podemos detener el trabajo ni el avance tecnológico y científico. Pero para quienes hemos puesto nuestra fe en Cristo eso no lo es todo, sino que estamos llamados a perder constantemente nuestra vida, en favor de Cristo y de los demás. Entonces, cuando llegue el final, conservaremos nuestra vida, eternamente escondida en Dios. Ahí es donde Cristo nos aguarda, después de haber padecido por nosotros.
Esperamos alegres la venida de nuestro Salvador, esperanzados en el amor que Dios nos tiene. Por eso elevamos agradecidos a él nuestra alabanza y le reconocemos como el Señor de nuestra vida. Ojalá alcancemos a interpretar los signos del amor y de la salvación, que Dios nos ha manifestado por medio de su Hijo, hecho uno de nosotros.
Aceptar a Jesús, y reconocerlo como nuestro Dios, es no perder la oportunidad de que Aquel que es el esperado como juez (al final del tiempo) llegará para nosotros como Pastor misericordioso, para llevarnos sobre sus hombros a la casa del Padre.
Esforcémonos constantemente por construir la ciudad terrena, conforme a la orden inicial dada por el Creador al hombre: "Domina la tierra y sométela". Pero no nos olvidemos que quienes creemos en Cristo, hemos sido convocados por él para participar de su vida, y para ser enviados a construir el reino de Dios.
Sabiendo que el Señor se acerca a nosotros en cada hombre y en cada acontecimiento de la vida, sirvámosle con amor hasta que él vuelva y dé a cada uno lo que corresponda a sus obras. Que no nos angustie la cercanía (o no) de la venida del Señor, y que más bien nos preocupe el estar entregando nuestra vida por Cristo y por su evangelio: hospedando, sirviendo, socorriendo, alimentando, visitando o consolando a nuestros prójimos desprotegidos.
Esforcémonos también por construir un mundo más en paz, y más fraternalmente unido por el amor. Entonces estaremos ciertos de que, al final, seremos de Dios y viviremos con él eternamente.
José A. Martínez
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Jesús, el día del Hijo del hombre es el día de tu segunda venida, al final de los tiempos. En ese día tú te manifestarás al mundo, y el universo entero se transformará dando lugar a un cielo nuevo y una tierra nueva (2Pe 3, 13). Los que estén unidos a ti con una vida de justicia y santidad participarán en esta definitiva etapa de la Iglesia y del mundo, también llamada la Jerusalén Celestial, en la cual no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, por que el mundo viejo ha pasado.
Jesús, ¿cuándo y dónde ocurrirá esta transformación universal? Tú me respondes: "Acerca de aquel día y hora nadie sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre" (Ap 21, 4). Lo único que sabemos es que vendrá por sorpresa, como ocurrió en los días de Noé y de Lot, y que tendrá efectos desiguales para los hombres: "Uno será tomado y el otro dejado".
Jesús, tú no me has revelado esta verdad para intranquilizarme o para que me despreocupe de un mundo que, en definitiva, se transformará al final de los tiempos. Tú me has descubierto esta realidad para que tenga una visión más profunda de las cosas y del sentido de mi misma vida. La espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya cierto esbozo del siglo nuevo (Mt 24, 36). Como bien describe el ejemplo puesto por el Catecismo de la Iglesia:
"Aquel conocido tuyo, muy inteligente, buen burgués y buena persona, decía: Cumplir la ley, pero sin pasarse de la raya. Y añadía: ¿Pecar? No, pero darse tampoco. Causan verdadera pena esos hombres mezquinos, calculadores, incapaces de sacrificarse, de entregarse por un ideal noble" (CIC, 1049).
Jesús, la tentación más peligrosa no es la del pecado. El pecado se descubre a sí mismo y puede dar lugar al arrepentimiento y a una vida de mayor piedad. El verdadero peligro es la tibieza: esa actitud mezquina del que no hace nada malo, sin querer comprometerse tampoco a hacer nada bueno. Ésta es una tentación peligrosa, porque no se detecta fácilmente, e incapacita a la persona para amar a Dios.
"Quien pretenda guardar su vida la perderá; y quien la pierda, la conservará viva". Jesús, si quiero guardar mi vida para mí, egoístamente, no sólo saldré perdiendo en mi vida eterna, sino también ya aquí, en la tierra. Porque la felicidad en la otra vida se corresponde con la felicidad en ésta: el que, por no saber darse a los demás, no tiene capacidad de amar y ser feliz aquí, se autoexcluye de la felicidad eterna en el cielo.
Jesús, el pensamiento sobre el final del mundo y sobre tu segunda venida gloriosa me debe dar un poco más de perspectiva sobre el valor de las cosas y de los acontecimientos. Todo ha sido creado por ti y volverá a ti en el futuro. Mientras tanto, me has dado la libertad de usar mi vida en beneficio propio o para el bien de los demás. Que sepa entregarme de veras, sacrificándome día a día al servicio de los que me rodean, y sobre todo al servicio de Dios.
Pablo Cardona
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Debido a la incapacidad del hombre de hoy para una mirada profunda, nos dice el evangelio de hoy que el actual estilo de vida está secularizado, y marcha sin horizonte religioso: "Comen, beben, se casan, compran, venden". Se hace necesario, por tanto, un signo manifiesto, que no requiera iniciación ni mirada profunda: el signo por excelencia.
Pero ese signo por excelencia es el amor, sobre todo el vivido entre los creyentes. Ése es el signo decisivo para que muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo reconozcan a Dios, que para nada ha desaparecido de su horizonte: "En esto reconocerán que sois discípulos míos: si os amáis los unos a los otros".
Si hoy puede decirse que nuestra cultura necesita una terapia de choque, para reconocer el rostro de Dios, creo que ésta es la vía y la señal decisiva, para que reconozcan al Dios creador (por su obra) y al Dios cercano (vivo entre los creyentes).
Carlos García
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Hay quien no se da cuenta del desastre hasta que no se le cae la casa encima. Y aún entonces todavía piensa que habría que cortar el gas y apagar la luz del cuarto de baño y recoger los platos que estaban sucios en el fregadero. Mientras tanto la casa es ya sólo un montón de ruinas. Y no hay nada que pueda salvarse.
Eso que nos pasa con las cosas, también nos pasa con nuestra vida. Preocupados por minucias, nos despistamos de lo que es más importante, de lo que nos afecta en lo más hondo. Nos quedamos en la superficie y no llegamos a tocar lo que es verdaderamente más importante.
Jesús nos invita en el evangelio de hoy a tomarnos en serio lo único que tenemos: la vida. Y en la vida este momento presente del que disponemos ahora. Unos minutos más tarde puede suceder cualquier cosa. Pero la vida es como la arena de la playa. Si la pretendemos guardar egoístamente para nosotros se nos escapa entre los dedos.
Sólo hay una forma de disfrutar y gozar esa vida: compartiéndola con los hermanos, compartiendo "los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de las personas de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren" (Gaudium et Spes, 1). Porque el día del Hijo del hombre está pronto, y tendremos que dar cuenta de lo que hemos hecho con nuestra vida y con la de nuestros hermanos.
Severiano Blanco
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En el final de este discurso sobre el fin del mundo, Jesús insiste en el hecho de que será algo inesperado, algo que sucederá de un momento a otro sin que nadie haya sido avisado. Si esto será así, entonces ¿por qué vivir asustados con todos los vaticinios sobre este final?
Nosotros creemos que lo que Dios ha querido decir de manera universal para el hombre está contenido en la Revelación, y en ésta nos dice que nadie, ni siquiera el mismo Jesús en su humanidad, ha querido revelar cuando será. Imaginemos por un momento qué pasaría si efectivamente se supiera cuándo.
Si supiéramos el cuándo, mucha gente viviría libertinamente hasta poco antes de ese momento, y sólo se prepararía a su llegada (momento en que viviría en un continuo pánico). De esta manera, al no decirnos el cuándo, el Señor nos invita a vivir siempre preparados. Quien ama a Jesús, vive siempre preparado, pues para él "la vida es Cristo, y la muerte una ganancia".
Ernesto Caro
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Las palabras de hoy de Jesús nos piden que proyectemos la mirada hacia el futuro, hacia el momento definitivo de nuestra existencia, el momento sin retorno en que toda esperanza acaba. Y nos lo pide en un lenguaje apocalíptico, aludiendo a los días de Noé y del diluvio (por un lado), y a los días del encuentro final de los hombres con Dios (por otro lado). En ambos casos, estando implicada siempre la humanidad ante Dios, que fue creador amoroso y que será juez justo y misericordioso.
Y es tan grave y serio el asunto, que bien podemos encarecer la importancia de todo lo que nos jugamos nosotros, peregrinos por la tierra y en busca de morada perpetua en Dios. Funesta imprudencia sería la nuestra si pasáramos la vida jugando, como si nosotros mismos fuéramos árbitros de nuestra existencia. Somos criaturas y nada más. Seamos inteligentes de verdad, y mantengámonos en la doctrina de Cristo, que es el único "camino, verdad y vida".
La historia legendaria de Noé nos advierte que el reinado del pecado, de la injusticia y del egoísmo, se soporta de momento. Pero que al final, será pasto de las llamas y de las aguas destructoras.
Pues algo parecido hemos de pensar del fin de nuestra historia personal: el tiempo (medido en jornadas de días) quedará eclipsado, la luz (que inunda los espacios) se apagará, y el aliento de vida se extinguirá sin remedio.
Entonces cada uno recordará la doctrina que enseñó, el ejemplo de vida que dio, el amor que derramó, la limosna que ofreció. O bien se acordará del despilfarro con que malgastó los talentos de su inteligencia, de su piedad y de su honestidad.
Dominicos de Madrid
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Jesús nos invita hoy a hacer memoria de las intervenciones de Dios en el pasado, y desde ese recuerdo dar consistencia y solidez a la propia vida. La irresponsabilidad frente a los designios de Dios llevó a los contemporáneos de Noé y de Lot a una muerte funesta. A diferencia de ellos, los seguidores de Jesús deben comprender el tiempo presente como ámbito de realización de la salvación para sí mismos y para los demás.
El tiempo entendido como oportunidad de salvación nos aleja de la despreocupación y de una vida light al que parecen conducirnos los valores vigentes en este momento de la historia. La exhortación a la huida de ese ámbito puede parecer un alarmismo excesivo.
Y sin embargo, en ella reside la única forma en enfrentar los acontecimientos que debemos vivir. Como nos muestra el ejemplo de la mujer Lot, volver la mirada atrás abandonando el seguimiento de Jesús nos coloca en el peligro de la frustración y del fracaso.
El tiempo es un don de Dios. Pero por su misma naturaleza está ligado a una tarea que debemos realizar. Para responder adecuadamente a ese don y a esa tarea, se exige de nosotros un compromiso en el que estamos obligados a empeñar toda nuestra fuerza y nuestra actuación.
Sobre el grado de ese compromiso está presente la mirada divina sobre nuestra vida. La libertad que nos ha sido concedida no es ilimitada y debe adecuarse al querer de Dios acerca de la historia de los hombres.
Confederación Internacional Claretiana
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Para muchos contemporáneos del s. I, Jesús no pasaba de ser un personaje pintoresco, un peligroso charlatán o un místico despistado. Alguna parte del pueblo lo consideraba un profeta (como Juan Bautista o alguno de los antiguos profetas de Israel), pero para muy pocos era el Mesías.
Las aspiraciones materiales de la vida (comida, salud, nacionalismo...) impedían a la mayoría de los israelitas ver en aquel profeta de Nazaret al Ungido enviado de Dios. Por tanto, no le daban mayor importancia, y Jesús no pasaba de ser otro de los tantos predicadores que abundaban en Israel.
Las valoraciones fueron cambiando en la medida en que un grupo de personas (sus discípulos) fueron descubriendo en su persona los rasgos del Mesías esperado (sobre todo Pedro). Y ese insospechado descubrimiento los llevó a afirmar su fe en esa persona por encima de las ortodoxas tradiciones de su pueblo. Incluso los movió a cambiar radicalmente su estilo de vida.
Ellos habían esperado a un liberador nacional de Israel, pero con el tiempo se percataron de que Jesús era universal. Y bajo esta nueva perspectiva, se lanzaron a proclamar la buena nueva de Dios por todo el mundo conocido.
El mensaje de Jesús que nos relata el pasaje de hoy de Lucas, apunta a una actitud que habían asumido ciertos grupos en Israel. Saduceos, zelotas, fariseos, esenios... consideraban que el mantenimiento de las estructuras teocráticas, o la reestructuración de éstas, les garantizaría un paulatino despliegue del poder, o por lo menos el mantenimiento de la nación.
Jesús los contradice abiertamente, y para ello apela a 2 historias conocidas por todos: el diluvio universal y la destrucción de Sodoma y Gomorra.
En las 2 narraciones, la partida del justo (sea Noé o Lot) desencadena la catástrofe final, acontecimiento del cual ninguno escapa. Ahora bien, "lo mismo pasará con el Hijo del hombre", con la desaparición de Jesús. Pues en el justo (Noé o Lot) esas naciones tuvieron una alternativa de salvación, como en su momento la tuvo todo el pueblo con Jesús. Desaparecido el justo, lo único que queda es la catástrofe.
Jesús sabía perfectamente que su propuesta (la propuesta del Padre) era la única alternativa de salvación para los seres humanos. Y que las demás opciones (económicas, sanitarias, militares) sólo apuraban el trago amargo. No eran verdaderas alternativas de salvación, sino sólo endurecimiento de las viejas y anquilosadas perspectivas.
Por eso, ante la obstinada actitud de su contemporáneos, Jesús les advierte: Ni porque compartan la misma cama ni el mismo trabajo se salvarán. La destrucción es inminente, y si vosotros os endurecéis en vuestras posiciones ("comer, beber, comprar, sembrar"), negándoos a ver otro futuro que la continuación de este presente, estáis condenados a la destrucción.
Servicio Bíblico Latinoamericano
c) Meditación
El discurso evangélico de hoy, relativo al día de la manifestación del Hijo del hombre, resulta ciertamente enigmático. Jesús se remite a hechos que se narran en los relatos del AT (Génesis), y habla de ellos como si hubiesen acontecido realmente en la historia. Uno de ellos es el diluvio, un verdadero cataclismo de dimensiones extraordinarias. Lo explica Jesús:
"Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre: comían, bebían y se casaban. Hasta el día que Noé entró en el arca. Entonces llegó el diluvio y acabó con todos (a excepción de los supervivientes refugiados en el arca)".
Equipara Jesús, pues, lo que sucedió con lo que sucederá. Aquel cataclismo de proporciones inmensas dejó tan sólo algunos supervivientes (hombres y animales) que, tras el descenso de las aguas, pudieron reiniciar su vida en la tierra. También en tiempos de Lot hubo otra catástrofe, que sembró de muerte y desolación las ciudades de Sodoma y Gomorra.
El fuego y el azufre llovidos del cielo acabaron con todos los habitantes, salvo a Lot y sus acompañantes (que se alejaron oportunamente de la población incendiada). Así sucederá, anuncia Jesucristo, el día que se manifieste el Hijo del hombre.
Aquel día, continúa diciendo Jesús, si uno está en la azotea y tiene sus cosas en casa, que no intente recuperarlas y que no baje por ellas, porque le va a resultar inútil. Y si uno está en el campo, que no vuelva. Acordaos de la mujer de Lot. El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará.
Son imágenes que parecen tomadas de un terremoto o de un tsunami, y más vale evitar la tentación de volver para recuperar lo perdido, porque uno puede quedar atrapado.
Por ello, hay que escapar a toda prisa del radio de acción del movimiento, si es posible. Porque muchos perecen por no reaccionar a tiempo o por querer salvar sus posesiones. En tales circunstancias, lo importante es salvar la vida. Ni siquiera puede uno detenerse a mirar atrás (como la mujer de Lot), porque esos segundos perdidos pueden ser fatídicos.
Jesús alude a cataclismos de dimensiones colosales, que no han dejado de repetirse a lo largo de la historia y que en principio no parecen significar el final de todo, porque siempre quedan supervivientes que escapan de la catástrofe.
Os digo esto, anuncia Jesús: Aquella noche estarán dos en una cama: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán. Estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a la otra la dejarán. Estarán dos en el campo: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán.
Ante tales previsiones, los discípulos de Jesús, seguramente alarmados, le preguntan: ¿Dónde, Señor? Es decir, ¿dónde se producirá el suceso, para poder prevenirlo? La respuesta del Maestro resulta aún más enigmática: Donde está el cadáver se reunirán los buitres. No se podrá, por tanto, anticipar el lugar ni el tiempo, sino que sólo se conocerá una vez que haya sucedido. Donde se reúnan los buitres (porque hay cadáveres), allí habrá sucedido la catástrofe.
Un país tan avanzado como Japón, con tantos medios técnicos para anticipar un fenómeno tan repetido como un temblor sísmico, no puede evitar las catástrofes que se les vienen encima cada cierto tiempo. Es un ejemplo simplista, pero bastante gráfico para tomar conciencia de lo frágiles que seguimos siendo los humanos, pese al desarrollo científico y tecnológico logrado.
Ante las fuerzas desatadas e incontroladas de la naturaleza, los humanos no podemos hacer mucho. De hecho, casi nada podemos frente a una simple infección microbiana, o frente a una mordedura venenosa de serpiente. Por tanto, hagamos un ejercicio de humildad, para tomar conciencia de lo que realmente somos: criaturas vulnerables y frágiles, bastante alejados del poder divino. La ilusión falaz no está en reconocer a Dios, sino en creernos Dios.
Esta conciencia nos tendría que llevar a fiarnos más de Dios y a esperar en él nuestro final, sea el que sea y nos aceche por donde nos aceche. En cualquier caso, Dios es la realidad fundante de todas las cosas, y él nos sostiene.
Esperemos lo que tenga que suceder con serenidad, sin miedos paralizantes y confiados en las manos poderosas de nuestro Dios y Padre. Por otro lado, vivir en un permanente estado de ansiedad sería insufrible. Sólo la confianza que aporta la fe en el Dios de la vida y de la muerte, de la tierra y del cielo, nos permitirá vivir tranquilos en las situaciones críticas o catastróficas. Que así sea.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología
Act:
14/11/25
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