4 de Noviembre

Martes XXXI Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 4 noviembre 2025

a) Rom 12, 5-16

         Terminada la exposición doctrinal, pasa Pablo a explicar hoy a los romanos sus aplicaciones prácticas de orden moral, tratando de sacar conclusiones concretas. ¿Cómo viviremos, pues, tras haber comprendido mejor el designio de Dios?

         Lo responde Pablo: "Todos nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno un miembro y parte de los otros".

         Es decir, que la 1ª consecuencia concreta es la unidad de la comunidad cristiana. Los primeros cristianos venían de ambientes muy diferentes, con usos y costumbres diametralmente opuestos los unos a los otros. Y el peligro de cisma, de escisión, o de secta, estaba siempre amenazante.

         San Pablo empieza aportando, por tanto, el principio de la unidad, que es el "cuerpo único que formamos". La frase es casi intraducible, pues en el original griego dice exactamente "oi polloi en soma esmen", que traducido al castellano literal vendría a decir "los muchos, un cuerpo somos".

         La unidad de la Iglesia queda así establecida en su más profundo nivel, viniendo a decir que aquel a quien no acepto, o aquel que me pone los nervios de punta, o aquel que tiene opiniones enteramente opuestas a las mías... ¡es un miembro de mí mismo! En definitiva, que somos miembros los unos de los otros.

         Tras este 1º principio de unidad, pasa Pablo a explicar el 2º de sus principios prácticos: que "según la gracia de Dios, todos hemos recibido dones diferentes". Es decir, que no nos parecemos, y ¡tanto mejor!, porque así es como Dios lo ha querido, y si lo ha querido es porque es un don de Dios, aunque en conjunto no nos guste. Las diferencias entre nosotros no suele ser algo agradable, y realmente las cosas serían mucho más fáciles si todo el mundo se pareciese a mí y pensara como yo. Pero eso es lo que Dios quiere.

         ¿Y cuáles son esos dones divinos de los que habla Pablo? El de profecía, de servicio, de enseñar, de animar, de dirigir, de abnegación... Pablo insiste en todos ellos, pero sin ningún orgullo porque lo recibido no es para uno mismo, sino para el bien de la Iglesia.

         Concédeme, Señor, no humillar los dones de los demás, ni humillar a los demás con mis propios dones, sino ponerlo todo al servicio del conjunto. Ayúdanos, Señor, a descubrir y a valorar los dones de los demás, a ayudarlos a desplegar su personalidad, a ocupar su lugar en la Iglesia. Dediquemos un rato a descubrir los dones de los que me rodean, y habremos hecho una buena oración.

         Para terminar, concluye Pablo con una exortación final: "Manteneos unidos los unos a los otros, con afecto fraterno. Sed respetuosos, rivalizando en la estima mutua. No frenéis el empuje de vuestra generosidad. Dejad surgir el Espíritu, en las tribulaciones, sed enteros, bendecid a los que os persiguen, alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran...

         Es decir, adaptarse a los sentimientos de los demás, cultivando las relaciones interpersonales y el propio crecimiento personal de cada uno. Ésa es la receta práctica de Pablo, pues las cosas no se arreglan en seguida, y ante las altas consideraciones doctrinales hace falta consejos sencillos y concretos para llevarlo todo a la práctica.

Noel Quesson

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         La Iglesia forma un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Y en ese cuerpo cada uno tiene su propia función, y ha de saber cumplirla por el bien de todos. No podemos convertirnos en miembros inútiles, que sólo se alimentan de la vida divina y que luego se quedan paralizados cuando les toca ponerse al servicio de los demás, conforme a la gracia recibida.

         Efectivamente, no todos tenemos la misma función en la Iglesia, pues unos tienen el don de servicio, otros el de enseñanza, otros el de exhortación, otros el de presidir a la comunidad... Eso sí, todos tenemos un don común, que es el de atender con alegría y fraternidad a los demás. Es decir, que para cumplir con amor lo que nos corresponde hemos de colaborar para que la Iglesia sea un signo vivo y actuante del amor de Dios en todos los tiempos y lugares.

         Preocupémonos de ser ese signo del amor fraternal de Cristo y seamos motivo de bendición para todos, pues Dios no nos maldijo el mundo sino que lo bendijo con todo tipo de signos. Vivamos unidos por un mismo Espíritu, desterrando de nosotros toda división y rivalidad. Así, viviendo en comunión fraterna por nuestra unión con Cristo, y participando del mismo Espíritu, seremos colaboradores eficaces en la construcción del reino de Dios en medio del mundo, conforme a la gracia recibida.

José A. Martínez

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         Pablo ha terminado ya de exponer a los romanos el tema del destino de Israel, su parte más teológica de su Carta a los Romanos. Ahora, a partir del cap. 12, se fija en algunos aspectos más prácticos de la vida comunitaria eclesial.

         Sobre todo, es a Pablo la unidad lo que le preocupa, porque la Iglesia es como un cuerpo orgánicamente unido y diversificado en sus miembros, y en ese cuerpo cada miembro tiene sus dones particulares ( predicación, servicio, enseñanza, distribución, presidencia...).

         ¿Y cómo puede funcionar orgánicamente todo eso? Mediante el ejercicio personal en bien del único cuerpo. Como explica el propio apóstol, "tomos somo un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros".

         Para que vaya bien la vida interna de la Iglesia, hace Pablo una enumeración de actitudes, a la vez sencillas y difíciles: caridad, cariño, diligencia en el trabajo, esperanza alegre, firmeza, acogida y hospitalidad, solidaridad con los que ríen y con los que lloran, humildad... ¡Vaya programa de vida comunitaria, el que se nos sigue proponiendo también a nosotros el apóstol Pablo, 2.000 años después!

         La imagen del cuerpo humano, diverso y uno, es una de las preferidas de Pablo para describir cómo debe ser la Iglesia de Jesús. A sí que no valen ya las excusas de que han cambiado las circunstancias sociales, porque el cuerpo de Cristo ha de ser el mismo en todas las épocas.

         Para que este cuerpo de Cristo pueda seguir siendo eficaz en cada época, lo que hemos de hacer los cristianos es apoyarnos los unos en los otros, como los miembros de un cuerpo que trabajan para el bien del conjunto. Cada uno con lo que pueda, porque aunque no todos presidan, ni enseñen, ni estén encargados de la administración, sí que todos pueden aportar su granito de arena, y construir así a la unidad eclesial.

         Habrán cambiado muchas cosas desde aquel s. I, pero sigue siendo muy actual que nos digan que "nuestra caridad no sea una farsa", que seamos "cariñosos unos con otros, como buenos hermanos", que nos mantengamos "firmes en la tribulación" y "asiduos en la oración", que "riamos con los que ríen y lloremos con los que lloran", que respetemos y amemos a todos, y que colaboremos sinceramente en la tarea común.

         En la base de toda esta fraternidad, Pablo nos urge a que no nos busquemos a nosotros mismos ( "no tengáis grandes pretensiones"), sino que nos pongamos al servicio de los demás ("poneos al nivel de la gente humilde"). Es lo que el salmo responsorial de hoy nos hace decir: "Guarda mi alma en la paz, Señor. Mi corazón no es ambicioso, ni pretendo grandezas que superan mi capacidad". Esta humildad nos ahorrará disgustos, y nos pondrá en la debida actitud en la presencia de Dios.

José Aldazábal

b) Lc 14, 15-24

         Un comensal expresa hoy su deseo a Jesús de participar en el banquete del mundo futuro (v.15), aunque quizás ignorando que ese banquete del Reino ya ha empezado a ser celebrado en la comunidad de Jesús (Lc 5, 29).

         Como respuesta, Jesús le ofrece una parábola, en la que ese banquete va a ser gozado por aquellos que aquel comensal menos espera. De hecho, también le hace ver Jesús que quienes pongan sus propios intereses por encima del reino de Dios, también quedarán excluidos de dicho banquete (vv.16-20). Los 3 ejemplos puestos por Jesús resumen la respuesta general (v.18): que los que viven para sí no aceptan la invitación, ya sea por sus "preocupaciones, riquezas o placeres" (Lc 8, 14).

         Tras la parábola de Jesús, el dueño de la casa (un jefe de fariseos) expresa su indignación ante el desprecio mostrado por el Maestro. Pero así será el designio divino de salvación universal (el reinado de Dios), el cual se realizará aunque Israel (el 1º invitado) lo rechace y desde la gratuidad más absoluta. De hecho, tras Israel se invitará a los que no poseen nada (figura de los paganos; v.21), a los que no se consideran dignos (y son persuadidos a entrar; v.23). Definitivamente, los primeros quedarán excluidos (v.24).

         En la presente parábola, el que convida es el Padre celestial, la cena es figura del reino de Dios, los primeros convidados son los hijos de Israel, y los segundos convidados (o invitados de reemplazo) son los pueblos paganos (Mt 22, 2-14).

         Jesús se retrata aquí admirablemente como el Siervo de Yahveh (Is 42, 1), y muestra que él ha venido para iniciar el festín, cumpliendo así las profecías (Rm 15,8; Jn 18, 6). Bien sabía Jesús que Israel lo iba a rechazar, y por eso anuncia la entrada en el Reino (v.23) del nuevo pueblo del que hablará Santiago (Hch 15, 13).

Josep Rius

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         Seguimos acompañando hoy a Jesús en su viaje a Jerusalén, tratando de aprender a ser discípulos de Jesús y misioneros del reino de Dios. Estamos todavía en el contexto de la cena sabática ofrecida a Jesús por el jefe de los fariseos, y el tema gira en torno a la mesa y a la cena.

         El primer versículo (v.15) es una exclamación de gozo de uno de los que participan en la cena, por lo que había dicho Jesús. Y viene a unir el concepto de resurrección con el del banquete del reino de Dios. La relación es correcta, pues resurrección, comida y Reino van casi siempre unidos, y la comida supone la resurrección del cuerpo (de hecho, Lucas insistirá en que, cuando Jesús resucitó, comió con sus discípulos), y el resucitado no puede ser un fantasma.

         La nueva enseñanza de Jesús continúa la anterior, y gira en torno a unos valores del Reino que contradicen los valores de la sociedad dominante (sobre todo racionales y económicos). En concreto, Jesús narra a sus anfitriones que "un hombre dio una gran cena", y que "cuando todo está preparado, todos comienzan a excusarse".

         Las 2 primeras excusas son de orden económico ("he comprado un campo", "he comprado cinco yuntas de bueyes), y la 3ª es más racional ("me he casado").

         El hecho es que los invitados a la cena no llegan, y eso provoca la ira del dueño de la casa, el cual toma una extraña e inusitada decisión: invitar a los pobres, lisiados, ciegos y cojos (los mismos que aparecen en el texto anterior; Lc 24, 13).

         La 2ª invitación del dueño tiene 2 espacios diferentes. En 1º lugar invita a "en las plazas y calles de la ciudad", y en 2º lugar "en los caminos y cercanías". Curiosamente, la invitación a los campesinos es compulsiva (pues son obligados a entrar en la casa donde se celebra la cena), mientras que la invitación a los ciudadanos es más ordenada.

         Tenemos aquí una magnífica imagen del reino de Dios, que Jesús describe a través del símbolo del banquete y de los invitados al banquete ("ricos y pobres"). Curiosamente, los ricos no participan por razones fundamentalmente económicas, pues 2 veces se usa la palabra comprar. Por otro lado, los pobres, lisiados, ciegos y cojos (de la ciudad y del campo) sí participan del banquete, sin razonar ni arguir nada.

         La parábola de Jesús ha sido relatada por Lucas en términos de ricos-pobres, mientras que Mateo prefirió hacerlo en términos de judíos-griegos. En cualquier caso, la parábola es permanentemente actual, y viene a decir que los valores del reino de Dios son incompatibles con los valores dominantes en cada época.

Juan Mateos

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         Dios es como un rey que ha preparado las bodas de su hijo, con la fiebre característica de los días que preceden a esa fiesta. El Rey ha mandado a decir: "Ya está todo preparado para el festín".

         Pero aunque salga de la cocina un olor apetitoso y esté la mesa bien preparada y las lámparas encendidas y las flores llenando con su aroma la sala del banquete, falta lo esencial al festín: los invitados, que no han venido. ¡Imaginaos la gran mesa del rey sin convidados!

         Todos lo que él esperaba, los viejos amigos, los conocidos, los parientes, se han mostrado sordos a su invitación. Y Dios se encuentra solo, con la mesa puesta. ¿Va a apagar las lámparas? No. Dios manda a buscar a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos. Nadie está excluido de la fiesta: en la casa de Dios la mesa estará siempre puesta para todo el mundo.

         Dios invita a las bodas de su Hijo con la humanidad. No va a casarle con una humanidad de ensueño, santa y pura. La novia ha mancillado su inocencia y se ha ensuciado en las peripecias de la historia. Lleva los estigmas de muchos amores adúlteros. El hijo del rey será un "mal casado": la novia no es digna de él, pensarán los invitados que se excusaron.

         Pero los pobres, los marginados, se alegraron: Dios no ha retrocedido ante el pecado.

         No alimenta espejismos acerca de la humanidad, y su cariño tiene unas veces los acentos del amor decepcionado; otras, los de los celos, la amenaza, la pasión loca. Pero Dios (y nada ni nadie podrá cambiarlo) mantiene su promesa increíble: "Te desposaré conmigo para siempre". Se sentarán a su mesa los Zaqueos, los Mateos, las Magdalenas, los ciegos de Siloé y los paralíticos de Cafarnaum, las samaritanas y las adúlteras perdonadas. Dios celebrará las bodas de sangre entre su Hijo y la humanidad.

         Hoy Dios sigue recorriendo las plazas. ¿Es verdad, entonces, que estamos invitados a la cena real de Dios, a las bodas del hijo del rey, a la mesa pascual? ¡No penséis en ello!

         ¡Más vale que busquéis un pretexto aparente para no acudir! ¡Ah, si la humanidad supiera la ambición de Dios sobre ella! Humanidad coja, lisiada, ciega; es a esa humanidad a la que Dios invita a las bodas, ¡no a una humanidad de ensueño! Y la alegría no será la exuberancia ficticia y sin futuro de las cenas de negocios y sin alma. La alegría será a la medida del asombro de encontrarse ahí en la sala de bodas, a pesar de nuestros defectos y de nuestras miserias.

Frederic Raurell

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         No es suficiente proclamar la dicha de compartir el alimento del reino de Dios con la implícita esperanza de ser uno de los afortunados. Se requiere una respuesta adecuada a las exigencias de la invitación.

         La respuesta adecuada sólo puede tener lugar si somos capaces de acompañar al servidor que nos invita a acompañarlos al banquete. Y ante este anuncio de que el banquete está pronto no podemos aducir pretextos para evitarnos el camino hacia el lugar de la fiesta. Ni el cuidado sobre nuestros negocios (de campos, de bueyes o de cualquier tipo) ni la propia realidad familiar, sirven de justificativo para no emprender la marcha cuando se nos anuncia el comienzo de la celebración.

         La historia de la dirigencia oficial judía es la trágica historia del rechazo de la oportunidad decisiva de la salvación. Y sin embargo, la fiesta mesiánica debe tener lugar a pesar de ese rechazo. Este únicamente puede servir para hacer llegar la invitación a todos los pobres de la tierra, judíos y paganos, capaces de la respuesta exigida.

         Su carencia de bueyes, campos, es decir, su marginación de la sociedad comercial los hace aptos a comprender la llamada y a seguir al servidor salido a su encuentro. Desde las plazas o calles de la ciudad o desde los caminos y cercados de fuera de ella, se dirigen a engrosar la lista de los invitados y a ocupar los puestos destinados primeramente a otros.

         Sólo compartiendo su actitud ante la gratuidad de la salvación seremos capaces de compartir la mesa con el dueño de casa y más que con palabras seremos capaces de proclamar con nuestras obras la felicidad de quien participa del pan ofrecido en el reino de Dios.

Fernando Camacho

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         Para meditar sobre las parábolas de la llamada seguimos el mismo orden que usamos para los otros grupos. Cuáles son, qué dicen fundamentalmente, a qué clase de gente van dirigidas y qué hay en el corazón de Jesús al pronunciarlas. Finalmente, veremos dos consecuencias para aplicar: sobre la misión y sobre la acción vocacional.

         Ante todo, viene a la mente la Parábola del Banquete del Hijo, de la doble tradición de Mateo (Mt 22, 1-13) y Lucas (Lc 14, 15-24). La parábola es tan rica que muchos elementos traen a otros. El rechazo de algunos y la aceptación de otros nos recuerda, por ejemplo, la distinta suerte de la semilla (comida, sofocada, que madura y produce). La invitación que se extiende a los pobres, a los ciegos, a los cojos hace pensar en la búsqueda de los perdidos. La palabra final ("ninguno de aquellos que habían sido invitados, probará mi mesa") recuerda las parábolas del juicio.

         Sin embargo, me parece evidente que el tema central es la invitación, la llamada, la vergüenza de rechazar la invitación, las excusas mezquinas para justificar el rechazo, la liberalidad de quien sigue invitando sin cansarse. Junto a esta parábola fundamental de llamada, podemos enumerar otras 5 parábolas que, aun sin tener la misma estructura, tocan el mismo argumento:

         En 1º lugar, la de Mt 20, 1-16, sobre el reclutamiento de los obreros para la viña en distintas horas. Está el patrón que llama y después, al paar el salario, mira más a su liberalidad que al trabajo realizado: el acento, pues, está en la magnanimidad del patrón y en la gracia de la llamada.

         En 2º lugar, la de Mt 21, 28-32, sobre los dos hijos (¡se usa poco porque es muy peligrosa!). Un hijo dice: Voy, y no va; el otro dice: No voy, y va. Son distintas respuestas a la llamada del padre que formula una invitación, una orden, una petición. ¿Quién escucha en realidad la llamada? El que de hecho va, no el que solamente dice sí.

         En 3º lugar, la de Lc 14, 12-14, sobre un dicho sapiencial, pero que se cita por su afinidad con nuestro tema. Si nos colocamos de parte de quien invita y de su liberalidad, estamos en el cuadro de la llamada, de una llamada gratuita, que no espera ninguna recompensa: espera la respuesta, pero no para sacar provecho.

         En 4º lugar, la de Mt 13, 44-46, sobre lel tesoro escondido y la perla. El descubrimiento del tesoro y de la perla es una ocasión única, providencial, y responsabiliza ante una llamada: ¿qué hago ahora, cómo respondo? ¡Muévete, vende lo que tienes!

         En 5º lugar, la de Lc 14, 28-33, sobre la construcción de la torre y la guerra. Quien quiere construir una torre, debe primero hacer sus cuentas. Quien quiere hacer la guerra, tenga cuidado de no ir con pocos hombres. ¿Qué quiere decir? Que quien quiera seguir a Jesús tiene que renunciar a todo, tiene que hacer sus cuentas con la secuela.

Carlo Martini

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         ¿Qué dicen las parábolas de la llamada? Partiendo de la más importante, la del banquete, enumero algunas características que nos ayuden a comprender mejor el pensamiento de Jesús:

         1º El reino de Dios es festivo, precioso, alegre: en efecto, es semejante a un banquete, a un tesoro, a una perla maravillosa.

         2º La entrada al banquete no es libre, se requiere una invitación. Un patrón llama, un rey invita; se coloca a los invitados ante una situación de responsabilidad, de elección. La invitación es un acto de gracia y quien invita quiere difundir su alegría, manifestarla, participarla.

         3º La invitación es seria, empeñativa. El acento es muy fuerte sobre este aspecto. Es una invitación de amor que compromete la vida, que la empeña seriamente. Es evidente el salto de cualidad entre lo humano y lo divino. Una invitación humana se puede aceptar o rechazar. Si se rechaza, no hay ningún perjuicio serio; si se la acepta, no queda uno comprometido existencialmente. En cambio, Dios es tan misterioso, maravilloso, que, al invitar, compromete, y es un compromiso que cambia totalmente la vida, la transfigura, la hace nueva.

         4º Quien rechaza la invitación es insensato e irrazonable. Quien no va al banquete del rey presenta pretextos, porque sabe que ofende al rey, sabe que se equivoca y, por tanto, no razona bien, se comporta como insensato.

         5º Quien rechaza legitima su respuesta. El hombre tiende a legitimar su rechazo a la palabra de Dios, a su llamada. Aun cuando se trata de llamadas sencillas, que expresan el reino en los acontecimientos cotidianos, quien rechaza encuentra siempre excusas que parecen buenas. El hombre se avergüenza de decir: Dije no a la palabra de Dios. Prefiere más bien imputar su no a las circunstancias externas, a la inoportunidad del momento: Después, ahora no, hay una cosa importante por hacer.

         La parábola escruta aquí las profundidades tenebrosas de la sique que racionaliza siempre lo que hace para demostrar que por lo menos tenía alguna razón.

         6º La invitación se hace libremente. Se necesita la invitación, porque la entrada no es libre, pero no está reservada a una élite: está dirigida a los pobres, a los tullidos, a los cojos, a todos. Ya lo vimos en la búsqueda de los perdidos y aquí lo vemos bajo el tema de la invitación: están invitados todos los desgraciados, los pobres, y no solamente los doctos, los sabios, los inteligentes, los nobles.

         La parábola parte de estos precisamente porque tiene un fondo humano, luego lo supera y revela que el rey, el amo quiere a todos, hasta a los más miserables. No hay, pues, una Iglesia de élite, hay una Iglesia para todos indistintamente y la invitación se hace a la primera hora, a las horas intermedias y a la última hora, a todas las horas, en todos los tiempos.

         Con liberalidad. El salario que el dueño de la viña da a los trabajadores de la última hora indica que, en el fondo, al dueño no le importaba tanto el trabajo, sino más bien que la persona respondiera y que se fuera contenta. Como ya lo decíamos, la liberalidad del dueño, la falta de la justicia distributiva nos crea siempre dificultades, cuando tenemos que explicar esta parábola.

         7º La invitación exige obediencia y desapego. Es una característica que recuerda la del tercer punto: invitación seria y empeñativa. Pero aquí se profundiza: no basta decir sí con las palabras, y obedece el hijo que con las palabras había dicho que no, pero después va. Fuera del lenguaje parabólico está la palabra de Jesús: "No todo el que me diga Señor, Señor entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre" (Mt 7, 21).

         La invitación exige totalidad, porque quien encuentra el tesoro vende todo lo que tiene, para comprarlo, y el que encuentra la perla vende todo para comprarla. Exige seriedad, porque no se puede construir un casa sin seriedad, no se puede ir a la guerra sin la debida preparación. Responder a la invitación supone exigencias que tocan de lleno a la vida.

         8º La invitación está a tu lado, imprevista, en la esquina de la calle. El samaritano no esperaba encontrar aquella invitación. A un cierto momento interviene la llamada: ¿Quieres ser prójimo, quieres amar al prójimo? Entonces tienes que hacer así y así, pues de lo contrario no amas al prójimo. No es sólo una invitación genérica a la fe: evidentemente también está este aspecto, pero se especifica en todas las situaciones de responsabilidad seria ante la que se pone la vida y que son oportunidades y al mismo tiempo posibilidades de fallar.

Carlo Martini

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         ¿Qué clase de personas tiene ante sí quien dice estas parábolas?

         1º Personas que saben qué es un negocio, saben qué es una buena ocasión en la vida. Pero creen que negocio son sólo los asuntos cotidianos: dinero, casas, bienes de consumo, realidades de la vida común y corriente. Y creen que el negocio del reino no es tan importante.

         Es, pues, gente que tiene que ser sacudida, que debe comprender: Pongan mucha atención porque ustedes por los negocios pierden el negocio, pierden el chance fundamental de su vida, la ocasión única e irrepetible de su plenitud humana, de su salvación. Es un auditorio que necesita quedar comprometido en el discurso parabólico: Estos hombres que rechazaron la invitación al banquete del rey son unos maleducados, se ¡equivocaron! ¿Y tú?

         Hubieran podido perfectamente ir a ver los bueyes el día siguiente, sin preferir la compra de los animales a una invitación tan importante y tan gentil! ¿Y tú?

         2º Personas que creen que la vocación cristiana es una cosa junto a otras, que se puede mezclar con las otras. La vocación no es para ellos "la cosa o el negocio", que no sufre y no admite mezclas. De aquí la necesidad de insistir sobre la seriedad de las exigencias: la fe compromete toda la vida, a todo el hombre, a la persona en su totalidad: "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con todo el alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas".

         El reino de Dios compromete al hombre en su totalidad y, a partir de esta intuición fundamental, se colocan las otras realidades. No basta un poco de religión, un poco de honestidad humana, la misa del domingo, un poco de oración, un poco de diversión, en el sentido de una medida.

         Entonces comprendemos cuán actual es el público de las parábolas de la llamada ¡y cuán dentro está de nosotros! Nosotros somos los destinatarios de estas parábolas, debemos sentirnos comprometidos, porque fácilmente hay en nuestra vida y en nuestra jornada muchas cosas que no van con la seriedad de las exigencias de Jesús.

         Concédenos, Señor, comprender que somos nosotros, aquí, los destinatarios de estas parábolas y que el tema de la llamada es sobre todo para nosotros. Señor, tú que nos llamas, haznos conocer la seriedad, la univocidad, lo unívoco, la exigencia, la totalidad de la llamada bautismal y de esta llamada vocacional que no es sino la explicitación histórica, personal, ministerial de la llamada bautismal en la Iglesia.

Carlo Martini

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         ¿Qué tiene en el corazón Jesús que habla, que narra las parábolas de la llamada? Me parece que pueden leer en su corazón sobre todo tres convicciones:

         1º Quien habla así está convencido de que el evangelio es una ocasión preciosísima para el hombre, no comparable con nada. Jesús está convencido de que el evangelio y la adhesión al evangelio, la fe, la justicia, la santidad que son consecuencias del mismo, son una oferta a la libertad del hombre que no debe dejar perder por ningún motivo, porque es el verdadero bien del hombre.

         2º Quien habla así tiene un gran sentido de que Dios es todo para el hombre y, por tanto, a Dios que llama no se le puede decir que no. Jesús sabe que el Dios amor es quien hace al hombre, quien lo realiza, quien constituye su plenitud.

         3º Hay otra verdad que me parece se deba leer en el corazón de Jesús, aunque no se la diga muy directamente en las parábolas, porque hablan sobre todo del Padre. Quien pronuncia estas parábolas tiene la autoridad divina y mesiánica para decir: Sígueme, ven detrás de mí. Y para poner las condiciones: el que viene detrás de mí y no reniega la propia vida no puede ser mi discípulo.

         En el ámbito de todo el evangelio es claro que aquí Jesús es Mesías, Hijo del hombre e Hijo de Dios, Señor de la historia humana, capaz de llamar en la historia humana. Para nosotros hay algo más. Las parábolas presentan el tema del banquete y también del banquete nupcial, de las bodas; entonces tenemos que decir que en el contexto neotestamentario no solamente el Señor puede llamar y llama en la historia, me ha llamado y me llama, sino que es el Esposo que invita a las bodas, me invita a la intimidad: "He aquí que estoy a la puerta y llamo; el que me abre cenará conmigo y yo con él" (Ap 3, 20).

         "Concédenos, Señor, saberte leer así en mi vida y comprender ese chance, esa ocasión providencial, formidable, que es para mi vida la llamada, la vocación, en la que se expresa tu apelación histórica, irrepetible y poderosa hacia mí, en el ámbito de la Iglesia y de su posibilidad de llamar".

Carlo Martini

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         Podemos sacar de la meditación 2 consecuencias. La 1ª consecuencia es sobre la misión de la Iglesia y de cada uno en la Iglesia. ¿De dónde nace el impulso misionero que caracteriza a la Iglesia, que es parte esencial de la Iglesia?

         En las personas nace, ante todo, del sentido de la preciosidad del bonum fidei, del bien de la fe, de la certeza de que la fe vale más que cualquier otra cosa. Vale más que cualquier otra cosa para mí, y más que cualquier otra cosa para los demás. La fe es el bien supremo para mí y para los demás porque es fundamento y raíz de la salvación plena y total del hombre. El impulso misionero nace, pues, de la profundidad de la fe, de la viveza de la fe, de la alegría de la fe, de la fatiga de la fe, del sufrimiento por la fe. Es la proclamación de la fe.

         En 2º lugar, considerando la fe en sí misma, no las personas, podemos decir que el impulso misionero nace del hecho de que siendo la fe un bien, pide por su naturaleza misma ser difundido, sobre todo la fe vivida en la caridad, en el amor. Si la Iglesia es amor y amor que nace de la fe, este amor no puede menos de difundirse, no puede no comunicarse: la comunicatividad intrínseca de la fe como bien, si las personas la viven, es la que se convierte en ellos en deseo de comunicarla.

         Por eso la misma Iglesia, en cuanto comunidad de fe, es misionera, lugar abierto y difusivo. Una comunidad cristiana no puede contentarse con decir: a nosotros se nos ha dado el don de la fe y por esto ¡demos gracias al Señor! Si es verdadera comunidad cristiana tiene que vivir la necesidad de difundir siempre la fe, en todas partes, en todo.

         Ya antes del Concilio II Vaticano, y en su encíclica sobre las misiones, Pío XI escribía: "Para todos los que, por gran don misericordioso de Dios, tienen la fe, y no hay obra de caridad más agradable a Dios y obra de amor más insigne para con el prójimo, ni hay deber más grave y urgente que el de propagar el don de la fe según sus propias fuerzas". Es decir, que propagar la fe es el primer deber del cristianismo, es la caridad más grande; todas las otras obras de caridad están unidas y subordinadas a esta obra suma.

         Entonces nosotros somos tanto más misioneros, cuanto más profunda es nuestra fe, cuanto está más radicada en nosotros y expresada en el amor. Profundidad de la fe no quiere decir necesariamente fe pacífica o fe que no nos pone problemas: más bien quiere decir lucha por la fe, amor por la fe, oscuridad en la fe, desierto de la fe, desierto en donde el hombre siente cada vez más que la fe es su salvación, su plenitud, la totalidad de sí, y se hace incapaz de definirse sin ella.

         La 2ª consecuencia es sobre la actividad vocacional. ¿De dónde nace el impulso vocacional? Como para la fe, nace de la conciencia profunda, personal y comunitaria, que es el bien supremo, en el que se realiza para cada uno el don de la fe. Se realiza para mí y para los demás.

         El impulso vocacional no tiene, pues, nada que ver con el sentido de propaganda humana, con el sentido de ambición de aumentar el número de miembros, con el deseo de no morir solos, sino viendo el rostro de nuevos hermanos de religión.

         Lo que vale es la vocación para mí, es el lugar en donde he encontrado la plenitud de la cruz y de la vida y por este deseo que valga para los demás. Entonces la vocación se propondrá como bien sumo, a la luz de Dios, no como empujón, como trampa (ven y verás que te vas a encontrar bien, que hay muchas cosas que te gustarán).

         Tal vez podemos responder a la pregunta tan frecuente hoy: ¿Por qué hay pocas vocaciones? Evidentemente porque hay quien se va a casar, quien ha comprado un campo, quien tiene que ir a ver los bueyes: por tanto, la excusa, la legitimación, el rechazo por parte de quien recibe la llamada. Y también, quizás, porque la llamada es flaca, débil. Hay estos dos elementos.

         No basta decir que los jóvenes son poco generosos. Hay que añadir que, tal vez, nuestra vida no se vive con alegría, con el entusiasmo y con la plenitud del amor a la cruz, con la totalidad de la donación, con la luminosidad del ejemplo, con la fuerza de la unidad y del amor, con la convicción de que en la comunidad uno se santifica realmente.

         Reflexionemos seriamente y pidámosle al Señor que sepamos traducir para nosotros, para mí, la parábola de la llamada. No debemos temer preguntarnos: ¿Por qué mi llamado es débil? Cumplo bien con mi deber, trato de servir con generosidad, y sin embargo me siento incómodo al tener que llamar a otros. ¿Por qué? Si ponemos toda nuestra buena voluntad para aclarar en nosotros todos estos motivos, el Señor nos concederá una luz nueva para nosotros y para los demás.

Carlo Martini

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         Sigue hoy el clima de una comida (¡la de cosas que pasaban en las comidas en las que participaba Jesús!), en esta ocasión con Jesús proponiendo una parábola sobre los invitados al banquete del reino de Dios.

         La alusión debía ser muy clara: los del pueblo de Israel eran los que antes que nadie recibieron la invitación para el "banquete del reino de Dios". Pero, cuando llegó la hora, rehusaron asistir, poniendo excusas: la compra de un campo o de unos bueyes, la boda reciente.

         Pero Dios no cierra la puerta del convite: invita a otros, los que los israelitas consideraban "pobres, lisiados, ciegos y cojos". Dios quiere "que se le llene la casa". Ya que no han querido los titulares de la invitación, que la aprovechen otros.

         ¿Son sólo los israelitas los ingratos, que no saben aprovechar la invitación y se autoexcluyen del banquete? Cada uno de nosotros debería hacerse un chequeo (una ecografía de intenciones y de corazón) para ver si mereceríamos también la queja de Jesús por no haber sabido aprovechar su invitación.

         Si nos invitaran a hacer penitencia o a un trabajo enorme, se podría entender la negativa. Pero nos invita a un banquete. A la felicidad, a la alegría, a la salvación. ¿Cómo es que no sabemos aprovechar esa inmensa suerte, mientras que otros, mucho menos favorecidos que nosotros, saben responder mejor a Dios?

         Cuando Lucas escribía este evangelio, ya se veía que Israel, al menos en su mayoría, había rechazado al Mesías, mientras que otros muchos, procedentes del paganismo, sí lo aceptaban.

         La palabra de Dios que escuchamos, así como su perdón, su gracia, la fe que nos ha dado, la comunidad eclesial a la que pertenecemos, los sacramentos, la eucaristía, el ejemplo de tantas personas que nos estimulan con su fidelidad... ¿no están siendo desperdiciados por mí? ¿No hago con ello sino rechazar las invitaciones que me envía continuamente Dios? ¿Qué excusas esgrimo para no darme por enterado? ¿Hago como los niños que no aceptaban ni la música alegre ni la triste? ¿O como los que no acogieron ni al Bautista, por austero, ni a Jesús, por demasiado humano?

         Cuando llegue la hora del banquete, irán delante de nosotros Zaqueo, y la Magdalena, y el buen ladrón, y la adúltera: ellos no eran oficialmente tan buenos como nosotros, pero aceptaron agradecidos y gozosos la invitación de Jesús. En cada eucaristía somos invitados a participar de este banquete sacramental, que es anticipo del definitivo del cielo: "Dichosos los invitados a la cena del Señor" (en latín, "a la cena de bodas del Cordero"). Celebrar la eucaristía debe ser el signo diario de que celebramos también todos los demás bienes que Dios nos ofrece.

José Aldazábal

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         Cristo Jesús nos invita a participar de su banquete eucarístico mediante el cual él continúa comunicándonos su vida y su espíritu. Él no se fija en nuestras pobrezas y limitaciones, sino sólo en que no rechacemos la invitación que nos hace. Si acudimos a su llamado, su Palabra nos santifica; su muerte en la cruz nos purifica de nuestros pecados, y su gloriosa resurrección nos da nueva vida.

         Entrar en comunión de vida con el Señor nos hace participar de su amor salvífico, que nos impulsa a vivir como criaturas nuevas, revestidas de Cristo y liberados de la carga de nuestros pecados. Permitámosle al Señor que por medio de su eucaristía nos haga vivir unidos a él y, fortalecidos con su Espíritu, nos convierta en miembros, no inútiles, sino activos en su Iglesia, capaces de esforzarnos continuamente por hacer el bien a todos.

         Alimentados de Cristo, unidos a él, seamos portadores de su vida para todos. No hagamos de nuestro trabajo un esfuerzo de grupos cerrados. No tengamos una Iglesia de los nuestros, o de nuestro propio grupo. Abramos los ojos ante quienes viven entre necesidades y angustias, limitaciones y pobrezas; interesémonos por ellos en la misma forma en que en un cuerpo los miembros se preocupan unos de otros.

         Tratemos así hacer de la Iglesia una comunidad de hermanos, unidos por el amor. Entonces podremos alimentar la fe, la esperanza y el amor de todos los hombres; entonces, rompiendo nuestros grupos cerrados, saldremos a los cruces del camino para hacer llegar la salvación a todos, incluso a quienes han sido despreciados a causa de su pobreza, de sus limitaciones, de su cultura o de su edad avanzada.

         Cristo nos ha llamado para hacernos comprender que él ha sido enviado a todos sin excepción, para que, quienes creemos en él sepamos que hemos sido enviados para continuar su obra de salvación en la misma forma en que él la realizó en favor de todos los hombres.

Javier Soteras

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         Hoy Jesucristo nos presenta la Parábola de los Invitados a la Boda, en que se produce el drama de que todos esos invitados rechazaron la invitación. Sobre todo porque se trataba de una gran cena, en que su organizador no había escatimado en nada, a la hora de su preparación.

         Seguramente habría platos exquisitos, y además, siendo un señor de importancia, habría invitado a personas distinguidas de la sociedad de entonces. ¿porqué se rechaza la invitación? Yo no tengo la respuesta, pero tengo otra pregunta.

         Cristo se encarnó, y con ello Dios se hizo hombre por nosotros. Pero lo que nosotros no caemos en la cuenta es de lo acostumbrados que estamos a oír eso, cayendo quizás en esa gran ingratitud de la que ya nos alertó Jesús: que "los suyos no le recibieron".

         ¿Y por qué? Porque si la gratitud es el reconocimiento por un don que se recibe, para un cristiano la gratitud nace de la fe en Cristo. Y a veces parece que Cristo necesita mendigar para que los hombres acepten el amor que les ofrece, cuando somos nosotros los que deberíamos esforzarnos por mostrarle nuestro amor.

         Está en nuestras manos hacer del mundo un inmenso jardín en el que la gratitud no sea una flor exótica, sino que sea la flor de cada hogar, de cada familia, de cada sociedad.

Luis Gralla

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         Leído el texto de hoy, reconozcamos que la complacencia de Jesús está en que todos nos sintamos dichosos de "comer en el banquete del Reino", y que su tristeza se hace patente cuando contempla nuestras ingratitudes y desprecios, no acudiendo a su llamada.

         Nuestra vocación está muy clara en la naturaleza de lo que poseemos, en las deficiencias que nos hacen depender de los demás, en el beneficio de la colaboración, en la capacidad de vivir la felicidad que genera el “hacer felices a otros”.

         Tomemos buena nota de la advertencia que Jesús dirige a los miembros de la comunidad que aparecen como infieles a la llamada del hermano: no probarán de su banquete; es decir, pagarán las consecuencias de su ingratitud, al mismo tiempo que otros invitados (nuevos y pobres) de última hora, gozarán de sus manjares y amistad. Quien tenga oídos para oír que oiga esta palabra del Señor y no se engañe fatuamente.

         Si ayer nos decía Jesús que lleváramos a nuestra mesa a pobres, lisiados, gente sencilla que sólo puede devolver amor, entendamos,  hoy nos da la misma lección de vida: en la comunión de personas, estando Dios y los hombres implicados, es pecado servirse de los demás para provecho propio. Hemos nacido para ser solidarios con Cristo y con los hermanos.

Dominicos de Madrid

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         La comida y la cena festiva es en todas las culturas uno de los símbolos más grandes de unidad comunitaria y familiar. En la cultura semita era símbolo de la máxima comunión. Participar de la mesa de otra persona comprometía a los invitados con el oferente de la cena.

         Jesús aprovecha este valor cultural para resaltar los valores del Reino. Pues, éste no es una realidad ajena a nuestra cotidianidad, al devenir histórico, a los valores humanos. El reino de Dios es precisamente la máxima realización de los ideales humanos de fraternidad, solidaridad y justicia. Y, precisamente, en la comida comunitaria se viven los signos que muestran como posible o realizable el Reino entre los seres humanos.

         La Parábola del Banquete del Reino muestra cómo los que están empeñados exclusivamente en sus negocios ("compré un campo y es necesario que me disculpes"), en el frenesí de su trabajo ("compré cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas") o en la exclusividad del círculo familiar, no pueden entrar a participar plena y gozosamente en la vida comunitaria. Ésta exige, una disponibilidad generosa y la aspiración de construir algo más grande que los pequeños negocios y trabajos familiares.

         Por estas razones, aquellos que están empeñados en sus propias preocupaciones sin mirar el horizonte de los pueblos, sin valorar las utopías históricas no están aptos para participar del banquete del Reino. Éste necesita de una apertura a todos los seres humanos y a todos los ideales de humanización. Por esto, los invitados son aquellos que realmente tienen esperanza histórica y confían en que pueden construir la nueva casa del Señor.

         Ésta es un proyecto alternativo, un mundo donde no hay excluidos y donde lo importante no es la productividad ni el lucro, sino la máxima expresión de la creación: el ser humano.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         En el pasaje evangélico de hoy vuelven a comparecer elementos ya mencionados en ocasiones anteriores: el banquete, la invitación y los invitados. Además, los pobres, lisiados, ciegos y cojos adquieren un nuevo protagonismo.

         En un contexto de banquete, y tras haber hablado Jesús de uno de sus temas preferidos (el reino de Dios), muchas veces iluminado por la imagen del banquete de bodas, uno de los comensales le dijo como corroborando su exposición: Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios.

         Si el Reino de los Cielos es un estado de plenitud y de bienaventuranza, el que toma parte en él habrá de ser necesariamente dichoso. Pero esto no significa que todo el mundo valore del mismo modo esta misteriosa realidad, ni esté dispuesto a aceptar la invitación cursada, ni esté dispuesto a renunciar a otras cosas para él más constatables, próximas y asequibles.

         Por eso Jesús contesta al interlocutor con una parábola alusiva a este hecho: Un hombre daba un gran banquete (pues el banquete del Reino de los Cielos es algo grande e inimitable) y convidó a mucha gente (para hacerlo más grande todavía). A la hora del banquete, el responsable del banquete mandó un criado a avisar a los convidados (pues Dios siempre llama o invita por medio de intermediarios humanos), y a éstos les dio la consigna del anuncio: Venid, que ya está preparado.

         Pero aquellos convidados se fueron excusando uno tras otro, bien por no tener interés en eso que se les ofrece, bien por menospreciarlo, bien por considerarlo prescindible, bien por entender que hay algo más importante en esos momentos en su vida. Las excusas son variadas, a veces comprensibles, pero no dejan de tener el carácter de excusa. Sin embargo, hay asuntos que son inexcusables.

         La asistencia a este banquete sí era excusable para aquellos invitados, y por eso el primero dice: He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor. Al parecer, aquella visita no podía esperar. En cuanto al segundo, éste contesta: He comprado cien yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor. Es decir, que su interés estaba en otro lado. En cuanto al último, éste responde: Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir. Es decir, que él también tiene su propio banquete. 

         En definitiva, ninguno puede ir porque tiene algo más importante que hacer, según su propia jerarquía de valores y la importancia que ellos le han otorgado a las cosas (lo que acaban de comprar, lo que están deseosos de ver y probar, lo que en ese momento están festejando).

         La respuesta de aquellos convidados, marcada por la displicencia, la indiferencia y la falta de aprecio, provoca la indignación del anfitrión, que al punto dice a su criado: Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad, y tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos. Y como todavía quedaba sitio, lo volvió a enviar bajo la misma consigna: Sal por los caminos e insísteles, hasta que entren y se me llene la casa. Porque os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete.

         El lenguaje para describir la reacción de Dios, ante el desprecio por su invitación, es sumamente antropomórfico, pero muy significativo. Los convidados no han sabido distinguir a este tipo de Señor, ni han sabido apreciar el don que éste les ofrecía. Por supuesto, este Señor resultó ser infinitamente superior a esos otros señores bajo los que vivían obnubilados los invitados (el campo, unos bueyes), y su banquete sí que resultó ser mucho más duradero que ese banquete nupcial del último invitado (pues era eterno).

         Los planes de Dios no van a quedar truncados porque algunas personas no secunden sus propósitos o no se sumen a su fiesta. El banquete preparado se celebrará, y antes o después la sala se llenará de comensales. Por eso Dios no dejará de enviar a sus criados (profetas) y de alargar el tiempo, para que la invitación se extienda a todos, empezando por los más desahuciados de este mundo.

         Dios muestra especial interés en que haya banquete, y en que se llene la casa de invitados. Por eso pide a sus enviados que no dejen de insistir. Es la insistencia de la predicación, que quiere hacer ver la importancia del don que se ofrece, aunque para ello haya que dejar otras cosas.

         Al final, queramos o no, tendremos que dejar nuestros campos, y nuestras yuntas de bueyes, y nuestros banquetes ordinarios, porque la muerte acabará con todo. Puede que sea el final frustrante de nuestra vida, cuando nos veamos nosotros mismos rechazados por aquel Anfitrión que nos había invitado a su casa, y al que nosotros habíamos rechazado.

         Quizás los pobres y los enfermos, por no tener salud que disfrutar, o banquetes que celebrar, estén en mejores condiciones que nosotros, a la hora de captar esta peculiar invitación y comprender su significado.

         Hay ataduras que no dejan la libertad necesaria para captar ciertas realidades, ni establecer una mejor jerarquía de valores. Allá esos atados a tales ataduras, pues puede que la puerta que ellos han cerrado sea la realmente auténtica. Ojalá el Señor nos conceda lucidez para mantenernos despiertos, y sabiduría para saber apreciar los dones que son realmente valiosos en la vida. Sólo así seremos dichosos, porque tendremos un día parte en el banquete del reino de Dios.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 04/11/25     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A