11 de Marzo
Sábado II de Cuaresma
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 11 marzo 2023
a) Mi 7, 14-15.18-20
Con el texto de hoy termina el libro de Miqueas. Y en él, el profeta suplica a Dios que no abandone a su pueblo, sino que realice en él las promesas, de manera que Israel (ahora triste y abatido) pueda rehacer su vida. La 2ª parte de la lectura es como una composición sálmica del profeta, en que éste exulta de gozo pensando en el futuro perdón de Dios, como garantía de las promesas que se van obrando entre los altibajos de la historia.
El profeta habla para alentar al pueblo, y lo estimula para mantener firme su fe en Dios. Y lo hace recurriendo a los tiempos primitivos, que volverán a florecer cuando el rebaño (el pueblo) paste solitario, confiando solo y sin miedo a los ataques del enemigo, en las fronteras entre el Carmelo, Basán y Galaad. Más aún: el pueblo volverá a ver los prodigios de Dios, como los que sucedieron en la época del Exodo (vv.14-15).
El profeta Miqueas cree que la potencia de las naciones enemigas no puede destruir la obra de Dios, que es Israel. Y que al contemplar los prodigios realizados por Dios en Israel, el resto de naciones se avergonzarán de sí mismas, y de la confianza que habían puesto en su propio poder (v.16). Sin embargo, la esperanza de liberación no se limita a Israel, pues también otras naciones volverán a Yahveh, el Dios de Israel, y lo temerán (v.17).
El fundamento de la esperanza está en la fe en la misericordia de Dios, el cual, por puro don suyo, borra la iniquidad y perdona el pecado. Pues es él, y sólo él, quien convierte a los hombres de modo definitivo, quien sana sus heridas, quien lanza sus pecados al abismo del mar (vv.18-19). Y no podría ser de otra manera, dado el juramento de fidelidad y benevolencia que Dios había hecho en tiempos pasados, a los padres del pueblo (v.20).
Todo sería absurdo en esta vida si el mundo estuviera exclusivamente en manos de los hombres, y la Palabra de Dios resultaría de una incoherencia inexplicable. El creyente, por encima de todo, cree en la coherencia de Dios, y vive de ella.
Miguel Gallart
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Escuchamos hoy la humilde Oración de Miqueas, llena de confianza en Dios y con unos rasgos expresivos que describen a Dios como:
-el pastor que irá recogiendo a las ovejas de Israel, que andan perdidas por la
maleza;
-el salvador que volverá a repetir lo que hizo en su día, liberando a su pueblo
de la esclavitud de Egipto;
-el redentor de nuestros pecados, que "arrojará a lo hondo del mar
nuestros delitos";
-el Dios del perdón y no del castigo, que "se complace en la misericordia"
y que "volverá a compadecerse", como "juró a nuestros padres en tiempos remotos".
Se trata, por tanto, de una auténtica amnistía, la que hoy se nos anuncia. El Salmo 102 de hoy, un hermoso canto a la misericordia de Dios, insiste en ello: "El Señor es compasivo y misericordioso, y no nos trata como merecen nuestros pecados". Se trata de un salmo que hoy podríamos rezar por nuestra cuenta, despacio y diciéndolo en 1ª persona, a ese Dios que nos invita a la conversión. Es una entrañable meditación cuaresmal y una buena preparación para nuestra confesión pascual.
En cuaresma nos acordamos más de la bondad de Dios. E igual que Miqueas invita al pueblo a convertirse a Dios (porque es misericordioso, y los acogerá amablemente) también nosotros debemos volvernos hacia Dios, llenos de confianza en que él "arrojará nuestros pecados a lo hondo del mar".
José Aldazábal
b) Lc 15, 1-3.11-32
La Parábola del Hijo Pródigo es de las que mejor conocemos y de las que más nos interpela, sobre todo en la cuaresma. Y hasta sus personajes nos resultan familiares. Analicémoslos.
El padre aparece como persona liberal, que da márgenes de confianza a sus hijos y que perdona lo que haga falta. Se trata de un padre que, en esta parábola, sale 2 veces de su casa: la 1ª para acoger al hijo que vuelve (a la unión familiar) y la 2ª para tratar de convencer al hermano mayor (de que también entre en la comunión familiar).
El hijo pequeño, bastante golfo, es el protagonista de una historia de ida y vuelta, que aprende las duras lecciones de la vida, y por los pelos sabe reaccionar. Pero es capaz de volver a la casa paterna.
El hermano mayor es el que Jesús enfoca más expresamente, retratando en él a tantos que diariamente, y a través del trabajo, van enfriando el calor familiar, lo único importante para el padre (y no el trabajo, ni el mundo, ni nada más).
Así, la parábola de Jesús nos pone ante una alternativa: ¿en cuál de las 3 figuras nos vemos reflejados?
¿Actuamos como el padre? Él respeta la decisión de su hijo, aunque seguramente no la entiende ni acepta. Y cuando le ve volver le hace fácil la entrada en casa. ¿Sabemos acoger al que vuelve? ¿Le damos un margen de confianza, le facilitamos la rehabilitación? ¿O le recordaremos siempre lo que ha hecho, pasándole factura de su fallo? El padre esgrimió, no la justicia o la necesidad de un castigo pedagógico, sino la misericordia. ¿Qué actitud adoptamos nosotros en nuestra relación con los demás?
¿Actuamos como el hijo pródigo? Tal vez en algún periodo de nuestra vida también nos hemos lanzado a la aventura, no tan extrema como la del joven de la parábola, pero sí aventura al fin y al cabo, desviados del camino que Dios nos pedía que siguiéramos.
¿O bien actuamos como el hermano mayor? Él no acepta que al pequeño se le perdone tan fácilmente. Tal vez tiene razón en querer dar una lección al aventurero. Pero Jesús contrapone su postura con la del padre, mucho más comprensivo. Jesús mismo actuó con los pecadores como lo hace el padre de la parábola, no como el hermano mayor. Éste es figura de una actitud farisaica. ¿Somos intransigentes, intolerantes? ¿Sabemos perdonar o nos dejamos llevar por la envidia y el rencor? ¿Miramos por encima del hombro a los pecadores, sintiéndonos nosotros justos?
Cuando oímos hablar o hablamos del hijo pródigo, ¿nos acordamos sólo de los demás (de los pecadores), o nos incluimos a nosotros mismos en esa historia del bien y del mal, que también existen en nuestra vida?
¿Nos hemos puesto ya, en esta cuaresma, en actitud de conversión, de reconocimiento humilde de nuestras faltas y de confianza en la bondad de Dios, dispuestos a volver a él y serle más fieles desde ahora? ¿Sabemos pedir perdón? ¿Preparamos ya el sacramento de la reconciliación, que parece descrito detalladamente en esta parábola en sus etapas de arrepentimiento, confesión, perdón y fiesta?
La cuaresma debería ser tiempo de abrazos y de reconciliaciones. No sólo porque nos sentimos perdonados por Dios, sino también porque nosotros mismos decidimos conceder la amnistía a alguna persona de la que estamos alejados.
José Aldazábal
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Hoy vemos la misericordia, la nota distintiva de Dios Padre, en el momento en que contemplamos una humanidad huérfana, porque desmemoriada no sabe que es hija de Dios. Cronin habla de un hijo que marchó de casa, malgastó dinero, salud, mancilló el honor de la familia y cayó en la cárcel. Nos recuerda aquel cuadro de Rembrandt en el que el hijo que regresa desvalido y hambriento, y es abrazado por un anciano con 2 manos diferentes: una de padre que le abraza fuerte; la otra de madre, afectuosa y dulce, le acaricia. Dios es padre y madre.
"Padre, he pecado" (Lc 15, 21), queremos decir también nosotros, y sentir el abrazo de Dios en el Sacramento de la Penitencia, y participar en la fiesta de la eucaristía al estilo de "comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida" (Lc 15, 23-24).
Así, ya que Dios nos espera ¡cada día! como aquel padre de la parábola (que esperaba a su hijo pródigo), recorramos nosotros el camino hacia el encuentro con el Padre, donde todo se aclara. Pues "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (Concilio Vaticano II).
El protagonista es siempre el Padre. Que el desierto de la cuaresma nos lleve a interiorizar esta llamada a participar en la misericordia divina, ya que la vida es un ir regresando al Padre.
Llucia Pou
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Este evangelio nos relata la parábola del padre que tenía 2 hijos: uno infiel a su amor y el otro aparentemente muy fiel. El hijo infiel decide marcharse y pide que se le entregue su herencia. Después de malgastarla y de pasar por muchas dificultades, quiso volver a casa de su padre. Este decidió recibirlo con alegría y trató de organizarle una fiesta. El hijo fiel, el que había permanecido en casa fiel a la obediencia, no pudo entender esa actitud de perdón y decidió automarginarse, amargado contra sí mismo, rabioso contra su hermano y resentido contra su mismo padre.
La lección de la parábola era clara: Jesús quería aludir a la acogida que, en nombre del Padre celestial, él estaba dando a los pecadores, prostitutas y recolectores de impuestos. Jesús estaba ofreciendo perdón y dando acogida a los que no cumplían la ley. Con esto la oficialidad judía creía que se les quitaba el derecho de precedencia a ellos y a todos los cumplidores de la ley, que sí se molestaban por guardar todas las prescripciones legales.
Jesús, que había experimentado la presencia de Dios Padre en sí mismo, sabía que su amor no discriminaba ni excluía a nadie. Los jefes judíos, en cambio, no incluían en el Reino a todos; los pecadores e impuros quedaban excluidos. Para Jesús el amor del Reino no tenía límites; puesto que nadie lo podía merecer; era gratuito. Dios Padre lo daba a quien él quería. Por lo mismo, necesariamente debía estar a merced del perdón y de la misericordia. Esto era lo que abría las puertas al Reino.
Esta enseñanza de Jesús contrasta con nuestras actitudes. En muchas ocasiones nos volvemos obstáculo para que el perdón y el amor de Dios acaezca entre nosotros. Somos implacables en nuestros juicios, ponemos condiciones, nos consideramos la medida de lo demás, y lo que se aleja de esa medida creemos que no merece ser tenido en cuenta.
Servicio Bíblico Latinoamericano