31 de Marzo

Viernes V de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 31 marzo 2023

a) Jer 20, 10-13

           El profeta Jeremías prefigura la pasión de Jesucristo, como ya hemos recordado varias veces. Él fue perseguido, e intentaron matarlo hasta sus propios familiares y vecinos. Pero confió firmemente en el Señor, en él puso su seguridad, y el Señor lo sostuvo.

           El cristiano, que vive en la caridad de Cristo, ha de ir más lejos que Jeremías, sabiendo que el amor de Dios es capaz de llegar hasta la muerte. Y sin temor a los que matan el cuerpo, ha de confesar a Dios ante los hombres, con su fe y su conducta. Como dice Santo Tomás de Aquino, al respecto:

"El Señor padeció de los gentiles y de los judíos, de los hombres y de las mujeres, como se ve en las sirvientas que acusaron a Pedro. Padeció también de los Príncipes y de sus ministros, y de la plebe... Padeció de los parientes y conocidos, y de Pedro, que le negó. De otro modo, padeció cuanto el hombre puede padecer. Pues Cristo padeció de los amigos que lo abandonaron; padeció en la fama, por las blasfemias proferidas contra Él; padeció en el honor y en la honra por las irrisiones y burlas que le infligieron; en los bienes, pues fue despojado hasta de sus vestidos; en el alma, por la tristeza, el tedio, y el temor; en el cuerpo, por las heridas y los azotes" (Suma Teológica, III, q.46, a.5).

           Por muy negra que sea la noche, siempre hay lugar para la esperanza. Jeremías, el profeta, siente el terror de saberse perseguido, asediado, amenazado de muerte por haber hablado en nombre de Dios. El peligro es inminente: oye el cuchicheo de la gente y crece el pavor en su corazón. Pero, al tiempo, experimenta la certeza de un Dios que no le abandonará. Su fuente más honda de paz y serenidad es "a ti he encomendado mi causa".

           Jeremías permanece fiel al querer de Dios. Continúa proclamando que el Señor no está conforme con la conducta de su pueblo. Les echa en cara sus errores y pecados, pero también les presenta una solución: arrepentirse y acogerse a la misericordia de Dios. Ese es el camino que les ofrece para que recuperen la libertad, la paz y la esperanza.

Manuel Garrido

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           El 1º día del Triduo Pascual, de nuevo volverá a aparecer Jeremías en la liturgia, como figura de Cristo Jesús en su camino de la cruz, y con unas situaciones muy parecidas a las que meditábamos el Sábado IV de Cuaresma. A Jeremías, que cuando fue llamado por Dios cuando era un muchacho de 20 años, le tocó anunciar desgracias y catástrofes, si la gente no se convertía. El suyo fue un mensaje mal recibido por todos, por el pueblo, por sus familiares, por las autoridades. Tramaron su muerte, y él era muy consciente de ello.

           Pero en la página de hoy se ve que, a pesar del drama personal que vive (y que en otras páginas incluso adquiere tintes de rebelión contra Dios), triunfa en él la oración confiada en Dios: "el Señor está conmigo y mis enemigos no podrán conmigo, porque el Señor libró la vida del pobre de manos de los impíos".

           Jeremías representa a tantas personas a quienes les toca sufrir en esta vida, pero que ponen su confianza en Dios y siguen adelante su camino. De tantas personas que pueden decir con el salmo responsorial de hoy: "en el peligro invoqué al Señor y me escuchó".

           Nosotros pertenecemos a este grupo de los que sí han creído en Dios, y le acogemos en su totalidad. Tal vez en nuestra vida también conocemos lo que es la crisis sufrida por Jeremías, porque no hemos tenido éxito en lo que emprendemos, porque sufrimos por la situación de nuestro pueblo, porque nos cuesta luchar contra el desaliento y el mal. Tal vez más de uno de nosotros está viviendo una etapa dramática en su vida y puede exclamar con el salmo responsorial: "me cercaban olas mortales, torrentes destructores".

           Ojalá no perdamos la confianza en Dios y digamos con sinceridad: "En el peligro invoqué al Señor y me escuchó. Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, mi roca, mi libertador. Desde su templo él escuchó mi voz, y mi grito llegó a sus oídos". Como tuvo confianza Jeremías. Como la tuvo Jesús, que experimentó lo que es sufrir, pero se apoyó en Dios su Padre: "Mi alma está triste hasta la muerte. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya; a tus manos encomiendo mi espíritu".

José Aldazábal

b) Jn 10, 31-42

           El evangelio de hoy nos presenta un clima de discusión entre los judíos y Jesús. Los judíos quieren obtener de él una declaración franca y clara sobre sus orígenes. Pero instalados en su ortodoxia, no tienen la actitud vivencial de la fe, y aunque vean las obras que realiza y escuchen la proclamación de ser Hijo de Dios, consagrado y enviado por el Padre, no están dispuestos a creer en él.

           Contra Jesús reaccionan más violentamente los judíos, aun que contra Jeremías. Sus enemigos de nuevo agarran piedras y le quieren eliminar. Es el acoso y derribo. Una vez más se suscita el tema crucial, representado en la denuncia de los judíos: "Tú blasfemas, porque siendo un hombre, te haces Dios". Por eso le quieren apedrear, porque su Yo Soy les escandalizaba. Los razonamientos de Jesús están llenos de ironía: "¿Por cuál de las obras buenas que he hecho me queréis apedrear?", "¿No está escrito en la ley (Sal 82, 6) que sois todos dioses, hijos del Altísimo?".

           En parte, Jesús les da la razón. Si él no probara con obras que lo que dice es verdad, serían lógicos en no creerle: "Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis". Pero sí las hace y por tanto no tienen excusa su ceguera y su obstinación. Otras veces le tachan de fanático, o de endemoniado, o de loco. Hoy, de blasfemo. Cuando uno no quiere ver, no ve. Menos mal que "muchos creyeron en él".

           Es lo que meditaremos en los próximos días. Y lo que Jesús quiere comunicarnos, a fin de que seamos fieles como él en nuestro camino, y participemos en su dolor y en su triunfo, en su cruz y en su resurrección. O sea, en su Pascua.

José Aldazábal

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           Una vez más, y con ocasión de la Fiesta de la Dedicación del Templo (que conmemoraba la victoria de Judas Macabeo, con la que el pueblo fue liberado y el templo nuevamente consagrado), Jesús se paseaba por el templo, bajo el Pórtico de Salomón. Entonces, los judíos lo rodearon y le dijeron: "¿Hasta cuándo nos vas a tener en celo? Si tú eres el Mesías, dínoslo de una vez".

           Jesús les respondió: "Os lo estoy diciendo y no lo creéis. Las obras que yo hago en nombre de mi Padre, están dando testimonio de mí, pero vosotros no me creéis. Porque el Padre y Yo somos una sola cosa". Jesús dice que su actuación y obra en el mundo se fundamentan en su unidad con Dios. Jesús aspira a una filiación divina tan singular que, según la opinión de los judíos, parece amenazada la unicidad de Dios, el monoteísmo radical.

           La fe cristiana es una fe monoteísta, lo mismo que la fe judía y musulmana; y creemos en un solo Dios todopoderoso, creador de cielo y tierra. Pero la fe cristiana resalta la singularidad de Jesús frente a todos los hombres por lo que respecta a sus relaciones con Dios. Por esto se empeña en mostrar claramente al no cristiano, sea judío o musulmán, que no pretende poner en entredicho el monoteísmo. Pero la fe cristiana descansa, se apoya, en el testimonio de Cristo, él es el revelador de Dios: "Mi doctrina no es mía, sino del Padre que me ha enviado", y "todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer".

           La fe cristiana se transmite, no por evidencia, sino por testimonio. Cristo es testigo del Padre (Jn 3, 11); los apóstoles mensajeros son testigos de Cristo (Hch 1, 8) y muestra fe descansa en su testimonio. Una verdad sobre Dios que no proceda de Cristo no es una verdad divina y una verdad sobre Cristo que no haya llegado a nosotros con el refrendo de los mensajeros autorizados no es una verdad cristiana. Cristo es el centro de todo este conocimiento, de todo esta atestiguación, pues si él da testimonio del Padre, también el Padre da testimonio de él (Jn 8, 18).

           De nuevo los oyentes (como en Jn 8, 59) se sienten tan irritaos por la afirmación de Jesús, que toman piedras para tirárselas, pues entienden esa afirmación de Jesús ("el Padre y Yo somos una sola cosa") como una blasfemia.

           Ahora Jesús, no huye sino que afronta a sus adversarios, resuelto a convencerlos de que están equivocados. Aun sabiendo que ellos se han escandalizado al oírle declarar que es una sola cosa con el Padre, mantiene su afirmación y les llama la atención sobre las "muchas obras buenas" que el Padre le encomendó y que ha llevado a cabo en presencia de ellos; les pregunta en cuál de todas esas obras encuentran motivo para lapidarlo. Los judíos rechazan que quieran matar a Jesús por sus buenas obras. Si pretenden matarlo es a causa de su blasfemia contra Dios, la cual consiste en su pretensión de hacerse a sí mismo Dios, cuando no es más que un simple hombre. Este es el punto clave para ellos.

           Dicha blasfemia contra Dios estribaría para los judíos en que Jesús alimenta la pretensión (total y absolutamente injustificable, y hasta imposible) de hacerse Dios, no siendo más que un hombre, y en eso que Jesús había dicho: "Si no hago las obras de mi Padre no me creáis. Pero si las hago, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre". Las obras que Jesús hace demuestran su unidad con Dios. Deberían dejarse convencer por las obras de Jesús. Pero sus cabezas están llenas de razones, y por eso rechazan a Dios en Jesús y acaba matando a Jesús.

Noel Quesson

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           Hoy viernes, cuando sólo falta una semana para conmemorar la muerte del Señor, el evangelio nos presenta los motivos de la condena de Jesús. Jesús trata de mostrar la verdad, pero los judíos lo tienen por blasfemo y reo de lapidación. Jesús habla de las obras que realiza, obras de Dios que lo acreditan, de cómo puede darse a sí mismo el título de Hijo de Dios.

           Sin embargo, Jesús habla desde unas categorías difíciles de entender para sus adversarios ("estar en la verdad", "escuchar su voz"...), y les habla desde un seguimiento y compromiso (con su persona) que hacen que Jesús sea conocido y amado. "Maestro, ¿dónde vives?", le habían preguntado los discípulos al inicio de su ministerio (Jn 1, 38). Pero todo parece inútil, pues es tan grande lo que Jesús intenta decir que los judíos no pueden entenderlo, sino solamente los pequeños y sencillos (pues el Reino está "escondido a los sabios y entendidos").

           Jesús lucha por presentar argumentos que puedan aceptar, pero el intento es en vano. En el fondo, morirá por decir la verdad sobre sí mismo, por ser fiel a sí mismo, a su identidad y a su misión. Como profeta, presentará una llamada a la conversión y será rechazado, un nuevo rostro de Dios y será escupido, una nueva fraternidad y será abandonado. De nuevo se alza la cruz del Señor con toda su fuerza como estandarte verdadero, como única razón indiscutible. Como dice San León Magno:

"¡Oh admirable virtud de la santa cruz! ¡Oh inefable gloria del Padre! En ella podemos considerar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del crucificado. ¡Oh, sí, Señor: atrajiste a ti todas las cosas cuando, teniendo extendidas todo el día tus manos hacia el pueblo incrédulo y rebelde, el universo entero comprendió que debía rendir homenaje a tu majestad!".

           Jesús ha de huir al otro lado del Jordán y quienes de veras creen el él se trasladan allí dispuestos a seguirle y a escucharle.

Carles Elías

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           Dice el evangelista que "los judíos cogieron de nuevo piedras para apedrearlo", y que Jesús les contestó: "Muchas obras excelentes os he hecho ver, que son obras del Padre. ¿Por cuál de ellas me apedreáis?". Pero ellos contestan que no le apedrean por sus obras, sino por blasfemia, porque, "siendo un hombre, se hace Dios" (vv.30-33).

           Jesús se distancia de ellos y les dice: "¿No está escrito en vuestra ley que seréis dioses?". Y si la Escritura llamó dioses a aquellos a quienes Dios dirigió su palabra, continúa Jesús, "de mí, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís que blasfemo porque he dicho Soy hijo de Dios?". "Si yo no realizo las obras de mi Padre (continúa Jesús), no me creáis. Pero si las realizo, creed a las obras, para que sepáis que el Padre es conmigo y yo con el Padre" (vv.34-37).

           Jesús no considera suya la ley, sino que la llama "vuestra ley" (v.34). Y según esa ley, ellos son dioses, es decir, salidos de Dios y a imagen de Dios. Pero en el AT, dicho apelativo se aplicaba a los que reflejaban el poder de un Dios justiciero (los jueces), y por eso Jesús se distancia del texto que cita (vuestra ley; Sal 82, 6), pues la semejanza con Dios no está en el poder, sino en la actividad del amor (vv.37-38).

           Y continúa desafiándolos: "Si yo no realizo las obras de mi Padre, no me creáis. Pero si las realizo, aunque no me creáis a mí, creed a las obras" (vv.37-38a), pues la calidad del hombre se prueba por sus obras, y él demuestra ser Hijo de Dios con las obras que realiza.

           Ellos, los embusteros y asesinos (Jn 8,44; Jn 10,1.8.10), no pueden de ningún modo representar a Dios. Pues las credenciales jurídicas de que se glorían (la palabrería, sin obras) no cuentan, y las únicas que atestiguan una misión auténtica no son las palabras ("no las creáis"), sino las obras ("creedlas"). De ellas deberían deducir la unidad entre Jesús y el Padre (v.38b), pues ambos tienen el mismo objetivo: dar vida al hombre. Y como los judíos no tienen respuesta, intenta prenderlo (v.39), apelando como de costumbre a la violencia (Jn 7,30; Jn 8,20.59).

Juan Mateos

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           Ante el intento de apedrear a Jesús por parte de sus contrincantes, Jesús les pregunta por cuál de las buenas obras que les ha hecho ver de parte del Padre lo van a ejecutar. La lapidación era el castigo por gravísimos pecados, entre otros el de blasfemia. La contrarréplica de Jesús es contundente, las obras que hace en nombre del Padre demuestran la validez de su pretensión: "el Padre está en mí y yo en el Padre".

           Esta es la gran diferencia entre la fe judía y la fe cristiana: que nosotros, los cristianos, afirmamos que en Jesús de Nazaret se hizo presente el mismo Dios en nuestro mundo, su bondad y su amor misericordioso, especialmente para con los pobres y los pequeños. En cambio los judíos no pueden aceptar el carácter divino de la persona de Jesús pues para ellos sería la negación de sus más profundas convicciones.

           El evangelio de Juan quiere explicar a sus lectores quién es realmente Jesús, en nombre de quién viene y actúa. También quiere explicarles por qué los judíos de su tiempo, sus autoridades más exactamente, llegaron a crucificarlo: porque no entendieron sus palabras ni interpretaron sus gestos y sus milagros.

           Todo esto nos debe llevar a valorar nuestra fe cristiana y a testimoniaría como Jesús: con nuestras palabras de bondad y de perdón y con nuestras obras de amor para con los demás.

Confederación Internacional Claretiana

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           Tener la ilusión de llegar a ser hijo de Dios puede ser para unos una utopía, mientras para otros puede convertirse en una blasfemia. Todo depende del tipo de Dios en que se crea. Y Jesús sentía a Dios como un Padre. Se veía a las claras que su espiritualidad estaba marcada por el texto fundamental del Génesis: "Hizo Dios al ser humano a su imagen y semejanza" (Gn 1, 27), es decir, como si fuera un hijo suyo.

           Siempre que Jesús hablaba de Dios, pensaba en un Dios que, por ser Padre, lo amaba a él como a un hijo. Jamás negó Jesús a los demás seres humanos este mismo privilegio. Por lo mismo, para Jesús todo ser humano (hombre o mujer) era hijo de Dios y podía llegar a identificarse con este Padre en la medida en que amara como este Padre lo hacía.

           El problema de la divinidad de Jesús, en términos de una filiación que se obtenía por naturaleza, fue un planteamiento de la comunidad primitiva postpascual, después de que la resurrección lo planteó y lo demostró. El evangelista Juan, lo mismo que los evangelistas sinópticos, cuando narraban episodios de la vida de Jesús, proyectaban en la vida terrenal de su Maestro esa fe en su divinidad que ellos habían logrado adquirir sólo después de la resurrección.

           No podemos abandonar el planteamiento sencillo que Jesús quiso hacer a las personas que lo seguían: para un hijo la mayor alegría es hacer las obras de su padre. A Jesús le ilusionaba parecerse a su Padre celestial. Por eso hacía las obras que sabía eran del agrado del Dios de la justicia. Por eso, si trataban de matarlo, debía quedar claro por cuál de aquellas obras lo condenaban. Y la conclusión era obvia: lo iban asesinar, porque las obras de justicia que él realizaba, que eran las que Dios haría, "ponían en evidencia el pecado del mundo".

           El conflicto arrecia, y aún se ven las piedras que toman los judíos para lanzarlas a Jesús, constatándose el peligro que corre la persona de Jesús. Pero vamos a presenciar la defensa que él mismo hace y el final (casi de película rosa), pues el protagonista vuelve a salir victorioso, una vez más: "muchos creyeron en él".

           ¿Qué llegarán a ser los que escuchan la Palabra que Dios envía? Serán dioses, e hijos del Altísimo. Pero, a veces, nos obstinamos en lo de abajo. Nos contentamos con comer, nosotros que estamos hechos para la altura y la belleza de Dios. Recordemos la parábola del aguilucho que se crió en el gallinero: no podía aceptar el sentir en sus alas el llamado de la altura y se resignaba a picotear el piso. Así somos en la mayoría de los casos. No nos creemos la posibilidad que se nos da, no arriesgamos, no asumimos la Palabra con lo que ella implica y nos quedamos en la crítica.

           Al final, de todas maneras, la Palabra tiene que huir al otro lado del Jordán, allá, donde Juan bautizaba, donde Jesús fue ungido por el Espíritu para anunciar buenas nuevas, donde se inicia la vida pública. La Palabra se esconde porque no queremos aceptar la gran oportunidad. ¿Qué actitud tenemos nosotros hoy? ¿Seguimos encasillados? ¿Buscamos la Palabra? ¿Tenemos el espíritu y la gana y la garra de asumir eso de ser "dioses"?

Servicio Bíblico Latinoamericano