25 de Enero

Miércoles III Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 25 enero 2023

a) Heb 10, 11-18

         En el AT, los sacerdotes se mantenían "de pie" en el templo, mientras que, en el NT, Jesucristo se mantuvo "sentado" a la diestra del Padre. Se trata de un argumento rabínico, con el que el autor de Hebreos escudriña la Escritura hasta sus mínimos detalles (para hallar un argumento), aunque dicho procedimiento pueda parecernos extraño.

         Sin embargo, hay aquí una hermosa imagen, con la ventaja de ser extremadamente concreta. Pues para mostrarnos la diferencia entre el antiguo sacerdocio (judío) y el nuevo sacerdocio (de Jesús), el autor nos presenta al sacerdote judío como muy atareado, como si temiera tener algún descuido y no hacerlo bien. A Jesús, en cambio, lo presenta en total tranquilidad, sentado junto al Padre y seguro de que su sacrificio es perfecto.

         Los sacerdotes estaban de pie día tras día, celebrando la liturgia y ofreciendo reiteradamente los mismos sacrificios, en su intento por borrar los pecados. Pero a imagen del verdadero Dios es totalmente diferente: no es el hombre quien busca a Dios (y así obtiene su perdón, a fuerza de expiaciones), sino que es Dios quien busca al hombre (reconduciendo a la oveja perdida, en sus propios hombros), ofreciendo en Jesucristo el perdón, abriendo el camino a través de Jesucristo, cargando en Jesucristo el peso de la sangre derramada.

         Así, "habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, Jesús se sentó a la diestra de Dios para siempre", y desde entonces espera que sus "enemigos sean puestos por escabel de sus pies". Se trata de una nueva prueba de la impregnación de la Biblia en los primeros cristianos, pues espontáneamente vienen los salmos a sus labios. En este caso, el autor de Hebreos cita el Salmo 110,1, y es la 3ª vez que usa ya ese mismo salmo.

         En nuestra época turbulenta, sacudida por tantos golpes y tumbos de toda clase, resulta beneficioso llenarnos de esa visión de paz que trae Cristo, tranquilo y seguro de su victoria, que "espera apaciblemente que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies". Por su único sacrificio, por tanto, Cristo condujo "a su perfección a aquellos que de él reciben la santidad". He ahí, una vez más la verdadera imagen de Dios, traída a colación de Jeremías (Jer 31,33-34) y que ahora debe ser saboreada de forma especial, pues él no está ya en los sueños proféticos, sino aquí y con nosotros.

Noel Quesson

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         Ante una humanidad que está en situación de pecado, o sea, de alejamiento de Dios y de muerte, una vez más dice la carta que los sacrificios religiosos humanos (tanto de Israel como de los otros pueblos y religiones) no sirven para resolver este desfase del pecado. Pero Cristo sí ha conseguido, "para siempre jamás", con un solo sacrificio, el suyo de la cruz, la reconciliación perfecta de la humanidad con Dios.

         El pecado es negación de Dios, negación del hermano, negación de sí mismo y de la propia dignidad. Lo que hizo Jesús fue entregar su propia vida, por solidaridad total con los hombres, y ahora sí que se puede decir que se ha cumplido la promesa hecha por Jeremías: "no me acordaré ya de sus pecados, ni de sus culpas". Dios ha decidido resolver el conflicto del pecado con su propio dolor, con la propia entrega. La muerte salvadora de Cristo es el gran acto de amor que Dios ha hecho para con la humanidad pecadora.

         Cuando somos invitados a la eucaristía escuchamos que el vino es "la sangre de la nueva Alianza, para perdón de los pecados" y somos invitados a comulgar con "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo". Aunque hay un sacramento especifico de este perdón (el de la Reconciliación, que nos consiguió el perdón de Dios al entregarse Cristo a sí mismo, pagando él la factura que nosotros debíamos), también la eucaristía nos hace participes de la victoria de Cristo contra el pecado. 

         La eucaristía, pues, nos debe llenar de confianza, pero también de compromiso. Porque a pesar de la victoria de Jesús sobre el pecado, nosotros seguimos luchando en nuestra vida contra el mal (que nos acecha, por fuera y por dentro). Y en ello, la Palabra ilumina nuestro camino, y la eucaristía nos da la fuerza para seguir luchando. De esta manera, somos nosotros los que hemos de corresponder a la iniciativa de Dios, y vivir según sus caminos, proyectos y mentalidad.

José Aldazábal

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         Podemos centrar el tema de este pasaje, de la Carta a los Hebreos, en el sacrificio. Pues los sacerdotes de la Antigua Alianza, como ya hemos dicho tantas veces, celebraban varios sacrificios cada día (de ovejas, cabras, palomas...), especialmente en los días señalados. Y según la fe de los antiguos israelitas (y en general, de las religiones antiguas), la sangre derramada de esas víctimas alcanzaba de Dios el perdón de los pecados (a más sangre, más perdón, y a más pecados más sacrificios).

         El texto quiere insistir en el carácter único y definitivo del sacrificio de Jesucristo: su vida entregada en obediencia absoluta a la voluntad de Dios, su compromiso con los pecadores, los pobres, los débiles, los excluidos y marginados, su enfrentamiento con las autoridades judías que lo entregaron a los romanos, acusándolo de subvertir el orden social con su predicación, su pasión dolorosa y su degradante muerte en la cruz, traicionado, negado y abandonado por los suyos.

         Éste es el sacrificio de la Nueva Alianza, por el cual nos son perdonados todos los pecados, haciendo inútiles los sacrificios antiguos. A este respecto, la última frase de la lectura es taxativa: "Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados". Nosotros, los cristianos, somos los que celebramos la eucaristía, conmemorando la muerte salvadora y la resurrección gloriosa del Señor. Y para ello debemos renunciar al pecado y recurrir al perdón de Dios, y ofrecer esa eucaristía por los pecadores, como el mismo Cristo hizo en la Última Cena.

Servicio Bíblico Latinoamericano

b) Mc 4, 1-10.14-20