4 de Febrero

Sábado IV Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 4 febrero 2023

a) Heb 13, 15-17.20-21

         Terminamos hoy la lectura de la Carta a los Hebreos, que nos ha acompañado durante 4 semanas como 1ª lectura de la Misa. Y acaba con una exhortación que resume toda la doctrina de la carta: el sacerdocio de Cristo, y nuestra perseverancia en la fe. Pues lo importante es que, a partir de ahora, nosotros mismos ofrezcamos a Dios, como sacerdotes, el sacrificio y la ofrenda de nuestra vida:

-ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanza,
-no olvidándonos de "hacer el bien, y ayudaros mutuamente",
-obedeciendo a los responsables de la comunidad.

         En la bendición final se concentra toda la carta: el mismo Dios que envió a Cristo (y le resucitó de entre los muertos) nos ayudará también a nosotros (para que en nuestra vida cumplamos su voluntad, y hagamos toda clase de bien), ayudados por el mismo Jesucristo.

         Se trata de un óptimo programa para nuestra vida cristiana, que consiste en alabar a Dios con unos labios movidos por la fe y el amor. Y en ello, la eucaristía y la liturgia de las horas serán nuestra mejor oración eclesial y personal, que nos situará en la presencia de Dios y nos hará ver toda la historia a su luz. Pero a esa alabanza de oración se junta la ofrenda de toda la vida, pues nuestro culto a Dios es nuestra misma existencia, ofrecida a él como nuestro sacrificio sacerdotal. 

         La Carta del Sacerdocio de Cristo no aterriza en su última página, pues, hablando del sacerdocio ministerial, sino del sacerdocio común de todos los bautizados, con la ofrenda de nuestras vidas y en línea con la doctrina de San Pablo: "estos son los sacrificios que agradan a Dios" (Rm 12, 1). Así nos uniremos al sacrificio de Cristo, que no ofreció un rito como los sacrificios del templo, sino su propia vida.

         En esta ofrenda existencial, están de modo particular nuestras esfuerzos de caridad fraterna, y la caridad para con los responsables de la comunidad, para que el ministerio de la autoridad lo puedan realizar con ánimo esponjado y no con angustia y tensión. Se trata de un buen toque realista (la de facilitar la autoridad a los responsables), pues "con ello salís vosotros ganando", ya que cuando el que manda está sereno, comunica serenidad a todos.

         Tanto en la vida de familia como en la comunidad religiosa, ésta es la verdadera religión, y el sacrificio que agrada a Dios: una vida abierta a Dios (con la alabanza) y al prójimo (con ayuda y caridad). Y todo ello con los ojos fijos en nuestro hermano y mediador, Cristo Jesús, que es el que mejor ejemplo nos dio de una vida abierta en ambas direcciones, hasta las últimas consecuencias.

José Aldazábal

*  *  *

         "Por medio de Jesús, ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, y el fruto de unos labios que profesan su nombre". Este tipo de culto específico, que ya lo había formulado San Pablo en su Carta a los Romanos (Rm 12, 1), bien podía condensarse así: "Ofreced a Dios vuestras vidas, como hostia pura, santa e inmaculada".

         En la misma línea escribe ahora el autor de Hebreos. Aquellos cristianos a los que él escribe habían sido separados y excomulgados de la comunidad judía, a la que habían pertenecido antes de convertirse al cristianismo. Habían sido privados del solemne y fastuoso culto judío, pero ellos tenían algo mejor que ofrecer. A imitación de Cristo, ahora debían ofrecerse ellos a sí mismos, y convertirse en un sacrificio de alabanza.

         Nuestra vida cristiana debería ser un culto agradable a Dios. El de Cristo al Padre, en el Espíritu Santo, hace posible nuestro , y "por Cristo, ya podemos decir a Dios" (2Cor 1, 20).

         Este si de Cristo encuentra eco en todo corazón que se hace transparente ante la mirada de Dios. Entonces, nuestra pobreza se convierte en oración y en misión, es decir, en apertura a los planes salvíficos y universales de Dios. Dios no espera grandes cosas de nosotros, sino solamente que tengamos un corazón abierto y que sepamos hacer nuestro el de Jesucristo al Padre. Nuestra verdadera riqueza consiste en esta capacidad de pronunciar continuamente el de Jesús al Padre en medio de todas las circunstancias de nuestra vida.

         Junto a este sacrificio y entrega del cristiano, destaca también el de los bienes, y el ejercicio práctica de la caridad. Pues el amor fraterno es el sacrificio que agrada a Dios: "No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente, pues esos son los sacrificios que agradan a Dios". La prueba más clara de haber encontrado a Dios, pues, es el amor fraterno, y la señal de que hemos nacido a una vida nueva.

         "Obedeced con docilidad a vuestros jefes, pues son responsables de vuestras almas y velan por ellas; así lo harán con alegría y sin lamentarse, con lo que salís ganando". La verdadera comunión eclesial supone vaciarse de sí mismo y de las propias ventajas. La kenosis y obediencia de Cristo al Padre fue así (Flp 2, 8), y los dirigentes de la comunidad deben hacer lo mismo, especialmente a nivel de Iglesia universal (el papa) y de iglesia particular (el obispo), haciendo presente a Cristo sacerdote.

         Todos ellos son signos pobres y no pocas veces ridiculizados y criticados. Pero son el necesario fundamento de la unidad y la comunión eclesial. Obedecer a Cristo (escondido bajo estos signos) supone correr la misma suerte de crucifixión y de muerte, sin ninguna ventaja humana ni aun por parte de la Iglesia. Es entonces cuando se ama más el misterio de la Iglesia que a nosotros mismos, porque nos basta con saber que es Cristo quien habla y actúa por ella.

         "Que el Dios de la paz, que hizo subir de entre los muertos al gran pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, en virtud de la sangre de la alianza eterna, os haga perfectos, os ponga a punto en todo bien para que cumpláis su voluntad". Jesús hizo de su vida una pascua, un paso hacia el Padre, y ofreciéndose a sí mismo (en el Espíritu Santo) transformó su vida en oblación, insertándonos a nosotros en el Padre.

         "Cristo murió para llevarnos a Dios" (1Pe 3, 18) y, por tanto, ya hemos comenzado a pasar de este mundo al Padre (Jn 13, 1). Con ello, el pasar del tiempo ya no es un simple esfumarse de las cosas, sino una pascua o paso hacia la vida definitiva. Conforme van pasando los días y las cosas, debemos ir descubriendo a Dios mismo que se nos comienza a dar para siempre, unas veces de manera desconcertante, otras de manera dolorosa, algunas también con una enorme paz y alegría. Pero siempre es Dios el que viene a nosotros a través de todo lo que nos pasa para hacernos pasar a él.

Maertens-Frisque

b) Mc 6, 30-34