20 de Noviembre
Lunes XXXIII Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 20 noviembre 2023
a) 1Mac 1, 11-16.43-67
Los libros de los Macabeos narran la historia de un breve período de la vida de Israel (del 175 al 135 a.C), como una experiencia que otros pueblos ya habían vivido: la resistencia contra el dominio extranjero.
La única diferencia está en que nuestros libros insisten en el carácter religioso de la lucha, y en el auxilio que Israel recibe de Dios. El título que se les ha dado proviene de Judas, 3º hijo de Matatías (1Mac 2, 4), y "designado por Dios" para llevar a cabo una tarea específica.
El libro I de Macabeos empieza haciendo una presentación del Imperio Helénico de Alejando III Magno y de la muerte del rey (ca. 323 a.C), que iba a crear la situación política en que se desarrollan los hechos. Al parecer, Alejandro Magno mantuvo unidas todas sus conquistas durante su vida, pero sus generales las dividieron en 4 tetrarquías (Mesopotamia, Capadocia, Egipto y Grecia), y ellos mismos se proclamaron sus reyes (o diádocos) 17 años más tarde: Seleuco, Lisímaco, Ptolomeo y Casandro (respectivamente).
El autor hace seguidamente un salto de 131 años, y nos sitúa en la Mesopotamia del 175 a.C (dividida ya en satrapías por los griegos), cuando Antíoco IV de Siria sucede a su hermano Seleuco IV de Siria y se impone el nombre de Epífanes (lit. dios manifiesto).
El poder central favorecía la cultura helenística, y fomentaba la unidad religiosa y social de Mesopotamia. E incluso muchos judíos contemplaban con simpatía la helenización de Israel, y la consideraban como un signo de cultura y modernización. Entre ellos destacaba Jasón, que había comprado el gran sacerdocio (2Mac 4, 7-20).
Pero el helenismo encerraba graves dificultades para los judíos más ortodoxos, como la implantación de los gimnasios, donde los atletas jugaban desnudos y provocaban graves escándalos para la moral tradicional. Más aún, muchos judíos empezaron a disimular su circuncisión con una operación quirúrgica, lo cual equivalía a la apostasía.
Antíoco IV de Siria atacó a su sobrino Ptolomeo VI de Egipto, y durante el tiempo que estuvo fuera de Mesopotamia corrió la voz de que había muerto. Fue el momento en que el judío Jasón se hizo con el control de Israel, y se apoderó de Jerusalén. Al regresar victorioso de Egipto, Antíoco IV expolió el Templo de Jerusalén, y endureció las medidas anti-judías.
Josep Aragonés
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Para someter al pueblo judío, edificó Antíoco IV una fortaleza en el interior de Jerusalén, para tener una especie de 5ª columna. Y consiguió su propósito, porque muchos judíos se vieron obligados a abandonar la ciudad, y el Templo de Jerusalén quedó completamente vacío. Como medidas legales, Antíoco IV revocó el decreto de su padre (Seleuco III de Siria, que permitió a Israel regirse por sus leyes y costumbres), y puso a raya todo intento de resistencia a lo helénico.
A nivel religioso, el nuevo Decreto de Antíoco IV suponía la supresión de todo culto en el Templo de Jerusalén, la abolición del sábado y demás fiestas judías, la prohibición de la circuncisión, el uso de animales impuros en los sacrificios y la construcción de lugares de culto idolátrico. El 7 diciembre 167 a.C. llegó a su cenit la profanación del Templo de Jerusalén, pues Antíoco IV ordenó instalar en él un altar idolátrico, justo encima del altar de los holocaustos.
Toda Israel se paganizó, y en las plazas de todas sus localidades se construyeron altares idolátricos, y se ofrecía incienso a las divinidades colocadas en las puertas de las casas. Todo se hacía en nombre de la unidad del reino, pero en el fondo estaba el miedo a oponerse al absolutismo helénico de Antíoco IV. Los judíos prefirieron perder su libertad y su religión, antes que perder sus casas y sus vidas.
Josep Aragonés
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Después de 200 años de ocupación persa, Israel pasó a estar ocupada por el gigante Imperio Helénico (ca. 333 a.C), perteneciendo en un principio al Reino griego de Egipto (ca. 306 a.C), poco después al Reino griego de Mesopotamia (s. III a.C) y años después a la Satrapía griega de Siria (ca. 198). Hasta que llegó al poder sirio Antíoco IV Epífanes (ca. 175 a.C) y se empezó a imponer a todos los súbditos judíos la cultura griega, como la única verdaderamente válida.
Algunos judíos se dejan seducir y asimilar, bajo el alegato de "concertemos alianza con los pueblos paganos que nos rodean". Se trata del conocido fenómeno de colaboración con el ocupante, aunque en el fondo latía la tentación tan corriente de asimilación y contaminación de la fe con la no-fe.
No obstante, hubo otros judíos que, bajo la dirección de la familia de los Macabeos, se sublevaron, y dieron paso a una época de mártires (de ahí que a este libro también se le denomine el Libro de los Mártires). Señor, cuán importante es para nosotros saber que la fe ha sido siempre vivida inmersa en la historia, en medio de los acontecimientos y en el centro de las situaciones políticas y culturales.
En general, es esencial para la fe su encarnación e inmersión en el corazón del mundo pagano, porque la "situación de contacto" es providencialmente favorable a la misión. De hecho, Dios no quiso nunca que su pueblo fuese un pueblo protegido o encerrado en sus fronteras, sino que los creyentes se dispersasen (diáspora judía) y fuesen testigos en medio de los no-creyentes.
Pero lo que propició Antíoco IV Epífanes no iba en esa honda de convivencia tolerante, sino de persecución anti-judía en toda regla: violación del sábado, quema de libros sagrados, sacrificios idolátricos en las sinagogas... ¡He ahí la provocación!
Y había que elegir, pues ya no se podía vivir entre 2 aguas, ni siendo mitad judío y mitad pagano. Es la opción radical que tomaron los Macabeos. Gracias a Dios, muchos israelitas resistieron, y prefirieron morir antes que apostatar: los mártires macabeos.
Noel Quesson
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A partir del año 175 a.C, hubo en Israel un gran conflicto político, cultural y religioso. Y con los reyes sirios seléucidas al frente de todo Israel, y sobre todo con Antíoco IV Epífanes, se desató una fuerte persecución religiosa. No sólo se prohibió el culto judío, sino que profanó el templo y el altar, y se obligó a todo judío a acatar las costumbres helénicas.
A bastantes judíos les agradó el cambio, por el prurito de imitar a las naciones vecinas y de adoptar un estilo de vida que les parecía más moderno, y apostataron de su fe. Mientras que otros, capitaneados por los hermanos macabeos, se mantuvieron fieles a la Alianza y, después de una hostilidad de guerrillas y hasta de guerra en toda forma, lograron humillar a Antíoco IV, devolver la libertad al pueblo y restaurar el culto verdadero en el Templo de Jerusalén.
Los 2 libros de los Macabeos no son 2 relatos sucesivos, sino paralelos. Y por eso los leemos un poco mezclados. La lectura de hoy nos narra la diversa reacción de los israelitas ante la orden de adoptar la religión oficial pagana. Fue un tiempo difícil, pues "una cólera terrible se abatió sobre Israel".
La tentación secularizante sigue existiendo, y también los cristianos de ahora podemos dejarnos encandilar por la idea de "hacer un pacto con las naciones vecinas" (lo cual es, a priori, recomendable). Pero si de lo que se trata es de adoptar las costumbres paganas, en contra del estilo que Dios exigía a su pueblo, y del que Cristo nos ha enseñado a nosotros, eso llevaría a la pérdida de nuestra identidad, y contra eso no hay negociación.
El pecado de los judíos apóstatas no fue la aceptación o no de la cultura helénica, sino que "se acomodaron a las costumbres de los gentiles, apostataron de la alianza santa, se juntaron a los paganos, se vendieron al cooperar al mal, ofrecieron sacrificios a los ídolos y profanaron el sábado".
Podemos ser modernos, y asumir todos los progresos de la ciencia y de la cultura. Pero lo que no tenemos que perder es nuestra fe y nuestro estilo cristiano de vida. Ahí está nuestro testimonio: ser fuertes, y luchar contra corriente. Los judíos fieles lo fueron con todas las consecuencias, y "prefirieron la muerte antes que contaminarse con aquellos alimentos y profanar la alianza santa, y murieron".
En sus labios pone el salmo responsorial de hoy una queja: "Sentí indignación ante los malvados que abandonan tu voluntad. Los lazos de los malvados me envuelven, pero no olvido tu voluntad. Ya se acercan mis inicuos perseguidores, los que están lejos de tu voluntad".
Los alimentos, o la circuncisión, o el sábado, fue lo de menos, comparados con la ruptura de la Alianza que los judíos habían hecho con Dios. Pues esa alianza, para nosotros la Nueva Alianza en Cristo, sí hay que saberla conservar contra viento y marea, y a pesar de las instancias contrarias de este mundo.
José Aldazábal
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Escuchamos hoy la causa que dio origen a la Rebelión de los Macabeos (la destrucción de las costumbres religiosas judías, por parte de Antíoco IV de Siria), así como el baño de sangre en que acabó la respuesta de Antíoco IV a todo rebelde macabeo.
El hombre de fe vive en el mundo sin ser del mundo, y da testimonio de su fe en los diversos ambientes en que se desarrolla su existencia. Vive como todos, pero es diferente a todos, porque ha depositado toda su confianza en Dios. Y no puede vivir con hipocresía, manifestándose piadoso en el templo y poco después no queriendo reconocer a Dios en los asuntos temporales.
Pues bien, eso es lo que sucedió en aquel s. II a.C. en Israel, cuando Antíoco IV de Siria desencadenó una virulenta persecución religiosa, y hubo judíos que sí se mantuvieron fieles a Dios y a sus creencias (los macabeos), mientras que otros sucumbieron y se aliaron con el paganismo.
Hemos de vivir en su totalidad nuestro compromiso con el Señor, aceptando todas las consecuencias que nos vengan por haber creído en él. Hemos de vivir en el mundo sin ser del mundo. Es decir, sin dejarnos envolver por actitudes contrarias a la fe, al amor a Dios y al amor fraterno.
Con nuestro ejemplo hemos de procurar que la Buena Nueva se vaya encarnando en todos los ambientes y culturas, de tal forma que la humanidad retome el rumbo del amor que Jesucristo inició entre nosotros.
No dejemos que la maldad levante su trono en nuestros corazones. Esforcémonos denodadamente, guiados por el Espíritu Santo que habita en nosotros, para que el reino de Dios llegue a todos. Y no nos convirtamos en hombres paganos ni malvados, que destruyen la vida y los auténticos valores de los demás.
Dominicos de Madrid
b) Lc 18, 35-43
Iniciamos la 4ª etapa del largo viaje hacia Jerusalén (Lc 18, 31-19, 44). Jesús había revelado a los 12 su pasión y resurrección, pero éstos no habían entendido nada (Lc 18, 31-34). Se narra a continuación 2 hechos liberadores, de un mendigo y de un hombre rico.
Estos 2 personajes liberados están con contraposición con los 12 (que no entienden nada). El relato del mendigo (Bartimeo) sucede en el camino cerca de Jericó, y el relato del hombre rico (Zaqueo) en una casa de Jericó. La liturgia nos presenta hoy el 1º relato (vv.35-43), el del ciego de Jericó.
Lo 1º que se dice del ciego es que "estaba junto al camino pidiendo limosna" (pues los ciegos eran normalmente pobres, y vivían de la caridad de la gente). Y lo 2º es que "la gente increpaba al ciego para que se callara", pero él seguía gritando mucho más.
Todo comienza con la gente, que estaba diciendo que "estaba pasando por allí Jesús el Nazareno". Al oír eso, el ciego se pone a llamar a Jesús por 2 veces, al grito de "Jesús, Hijo de David", que hace alusión a la realeza de Jesús, como iniciador del Reino de Dios (según la teología de Lucas). El grito del ciego preanuncia el grito de la multitud, que pocos días después aclamará a Jesús al entrar en Jerusalén al grito del "rey que viene".
Lo que salva al ciego es su fe ("tu fe te ha salvado"), y si recupera la vista es porque tiene fe. Jesús no es como los magos, que sanan con ritos y acciones mágicas. Sino que salva a los que tienen fe. Una fe del ciego que está en contraposición con la falta de fe de los discípulos, que no entienden las palabras de Jesús (cuando les anunció su muerte y resurrección; Lc 18, 31-34).
Por último, se nos dice que el ciego "seguía a Jesús, glorificando a Dios". Seguir a Jesús es ser discípulo. Por eso podemos deducir que el ciego ya sanado llega a ser discípulo de Jesús. De ciego limosnero ha llegado a ser un sujeto que ve y sigue a Jesús como discípulo.
El grito del ciego nos recuerda el pasaje de la viuda insistente de días atrás, en relación a la cual decía Jesús que "los elegidos claman a Dios día y noche" (Lc 18, 7). El clamor de la viuda y del ciego representa el clamor de los pobres, que se hace cada vez más insistente e impetuoso.
La gente que rodea al ciego busca silenciarlo, pero el ciego "grita cada vez más fuerte". La sociedad busca también hoy silenciar el grito de los pobres, pero éstos gritan cada vez más fuerte. Los pobres, al igual que el ciego, buscan a Jesús, crecen en su fe y logran convertirse en auténticos discípulos.
Juan Mateos
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Nos encontramos a las puertas de Jericó (la 1ª estación, después del paso del Jordán, en la conquista de la tierra prometida). La inminencia de la subida a Jerusalén, todo un símbolo para un peregrino judío, se expresará a continuación con los hitos concretos que se irán enumerando. El camino es el camino de Jesús (entrega, servicio, amor), no el que proponía el tentador.
Los discípulos están que arden, no pueden seguir los pasos de Jesús y se han quedado "a la vera del camino", donde no germina la semilla del mensaje (Lc 8, 5.12), obcecados por sus reivindicaciones. Hasta que se dan cuenta que "había un ciego sentado a la vera del camino" (v.35).
Se trata de un personaje representativo (un, lit. cierto), que para nada está inactivo ("pidiendo limosna"). Esto quiere decir que no está satisfecho, sino que tiene necesidad de los demás. Los satisfechos y seguros de sí mismos se pasean por las plazas ampulosamente y con tonos graves de voz.
El personaje oye que pasa una multitud. Son los discípulos que siguen a Jesús sin dificultad, que han aceptado de lleno su proyecto y lo comparten. Y le explican que "está pasando Jesús el Nazoreo" (v.37), el retoño de Jesé (Is 11,1) natural de Nazaret pero sin connotaciones nacionalistas (como cuando se le llama el Nazareno; Lc 4,34; 24,19).
El mendigo, empero, necesita, para realizar los proyectos que lo han dejado en la cuneta, de un hombre poderoso: «"esús, hijo de David, ten compasión de mí" (vv.38-39). La repetición recalca las convicciones del ciego, convencido de que Jesús es el hijo (sucesor) de David, el Mesías davídico y triunfador.
Los que iban delante "le dijeron que se callara" (v.39). Son los que van deprisa, porque por lo visto ellos sí que han comprendido a fondo los planes de Jesús. Pero Jesús se detiene y ordena que le traigan al ciego. Y cuando éste llega le dice: "¿Qué quieres que haga por ti?". Quiere que tome conciencia de lo que se siente falto. "Señor, que recobre la vista" (vv.40-41).
Ya no se dirige el ciego a Jesús como sucesor de David (que se lo deben haber sacado de la cabeza los otros discípulos), sino como Señor, título mesiánico de Jesús resucitado. Gracias a su fe y adhesión a Jesús (v.42), recobra la vista (vuelve a ver como al principio) y puede seguir a Jesús (Lc 5, 11). El ciego es figura de los 12, que después de detenerse vuelven a andar. "Todo el pueblo" de Israel alaba a Dios porque el nuevo Israel continuaba haciendo su camino (v.43).
Josep Rius
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El evangelio de hoy cuenta cómo Jesús, después de anunciar su pasión y resurrección, curó a un ciego dentro del contexto de su subida a Jerusalén. La incredulidad de los apóstoles es un tema frecuente en los anuncios de la pasión y de la subida a Jerusalén, y Jesús padece esa falta de fe de los suyos, que "no comprenden" (Mc 8,31-33; Lc 2, 41-50).
Según esto, cabe preguntarse si Lucas no hace del relato de la curación del ciego una enseñanza sobre la necesidad de la fe en la pasión. Mateo y Marcos sitúan este episodio más lejos, después de 2 incidentes más (Mt 20, 29-34). Mateo ni siquiera hace alusión a la fe, y menciona 2 ciegos allí donde Lucas sólo cita 1.
La intención de Lucas está en que los apóstoles no comprenden nada de las palabras de Jesús (v.34), y es el único en hacer notar eso, al mencionar la frase "todo lo que ha sido escrito por los profetas" (v.31). No se podía decir mejor que la ceguera de los apóstoles lleva precisamente a no entender las Escrituras, a propósito del Hijo del hombre y de su necesidad de subir a Jerusalén.
Poseemos una réplica luminosa de este pasaje en el episodio de los discípulos de Emaús, en el que Lucas hace notar que después de la explicación de las Escrituras ("¿no era necesario que Cristo padeciese?") y de la fracción del pan, "sus ojos se abrieron" (Lc 24, 26-31).
La doctrina de esta perícopa se concreta de esta manera. Cristo debe subir a Jerusalén para cumplir la ley y los profetas; pero para comprender este misterio pascual hay que abrir los ojos de la fe para poder entender las Escrituras. Los medios humanos son inadecuados, y hay que "dejarse conducir" (v.40) por otro para descubrir la luz.
Las peregrinaciones a Jerusalén ocupan un gran puesto en la vida de Jesús. Si se prescindiera de ellas, no se entendería su ministerio público. Las subidas sucesivas de Jesús a Jerusalén son necesarias para entender su obra. Lucas concibe su evangelio como una subida progresiva a Jerusalén, en la que se consumará el sacrificio de la cruz. Para Juan, las peregrinaciones de Jesús a Jerusalén formaban la trama misma del relato evangélico (Jn 1,13; 5,1; 7,1-14; 10,22-23; 11,15).
No debe extrañarnos esta situación. La intervención histórica de Jesús descubre su originalidad en el centro mismo del itinerario espiritual de Israel. Jesús, como miembro del pueblo escogido, sube a Jerusalén. Se trata, tanto para él como para todos los hijos de Abraham, de cumplir una obligación ritual que es esencial en la religión judía. Pero Jesús, al cumplir esa obligación en la forma en que lo hizo, inaugura la nueva religión fundada en su persona.
Al subir a Jerusalén, el hombre judío quería manifestar el contenido de su fe en Dios. Dentro de este mismo rito, Jesús encarna su itinerario de obediencia hasta la muerte de cruz: sube a Jerusalén para morir de amor por los hombres. Al entregar su vida por obediencia a la voluntad del Padre, Jesús funda la religión del amor universal, y se convierte en el prójimo de todos los hombres (a los que atrae con su entrega).
Al mismo tiempo, el rito judío se hace caduco, pues al ser realizado por Jesús, la peregrinación a Jerusalén pierde su significación al haber nacido un nuevo templo: el cuerpo de Cristo. Se consuma el régimen de la ley: ha llegado el momento de una religión en espíritu y en verdad. Jesús supera definitivamente la solución pagana del espacio sagrado. De ahora en adelante ya no hay ciudades santas, y el centro espiritual de la humanidad es el cuerpo de Cristo resucitado.
La obediencia amorosa de Cristo, hasta entregar su vida, inaugura en él un Reino que no es de este mundo. En toda su vida terrestre fue el peregrino de la Jerusalén celestial. Así será también la Iglesia, cuerpo de Cristo. Ella peregrina en esta tierra continuamente en marcha, hacia su realización perfecta más allá de la muerte.
La Iglesia convoca a todo miembro suyo a ser aquí abajo un peregrino del Reino. Este peregrinar lo invita a dar su vida entera por la construcción del Reino. No le espera ninguna ciudad santa sino solo la familia del Padre.
Esta tarea exige al cristiano que renueve constantemente su fe y su caridad. Ser peregrino del Reino es, en definitiva, "seguir a Jesús". Y Jesús nos invita a que le sigamos precisamente en aquellos pasajes evangélicos en que se trata de su subida a Jerusalén. Solamente Jesús trazó la ruta de la obediencia hacia el Reino. Si lo seguimos, los cristianos seremos fieles a nuestra condición de peregrinos.
A lo largo de su viaje por esta tierra, a la Iglesia le gusta recordar a la comunidad creyente su situación aquí abajo. Este peregrinar propuesto a los cristianos afecta a toda su vida, y exige ante todo un resurgimiento teologal.
Maertens Frisque
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La impotencia humana, y su humilde fe, viene gráficamente expresadas en el ciego del evangelio de hoy. Es la imagen de Adán (cegado por la culpa), es la imagen de la Iglesia (llamada del paganismo, en el que vivía ciega a la verdadera gloria de Dios), en que no había más que sed de luz y ansia por el "Dios desconocido". Se sienta en el camino y espera su salud.
En el camino, pues, "la Verdad misma dice: Yo soy el camino" (San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, II). Y no espera en vano, porque Cristo viene. Sí, viene por el camino del sufrimiento, que ha de servirle para redimirnos: "Mirad que vamos a Jerusalén y se va a cumplir todo cuanto los profetas escribieron del Hijo del hombre. Será entregado a los gentiles, escarnecido, azotado, escupido y, en habiéndolo azotado, lo matarán. Y resucitará al tercer día" (Lc 18, 31-33).
Sí, Cristo viene, y él mismo es el camino que conduce al Padre. Cristo viene, y él es la luz por la que clama la Iglesia. Toda sabiduría humana enmudece ante él, y la pobre humanidad no redimida todavía hase olvidado por completo de todas las hermosas palabras de sus poetas y filósofos. Su única exclamación es: "Compadécete de mí".
Al ciego le conducen a Jesús, porque así lo ordena él y porque "nadie va a Jesús si el Padre no le atrae". Le conducen a Jesús, el que había dicho "Yo soy la luz del mundo". Y Jesús le pregunta: "¿Qué quieres que te haga?". El ciego no pide más que una cosa: "Señor, que vea". Sabe bien que sólo él es la luz, y así lo cree y confiesa. Nada juzga tan preciso como la vista, pues con la luz le vendrá también todo lo demás. "Ve", le dice el Señor, "tu fe te ha salvado".
Aquí tenemos la verdadera imagen del bautismo. Lo que el Señor hace al ciego, le acontece a la Iglesia entera. Viene del paganismo y está ciega. Se dirige a Cristo y él le da la luz. Los primitivos cristianos, al bautismo lo llamaban iluminación. El que ha de ser bautizado no tiene necesidad más que de creer en Cristo y desearle. La fe salva al hombre, y hace que éste vea y se ponga a seguir a Cristo. Y el hecho de que le siga es precisamente porque lo ve.
La luz celestial está operante en él y no le permite ver otra cosa como necesaria, sino el seguir a Cristo. Aparece ahora netamente la relación con la historia de Abraham. De hecho, el retorno del hombre caído a la vida y a la salud de Dios no es posible de no hacerse por el camino de Cristo, y este camino es el de la fe y de la obediencia, como lo fue el de Abraham. No en vano la Iglesia ha pedido incesantemente desde el primer día del año litúrgico: "Muéstrame, Señor, tus caminos; adiéstrame en tus sendas" (Sal 24, 4).
Y las 2 cosas se realizan hoy en el ciego: ve el camino y recibe fuerza para andarlo. Se ve ya a sí mismo marchando por el camino de Cristo, resucitado de la oscuridad de la muerte y de la ceguera del pecado a la vida y a la luz de Dios.
Todos han sido iluminados (han recobrado la vista) merced a la fe en Cristo. Y ahora, en el sacrificio de Cristo en el altar, por el cual sus hijos son salvados y recobran la vista, la Iglesia vuelve a sentir realmente su vocación e iluminación, llamando a todos al altar del Señor para que den gracias por la maravilla de su bautismo.
Emiliana Lohr
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El camino que viene del norte hacia Jerusalén (a través de la Transjordania) pasa por Jericó, la ciudad más antigua de Israel. La ciudad era de gran importancia para Jerusalén, porque allí vivían muchos antiguos sacerdotes y levitas que habían servido en el Templo de Jerusalén. Jerusalén estaba a una jornada de camino.
Y cuando Jesús continuó su camino, acompañado por sus discípulos y mucha gente que lo seguía, y que iban también a celebrar la Pascua, saliendo de la ciudad se encontró con un mendigo ciego, sentado al lado del camino, pidiendo limosna.
Al pasar Jesús, el mendigo se puso a gritar fuertemente: "Jesús hijo de David, ten compasión de mí". Pero la multitud lo reprende, y sólo llamando a Jesús persistentemente atrae la atención del maestro, con sus gritos que imploran misericordia. Después de cerciorarse de la petición del ciego, Jesús lo cura devolviéndole la vista.
El tema central de este relato de curación es la revelación de Jesús como el Mesías de Israel, el que abriría los ojos a los ciegos. Por eso el ciego de Jericó se dirige a Jesús con el título mesiánico de "Hijo de David", que volveremos a escuchar en la entrada triunfal en Jerusalén (Lc 19, 38).
Contrasta la actitud del ciego con la ceguera de los discípulos, que proclaman a Jesús Mesías pero de acuerdo a sus expectativas equivocadas (ciegamente), y a pesar de las instrucciones que les ha dado Jesús, y de los criterios que les ha corregido en más de una ocasión.
El ciego cree en la compasión de Jesús, y una vez curado lo sigue como cualquier discípulo. El encuentro con Jesús ha transformado su vida, no solo su ceguera física. Esta profunda relación entre curación física y curación espiritual significa que abrir los ojos de un ciego lleva a abrir el corazón a la fe.
Cuando decimos que Jesús es la luz del mundo, afirmamos esta posibilidad de conversión en aquellos que lo aceptan como el horizonte absoluto de su vida. Ante la curación del ciego de Jericó, el pueblo reconoce la presencia de los dones del Reino, y alaba a Dios en acción de gracias.
Fernando Camacho
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Lucas concibió el plan de su evangelio como una "subida a Jerusalén", la ciudad santa donde tendrá lugar el sacrificio de Jesús y su glorificación, la ciudad de la que pronto volverá a salir la buena nueva para difundirse por toda la tierra. No olvidemos que esa subida de Jesús a Jerusalén corresponde a la época de la fiesta de la Pascua, en la que grandes multitudes recorrían los caminos con Jesús, como peregrinos judíos que iban a celebrar la liberación de Israel.
Jericó era la última etapa en esta peregrinación de la diáspora hacia Jerusalén, de la que distaba 20 km. Y Jesús hará en ella 2 signos: curar a un ciego y convertir a un recaudador de impuestos.
En efecto, cuando ya se acercaban a Jericó, había un ciego "sentado a la vera del camino", pidiendo limosna. Ese encuentro, aparentemente casual, se sitúa inmediatamente después del último anuncio de la Pasión (Lc 18, 3-34). Lucas acaba de subrayar la ceguera de los apóstoles ("pero ellos no entendieron nada"), sobre todo cuando Jesús les anunció el el sentido de la Pascua: su muerte y resurrección ("sin saber qué quería decir Jesús").
También nosotros somos como ciegos "a la vera del camino", e igual que los apóstoles "no vemos claro". Y es necesario que el mismo Señor nos dé unos ojos nuevos para llegar a ser capaces de entender el significado de la "subida a Jerusalén". Señor, concédenos la fe, y aparta el velo que nos impide ver las cosas como tú las ves.
Lucas nos dará la réplica exacta de ese pasaje en el relato de los peregrinos de Emaús, cuando Jesús les explique de nuevo que "era preciso que Cristo sufriera". Pues sus ojos se abrieron (Lc 24, 26-31).
"Al oír que pasaba gente" alude a que los seguidores de Jesús eran unos peregrinos que pasaban por allí, cantando posiblemente los Cánticos de las Subidas (Sal 120-134) de la tradición.
El ciego sentado está oyéndolos cantar, y preguntó qué era aquello. Es el ciego, por tanto, el que toma la iniciativa. Le explicaron al ciego que "está pasando Jesús, el Nazareno" (nazoreano, título raramente empleado por los otros evangelistas, pero que Lucas usará 8 veces en Hechos de los Apóstoles). La multitud identifica a Jesús más sencillamente como "Jesús de Nazaret", en patués arameo.
Entonces el ciego empezó a gritar diciendo: "Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí". En vez de repetir el título sencillo que acaba de oír, el ciego pasa de inmediato a una profesión de fe: "Hijo de David". Se tratas del título mesiánico por excelencia, anunciado a María el día de la concepción de Jesús (Lc 1, 32): "El Señor Dios le dará el trono de David, su padre".
De modo que muchos vieron las obras de Jesús y permanecieron ciegos sobre su verdadera identidad. Pero el Mesías, anunciado por los profetas, es ciertamente aquel que "cura a los ciegos" (Is 35, 5), esos videntes interiores que ven lo justo.
Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Acepta ese título de realeza, cuyo uso había prohibido antes (Mt 9, 30) pero que ahora acepta, porque su pasión está ya cerca, todas las esperanzas que antes no quiso asumir (cuando todo el mundo le empujaba a ellas, equivocadamente) han quedado atrás, y se dirige ya a Jerusalén para morir.
Jesús le dijo: "Recobra la vista. Tu fe te ha salvado". Y en el acto recobró la vista, y siguió a Jesús bendiciendo a Dios. Concédeme, Señor, que yo también te siga hasta la cruz y hasta la Pascua.
Noel Quesson
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Hoy el ciego Bartimeo (Mc 10, 46) nos provee toda una lección de fe, manifestada con franca sencillez ante Cristo: "Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí" (v.37). ¡Es tan provechoso para nuestra alma sentirnos indigentes! ¡Cuántas veces nos iría bien repetir la misma exclamación de Bartimeo!
El hecho es que lo somos y que, desgraciadamente, pocas veces lo reconocemos de verdad. Y claro está, hacemos el ridículo. Así nos lo advierte San Pablo: "¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?" (1Cor 4, 7).
A Bartimeo no le da vergüenza sentirse así. En no pocas ocasiones, la sociedad, o la cultura de lo "políticamente correcto", querrán hacernos callar, como hicieron con Bartimeo. Pero con él no lo consiguieron, y él no se arrugó. Al contrario, cuando "le increpaban para que se callara, él gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!" (Lc 19, 39). ¡Qué maravilla! Dan ganas de decir: Gracias, Bartimeo, por este ejemplo.
Y vale la pena hacerlo como él, porque Jesús escucha y escucha siempre, por más jaleo que algunos organicen a nuestro alrededor. La confianza sencilla y sin miramientos de Bartimeo desarma a Jesús y le roba el corazón: "Mandó que se lo trajeran, y le preguntó: ¿Qué quieres que te haga?" (vv.40-41).
Delante de tanta fe, Jesús no se anda con rodeos, y Bartimeo tampoco: "¡Señor, que vea!" (v.41). Dicho y hecho: "Vete, tu fe te ha salvado" (v.42). Pues como dice San Ambrosio, "la fe, si es fuerte, defiende toda la casa". Es decir, lo puede todo.
Jesús lo es todo, y él nos lo da todo. Entonces, ¿qué otra cosa podemos hacer ante él, sino darle una respuesta de fe? Y esta respuesta de fe equivale a "dejarse encontrar" por este Dios que nos busca desde siempre. Dios no se nos impone, pero pasa frecuentemente muy cerca de nosotros. Aprendamos la lección de Bartimeo, y no lo dejemos pasar de largo.
Antoni Carol
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La curación del ciego está contada por Lucas con detalles muy expresivos. Alguien explica al ciego que el que está pasando es Jesús, y él grita una y otra vez su oración: "Jesús, hijo de David, ten compasión de mí". La gente se enfada por esos gritos, pero Jesús "se paró y mandó que se lo trajeran". La gente no le quiere ayudar, pero Jesús sí.
El diálogo es breve: "Señor, que vea otra vez", "recobra tu vista, tu fe te ha curado". Y el buen hombre le sigue lleno de alegría, glorificando a Dios. Nosotros no podemos devolver la vista corporal a los ciegos. Pero en esta escena podemos vernos reflejados de varias maneras. Ante todo, porque también nosotros recobramos la luz cuando nos acercamos a Jesús.
El que sigue a Jesús no anda en tinieblas. Y nunca agradeceremos bastante la luz que Dios nos ha regalado en Cristo Jesús. Con su Palabra, que escuchamos tan a menudo, él nos enseña sus caminos e ilumina nuestros ojos para que no tropecemos. ¿O tal vez estamos en un período malo de nuestra vida en que nos sale espontánea la oración: "Señor, que vea otra vez"?
También podemos preguntarnos qué hacemos nosotros para que otros recobren la vista. ¿Somos de los que ayudan a que alguien se entere de que está pasando Jesús? ¿O más bien de los que no quieren oír los gritos de los que buscan luz y ayuda? Si somos seguidores de Jesús, ¿no tendríamos que imitarle en su actitud de atención a los ciegos que hay al borde del camino? ¿Sabemos pararnos y ayudar al que está en búsqueda, al que quiere ver? ¿O sólo nos interesamos por los sanos y los simpáticos, y los que no molestan?
Esos ciegos que buscan y no encuentran, tal vez estén más cerca de lo que pensamos. Pueden ser jóvenes desorientados, hijos o hermanos con problemas, o amigos que empiezan a ir por malos caminos. ¿Les ayudamos? ¿Les llevamos hacia Jesús, que es la luz del mundo?
José Aldazábal
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Los personajes del evangelio de hoy son el ciego, Jesús y la gente en camino con Jesús hacia Jerusalén.
En cuanto al ciego, Lucas omite su nombre; simplemente es un ciego y mendigo a la entrada de Jericó. Del ciego se nos dice que oye (porque pregunta y empieza a gritar y a gritar mucho más fuerte). Lo que pide no es una limosna, ni una ayuda para comer. Va directamente a la raíz de su exclusión, y manifiesta su disposición: "Hijo de David, ten compasión de mí".
A la pregunta de Jesús ("¿qué quieres que te haga?") responde el ciego exponiendo su necesidad fundamental: "Señor, que vea". El ciego recobró la vista y siguió al Hijo de David.
En cuanto a Jesús, se trata del personaje central del relato. Recibe también el título de Hijo de David y Señor. Pasa y va camino de Jerusalén, y cuando escucha los gritos del ciego se detiene y lo manda traer, y le pregunta: "¿Qué quieres que te haga?". Lo cura con un lacónico mandato lleno de autoridad: "Ve. Tu fe te ha salvado". No se refiere explícitamente a la ceguera, y lo que trata de mostrar es que el encuentro confiado con él resulta curativo, iluminador y salvador.
El 3º personaje de la narración es la gente que acompaña a Jesús. Informan al ciego de lo que pasa, le increpan para que se calle y finalmente lo acercan a Jesús. Son testigos de la curación, y responden alabando a Dios y uniéndose a la alabanza del curado.
A través de esta narración, Dios nos habla a nosotros hoy, y nos sale al encuentro. ¿Qué palabra escuchamos? ¿Con qué personaje me identifico hoy al escuchar la narración? ¿Qué palabras del texto me resuenan más dentro? ¿Qué palabras o acciones necesito repetir hoy?
Bonifacio Fernández
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Ocurrió que al llegar a Jericó había un ciego sentado junto al camino mendigando. Este hombre es imagen de quien "desconoce la claridad de la luz eterna", pues en ocasiones el alma puede sufrir también momentos de ceguera y oscuridad.
Muchas veces esta situación está causada por pecados personales, cuyas consecuencias no han sido del todo zanjadas, o por falta de correspondencia a la gracia. En otras ocasiones, el Señor permite esta difícil situación para purificar el alma, para madurarla en la humildad y en la confianza en él.
Sea cual sea su origen, si alguna vez nos encontramos en ese estado, ¿qué haremos? El ciego de Jericó (Bartimeo, el hijo de Timeo; Mc 10, 46-52) nos lo enseña: dirigirnos al Señor, siempre cercano para que tenga misericordia de nosotros, y decirle: "Ut videam, Domine" (lit. Que vea, Señor).
Si el Señor permite que nos quedemos a oscuras (incluso en cosas pequeñas), o si sentimos que nuestra fe no es firme, acudamos al Buen Pastor. Porque nadie puede guiarse a sí mismo sin una ayuda extraordinaria de Dios. Y porque la falta de objetividad, con que nos vemos a nosotros mismos, hace imposible encontrar los senderos seguros que llevan a la dirección justa.
Decía San Juan de la Cruz que "el alma sola sin maestro, que tiene virtud, es como el carbón encendido que está solo; antes se irá enfriando que encendiendo" (Dichos de Luz y de Amor) ¡Cuántas veces Jesús espera la sinceridad y la docilidad del alma para obrar el milagro! Nunca niega el Señor su gracia, si acudimos a él en la oración y en los medios por los cuales derrama su gracia.
En quien nos ayuda vemos al mismo Cristo, que enseña, ilumina, cura y da alimento a nuestra alma para que siga su camino. Sin ese sentido sobrenatural (sin esta fe), la dirección espiritual quedaría desvirtuada y se transformaría en algo completamente distinto (en intercambio de opiniones, quizás).
Este medio es una gran ayuda, cuando lo que realmente queremos es averiguar la voluntad de Dios sobre nosotros, e identificarnos con ella. No busquemos en la dirección espiritual a quien pueda resolver nuestros asuntos temporales, porque nos ayudará a santificarlos pero nunca a resolverlos. No es ésa su misión. Si seguimos bien este medio de dirección espiritual, nos sentiremos como Bartimeo, que seguía en el camino a Jesús glorificando a Dios, lleno de alegría.
Francisco Fernández
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Cuánto nos enseña el Señor en un solo hecho. En este pasaje se muestra una persona que busca la solución a su problema físico. Solución que pasa por la fe. Este hombre probablemente nunca había visto al Señor; habría oído mucho sobre él. Esto le bastó para creer que Jesús era hijo de David y también para saber que Jesucristo tenía un corazón tan grande que siempre se compadecía de aquellos que sufrían.
Cristo nunca coarta la libertad, sino que respeta profundamente a cada ser humano, diciéndole "¿qué quieres que haga por ti?". El ciego responde sencillamente con lo que tenía dentro del corazón: "Señor haz que vea", y Jesús se compadece de inmediato.
Lo hermoso del pasaje y lo que nos puede ayudar a reflexionar más es la actitud del ciego una vez que deja de serlo, y es que "sigue a Jesús glorificando a Dios". Qué maravilla de actitud, no sólo buscar a Jesús por conveniencia o por curiosidad, sino buscarlo para tener un encuentro personal con él.
Era ciego pero tenía las ideas muy claras. Había oído hablar de Jesús de Nazaret, el descendiente del rey David, que hacía milagros en toda Galilea. Y él quería ver. Por eso, cuando le informaron que Jesús iba a pasar por allí, el corazón le dio un vuelco y comenzó a gritar con todas sus fuerzas. ¡Era la oportunidad de su vida! Cuando consiguió estar frente a frente con el Mesías no fue con rodeos; le pidió lo que necesitaba: "Señor, que vea".
Muchos entendidos dicen que este es el modelo perfecto de oración. Porque 1º buscó el encuentro con Jesús, y 2º presentó la petición con toda claridad. Y como tenía mucha fe...
Para rezar bien, es necesario acercarse a Dios, ponerse ante su presencia. Para eso puede ayudar ir a una iglesia y arrodillarse ante el sagrario. ¡Allí está Jesús! Luego, con humildad, suplicando su misericordia como hizo el ciego, le hablamos y le decimos exactamente lo que nos pasa. Sin discursos, sin palabrería. Hay que ir al grano: "Mira, Señor, lo que me pasa es esto".
Dios ya lo sabe, pero quiere que se lo digamos. Y por eso nos pregunta: "¿Qué quieres que haga por ti?". Y nos escucha y nos lo concede lo que pedimos, pero según nuestra fe. Pero no acaba aquí el relato, porque el ciego "fue a comunicar esa experiencia a todo el pueblo". Había nacido un apóstol, que consiguió que aquella gente, al verlo, alabara a Dios.
Clemente González
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El evangelio de hoy nos habla de un ciego que, sanado por la palabra salvadora de Cristo, abre los ojos para ir tras Jesús.
Si la palabra de Cristo no logra convertirnos y hacernos actuar como hijos de Dios, de nada nos servirá el acudir con frecuencia a la oración, ni el escuchar la Palabra de Dios. Pues todo lo que el Señor estuviese haciendo por nosotros sería un trabajo inutilizado por nuestras maldades, a las que habríamos esclavizado nuestra vida. Si somos hombres de fe, dejemos que el Señor nos guíe por el camino del bien, y vayamos tras sus huellas hasta alcanzar la gloria a la que él nos ha llamado.
Acerquémonos a Jesús con fe, para suplicarle que nos haga contemplar su rostro y nos llene de su luz. Entonces podremos caminar tras sus huellas. Huellas que nos ha dejado especialmente en la eucaristía, a la que acudimos no sólo para adorarlo y a reconocerlo como Señor en nuestra vida, sino para aceptar el compromiso de vivir conforme a su evangelio, dando testimonio de él con nuestras obras.
Pero es el Señor el 1º que se acerca a nosotros, y el que nos dice: "¿Qué quieres que haga por ti?". Ante esa pregunta, no queramos responder pidiendo cosas intranscendentes. Pidámosle que nos dé un corazón nuevo y un espíritu nuevo, capaz de ayudarnos a convertirnos en un testimonio vivo del amor y de la verdad, que es Dios y que habita en nuestros corazones.
Ante el Señor reconocemos nuestras miserias, pero el Señor quiere perdonarnos. Ojalá aceptemos su perdón y, libres de las tinieblas del pecado y de la muerte, vayamos tras Cristo, alabando su nombre con nuestras buenas obras.
Quienes participamos de la eucaristía y entramos en comunión de vida con el Señor, hemos de tener los ojos abiertos para contemplar su rostro en nuestros hermanos, y para preocuparnos de hacerles siempre el bien. El ir tras Jesús no ha de ser sólo para vivir nuestra fe de un modo personalista, sino para vivirla como testigos.
A la Iglesia de Cristo, formada por nosotros, corresponde la misión de devolver la vista a quienes el pecado les ha enceguecido los ojos del corazón y les ha embotado su mente. La proclamación del evangelio de Cristo se ha de hacer en todo momento, insistiendo a tiempo y a destiempo.
Y al proclamar la Buena Nueva del Señor, no podemos dejar de pasar haciendo el bien a todos, pues el anuncio del evangelio que no va acompañado de buenas obras, difícilmente podrá conducir a la fe a quienes nos escuchen. El Espíritu Santo debe llenar todo nuestro ser para que podamos no sólo ver, sino comprender la voluntad de Dios sobre nosotros, y siguiendo las huellas de Cristo podamos contemplar algún día la gloria del Padre.
José A. Martínez
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Aquel ciego de Jericó, llamado Bartimeo (según Marcos), estaba sentado junto al camino mendigando como un día más: un día sin motivo, sin aliciente. ¡Cuántas jornadas se había pasado allí: dejado, olvidado de todos, esperando el final de un día largo e inútil; como los días anteriores y los futuros! Sin embargo, hoy es distinto, y algo ocurre, pues mucha gente va y viene deprisa por el camino. "Es Jesús que pasa", le contestan.
Jesús, a veces yo también estoy sentado a la vera del camino de mi vida, dejando pasar las horas y los días sin hacer nada de provecho. Puede que, exteriormente, me mueva mucho; sin embargo, espiritualmente estoy parado porque me falta visión sobrenatural. Pero hoy tengo la oportunidad de cambiar, porque tú pasas a mi lado: es Cristo que pasa. ¿Cómo voy a desperdiciar esta ocasión única?
Jesús, hijo de David, ten piedad de mí. No pases de largo, sin dejar rastro: necesito que me cures, que me transformes, que aumentes mi fe. Los que iban delante le reprendían para que se callara. Cuántas veces Jesús, ante mis deseos de mejorar en mi vida cristiana, encuentro muchas voces que me reprenden: ¿Para qué complicarte la vida? ¿No te estarás pasando de la raya? ¿Por qué no esperar a otra ocasión más propicia?
El descubrimiento de la vocación personal es el momento más importante de toda la existencia. Hace que todo cambie sin cambiar nada, de modo semejante a como un paisaje, siendo el mismo, es distinto después de salir el sol que antes, cuando lo bañaba la luna con su luz o le envolvían las tinieblas de la noche. O como dice el padre Suárez:
"Todo descubrimiento comunica una nueva belleza a las cosas y, como al arrojar nueva luz provoca nuevas sombras, es preludio de otros descubrimientos y de luces nuevas, de más belleza" (La Virgen, nuestra Señora, 80).
E inmediatamente comienza un diálogo divino, un diálogo de maravilla, que conmueve, que enciende, porque tú y yo somos ahora Bartimeo. Abre Cristo la boca divina y pregunta: "Quid tibi vis faciam? (lit. ¿qué quieres que te conceda? Y el ciego contesta: "Señor, que vea". ¡Qué cosa más lógica! Y tú, ¿ves? ¿No te ha sucedido, en alguna ocasión, lo mismo que a ese ciego de Jericó?
Yo no puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam (lit. Maestro, que vea) me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que tú quieres, se cumpla.
Jesús, tú no me dejas nunca solo, y al pasar por mi lado y oír mis súplicas, me haces llamar. ¿Qué quieres que te haga? Tú, que eres el Rey del universo, has venido para servir: para que el ciego vea, el cojo ande y el mudo pueda hablar. Especialmente has venido para redimirme del pecado y darme tu gracia. ¿Qué quieres que te conceda?
Jesús, que vea lo que tú quieres de mí, que vea las cosas y los acontecimientos con fe y visión sobrenatural, que vea mejor mis defectos para luchar contra ellos, que vea un poco más las cosas positivas de los demás y un poco menos sus limitaciones, que vea el mundo con ojos apostólicos como los tuyos. Y así podré ser corredentor contigo.
En cuanto el ciego del evangelio vio, empezó a glorificar a Dios. Jesús, yo he recibido en el bautismo algo más que la vista: la gracia divina. Desde entonces, tengo la capacidad (si no cierro los ojos) de ver más allá, de entender con una profundidad nueva el sentido de mi vida y del mundo. Ayúdame a seguirte cada día más de cerca, dando gloria a Dios con mi esfuerzo por vivir por él y para él.
Pablo Cardona
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Qué molestos nos resultan los mendigos. Les solemos negar la mirada y en muchas ocasiones hasta cambiamos de cera, si nos es posible. Suscitan en nosotros desconfianza y cierto rechazo. Nuestra mirada se ha especializado en detenerse en determinadas cosas y desechar otras. Hemos domesticado hasta nuestra forma de percibir. Hemos rutinizado nuestra forma de ver las personas y el mundo que nos rodea.
Cuando algo rompe el cliché que nos hemos fabricado, nos
desorienta y tendemos a negarle nuestra atención.
Se necesita cierta dosis de osadía e ingenuidad, de búsqueda de lo nuevo para
tener una actitud de permanente apertura a lo que la vida y las personas nos
ofrecen diariamente. Pareciera que hemos puesto a nuestro corazón anestesia, no sea
que nos duela o inquiete la realidad o las personas que hemos situado al margen
de nuestra vida.
Creo que Jesús y su evangelio quieren, entre otras cosas, provocar esta actitud de estar atentos a los pequeños signos, huellas, mensajes que la realidad y las personas nos transmiten diariamente. Sin embargo, ¿no es cierto que hasta la lectura del evangelio, en ocasiones adquiere tonos de algo sabido, acostumbrado? Leer el evangelio desde una perspectiva abierta a la realidad, dejando que se cuele en los entresijos de nuestra vida nos cuesta.
A Jesús sin embargo, lo solemos ver constantemente dejándose interpelar por las personas y los acontecimientos de cada día. Acogiendo con los cinco sentidos cuánto se cruza en su vida y releyéndolo desde su experiencia de Dios. Se interesa por las historias, los nombres, las vidas de la gente, aunque como en este caso sea un mendigo.
Rompe así Jesús los clichés de su época, y se acerca sin ningún rubor a los demás para hacerse su prójimo. Para tratarlo como sabe que a Dios le gustaría que lo tratara: como un ser humano (ni más ni menos), como una persona débil y necesitada, como un hijo de Dios.
Jesús era en verdad un hombre apasionado por la vida, y nadie le era indiferente, ni nada humano le era indiferente. Es posible que en nuestro corazón alguna vez también brilló esa pasión honda por Jesús, por el evangelio, por los demás y tal vez aún ahora siga existiendo. ¿O no?
Dejemos que Jesús se interese por nuestras necesidades, y pidámosle que siga vivificando nuestro amor primero. Que él transforme nuestra forma de mirar, y que hoy nuestro corazón rece como un susurro: "Dame, Señor; tu mirada".
Loli Almarza
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El evangelio de hoy nos ayuda a tomar la actitud de corazón que nos ayudará a renovar al amor languidecido. Necesitamos de Cristo para amar a Cristo, necesitamos de Cristo para servir a Cristo, necesitamos de Cristo para alabar a Cristo. Y esa necesidad de la que el mismo Cristo nos hace conscientes tiene que volverse súplica y clamor, o una insistente oración como la de aquel ciego: "Jesús, ten compasión de mí".
Podemos apelar a la justicia de Cristo cuando nos sentimos buenos, y a la sabiduría de Cristo cuando nos sentimos sagaces. Pero ¿a qué apelaremos cuando nos sentimos pobres, desvalidos, endeudados? Sólo a la misericordia de nuestro Salvador.
Ésta es precisamente la mejor actitud para recibir la comunión. ¿Quién presumirá de su inteligencia ante el misterio del altar, que desborda a toda inteligencia? ¿Quién alardeará de pureza o virtud delante de la santidad misma? Lo único nuestro que puede acercarnos al corazón de Dios es la humilde confianza con la que dejamos sus manos libres para amarnos, restaurarnos y bendecirnos.
Nelson Medina
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El evangelio de hoy narra, según la versión de Lucas, la curación de un ciego. En su camino hacia Jerusalén, Jesús llega a Jericó, y antes de entrar en la ciudad (en el caso de Marcos y de Mateo, el hecho se produce al salir de ella), encuentra a un hombre ciego sentado junto al camino. Este hombre le llama con la invocación "hijo de David", y pide compasión. Jesús le devuelve la vista, y el suceso es ocasión para dar gloria a Dios.
Estamos claramente ante un relato de milagro, el 4º y último de los realizados por Jesús a lo largo de su viaje a Jerusalén. La curación del ciego expresa la realización del programa que Jesús presentó en la Sinagoga de Nazaret, al aplicarse el texto de Isaías (Is 61). Él ha venido, en efecto, a "dar vista a los ciegos".
El ciego de Jericó es un relato muy sintético y simbólico de una conversión. El ciego (sin fe) clama por su curación, y a pesar de las dificultades, grita más y más, hasta que consigue ser atendido. La luz en los ojos (símbolo de la fe) le proporciona una nueva forma de ver y entender el mundo y a sí mismo (eso es la fe), lo que le lleva eficazmente al seguimiento de Jesús: "En ese mismo instante, comenzó a ver y a seguir a Jesús, glorificando a Dios".
Severiano Blanco
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El ciego con el que se encuentra hoy Jesús no tiene miedo de gritarle para que pueda ser curado de su impedimento físico. Y aún cuando la gente le regañaba para que se callara, él seguía gritando más, reconociendo que quién pasaba por ahí era el único que podía devolver la luz a sus ojos.
Muchas veces el miedo me impide acercarme a Jesús, o gritarle a los 4 vientos que le necesito. Me creo tan segura, o tan llena de fe, que me importa mucho lo que diga la gente alrededor, y que piense que soy loca o que estoy fanatizada.
El ciego recupera la vista a base de insistir, y Jesús le dice que ha sido su fe la que lo ha salvado. En ese poquito de tiempo ha sido perseverante el ciego, y no le ha importado lo que decían las demás personas a su alrededor, porque tenía confianza. Esa es mi lección para el día de hoy: ser perseverante y confiar en Dios, que actuará en mi vida por medio de su Hijo Jesús.
Miosotis Nolasco
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El pasaje evangélico de hoy es muy rico en contenido y enseñanza. Sin embrago, quisiera sólo destacar la actitud de los iban o estaban siguiendo a Jesús, quienes reprendían al ciego para que se callara, impidiendo con esto que se acercara a él. Pues yo me pregunto: ¿Cuántas veces nosotros, en lugar de ayudar a los demás para que se acerquen a Jesús, somos precisamente el obstáculo para ello?
Algunas veces nuestro testimonio, o nuestra preferencia por las cosas del mundo, o nuestra falta de compromiso cristiano, son elementos que pueden impedir que este mundo ciego se acerque a Jesús y recobre la vista. Veamos en esta semana si nuestra vida está siendo una verdadera invitación para los demás a acercarse a Jesús.
Ernesto Caro
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Escuchamos hoy cómo a un ciego de Jericó (llamado Bartimeo, según nos dirá Marcos, que no Lucas) no le da vergüenza proclamar a Jesús como "hijo de David", y aunque quisieron hacerlo callar, no pudieron, porque él "gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!" (v.39).
La serenidad de este párrafo contrasta con la violencia del texto de ayer. Jesús es amigo de la paz, es compasivo y misericordioso.
En medio de las llagas que azotan a la humanidad, por nuestra causa, está siempre la dureza del grito de los pobres, enfermos y marginados, que piden amor y misericordia. ¿Podrán dar amor y misericordia los violentos, los explotadores del mundo, los menospreciadores de los débiles? No lo harán. El amor y la misericordia son obra de corazones nobles, de hermanos que se sienten solidarios con los demás. Hombre o mujer noble, abre tu corazón a la verdad en caridad.
Dominicos de Madrid
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El discípulo está llamado a testificar los "numerosos milagros que ha visto" realizarse por la acción de Jesús. Pero de ellos brota para una doble exigencia: la alabanza a Dios, y el reconocimiento de la compasión (como característica principal de la persona y la acción de Jesús).
Con multitud de personajes del evangelio de Lucas, la glorificación de Dios debe impregnar la vida de quien ha elegido el camino del seguimiento. A lo largo de ese camino se pueden contemplar las maravillas o milagros de Dios en la propia vida y en la vida de los demás. Y desde esa contemplación debe brotar la glorificación de Dios, como práctica constante e ineludible.
Gracias a esa actitud contemplativa, el discípulo está llamado también a continuar la obra de la misericordia divina, patente en la vida y práctica de Jesús. Sólo gracias a ella se puede anunciar la Buena Noticia del rey que vuelve después de haber recibido la investidura real. El Reino que ha sido inaugurado con ese retorno tiene como ley fundamental la de la misericordia, única forma de reconocimiento de ese Rey que ha sido investido de ese poder.
Por otra parte, se presenta ante todos la opción entre ceguera y visión, entre el reconocimiento o no del "Hijo de David". Y esta opción lleva consigo la voluntad de escoger el lugar en que cada uno quiere ubicarse. Al margen del proyecto de Jesús y de su causa, o en el camino indicado por él a sus seguidores.
Confederación Internacional Claretiana
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La situación del ciego de Jericó era sumamente precaria. Estaba impedido por un defecto que no le permitía percibir la realidad, y le limitaba a escuchar lo que ocurría. Estaba sentado a la orilla del camino, totalmente marginado del devenir humano. Además, pedía limosna como cualquier menesteroso. Sin embargo, es un hombre atento a los pocos signos que alcanza a percibir.
El ciego escucha el rumor que produce el avance de Jesús a Jerusalén. Sus discípulos van haciendo el camino con él y tratan de seguir adelante sin hacer caso al hombre postrado. Jesús se detiene al escuchar el clamor y pide que traigan al ciego, a pesar de la oposición de los discípulos.
Los discípulos quieren callar al ciego por varias causas. Su lamento era inoportuno e interrumpía la marcha. El nombre con el que el ciego llama a Jesús ("hijo de David") se prestaba a malos entendidos, pues era un título mesiánico que Jesús nunca reivindicó para sí, y que podía representar un peligro ante las autoridades de Jerusalén. Y era costumbre de los apóstoles alejar a Jesús de la multitud.
La actitud de Jesús da un giro a la situación, al mandar traer al ciego y escucharlo. El ciego no pide limosna a Jesús, pero sí la restitución de sus sentidos. Jesús le da la vista, reconociendo en el ciego una fe transformadora de la realidad. Y el ciego pasó de ser un marginado a ser un hombre en una nueva situación. Cuando el ciego percibe la realidad, se pone a seguir a Jesús.
En la actualidad nosotros nos hallamos en una situación similar a la del ciego. Estamos atentos a los signos de la realidad, pero no la percibimos completamente. Y muchas veces nos sentamos a la orilla de camino, sin saber qué hacer, aunque reconociéndonos como seres humanos necesitados.
La enseñanza de Jesús nos urge a dejarnos curar de la ceguera, para recuperar la visión de la realidad y poder seguirle. El evangelio nos invita a que clamemos a Jesús, para que él nos ayude a ver la realidad y a seguir su camino.
Servicio Bíblico Latinoamericano