25 de Mayo

Jueves VII de Pascua

Equipo de Liturgia
Mercabá, 25 mayo 2023

a) Hch 20, 30; 23, 6-11

           En Pentecostés del año 57, Pablo ha llegado a Jerusalén. Los hermanos le anuncian que algunos judíos le acusan de incitar a la defección respecto las costumbres de Moisés, abandonando la circuncisión y otros ritos ancestrales (Hch 2, 21). De hecho Pablo, estando en el Templo de Jerusalén donde había ido a orar, es perseguido a gritos: "¡Éste es el hombre que enseña contra nuestro pueblo, contra la ley y contra este lugar". La policía romana interviene, como es costumbre en un motín, y conduce a Pablo a la fortaleza. Esta vez su cautiverio durará varios años, en Jerusalén, en Cesarea (capital romana de Israel) y después en Roma.

           El oficial romano, queriendo saber con certeza de qué acusaban los Judíos a Pablo, mandó que le quitaran las cadenas, convocó el Gran Consejo e hizo que Pablo compareciera ante ellos. Imagino la escena. La convocatoria de las más altas autoridades judías, el acusado sin esposas, el interrogatorio y los testigos de cargo. Viendo a Pablo, vuelvo a ver a Jesús en la misma situación.

           Entonces, Pablo pasa al ataque: "Yo soy fariseo e hijo de fariseo, y se me juzga por mi esperanza en la resurrección". Pablo sabe que es una cuestión de controversia entre las dos grandes corrientes religiosas de la época: el Partido Saduceo no cree en la resurrección, mientras que el Partido Fariseo sí cree en ella. Esto provoca un barullo en el Gran Consejo, y "se pusieron a disputar los fariseos y saduceos entre sí, y la asamblea se dividió entre un gran clamor".

           Como el altercado iba creciendo, el oficial romano temiendo que Pablo fuese despedazado por ellos, mandó a la tropa que bajase, que lo arrancase de entre ellos y lo llevase de nuevo a la fortaleza. La camorra comienza, como sucedió antaño con Jesús.

           A la noche siguiente, se apareció el Señor a Pablo y le dijo: "¡Animo! Igual que has dado testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en Roma". Pablo debió de tener también sus horas de angustia, sus horas negras. Jesús siente la necesidad de ir a reconfortarle, y por eso le remonta la moral: "¡Ánimo!".

           El tema de la aflicción es uno de los temas dominantes de las epístolas de Pablo. Pero no sólo a nivel intelectual, o como algo teórico propio de un sermón. Sino que era una experiencia vivida. Los Hechos de los Apóstoles que venimos leyendo durante 7 semanas, nos dan el clima habitual de la vida de Pablo, en el momento en que escribía sus grandes epístolas: su valentía en las cuestiones de la fe.

Noel Quesson

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           La historia de Pablo se precipita hacia el fin, y a su regreso a Jerusalén (del 3º viaje) es detenido por las autoridades romanas, entre otras cosas para protegerle del motín que contra él han sabido levantar los judíos (y que amenaza con lincharlo). Y está ahora en presencia del Sanedrín y del tribuno romano, que quiere enterarse de los motivos de tanto odio contra Pablo.

           La astucia de Pablo le va a salvar también esta vez. Ante todo porque, conocedor de que en el Sanedrín hay un fuerte grupo de saduceos (que niegan la resurrección como imposible) y otro de fariseos (que sí admiten la posibilidad de la resurrección), provoca Pablo una discusión entre los 2 grupos, que se enzarzan entre sí olvidándose de Pablo. Y además, porque apela al césar.

           Efectivamente, como ciudadano romano, y al ver que en Jerusalén va a ser difícil salir absuelto por la tensión que se ha creado en torno a él, Pablo invoca su derecho de ser juzgado en Roma. De noche oye en visión la voz del Señor: "Ánimo. Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén, tienes que darlo en Roma".

           En el fondo, ir a Roma (capital del Imperio) ha sido desde hace años para Pablo un sueño personal y también apostólico. Por eso apela al césar, y por eso hace lo posible para salir ileso del tumulto de Jerusalén contra él. Una cosa es dar testimonio de Cristo, y otra, aceptar la muerte segura en manos de los judíos. Más tarde, ya en Roma, en su segundo cautiverio, sí será detenido y llevado a la muerte, al final de su dilatada y fecunda carrera de apóstol.

           A veces la comunidad cristiana tiene que saber también defender sus derechos, denunciando las injusticias y tratando de superar los obstáculos que se oponen a la evangelización, que es su misión fundamental. Y eso, no tanto por las ventajas personales, sino para que la Palabra no quede encadenada y pueda seguir dilatándose en el mundo. El mismo Jesús nos enseñó a conjugar la inocencia y la astucia para conseguir que el bien triunfe sobre el mal. Pablo nos da ejemplo de una audacia y una listeza que le permitieron hacer todo el bien que hizo.

José Aldazábal

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           El conflicto de Pablo con las autoridades oficiales del mundo judío (las de Jerusalén) no se hizo esperar. Aunque el grupo apostólico intentó ocultar la presencia de Pablo, no lo consiguió. Algunos de los judíos venidos de la diáspora dieron cuenta a los jefes del Templo de Jerusalén de la presencia de su opositor. Y Pablo fue conducido a la cárcel, y no pereció en manos judías gracias a su ciudadanía romana.

           Se trata de la 4ª comparecencia ante el Sanedrín (Consejo Supremo de los judíos) relatada en Hechos. Pablo sigue así los pasos de Pedro y de Juan (Hch 4, 5-22), de los apóstoles (Hch 5, 26-40) y de Esteban (Hch 6, 12-7,60). Y todos ellos siguen los pasos de Jesús (Lc 22, 66-71). Lucas dice así, que la persecución no detiene el testimonio del anuncio del evangelio del Reino, sino que lo estimula y lo extiende, según la promesa de Jesús. Y esto pretende la visión en que el Señor conforta a Pablo, y le anima a llevar su testimonio hasta Roma (Hch 23, 11).

           Pablo aún se siente un judío con pleno derecho (Hch 23, 5). Para favorecer su precaria situación tercia a favor de su partido fariseo, lo que ocasiona una revuelta tremenda entre los asistentes. Los temas defendidos por Pablo eran en el momento motivo de disputa entre las diferentes corrientes políticas y teológicas.

           Por fortuna y a pesar de la obstinación de Pablo, el Espíritu no lo abandona y lo insta a continuar el testimonio en el lugar al que estaba destinado: Roma, nuevo centro de la evangelización cristiana.

Servicio Bíblico Latinoamericano

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           Pablo ha regresado a Jerusalén movido por el Espíritu, y allí los hermanos le han aconsejado realizar ciertos ritos de purificación en el templo, junto con sus acompañantes. Mientras hacía como le habían aconsejado, se suscitó un motín contra él, y a punto estuvo de ser linchado acusado de haber profanado la santidad del santuario. A duras penas la guarnición romana logró rescatarlo de sus enemigos (Hch 21, 17-40).

           Pero el tribuno quiere poner en claro la causa de la hostilidad de los judíos contra Pablo y que para el efecto, lo hace comparecer ante el sanedrín, el máximo tribunal religioso de los judíos, el mismo ante el que habían comparecido, primero Jesús, y luego sus apóstoles, en los tiempos de la fundación de la Iglesia.

           Pablo aprovecha las divisiones doctrinales y disciplinares de los judíos para escapar a un juicio que le hubiera resultado contrario: proclama ante el Sanedrín que ha sido arrestado por predicar la resurrección de los muertos, y así enfrenta a los fariseos y a los saduceos, en torno a sus diferencias en cuanto a la fe en la resurrección.

           Pero el Espíritu Santo tiene otros planes para Pablo, como se le revelan en la visión nocturna: debe ir a Roma, la capital imperial, la ciudad más importante del mundo conocido en esa época. Una ciudad de 2 millones de habitantes (la crème de la crème del Imperio), la sede del poder, las artes y la civilización mundial. Hasta allí ha de llevar Pablo el evangelio de Jesucristo, ¡a la misma Roma!

Confederación Internacional Claretiana

b) Jn 17, 20-26

           "Que todos sean uno". Es lo que hoy pide Jesús a su Padre, para los que le siguen y para los que le seguirán en el futuro. Y siempre bajo el mismo modelo: "como tú, Padre, en mi y yo en ti". Se trata del prototipo más profundo y misterioso de la unidad: que los creyentes estén íntimamente unidos a Cristo ("que los que me confiaste estén conmigo, donde yo estoy") y que de ese modo estén también en unión con el Padre ("para que el amor que me tenías esté en ellos, como también yo estoy en ellos"). Esa unidad con Cristo y con el Padre es la que hace posible la unidad entre los mismos creyentes.

           Esa es la condición para que la comunidad cristiana pueda realizar su trabajo misionero con un mínimo de credibilidad, "para que el mundo crea que tú me has enviado". La unión entre los seguidores de Cristo es una tarea inacabada, una asignatura siempre pendiente, tanto dentro de la Iglesia católica como en sus relaciones con las otras iglesias cristianas.

           Pero la consigna del ut unum sint (lit. "que sean uno") es algo que no acabamos de obedecer, por nuestra falta de capacidad dialogadora y de humildad. En la eucaristía invocamos 2 veces al Espíritu (la 1ª sobre los dones del pan y del vino, para que él "los convierta en el Cuerpo y Sangre de Cristo", y la 2ª sobre "los que vamos a participar del Cuerpo y Sangre de Cristo"). Y lo que se pide que el Espíritu realice sobre la comunidad es "que congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo", para que "formemos un solo cuerpo y un solo espíritu".

           El fruto de la eucaristía es la unidad, como debe serlo la Pascua que hemos celebrado. Pues para ser fieles al testamento  del Señor, es necesario que se cumpla una cosa: "que sean uno".

José Aldazábal

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           Jesús ora por la comunidad del futuro, ensanchando el horizonte de su comunidad a épocas sucesivas. Y está seguro de que su obra continuará. El llamado mensaje del Padre (Jn 6, 7) y mensaje de Jesús (Jn 14, 23), lo es también de los discípulos. No es para ellos una doctrina aprendida ni han de proponerlo como algo a lo que están obligados; no se puede proponer el amor si no se vive; se comunica como experiencia y convicción propia. El mensaje produce la adhesión a Jesús (punto de referencia para todos los tiempos) y no es una teoría sobre el amor, sino la formulación de la vida y muerte de Jesús.

           La petición de Jesús es la unidad, expresión y prueba del amor, distintivo de la comunidad; su modelo es la unidad, que existe entre Jesús y el Padre, y es condición para la unión con ellos. Quienes no aman no pueden tener verdadero contacto con el Padre y Jesús. Se establece así la comunidad de Dios con los hombres; su presencia e irradiación desde la comunidad, a través de las obras que revelan su amor (Jn 9, 4), será la prueba convincente de la misión divina de Jesús. No se convence con palabras, sino con hechos.

           La gloria/amor del Padre (el Espíritu) que Jesús ha recibido (Jn 1, 14) constituye al Hijo (Jn 1, 32.34) uno con el Padre (Jn 10, 30). La comunicación de la gloria a los discípulos realiza en ellos la condición de hijos, y la comunidad de Espíritu produce la unidad entre ellos y con Jesús y el Padre. La comunidad es el nuevo santuario, y la realización plena del designio de Dios (v.23) depende de la existencia de la unidad, fruto del amor incondicional. Este es el testimonio, válido ante los hombres. Gloria y amor del Padre son, así, equivalentes, y los discípulos manifestarán a un Dios que es don de si generoso y total (que es Padre).

           El término quiero muestra la libertad del Hijo (Jn 13, 3), y su designio es el mismo del Padre. Estar con él (Jn 14, 3) denota la condición de hijos, y "contemplar su gloria" equivale a experimentar su amor (Jn 1, 14) y responder a él (Jn 1, 16). Jesús ha realizado el proyecto de Dios (Jn 1,1; 17,5), que el Padre había concebido como expresión total de su amor, y cuya realización en Jesús preveía desde el principio.

           Jesús expone al Padre la diferencia entre el mundo que lo rechaza y él y los suyos, para que el Padre justo los honre (Jn 12, 26) y resume el contenido de su oración. Alude a su actividad pasada (vv.4 y 6) y afirma su propósito para el futuro (vv.1 y 5): manifestar ser el Padre dando la vida. La cruz será la revelación plena y definitiva de la persona del Padre, manifestando todo el alcance de su amor. Conocer al Padre a través de Jesús es la vida definitiva (v.3). Por eso Jesús quiere que los discípulos sean iguales a él, que gocen del mismo amor del Padre que él ha gozado, para qué su unión con ellos sea total.

Juan Mateos

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           La última súplica de Jesús en su preciosa Oración Sacerdotal es una plegaria por la unidad. Como bien decía Juan Pablo II en su Ut Unum Sint, un regalo y tarea que "consiste en es ser uno en Jesús".

           Jesús mismo antes de su Pasión rogó para "que todos sean uno" (v.21). Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape.

           En efecto, la unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras. Es una unidad constituida por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica. Los fieles son uno porque, en el Espíritu, están en la comunión del Hijo, y en él con el Padre. Como bien decía el apóstol Juan en una de sus cartas: "Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo" (1Jn 1, 3).

           Así pues, para la Iglesia Católica, la comunión de los cristianos no es más que la manifestación en ellos de la gracia por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión, que es su vida eterna. Las palabras de Cristo "que todos sean uno" son, pues, la oración dirigida al Padre para que su designio se cumpla plenamente, de modo que brille a los ojos de todos "cómo se ha dispensado el misterio escondido desde siglos en Dios, creador de todas las cosas" (Ef 3, 9).

           Creer en Cristo significa querer la unidad, querer la unidad significa querer la Iglesia, y querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Éste es el significado de la oración de Cristo: "Ut unum sint".

Nelson Medina

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           Hoy encontramos en el evangelio un sólido fundamento para la confianza: "Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que creerán en mí" (v.20). Son las entrañas del Corazón de Jesús, que en la intimidad con los suyos abre los tesoros inagotables de su amor. Quiere afianzar sus corazones apesadumbrados por el aire de despedida que tienen las palabras y gestos del Maestro durante la Última Cena.

           Se trata de la oración indefectible de Jesús, que sube al Padre pidiendo por ellos. ¡Cuánta seguridad y fortaleza encontrarán después en esta oración a lo largo de su misión apostólica! En medio de todas las dificultades y peligros que tuvieron que afrontar, esa oración les acompañará y será la fuente en la que encontrarán la fuerza y arrojo para dar testimonio de su fe con la entrega de la propia vida.

           Pero la contemplación de esta realidad, de esa oración de Jesús por los suyos, tiene que llegar también a nuestras vidas, pues Jesús dijo: "No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que creerán en mí". Esas palabras atraviesan los siglos y llegan, con la misma intensidad con que fueron pronunciadas, hasta el corazón de todos y cada uno de los creyentes.

           En el recuerdo fresco de Juan Pablo II encontramos el eco de esa oración de Jesús por los suyos, cuando el papa polaco dijo ante 2 millones de personas: "Con mis brazos abiertos os llevo a todos en mi corazón. El recuerdo de estos días se hará oración pidiendo para vosotros la paz en fraterna convivencia, alentados por la esperanza cristiana que no defrauda". De forma un poco más tardía, otro papa (San León I Magno) hacía una exhortación que nos llega al corazón después de muchos siglos: "No hay ningún enfermo a quien le sea negada la victoria de la cruz, ni hay nadie a quien no le ayude la oración de Cristo. Ya que si ésta fue de provecho para los que se ensañaron con él, ¿cuánto más lo será para los que se convierten a él?".

Joaquim Petit

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           En el evangelio de hoy Jesús nos pone en claro que la fe en su causa, el Reino, es fe en el Dios de la vida. Esta fe debe ser motivo de profunda comunión entre los discípulos de Jesús y el Padre. El testimonio de unidad constituye el mejor argumento ante un mundo dividido y enfrentado.

           En efecto, cuando Jesús formula que "los que crean en Jesús sean uno, para que el mundo crea que el Padre envió a Jesús", está formulando su última voluntad, expresada al Padre ante la presencia de los discípulos, y dirigida a los discípulos ante el Padre (v.21). No se trata, pues, de cualquier tipo de unidad, sino que ha de tratarse de un tipo muy especial de unidad.

           A grandes rasgos, la unidad a la que alude Jesús ha de ser una señal clara de lo que nos une a todos entre sí, al Padre, al Hijo y a los cristianos: el amor, "de modo que el mundo sepa que tú me has enviado, y los amas a ellos con el mismo amor con que me amas a mí" (v.23). Se trata del modo (la unidad) de hacer posible el mandato supremo de Jesús: "Amaos unos a otros como yo os amo, pues en esto reconocerán que sois discípulos míos" (Jn 13, 34-35). Pero no sólo como mandato, sino como anuncio y promesa del don de su Espíritu: podréis amaros con mi amor, porque os envío mi Espíritu, y nadie puede amar con ese amor sino le es dado.

           Entre las cosas que Jesús juzgó importantes para decir en el corto tiempo que tenía de despedida, estuvimos los cristianos o las iglesias de las generaciones futuras. Es de inmenso consuelo saber que en sus últimas horas, Jesús también pensó en nosotros. Y lo hizo con un cariño tan grande, que se transparenta en la inmensa ternura que el evangelista pone en sus palabras. Cuando Jesús pensó en las comunidades cristianas futuras, lo 1º que hizo fue pedir por su unidad. Bien sabía que la gran amenaza del cristianismo sería siempre la división, no una división de mal humor o de rabias pasajeras, sino la división profunda de los intereses particulares, del egoísmo.

           A lo largo de la historia vemos cuánta razón tenía Jesús. ¡Cuántas veces la Iglesia se ha dividido por celos de poder y de autoridad! ¡Cuántas veces por estar al lado de los poderosos, abandonando el lugar de los oprimidos! ¡Cuántas veces por confundir lo accidental con lo necesario o por considerar como revelado lo que era puramente cultural!

           La unidad no es uniformidad, y la unidad que Jesús busca no es una unidad que destruya la diversidad cultural, sino una "unidad del espíritu", es decir, que sea un mismo Espíritu (el que él ha revelado) el que anime a todas sus iglesias. La unión se da al vivir todos con el mismo Espíritu, al abrazar todos la causa que Jesús abrazó.

Servicio Bíblico Latinoamericano