Semana III Adviento

Apocalipsis de Juan, III

Toledo, 18 diciembre 2023
José Ramón Díaz Sánchez-Cid

ah) Los ángeles anuncian la hora del juicio, 14:6-13

6Vi un ángel que volaba por medio del cielo y tenía un evangelio eterno para pregonarlo a los moradores de la tierra y a toda nación, tribu, lengua y pueblo, 7diciendo a grandes voces: Temed a Dios y dadle gloria, porque llegó la hora de su juicio, y adorad al que ha hecho el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas. 8Un segundo ángel siguió, diciendo: Cayó, cayó Babilonia la grande, que a todas las naciones dio a beber del vino del furor de su fornicación. 9Un tercer ángel los siguió, diciendo con voz fuerte: Si alguno adora la Bestia y su imagen y recibe su marca en la frente o en la mano, 10éste beberá del vino del furor de Dios, que ha sido derramado sin mezcla en la copa de su ira, y será atormentado con el fuego y el azufre delante de los santos ángeles y delante del Cordero, 11y el humo de su tormento subirá por los siglos de los siglos, y no tendrán reposo día y noche aquellos que adoren a la Bestia y a su imagen y los que reciban la marca de su nombre. 12Aquí está la paciencia de los santos, aquellos que guardan los preceptos de Dios y la fe de Jesús. 13Oí una voz del cielo que decía: Escribe: Bienaventurados los que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, para que descansen de sus trabajos, pues sus obras los siguen.

            Antes de empezar a describirnos la guerra de las Bestias con el Cordero, San Juan nos presenta una serie de visiones. Tres ángeles anuncian, uno después de otro, el juicio (v.6-7), la destrucción de Babilonia (Roma) (v.8) y el castigo de los adoradores de la Bestia (v.9-14). Estos castigos marcarán el tiempo de reposo para los que moran en el Señor (v.12-13). Después vendrá el exterminio de todas las naciones paganas (v.14-20). La proclamación de los 3 ángeles y el anuncio de la felicidad de los santos corresponden bastante estrechamente a la proclamación de los 4 jinetes de Ap 6:1-8 y a la alegría triunfante de los mártires en Ap 6:9-11.

            San Juan vio otro ángel que volaba por medio del cielo (v.6). Es un poco extraña esta frase, otro ángel, después del cuadro precedente en que se habla del Cordero y de su corte. Tal vez sea efecto de una concatenación un tanto imperfecta del Apocalipsis. El vidente de Patmos, después de hablarnos del triunfo de los elegidos, vuelve a insistir sobre los juicios punitivos de Dios contra los malvados.

            El ángel que ve Juan vuela por lo más alto del firmamento, como el águila de Ap 8:13. Quiere que todos los hombres del mundo oigan bien el mensaje que les va a transmitir. El vidente descubre que el ángel trae en sus manos un evangelio eterno. Es la buena nueva de la salvación que viene a comunicar a los hombres. Se le llama evangelio eterno porque es un mensaje eterno e inmutable. Es el evangelio mismo de Cristo, que no cambia. Lo contrario sucede con la Ley de Moisés, que sí cambia.

            No se trata, por consiguiente, de un evangelio nuevo, más perfecto que el de Jesucristo, ni del evangelio de los tiempos futuros, como pensaba Orígenes, sino que es sencillamente el evangelio inmutable de Cristo. El ángel va a pregonarlo a todos los moradores de la tierra, sin distinción de tribus, lenguas o naciones, para que conozcan los designios de Dios concernientes a la suerte final del mundo. Y para que adoren al verdadero Dios (v.7), apartándose al mismo tiempo de la Bestia, bajo cualquier forma que se presente. Los paganos son invitados a convertirse al verdadero Dios y a abandonar sus ídolos antes de que llegue el gran día de la cólera o del juicio divino que se ha de abatir sobre Babilonia (Roma) y sobre la Bestia.

            El contenido del mensaje del evangelio eterno era: Temed a Dios y dadle gloria. Temer a Dios, en lenguaje bíblico, es igual que servirle sinceramente y cumplir con exactitud sus preceptos. Se da gloria a Dios cuando se hace en todo la voluntad divina, de manera que la vida resulte una especie de cántico continuo de alabanza. Este continuo homenaje del alma fiel ha de ir dirigido no a los ídolos, sino al Creador del cielo, de la tierra, del mar y de las fuentes de aguas. La imagen del ángel anunciando el juicio próximo e invitando al arrepentimiento y a la conversión es un hermoso símil que se puede aplicar a los predicadores del evangelio. A San Vicente Ferrer se le suele representar como al ángel del Apocalipsis, diciendo a todos los hombres: Temed a Dios y dadle gloria.

            A este 1º ángel siguen otros 2, cuya misión es declarar la justicia divina contra los adoradores de los ídolos. El segundo ángel es el anunciador de catástrofes temporales y políticas de los perseguidores de Dios, representados todos ellos bajo la figura de Babilonia (Roma). El ángel grita con voz fuerte, anunciando el juicio de Dios sobre Babilonia. Se trata de la realización de un juicio que va a ser ejecutado dentro de breve tiempo. El ángel habla en perfecto profético, como para expresar la seguridad y la certeza que tiene de la caída de la gran ciudad, perseguidora de la Iglesia y causa de los males religiosos que aquejaban a la humanidad.

            Babilonia es la Roma pagana, que arrastra a la idolatría a las demás naciones y persigue de muerte a los que abominan de ella. Los cristianos, a los que va dirigido el Apocalipsis, debían de tener cierta familiaridad con este nombre simbólico de Babilonia, que designa ciertamente Roma, como se ve por los cap. 17-18. Era una designación bastante corriente en los ambientes judíos y cristianos del s. I. Este simbolismo estaba sólidamente asentado en el AT, en donde abundan las amenazas contra Babilonia. Se la llama la ciudad grande por su magnitud, su cultura y su influencia en el mundo antiguo. El profeta Jeremías considera a Babilonia como el centro de la idolatría y como la enemiga acérrima de Jerusalén, la capital de los creyentes. En nuestro texto del Apocalipsis se aplica a Roma, capital de la 1ª bestia, lo que en los profetas se decía de Babilonia antigua.

            La caída de Roma (la nueva Babilonia) será descrita en los cap. 17-18. La expresión que emplea el 2º ángel: Cayó, cayó Babilonia la grande (v.8), está tomada del libro de Isaías, en donde el profeta dice: "Llegan tropeles de gentes, caballos de dos en dos, se alza una voz y dice: ¡Cayó, cayó Babilonia! Todas las imágenes de sus dioses yacen por tierra destrozadas. ¡Oh pueblo mío, pisado, trillado como la mies! lo que he oído de parte de Yahveh Sebaot, Dios de Israel, yo te lo hago saber".

            Babilonia es considerada por los profetas como un cúmulo de las más grandes abominaciones. Roma le ha sucedido en esto, pues ha corrompido al mundo, sembrando por doquier con enorme frenesí la idolatría, es decir, la fornicación, en lenguaje bíblico. Al arrastrar a todas las naciones a la idolatría, Roma las ha entregado al furor de la cólera divina. El vino de la ira, que Roma ha dado a beber a las demás naciones, significa la embriaguez sensual de sus libertinajes. La fornicación (o prostitución espiritual) obra como narcótico sobre los habitantes de Roma, que se entregan a toda clase de desenfrenos. Dios permite esto como castigo de la perversión religiosa a la que se habían entregado los adoradores de la Bestia. En Ap 17:4, la Roma pagana es presentada como una mujer que lleva en su mano la copa embriagante de los cultos paganos y de las abominaciones morales con las que ha emborrachado a los pueblos que le estaban sometidos.

            Un 3º ángel clama con fuerte voz, diciendo: Si alguno adora la Bestia y su imagen, o recibe la señal de la Bestia, confesándose por suyo, ese tal beberá del vino del furor de Dios (v.4-10), es decir, recibirá su retribución merecida. Beber del vino fuerte de la ira divina, sin rebajarlo con el agua de la misericordia, equivale a emborrachar con el terrible castigo merecido por la fornicación embriagante del culto imperial. El vino puro, sin mezcla alguna de agua y miel, que usaban los antiguos, y que embriagaba a los que lo tomaban, es una imagen bíblica para designar los castigos de Dios. En este sentido decía el profeta Jeremías: "Así me dijo Yahveh, Dios de Israel: Toma de mi mano esta copa de espumoso vino y házselo beber a todos los pueblos a los que yo te he enviado. Que beban, que se tambaleen, que enloquezcan ante la espada que yo arrojaré en medio de ellos. Y tomé la copa de la mano de Yahveh, y la di a beber a todos los pueblos contra los cuales me envió Yahveh".

            ¿Cuál es el castigo divino que se anuncia bajo la imagen del vino del furor de Dios? En nuestro pasaje del Apocalipsis, el castigo divino es el fuego eterno que atormentará a los adoradores de la Bestia. El lugar en que serán atormentados por toda la eternidad es el estanque de fuego y azufre. Esta imagen, que se hizo familiar en la teología judía para significar los tormentos de la gehenna, se inspira en el castigo que sufrieron Sodoma y Gomorra.

            También constituye un rasgo claramente judío la idea de que los réprobos habían de sufrir el castigo en presencia de los que habían despreciado y perseguido, para mayor confusión de los atormentados. El Libro de Henoc, por ejemplo, dice a este respecto: "Yo los entregaré (a los reyes y poderosos) en manos de mi Elegido; como la paja en el fuego, así arderán ellos ante la faz de los santos, y como se sumerge en el agua, así se hundirán ellos delante de la faz de los justos, y ninguna traza de ellos será en adelante encontrada". Pero todavía resultará más espantoso para los adoradores de la Bestia el ser atormentados en presencia del Cordero, su redentor.

            El tormento con fuego y azufre es una imagen empleada frecuentemente en la Biblia para significar un fuego muy intenso y más atormentador que el fuego ordinario. En el salmo se dice que Dios lloverá sobre los impíos carbones encendidos; y que el fuego, y el azufre y un torbellino huracanado será la porción de su cáliz. Isaías amenaza a Asur con una hoguera "que el soplo del Señor va a encender como torrente de azufre". Ezequiel dice que Dios enviará sobre Gog, entre otras cosas, "fuego y azufre". Y el vidente de Patmos, hablando del fin de la Bestia, afirma que será arrojada "al lago de fuego que arde con azufre".

            La misma suerte está reservada al diablo y a todos los impíos. Este castigo no tendrá fin ni reposo, pues durará por los siglos de los siglos y sin interrupción noche y día. Un tal castigo escatológico por el fuego se encuentra ya expresado en Is 66:24, Que a su vez parece haber inspirado al autor del Ecl 7:16-17. Los apócrifos desarrollan a su antojo la idea de Is 66:24, enriqueciéndola con nuevos rasgos. La amenaza de la destrucción de Babilonia (Roma) era un castigo temporal, pero ahora el castigo ya es eterno, pues recae sobre los individuos. El v.11 enseña bastante claramente la eternidad de las penas del infierno.

            Contrastando con el terrible castigo que han de sufrir los adoradores de la Bestia, San Juan promete a los fieles la bienaventuranza eterna (v.12-13). El vidente de Patmos dirige a los cristianos que se han mantenido fieles una especie de advertencia o reflexión, que constituye una repetición de Ap 13:10. Los santos, es decir, aquellos que guardan los preceptos de Dios y la fe, que tiene por objeto a Jesucristo (v.12), han de acostumbrarse a sufrir los padecimientos temporales para evitar los eternos (según Bossuet).

            La existencia de los cristianos en este mundo discurre en una continua lucha por su fe en medio de un mundo adverso. Sólo el que permanezca fiel a la fe de Cristo obtendrá la victoria final. A la vista del fin que aguarda a los impíos, los fieles deben sentirse alentados y mantenerse firmes en la observancia de los preceptos divinos y en la fidelidad a Dios, aunque para ello tengan que soportar las más graves pruebas. Sabido es que, según San Pablo, la paciencia se perfecciona con la tribulación. Además, la paciencia de los santos es fortificada por la certeza de la ruina de sus perseguidores.

            A esta amonestación de San Juan responde una voz del cielo, que dice: Bienaventurados los que mueren en el Señor (ν.13). Es la 2ª bienaventuranza que encontramos en el Apocalipsis, de las 7 que contiene. La voz que oye Juan parece ser la del Espíritu Santo, ya que se refiere a Cristo en tercera persona, en el Señor, y se habla expresamente del Espíritu, que es el que manda a San Juan escribir. La voz del Espíritu declara bienaventurados a los que mueren en comunión con Cristo.

            El autor sagrado no se refiere únicamente a los mártires, es decir, a los que mueren por el Señor, sino a todos los cristianos que mueren en el Señor, es a saber: unidos a él por la fe y el amor. La muerte corporal, que para los impíos es el comienzo de la muerte segunda en el lago de fuego y azufre, para los fieles de Cristo es el comienzo del descanso de sus trabajos, porque sus obras les acompañan y Dios se las premiará abundantemente. Por eso, los cristianos muertos en el Señor podrán gozar del descanso y de la bienaventuranza eternos antes del día de la parusía: ya desde ahora, (άττάρτι), como dice el texto griego. Es la misma doctrina que enseña San Pablo en Fil 1:23. Con esta esperanza no hay duda que los fieles se sentirían fortalecidos para soportar las persecuciones con paciencia y fe operante. Y, al mismo tiempo, comprenderían mejor la triste suerte de los infieles, de quienes dice San Pablo "que viven sin esperanza".

ai) La siega de los gentiles, 14:14-20

14Miré y vi una nube blanca, y sentado sobre la nube a uno semejante a un hijo de hombre, con una corona de oro sobre su cabeza y una hoz en su mano. 15Salió del templo otro ángel, y gritó con fuerte voz al que estaba sentado sobre la nube: Arroja la hoz y siega, porque es llegada la hora de la siega, porque está seca la mies de la tierra. 16El que estaba sentado sobre la nube arrojó su hoz sobre la tierra, y la tierra quedó segada. 17Otro ángel salió del templo que está en el cielo, y tenía también en su mano una hoz afilada. 18Y salió del altar otro ángel que tenía poder sobre el fuego y clamó con fuerte voz al que tenía la hoz afilada, diciendo: Arroja la hoz afilada y vendimia los racimos de la viña de la tierra, porque sus uvas están maduras. 19El ángel arrojó su hoz sobre la tierra, y vendimió la viña de la tierra, y echó las uvas en la gran cuba del furor de Dios, 20y fue pisada la uva fuera de la ciudad, y salió la sangre de la cuba hasta los frenos de los caballos por espacio de mil seiscientos estadios.

            Los 3 primeros ángeles han anunciado (como ya hemos visto) la suerte futura de Babilonia (Roma), de las 2 bestias y de sus seguidores. También ha sido proclamada la predicación del evangelio, que asegura la felicidad eterna de los cristianos. Aquí aparecen otros 4 personajes, que anuncian el juicio y la destrucción de todas las naciones gentiles, con lo que terminará la persecución de los cristianos. Las naciones paganas serán exterminadas porque no han querido escuchar el mensaje divino. Esta catástrofe es descrita bajo las imágenes de una siega y dé una vendimia, que son tradicionales en la Biblia para expresar un castigo. El autor del Apocalipsis parece inspirarse en Jo 4:12-13, que emplea simultáneamente ambas imágenes al hablar del gran día de Dios. La realización de la profecía de Ap 14:15-20 será descrita en Ap 19:11-21.

            San Juan nos presenta una nueva visión, en la que aparecen, uno en pos de otro, 2 cuadros de significado análogo. El 1º se halla inspirado en Daniel. El vidente de Patmos contempla una nube blanca, y sobre ella aparece sentado un ser misterioso, semejante a un hijo de hombre (v.14). Las nubes movidas por el viento constituyen el vehículo habitual sobre el cual Dios se desplaza en las visiones proféticas. Aquí, el que aparece sobre una nube blanca es Jesucristo, el cual lleva una corona de oro sobre su cabeza, en señal de victoria, y una hoz en su mano, como ejecutor de la sentencia divina contra los adoradores de la Bestia. No hay duda que se trata de Cristo, como se ve por el misterio con que se le designa. No tiene nombre y es semejante a un hijo de hombre.

            Bajo esta forma suele San Juan, como Daniel y, en general, los autores apocalípticos, designar a Dios o a los personajes celestes, para indicar la grandeza de su personalidad, que ningún nombre basta a significar. La expresión Hijo del hombre es mesiánica tanto en los evangelios como en el Apocalipsis. De donde se sigue que el que está sentado sobre la nube no puede ser un ángel, sino el mismo Cristo. Y si recibe la orden de segar de un ángel, esto no significa que sea inferior en dignidad a los ángeles, sino simplemente que Dios Padre comunica a su Hijo por medio de un ángel el mandato de castigar a las naciones paganas. San Juan dice en el 4º evangelio que el Padre entregó el juicio a Jesucristo, en cuanto es Hijo del hombre. Pero si el Padre se lo entrega al Hijo del hombre, es señal de que a él pertenece en propiedad, y que el Hijo del hombre lo tiene por delegación.

            El vidente de Patmos contempla a otro ángel que sale del templo, su morada, el cual grita con potente voz al que está sentado en la nube: Arroja la hoz y siega, porque la mies ya está madura (v.15). El que estaba sentado sobre la nube arrojó la hoz y la tierra quedó segada (v.16). El templo de donde procede el ángel parece ser el templo celeste, de donde también sale el ángel que ha de hacer la vendimia (v.17) y los ángeles de las 7 copas. En cuyo caso, el ángel que sale del templo celeste sería uno de los más altos mensajeros de Dios Padre, que transmite a Jesús, Juez de los hombres, en cuanto Mesías, la orden de ejecutar su obra definitiva. Si, por el contrario, el templo es el de Jerusalén, imagen de la Iglesia, el sentido será aún más satisfactorio. Se trataría del ángel guardián de los fieles que manifiesta a su Jefe los deseos de su Esposa, cuyos méritos están ya completos.

            Jesucristo tiene en su mano la hoz afilada con la cual va a segar la cosecha, que ya está a punto. La siega de que nos habla el ángel simboliza el juicio. Este mismo sentido es el que tiene en diversos lugares de la Escritura. Especialmente próximo al nuestro es un texto de Joel, que dice: "Que se alcen las gentes y marchen al valle de Josafat, porque allí me sentaré yo a juzgar a todos los pueblos en derredor. Meted la hoz, que está ya madura la mies. Venid, pisad, que está lleno el lagar y se desbordan las cubas, porque es mucha su maldad".

            En estos pasajes se trata del juicio de los enemigos de Dios o del juicio del mundo. Sin embargo, hay otros pasajes en el NT, en los que se habla de la recolección de las almas creyentes e incluso de los elegidos. ¿De quiénes se trata aquí? ¿La siega es un castigo ejecutado sobre los adoradores de la Bestia o una separación del grano bueno y limpio de la paja? Como en el v.16 no se habla para nada de la ira divina, muchos autores creen que la siega de la primera hoz no representa un castigo, sino la recolección de la mies ya madura de los justos.

            Por consiguiente, el sentido de este cuadro sería el mismo de la amonestación precedente. El Señor vendría a recoger a los suyos. Un indicio de esto lo encuentran dichos autores en el color blanco de la nube, que parece indicar no castigo, sino más bien victoria. Sin embargo, el paralelismo con la escena inmediatamente siguiente (v. 17-20) abogaría preferentemente en favor de un castigo, de una plaga que se abatiría sobre buenos y malos.

            El acto de arrojar las hoces constituye una de esas acciones simbólicas que se dan con tanta frecuencia en los profetas. La doble acción de arrojar las hoces tiene una misma significación.

            Después viene un 2º cuadro semejante al 1º (v. 17-20). La única diferencia está en que en el 1º era el mismo Señor el que hacía la siega, mientras que en el 2º es un ángel el encargado de ejecutarla. Este ángel sale también del templo, que está en el cielo, con una hoz bien afilada, con la cual llevará a efecto la misión punitiva para la que ha sido enviado. Pero ha de esperar la orden divina de ejecutarla. Para comunicársela viene otro ángel, el que está al cuidado del fuego del altar, probablemente el mismo que arrojó las brasas del altar de los perfumes sobre la tierra. También podría tratarse del ángel que cuida del fuego del altar de los holocaustos, bajo el cual estaban las almas de los mártires, que pedían a Dios justicia. Esta justicia sería la que se dispone a ejecutar ahora el ángel. Las oraciones de los mártires, llevadas por el ángel ante la presencia de Dios, son las que obtienen el exterminio de los pecadores.

            A la orden que da el ángel que cuidaba del fuego, el otro ángel arrojó la hoz y vendimió los racimos de la viña de la tierra (v.18). Es decir, recolectó las uvas que ya estaban maduras, con lo cual quiere significar que la maldad de los hombres había llenado la medida. Por eso se puede proceder ya a su castigo. Y, en efecto, el ángel vendimió con su podadera la viña de la tierra y echó sus racimos en el lagar del furor de Dios (v.19). La imagen de la vendimia o del lagar, en donde se pisan las uvas, para significar un castigo divino, es ya empleada por los profetas. Nuestro texto se inspira en Is 63:1-6, donde Yahveh, vencedor de Edom, pisa a los enemigos en su furor:

"¿Quién es aquel que avanza enrojecido, con vestidos más rojos que los de un lagarero, tan magníficamente vestido, avanzando en toda la grandeza de su poder? Soy yo el que habla justicia, el poderoso para salvar. ¿Cómo está, pues, rojo tu vestido y tus ropas como las de los que pisan en el lagar? He pisado en el lagar yo solo y no había conmigo nadie de las gentes. He pisado con furor, he hollado con ira, y su sangre salpicó mis vestiduras y manchó mis ropas. Porque estaba en mi corazón el día de la venganza y llegaba el día de la redención. Miré, y no había quien me ayudara, me maravillé de que no hubiera quien me apoyase; y salvóme mi brazo, y me sostuvo mi furor, y aplasté a los pueblos en mi ira, y los pisoteé en mi furor, derramando en la tierra su sangre".

            También el mismo Apocalipsis nos presentará, en el cap. 19, al Verbo de Dios como caballero victorioso que avanza por medio de sus enemigos con sus vestidos empapados en sangre.

            El ángel, para expresar la venganza de Dios contra los adoradores de la Bestia, vendimia la viña de la tierra, echa las uvas en el lagar y las pisa fuera de la ciudad (v.20). Los racimos simbolizan la multitud de los impíos, y el vino, su sangre. Es una terrible hecatombe, que traerá consigo el exterminio de los idólatras. La magnitud del desastre se expresa mediante una imagen hiperbólica: Y desbordó la sangre del lagar hasta los frenos de los caballos por espacio de 1.600 estadios.

            En la literatura apócrifa también se encuentran imágenes parecidas. El Libro de Henoc, por ejemplo, describiendo la matanza de los pecadores entre ellos mismos, afirma: "El caballo avanzará cubierto hasta el pecho en la sangre de los pecadores, y el carro quedará sumergido hasta su parte más alta". La sangre de los adoradores de la Bestia inundará (según el Apocalipsis) una extensión de 1.600 estadios, alrededor de unos 300 km, pues el estadio tenía unos 192 m. La extensión de Israel desde Tiro hasta Wadi el-Aris es de 1.664 estadios, o sea unos 300 km. De ahí que algunos autores piensen que el autor sagrado quiere incluir todo Israel como símbolo de la totalidad del Imperio Romano.

            Sin embargo, la cifra 1.600 estadios (40 x 40) tal vez sea meramente convencional, sin valor aritmético, como sucede ordinariamente en el Apocalipsis. En cuyo caso, el número de estadios designaría una gran extensión, y serviría únicamente para dar una idea más cabal de la magnitud del desastre. La cifra indicada es también múltiplo de 4, número que designa las 4 partes del mundo y los 4 vientos, de donde se habían de juntar las naciones paganas para la guerra. En la guerra escatológica, todos los pueblos se enfrentarán con Dios.

            ¿En qué lugar se llevará a cabo este juicio punitivo de los idólatras? Según San Juan, tendrá lugar fuera de la ciudad (v.20). Pero ¿de qué ciudad se trata? Según Ap 14:1, el Cordero se hallaba sobre el monte Sión. Luego el juicio sería en los alrededores de Jerusalén. Por otra parte, el profeta Joel afirma que el juicio divino tendrá lugar en el valle de Josafat, que se encuentra muy cerca de Jerusalén. Y según Zacarías y Ezequiel, el exterminio de las naciones paganas se llevará a cabo fuera de Jerusalén, en el monte de los Olivos. La literatura apócrifa judía también nos presenta al Mesías sobre el monte Sión juzgando a las naciones.

            Este sangriento juicio contra los paganos idólatras es un preludio de la gran batalla que será descrita en los capítulos siguientes, y que será ganada por el Verbo. Es éste un procedimiento de composición literaria bastante frecuente en el Apocalipsis. Se suele adelantar en una visión esquemática el contenido de toda una revelación que después se irá desarrollando en escenas más amplias, más precisas, que proyectarán nueva luz sobre los hechos descritos.

aj) El cántico de Moisés y del Cordero, 15:1-4

1Vi en el cielo otra señal grande y maravillosa, siete ángeles que tenían siete plagas, las postreras, porque con ellas se consuma la ira de Dios. 2Vi como un mar de vidrio, mezclado de fuego, y a los vencedores de la bestia, y de su imagen, y del número de su nombre, que estaban en pie sobre el mar de vidrio y tenían las cítaras de Dios, 3y cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: Grandes y estupendas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, Rey de las naciones. 4¿Quién no te temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán delante de ti, pues tus fallos se han hecho manifiestos.

            El escenario de esta nueva visión es el cielo. San Juan ve en él otra señal, que es una de las 7 del Apocalipsis. No es algo casual en nuestro libro la mención de 7 señales, como tampoco lo son los septenarios de los sellos, de las trompetas y el anuncio séptuple de la ruina de Babilonia (Roma).

            La visión que el vidente de Patmos contempla en el cielo es grande y maravillosa, pues ve 7 ángeles que tienen 7 plagas, para arrojarlas sobre la tierra, con el fin de consumar la cólera de Dios contra los moradores de ella (v.1). Estas 7 plagas o copas de la ira divina serán las últimas, porque señalan el momento de la consumación de los juicios divinos contra la humanidad pecadora, ya anunciados en los septenarios anteriores. El Apocalipsis repite las mismas ideas, aunque bajo diferentes formas. Los 7 ángeles que anuncian siete plagas son paralelos e idénticos a los ángeles de las 7 trompetas.

            El simbolismo de las 7 plagas de la cólera divina contenidas en sus respectivas copas era tradicional en Israel. La idea de plaga tal vez haya sugerido a San Juan la imagen del Mar Rojo y la de Israel entonando el cántico de victoria sobre los egipcios. También el nuevo Israel, es decir, los triunfadores de la Bestia, son presentados sobre un mar de vidrio, mezclado de fuego, entonando un cántico de victoria (v.2-3).

            La felicidad de los bienaventurados nos es presentada de nuevo bajo la forma de una liturgia que se desarrolla en la presencia de Dios. Y el acto litúrgico tiene como cuadro el cielo, del mismo modo que en Ap 4:6 y 7:9. Los reflejos de fuego que ve Juan producidos sobre el mar de cristal deben de ser causados por la gloria de Dios, o sea, por el resplandor luminoso que se desprendía de su persona. Esta luminosidad era concebida por los israelitas como un vestido que rodeaba a la Divinidad. Los vencedores son los que en medio de las persecuciones se mantuvieron fieles al Cordero y no quisieron adorar la imagen de la Bestia ni aceptar su marca.

            Se trata de los vencedores de la persecución descrita en el cap. 13, que celebran el triunfo de su nuevo éxodo de Egipto de este mundo con un nuevo cántico. Están de pie y acompañan su canto con cítaras sobrehumanas pertenecientes a la liturgia divina del cielo. Por eso, el autor sagrado las llama cítaras de Dios, un superlativo semítico equivalente a cítaras grandísimas, y aquí muy probablemente significa cítaras muy superiores a las de los mortales.

            El cántico que entonan se dice que es el cántico de Moisés, o sea el cántico pronunciado por Moisés después del paso del Mar Rojo, o también el cántico que se encuentra en el Dt 32:1-43, en donde Moisés canta la justicia de las cóleras divinas contra su pueblo infiel. Pero también es llamado el Cántico del Cordero, porque Cristo es el verdadero héroe de esta victoria. Jesucristo es el 2º libertador del pueblo de Dios, que con su sangre redentora nos redimió de la esclavitud del demonio. El NT presenta a veces a Jesús como un nuevo Moisés.

            El cántico es un mosaico cuajado de reminiscencias bíblicas, inspirado principalmente en varios salmos y cánticos del AT. El cántico celebra el poder de Dios omnipotente, que obra maravillas en favor de los suyos. El es el Rey de las naciones, que en su manera de proceder siempre se muestra justo y fiel. Por eso los hombres han de temerlo y glorificar su nombre, observando sus mandamientos. Porque sólo él es santo, es decir, trascendente e incontaminado, totalmente opuesto al Dragón y a las Bestias, que estaban llenos de iniquidades e inmoralidades.

            Todas las naciones conocerán que él es su Rey, y como tal le acatarán, viniendo a él y postrándose delante de él (v.4), pues reconocerán que Dios ha obrado justísimamente en los juicios punitivos contra el mundo y en la destrucción de la Bestia. La conversión de los paganos, por consiguiente, es presentada como el resultado de las últimas intervenciones divinas. En los profetas y en los salmos hallamos también muchas veces que las naciones se convertirán a Dios a la vista de los prodigios que obra en favor de su pueblo. La fuerza indestructible de la Iglesia, en virtud del poder de Dios que la sostiene y defiende de sus enemigos, es uno de los argumentos de su origen divino. Este argumento atrae las almas a la fe o las sostiene en ella. Todo esto es un anticipo de la victoria.

ak) Los azotes de las 7 copas, 15:5-16

5Después de esto vi cómo se abrió el templo de la tienda del testimonio en el cielo, 6y salieron del templo los siete ángeles que tenían las siete plagas, vestidos de lino puro, brillante, y ceñidos los pechos con cinturones de oro. 7Uno de los cuatro vivientes dio a los siete ángeles siete copas de oro, llenas de la cólera de Dios, que vive por los siglos de los siglos. 8Se llenó el templo de humo de la gloria de Dios y de su poder, y nadie podía entrar en el templo hasta que se hubiesen consumado las siete plagas de los siete ángeles. 16Del templo oí una gran voz, que decía a los siete ángeles: Id y derramad las siete copas de la ira de Dios sobre la tierra.

            Después de contemplar a los bienaventurados entonando el Cántico del Cordero, San Juan ve cómo se abre el templo celeste (v.5). Una escena semejante se encuentra en Ap 11:19, en donde también se deja ver el templo de Dios y el Arca del Testamento. El santuario que contempla el vidente de Patmos en el cielo es también designado con el nombre de la Tienda del Testimonio. Esta expresión alude al tabernáculo del desierto, porque el primer templo que levantaron los israelitas, cuando andaban errantes por el desierto, fue una tienda grande. También era llamado este santuario del desierto la Tienda de la Reunión, porque en ella se reunían Dios y Moisés para hablar. Y en Num 9:15 es designada como la Tienda del Testimonio, en cuanto que en ella se guardaba el Arca de la Alianza, que contenía las tablas de la Ley, las cuales eran el testimonio, la prueba, del pacto entre Dios e Israel.

            En esta sección se nos describen las últimas intervenciones divinas contra los adoradores de la Bestia. Toda la visión de las 7 plagas ofrece un estrecho paralelismo con los cap. 8-9. Los 7 ángeles que las van a ejecutar ya han sido presentados en el v.1. Ahora los ve San Juan salir del templo celeste con las 7 plagas (v.6). Probablemente estos 7 ángeles son los mismos que tocaron las 7 trompetas. Traen consigo las 7 plagas, porque los castigos y la misericordia proceden igualmente del santuario, como también del altar.

            Todo, hasta los mismos azotes, está ordenado a la salud de los hombres y de la Iglesia de Dios. Van vestidos de lino puro, brillante, y ceñidos los pechos con cinturones de oro, como los sacerdotes, porque la misión que llevan es una misión sagrada. Al castigar ofrecen como un sacrificio a la justicia divina ofendida y conculcada. La indumentaria de los ángeles recuerda también la del ser misterioso de Ezequiel, que sale del templo para castigar a Jerusalén. Es muy posible que el autor del Apocalipsis se inspire en la escena del profeta Ezequiel.

            En el momento de salir los 7 ángeles del templo celeste, uno de los 4 vivientes que sostienen el trono de Dios dio a los 7 ángeles las 7 copas de oro, llenas de la cólera de Dios eterno (v.7). Las copas son de oro, como los vasos del tabernáculo, porque en la casa de Dios no era decoroso el empleo de otra materia. Las copas contienen el brebaje con el que ya se había amenazado a los adoradores de la Bestia. Ahora se va a cumplir la terrible amenaza. En el profeta Ezequiel hay una escena que tiene cierta semejanza con la nuestra. Un querubín toma fuego de junto a las ruedas del trono de Dios y lo da al que estaba vestido de lino para que lo arrojara sobre Jerusalén, con el fin de anunciar su próxima destrucción.

            Las copas que entrega uno de los vivientes están llenas de la cólera del Dios inmortal, eterno y omnipotente, que no dejará de realizar sus amenazas. Estas copas vienen a ser como la contrapartida de las copas de oro llenas de perfumes que los vivientes y los ancianos tenían en sus manos cuando adoraban al Cordero. Las copas son entregadas a los ángeles por uno de los vivientes, lo mismo que eran los vivientes los que llamaban a los jinetes en el cap. 6, porque son los representantes de la naturaleza, que se asocia a la venganza que va a tomar su Creador.

            El humo que llena el templo celeste (v.8) es un rasgo propio de las teofanías. En la inauguración del Templo de Salomón, el humo o "la nube llenó la casa de Yahveh". La nube era el signo de la presencia de Dios, que tomaba posesión de su templo. También el profeta Isaías vio en la visión inaugural a Dios rodeado de serafines que le aclamaban, y, al mismo tiempo, el templo en donde tuvo la visión "se llenó de humo". Dios quiere hacer sentir la majestad de su presencia con esta imagen sensible.

            Además, de este modo el santuario se hace inaccesible durante la promulgación de los azotes, para significar la ejecución inexorable de los decretos divinos, o bien para indicar que los juicios de Dios son impenetrables e incomprensibles hasta que se hayan realizado. Todo esto es la preparación de las plagas que los 7 ángeles van a derramar sobre la tierra. Este será el argumento del capítulo siguiente. Y todo esto sirve para dar realce al valor de tales juicios de Dios.

al) Las 6 copas derramadas, 16:2-12

2Fue el primero y derramó su copa sobre la tierra, y sobrevino una peste maligna y perniciosa sobre los hombres que tenían la marca de la bestia y que se postraban ante su imagen. 3El segundo derramó su copa sobre el mar, y se convirtió en sangre como de muerto, y murió todo ser viviente en el mar. 4El tercero derramó su copa sobre los ríos y sobre las fuentes de las aguas, y se convirtieron en sangre. 5Y oí al ángel de las aguas que decía: Justo eres tú, el que es, el que era, el Santo, porque así has juzgado. 6Pues que derramaban la sangre de los santos y de los profetas, tú les has dado a beber sangre; bien se lo merecen. 7Y oí al altar que decía: Sí, Señor, Dios todopoderoso, verdaderos y justos son tus juicios. 8El cuarto derramó su copa sobre el sol, y fuese dado abrasar a los hombres con el fuego. 9Eran abrasados los hombres con grandes ardores, y blasfemaban el nombre de Dios que tiene poder sobre estas plagas; pero no se arrepintieron para darle gloria. 10El quinto derramó su copa sobre el trono de la bestia, y su reino se cubrió de tinieblas, y de dolor se mordían las lenguas, 11y blasfemaban del Dios del cielo a causa de sus penas y de sus úlceras, pero de sus obras no se arrepentían. 12El sexto derramó su copa sobre el gran río Eufrates, y secóse su agua, de suerte que quedó expedito el camino a los reyes del naciente sol.

            Este pasaje nos presenta a 6 ángeles derramando 6 copas sobre el mundo pagano. La visión de las copas tiene gran parecido con la de las trompetas, así como también con las plagas de Egipto. Sin embargo, hay que advertir que las 7 copas (éstas 6 más una 7ª copa posterior) están en relación más concreta con las Bestias y con Roma. Y son como una especie de introducción a los cap. 17-19. Tanto en la visión de las trompetas como aquí, los 4 primeros azotes se desencadenan sucesivamente sobre la tierra, el mar, los ríos y el sol. Estas 4 primeras copas forman una unidad, en cuanto que sus plagas correspondientes afectan a todo el mundo.

            No obstante, se advierte una diferencia con el septenario de las trompetas: en el de las copas, las calamidades son más generales que en el de las trompetas. Las plagas abarcan a toda la tierra o a todos los vivientes, lo cual conviene a perfección a las postreras calamidades que traerán como consecuencia el colapso del mundo pagano. Así, la 2ª copa hará perecer a todo ser viviente en el mar; en cambio, la 2ª trompeta hizo perecer solamente a 1/3. Además, las calamidades de las copas parecen abatirse únicamente sobre los paganos, como se dice claramente a propósito de la 1ª, la 3ª y la 5ª copa, cosa que no sucedía con los azotes de las trompetas.

            Parece como que nos hallamos en un estadio más avanzado de la justicia divina contra las naciones paganas. Los castigos van creciendo en intensidad. Pero, por grandes que sean estos azotes divinos, se insiste por 3 veces (v.11.21) en que no consiguieron los efectos morales y medicinales pretendidos. Los paganos no quisieron arrepentirse y convertirse, sino que blasfemaron contra Dios. Por eso se anuncia la destrucción total del Imperio de la Bestia. El azote de la 5ª copa hiere la capital de la Bestia. La 6ª copa, lo mismo que la 6ª trompeta, es derramada sobre el río Eufrates. Allí se juntarán los ejércitos de los imperios paganos y se destruirán mutuamente. Y, finalmente, la 7ª copa trae la destrucción de Roma y de su imperio.

            San Juan se sirve, en este septenario de las copas, como en los demás del Apocalipsis, de imágenes que ha tomado del AT o de la literatura apocalíptica de su tiempo, pero dándoles un sentido nuevo. Esto se verá claramente en el examen exegético-teológico que vamos a hacer del cap. 16.

            En el capítulo precedente quedaban los 7 ángeles, salidos del templo de Dios, con las copas en sus manos, prontos a ejecutar el mandato divino. Del mismo templo sale ahora la voz fuerte e imperiosa de Dios, que les ordena derramar las copas llenas de la cólera de Dios sobre la tierra (v.1). Los ángeles ejecutan el mandato uno en pos de otro. El contenido de cada copa, al ser derramado sobre la tierra, produce su propia plaga. El 1º ángel derramó su copa sobre la tierra, y ocasionó una úlcera maligna y dolorosa en cuantos llevaban la marca de la Bestia y adoraban su imagen (v.2).

            Esta 1ª plaga nos recuerda la sexta plaga de Egipto, que hirió a los magos del faraón y les impidió presentarse en público. También tiene cierta semejanza con la 1ª y la 5ª de las trompetas. Es la ejecución de la amenaza del ángel contra los que llevaban la marca de la Bestia. La úlcera es el castigo de la idolatría y de la inobservancia de los mandatos del Señor. El pecado es castigado con desgracias temporales, como en el AT. El castigo de los adoradores de la Bestia contrasta con la alegría de sus vencedores. Como esta plaga afecta a los que están marcados con el tatuaje de la Bestia y a los adoradores de su imagen, parece lícito deducir que los cristianos quedaron libres de ella.

            El 2º ángel derrama su copa sobre el mar, y su efecto fue el mismo que el de la 1ª plaga de Egipto: se convirtió el agua del mar en sangre (v.3). Aquí el autor sagrado acentúa la nota, diciendo que la sangre era como sangre de muerto, como sangre podrida. Es el mismo azote que el de la 2ª trompeta. Pero con la diferencia de que la plaga no afecta sólo a 1/3 de los vivientes del mar, como sucedía en la 2ª trompeta, sino que aquí murieron todos los vivientes del mar.

            Esta copa forma un todo con la siguiente. Pues el 3º ángel, al arrojar el contenido de su copa sobre los ríos y sobre las fuentes de la tierra, las convierte también en sangre (v.4). Las aguas dulces son, pues, heridas, aparte de las aguas saladas, como ya sucedía en la visión de la tercera trompeta. Por consiguiente, la 3ª copa viene a ser como una repetición más completa de la 3ª trompeta. Y es, a su vez, como una prolongación, una ampliación del azote de la 2ª copa. Lo mismo que el río Nilo, con sus brazos y canales, se convirtió en sangre en la primera plaga de Egipto, así también sucede ahora con los ríos y fuentes de la tierra.

            El ángel que tiene el imperio sobre las aguas aprueba el azote decretado por Dios con un himno de alabanza lleno de serena reverencia al Creador. El ángel ve en la plaga una acción bondadosa del Creador, encaminada a la conversión de los infieles. El ángel de las aguas era el genio protector de este elemento, en conformidad con la teología judía, que colocaba al frente de toda criatura un ángel protector. Esta manera de pensar la encontramos también en el Apocalipsis. En Ap 7:1 se habla de los 4 ángeles que tenían poder sobre los vientos; y en Ap 14:18 se hace referencia al ángel que ejercía poder sobre el fuego.

            El ángel, en su cántico de alabanza, proclama ante todo la justicia de Dios. La actuación divina es intachable y plenamente justa, y está conforme con la petición de los mártires en Ap 6:10, para que el Señor ejerciese su justicia sobre los impíos. Después de llamar a Dios justo, el autor sagrado ensalza su eternidad, definiéndolo como el que es y el que era. En Ap 1:4, Dios era designado como "el que es, el que era y el que viene".

            Aquí se omite "el que viene" (como en Ap 11:17), porque la venida del reino de Dios es considerada como ya realizada. Dios está ya presente y obrando como juez en el mundo y dirigiendo su Iglesia. Se le designa como el Santo, otra denominación que expresa la oposición de Dios al pecado y que tiene cierta afinidad con la justicia vengadora que aquí está ejerciendo. La razón de que Dios haya convertido el agua en sangre para castigar a los idólatras la ve el ángel en el hecho de que los impíos hayan derramado antes la sangre de los cristianos (v.6). Puesto que tanto amaban la sangre, bien merecida tienen la pena de no tener más que sangre para beber. Es una especie de ley del talión, de la cual se pueden percibir ciertos indicios en Ap 2:21-22 y en 14:8-10.

            A la aprobación del ángel de las aguas se junta otra aprobación que procede del altar celeste: Sí, Señor, Dios todopoderoso, verdaderos ν justos son tus juicios (v.7). La voz del altar era muy probablemente la súplica de las almas de los mártires que están bajo el altar y que clamaban a Dios pidiendo justa venganza de su sangre. Esta voz que sale del altar repite con otras palabras el himno de alabanza entonado por el ángel de las aguas. El castigo de los perseguidores mostrará a un mismo tiempo la justicia de Dios y la fidelidad a sus promesas.

            El altar personificado, o mejor, la voz que viene del altar, centro de las súplicas humanas y de la intercesión angélica, expresa la conformidad de la voluntad de la Iglesia con la de Dios. Por eso, en Ap 8:3-5 y 9:13, las oraciones que suben del altar aceleran los castigos, pues éstos contribuyen a la implantación del reino de Dios y a la salvación de la humanidad. Las alabanzas dirigidas a Dios por el altar y el ángel de las aguas, aprobando la justicia divina, están compuestas de reminiscencias de varios salmos.

            El 4º ángel derramó su copa sobre el sol (v.8), cuyo calor se hizo más intenso para atormentar a los moradores de la tierra. Estos, lejos de reconocer sus pecados y hacer penitencia de ellos, se desahogan en blasfemias contra Dios (v.8). La 4ª copa tiene cierta semejanza con la 4ª trompeta, en cuanto que la plaga afecta al sol; pero aquí, en lugar de oscurecerse, parece brillar con mayor ardor.

            En la literatura judía, especialmente la rabínica, se enseñaba que Dios se serviría del sol para abrasar a los impíos. Tanto la plaga de esta 4ª copa como la siguiente constituyen una amonestación al reino de la Bestia y a sus adoradores. Sin embargo, el resultado de esta amonestación es nulo. Los hombres, en lugar de ver en el castigo una providencia medicinal de Dios, blasfeman de su manera de proceder. Tal vez el autor sagrado aluda aquí al endurecimiento de los paganos del Imperio Romano, que atribuyeron, en diversas ocasiones, a la impiedad de los cristianos las numerosas catástrofes tanto naturales como políticas de los primeros siglos.

            Dios se gobierna en su providencia principalmente por la misericordia. Este es el atributo divino que sobre todos los otros predica la Escritura, así del AT como del NT. Las mismas obras de la justicia van templadas por la misericordia, pues en ellas el propósito del Señor es que los hombres, amonestados con el castigo, se vuelvan a él por la penitencia. Este es el fin que se propone el Señor al mandar sobre la tierra los azotes simbolizados por las copas.

            La pausa marcada por la reflexión del v.9, después de la descripción de las 4 primeras calamidades, parece indicar el corte habitual que se da en todos los septenarios del Apocalipsis. Las 4 primeras copas alcanzaron directamente a la naturaleza, y por ella, a los hombres. Las 3 copas restantes herirán más directamente a los hombres.

            El 5º ángel vertió su copa sobre el trono de la Bestia. Y el efecto producido por esta plaga es el oscurecimiento del reino de la Bestia (v.10). Se trata de Roma y del Imperio Romano, tipo del reino terrestre enemigo de Dios. El oscurecimiento parece aludir al decaimiento de la potencia romana y de su esplendor. Las catástrofes materiales y las guerras intestinas del Imperio Romano trajeron como consecuencia la pérdida de prestigio. Y la inseguridad del mañana dio motivo a depresiones nerviosas y morales.

            Por consiguiente, este azote no sólo produce dolores físicos, sino también morales. El orgullo de Roma y de sus moradores es herido, las ambiciones desilusionadas, la prosperidad del Imperio ha desaparecido. La plaga de la 5ª copa nos recuerda el oscurecimiento de los astros y del aire de la 5ª trompeta y la 9ª plaga de Egipto. El autor del libro de la Sabiduría comenta la 9ª plaga de Egipto, ponderando los tormentos que los egipcios padecieron envueltos en espantosas tinieblas y como aprisionados por ellas. Esto mismo hace nuestro autor al decirnos que de dolor se mordían la lengua y blasfemaban del Dios del cielo a causa de las penas y úlceras que sufrían (v.11).

            Ahora la Bestia es herida en su misma sede, desde donde el Anticristo gobernaba y deslumbraba al mundo. Pero, a semejanza del faraón, con estas plagas se endurecieron más los paganos, y, lejos de arrepentirse, se revuelven contra Dios rabiosamente y blasfeman de él.

            La 6ª copa, lo mismo que la 6ª trompeta, hace referencia al río Eufrates y al azote de la guerra (v.12). Este río, al ser derramada la copa del ángel sobre él, se secó, como antiguamente el Mar Rojo y el río Jordán, para dar paso a los reyes partos, terror del Imperio Romano. San Juan presenta siempre la guerra como la mayor calamidad exterior que se puede abatir sobre el mundo, siguiendo en esto el ejemplo de los profetas del AT y la experiencia dolorosa de la historia.

            En la época de San Juan, el río Eufrates formaba la frontera oriental del Imperio Romano, que luego Trajano (después de sus victorias sobre los partos) trasladó al río Tigris, incluyendo en el Imperio una parte de la Mesopotamia. Detrás de esta frontera estaba el Imperio Parto, que durante mucho tiempo fueron una continua amenaza para las provincias orientales del Imperio Romano y constituían el terror de Occidente. San Juan amenaza con la invasión de los partos, la cual sería tanto más de temer cuanto que el Imperio Romano había quedado debilitado con el azote de la 5ª copa. Además, el camino de los ejércitos enemigos quedaba expedito una vez seco el río que de ordinario servía de valladar.

            La invasión de los partos parece sugerir al autor sagrado una coalición de todos los reyes de la tierra, movilizados por el Dragón y las Bestias para dar la batalla definitiva contra la Iglesia. El Dragón vuelve a aparecer en el v.13. El vidente de Patmos lo había dejado sobre la arena herido y agotado; pero al mismo tiempo seguía vigilando y dirigiendo el trabajo de sus subordinados. La mención inesperada del Dragón "muestra una vez más (como dice Alio) la perfecta continuidad de toda esta parte del Apocalipsis".

            San Juan ve al Dragón, a la Bestia y al falso Profeta (el cual no es otro que la 2ª bestia), parecida a un cordero, pero que hablaba como el Dragón. De la boca de estos 3 salen otros tantos espíritus impuros, demoníacos, que tienen la forma de ranas (v.15). Con esta gráfica imagen parece querernos indicar el hagiógrafo cuál es su modo de obrar. Son verdaderos charlatanes (el rumor de su elocuencia recuerda un poco el croar de las ranas) que, con sofismas, mucha palabrería y falsos prodigios, engañan a los pueblos. Su acción es tan seductora que inducen a los reyes a unirse al gran ejército que se prepara para combatir contra la Iglesia (v.14).

            La imagen de las ranas tal vez haya sido sugerida por una de las plagas de Egipto. La rana era un animal impuro. Por eso, muchos santos padres han visto en estas ranas el símbolo de las tentaciones sexuales impuras. San Agustín, sin embargo, ve en ellas más bien la representación de la vanidad: "Rana est loquacissima vanitas". La interpretación más común hoy día es la que ve en las ranas el símbolo de los seductores, que con gran maña se las arreglan para sembrar la desunión, las rencillas, la suspicacia y todo lo que pueda conducir a la guerra.

am) El momento de la 7ª copa, 16:13-20

13Tras la sexta copa, vi que de la boca del dragón, y de la boca de la bestia, y de la boca del falso profeta, salían tres espíritus inmundos, como ranas, 14que son los espíritus de los demonios, que hacen señales que se dirigen hacia los reyes de la tierra para juntarlos a la batalla del día grande del Dios todopoderoso. 15He aquí que vengo como ladrón, bienaventurado el que vela y guarda sus vestidos, para no andar desnudo y que se vean sus vergüenzas. 16Y los juntó en el sitio que en hebreo se llama Harmagedón. 17El séptimo derramó su copa en el aire, y salió del templo una gran voz, que procedía del trono de Dios, diciendo: Hecho está. 18Y hubo relámpagos, y voces, y truenos, y un gran terremoto, cual no lo hubo desde que existen los hombres sobre la haz de la tierra. 19La gran ciudad se hizo tres partes, y hundiéronse las ciudades de las naciones, y la gran Babilonia fue recordada delante de Dios, para darle el cáliz del vino del furor de su cólera. 20Huyeron todas las islas, y las montañas desaparecieron. 21Una granizada grande, como de un talento, cayó del cielo sobre los hombres, y blasfemaron los hombres contra Dios por la plaga del granizo, porque era grande en extremo su plaga.

            Los 3 espíritus en forma de ranas corresponden, por contraste, a los 3 grandes ángeles de Ap 14:6-12. Los 3 espíritus demoníacos trabajan para el Dragón, lo mismo que los 3 ángeles amonestadores trabajan para el Cordero. Y como el Dragón hacía prodigios, así también sus auxiliares infernales los hacen. Tienen como misión el atraer a los reyes de la tierra a la causa del Dragón y juntarlos en la batalla final contra el Cordero. Pero, en realidad, se juntarán para el día grande del Dios todopoderoso, que domina a todos los ejércitos, tanto los ejércitos del bien como los del mal. El gran día de Dios es aquel en que el Señor vencerá y exterminará totalmente las fuerzas del mal.

            Ante el terror que este anuncio podía suscitar entre los mismos fieles, Jesucristo en persona interrumpe el septenario para dirigirles unas palabras que les infundan confianza. Cristo anuncia su propia venida (v.15), que será como el contrapeso de la invasión de los reyes de la tierra. La batalla del gran día, que sería el último de los episodios que habían de preparar la venida de Cristo, traía a la memoria de los cristianos el día de la parusía, el día de la recompensa, por el que suspiraban con paciencia.

            Ante la amenaza del Dragón y de los que sostienen su causa, el Salvador hace una advertencia invitando a la vigilancia, como ya lo había hecho en el evangelio. La bienaventuranza de la vigilancia es una de las 7 que se encuentran en el Apocalipsis. El que vela se supone que está vestido, y de este modo guarda sus vestidos. En cambio, el que se acuesta a dormir se despoja de sus vestidos, y si luego, durante el sueño, suena una voz de alarma, no tendrá tiempo de vestirse y tendrá que huir desnudo. Los vestidos que el cristiano ha de guardar simbolizan las obras buenas, verdadero ornamento del alma, la fe que obra por medio de la caridad y la gracia. Si no están vestidos con estas obras buenas se expondrán a la vergüenza de verse desnudos y a que queden al descubierto sus infidelidades al Señor.

            El anuncio de la venida de Cristo es el intermedio o interrupción habitual que suele poner el autor del Apocalipsis en todos los septenarios. Es una amonestación colocada entre la 6ª y la 7ª copa, parecida a las consideraciones intercaladas entre el 6º y el 7º sello, entre la 6ª y 7ª trompeta. Esto prueba la perfecta unidad y estructura literarias del Apocalipsis.

            La batalla que preparan los espíritus demoníacos tendrá lugar en Harmagedón (v.16), que en hebreo significa montaña de Meguido (Har-Megidon). Por consiguiente, parece tener relación con la ciudad de Meguido, situada en la llanura de Esdrelón (Israel), al pie de las montañas que prolongan el monte Carmelo. Esta ciudad era tristemente célebre en la antigüedad por ser un lugar de batallas y de desastres, ya que era lugar estratégico en la ruta caravanera que iba de Egipto a Siria.

            En este lugar (Meguido) fue donde se había trabado la batalla entre Barac y Sisara, que terminó con la derrota y la muerte de este último. A la ciudad de Meguido vino a morir Ocozías (rey de Judá), herido de muerte por Jehú. Y sobre todo era lugar de tristes recuerdos para los israelitas, porque en Meguido fue derrotado y muerto el piadoso rey Josías, en la batalla entablada contra el faraón Necao II (ca. 609 a.C). Desde entonces, Meguido quedó como lugar proverbial para simbolizar un llanto nacional por la muerte del piadoso rey de Judá. Por todo lo cual, Meguido es un lugar simbólico de desastres, ya que anuncia con su siniestra fama la derrota que espera a las huestes del Anticristo. Como la ciudad de Meguido estaba al borde de la llanura de Esdrelón y al pie de la montaña, el autor sagrado tal vez haya querido combinar la tradición del lugar en donde morían los reyes con la de Ezequiel, en donde se habla del enemigo escatológico de Israel, exterminado sobre los montes.

            El 7º ángel derramó su copa en el aire (v.1v), para que todos los elementos experimentasen el efecto de la cólera divina. Además, hay que tener en cuenta que los aires, o el cielo atmosférico, son la región en que moran los espíritus malignos, a quienes el Señor quiere castigar. Después que el ángel vació la copa se oyó una voz que salió del templo, del mismo trono de Dios, y que, por lo tanto, hemos de considerar como pronunciada por Dios mismo. La gran voz decía: Hecho está, es decir, se acabó.

            No se trata precisamente del fin del mundo, sino de la ejecución de un decreto particular de Dios, que tendrá grandísima importancia para la Iglesia. Se refiere a la ruina de Roma, que era el más poderoso Imperio de la Bestia y del Dragón. La ruina de Roma será a su vez símbolo de la ruina de otros imperios anticristianos que se le asemejarán. Al toque de la 7ª trompeta, voces celestes proclamaban que se había realizado, que había llegado el reino de Dios. Con el derramamiento de la 7ª copa ha quedado consumada la ira de Dios, dejando expedito el camino para el establecimiento del reino de Cristo. Ante la obcecación de los paganos, que no quieren ver en los azotes la mano amorosa de Dios que los llama al arrepentimiento y a la conversión, el Señor se ve obligado a implantar el reino de Cristo por medio de la fuerza victoriosa.

            Los fenómenos cósmicos que siguen a la efusión de la 7ª copa (v.18), parecidos a los que siguieron al toque de la 7ª trompeta, se han de interpretar en conformidad con el simbolismo apocalíptico. Los relámpagos, los truenos y terremotos constituyen un signo de una intervención especial de Dios en el mundo. El terremoto de que nos habla aquí San Juan fue extraordinariamente fuerte, con lo cual se quiere dar a entender la importancia trascendental del momento. Todos estos fenómenos meteorológicos y sísmicos, frecuentes en el estilo apocalíptico, significan el trastorno de las potencias humanas, necesario para llegar a una época de paz y de bendición.

            El primer efecto de la intervención divina fue el desmoronamiento de Roma y de su poder (v.19). La gran ciudad de Babilonia (Roma) quedó dividida en 3 partes, es decir, fue abatida su potencia y su fuerza. Sus transgresiones fueron recordadas delante de Dios, por lo cual se le dio a beber el cáliz del vino del furor de su cólera. Dios, que había ido retardando el castigo de Roma perseguidora, en la esperanza de su conversión, desencadena ahora su ira concentrada contra ella. Juntamente con Roma se hundieron las ciudades de las naciones, que representan las capitales de las provincias del Imperio Romano. Tal vez San Juan se refiera a ciertas ciudades del Asia Menor que él mismo había visto arrasadas por terremotos.

            No es raro que los movimientos sísmicos hagan aparecer o desaparecer las islas en medio del mar. Las islas que huyen y las montañas que desaparecen (v.20) simbolizan la caída y la transformación de los grandes imperios. En el azote del 6º sello, las islas se mueven de su lugar; aquí, en cambio, huyen, y los montes desaparecen. Son expresiones hiperbólicas para expresar la magnitud de la catástrofe desencadenada por la 7ª copa. La imagen de la turbación de las islas y, especialmente, de las montañas es un lugar común de la apocalíptica judía.

            Pero en la mente del autor sagrado todo lo dicho no se refiere al fin del mundo ni al juicio final contra el Dragón; todavía no ha llegado el fin del cielo y de la tierra, sino que alude a la ruina de una realidad histórica, del Imperio Romano, que revivirá bajo otras formas, pues la Bestia continúa subsistiendo. Además, el v.21 nos habla expresamente de hombres que aún continuaban viviendo sobre la tierra, los cuales fueron víctimas de una extraordinaria granizada. Durante esta tormenta de granizo cayeron piedras que pesaban cerca de 40 kg. El talento era un peso equivalente a unos 39 kg. Este azote corresponde a la 7ª plaga de Egipto; y también nos recuerda las granizadas enviadas por Dios contra los enemigos de Josué en Bethorón y contra las huestes de Gog. Estas piedras de granizo tan enormes representarían metafóricamente, según Bossuet, el peso aplastante de la cólera de Dios.

            A pesar de todas estas calamidades, los hombres impíos, como el faraón del Éxodo, lejos de convertirse a Dios, se levantan contra él y le blasfeman. Es una constatación dolorosa, de la cual ya se ha hablado al final de la serie de calamidades desencadenadas por las trompetas. Aunque la misericordia infinita de Dios busca mediante estos azotes la conversión del mundo pagano, los hombres malvados se endurecen en su impiedad. Esto nos trae a la memoria las misteriosas palabras de Yahveh a Isaías: "Ve y di a ese pueblo: Oíd y no entendáis, ved y no conozcáis. Endurece el corazón de ese pueblo, tapa sus oídos, cierra sus ojos. Que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni entienda su corazón, y no sea curado de nuevo". Y también nos recuerda el dicho de Jesús a los fariseos: "Sabéis discernir el aspecto del cielo, pero no sabéis discernir las señales de los tiempos".

            En la visión de las 7 copas (como en los demás septenarios del Apocalipsis) tenemos un cuadro de la acción de Dios contra el reino de Satanás. A pesar del grande aparato de la fuerza del Dragón, con el cual parece indicar que podría acabar fácilmente con la Iglesia, sus esfuerzos resultan vanos. La Iglesia tiene en su favor el poder divino, que en apariencia es flaco, pero en la realidad es fuerte. Por eso, los fieles deben confiar en que alcanzarán la victoria definitiva. Querer averiguar el significado concreto de los diversos efectos producidos por las copas, como por las trompetas y los sellos, no siempre nos es concedido. Tal vez, en la mente del autor sagrado, este cuadro no era más que una especie de parábola, en la cual hay que buscar sólo el sentido general del cuadro y no el especial de cada elemento. ¡En tantos otros cuadros semejantes de los profetas tenemos que seguir la misma norma!

an) El castigo a Babilonia, 17:1-19

            En esta última parte del Apocalipsis, de gran trascendencia para los cristianos contemporáneos de San Juan, se nos describe el exterminio de los adversarios de la Iglesia. Primero será la ruina de Roma (17:1-19:10), después la derrota y la captura de las 2 bestias (culto imperial y sacerdocio pagano; Ap 19:11-21), y finalmente el encadenamiento del Dragón (20:1-3).

            La visión de los cap. 17-19, que debía de tener una grandísima importancia para los primeros lectores del Apocalipsis, desarrolla lo que acaba de ser ejecutado por la 7ª copa. San Juan nos va a describir en esta sección el aniquilamiento de la gran ciudad de Babilonia (e.d. Roma), la enemiga por excelencia de la expansión de la Iglesia en el mundo. Su caída ya había sido anunciada por 2 veces en los capítulos anteriores.

            El autor sagrado representa a la ciudad de Babilonia (e.d. Roma) bajo la figura de una mujer, según el uso bastante corriente en el AT. Como ciudad, Roma se opone a Jerusalén, como mujer se opone a la Mujer del cap. 12. Lo mismo que Jerusalén representa a la Iglesia, así Babilonia (Roma) simboliza la Iglesia del Anticristo. Roma, la gran Prostituta que hace fornicar a los reyes de la tierra, es la antítesis de la Jerusalén nueva, la Esposa gloriosa del Cordero. Mientras Roma (la ciudad del lujo y poder) será totalmente destruida, la ciudad santa (Jerusalén) durará por siempre.

            El cuadro precedente de las 7 copas de la cólera divina, derramadas sobre la tierra para castigo de los adoradores de la Bestia, no significa la ruina total de ésta ni de su Imperio. La lucha de Dios contra la ciudad impía proseguirá hasta su definitiva destrucción, de la cual se habla en Ap 19:11-21.

            La sección 17:1-19:10 se puede dividir en los siguientes puntos: 1º la gran Ramera (Ap 17:1-7); 2º simbolismo de la Bestia y de la Ramera (Ap 17:8-18); 3º anuncio de la caída de Babilonia (Ap 18:1-3); 4º huida del pueblo de Dios de Babilonia (Ap 18:4-8); 5º descripción de la ruina de Babilonia (Ap 18:9-19); 6º regocijo de los santos (Ap 18:20-24); 7º cántico triunfal en el cielo (Ap 19:1-10).

Castigo a la gran Ramera, 17:1-7

lVino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, y habló conmigo, y me dijo: Ven, te mostraré el juicio de la gran Ramera que está sentada sobre las grandes aguas, 2con quien han fornicado los reyes de la tierra, y los moradores de la tierra se embriagaron con el vino de su fornicación. 3Llevóme en espíritu al desierto, y vi una mujer sentada sobre una bestia bermeja, llena de nombres de blasfemia, la cual tenía siete cabezas y diez cuernos. 4La mujer estaba vestida de púrpura y grana, y adornada de oro y piedras preciosas y perlas, y tenía en su mano una copa de oro, llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación. 5Sobre su frente llevaba escrito un nombre: Misterio: Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra. 6Vi a la mujer embriagada con la sangre de los mártires de Jesús, y, viéndola, me maravillé sobremanera. 7Díjome el ángel: ¿De qué te maravillas? Yo te declararé el misterio de la mujer y de la bestia que la lleva, que tiene siete cabezas y diez cuernos.

            Para mostrar el enlace del presente capítulo con el precedente, el vidente de Patmos nos presenta a uno de los 7 ángeles de las copas, que dirige la palabra al profeta, diciéndole que quiere mostrarle el juicio de la gran Ramera sentada sobre las grandes aguas (v.1). Esta Ramera será pronto identificada con Babilonia (e.d. Roma), tipo de la ciudad del diablo. La prostitución, en lenguaje profético, era símbolo de la idolatría. Israel, la esposa de Yahveh, al entregarse al culto idolátrico, abandonaba a su legítimo esposo yéndose con otros. De ahí que la idolatría sea llamada fornicación.

            En Nahum, Nínive es representada como una meretriz, y lo mismo Tiro en Isaías. En Ezequiel se describe a Israel bajo la forma de una mujer hermosa que se deja llevar del amor a los ídolos y abandona a Dios. En el Apocalipsis, esa fornicación será el culto idolátrico a Roma y a sus emperadores, sin excluir el culto pagano que en todo el Imperio se tributaba a los dioses. El epíteto de Ramera que el autor sagrado da a Roma probablemente no sólo se refiere a su idolatría, sino también a la corrupción de costumbres y a los ritos licenciosos que se permitían en ciertos cultos paganos.

            Las grandes aguas sobre las cuales estaba sentada Roma, representan los pueblos y naciones sobre los que ejercía su dominación, como nos declarará luego el autor sagrado en el v. 15. Las aguas de por sí indican inestabilidad. Por eso, Roma, asentada sobre las aguas inestables de las naciones, caerá y se arruinará. La imagen se inspira en Jeremías, que la aplica a Babilonia (sentada sobre el río Eufrates y sus canales), o también en Ezequiel cuando habla de Tiro (que tenía su morada en medio de los mares). Pero al no convenir literalmente a Roma, que no estaba situada junto al mar ni junto a grandes ríos, San Juan la interpreta simbólicamente. A no ser que pensemos que para el vidente de Patmos, como para todo el que mirase a Roma desde Asia, aparecía sentada en medio del Mediterráneo. En cuyo caso habría que entender las palabras de nuestro texto en sentido literal.

            Con Roma han fornicado los reyes vasallos, edificándole templos y celebrando fiestas en su honor. Y con su ejemplo arrastraron a las respectivas naciones a las prácticas idolátricas del culto imperial, embriagándolos con el vino de su fornicación (v.2). Un proverbio antiguo decía que "Venus y Baco suelen andar juntos". Por eso, el ángel habla aquí del vino embriagador de la fornicación. Roma, por su parte, acogía con complacencia todos los cultos y dioses extranjeros que acudían a sus puertas. Una muestra de esto la tenemos en el Panteón, edificado precisamente para albergar a todos los dioses. Esto explica el que San Juan considere a Roma como la gran Meretriz que con su idolatría (fornicación) embriagaba a todos los moradores de la tierra.

            El ángel lleva al vidente al desierto (como en Ap 21:10), y éste es trasladado en espíritu a un monte muy alto desde el cual puede contemplar la ciudad de Jerusalén. El desierto es, por lo tanto, el escenario de la visión, porque, según la tradición judía, el desierto era el lugar en donde habitaban los espíritus impuros y las bestias salvajes. Otros autores, en cambio, interpretan esto en un sentido más espiritual: desierto significaría la soledad en que vive la Ramera entregada a la idolatría. Sería el desierto de la vida sin Dios, bien distinto de la soledad recogida en donde encontró refugio la Mujer del cap. 12.

            En este desierto, el ángel muestra a Juan a la Ramera, sentada sobre una bestia bermeja (o sea, de color rojo vivo escarlata) que tenía 7 cabezas y 10 cuernos y el cuerpo cubierto de nombres de blasfemia (v.3), como en Ap 13:1. Esta descripción de la Bestia corresponde a la que ya encontramos en el cap. 13, y parece ser la misma, es decir, Roma, no obstante alguna diferencia de detalle. Según el v.8, la Bestia parece identificarse con Nerón en persona, como veremos después. El color bermejo de la Bestia diría relación con la pantera, que con el tigre es la fiera más sanguinaria. El color rojo vivo escarlata también podría aludir a la sangre de sus persecuciones. O bien podría simbolizar la púrpura imperial, la magnificencia del Imperio triunfante sobre el cual cabalgaría Roma.

            La Ramera representa, por consiguiente, a Roma, llevada por la Bestia a su Imperio y cubierta de nombres de blasfemia (como en Ap 13:1). Los nombres blasfemos que cubren la Bestia son los epítetos divinos tributados a los emperadores romanos y las innumerables divinidades a las que se daba culto en el Imperio. La Bestia tiene 7 cabezas, que simbolizan las 7 colinas de Roma (v.9), y 10 cuernos, que designan a otros tantos reyes vasallos (v.16). El arte asiático nos ofrece frecuentemente la imagen de dioses cabalgando sobre sus animales simbólicos. Así, la diosa Cibeles era transportada en un carro tirado por leones, y Zeus Doliquenus era representado de pie sobre un toro.

            La mujer que cabalgaba sobre la Bestia iba vestida de púrpura y grana, adornada de todo género de joyas, y en su mano llevaba una copa de oro (v.4). La púrpura era un vestido de lujo, propio de los emperadores y de los reyes. Y la grana puede representar la sangre de los mártires derramada por la misma Bestia y con la cual se embriagaba (v.6).

            La gran Ramera estaba adornada de oro y piedras preciosas y de perlas, que simbolizan las grandes riquezas que había acumulado con su meretricio. Las prostitutas de Roma y de Grecia tenían fama de adornarse hasta el exceso con púrpura, joyas y piedras preciosas. La suntuosidad del atuendo manifiesta claramente el lujo y la riqueza de la mujer, que, como reina, tenía la soberanía sobre todos los reyes de la tierra. Hasta qué extremo llegaron este lujo y riquezas nos lo indican bien los lamentos de los mercaderes en Ap 18:11-19. También se podrían ver en todos esos adornos los monumentos de Roma, verdaderas joyas arquitectónicas que adornaban a la capital del Imperio.

            La Ramera llevaba, además, en su mano una copa de oro que contenía todas las abominaciones e impurezas de su fornicación. Es la copa que ofrece a todos los pueblos para embriagarlos, imponiéndoles el culto imperial. Las abominaciones y suciedades que llevaba en la copa simbolizan los cultos idolátricos y las costumbres licenciosas de la Roma pagana. Tácito dice a este propósito: "Quo cuneta undique atrocia aut pudenda confluunt celebranturque". La gran Ramera, adornada con todas las vanidades de la tierra, contrasta con la Mujer del cap. 12, vestida de sol y coronada de estrellas.

            San Juan puede leer también el nombre de la gran Meretriz, que llevaba escrito sobre su frente. Parece que era costumbre de las prostitutas romanas (según el testimonio de Séneca y Juvenal) llevar su nombre escrito en la frente. Conforme a tal uso, esta madre de las rameras llevaba también escrito el suyo (v.5). Pero el nombre que lee el vidente de Patmos está cifrado, no es el verdadero, que sería peligroso declarar, sino otro convencional, alegórico, misterioso. Es un secreto que sólo conocen los iniciados. El nombre escrito sobre su frente es Babilonia la grande.

            No se trata, por tanto, de la Babilonia de Mesopotamia, que en aquel tiempo ya no existía, sino de Roma, la perseguidora de los cristianos. El designar a Roma con el nombre de Babilonia era un simbolismo ya conocido en aquellos tiempos. Lo mismo que la Babilonia histórica, opresora del pueblo judío y destinada por Dios a la destrucción, así también Roma sufrirá las consecuencias de la ira divina. En el Apocalipsis, siempre que se habla de Babilonia, se la llama la grande, como aquí. Roma, la 2ª Babilonia, es la madre de las abominaciones de la tierra, porque tolera, crea y nutre en las demás naciones de su Imperio el culto idolátrico de los emperadores y todas las perversiones religiosas y morales inimaginables.

            San Juan, al ver la mujer embriagada con la sangre de los mártires, se maravilló sobremanera (v.6). No puede menos de admirar la aparición imponente de Roma con todas sus riquezas y esplendor, que pronto será precipitada en el abismo. Porque la metrópoli de la idolatría se ha convertido en perseguidora de los cristianos. Esto debe de ser, probablemente, una alusión a la persecución de Nerón. Roma se ha hecho culpable del crimen de la idolatría y del asesinato de los fieles lo mismo que Jerusalén en el profeta Ezequiel. El embriagamiento con la sangre es una metáfora bastante común. Plinio el Viejo, hablando de Marco Antonio, dice que estaba "ebrius iam sanguine civium". La razón de que se dé a Roma tanta importancia en el Apocalipsis está en ser la perseguidora del nombre de Jesús en sus fieles. Sólo Roma se había levantado contra la Iglesia y contra lo que la Iglesia significaba en el mundo.

            Ante la admiración de San Juan al ver a aquella gran reina que era Roma, el ángel se ofrece para explicarle el misterio de la mujer y de la bestia que la lleva (v.7). Este es un procedimiento muy frecuente en la literatura apocalíptica. La admiración, dicen los psicólogos, supone alguna ignorancia de lo que se ve o se oye, y ésta es la que va a disipar el ángel intérprete. Pero, a la verdad, la explicación que se atribuye al ángel necesita mucha luz para entenderla, ya que muchas cosas permanecen bastante oscuras.

            El ángel se detendrá principalmente en la explicación de la Bestia que soporta a la mujer. Esto es explicable si se tiene en cuenta que la gran Ramera es sólo un instrumento de la Bestia. El ángel explica el misterio de la Bestia empleando fórmulas misteriosas que, si bien para sus contemporáneos resultarían más inteligibles, para nosotros resultan indescifrables. Es esto algo propio del género apocalíptico. Además, resultaba peligroso para Juan y los cristianos decir las cosas demasiado claras, ya que se trataba de la condenación de Roma y del anuncio de su próxima ruina. Sin embargo, la explicación que da el ángel prepara en cierto sentido el camino para una mejor comprensión del misterio.

            Algo semejante encontramos en el libro de Daniel, en donde el autor sagrado presenta a voces celestes que explican visiones con palabras misteriosas o enigmas difíciles de entender. Y en la literatura extrabíblica se encuentran descripciones apocalípticas muy parecidas. En el libro IV de Esdras se presenta un águila con 12 alas y 3 cabezas, que representa a Roma y a su Imperio.

Castigo a los secuaces de la bestia y la ramera, 17:8-18

8La bestia que has visto era, pero ya no es, y está a punto de subir del abismo y camina a la perdición; y se maravillarán los moradores de la tierra, cuyo nombre no está escrito en el libro de la vida desde la creación del mundo, viendo la bestia, porque era y no es, y reaparecerá. 9Aquí está el sentido, que encierra la sabiduría. Las siete cabezas son siete montañas sobre las cuales está sentada la mujer, 10y son siete reyes, de los cuales cinco cayeron, el uno existe y el otro no ha llegado todavía; pero, cuando venga, permanecerá poco tiempo. 11La bestia, que era y ya no es, es también un octavo, que es de los siete, y camina a la perdición. 12Los diez cuernos que ves son diez reyes, los cuales no han recibido aún la realeza, pero con la bestia recibirán la autoridad de reyes por una hora. 13Estos tienen el solo pensamiento de prestar a la bestia su poder y su autoridad. 14Pelearán con el Cordero, y el Cordero los vencerá, porque es el Señor de señores y Rey de reyes, y también los que están con El, llamados, y escogidos, y fieles. 15Me dijo: Las aguas que ves, sobre las cuales está sentada la ramera, son los pueblos, las muchedumbres, las naciones y las lenguas. 16Los diez cuernos que ves, igual que la bestia, aborrecerán a la ramera, y la dejarán desolada y desnuda, y comerán sus carnes, y la quemarán al fuego. 17Porque Dios puso en su corazón ejecutar su designio, un solo designio, y dar a la bestia la soberanía sobre ella, hasta que se cumplan las palabras de Dios. 18La mujer que has visto es aquella ciudad grande que tiene la soberanía sobre todos los reyes de la tierra.

            Ante todo advertimos que la Ramera y la Bestia, sobre la cual cabalga, significan una sola cosa, la misma que la Bestia de Ap 13, 1Ss, es decir, la Roma perseguidora de Cristo y de su Iglesia.

            El ángel dice a Juan que la Bestia que ha visto era, pero ya no es, y está a punto de subir del abismo y camina a la perdición (v.8). El v.8 contiene una alusión bien clara a la leyenda del Nero redux y redivivus. Por eso, la Bestia debe de simbolizar a Nerón, muerto ya desde hacía tiempo, pero que la creencia popular afirmaba que había de volver un día al frente de los partos para vengarse de Roma. Aquí parece que sube del Hades.

            El libro apócrifo Ascensión de Isaías, en cambio, presenta a este ser descendiendo de su firmamento: "Después de los días de la consumación descenderá Belial, el gran príncipe, el rey de este mundo, que lo ha dominado desde que existe; y descenderá de su firmamento bajo la forma de un hombre, rey de iniquidad, asesino de su madre, el cual es también rey de este mundo. Y perseguirá la plantación que habrán plantado los doce apóstoles del muy Amado".

            Los Oráculos de las Sibilas también presentan a este ser como al asesino de su madre, que viene de las extremidades de la tierra: "Vendrá (dice uno de los oráculos sibilinos) de la extremidad de la tierra el hombre que ha asesinado a su madre". Las extremidades de la tierra en este caso hacen referencia a las regiones de los partos, de donde se creía que vendría el Anticristo bajo la forma de Nerón redivivo. En este sentido, Sulpicio Severo dice hablando de Nerón: "Creditur sub fine saeculi mittendus, ut mysterium iniquitatis exerceat". Y San Agustín refiere que en su tiempo había bastantes que aplicaban a Nerón las palabras de San Pablo en 2 Tes 2:9, y veían en él al Anticristo que había de venir: "Unde nonnulli ipsum resurrecturum et futurum antichristum suspicantur".

            Las expresiones era y no es y reaparecerá del v.8 vienen a ser como un remedo del nombre divino, designado como el que era y el que es. Igualmente la herida que tenía la Bestia era la parodia de la herida del Cordero. La reaparición de la Bestia constituye también una imitación de la parusía de Cristo. De esta manera, el autor del Apocalipsis nos da un paralelismo casi completo de la Bestia respecto del Cordero.

            La reaparición de la Bestia que sube del abismo (o Seol) es una especie de resurrección que maravillará a los moradores de la tierra cuyo nombre no está escrito en el libro de la vida desde la creación del mundo (v.8). Los moradores de la tierra designan aquí, como en general en todo el Apocalipsis, a los enemigos de Dios y de su Iglesia. Son los que adoraron a la Bestia, y como idólatras, su nombre no está escrito en el Libro de la Vida. Según el lenguaje de la Escritura, Dios tiene su libro, en el cual están escritos los que él tiene destinados para la vida. Aquí se trata del libro de los predestinados, donde se hallan escritos los nombres de los que están predestinados para la vida eterna.

            Como con lo dicho aún queda bastante oscuro el misterio de la Bestia, el ángel va a añadir alguna aclaración más. Pero la explicación que da permanece todavía enigmática, pues motivos de prudencia no permitían aclararlo más. Por eso, la explicación va dirigida al que tiene inteligencia (v.9).

            Pues bien, el ángel afirma que las 7 cabezas son las 7 colinas sobre las cuales está sentada la Mujer. Evidentemente se refiere a Roma, la ciudad de las 7 colinas (urbs septicollis) de la que Horacio decía: "Di quibus septem placuere colles". Y de la que Plinio el Viejo decía: "Complexa septem montes". Los 7 montes o colinas sobre los cuales se asentaba Roma eran el Palatinum, Velia, Cermalus, Oppius, Cispius, Fagutal y Suburra. En realidad, se trataba de colinas más que de montes, pero los mismos autores latinos los designan con el nombre de montes. Este es probablemente el texto más claro de todo el Apocalipsis, que nos demuestra cómo San Juan se refiere en sus visiones a la Roma imperial, perseguidora del nombre de Cristo.

            Pero las 7 cabezas designan, además, a 7 reyes o emperadores, a los cuales se añade un 8º, que se identifica con la Bestia que era y ya no es (v.10-11). Por lo que se refiere a estos 7 reyes, que encarnan al poder romano, conviene notar que el nº 7, en el lenguaje bíblico, se toma con frecuencia no en sentido aritmético, como suma de 7 unidades, sino simbólico, como expresión de una totalidad perfecta. Esto conviene tenerlo en cuenta, porque tal vez nuestro autor toma aquí el 7 en tal sentido.

            Este pasaje ha dado lugar a muchos cálculos e interpretaciones. El vidente de Patmos parece que tiene en la mente 8 emperadores: los 5 primeros cayeron (es decir, han muerto), el 6º subsiste, el 7º todavía no ha llegado, pero cuando llegue tendrá un reinado breve (v.10). El 8º forma parte de los 7 precedentes, y ha muerto pero reaparecerá para ir a la perdición (v.11). Lo raro en esta visión de San Juan es que un emperador (que ha de venir en 8º lugar) ya había existido antes y estaba muerto cuando Juan tuvo la visión. Y, al mismo tiempo, ese 8º emperador se identifica con uno de los 7 ya nombrados. Por consiguiente, una de las cabezas de la Bestia parece tener doble personalidad, pues representa a 2 emperadores.

            Se trata de un enigma que exige cierto ejercicio de la inteligencia. Probablemente, para los lectores del Apocalipsis contemporáneos de San Juan era más fácil que para nosotros el comprender el enigma. A nosotros nos resulta casi imposible resolverlo satisfactoriamente, y las interpretaciones entre los autores modernos son variadísimas.

            La interpretación que nos parece más probable es la que ve en el 8º a Domiciano (81-96 d.C), que fue considerado por sus contemporáneos como un nuevo Nerón ("portio Neronis de crudelitate", diría Tertuliano); el 7º sería Tito, que reinó sólo 3 años (79-81 d.C); el 6º Vespasiano (69-79 d.C), bajo el cual habría tenido la visión San Juan. En cuyo caso, Galba, Otón y Vitelio serían considerados por el autor sagrado no como emperadores, sino como usurpadores. Los 5 primeros, que ya habían muerto, corresponderían a Nerón (54-68 d.C), Claudio (41-54 d.C), Calígula (37-41 d.C), Tiberio (14-37 d.C) y Augusto (31 a.C-14 d.C). Para otros autores, en cambio, el 1º de estos 5 emperadores sería Nerón; el 6º aún existe y sería Domiciano; el 7º vendrá y durará poco (y que correspondería al anciano Nerva, el cual reinó sólo 2 años). Los 4 que sucedieron a Nerón serían Galba, Otón, Vespasiano y Tito (descartando a Vitelio, que no llegó a sentarse en el trono de la ciudad imperial). También esta solución tiene sus probabilidades.

            Después que los 7 emperadores hayan muerto, el vidente de Patmos nos da a entender que no desaparecerá el Imperio Romano, sino que continuará con otro emperador. Juan no se pronuncia sobre el nº exacto de emperadores romanos que reinarán después de la muerte del 7º, probablemente porque no lo sabía. Pero sí nos dice que la Bestia durará todavía un tiempo indefinido, porque después de los 7 llega un 8º emperador. El nº 8 significa la plenitud desbordante, en cuanto que supera al nº 7, que simboliza la plenitud. Este 8º emperador será una nueva encarnación de la Bestia, y con él volverá a comenzar la serie de los augustos. San Juan advierte que el 8º camina hacia la perdición, porque, en suma, los que luchan contra Dios y son enemigos de su Iglesia están condenados a la ruina.

            Tal podría ser la exposición de este difícil pasaje, de esta verdadera crux interpretum del Apocalipsis.

            Explicado el significado de las 7 cabezas, pasa San Juan a dar la explicación de los 10 cuernos de la Bestia, Estos 10 cuernos representan, según la interpretación del ángel, a 10 reyes vasallos del Imperio Romano, que en las guerras concurrirán con sus tropas auxiliares a reforzar las legiones romanas. Los diez reyes no han recibido aún la realeza cuando Juan tuvo la visión, pero se les dará la autoridad regia que ejercerán junto con la Bestia por espacio de una hora (v.1a), es decir, por un breve período de tiempo.

            Según algunos autores (como Charles y Loisy), San Juan vería en la Bestia a Nerón redivivus, que, ayudado por 10 reyes partos (el nº 10 es una cifra estereotipada tomada de Dan 7:24), sería restablecido en su trono. Y con el auxilio de estos mismos reyes destruiría Roma, y les haría partícipes (por poco tiempo, porque el dominio de la Bestia duraría poco) de su autoridad real sobre el territorio del Imperio Romano. Otros autores (como Swete y Alio), en cambio, ven en la Bestia al mismo Imperio Romano, y en los cuernos, un cierto número de reyes bárbaros que en tiempo de Juan todavía no poseían el poder real dentro del Imperio.

            Estos reyes se habrían asociado con Roma y habrían perseguido a la Iglesia de Cristo, mas cuando vieron al Imperio debilitado por sus revoluciones intestinas, decidieron aliarse contra Roma y lanzarse sobre ella, para destruirla (v.16). Touilleux propone la hipótesis según la cual los 10 reyes representarían el colegio sacerdotal de Atis, en Pesifonte (Galacia), que eran reyes titulares, pero no tenían poder real. No obstante, gozaban de una gran autoridad en la provincia de Galacia, en el Asia Menor. Sin embargo, es poco probable que la Bestia pudiera destruir a Roma con este puñado de sacerdotes de una provincia del Imperio.

            Los 10 reyes solo piensan en prestar su apoyo y autoridad a la Bestia (v.13) para perseguir a los cristianos y luchar contra el Cordero. Pero el Cordero los vencerá, porque es el Rey de reyes y el Señor de señores (v.14). Con él vencerán los suyos, sus fieles y escogidos servidores que forman su ejército. Esta batalla y el triunfo del Cordero serán descritos en Ap 19:11-21; 20:7-10. Será el cumplimiento de lo que decía San Juan en Ap 2:26-27. El cristiano que sea fiel a su fe y se mantenga firme en la lucha contra el demonio es llamado vencedor en el Apocalipsis. El Cordero logrará con toda certeza la victoria, porque es el Señor de señores y el Rey de reyes, es decir, el señor supremo y el rey supremo de todo el universo.

            Estas expresiones se encuentran ya en el AT. En un pasaje del Deuteronomio se dice que Yahveh es el Señor de los señores, o sea el amo, el dueño supremo de todos los poderes y de todos los señoríos de este mundo. Y el profeta Daniel nos refiere que Nabucodonosor proclamó a Yahveh, Dios de Israel, como Señor de los reyes, para dar a entender que Dios es el rey supremo de todos los reyes de la tierra y que a él deben someterse y prestarle rendida obediencia. San Juan aplica estos títulos divinos, que el AT daba únicamente a Dios, a Jesucristo. De donde se deduce claramente que para el autor del Apocalipsis Cristo es verdadero Dios, y como tal invencible.

            El ángel, que hasta aquí ha hablado del simbolismo de la Bestia, comienza ahora a explicar el significado de la gran Ramera. Las aguas sobre las cuales estaba sentada la Ramera representan la muchedumbre de los pueblos, naciones y lenguas que forman el Imperio Romano. El mayor peligro para Roma residía en ese conglomerado de pueblos sobre los que se asentaba su poder imperial. Porque Roma los dominaba imperfectamente, y era de prever que un día se rebelarían contra ella y la arruinarían. Por eso, el ángel dice a Juan que de la muchedumbre de pueblos dominados por Roma surgirían 10 reyes, representados por los 10 cuernos, que habían de acabar con ella.

            El Cordero vencerá a la Ramera y a los 10 reyes, como ya se dijo en el v.14. Pero para obtener esta victoria se servirá de sus mismos enemigos. La Bestia sobre la cual cabalgaba la Ramera aborrecerá a ésta y se unirá a los 10 reyes para combatir contra la Ramera y destruirla (v.16). Por consiguiente, serán los mismos partidarios de la Meretriz los que se convertirán en sus destructores. Estos manifestarán su odio contra la gran Ramera, dejándola desolada, desierta de habitantes y de riquezas; desnuda de sus atavíos y joyas arquitectónicas; consumida por el saqueo y el bandidaje y destruida por el fuego. La ruina será completa e irreparable.

            El castigo de la gran Ramera se inspira en Ezequiel, en donde el profeta representa a Israel y Judá bajo la imagen de 2 hermanas de malas costumbres, que serán condenadas a la pena impuesta a las adúlteras. El castigo que aquí el autor del Apocalipsis nos anuncia como futuro se nos cuenta en Ap 19:11-21 como ya realizado. Y precisamente en el cap. 19 del Apocalipsis, el vidente recurre de nuevo a Ez 38-39, de donde tomó la imagen para describirnos la victoria. En estos capítulos de Ezequiel vemos incorporados al ejército de Gog pueblos innumerables, todos unidos en el deseo de acabar con el pueblo de Dios. Este mora tranquilo en sus ciudades sin murallas de Israel, porque, como dirá el profeta Zacarías, el Señor será para ellos como una muralla de fuego.

            En el momento de mayor peligro Dios viene en ayuda de su pueblo, suscitando en el vasto campamento enemigo el espíritu de discordia, la guerra civil, que acabará con todos los enemigos. Pues tal será la victoria del Cordero contra la Ramera. Los suyos mismos se levantarán contra ella, la despojarán de sus ricos vestidos y de sus joyas y la entregarán al fuego. Cuando las legiones de Vespasiano, mandadas por su hijo Tito, entraron en Roma, hubieron de luchar en la ciudad misma con las legiones de Vitelio, y, en el ardor de la refriega, muchos monumentos, entre ellos el templo de Júpiter Capitolino, quedaron reducidos a pavesas. Y en el s. V los pueblos que habían estado al servicio de Roma, fueron los que más contribuyeron a la caída del Imperio de Occidente.

            Esto ya había comenzado a realizarse siglos antes, y tal debe de ser lo que aquí se propone significar el autor sagrado. El poder del Cordero se manifiesta haciendo que sus enemigos se destruyan unos a otros. Es la victoria más completa y la más barata.

            La destrucción de Roma por sus propios aliados es, en la perspectiva teológica de San Juan, un efecto de un designio permisivo y providencial de Dios. El Señor es el que dirige la historia del mundo hasta el cumplimiento íntegro de sus designios. Él, en los misteriosos designios de su providencia, queriendo castigar a la gran Ramera, ha dispuesto que los 10 reyes se uniesen contra ella y la destruyesen. Pero, al mismo tiempo, también ha permitido que estos reyes cayesen bajo el dominio de la Bestia, hasta que se cumplan las palabras de Dios (v.17), con la destrucción de todas las potencias enemigas y la venida triunfal del reino de Jesucristo. San Juan considera la historia humana como una lucha continua entre las fuerzas del bien y del mal. Al fin terminarán por imponerse las fuerzas que defienden el bien.

            El ángel termina revelando claramente la identidad de la gran Ramera (v.18). La mujer que has visto es aquella ciudad grande que tiene la soberanía sobre todos los reyes de la tierra. En el s. I, en el que escribía Juan el Apocalipsis, la ciudad que tiene la soberanía sobre todos los reyes de la tierra, es decir, la capital del mundo de entonces, sólo podía designar a Roma. Además, el título de ciudad grande es empleado habitualmente para designar a Roma. Esta declaración del ángel, junto con la del v.9 sobre la ciudad asentada sobre siete colinas, permite una interpretación segura de estos pasajes y de todo el Apocalipsis.

            Alio ve en el v.18 un fino sarcasmo, como si el autor sagrado dijera: ¿Ves esa ciudad cuya suerte miserable acabo de mostrarte? Pues bien, ella se cree, en su potencia presente, la dominadora perpetua de la tierra.

añ) El anuncio de la caída de Babilonia, 18:1-3

1Después de estas cosas vi otro ángel que bajaba del cielo con gran poder, a cuya claridad quedó la tierra iluminada. 2Gritó con poderosa voz, diciendo: Cayó, cayó la gran Babilonia, y quedó convertida en morada de demonios, y guarida de todo espíritu inmundo, y albergue de toda ave inmunda y abominable; 3porque del vino de la cólera de su fornicación bebieron todas las naciones, y con ella fornicaron los reyes de la tierra, y los comerciantes de toda la tierra con el poder de su lujo se enriquecieron.

            San Juan ve otro ángel, diferente del que ha sido mencionado San Juan ve otro ángel, diferente del que ha sido mencionado en Ap 17:1.7, bajar del cielo con gran poder y lleno de resplandeciente claridad (v.1). Lo cual da a indicar la importancia del mensaje que trae a la tierra. Desde lo alto del cielo atmosférico grita con poderosa voz, de suerte que pueda ser oída en toda la tierra, anunciando la ruina de Babilonia (Roma): Cavó, cayó la gran Babilonia (v.2). El ángel habla en perfecto profético, en términos semejantes a los de Ap 14:8, para significar la certeza de la ruina de Roma. Esta, de ciudad rica, poderosa y llena de esplendor, se convertirá en un montón de ruinas en donde moraran los demonios, los espíritus inmundos y las aves de mal agüero.

            Las expresiones del ángel nos recuerdan el estilo de los antiguos profetas, mostrando con esto cuan deudor es Juan de los antiguos en su parte literaria. Las primeras palabras del v.2, que anuncian la caída de Babilonia, están tomadas de Isaías. Las que siguen describen la gran desolación de las ruinas de la ciudad, expresada con palabras de varios profetas. Isaías anuncia que Edom será destruida y en sus ruinas "habitarán el pelícano y el mochuelo, la lechuza y el cuervo. Echará Dios sobre ella las cuerdas de la confusión y el nivel del vacío, y habitarán en ella los sátiros. En sus palacios crecerán las zarzas, y en sus fortalezas las ortigas y los cardos, y serán morada de chacales y refugio de avestruces. Perros y gatos salvajes se reunirán allí, y se juntarán allí los sátiros. Allí tendrá su morada el fantasma nocturno, y hallará su lugar de reposo. Allí hará su nido la serpiente y pondrá sus huevos, los incubará y los sacará. Allí se reunirán los buitres y se encontrarán unos con otros".

            El mismo Isaías, cuando habla de la ruina de Babilonia, se expresa en estos términos: "Entonces Babilonia, la flor de los reinos, ornamento de la soberbia de los caldeos, será como Sodoma y Comorra, que Dios destruyó. Morarán allí las fieras, y los búhos llenarán sus casas. Habitarán allí los avestruces, y harán allí los sátiros sus danzas. En sus palacios aullarán los chacales, y los lobos en sus casas de recreo". También Jeremías nos presenta las ruinas de Babilonia convertidas "en cubil de fieras y chacales, en morada de avestruces". Estas expresiones, empleadas por los profetas y San Juan, son lugares comunes literarios de la literatura profética que no hay que tomarlos al pie de la letra. Lo que se quiere significar con ellas es que Roma, como Babilonia y Edom, será terriblemente castigada a causa de su idolatría y de su aversión a la Iglesia de Jesucristo.

            Por otra parte, era creencia popular que las ruinas y el desierto eran los lugares en donde vivían las aves nocturnas, los animales salvajes y los espíritus demoníacos e inmundos. El libro de Tobías nos cuenta que el arcángel Rafael "arrojó al desierto de Egipto al espíritu maligno que daba muerte a los maridos de Sara, y allí lo encadenó". Los monumentos egipcios nos muestran el desierto poblado por estos espíritus malos y por animales fantásticos.

            La causa de la ruinosa caída de Babilonia (Roma) es la misma indicada ya en varios pasajes de los capítulos precedentes. La idolatría, con la que emborrachaba a todas las naciones que le estaban sometidas, y la disolución de costumbres de la Roma pagana son la razón de su caída (v.3). El lujo, el libertinaje, la seducción y la tiranía de la gran metrópoli han fomentado la idolatría, que será en definitiva a los ojos de Juan, como lo era a los ojos de los antiguos profetas, una de las causas principales de su ruina.

            El autor del Apocalipsis, siguiendo el ejemplo de los profetas del AT, considera la idolatría como una fornicación, porque violaba el pacto establecido entre el único Dios y su pueblo. La caída de Roma constituirá un castigo para todo el mundo pagano, lo que explica bien los lamentos de todas las naciones de los que se habla en los v.11.15.23. Los mercaderes de todo el Imperio Romano también habían contribuido a que Roma llevara hasta límites inauditos el lujo, el despilfarro y la inmoralidad. Y con el comercio también se difundían los cultos paganos y toda clase de abominaciones.

ao) El pueblo de Dios ha de huir de Babilonia, 18:4-8

4Oí otra voz del ciclo que decía: Sal de ella, pueblo mío, para que no os contaminéis con sus pecados y para que no os alcance parte de sus plagas; 5porque sus pecados se amontonaron hasta llegar al cielo, y Dios se acordó de sus iniquidades. 6Dadle según lo que ella dio, y dadle el doble de sus obras; en la copa en que ella mezcló, mezcladle al doble; 7cuanto se envaneció y entregó al lujo, dadle otro tanto de tormento y duelo. Ya que dijo en su corazón: Como reina estoy sentada, yo no soy viuda ni veré duelo jamás; 8por eso vendrán en un día sus plagas, la mortandad, el duelo y el hambre, y será consumida por el fuego, pues poderoso es el Señor Dios que la ha juzgado.

            En la ciudad impía no todos participan de esa impiedad. También moran allí muchos que pertenecen al pueblo de Dios, como en la antigua Babilonia moraban los hijos de Israel. Pues a éstos se dirige otra voz del cielo, que puede ser la del Cordero, porque les llama pueblo mío (v.4), ordenando a los fieles que abandonen la ciudad para no contaminarse con sus pecados, no sea que les pueda alcanzar el castigo. O bien les manda salir de la gran urbe para que no se vean materialmente envueltos en las malas obras de los infieles y descarguen también sobre ellos los grandes castigos que se abatirán sobre Roma.

            En los Libros Sagrados encontramos advertencias parecidas, con las cuales el Señor avisaba a los suyos para que no fueran sorprendidos por el castigo que estaba a punto de caer sobre los impíos. Dos ángeles avisan a Lot para que salga cuanto antes de Sodoma y Gomorra, a fin de no perecer en la catástrofe. El profeta Jeremías exhorta a los judíos a huir de Babilonia antes de que la ciudad fuera castigada: "Huid de Babel, salve cada uno su vida, no perezcáis por su iniquidad. Es el tiempo de la venganza de Dios; va a darle su merecido. Dejémosla, vámonos cada uno a nuestra tierra, porque sube su maldad hasta los cielos y se eleva hasta las nubes. Sal de ella, pueblo mío. Salve cada cual su vida ante el furor de la cólera de Dios".

            El consejo de huir ante la inminencia del peligro es frecuente en la literatura apocalíptica. Jesús mismo manda a sus discípulos que huyan cuando vean que Jerusalén está a punto de ser cercada. Y de hecho sabemos que los cristianos huyeron a Pella (Trasjordania) al comienzo del asedio de Jerusalén por las tropas de Tito. En nuestro caso, la exhortación de San Juan pudiera tener también un sentido moral, en cuanto que aconseja a los cristianos aislarse de toda contaminación con los paganos.

            Los pecados de Babilonia (e.d. Roma), como los de Sodoma, se han ido acumulando hasta llegar al cielo, y Dios, acordándose de su justicia, se dispone a castigarlos (v.5). El autor sagrado se sirve de una metáfora para significar los enormes y numerosos pecados de la Roma pagana: puestos unos encima de otros, alcanzarían la altura del cielo. Tan graves pecados no pueden quedar impunes; por eso Dios se acordó de sus iniquidades. Con lo cual quiere significar el autor sagrado que, llena ya la medida, Dios ha determinado actuar su justicia contra la gran ciudad.

            La voz divina se dirige luego a los ángeles, ejecutores del castigo, ordenándoles que den a Roma el doble de lo que sus iniquidades piden (v.6). Justamente lo mismo que leemos en Jeremías a propósito de Judá. Pide la voz divina que le apliquen la ley del talión duplicada, a causa de la gran impiedad de la ciudad. Ella ha hecho beber el vino de la idolatría a todas las naciones, pues ahora ha de beber en la misma copa el doble de lo que dio. Dios castiga a Roma movido no por espíritu de venganza, sino por espíritu de estricta justicia. El castigo está en conformidad con la gravedad de los pecados cometidos por la gran Ramera. Se le dio tiempo para arrepentirse y no ha querido. Ahora ha llegado el tiempo de la justicia. Es digno de notarse que por cuatro veces se repite la orden de castigar a la impía Babilonia (e.d. Roma).

            Esto no es más que un modo de ponderar el rigor con que Dios castigará las iniquidades de la nueva Babilonia. Su orgullo y su lujo acarrearán sobre ella la ruina. En la medida en que se envaneció y se entregó al lujo, así será atormentada y tendrá que derramar abundantes lágrimas de llanto (v.7). El castigo divino mira sobre todo a la orgullosa seguridad y a la desmesurada jactancia de Roma, que se cree libre por siempre del dolor. En su insolencia creía que siempre seguiría siendo reina sobre todas las naciones, que nunca se vería abandonada como una viuda por los pueblos sus aliados y que nunca sentiría el llanto.

            San Juan se inspira en un texto de Isaías, que dice, refiriéndose a Babilonia: "Tú decías: Yo seré siempre, por siempre, la reina, y no reflexionaste, no pensaste en tu fin. Escucha, pues, esto, voluptuosa, que te sientes tan segura, que dices en tu corazón: Yo, y nadie más que yo; no enviudaré ni me veré sin hijos. Ambas cosas te vendrán de repente, en un mismo día: la falta de hijos y la viudez te abrumarán a un tiempo".

            El autor del Apocalipsis también amenaza a Roma, que en su orgullo se creía segura en su trono de reina, con las plagas de la peste, del hambre y del fuego, porque, si ella se cree grande, más grande es el Señor que la ha juzgado (v.8). Dios, que se complace con los humildes y les da su gracia, rechaza a los soberbios y los castiga. Así hará también con la soberbia Roma. En un solo día, es decir, en un período brevísimo se abatirán sobre ella toda una serie de calamidades que la reducirán a un montón de escombros calcinados por el fuego.

            El fuego es el elemento destructor tradicional de los castigos divinos en el AT. Las guerras en la antigüedad llevaban consigo la mortandad, la peste, el hambre, los incendios devastadores de ciudades y campos. A una guerra de este tipo parece aludir el autor sagrado. La destrucción de Babilonia (e.d. Roma) es el castigo de sus pecados de idolatría, de lujo desmesurado, de orgullo e injusticia, como ya antes lo había sido de la ruina de la opulenta Tiro.

ap) Los lamentos de los mercaderes, 18:9-19

9Llorarán, y por ella se herirán los reyes de la tierra que con ella fornicaban y se entregaban al lujo, cuando vean el humo de su incendio, 10y se detendrán a lo lejos por el temor de su tormento, diciendo: ¡Ay, ay de la ciudad grande, de Babilonia, la ciudad fuerte, porque en una hora ha venido su juicio! 11Llorarán y se lamentarán los mercaderes de la tierra por ella, porque no hay quien compre sus mercaderías, 12las mercaderías de oro, de plata, de piedras preciosas, de perlas, de lino, de púrpura, de seda, de grana; toda madera olorosa, todo objeto de marfil, y todo objeto de madera preciosa, de bronce, de hierro, de mármol, 13cinamomo y aromas, mirra e incienso, vino, aceite, flor de harina, trigo, bestias de carga, ovejas, caballos y coches, esclavos y almas de hombres. 14Los frutos sabrosos a tu apetito te han faltado y todas las cosas más exquisitas y delicadas perecieron para ti y ya no serán halladas jamás. 15Los mercaderes de estas cosas, que se enriquecían con ella, se detienen a lo lejos por el temor de su tormento, llorando y lamentándose, diciendo: 16¡Ay, ay de la ciudad grande, que se vestía de lino, púrpura y grana, y se adornaba de oro, piedras preciosas y perlas, porque en una hora quedó devastada tanta riqueza! 17Todo piloto y navegante, los marineros y cuantos bregan en el mar, se detuvieron a lo lejos 18y clamaron al contemplar el humo de su incendio y dijeron: ¿Quién había semejante a la ciudad grande? 19Y arrojaron ceniza sobre sus cabezas, y gritaron, llorando y lamentándose, y diciendo: ¡Ay, ay de la ciudad grande, en la cual se enriquecieron todos cuantos tenían navíos en el mar, a causa de su suntuosidad, porque en una hora quedó devastada!

            Aquí parece que es el mismo San Juan el que habla para exponernos las consecuencias de la ruina de Roma. Habla en futuro, porque la caída de Babilonia (e.d. Roma), a pesar del tiempo perfecto empleado en el v.2: cayó, cayó, no se ha realizado todavía. La ruina es, sin embargo, muy inminente.

            San Juan nos presenta los lamentos de todos los que prosperaban y se enriquecían a la sombra de la gran urbe. En primer lugar son los reyes de la tierra, aliados de Roma, que fomentaron el culto imperial para congraciarse los gobernantes romanos y así poder crecer más (v.9). Por eso, el autor sagrado dice que fornicaron con ella a causa de la idolatría. Pero, además, Roma será castigada por su inmenso lujo, que la llevó a excesos inconcebibles. Y los reyes que la imitaban también en esto se lamentarán desconsoladamente cuando vean subir al cielo el humo destructor que la consumirá. Llenos de terror se detendrán a lo lejos por el temor de ser envueltos en su destrucción y sin ánimos para ayudarla, diciendo: ¡Ay, ay de la dudad grande, de Babilonia, la ciudad fuerte, porque en una hora ha venido su juicio! (v.10).

            Tan terrible calamidad ha sobrevenido en brevísimo espacio de tiempo, casi repentinamente. El autor del Apocalipsis parece inspirarse aquí en las lamentaciones de Ezequiel sobre Tiro. El profeta nos presenta a los reyes de las islas bajando de sus tronos, vestidos de luto y lamentándose de la destrucción de la opulenta ciudad de Tiro: "¡Cómo! ¿Destruida tú, la poblada por los que recorrían los mares, la ciudad tan celebrada, tan poderosa en el mar? ¿Destruida con sus habitantes, que eran el espanto de todos los que la rodeaban?".

            Las lamentaciones públicas eran muy ordinarias en Oriente con ocasión de alguna calamidad, fuera nacional o particular. Solían ir acompañadas con muestras exteriores de dolor: con gritos angustiosos, alaridos, llantos y diversos gestos. Cuanto mayores y más intensas eran esas muestras exteriores de dolor, tanto más grave era la calamidad que se lloraba. Esta costumbre dio origen entre los hebreos a un nuevo género poético llamado Qinah (de lamentación o elegía). Jeremías nos ha dejado sus lamentaciones sobre Egipto, y en modo especial sus lamentaciones sobre la ruina de Jerusalén. Muchos otros profetas emplean igualmente la Qinah para expresar su dolor en momentos difíciles.

            A los lamentos de los reyes siguen los lamentos de los comerciantes. Estos, más bien que lamentarse de la ruina de Roma, se lamentan de la prosperidad perdida: porque no hay quien compre sus mercancías (v.11). San Juan presenta a continuación una lista bastante amplia de los valiosísimos productos que los comerciantes de las distintas partes del Imperio vendían a Roma (v.12-14). La relación de nuestro autor se basa indudablemente en la descripción que hace Ezequiel del comercio de Tiro con todos los pueblos de entonces.

            Para entender bien esta página del Apocalipsis es conveniente tener presente que Roma era la señora de un gran Imperio, compuesto de muchas y muy ricas provincias, que ella había conquistado, que ella regía y de cuyas riquezas se creía con derecho a disfrutar. Era ésta la concepción del mundo antiguo, y Roma la practicaba fielmente. Por eso acudían a ella las riquezas del Imperio, y estas riquezas alimentaban el lujo y los placeres. Orosio llamaría a Roma, siglos después, vientre insaciable que se tragaba todo lo que producía el universo. Esta sed de riquezas atraía a los mercaderes del mundo entero, seguros de hallar allí fácil y provechosa venta para sus artículos, sobre todo para los artículos exóticos y de mayor precio.

            La larga enumeración de los artículos comerciales que de todas partes afluían a la gran ciudad tiene como finalidad el dar a conocer el lujo, las riquezas y los placeres que imperaban dentro de sus muros. Según Plinio el Viejo, Roma gastaba anualmente unos 100 millones de sestercios en el comercio de perlas con la Arabia, la India y la China. Lo que supone una suma muy elevada, pues cuatro sestercios valían un denario, que era el jornal de un obrero, con el cual podía sostener a su familia. La madera olorosa de tuya (o citrum) era importada del Atlas argelino. Con ella se hacían muebles de lujo, tan estimados en Roma, que en los primeros tiempos del Imperio se llegó a pagar por una mesa redonda de citrum hasta un 1,4 millones de sestercios, que era el precio de un gran latifundio. Por eso decía con mucha razón Marcial que los regalos de oro eran inferiores en valor y menos estimados que una mesa de citrum.

            El cinamomo y el amomo eran plantas aromáticas que servían para la fabricación de cosméticos, muy estimados por los romanos. Estos perfumes o ungüentos perfumados se empleaban para perfumar los cabellos (v.13). De ellos nos hablan los autores latinos, afirmando que eran cíe uso frecuente en los banquetes y se vendían por muy alto precio. Según Plinio el Viejo, una libra de cinamomo podía valer hasta 300 denarios, y una libra de amomo 60 denarios. Al final del v.13 se nos habla de esclavos (σώματα) y de almas de hombres, o mejor, de νidas humanas. El término σώμα (lit. cuerpo) es la expresión técnica para designar al esclavo. Es bastante empleado por la versión griega de los LXX para traducir la palabra esclavo.

            Se trata, por consiguiente, del comercio de esclavos, tan frecuente en el mundo antiguo. La crueldad de este comercio es acentuada por la última expresión ψυχάς ανθρώπων (lit. vidas humanas), ya que la sociedad romana abusaba tremendamente de la vida de los esclavos. Muchos de ellos eran empleados como gladiadores en los juegos del circo, y otros, destinados a las casas de prostitución. Esta abundancia de esclavos y de carne en los anfiteatros y en los lupanares constituye el colmo del egoísmo y de la corrupción romanas.

            Pero este egoísmo es duramente castigado, pues cuando parecía que el trabajo de muchas generaciones daría frutos aún más espléndidos, todo se viene abajo. Roma ya no podrá complacerse con los sabrosos frutos que a ella eran transportados de todas partes (v.14). Tampoco podrá gozar de las cosas mas exquisitas y delicadas que confluían a sus mercados, bien surtidos de todo.

            Por eso los mercaderes lloran y se lamentan, deteniéndose a lo lejos por temor, porque no hay quien compre sus mercancías (v.15). Y gritan con desesperación: Ay, ay de la ciudad grande, que se vestía de lino, púrpura y grana, y se adornaba de oro, piedras preciosas y perlas! (v.16). Los lamentos de los comerciantes se comprenden mejor si tenemos presente que con la destrucción de Roma desaparecía la fuente principal de donde se enriquecían. Además, la ruina tan repentina de la gran ciudad probablemente había llevado también a muchos de esos mercaderes a un desastre económico irreparable.

            Después de los comerciantes, San Juan nos presenta a la gente de mar (patronos, pilotos y marineros), lamentándose de la ruina de la gran ciudad. Désele lejos contemplan aterrados el incendio de la ciudad que para ellos no tenía semejante en el mundo (v.17-18). Y repiten el mismo lamento de los comerciantes: ¡Ay, ay de la ciudad grande, en la cual se enriquecieron todos cuantos tenían navíos en el mar! (v.19).

            En la época en que escribía San Juan, la flota mercante del Imperio Romano que navegaba por el Mediterráneo era muy importante. El comercio con África, Egipto y Asia se desenvolvía todo él a través de las naves mercantes. El personal, pues, empleado en este tráfico mercantil por mar era muy numeroso, y los intereses de los patronos de barcos y de las grandes compañías eran sumamente elevados. Pero todo esto se les vino abajo en un momento: la gran ciudad en una hora quedó devastada. Ante la desesperación se lamentan y gritan, echando ceniza sobre sus cabezas. Entre los semitas era signo de gran duelo y dolor el echar ceniza sobre la cabeza.

            La lamentación de las gentes del mar viene a ser una réplica de un pasaje de Ezequiel, en que los marineros fenicios también se lamentan de la ruina de Tiro:

"Al estrépito de los gritos de tus marineros temblarán las playas. Bajarán de tus naves cuantos manejan el remo, y todos, marineros y pilotos del mar, se quedarán en tierra. Alzarán a ti sus clamores y darán amargos gritos; echarán polvo sobre sus cabezas y se revolverán en la tierra. Se raerán por ti los cabellos en torno y se vestirán de saco; te llorarán en la amargura de su alma con amarga aflicción; te lamentarán con elegías y dirán de ti: ¿Quién había que fuera como Tiro, ahora silenciosa en medio del mar?".

aq) El regocijo de los santos, 18:20-24

20Regocíjate por ello, ¡oh cielo! y los santos y los apóstoles y los profetas, porque Dios ha juzgado nuestra causa contra ella. 21Un ángel poderoso levantó una piedra, corno una rueda grande de molino, y la arrojó al mar, diciendo: Con tal ímpetu será arrojada Babilonia, la gran ciudad, y no será hallada. 22Nunca más se oirá en ella la voz de los citaristas, de los músicos, de los flautistas y de los trompeteros, ni artesanos de ningún arte será hallado jamás en ti, y la voz de la muela no se oirá ya más en ti, 23la luz de lámpara no lucirá más en ti, ni se oirá más la voz del esposo y de la esposa, porque tus comerciantes eran magnates de la tierra, porque con tus maleficios se han extraviado todas las naciones, 24y en ella se halló la sangre de los profetas, y de los santos, y de todos los degollados sobre la tierra.

            Cuando todavía parece que están resonando en los oídos los lamentos de los que hallaban su felicidad y riqueza en el trato con Roma, que acaba de ser devastada, San Juan invita a los moradores del cielo a regocijarse (v.20). El contraste es ciertamente bien marcado. La ruina de la gran ciudad, perseguidora de los cristianos, debe ser motivo de alegría para éstos, porque la justicia es de este modo restablecida. Los santos, los apóstoles y los profetas son invitados a regocijarse, porque han visto cumplida la justicia divina sobre la perseguidora del Cordero y de sus siervos. Su sangre ha sido vengada, y la verdad de su causa reconocida. Los santos del cielo responderán a esta invitación en Ap 19:6.

            El autor sagrado parece que quiere comprender, bajo la triple denominación de santos, apóstoles y profetas, a todos los cristianos sacrificados por el Imperio Romano hasta la época en que San Juan escribía. Los santos son los fieles en general; los apóstoles deben ser los 12, en sentido estricto; y los profetas probablemente serán los predicadores de la verdad cristiana, incluyendo entre éstos a profetas propiamente dichos (que en el NT también transmitieron a la comunidad cristiana mensajes de parte de Dios). Los profetas cristianos tienen una importancia especial en el Apocalipsis.

            En el v.21, un ángel anuncia, por medio de una acción simbólica, la ruina total de Babilonia (e.d. Roma): un ángel poderoso arroja una gran piedra al mar, diciendo: Así será arrojada Babilonia y no será hallada nunca más. Con lo cual se quiere significar la ruina total de la Roma imperial. Los términos y las expresiones empleadas son, sin embargo, hiperbólicas y no hay que tomarlas al pie de la letra.

            El acto simbólico del ángel se inspira en Jer 51:63-64, donde el profeta entrega a Saraya un escrito conteniendo la predicción de la ruina de Babilonia. Jeremías le manda leerlo en alta voz en la misma ciudad de Babel, y "cuando hayas acabado de leerlo, le atarás una piedra y lo arrojarás en medio del Eufrates, diciendo: Así se hundirá Babel, sin alzarse ya más del estrago y la destrucción que yo traeré sobre ella".

            La ruina de Roma, a semejanza de la de Babel, será rápida y violenta. Como consecuencia natural de su ruina cesará toda manifestación de júbilo popular. No se oirá la música ni la voz de los cantores, que alegraban con sus canciones las fiestas populares y familiares. Cesará también todo ruido de trabajo, y el chirrido de la muela de molino no se volverá a oír (v.22). Las antorchas que iluminaban las plazas, las calles y los templos en los días de fiesta se extinguirán para siempre. La voz alegre del esposo y de la esposa, que celebran felices el día de su esponsalicio, también desaparecerá (v.23).

            El vidente de Patmos se inspira en Jer 25:10, donde el profeta anuncia la venida de Nabucodonosor II de Babilonia y de los caldeos contra Jerusalén, y contra todos los pueblos que la rodean. Yahveh los destruirá de este modo "y hará desaparecer de ellos los cantos de alegría, las voces de gozo, el canto del esposo y el canto de la esposa, el ruido de la muela y el resplandor de las antorchas".

            El autor del Apocalipsis aplica a Roma lo que Jeremías había dicho de Jerusalén. Y termina señalando las razones que ocasionaron la ruina de la gran Babilonia (e.d. Roma). Las causas fueron 3. La 1ª causa fue el abuso de poder de los mercaderes de Roma, que se habían convertido en magnates del Imperio a causa de su gran influencia. Los grandes emporios o empresas comerciales romanas habían tiranizado horriblemente a las provincias del Imperio. La 2ª de las causas fueron los maleficios, los sortilegios, la idolatría, en una palabra, de Roma, con la cual sedujo a todas las naciones. Y la 3ª causa la constituyen las persecuciones desencadenadas contra los cristianos, tanto en la misma Urbe como en las demás ciudades del Imperio.

            A la sangre de los cristianos hay que añadir la de otras muchas víctimas inocentes, que hicieron de Roma un monstruo de crueldad. El régimen político y social de Roma había sacrificado innumerables vidas humanas, no sólo entre los cristianos, sino también entre las gentes de otras religiones (v.24). La sangre de todos los degollados sobre la tierra exige venganza contra la cruel opresora. San Juan ve en la destrucción de Roma la mano de la Providencia divina, que vela por la justicia, por Roma tantas veces conculcada.

ar) El cántico triunfal del cielo, 19:1-10

1Después de esto oí una fuerte voz, como de una muchedumbre numerosa en el cielo, que decía: Aleluya, salud, gloria, honor y poder a nuestro Dios, 2porque verdaderos y justos son sus juicios, pues ha juzgado a la gran ramera, que corrompía la tierra con su fornicación, y en ella ha vengado la sangre de sus siervos. 3Y por segunda vez dijeron: Aleluya. El humo de la ciudad sube por los siglos de los siglos. 4Cayeron de hinojos los veinticuatro ancianos y los cuatro vivientes, y adoraron a Dios, que está sentado en el trono, diciendo: Amén, aleluya. 5Del trono salió una voz, que decía: Alabad a nuestro Dios todos sus siervos, y cuantos le teméis, pequeños y grandes. 6Oí una voz como de gran muchedumbre, y como voz de muchas aguas, y como voz de fuertes truenos, que decía: Aleluya, porque ha establecido su reino el Señor, Dios todopoderoso; 7alegrémonos y regocijémonos, démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa está dispuesta, 8y fuele otorgado vestirse de lino brillante, puro, pues el lino son las obras justas de los santos. 9Y me dijo: Escribe: Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero. Y me dijo: Estas son las palabras verdaderas de Dios. 10Me arrojé a sus pies para adorarle, y me dijo: Mira, no hagas eso; consiervo tuyo soy y de tus hermanos, los que tienen el testimonio de Jesús. Adora a Dios. Porque el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía.

            La caída de Roma no ha sido descrita, pero se supone ya ejecutada. La tierra se lamentaba de este hecho; en cambio, el cielo lo celebra con cánticos de alegría. El vidente de Patmos oye una voz fuerte, como de una gran muchedumbre, que gritaba: ¡Aleluya! alabad al Señor (v.1). Esta aclamación tan frecuente en los salmos es ésta la única vez que se encuentra en el NT. La exclamación ¡Aleluya! es un término litúrgico muy usado entre los judíos. Está formada de las palabras hebreas halelu Yah, que significan alabad a Yahveh. El término aleluya entró muy pronto en la liturgia cristiana, de modo que todos los lectores del Apocalipsis conocían su significación. Esto explica el que nuestro autor no traduzca el término hebreo.

            Sigue a continuación la doxología: Salud, gloria, honor y poder a nuestro Dios, como en Ap 7:10; 11:15; 12:10. Los bienaventurados atribuyen a Dios y al Cordero la salud o salvación que ellos ya han obtenido. En esta salvación y en la destrucción de Roma se ha manifestado patentemente la gloria de Dios y su poder. La razón de estas alabanzas que los bienaventurados tributan a Dios se encuentra en la verdad de la justicia divina, manifestada en el castigo de la gran Ramera, la cual con su fornicación idolátrica corrompía la tierra. Dios ha vengado en ella la sangre de sus siervos (v.2), que habían muerto por mantenerse fieles a Cristo.

            Con la destrucción de Roma, Dios ha salido en defensa del derecho de sus mártires. La sangre de éstos reclamaba la intervención divina en defensa de sus justos derechos conculcados, con el fin de que resplandeciese ante el mundo pagano (partidario de Roma) la verdad de su causa. En esta manera de proceder de Dios se restablece el orden violado y se manifiesta al mundo un nuevo triunfo de la Iglesia de Cristo.

            San Juan oye un 2º aleluya es entonado por los moradores del cielo (v.3), los cuales añaden a manera de colofón un rasgo nuevo, tomado seguramente de Is 34:10. El profeta contempla a Edom asolada por la venganza de Dios, y añade: "Su tierra será como pez que arda día y noche; nunca se extinguirá, subirá su humo perpetuamente". Era costumbre de los invasores antiguos entregar a las llamas las ciudades que expugnaban. Así la nueva Babilonia (e.d. Roma) será incendiada, y el humo subirá al cielo no por un día o una semana, sino por los siglos de los siglos (para perenne memoria de la justicia divina). De este modo el autor sagrado expresa la ruina irreparable de Roma, sobre todo en su aspecto de perseguidora de la Iglesia.

            A la vista de esta manifestación del poder de Dios, no sólo los millones de ángeles, sino también los 24 ancianos que rodean el trono de Dios y los 4 vivientes que lo sostienen, aprueban (en nombre de la Iglesia y de toda la naturaleza) la obra del Señor con un amén y un aleluya (v.4). El término amén sirve para asentir a lo dicho anteriormente por la muchedumbre de bienaventurados. Es una expresión muy empleada en la liturgia, y su presencia en este lugar en unión con aleluya nos demuestra que el autor sagrado concibe la felicidad eterna de los bienaventurados como una liturgia sagrada que se desarrolla ante el trono de Dios y del Cordero.

            De nuevo otra voz sale del trono del Señor, proveniente posiblemente de uno de los ángeles más próximos a Dios, la cual invita a todos los fieles de la tierra a asociarse a las alabanzas celestes con ocasión de la ruina de Roma. La voz decía: Alabad a nuestro Dios todos sus siervos y cuantos le teméis, pequeños y grandes (v.5). La invitación recuerda el comienzo de ciertos salmos, principalmente Sal 135:1.20. Y se parece también bastante a la exhortación que el diácono o el sacerdote dirigían al pueblo fiel reunido en la iglesia para invitarlo a orar. A esta invitación responde una voz poderosa, como la voz de una ingente multitud, semejante a la voz de las aguas torrenciales que se precipitan en su curso, como el mugido de las olas del mar alborotado o como el fragor de fuertes truenos, que decía: Aleluya, porque ha establecido su reino el Señor, Dios todopoderoso (v.6).

            La comparación tiene por objeto recalcar la inmensa potencia del cántico aleluyático que dirigen a Dios todos los bienaventurados. Es la voz de la Iglesia universal, que canta el aleluya por el triunfo definitivo de la Iglesia en el mundo. Al fin, el Dios omnipotente ha establecido su reino en la tierra. Este reino no es otro que su Iglesia tan fieramente perseguida por Roma y sus aliados. Alabar a Dios es ensalzar sus atributos de bondad, amor, misericordia, por haber intervenido en favor de los suyos.

            Los bienaventurados manifiestan su alegría por la intervención divina, diciendo: Alegrémonos y regocijémonos, démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero (v.7). El autor sagrado anuncia con estas palabras las bodas del Cordero con su Iglesia. Sabido es cuan familiar era a los profetas esta imagen del matrimonio de Dios con Israel. Yahveh, esposo de Israel, era una metáfora para expresar la alianza entre Dios y su pueblo. Alianza estrechísima que no permitía ninguna infidelidad por ambas partes. Por esta razón, la idolatría era considerada como un adulterio, una prostitución.

            En el NT, Jesucristo es el Esposo de la Iglesia. San Pablo ha tratado maravillosamente el tema del matrimonio místico entre Cristo y su Iglesia. La unión íntima que supone ese matrimonio entre Jesucristo y la Iglesia tiene su origen en el rescate que tuvo que pagar por ella: Cristo la compró con su propia sangre. Estas bodas ya se han iniciado en la tierra, pero su consumación no tendrá lugar hasta el cielo.

            La Esposa del Cordero (es decir, la Iglesia) va vestida de lino brillante y puro, que son las obras buenas y justas de los cristianos (v.8), con las cuales las almas buenas ganan el cielo. El color blanco en el Apocalipsis suele ser símbolo de triunfo. Aquí designa la victoria que la Iglesia ha obtenido sobre sus más encarnizados enemigos, y, al mismo tiempo, la pureza y la santidad de la Esposa del Cordero. Los adornos de esta Esposa inmaculada contrastan grandemente con el atuendo externo y el sobrecargo de joyas que llevaba la gran Meretriz (o sea, la Roma pagana), con las cuales trataba de seducir más fácilmente a los demás pueblos.

            Jesucristo compara, en el evangelio, el reino del cielo a un banquete de bodas. Y San Juan descubre en la destrucción de Roma (la perseguidora de la Iglesia) una especie de preparación de este banquete. La caída de Roma, el enemigo más peligroso de la Iglesia en aquel tiempo, y que parecía absolutamente inconmovible, hace presagiar la salvación que tendrá lugar con el establecimiento definitivo del reino de Dios. Todavía no ha llegado el momento de establecer de una manera definitiva ese reino, porque aún continuarán las luchas contra la Bestia y sus sostenedores.

            Pero del mismo modo que en los evangelios la caída de la Jerusalén infiel constituía una garantía de la venida del Hijo del hombre, así la caída de Roma anuncia el establecimiento próximo del reino de Dios. El establecimiento del reino es celebrado aquí por anticipación, pues sólo tendrá lugar en el momento de las bodas del Cordero. No olvidemos nunca que, para entender bien esto, hay que tener presente que tanto el reino de Dios como la vida eterna abarcan 2 etapas: la terrena y la celestial, siendo la 1ª preparatoria de la 2ª, y ésta una consumación de aquélla.

            El cántico de alabanza entonado por la muchedumbre de bienaventurados parece sugerir la bienaventuranza del v.9: Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero. Esta es la 4ª bienaventuranza de las 7 que encontramos en el Apocalipsis. En la expresión se parece bastante al macarismo de San Lucas: "Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios". El que pronuncia el macarismo en nuestro pasaje del Apocalipsis es un personaje que no es nombrado, pero que debe de ser el ángel intérprete que acompañaba a Juan.

            La imagen del banquete, para designar la felicidad de los tiempos mesiánicos, se encuentra ya en el AT y en la literatura apócrifa judía. Jesucristo emplea frecuentemente la figura del festín nupcial para designar el reino de los cielos. En este banquete celestial, la Esposa que se sentará al lado del Esposo (es decir, al lado de Cristo) será la Iglesia considerada como unidad. Los invitados son los individuos, o sea cada uno de los fieles que se sentarán con Cristo por toda la eternidad en el gran festín de bodas del cielo.

            Esta risueña perspectiva debe servir de consuelo y aliento a los fieles en medio de las pruebas. El ángel, queriendo recalcar aún más la verdad de este mensaje consolatorio dirigido a los cristianos, añade: Estas son las palabras verdaderas de Dios. No se trata de invenciones fantásticas de una imaginación calenturienta, sino que provienen de Dios y, como tales, se cumplirán indefectiblemente.

            Al oír San Juan tan consoladoras palabras, se arroja a los pies del ángel que las había dicho para adorarle (v.10). Pero éste rehúsa ese honor, declarándose sierro del único Dios y Señor, como Juan y como todos los fieles que en la tierra dan testimonio de Jesucristo. Esta misma escena se repetirá después en Ap 22:8-9. Y se encuentra con bastante frecuencia en los apócrifos, como, por ejemplo, en la Ascensión de Isaías 7:21: "Yo caí rostro a tierra para adorarle, y el ángel que me conducía no me lo permitió, sino que me dijo: No adores ni trono ni ángel que pertenezcan a los seis cielos (de donde he sido enviado para guiarte), sino únicamente (a aquel) que yo te indicaré en el séptimo cielo".

            Con la escena que nos describe San Juan, tal vez quiera oponerse y atacar a los excesos de ciertas tendencias judías (o judeo-cristianas) que trataban de dar culto a los ángeles, considerándolos superiores a Cristo. Y más probablemente trate de oponerse a las prácticas gnósticas contemporáneas, bastante extendidas entre los falsos cristianos de Asia Menor. Los judíos llegaron, por su parte, en algunas ocasiones hasta adorar a los ángeles, como testifica expresamente Clemente de Alejandría. Sin embargo, el ángel, en nuestro caso, se considera consejero de Juan y de los demás cristianos, todos ellos siervos de Dios. Por consiguiente, tanto los ángeles como los fieles cristianos son criaturas dependientes de Dios, y como tales inferiores en categoría a la Divinidad.

            Las últimas palabras del ángel (el testimonio de Jesús) designan la Palabra de Dios, atestiguada por Cristo, y que todo cristiano posee en sí. Es el conjunto de la revelación que Cristo nos comunicó de parte de su Padre. Esta revelación o palabra de Dios es la que inspira a los profetas, a los apóstoles y a todos aquellos que recibieron el encargo de transmitir al mundo el mensaje de Dios. Por consiguiente, la profecía se apoya en el testimonio dado por Jesucristo, y la poseen todos los fieles en mayor o menor grado. El Apocalipsis es, pues, una explicación de las enseñanzas de Cristo, un testimonio dado sobre el Salvador; y de aquí procede su valor. El mismo Jesús había dicho que el Espíritu Santo daría testimonio de él por medio de los apóstoles, y de los demás fieles en quienes había de morar.

as) El exterminio de las 2 bestias, 19:11-20-15

            Después de la caída de Babilonia (e.d. Roma), profetizada en Ap 14:8 y realizada en Ap 16:19-20, el vidente de Patmos da un paso más para describirnos el exterminio de la Bestia y de sus aliados (las naciones paganas). Vamos a asistir a un triple exterminio: el de los anticristos (Ap 19:17-21), el de Satanás (Ap 20:10) y el de la muerte (Ap 20:14). Cristo en persona se reserva el exterminio de los anticristos.

            El Mesías, transportado al cielo en el cap. 12, reaparece triunfante sobre la tierra. Va a dar la batalla definitiva contra todos los anticristos que se oponen al reino de Dios. El ejército del Cordero, acampado frente a las Bestias en el cap. 14, se lanza, finalmente, a la ofensiva (que traerá como consecuencia la destrucción del Reino del Anticristo). Jesucristo aparece como un caballero sobre un caballo blanco, al frente de su ejército. Al otro lado se presenta la Bestia con el pseudoprofeta y los reyes que los siguen.

            En la batalla, Jesucristo (el Cordero) derrota a los ejércitos paganos con la palabra de su boca. La Bestia y el pseudoprofeta son capturados y lanzados al lago de fuego (v.20), mientras que todos los demás son muertos con la espada del Rey de reyes (v.21). Entonces comienza el reino de 1.000 años del Mesías y de los suyos (Ap 20:1-6). Pero todavía el diablo organiza una nueva conspiración contra el reino de Cristo, que terminará con la victoria de Jesucristo y el juicio final (Ap 20:7-15).

            Podemos dividir esta sección del modo siguiente: 1º el Rey de reyes aparece con su ejército (Ap 19:11-16); 2º un ángel proclama el exterminio de los enemigos de Cristo (Ap 19:17-18); 3º la Bestia y sus partidarios son vencidos y arrojados al estanque de fuego (Ap 19:19-21); 4º tiene lugar el milenio (Ap 20:1-6); 5º última batalla escatológica de Satán contra la Iglesia (Ap 20:7-10); 6º juicio final delante del trono de Dios (Ap 20:11-15).

at) El rey de reyes aparece con su ejército, 19:11-16

11Vi el cielo cubierto, y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba es llamado Fiel, Verídico, y con justicia juzga y hace la guerra. 12Sus ojos son como llama de fuego, lleva en su cabeza muchas diademas, y tiene un nombre escrito que nadie conoce sino él mismo, 13y viste un manto empapado en sangre, y tiene por nombre Verbo de Dios. 14Le siguen los ejércitos celestes sobre caballos blancos, vestidos de lino blanco, puro. 15De su boca sale una espada aguda para herir con ella a las naciones y El las regirá con vara de hierro, y El pisa el lagar del vino del furor de la cólera de Dios todopoderoso. 16Tiene sobre su manto y sobre su muslo escrito su nombre: Rey de reyes, Señor de señores.

            La escena cambia de nuevo, lo mismo que las imágenes. Como otras veces, nuestro autor ve que el cielo se abre y aparece un caballo blanco, símbolo de victoria. Sobre él viene Jesucristo, que, como capitán, se pone al frente de su ejército. El Mesías que aquí aparece tiene el mismo aspecto que el jinete parto de Ap 6:2. El AT nos ofrece una escena un tanto parecida en sus salmos. Allí un pueblo numeroso como las gotas del rocío se ofrece al Mesías, y éste, seguido de los suyos, domina a sus enemigos y los aplasta, dejando la tierra sembrada de cadáveres.

            El Jinete misterioso de nuestro pasaje viene del cielo a combatir al Dragón infernal que procedía del abismo. Se le dan varios nombres (el Fiel, el Verídico) porque, efectivamente, él cumple siempre las promesas que ha hecho a sus fieles servidores. Y ahora se dispone a ejecutar lo que tantas veces prometió en este libro: va a juzgar con justicia y a hacer la guerra también con justicia (v.11). Como justo que es, juzga con justicia (como el Enmanuel de Isaías) y hace la guerra para aplastar al impío y hacer desaparecer la iniquidad de la tierra. Los fieles servidores de Cristo no quedarán defraudados en sus esperanzas. Todos los que han sufrido por Cristo serán recompensados, pues el Señor nunca deja incumplida su palabra.

            La descripción que nos da el autor sagrado de ese Jinete celeste se inspira en la 1ª visión del Apocalipsis. Sus ojos son como llamas de fuego, que todo lo penetran. Como Rey de reyes, lleva ceñidas a la cabeza muchas coronas. El Dragón tenía 7 diademas sobre 7 cabezas, y la Bestia llevaba 10 coronas sobre 10 cuernos. Pero Jesucristo lleva muchas más que sus antagonistas, como dominador que es de todos los pueblos. Tiene también un nombre escrito, que nadie conoce, porque, siendo divino, es trascendente y está fuera del alcance de la humana inteligencia (v.12). Lo lleva escrito probablemente en las coronas o en la tiara. Ese nombre es el de Verbo de Dios. El término Logos, empleado aquí por el autor sagrado, sólo aparece en el NT en los escritos joánicos. Sólo Dios puede conocer su propia esencia, de la cual el nombre es la expresión.

            El Verbo de Dios aparece vestido con un manto empapado en sangre (ν.13). Esta imagen puede significar la sangre de los enemigos que ya venció, y es augurio de los que vencerá. Nuestro texto parece inspirarse en Is 63:1-3, en que el profeta describe a Dios volviendo vencedor de Edom, con el manto salpicado de sangre. Pero el manto empapado en sangre tal vez pudiera aludir a la propia sangre de Cristo, derramada por los hombres, y con la cual obtuvo la victoria sobre el poder infernal, victoria que ahora va a manifestarse.

            El nombre de este Jinete victorioso es el de Verbo de Dios (ó Λόγος του Θεού). Semejante expresión para designar a Jesucristo es joánica y ofrece un fuerte argumento para probar que el autor del Apocalipsis es el mismo que el autor del 4º evangelio y la 1ª Carta de Juan. Cristo es el Verbo, la Palabra de Dios, porque es el eterno reverbero del Padre. Es la Palabra que el Padre pronuncia ab aeterno, la 2ª persona de la Santísima Trinidad, que se ha revelado al mundo en Jesús.

            En la teología de San Juan, el Verbo es una persona divina igual al Padre. De modo que ya no se trata de una personificación poética, como la de la Sabiduría en el AT o la del Memra en la teología judía. El término Logos lo debió de tomar San Juan del ambiente judeo-helenístico, pero dándole un sentido nuevo que sobrepasa todas las lucubraciones teológico-filosóficas de Filón y del rabinismo.

            Detrás del jinete montado sobre un caballo blanco avanzan los ejércitos celestes. Todos montan, como su jefe, caballos blancos y van vestidos con ropa de lino blanco (v.14), que es el vestido común de "todos los justos desde los tiempos de Adán", según expresión de la Ascensión de Isaías. Los vestidos blancos y los caballos blancos del ejército de Cristo simbolizan la victoria y la gloria de que gozan en el cielo. Son los santos que lograron triunfar de los enemigos de Dios y de la Iglesia, cuando vivían en este mundo. Ahora pelearán a las órdenes de Cristo contra los reyes enemigos, y vencerán.

            De la boca del Jinete divino, galopando al frente de sus huestes, sale una espada aguda para herir con ella a las naciones (v.15). Es la espada del poder y de la justicia de Dios. Es el símbolo de su poder judicial y del rigor de sus sentencias, con las cuales castigará al impío, según el oráculo de Isaías: "Juzgará en justicia al pobre y en equidad a los humildes de la tierra. Y herirá al tirano con los decretos de su boca, y con su aliento matará al impío".

            Cristo regirá con cetro de hierro las naciones, como se le promete en Sal 2:9, y a semejanza de Yahveh, vengador de Edom, pisa a sus enemigos amontonados como uvas en el lagar del vino del furor de la cólera de Dios todopoderoso. Dios va a dar a beber a las naciones paganas enemigas de Cristo el vino ardoroso del castigo divino y triturará sus ejércitos como se tritura la uva madura. Todo esto simboliza el gran triunfo de Cristo y de sus seguidores.

            Jesucristo, durante su vida, no cumplió estas profecías, pues su mesianismo estuvo lleno de dulzura, mansedumbre y sufrimiento. El mesianismo de perspectivas gloriosas, de dominación universal, no se había realizado. Ahora los cristianos esperaban el cumplimiento de esta parte del programa con la parusía de Cristo y el castigo de los enemigos del nombre cristiano. La concepción de un Mesías dominador y avasallador de sus enemigos, propia del judaísmo del s. I, debió de persistir por algún tiempo en ciertos ambientes cristianos.

            Finalmente, y para declararnos quién es este personaje (cuyo nombre propio, Verbo de Dios, no es inteligible), nos da otro nombre suyo que resultaba más claro, e indica su alta dignidad. San Juan nos dice que llevaba escrito en su manto y en su muslo, probablemente en la parte del manto que cubre el muslo, el nombre más inteligible por ser más humano: Rey de reyes y Señor de señores (v.16).

            Rey de reyes designa a un rey que tiene bajo su cetro otros reyes que le reconocen como soberano. Los reyes de Asiría, de Babilonia y de Persia se llamaban "rey de reyes" porque tenían muchos reyes que les rendían vasallaje. Del Mesías se dice muchas veces que su Imperio se extenderá hasta el cabo de la tierra, y que los reyes le rendirán homenaje.

            A tal Soberano lo siguieron los ejércitos del cielo, las legiones de ángeles y santos montadas en caballos blancos y vestidos de lino blanco y puro, todo ello en señal de victoria. Este ejército blanco que sigue a su Rey montado sobre un caballo blanco recuerda las entradas triunfales de los emperadores cuando volvían vencedores a Roma. El título Señor de señores tiene también una significación regia y triunfal. Este título debió de ser usado por la Iglesia primitiva muy pronto, aplicándolo a Cristo para expresar su divinidad y su dignidad de Rey-Mesías. Aquí la expresión Señor de los señores indica una soberanía sobre los mismos emperadores romanos.

au) El exterminio de los enemigos de Cristo, 19:17-18

17Vi un ángel puesto de pie en el sol, que gritó con una gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan por lo alto del cielo: Venid, congregaos al gran festín de Dios, 18para comer las carnes de los reyes, las carnes de los tribunos, las carnes de los valientes, las carnes de los caballos y de los que cabalgan en ellos, las carnes de todos los libres y de los esclavos, de los pequeños y de los grandes.

            San Juan contempla un nuevo ángel de pie sobre el sol, posiblemente para que el sol, en su marcha (pues antiguamente se creía que el sol se movía respecto de nosotros), le transportase sobre toda la tierra. El ángel lanza con poderosa voz una invitación a todas las aves carnívoras de la tierra, diciéndoles: Venid, congregaos al gran festín de Dios (v.17).

            Este festín de Dios es un rasgo apocalíptico que se confunde con el sacrificio de Dios. Recuérdese que, en el AT, los sacrificios pacíficos iban acompañados de un banquete post-sacrificial. La expresión festín de Dios también pudiera ser una especie de superlativo para significar la mayor carnicería que la tierra haya visto, ejecutada sobre los enemigos de Dios. Las aves carnívoras que aquí aparecen, invitadas a participar del siniestro festín, es otro detalle propio de la apocalíptica. Los monumentos asirios nos presentan las aves carnívoras sobre los cadáveres tendidos en el campo de batalla.

            La invitación que el ángel hace a todas las aves del cielo se inspira en Ez 39:4.17-20. En este pasaje de Ezequiel se describe la gran carnicería ejecutada por Dios sobre las huestes de Gog y Magog, las cuales caerán en los montes de Israel con todos los ejércitos y todos los pueblos que les acompañaban. El profeta oye que le ordena el Señor: "Di a las aves de toda especie y a todas las bestias del campo: Reunios y venid. Juntaos de todas partes para comer las víctimas que yo inmolo para vosotras, sacrificio inmenso, sobre los montes de Israel. Comeréis las carnes y beberéis la sangre; comeréis carne de héroes, beberéis sangre de príncipes de la tierra. Carneros, corderos, machos cabríos y toros, gordos como los de Basan. Comeréis gordura hasta saciaros; beberéis sangre hasta embriagaros, de las víctimas que para vosotros inmolaré. Os saturaréis a mi mesa de caballos y jinetes, de héroes y guerreros de toda suerte, dice el Señor Dios".

            Las expresiones tan fuertes empleadas por San Juan en este pasaje (tomadas en parte de Ezequiel), y tan conformes con el estilo apocalíptico, no hay que tomarlas al pie de la letra. Es conveniente tener presente que las victorias del Verbo de Dios son ante todo espirituales, como lo es también su ejército. El autor sagrado lo que intenta con estas imágenes es anunciar la gran derrota de los enemigos de Dios.

av) El exterminio de la bestia por Cristo, 19:19-21

19Y vi a la bestia, y a los reyes de la tierra, y a sus ejércitos, reunidos para hacer la guerra al que montaba el caballo y a su ejército. 20Y fue aprisionada la bestia, y con ella el falso profeta, que hacía señales delante de ella, con las cuales extraviaba a los que habían recibido el carácter de la bestia y a los que adoraban su imagen; vivos fueron arrojados ambos al lago de fuego que arde con azufre. 21Los demás fueron muertos por la espada que le salía de la boca al que montaba el caballo, y todas las aves se hartaron de sus carnes.

            Tenemos en este pasaje la descripción del aniquilamiento de las 2 bestias del cap. 13. La Bestia salida del mar, juntamente con el Dragón, habían logrado extender su dominio sobre el mundo, reuniendo a los reyes en una guerra contra Dios. Pero al presente son enteramente derrotados por Cristo y por su ejército. San Juan no se cuida de describirnos la batalla que parece anunciarse. Solamente describe sus efectos, como ya lo había hecho en el caso de la ruina de Roma. Y es natural que el autor sagrado no se detenga a narrar la batalla, porque ¿qué lucha va a tener lugar entre el cielo y la tierra, entre Dios y los hombres?

            San Juan nos presenta reunidos los ejércitos de la Bestia y de los reyes sus aliados, ya preparados para hacer la guerra a Cristo y a sus huestes (v.19). Pero, de pronto, el vidente de Patmos nos presenta a los 2 jefes principales del ejército contrario a Cristo acorralados y sujetados fuertemente. La Bestia, en efecto, cae prisionera, y con ella la otra Bestia, que aquí es llamada Falso Profeta (que con sus falsos prodigios extraviaba a las gentes, induciéndolas a que adorasen a la Bestia). Ambas son arrojadas vivas al lago de fuego que arde con azufre (v.20).

            La imagen de este castigo está tomada de Is 30:33 y, principalmente, de Dan 7:11. La metáfora de que ambas Bestias fueron arrojadas al fuego significa la destrucción total y definitiva de los dos aliados, que representan colectividades más bien que individuos. El que sean cogidos y arrojados al estanque de fuego no obliga a considerarlos como personas, pues en Ap 20:14 también serán arrojadas al fuego el hades y la muerte. El Dragón también será arrojado al lago de fuego en Ap 20:10. Era el lugar destinado para el diablo y para todos los secuaces de él. El estanque de fuego es el equivalente de la gehenna de los evangelios. En él ardía continuamente un fuego inextinguible con azufre. Los tormentos que en él recibían los malvados eran indescriptibles.

            De este modo, los 2 aliados (es decir, las 2 bestias) a los que alentaba el Dragón, quedan fuera de combate, impotentes por ahora para dañar. Y el ejército que los seguía, junto con los reyes que lo mandaban, fue desbaratado, y todos los miembros que lo componían fueron muertos por la espada que salía de la boca del Verbo de Dios, o sea por el poder de su palabra. Y sus cuerpos fueron pasto de las aves carnívoras (v.21). Así termina la lucha tantas veces anunciada. El que se llama Fiel y Verídico cumple su palabra, acabando totalmente con los enemigos y perseguidores de sus fieles. San Juan parece como querer mostrarnos con su descripción que fue cosa fácil para Jesucristo omnipotente vencer a las 2 bestias y a sus secuaces.

aw) El reino de mil años, 20:1-6

1Vi un ángel que descendía del cielo, trayendo la llave del abismo y una gran cadena en su mano. 2Cogió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo, Satanás, y le encadenó por mil años. 3Le arrojó al abismo y cerró, y encima de él puso un sello para que no extraviase más a las naciones hasta terminados los mil años, después de los cuales será soltado por poco tiempo. 4Vi tronos, y sentáronse en ellos, y fueles dado el poder de juzgar, y vi las almas de los que habían sido degollados por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, y cuantos no habían adorado a la bestia, ni a su imagen, y no habían recibido la marca sobre su frente y sobre su mano; y vivieron y reinaron con Cristo mil años. 5Los restantes muertos no vivieron hasta terminados los mil años. Esta es la primera resurrección. 6Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; sobre ellos no tendrá poder la segunda muerte, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con El por mil años.

            En esta sección del cap. 20 tenemos 2 cuadros distintos: el encadenamiento de Satanás en el abismo (v.1-3) y el reino de 1.000 años de Cristo y de los elegidos (v.4-6) Condenadas al lago de fuego y azufre las encarnaciones humanas del Dragón, va a ser aprisionado ahora, finalmente, el mismo Dragón.

            El vidente de Patmos contempla un ángel que desciende del cielo con las llaves del abismo y una gran cadena en su mano (v.1). Viene preparado para la misión que Dios le ha encomendado en favor de su Iglesia. Va a hacer prisionero al Dragón, encadenándolo y encerrándolo por cierto tiempo en el abismo. En Is 24:21-22 se dice que Dios castigará a los reyes de la tierra en el "día de Yahveh", y "serán encerrados, presos en la mazmorra, encarcelados en la prisión, y después de muchos días serán visitados".

            La idea de Isaías se parece bastante a la de San Juan. El Abismo en el cual será encerrado el Dragón es el lugar en que se encuentran las potencias infernales. Dios tiene el poder de abrir y cerrar este abismo, pues posee la llave del hades y de la muerte. De ahí que pueda mandar al ángel con la llave para encerrar en él al Dragón. Y, en efecto, el ángel cogió al Dragón y lo ató con la cadena durante 1.000 años (v.2).

            El autor sagrado identifica expresamente al Dragón encadenado con Satanás, o lo que es lo mismo, con el Diablo y la serpiente antigua. Esta última expresión alude al reptil seductor de nuestros primeros padres. Fue el que introdujo la desobediencia en el mundo. Y con la desobediencia entró el pecado y la muerte, como dice muy bien el libro de la Sabiduría: "Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen". Se le llama serpiente antigua porque ya aparece en los albores de la humanidad.

            La prisión del Dragón en el Abismo durará 1.000 años. Este período de tiempo tiene una importancia especial en esta sección, en donde se repite hasta 5 veces. Es el tema peculiar de esta 1ª parte del cap. 20. El nº 1.000 indica un tiempo muy largo, pero indefinido. Y, por largo que sea, en comparación con la eternidad resulta sólo un pequeño lapso de tiempo.

            Una vez que el ángel encadenó al Dragón, lo arrojó al abismo y lo cerró con la llave, poniendo sobre él el sello de Dios, para que no pudiera salir y extraviar a las naciones (v.3). Durante la prisión, que durará 1.000 años, el Dragón no podrá seguir seduciendo a las naciones contra la Iglesia de Cristo. De este modo, los cristianos se verán libres de sus más fieros enemigos, que les perseguían a muerte. Y podrán gozar de paz durante todo este tiempo. Pasados los 1.000 años, se le dará suelta al Dragón un poco de tiempo para que ponga en ejecución su postrera hazaña, a la que seguirá la derrota definitiva.

            La prisión en la que es encadenado y encerrado el Dragón es distinta del lago de fuego, al que fueron arrojados la Bestia y el pseudo-profeta, y en el que será arrojado luego el mismo Dragón. El lago es el lugar de tormento en el que expían sus pecados los condenados; el abismo, en cambio, es una prisión provisional de detenidos, en el que el Dragón sufrirá un castigo preliminar antes de su derrota definitiva. Sin embargo, no hay que tomar demasiado al pie de la letra las palabras de un libro como el Apocalipsis, en que tanto abunda el lenguaje figurado.

            El encadenamiento del Dragón durante 1.000 años significa la limitación de los poderes subversivos del demonio. Es la neutralización de su poder, de su actividad, disminuyendo aún más la libertad que se le había dejado en Ap 12:9. Este encadenamiento del Diablo ha de entenderse en el mismo sentido que el del fuerte atado de Mt 12:29. San Agustín explica también nuestro pasaje en el sentido de una neutralización parcial del poder diabólico.

            La expresión 1.000 años es un número redondo, que designa, como ya dejamos dicho, un tiempo muy largo, de duración casi infinita. San Jerónimo y San Agustín, con la mayor parte de los exegetas que dependen de ellos, creen que estos 1.000 años designan el período de tiempo existente entre la 1ª venida de Cristo y la consumación final. El corto período en que será librado Satanás lo identifican con el período de 3,5 años de actividad del Anticristo.

            El Imperio Romano idolátrico, hasta aquí animado por el espíritu de Satanás, reconocerá al fin su error, cesará de perseguir el nombre de Cristo, dará la paz a la Iglesia y se confesará él mismo cristiano. La mayor venganza de Dios está en que sus enemigos se conviertan a él, reconociendo su error (como se vio en el caso de Saulo, San Pablo, cuando tan encarnizadamente le perseguía). Llegamos, pues, al día de la victoria y de la paz. ¿Cuánto durará esta paz?

            Los profetas no le ponen término. Tanto como el sol y la luna, dicen Jeremías y el salmo. San Juan señala la duración de 1.000 años, es decir, un espacio de tiempo muy largo, una eternidad. ¿Había de ser el profeta del NT menos optimista que los del AT? De ninguna manera. Sin embargo, los profetas del AT nos presentan el mesianismo (o sea, el reino de Dios) realizado en la tierra, mientras que, para el vidente de Patmos, esta realización sobre la tierra es tan sólo transitoria. Su realización definitiva será en el cielo, gozando de la vida eterna, que es la vida de Dios. Allí es donde tendrán pleno cumplimiento las palabras del ángel a la Santísima Virgen: "Su reino no tendrá fin".

            San Juan continúa describiéndonos su visión: ve que se colocan tronos y sobre ellos se sientan ciertos personajes para juzgar (v.4). Según el estilo apocalíptico, no dice quién coloca esos tronos. Tampoco se dice si es en la tierra o en el cielo. A la verdad, lo mismo puede ser abajo que arriba, pues los que en ellos se han de sentar son del cielo, mas, por su influencia, estarán también en la tierra. Los personajes que se sientan en los tronos lo hacen en función de jueces. Juan tampoco nos dice quiénes eran los que se sentaron en los tronos.

            En el NT se dice de los 12 apóstoles: "En verdad os digo que vosotros, los que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel". Pero también se dice de todos los cristianos que se sentarán en tronos y juzgarán al mundo: "¿Acaso no sabéis (dice San Pablo) que los santos han de juzgar al mundo? ¿No sabéis que hemos de juzgar aun a los ángeles?". El vidente de Patmos, siguiendo esta misma doctrina, presenta a los fieles cristianos participando ya de la potestad regia y judicial de Jesucristo.

            Entre todos estos cristianos ocupan un lugar preeminente los mártires que habían sido degollados por el testimonio de Jesús y los que no habían adorado a la Bestia ni habían recibido su marca. Estos son los que ve San Juan sentarse sobre los tronos preparados para juzgar. Todos éstos, es decir, los mártires y confesores, vivirán y reinaran con Cristo por espacio de 1.000 años.

            El autor sagrado no nos dice dónde reinarán, si en el cielo o en la tierra. Pero parece que San Juan se refiere a un reinado de los fieles cristianos de índole espiritual. Una vez que el instigador a la guerra fue aprisionado, la paz reinará en la tierra por un tiempo indefinido. Es la duración del reinado del Príncipe de la Paz. Los cristianos fieles a Cristo vivirán reinando, es decir, ejerciendo funciones de reyes. ¿Qué significa esto?

            Ante todo, hemos de advertir que reinar con Cristo es participar de su autoridad soberana de rey. Jesucristo, como dice San Pablo, en premio de su obediencia hasta la muerte de cruz, recibió la suprema autoridad de Señor, de Soberano, sobre los cielos, la tierra y los infiernos. San Juan, por su parte, dice de Jesús que es Rey de reyes y Señor de señores. Esta es la realeza que el Salvador confesó poseer ante Pilato. ¿En qué consiste el ejercicio de esa realeza? Pues consiste en distribuir a los hombres la gracia que con su pasión nos mereció, de suerte que con ella unos alcancen la vida eterna y otros justifiquen la conducta de Dios al ser excluidos de ella.

            El Señor prometió a los apóstoles, como premio por haberle seguido, que se sentarían en 12 tronos para juzgar a las 12 tribus de Israel. Juzgar es igual que gobernar, que reinar sobre el pueblo de Dios, sobre la Iglesia. Lo que se promete a los apóstoles por haber seguido a Cristo, lo atribuye ahora el autor sagrado a los que en medio de las persecuciones le siguieron sin temor a la muerte. Dios hace justicia a los santos en cuanto que les concede la gracia de reinar en lugar de sus perseguidores.

            La fe católica confiesa que el Señor honra a los santos del cielo otorgándoles influencia en el mundo por medio de su intercesión. Además, gusta de tomarlos como ministros suyos en la comunicación de su gracia, no porque de ellos tenga necesidad, sino para honrar a los que le honraron en la tierra. En esto consiste precisamente ese reinar de los fieles con Cristo por mil años. Entre todos ocupará el primer lugar la Virgen Madre (Reina de los mártires), con su esposo San José; después los apóstoles (según la promesa del Señor), y luego cuantos superaron las pruebas (cada uno según sus merecimientos).

            Esta gloria que los santos reciben después de su muerte es la 1ª resurrección, en la cual no toman parte los demás muertos (v.5). ¿Quiénes son estos muertos? Pues todos los demás que no han pasado por el fuego de la persecución. El vidente de Patmos parece mirar aquí principalmente a los que se mantuvieron fieles en la presente persecución, pues su propósito es alentar a los fieles a soportarla. Pero el motivo formal de su afirmación parece exigir que en esta categoría se incluyan también los que en tiempos anteriores pasaron por las mismas pruebas y los que habían de pasar en el futuro.

            Algunos autores, en cambio, interpretan la expresión los restantes muertos de los que adoraron a la Bestia. Estos idólatras no participarán con Cristo del reinado espiritual por espacio de 1.000 años. Continuarán muertos hasta la resurrección corporal de todos los difuntos, y entonces resucitarán para ser castigados en el infierno. Según esto, el autor del Apocalipsis contrapondría la resurrección espiritual, por medio de la gracia, en este mundo, que tendrá su plena expansión en el cielo, y la corporal, al fin del mundo. La resurrección primera es la que se ejecuta ya en la vida presente mediante la gracia; la resurrección 2ª tendrá lugar al fin del mundo, cuando resuciten corporalmente todos los muertos.

            San Juan llama bienaventurados a los que tengan parte en esta 1ª resurrección, porque, si se mantienen fieles a la gracia, tienen ya asegurada la vida eterna; y la 2ª muerte, es decir, la muerte eterna, no tendrá poder sobre ellos (v.6). El vidente de Patmos quiere consolar a los cristianos y animarlos para que se mantengan firmes en su fe. El que esto haga será dichoso y santo, en cuanto que será en el cielo lo que eran los sacerdotes en el templo de la tierra, que vivían cerca de Dios y en su presencia, presentándole las ofrendas y los sacrificios. Tendrá una relación más íntima, una especial vinculación con Dios, como la que tenían los reyes y los sacerdotes de la Antigua Ley. Será, como Jesucristo, rey, con poder para juzgar, y sacerdote, con potestad para ofrecerle las oraciones y los sacrificios de toda la Iglesia y de la humanidad.

            Todo esto durará 1.000 años. El que tenga parte en la 1ª resurrección, propia de los mártires y de los que han padecido por el nombre de Cristo, reinarán con Cristo por mil años y tendrán asegurada la resurrección final, porque el Señor ha afirmado: "Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el reino de los cielos".

            Este período de 1.000 años tiene poca importancia en el conjunto del Apocalipsis. Sin embargo, en esta sección (Ap 20:1-6) se insiste varias veces en dicho lapso de tiempo. Todo el interés del Apocalipsis pasa directamente de los 3,5 años de persecución a la vida de la nueva Jerusalén, que durará por siempre.

            El reino milenario de Cristo ha recibido diversas explicaciones en el decurso de la historia. Para unos sería un reinado de Cristo con los suyos sobre la tierra; para otros, en cambio, se trataría de un reinado espiritual, bien en este mundo o bien en el otro. En el AT, el reino glorioso del Mesías se coloca en la tierra, ya que la teología hebrea no llegó a descubrir la retribución en la vida futura hasta el s. V a.C. A partir de esta época, la etapa mesiánica se desdobla en 2 fases: una terrena y otra celeste.

            La fase terrena tendría una duración en la que no concuerdan los doctores judíos. Para Aquiba tendría una duración de 40 años, en conformidad con el tiempo que estuvieron los hebreos en el desierto. Para 4 Esd 7:28, la duración sería de 400 años, según el tiempo de la cautividad egipcia. Eliezer extiende la duración de la fase terrestre del mesianismo a 1.000 años. San Juan parece seguir esta misma opinión, que debía de estar bastante extendida por los ambientes judíos del s. I d.C.

            La fase celeste y ultraterrena sería la continuación de la etapa terrena. La doctrina judía sobre la etapa terrestre del mesianismo (es decir, sobre el milenarismo) debió penetrar en los ambientes cristianos del s. I. Pues en las ideas de Cerinto encontramos ya vestigios de la doctrina milenarista, que se extenderá bastante entre los escritores cristianos de aquella época.

            Una antigua creencia judía, atestiguada en el Diálogo con Trifón (ca. 80-81) de San Justino, afirmaba que el reino mesiánico inauguraría el 7º milenio del mundo. Jerusalén sería restaurada, resucitarían los patriarcas, los profetas y todos los santos, y vivirían en una gran prosperidad y paz. Esta creencia fue aceptada por diversos escritores cristianos de los primeros siglos, los cuales esperaban que Cristo reinase 1.000 años en Jerusalén (cf. v.5), antes del último juicio. La misma Epístola de Bernabé (15:4-9) admite este milenarismo, explicando que el 7º milenio sería el sábado del mundo, que precedería al 8º día (o sea, a la eternidad) y habría de comenzar con el Juicio Final.

            Papías también creía en el reino de 1.000 años, que tendría lugar después de la resurrección de los muertos. Cristo reinaría visiblemente sobre la tierra con los elegidos por espacio de un milenio. Durante este tiempo, la fecundidad de la tierra sería algo prodigioso. San Justino se inclina de igual modo en favor del milenarismo. Según él, después que el Anticristo sea encadenado, Jerusalén será reedificada y habitada por los cristianos, en compañía de Cristo, durante 1.000 años. Y estas ideas las atribuye al autor del Apocalipsis. También San Ireneo admite la creencia milenarista como una verdad de fe, principalmente porque muchos de los que la negaban rechazaban al mismo tiempo la resurrección de la carne. Lo mismo pensaron Tertuliano (siguiendo a los montanistas) y San Hipólito (que defendió el milenarismo en contra del presbítero Cayo, el cual negaba la autenticidad joánica del Apocalipsis para combatir más de raíz el milenarismo). Se cuentan, además, entre los partidarios del milenarismo, Metodio de Olimpo, Apolinar de Laodicea, Lactancio y Victorino de Pettau.

            Sin embargo, no hay que pensar que la creencia milenarista constituyese un dogma de la Iglesia primitiva. Muchos otros grandes escritores y santos del cristianismo primitivo (como San Clemente Romano, Hermas, Clemente Alejandrino, San Cipriano, San Dionisio de Alejandría, San Efrén) ignoran o combaten claramente el milenarismo. Orígenes escribió en contra de esta creencia milenarista, tratándola de necedad judía. San Jerónimo (siguiendo a Triconio, en numerosos pasajes de sus obras) interpreta el milenarismo en sentido espiritual; aunque, por otra parte, se muestra bastante indulgente con las ideas milenaristas. Pero será San Agustín, después de algunas incertidumbres iniciales, el que dará la interpretación que se hará clásica en la Iglesia.

            La interpretación espiritual dada por San Agustín consiste en lo siguiente: el milenio abarcaría todo el tiempo comprendido entre la encarnación de Cristo y su retorno glorioso al fin de los tiempos. Durante este tiempo, la actividad del Diablo será coartada y restringida. Cristo reinará con la Iglesia militante en la tierra hasta la consumación de los siglos. La 1ª resurrección ha de entenderse, por lo tanto, espiritualmente, y designa el bautismo (o sea, el nacimiento a la vida de la gracia). La vida regenerada del cristiano es llamada 1ª resurrección, en contraposición a la resurrección general o 2ª. Igual que la muerte 1ª (que es la separación del cuerpo y del alma) se opone a la 2ª muerte (o condenación eterna, comenzada en la tierra por el pecado). Así, la 1ª resurrección se opone implícitamente a una 2ª resurrección (que seguirá a la parusía y será corporal y general). Los tronos del v.4 significarían para San Agustín la jerarquía católica, que tiene el poder de atar y desatar.

            Por lo expuesto se desprende que San Agustín se inclina por la Iglesia militante. Sin embargo, no hay que pensar que excluya la Iglesia triunfante, pues San Juan asocia íntimamente la una con la otra. Los bienaventurados, sobre todo los mártires, así como todos los fieles en general, reinan con Cristo ya antes de la parusía. Unos reinan mediante la vida de la gracia, los otros mediante la vida en la gloria. Por consiguiente, el milenio viene a ser como un cuadro de la vida de la Iglesia, tanto en su estadio provisorio como en el estadio definitivo. Los bienaventurados (mártires, confesores...) reinan con Cristo en el cielo, y los fieles que vienen a este mundo reinan con Cristo mediante la vida de la gracia. "La profecía del milenio (dice Alio), que forma un cuerpo perfecto con las otras profecías del libro, es simplemente la figura del dominio espiritual de la Iglesia militante unida a la Iglesia triunfante, después de la glorificación de Jesús, hasta el fin del mundo".

            Algunos autores modernos sugieren otra interpretación: "La resurrección de los mártires simbolizaría la renovación de la Iglesia después de la persecución de Roma, como la resurrección de los huesos de Ez 37:1, simbolizaba la renovación del pueblo israelita después de la dispersión del destierro".

            El milenarismo, después de San Agustín, fue perdiendo importancia, hasta desaparecer casi completamente. Sin embargo, ha dejado curiosos vestigios, como las oraciones para obtener la gracia de la 1ª resurrección, contenidas en antiguos libros litúrgicos de la Iglesia de Occidente. Y en diversas épocas han ido apareciendo obras que defienden las ideas milenaristas o muestran simpatía hacia ellas. La Iglesia no las ha condenado como heréticas, pero sí como erróneas, poniendo en el índice de libros prohibidos varios trabajos modernos.

ax) La guerra de Satanás contra la Iglesia, 20:7-10

7Cuando se hubieren acabado los mil años, será Satanás soltado de su prisión 8y saldrá a extraviar a las naciones que moran en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, y reunirlos para la guerra, cuyo ejército será como las arenas del mar. 9Subirán sobre la anchura de la tierra, y cercarán el campamento de los santos y la ciudad amada. Pero descenderá fuego del cielo y los devorará. 10El diablo, que los extraviaba, será arrojado en el estanque de fuego y azufre, donde están también la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos.

            Pasados los 1.000 años en que el Diablo estuvo encadenado, será soltado, y entonces se dedicará a seducir al mundo y a juntar fuerzas para dar el último asalto contra Dios (v.7). Como el Imperio Romano y el sacerdocio pagano (simbolizados por las 2 bestias) ya habían desaparecido (aniquilados por Jesucristo y su ejército), Satanás busca aliados y colaboradores en las hordas bárbaras de los escitas de Gog y Magog.

            Para la redacción de este último episodio de la lucha entre Cristo y Satanás, San Juan se ha inspirado en Ezequiel (v.38-39), en donde se habla de la invasión de Gog. Los pueblos escitas, a los que pertenecían Gog y Magog, se hicieron célebres en la literatura judía después de su invasión en Asia (ca. 630 a.C) por su ferocidad. Ezequiel nos presenta a Israel recientemente restaurado, que habita en su tierra tranquilo y confiando más en la protección del Señor que en la fortaleza de sus ciudades, desprovistas de murallas. De las regiones del aquilón llega una invasión feroz de pueblos desconocidos, los cuales, atraídos por la fácil presa que Israel les ofrece, pretenden acabar con él. Pero el Señor interviene en favor de su pueblo, siembra la discordia en el campo de los invasores y unos a otros se destrozan totalmente.

            Jesucristo también nos habla de que al fin de los tiempos las luchas perpetuas entre la ciudad del mundo y la ciudad de Dios se agravarán. Y San Pablo, escribiendo a los tesalonicenses, también dice que llegará un tiempo en que el hombre de iniquidad será dejado libre, y "entonces se manifestará el inicuo, a quien el Señor Jesús matará con el aliento de su boca, destruyéndole con la manifestación de su venida".

            Pues lo que el Salvador y su apóstol nos exponen en esta forma, San Juan nos lo va a declarar inspirándose, como ya dijimos, en Ezequiel. Al Diablo, una vez suelto, se le permitirá desarrollar su labor ordinaria, que es extravían a las naciones que moran en los 4 ángulos de la tierra (v.8), es decir, en las fronteras del Imperio Romano. Las organizará en torno a sus aliados Gog y Magog, formando con ellos un ejército numeroso como las arenas del mar, Gog era para los judíos y cristianos de los primeros siglos un conductor de hordas bárbaras contra Israel y Jerusalén, como lo sería más tarde para el mundo cristiano Atila con sus ejércitos. Gog, por instigación diabólica, reunirá una inmensa horda salvaje y bárbara al fin de los siglos para destruir a la Iglesia de Cristo, que, como Israel después de la restauración, vivía tranquila en torno a su Señor. Y esa horda feroz, como los ejércitos de Gog en Ezequiel, subirá por la llanura de la Tierra Santa para asediar el campamento de los santos y la ciudad amada (v.9), que es la Iglesia, y acabar con ella.

            Tanto en el AT, como en el NT, se emplea con frecuencia la expresión subir para indicar la ida a Israel, y sobre todo a Jerusalén. Y, en efecto, la tierra de que nos habla San Juan designa Israel; y la llanura debe de ser la de Esdrelón, lugar obligado de paso de los ejércitos invasores. Estas hordas invasoras deben de ser las mismas que juntaron los reyes de la tierra en Harmagedón para luchar contra Dios y el Cordero. Luego cercan el campamento de los santos, es decir, a los cristianos, que constituyen el verdadero pueblo de Dios, y a la ciudad amada, la Sión del AT, que aquí representa la nueva Jerusalén, la Iglesia de Cristo. Pero Dios acudirá en auxilio de los suyos.

            Como en Ezequiel y la literatura apocalíptica, la victoria se obtiene sin necesidad de lucha. El Señor hará descender fuego del cielo y los devorará. Con esto, el ejército invasor quedará totalmente destrozado. Satanás, que había tratado por todos los medios de destruir a la Iglesia, será definitivamente encarcelado. Ya no podrá volver a intentar la ruina de la nueva Jerusalén. Así terminarán las luchas seculares entre las 2 ciudades: la de Dios y la del Diablo.

            Se trata, naturalmente, de las luchas de las naciones infieles y de las herejías contra la Iglesia, que al final de los tiempos se desencadenarán con redoblado encarnizamiento. Una vez vencido el Dragón en este combate final, será arrojado en el lago de fuego, en donde le habían precedido la Bestia y el pseudoprofeta, y en donde serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos (v.10). La derrota de Satanás será definitiva. Ya no volverá a salir más del infierno, en donde se encontró con los emperadores que encarnaron a la Bestia, y los sacerdotes paganos y pseudo-doctores que combatieron el nombre de Cristo, tratando de seducir a los fieles. Allí serán atormentados sin fin, eternamente.

            El autor sagrado enseña claramente la eternidad de las penas del infierno. Y parece contemplar un período en que los enemigos de Dios y de su Iglesia desaparecerán totalmente. Tal vez se refiera al término del ciclo de la Iglesia perseguida y militante y al comienzo de la Iglesia triunfante. Se cierra el tiempo para dar principio a la eternidad.

ay) El juicio final, 20:11-15

11Vi un trono alto y blanco, y al que en él se sentaba, de cuya presencia huyeron el cielo y la tierra, y no dejaron rastro de sí. 12Vi a los muertos, grandes y pequeños, que estaban delante del trono; y fueron abiertos los libros, y fue abierto otro libro, que es el libro de la vida. Fueron juzgados los muertos, según sus obras, según las obras que estaban escritas en los libros. 13Entregó el mar los muertos que tenía en su seno, y asimismo la muerte y el infierno entregaron los que tenían, y fueron juzgados cada uno según sus obras. 14La muerte y el infierno fueron arrojados al estanque de fuego; ésta es la segunda muerte, el estanque de fuego, 15y todo el que no fue hallado escrito en el libro de la vida fue arrojado en el estanque de fuego.

            El autor sagrado pone con esta escena punto final a todas las luchas y agitaciones terrestres. Toda oposición contra Cristo y su Iglesia es desterrada para siempre. De este modo se podrá volver a una paz y a una felicidad que superarán con mucho la paz y la felicidad de nuestros primeros padres en el paraíso terrenal. Será la felicidad ininterrumpida del cielo.

            San Juan contempla a Jesucristo sentado en un trono, en disposición de juzgar al mundo. Es el Juicio Final, con el cual se pone término al drama terrestre. Dios va a asignar a cada uno la suerte que le han merecido sus obras por toda la eternidad. Dios mismo es el que juzga. El Juez supremo aparece sobre un trono. Y ante su presencia se produce un cataclismo, pues desaparecen el cielo y la tierra (v.11).

            El profeta Isaías también emplea una imagen bastante parecida: "La milicia de los cielos se disuelve, se enrollan los cielos como se enrolla un libro; y todo su ejército caerá como caen las hojas de la vid, como caen las hojas de la higuera". A la apertura del 6º sello se produjo una escena muy semejante, en la cual se debe de inspirar nuestro pasaje. Cuando Dios interviene en la historia, los elementos del cosmos se conmueven ante la presencia de su soberano Señor. La magnitud del cataclismo presente (el cielo y la tierra huyeron sin dejar rastro de sí) indica la importancia de la intervención divina.

            El trono sobre el cual aparecía sentado Dios, el Juez supremo, era alto, para significar de algún modo la alta dignidad de quien se sienta en él. Su color era blanco, propio de los personajes celestes, y que simboliza la victoria, la santidad, la justicia y al mismo tiempo la misericordia. La majestad del que se sienta en el trono es tan grande, que los cielos y la tierra no pueden soportarla y desaparecen sin dejar ningún vestigio. Serán reemplazados por un cielo nuevo y una tierra nueva.

            San Juan ve después delante del trono a los muertos que habían de ser juzgados (v.1). Eran los hombres que habían muerto, pero que ahora habían vuelto a la vida. La multitud estaba compuesta de personajes que en el mundo fueron socialmente poderosos y grandes; pero tampoco faltaban los humildes y de condición baja. Todos estaban de pie delante del trono, esperando la sentencia del Juez supremo.

            Cuando todos estuvieron reunidos, fueron abiertos varios libros. En unos estaban escritas las obras buenas y malas de cada uno de los hombres que habían de ser juzgados; pues, como dice el Libro de Henoc, "todo pecado es anotado día por día en el cielo en presencia del Altísimo". Según lo que resultare de estos libros, recibirá cada uno la sentencia. Para unos será la bienaventuranza, para otros la condenación eterna.

            La Escritura nos habla con frecuencia de los libros de Dios, como para indicar que en el juicio divino se sabrán todas las cosas que hicieron los mortales. Es un modo humano de concebir y expresar las cosas divinas, que de otra manera no podemos declarar. En realidad, como dice San Agustín, Dios no necesita de libros ni memoria para acordarse de lo que ha hecho cada uno. Su presciencia divina lo conoce todo y nada podrá escapar a su juicio infalible. Todos serán juzgados según sus obras. De donde se sigue que no basta la sola fe para salvarse, sino que son necesarias las obras buenas. En otro libro, es decir, en el libro de la vida, están escritos los nombres de los predestinados para la vida eterna. Cuantos no estén inscritos en este libro serán arrojados al conocido lago de fuego (v.15). Del libro de la vida se habla bastantes veces en la Biblia.

            Todos los muertos tendrán que comparecer a juicio, y nadie se librará de él. Porque tanto el mar, como la muerte y el infierno (o Seol) entregaron los muertos que tenían en su seno para que fueran juzgados según sus obras (v.15). El mar, el infierno y la muerte están aquí personificados como 3 monstruos insaciables, o como poderosos carceleros que tenían a los muertos encerrados en remotísimas prisiones. Sin embargo, ante el mandato de Dios, tienen que entregar dócilmente las presas que consideraban suyas.

            En Sal 139:8-9, el cielo, el mar y el seol son símbolos de los lugares más secretos e inaccesibles. Aquí significan que no hay lugar, por muy oculto que sea, que no tenga que restituir todos los muertos. Ni uno solo de ellos podrá librarse del juicio de Dios. El seol (ó Αιδης), que frecuentemente se traduce por infierno, no designa el lugar en donde los condenados serán atormentados por toda la eternidad. El seol, en el AT, designaba una región tenebrosa, una especie de caverna adonde iban las almas de todos los hombres, buenos y malos, después de la muerte. En él no se daban ni premios ni castigos. Los muertos vivían en el seol en un estado de semi-inconsciencia, y eran considerados como sombras de la existencia terrena. Por consiguiente, el seol (ó Αιδης), en el pasaje del Apocalipsis que estamos comentando, designa un lugar provisional, que ha de desaparecer cuando Dios llame a juicio a los muertos.

            La muerte y el seol, personificados, son castigados como culpables: fueron arrojados al estanque de fuego (v.14). Este castigo significa la ruina de su poder sobre la humanidad restaurada, es decir, sobre los elegidos. Su tiranía no se ejercitará ya más sobre los predestinados, sino sobre los réprobos. La victoria de Cristo sobre el pecado lleva consigo la victoria sobre la muerte, que nació del pecado. San Pablo nos dice que "el último enemigo reducido a la nada será la muerte". En el mundo futuro no existirá la muerte, como sucedía en el paraíso terrenal antes del pecado original. Y, sin la muerte, el seol no tendrá ya más razón de ser.

            El estanque de fuego, adonde fueron arrojados la muerte y el seol, es identificado con la 2ª muerte (es decir, la condenación eterna). Se le llama 2ª muerte por contraposición a la 1ª muerte, que se da cuando el hombre sale de este mundo.

            Esta 2ª muerte, que supone la condenación eterna, es lo mismo que el infierno o estanque de fuego. En él serán arrojados todos los hombres culpables y en él padecerán eternos suplicios los que no están inscritos en el libro de la vida (v.15). Son todos aquellos que no quisieron aprovecharse de las gracias que Jesucristo y su Iglesia les ofrecían. Esos tales serán arrojados al lago de fuego y de vida en premio de su buena conducta (Ex 32:32; Sal 69:29; Sal 139:16). En dicho libro también están escritos los predestinados a la gloria (Fil 4:3; Ap 3:5; 13:8; Lev 10:20; Heb 12:23) y los condenados al lago de azufre y fuego eterno, en donde habrá llanto y crujir de dientes, reservado para el Diablo y para cuantos le siguieron. Y con esto termina la historia del mundo.

            El autor del Apocalipsis hace hincapié, sobre todo, en la resurrección de los que no estaban inscritos en el Libro de la Vida. Después nos declarará la suerte dichosa de los justos en la Nueva Jerusalén. Hay, pues, una resurrección final para buenos y malos. Pero para los buenos será resurrección para la vida; en cambio, para los malos será resurrección para la muerte eterna.

az) La nueva Jerusalén, 21:1-22:5

            Después de haber descrito el exterminio de todos los enemigos de Dios y la desaparición del mundo del pecado, el vidente de Patmos pasa a describirnos el triunfo de la Iglesia. En una gloriosa visión que contrasta fuertemente con la de la destrucción y humillación de Babilonia (e.d. Roma), San Juan nos presenta a la nueva Jerusalén. Contempla a ésta descendiendo del cielo, vestida como una novia, porque representa a la Iglesia, a la Esposa del Cordero. En Ap 19:6-9 ya se había hablado de las bodas del Cordero con su Esposa la Iglesia.

            La fase terrestre de la Iglesia parece haber terminado en la perspectiva del hagiógrafo, y entramos en la eternidad. Lo que era objeto de esperanza (el vidente lo puso tantas veces ante los ojos de sus lectores para animarlos a sostener la lucha contra la Bestia) se ha convertido ya en una gloriosa realidad. Esta última parte del Apocalipsis desarrolla una visión trascendente, que insiste especialmente sobre la fase definitiva (eterna, de la Iglesia) pero sin omitir el aspecto espiritual y permanente de su fase de formación en este mundo. Ambas fases están, por lo demás, totalmente fundidas entre sí en la visión. Pero, en el conjunto, la visión prescinde completamente del fieri y del factura esse. El Apocalipsis siempre presenta en estrecha unión el aspecto militante y triunfante de la Iglesia.

            Esta última sección del Apocalipsis viene a ser una especie de síntesis de todo el resto del libro. Y se puede dividir en los puntos siguientes: 1º la Jerusalén celeste (v.1-8); 2º descripción de la Jerusalén futura (v.9-23); 3º bendiciones y bienaventuranza eterna (Ap 21:24-22:5).

La Jerusalén celeste, 21:1-8

1Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido; y el mar no existía ya. 2Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo. 3Oí una voz grande, que del trono decía: He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres, y erigirá su tabernáculo entre ellos, y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos, 4y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado. 5Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas. Y dijo: Escribe, porque éstas son las palabras fieles y verdaderas. 6Díjome: Hecho está. Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin. Al que tenga sed le daré gratis de la fuente de agua de vida. 7El que venciere heredará estas cosas, y seré su Dios, y él será mi hijo. 8Los cobardes, los infieles, los abominables, los homicidas, los fornicadores, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros tendrán su parte en el estanque que arde con fuego y azufre, que es la segunda muerte.

            San Juan ha hablado en el capítulo anterior del estanque de fuego en donde serán atormentados eternamente los malos. Pues bien, ahora, por una especie de contraposición, comienza a hablar con entusiasmo de la bienaventuranza de los elegidos en la creación restaurada. Una vez ejecutado el juicio final, se abre una nueva vida para los predestinados. Toda la naturaleza visible será renovada y transformada. Del mismo modo que, por el pecado del hombre, la naturaleza fue sometida a la maldición y a la corrupción, así también ahora, con la glorificación del hombre, será librada de la corrupción y pasará a un estado mejor.

            El vidente de Patmos contempla un cielo nuevo y una tierra nueva (v.1). Esta idea es un tema apocalíptico que tiene también grandes resonancias en las esperanzas mesiánicas. El profeta Isaías anuncia para los tiempos mesiánicos la creación de "cielos nuevos y una tierra nueva". Y los apócrifos judíos hablan también de la aparición de un mundo nuevo que saldrá del caos del mundo antiguo. El Libro de Henoc afirma claramente: "Después de esto, en la semana décima, tendrá lugar el gran juicio eterno. Y el primer cielo desaparecerá y pasará, y un cielo nuevo aparecerá, y todas las potestades del cielo brillarán eternamente siete veces más. Y después de esto vendrán semanas numerosas, que transcurrirán innumerables, eternas, en la bondad y en la justicia, y desde entonces el pecado no volverá a ser nombrado nunca más".

            Esta misma concepción se encuentra en el NT. En este sentido nos dice 2 Pe: "Nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su morada la justicia, según la promesa del Señor". El Apocalipsis, lo mismo que 2 Pe 3:13, entienden esta transformación de los últimos tiempos. Es algo parecido a la palingenesia, o nuevo estado de cosas, esperado por la literatura judía bajo el influjo de ciertos textos proféticos.

            Sin embargo, el Apocalipsis no enseña una destrucción o renovación real y material del mundo físico, sino que permanece en el campo del simbolismo. Lo que quiere decir San Juan es que, con el juicio divino (purificador más poderoso que el mismo fuego), los cielos y la tierra quedarán tan puros que verdaderamente parecerán otros. Quedarán totalmente libres de los impíos y de los malvados, perseguidores de la Iglesia. Por consiguiente, los cielos y la tierra serán nuevos, porque quedarán purificados.

            El apóstol Pedro, haciendo alusión a la historia de Gen 1:9, dice que la tierra salió del agua, y luego con el agua del diluvio fue purificada. Pero "los cielos y la tierra actuales están reservados, por la misma palabra, para el fuego, en el día del juicio y de la perdición". El fuego es el elemento de mayor energía purificadora, y, siendo tal la corrupción de los cielos, mancillados con el culto idolátrico que les rinden los hombres, y de la tierra, manchada con tantas iniquidades como en ella se cometen, necesitan un elemento de una gran fuerza purificadora para limpiarlos.

            San Pablo también espera una especie de nueva creación por la cual suspiran las criaturas, sintiendo como dolores de parto mientras llega la regeneración espiritual del hombre.

            El mar, a imitación de la tierra, desaparecerá del mundo nuevo que surgirá después de la gran purificación del juicio final. La desaparición del mar es también un rasgo apocalíptico que se encuentra en la literatura judía. Los Oráculos de las Sibilas afirman: "En el último período, sucederá que el océano se secará".

            El mar, resto del caos primitivo acuático (tehom tiamat), morada de los monstruos marinos (Tannim, Leviatán, Rahab y la Serpiente), y que tan peligroso resultaba para los que tenían que atravesarlo, tenía mala fama entre los antiguos. El Dragón del cap. 12 se apostó en la playa (junto al mar), y la Bestia de 7 cabezas y 10 cuernos salía del mar. Moisés, a la salida de Egipto, secó el Mar Rojo para que pasase el pueblo de Israel. En el mundo nuevo que surgirá al final de los tiempos ya no existirá el mar.

            Esta completa renovación del mundo exige que la nueva capital, la Jerusalén nueva, sea totalmente celeste. Por eso el autor sagrado dice que vio la ciudad santa descender del cielo del lado de Dios (v.2).

            La presenta personificada bajo la figura de una novia ricamente ataviada. Se le llama ciudad santa porque en ella surgía el templo del único Dios verdadero. Y al mismo tiempo será nueva porque en ella ya no habrá ninguna cosa impura o profana. Jerusalén era el símbolo de la alianza de Dios con el pueblo escogido.

            La literatura rabínica habla de la existencia de un modelo de la ciudad de Jerusalén junto a Dios antes de que fuera fundada en la tierra. San Juan se sirve de esta creencia judía de una Jerusalén preexistente, que se manifestaría en los tiempos escatológicos, para describirnos una nueva Jerusalén totalmente espiritual, mansión de los elegidos. Hacia esta ciudad futura, e ideal, se dirigían las miradas y las esperanzas de los israelitas (lo mismo que en Ez 40-48), especialmente después de la Destrucción de Jerusalén del 70 d.C. Jerusalén, en cuanto capital de la nación hebrea, viene a ser frecuentemente como la expresión del mismo pueblo. Y como Israel (según la concepción de los profetas) está íntimamente ligado con Yahveh por un vínculo conyugal, por eso se le llama Esposa de Dios.

            Esto mismo explica que en nuestro pasaje se dé a Jerusalén el nombre de esposa, en cuanto que representa al pueblo de Dios. En esta concepción profética se funda San Pablo para decir que Jerusalén es nuestra madre, porque representa al pueblo de los hijos de Dios, de los que creyeron en Jesucristo y aprendieron de él a llamar a Dios Padre. El mismo San Pablo considera a la Iglesia como Esposa de Cristo. Pues bien, San Juan extiende a la Iglesia triunfante lo que San Pablo dice de la Iglesia militante. Esta es la razón del lenguaje empleado en este pasaje, donde el autor sagrado ve a la Jerusalén glorificada que desciende del cielo ataviada como novia en el día de sus bodas.

            Con esta imagen se quiere expresar la alianza íntima e indisoluble del Cordero con su pueblo, con la Iglesia. Esta alianza íntima e indisoluble de Cristo con su Iglesia ya ha sido representada en el Apocalipsis bajo la imagen de unas bodas, pues Jesucristo es comparado en el NT a un esposo, y la Iglesia a una esposa. La esposa del Cordero que ve San Juan viene ataviada con sus mejores galas de novia, es decir, con la gracia y con las buenas acciones de los santos. Se dice, además, que la Nueva Jerusalén baja del cielo porque ha de ocupar el sitio de antes en la nueva tierra una vez purificada de todas las impurezas que antes la tenían manchada.

            Al mismo tiempo que ve esto San Juan, oye una voz fuerte que salía del mismo trono de Dios, pronunciada probablemente por algún querubín, que dice: He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres. (v.3). Es una alusión a la tienda o tabernáculo fabricado por Moisés en el desierto, dentro del cual habitaba Dios. La idea cumbre de la religión mosaica era la presencia de Dios en medio de su pueblo. Esta presencia de Dios se hace mucho más íntima en el NT por la gracia de Jesucristo y por los sacramentos.

            El autor sagrado nos dice que Dios plantará su tienda (σκηνώσει) entre ellos, haciendo un juego de palabras entre el término griego skene (lit. tienda) y la palabra hebrea sekinah, que era el símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo.

            La presencia de Dios entre los hombres expresa la idea de morada y de actividad que había comenzado a manifestarse por medio de la alianza de Dios con Israel en el Sinaí. La encarnación de Cristo mostró de un modo más pleno esa presencia de Dios entre los hombres y la espiritualizó. Pero todavía será más perfecta, definitiva y consumada al fin de los tiempos, cuando Dios habite y reine en medio de los elegidos en el cielo. Entonces sí que se podrá considerar a los bienaventurados como su pueblo, y a Dios llamarlo Dios con ellos, aludiendo a la profecía del Enmanuel, Dios con nosotros. Ezequiel también nos dice, hablando en nombre de Dios: "Pondré en medio de ellos mi morada, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo". Y el mismo profeta, después de haber visto cómo Dios abandonaba el templo profanado por los babilonios, y la vuelta de Yahveh a su morada de Sión, nos dice que el nombre de la ciudad será Yahveh Sammak (lit. Dios esta allí).

            En el AT se repite con frecuencia que Yahveh será el único Dios de Israel, e Israel será el pueblo predilecto de Dios. Si Israel cumple los preceptos del Señor, Dios le defenderá de los enemigos y lo llenará de felicidades. Pero si el pueblo pecaba y se apartaba de Dios, entonces Dios se retiraba de en medio de su pueblo. En la nueva Jerusalén, Dios habitará indefectiblemente en medio de los elegidos, que no provendrán únicamente de Israel, sino de todas las naciones de la tierra. En adelante ya no habrá distinción entre judío y gentil, sino que todos podrán entrar a formar parte del pueblo de Dios mediante la fe.

            La presencia continua e indefectible de Dios, en medio de los elegidos, traerá como consecuencia la exclusión absoluta de toda suerte de penalidades. Lo expresa el autor sagrado con expresiones muy gráficas: enjugara las lagrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado (v.4).

            Se trata de un texto inspirado en el profeta Isaías, el cual dice: "El Señor destruirá la muerte para siempre, y enjugará las lágrimas de todos los rostros, y alejará el oprobio de su pueblo, lejos de toda la tierra". Un nuevo orden de cosas será inaugurado. En él cesará toda miseria, y los elegidos serán colmados de felicidad en la nueva Jerusalén, porque la primera condición de la bienaventuranza es la exclusión de todo mal. Con esto comienza el reino de la alegría y de la felicidad. El Libro de Henoc también nos describe la felicidad del reino mesiánico en estos términos: "Y la tierra quedará limpia de toda corrupción, de todo pecado, de todo castigo y de todo dolor, y no enviaré más estos azotes sobre la tierra hasta las generaciones y hasta la eternidad".

            Después, es el mismo Dios quien toma la palabra, para dirigirse al vidente (v.5). Es la 1ª vez que en el Apocalipsis se dice expresamente que Dios toma la palabra. Esta intervención suprema de Dios se explica bien si tenemos en cuenta la gravedad de las últimas revelaciones con que termina el libro. Dios declara que todo será renovado: He aquí que hago nuevas todas las cosas. De este modo anuncia la grande restauración de todas las cosas en Cristo. La renovación será tal y tan definitiva, que hará olvidar todo lo pasado. Así se realizarán las antiguas promesas hechas al vidente de Patmos en sus visiones pasadas.

            Esta promesa de la renovación total del orden humano y espiritual es ciertísima, pues así lo asegura el mismo Dios, cuyas palabras son fieles y verdaderas. Y aunque el hecho todavía no se ha realizado, es tan cierto que se llevará a efecto, que ya se considera como realizado. Por eso, los designios de Dios son presentados como ya cumplidos, pues el alfa y la omega, el principio y el fin (v.6) ejecutará todo lo prometido desde la 1ª letra hasta la última. Dios es el que dirige la historia, y, por consiguiente, sabrá ordenar todas las cosas a su fin primario, que es a su misma glorificación y a la exaltación de su Iglesia. Todo comienza y termina en Dios, porque él es el Creador de todos las cosas, y todos los seres convergen ininterrumpidamente hacia él como a su centro y a su fin.

            A los cristianos que se hayan mostrado valientes y hayan salido vencedores en las luchas pasadas, y a todo el que tenga sed, Dios les concederá bondadosamente derecho a la inmortalidad bienaventurada al lado de Jesucristo. Esto es lo que significa dar de beber gratis de la fuente de agua de vida. El que tenga sed designa a aquellos que sienten ansias de felicidad espiritual y cumplen los requisitos establecidos por Cristo y la Iglesia para obtenerla. Dios concede esa felicidad bienaventurada gratuitamente, en cuanto que es un don gratuito de Dios, y porque se conseguirá sin fatiga y sin sufrimientos en el cielo. Cristo apagará todos los deseos de los elegidos, dándose él mismo a ellos como fuente de bienaventuranza eterna.

            Esto se cumple ya en parte en este mundo cuando los cristianos reciben la gracia y los sacramentos; pero Dios los saciará todavía mucho más perfectamente en el cielo. Aquí alcanzará la promesa divina su más sublime realización cuando Dios comunique a sus fieles la vida feliz de que él goza. Entonces se realizará la perfecta adopción de los cristianos como hijos de Dios que Cristo nos comunica ya en este mundo. Porque en el cielo es donde entramos en posesión de aquella divina herencia, la cual sólo poseemos en esperanza en este mundo. Pero únicamente la obtendrán los vencedores en las persecuciones y en las dificultades de la presente vida y aquellos que hayan renunciado a todo lo de este mundo por amor de Cristo. Éstos tales recibirán una magnífica recompensa en el cielo, y Dios será todo para ellos y ellos serán sus hijos. Esta promesa tantas veces anunciada en la Escritura adquiere aquí su realización escatológica y definitiva.

            Esta es la suerte feliz que aguarda a los cristianos vencedores. En cambio, los cristianos cobardes, que no se atrevieron a enfrentarse con la persecución (los infieles, los idólatras y, en una palabra, todos los malos) serán terriblemente castigados (v.8). San Juan nos da una lista de aquellos que, habiendo cometido acciones abominables a los ojos de Dios, serán arrojados al estanque de fuego.

            En 1º lugar se refiere a los cristianos remisos y cobardes que, al sobrevenir la persecución, no supieron luchar contra la Bestia y renegaron de Cristo. En 2º lugar se refiere a los infieles que han rehusado la fe, cerrando los ojos a la luz de la verdad y de la revelación. Muchos de éstos se han hecho abominables a los ojos de Dios por haberse entregado a vicios execrables e impuros, especialmente a los vicios contra la naturaleza. La perversión moral de estos viciosos viene a causar como mareo en aquellos que perciben su intolerable hedor. En 3º lugar se refiere a los homicidas (o asesinos), los fornicadores, los hechiceros (que en sus artes mágicas se sirvieron del engaño), los idólatras y todos los embusteros (los falsos doctores, que enseñaron doctrinas erróneas) serán castigados por Dios con la muerte eterna, en el estanque de fuego y azufre. Esta muerte eterna es llamada aquí la 2ª muerte por contraposición a la muerte 1ª muerte (o muerte corporal), que se da cuando el hombre sale de este mundo.

            Este pasaje del Apocalipsis puede considerarse como el eco de aquella afirmación de San Pablo en 1 Cor: "¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios".

La Jerusalén futura, 21:9-23

9Vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, llenas de las siete últimas plagas, y habló conmigo y me dijo: Ven y te mostraré la novia, la esposa del Cordero. 10Me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo, de parte de Dios, que tenía la gloria de Dios. 11Su brillo era semejante a la piedra más preciosa, como la piedra de jaspe pulimentada. 12Tenía un muro grande y alto y doce puertas, y sobre las doce puertas doce ángeles y nombres escritos, que son los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel: 13de la parte de oriente, tres puertas; de la parte del norte, tres puertas; de la parte del mediodía, tres puertas, y de la parte del poniente, tres puertas. 14El muro de la ciudad tenía doce hiladas, y sobre ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero. 15El que hablaba conmigo tenía una medida, una caña de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muro. 16La ciudad estaba asentada sobre una base cuadrangular, y su longitud era tanta como su anchura. Midió con la caña la ciudad, y tenía doce mil estadios, siendo iguales su longitud, su latitud y su altura. 17Midió su muro, que tenía ciento cuarenta y cuatro codos, medida humana, que era la del ángel. 18Su muro era de jaspe, y la ciudad oro puro, semejante al vidrio puro; 19y las hiladas del muro de la ciudad eran de todo género de piedras preciosas: la primera, de jaspe; la segunda, de zafiro; la tercera, de calcedonia; la cuarta, de esmeralda; 20la quinta, de sardónica; la sexta, de cornalina; la séptima, de crisólito; la octava, de berilo; la novena, de topacio; la décima, de crisoprasa; la undécima, de jacinto, y la duodécima, de amatista. 21Las doce puertas eran doce perlas, cada una de las puertas era una perla, y la plaza de la ciudad era de oro puro, como vidrio transparente. 22Pero templo no vi en ella, pues el Señor, Dios todopoderoso, con el Cordero, era su templo. 23La ciudad no había menester de sol ni de luna que la iluminasen, porque la gloria de Dios la iluminaba y su lumbrera era el Cordero.

            El vidente de Patmos pasa ahora a describirnos el esplendor y la gloria de la Nueva Jerusalén. La visión presente es relacionada un tanto artificialmente con el septenario de las copas de Ap 17:155. Un ángel, probablemente el mismo que había mostrado a San Juan la gran Ramera y su ruina, le muestra ahora la Esposa del Cordero (v.9). Ambas figuras se oponen totalmente. Por un lado está la Esposa (pura y virgen), y por otro la Ramera (llena de corrupción y podredumbre). La Roma pagana (es decir, la gran Ramera) se vio de repente despojada de su soberanía y de su gloria humana, y fue precipitada en la ruina. La nueva Jerusalén (o sea, la Iglesia) fue, en cambio, levantada de la humillación en que la habían sumido las persecuciones, hacia la gloria eterna. Esta será la Novia, la Esposa del Cordero que el ángel va a mostrar al vidente. Ya hemos dicho más arriba que en el NT la Iglesia es llamada la Esposa de Cristo.

            En esta visión, el simbolismo de la esposa es empleado de un modo un poco diverso del que encontramos en Ap 21:2-3. Mientras que en Ap 21:2-3 San Juan contempla a la Nueva Jerusalén engalanada como una novia que va al encuentro de su novio, en Ap 21:9-10 se dice que la Esposa del Cordero es la ciudad santa de Jerusalén, que desciende del cielo. Y en los versículos siguientes se nos describe la hermosura de esta ciudad.

            Por consiguiente, en esta 2ª visión se hace hincapié en la personificación de Jerusalén bajo la figura de una mujer. Se insiste en la idea de ciudad llena de hermosura. En cambio, en Ap 21:1-8, la Nueva Jerusalén es considerada más bien como morada de felicidad para los que la habitan, pero sin insistir en la idea de ciudad en cuanto tal. En realidad, ambas visiones se completan mutuamente. Por eso no seguimos a la opinión de aquellos que consideran Ap 21:955 como un pasaje que no formaba parte primitivamente del cap. 21 del Apocalipsis. La imagen de una mujer-ciudad se emplea también en 4 Esd 10:25-27. En adelante, San Juan ya no volverá a hablar de Jerusalén como Esposa del Cordero, sino de Jerusalén como ciudad.

            El vidente de Patmos es transportado, como Ezequiel, en espíritu a un monte grande y alto. Y el ángel le mostró la ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo (v.10). La Nueva Jerusalén será edificada sobre ese monte elevado. La ciudad santa será como la acrópolis del mundo nuevo, de la tierra nueva, fundada para la eternidad, la cual atraerá hacia sí a todas las gentes. La descripción de esta ciudad, que viene a continuación, está inspirada en la descripción que hace Ezequiel de la Jerusalén ideal de los tiempos mesiánicos, y toda esta sección (de Ap 21:9-22:5) contiene numerosas alusiones a Ez 40-48.

            En efecto, el profeta Ezequiel había sido transportado también en espíritu a Jerusalén, edificada sobre un monte altísimo. Y un ángel, con instrumentos de medir, le fue mostrando todas las partes del templo. Describe sus puertas gigantes y un manantial que salía del mismo templo. La diferencia que existe entre Ezequiel y San Juan está en que el Apocalipsis se detiene principalmente en la descripción de la Nueva Jerusalén, mientras que a Ezequiel le interesa más el templo. La razón de esto nos la da el mismo San Juan al decirnos que no vio templo en la Nueva Jerusalén, porque el Señor, como el Cordero, era su templo.

            Juan ve la nueva Jerusalén bajar del cielo envuelta en la gloria de Dios y brillante como jaspe pulimentado (v.11). Esta claridad de la Jerusalén Celeste es la claridad misma de Dios, es el fulgor de su presencia, pues Dios habita en ella y la ilumina. El resplandor, comparable al de las piedras más preciosas, proviene de esta divina presencia; es una participación de la gloria de Dios que en ella mora. La hermosura de todas sus partes es el reflejo de la belleza espiritual de todos los que la habitan.

            La ciudad tenía un muro grande y alto (v.12), como todas las ciudades antiguas. No se podía concebir en aquellos tiempos una ciudad sin murallas que le sirvieran de protección. Sin embargo, en este caso, el muro es puramente ornamental, pues no habrá peligro de ataques por parte de fuerzas enemigas. El muro de la ciudad tenía 12 puertas, que llevaban por nombre los de las 12 tribus de Israel, como sucedía también en la Jerusalén de la visión de Ezequiel. Además, en cada puerta había un ángel, que tenía por misión vigilar la entrada y defenderla. Las puertas estaban distribuidas 3 en cada uno de los puntos cardinales, de donde se infiere que la ciudad era cuadrada y que estaba perfectamente orientada (v.13).

            El muro constaba de 12 hiladas (12 cimientos), sobre las cuales se levantaba la muralla y la ciudad. Tal vez habría que concebir estos cimientos dispuestos en hiladas superpuestas y quizá un poco salientes. Cada uno de los cimientos llevaba el nombre de uno de los apóstoles del Cordero (v.14). La Nueva Jerusalén, que es la Iglesia, está edificada, pues, sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, como decía también San Pablo.

            El esplendor de la descripción de la ciudad está en armonía con la descripción del trono de Dios y la corte celestial en Ap 4-5. San Juan se inspira en Ez 48:30-35. Pero la descripción del Apocalipsis es más rica y más llena de colorido. Las 12 puertas tienen relación, sin duda, con las 12 tribus místicas que forman el Israel de Dios (el Israel espiritual), y expresan la idea de catolicidad. Los nombres de los 12 apóstoles en las 12 hiladas de los muros significan la parte que los apóstoles han tenido en la fundación de la Iglesia, y destacan su apostolicidad. El autor sagrado ha querido mostrar, con estas cifras y alusiones, la unión existente entre el AT y NT. No son 2 revelaciones distintas, sino una sola y única revelación. Además, ha querido poner de relieve la universalidad (o catolicidad) de la Jerusalén Celeste.

            A continuación, San Juan describe las dimensiones de la Jerusalén Celeste. La medición tiene por finalidad primordial el destacar la perfección acabada del plano de Dios y admirar su hermosura. Ezequiel nos ha dejado descritos los planos de la ciudad de Jerusalén de los tiempos mesiánicos y de toda la Tierra Santa. San Juan empieza, notando que el ángel que le hablaba tenía en sus manos una caña de oro para medir la ciudad (v.15). El intérprete de Juan tiene una caña de oro porque en la Jerusalén celeste no cabe otra cosa de menos valor. De hecho, tanto el profeta Ezequiel como el profeta Zacarías ya nos habían presentado a sendos ángeles, con cañas de medir en sus manos, para medir la Jerusalén mesiánica.

            El plano de la Jerusalén celeste era cuadrangular, lo que es un signo de perfección. La medida de su longitud como de su anchura, realizada por el ángel, resultó ser de 12.000 estadios; es decir, de unos 2.200 km (v.16). El estadio era una medida de longitud de unos 185 m. Una cifra que, multiplicada por 12.000 estadios, da la cifra de 2.200 km. Estas dimensiones astronómicas no nos han de extrañar si tenemos presente que aquí se mide la Jerusalén Celeste, en donde han de morar con el Señor todos los ángeles y santos, que suponen millones y millones. Las cosas del cielo han de aventajar en mucho a las de la tierra. La cifra de 12.000 estadios es evidentemente simbólica, y corresponde al número de las tribus de Israel (pues la Iglesia es el nuevo Israel), multiplicado por 1.000 en signo de multitud. El autor sagrado, dándonos estas proporciones gigantescas, quiere destacar la grandeza de la nueva Jerusalén.

            Lo más curioso en esta descripción es que la altura, la anchura y la longitud de esta ciudad son iguales. Sería difícil concebir o imaginar una ciudad que tuviera la misma anchura, la misma altura y la misma longitud. Tendría la forma de un cubo perfecto, con 555 km de alto, lo cual no es imaginable para una ciudad. Pero si una ciudad en forma de cubo perfecto no es concebible para nosotros, resulta una imagen muy apta para expresar el concepto de estabilidad y de perfección. Tanto más cuanto que el santo de los santos del Templo de Jerusalén formaba un cubo perfecto. Con lo cual parece querer indicarnos el hagiógrafo que la Jerusalén Celeste será el templo de Dios. También podría concebirse su forma como la de los famosos zigutats babilónicos, es decir, en forma piramidal. De todas maneras es conveniente tener presente que también la literatura rabínica exorbita las proporciones de la Jerusalén de los tiempos mesiánicos: se elevaría sobre el Sinaí y llegaría hasta el cielo, pidiendo a Dios sitio arriba, porque no cabía en la tierra.

            La altura del muro era de 144 codos, que viene a dar unos 72 m, lo que resultaría demasiado desproporcionado con la elevación de la ciudad (v.17). La cifra 144 codos corresponde también al nº de las 12 tribus de Israel (elevado al cuadrado, o 12 x 12). La medida con que medía el ángel era medida humana, es decir, medida ordinaria, común entre los hombres cuando escribía San Juan. Por consiguiente, aunque las medidas eran tomadas por un ángel, no obstante están computadas según los cálculos ordinarios de los hombres.

            La Nueva Jerusalén estaba construida con materiales riquísimos, que sirven para darnos una idea de su hermosura y esplendidez. La ciudad era de oro puro, transparente como el vidrio puro (v.18). Era, por lo tanto, como un bloque de oro resplandeciente y translúcido. Los fundamentos del muro de la ciudad estaban adornados de toda clase de piedras preciosas (v. 19-20). La idea de una construcción con piedras preciosas puede provenir del profeta Isaías, el cual nos describe la gloria de la Jerusalén mesiánica en estos términos: "Voy a edificarte sobre jaspe, sobre cimientos de zafiro. Te haré almenas de rubí y puertas de carbunclo, y toda una muralla de piedras preciosas".

            Cada una de las piedras preciosas de nuestro texto del Apocalipsis pudo tener en la mente de San Juan un sentido simbólico que hoy no se puede determinar con certeza. Los nombres de las piedras corresponden, en parte, a las que el sumo sacerdote judío llevaba en el pectoral y a las que adornaban los vestidos del rey de Tiro según la descripción del libro de Ezequiel. El jaspe debe de ser el jaspe verde. El zafiro era una piedra preciosa de color celeste (parecida al lapislázuli). La calcedonia es una piedra verde y tornasolada como el cuello de los pichones. La esmeralda es una gema de color verde. La sardónica es una variedad del ónice en el que el blanco se mezcla con el rojo. La cornalina es una piedra preciosa de color rojo cárneo. El crisólito es una piedra del color de oro. El berilo es una especie de esmeralda de color ligeramente verde-amarillo. El topacio es de color verde-dorado. La crisoprasa es una especie de ágata de color verde. El jacinto es una piedra preciosa de color violeta o rojo-amarillo. La amatista es una gema de color violeta.

            En toda esta profusión de piedras preciosas y de colores, producidos por la claridad que difundía la gloria de Dios, han visto los santos padres la diversidad de los dones de gracia y la multiplicidad de las virtudes de los bienaventurados. El alma de todo cristiano que está en gracia (y sobre todo la de los bienaventurados, por su perfección) refleja y manifiesta la perfección de la gloria divina.

            El muro de la ciudad estaba flanqueado por 12 puertas, tres a cada lado. Cada una de las puertas era una perla (v.21). La literatura rabínica nos habla de perlas con una anchura y una longitud de 30 álamos, que Dios emplearía para construir las puertas de Jerusalén de los tiempos mesiánicos. Las tales puertas no se cerraban ni de día ni de noche (v.25), porque allí no había peligro de enemigos. Sólo podían entrar y salir por ellas los que estaban escritos en el Libro de la Vida que tenía el Cordero. La plaza, que debía de estar en medio de la ciudad, era de oro puro, brillante como el cristal. Sobre esta maravillosa y refulgente pavimentación de la plaza se levantaba el trono de Dios. Sabido es que en el s. I el cristal era considerado como un objeto precioso por ser muy escasa su fabricación. En el tabernáculo construido por Moisés y en el templo de Salomón no entraban sino materiales preciosos. Pero todavía será mucho más en la ciudad celeste, construida para manifestar la magnificencia divina para con los elegidos.

            Fin esta maravillosa ciudad, San Juan no vio templo alguno, porque el Dios todopoderoso, con el Cordero, era su templo (v.22). Sorprende un poco esta constatación del vidente de Patmos, ya que antes nos ha hablado de un templo y de un altar en el cielo, en donde sus siervos (los elegidos) le dan culto día y noche. Juan empleó esta imagen tradicional para simbolizar diversas realidades. Pero cuando quiere expresar la gran realidad de la vida gloriosa en el cielo, esta imagen ya no le parece apropiada.

            El templo era el signo de la presencia invisible de Dios en medio de su pueblo. Mas en la Nueva Jerusalén, Dios y el Cordero estarán presentes visiblemente y los bienaventurados verán a Dios cara a cara. Por consiguiente, no es necesario un templo, porque todo el cielo es un templo. La gloria conjugada de Dios y del Cordero lo llena todo. La Jerusalén Celeste está inundada de la presencia inmediata de Dios y del Cordero, que constituyen su verdadero templo. El autor sagrado tenía posiblemente en el pensamiento aquel texto de Isaías: "Ya no será el sol tu lumbrera, ni te alumbrará la luz de la luna. Yahveh será tu eterna lumbrera, y tu Dios será tu luz. Tu sol no se pondrá jamás y tu luna nunca se esconderá, porque será Dios tu eterna luz".

            Dios y el Cordero son puestos en este pasaje en pie de igualdad como en otros lugares del Apocalipsis. De donde se deduce claramente que el Cordero es considerado por San Juan como una persona divina semejante al Padre. Los ciudadanos de la Nueva Jerusalén están iluminados por el resplandor luminoso de Dios y del Cordero. Por eso, la ciudad no había menester de sol ni de luna que la iluminasen (v.23). Todas estas expresiones han de ser tomadas en sentido espiritual. Dios es el sol que ilumina toda la vida interior del cristiano y será la luz indefectible, la verdadera bienaventuranza de los predestinados.

La Jerusalén bienaventurada, 21:24-22:5

24A su luz caminarán las naciones, y los reyes de la tierra llevarán a ella su gloria. 25Sus puertas no se cerrarán de día, pues noche allí no habrá, 26y llevarán a ella la gloria y el honor de las naciones. 27En ella no entrará cosa impura ni quien cometa abominación y mentira, sino los que están escritos en el libro de la vida del Cordero. 1Y me mostró un río de agua de vida, clara como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. 2En medio de la calle y a un lado y otro del río había un árbol de vida que daba doce frutos, cada fruto en su mes, y las hojas del árbol eran saludables para las naciones. 3No habrá ya maldición alguna, y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, 4y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y llevarán su nombre sobre la frente. 5No habrá ya noche, ni tendrá necesidad de luz de antorcha, ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará, y reinarán por los siglos de los siglos.

            Los v.24-27 están tomados de Isaías, el cual nos describe la gloria de la Jerusalén mesiánica con estas palabras: "Las gentes andarán en tu luz, y los reyes, a la claridad de tu aurora. Alza los ojos y mira en torno tuyo: Todos se reúnen y vienen a ti; llegarán de lejos tus hijos, y tus hijas son traídas a ancas. Guando esto veas resplandecerás, y palpitará tu corazón y se ensanchará. Vendrán a ti los tesoros del mar, llegarán a ti las riquezas de los pueblos. Te inundarán muchedumbres de camellos, de dromedarios de Madián y de Efa. Llegarán de Saba en tropel, trayendo oro e incienso y pregonando las glorias de Dios. En ti se reunirán los ganados de Gedar, y los carneros de Nebayot estarán a tu disposición. Extranjeros reedificarán tus muros, y sus reyes estarán a tu servicio, pues si en mi ira te herí, en mi clemencia he tenido piedad de ti. Tus puertas estarán siempre abiertas, no se cerrarán ni de día ni de noche, para traerte los bienes de las gentes con sus reyes por guías al frente; porque las naciones y los reinos que no te sirvan a ti perecerán y serán exterminados".

            El autor del Apocalipsis, inspirándose en estas imágenes de Isaías, nos describe la riqueza y el esplendor de la Nueva Jerusalén (es decir, de la Iglesia), y la representa como una ciudad que recibe el tributo de todos los pueblos. La Iglesia está compuesta de hombres de todas las naciones que se han convertido o se convertirán a la fe cristiana. La iluminación de las naciones y el homenaje de los reyes de la tierra (v.24) son imágenes isayanas, que significan la vocación y la salvación de los gentiles y la parte que habían de tomar en la vida gloriosa de la Nueva Jerusalén.

            En dicha ciudad (la nueva Jerusalén), las puertas estarán abiertas continuamente. Se trata de una invitación a todos los pueblos para que vengan a ella, pues nadie será excluido de esta santa ciudad, a no ser los impuros, los mentirosos y los que cometen abominaciones (v.23-27). Los verdaderos ciudadanos de la Jerusalén celeste serán los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero (es decir, los elegidos). A ella llevaran la gloria y el honor de las naciones, o sea todas las riquezas espirituales y todas las obras buenas de los que se salvan. Con estas imágenes, el autor sagrado quiere mostrarnos la universalidad o catolicidad de la Jerusalén celeste y, al mismo tiempo, su santidad, pues nada impuro, nada profano podrá entrar en ella.

            La gloria que alumbra la ciudad de Dios no es otra cosa para San Juan que la lumbre de la gloria con que Dios se da a conocer a los santos y los beatifica. Y la luz que derrama el Cordero es la gloria que sobre los santos mismos derrama la humanidad glorificada de Jesucristo, la cual, después de la visión beatífica de la esencia divina, será lo que más aumente la gloria de los bienaventurados.

            El autor sagrado continúa en Ap 22:1-5 la descripción de la Jerusalén Celeste, y nos habla de la felicidad de sus habitantes, sirviéndose de las imágenes del agua y de la del árbol de la vida.

            El agua escasea en Israel, y no hay en ella ninguna ciudad por medio de la cual corra un río que la alegre, como sucedía en Nínive (con el Tigris), en Babilonia (con el Eufrates), y como en el paraíso terrestre con aquella fuente que, dividida en 4 brazos, lo regaba y alegraba todo. Por eso Ezequiel en su descripción de la Jerusalén de la restauración, cuida de poner un río que fecundiza con sus aguas sus arrabales y da frescor y felicidad a la hermosa ciudad. El profeta nos describe un arroyo que sale del templo y corre hacia el oriente, y va creciendo cada vez más. Su cauce desciende por el valle Cedrón hasta el mar Muerto, cuyas aguas sanea y endulza, convirtiéndolas en fuente de riqueza. A ambas orillas de ese río crecen árboles frutales de toda especie, que dan un fruto cada mes y sus hojas son medicinales.

            Pues San Juan, para completar el cuadro de la Jerusalén del cielo, pone también en ella un río de agua de vida, clara como el cristal, que sale del trono de Dios y del Cordero (v.1) y corre por las calles de la ciudad. A un lado y a otro del río hay árboles plantados, árboles de vida, que dan 12 frutos al año y sus hojas son saludables para las naciones (v.2). Todo, pues, en ella es salud y vida. Sus frutos son frutos de vida, como los del paraíso, y las mismas hojas son medicinales.

            El árbol de vida de la Jerusalén Celeste da frutos continuamente para que todos puedan comer de ellos cuando lo deseen. Estos frutos perennes son el símbolo y, al mismo tiempo, significan el don de la inmortalidad. En dicha ciudad no habrá enfermedades ni muerte, porque las mismas hojas del Árbol de la Vida servirán de medicina para las gentes. Se refiere a la conversión de los gentiles cuando comenzaron a vislumbrar el triunfo de la Iglesia y la gloria de la Jerusalén Celeste.

            Todas estas imágenes sirven para expresar la dicha de los moradores del cielo, que gozan de vida eterna sin temor alguno de enfermedad ni de muerte. Son símbolos para significar cómo Dios se comunica a los elegidos. El río, los árboles con sus frutos y sus hojas, simbolizan la abundancia de los dones y de las consolaciones de que gozarán los bienaventurados en el cielo, y especialmente la visión beatífica, por la cual Dios se comunica a los elegidos con todos sus bienes. La visión beatífica es el río que alegra la Jerusalén Celeste, y en el cual beben los santos, logrando de esta manera la consolación de todas las aflicciones pasadas y la gloria e inmortalidad de los cuerpos.

            En cuanto a dicho río (que proporciona la visión beatífica), se dice que nace en el trono (donde se sientan Dios y el Cordero), y que representa a Dios (en cuanto lo comunica a los elegidos). Es decir, simboliza al Espíritu Santo. Y en este sentido parece constituir una alusión trinitaria bastante clara, ya que los ríos de aguas vivas simbolizan en San Juan el don del Espíritu Santo. De este modo, en la cumbre de la Jerusalén Celeste vemos a toda la Trinidad: el Padre ilumina la entera ciudad con su gloria, el Cordero la ilustra con su doctrina, y el Espíritu Santo la riega y fecunda con toda clase de bienes espirituales.

            Los v.3-5 precisan la naturaleza de la felicidad de los elegidos, sirviéndose de expresiones ya encontradas anteriormente. Los bienaventurados no tendrán temor alguno de perder la bienaventuranza ni de ser arrojados del cielo, porque allí no puede tener cabida ninguna tentación, ni pecado, ni dolor. En el paraíso terrestre nuestros primeros padres fueron tentados, cayeron en el pecado, y con él perdieron todos los dones preternaturales que poseían. No sucederá así en la Jerusalén Celeste: no habrá ya maldición alguna en ella, y el trono de Dios y del Cordero estará en ella (v.3). Entonces se cumplirá lo dicho por el profeta Zacarías acerca de la Jerusalén mesiánica: "Y morarán en ella, y ya nunca más será anatema y morarán en seguridad".

            No habrá peligro, por tanto, de que la Nueva Jerusalén sea condenada al anatema o al herem (aniquilador), tan corriente en las guerras antiguas. Los elegidos, en el cielo, no temerán condenas, porque no habrá pecado. La bienaventuranza de los predestinados se caracterizará por una tranquilidad sin límites. Reinarán, sin ser turbados, sobre todo el universo por toda la eternidad. En el cielo verán a Dios cara a cara (v.4), con lo cual quedará satisfecho el más profundo anhelo del hombre, pues la visión de la esencia divina es lo que propiamente hace bienaventurados a los santos.

            La visión de Dios cara a cara, privilegio exclusivo del Hijo de Dios y de los ángeles, será (según la promesa del NT) la herencia de todos los hijos de Dios, coherederos con Cristo. San Pablo también afirma que en el cielo veremos a Dios cara a cara: "Ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte, pero entonces conoceré como soy conocido". Y el mismo San Juan enseña a su vez en su 1ª epístola: "Sabemos que cuando aparezca seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es". Esta idea de la visión beatífica, de la plena felicidad en el cielo, sin duda que sería de gran efecto para infundir nuevos alientos a los cristianos perseguidos. Los que se mantuvieron fieles a Dios en este mundo reinarían sin fin con él y con el Cordero en el cielo.

            Los santos en el cielo llevarán el nombre de Dios sobre la frente para indicar que pertenecen eternamente a Dios y que siempre serán posesión de Dios. Reinarán por los siglos de los siglos (v.5) con Cristo y le servirán como sacerdotes en una liturgia eterna. No tendrán necesidad de luz de antorcha ni del sol, porque el Señor los iluminará con su presencia.

            Aquí debería terminar la última profecía de la Biblia, la más sublime de todas. Pero San Juan añadió un epílogo que insiste sobre el cumplimiento próximo de la profecía.

ba) Epílogo del Apocalipsis, 22:6-21

            El epílogo con el que se cierra el Apocalipsis viene a resumir el contenido del libro. Comprende una serie de sentencias un tanto inconexas, y escritas en un estilo entusiasta. Hablan en él alternativamente varios personajes: Juan, el ángel, Jesús y el Espíritu Santo. Las ideas dominantes de este epílogo son la insistente preocupación de autenticar las revelaciones que Juan nos ha ido exponiendo a lo largo de todo su libro, con el fin de que nadie se atreva a falsificarlas o a cambiarlas, y el anhelo que se manifiesta de la pronta venida de Cristo.

            En el epílogo se pueden distinguir los siguientes puntos: 1º genuinidad del libro (v.6-9); 2º profecía del libro (v.10-16); 3º llamamiento amoroso del Espíritu Santo a los cristianos y a la humanidad (v.17); 4º amenaza contra los falsificadores (v.18-19); 5º promesa de Jesús de su próxima venida (v.20); 6º salutación final, en forma de bendición (v.21).

Una profecía atestiguada, 22:6-9

6Y me dijo: Estas son las palabras fieles y verdaderas, y el Señor, Dios de los espíritus de los profetas, envió su ángel para mostrar a sus siervos las cosas que están para suceder pronto. 7He aquí que vengo presto. Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro. 8Y yo, Juan, oí y vi estas cosas. Cuando las oí y vi, caí de hinojos para postrarme a los pies del ángel que me las mostraba. 9Pero me dijo: No hagas eso, pues soy consiervo tuyo, y de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro; adora a Dios.

            El que habla parece que debe de ser el mismo ángel que había servido de intérprete a San Juan en la postrera sección. Pero las palabras que dice en el ν.6 sólo convienen a Cristo. El interlocutor asegura que cuanto se contiene en el libro se cumplirá, y pronto, porque las palabras del Señor son fieles y verdaderas (v.6). Esta garantía se refiere al conjunto del Apocalipsis, pues la referencia de los v.6-7 a Ap 1:1-3 es bastante clara.

            Por el estilo y las referencias se ve que el autor del epílogo fue el que escribió el prólogo y el resto del Apocalipsis. El que envía al ángel es llamado el Señor, Dios de los espíritus de los profetas, porque durante la economía antigua Dios les comunicó de su espíritu de profecía. Para entender todo el sentido de estas palabras es conveniente volvamos los ojos al AT. Su contenido son multitud de promesas de Dios, cuyo cumplimiento se va retrasando cada vez más, de suerte que algunos ya dudaban de ellas. Pero la palabra de Dios no podía faltar, y Jesucristo vino a darle un cumplimiento muy por encima de cuanto podían los hombres esperar. Por eso, el Señor es llamado Fiel y Veraz en el Apocalipsis; y Cristo en el evangelio dice de sí mismo que es la Verdad.

            La idea de que esas promesas se cumplirán pronto aparece muchas veces en el Apocalipsis. Sin embargo, hay que tener presente que esas promesas tienen muchos grados, los cuales se van desenvolviendo poco a poco. Y si bien la plenitud de ese cumplimiento se retrasa, no sabemos cuánto (pues es un secreto del Padre), no obstante, el tiempo, comparado con la eternidad, apenas es un momento, y al fin se cumplirán por encima de lo que el hombre puede esperar. El Dios de la revelación es el Dios de los espíritus de los profetas, expresión que hay que explicar por el texto de 1 Cor 14:32, en donde espíritu significa inspiraciones. Se trata, por consiguiente, de los dones profetices, cuya fuente está en Dios. Él es el que envió sus inspiraciones a San Juan por ministerio de su ángel.

            En el v.7 es el mismo Jesucristo el que toma la palabra para confirmar lo dicho por el ángel sobre la proximidad de su venida. La expresión vengo presto se lee otras dos veces en este epílogo, y también en los primeros capítulos del Apocalipsis. Parece como reflejar la tensión espiritual de Juan, que espera la llegada inminente de Cristo. Y quiere que los cristianos se preparen a su vez para el día de su parusía. La venida de Jesús aquí, como la venida de Yahveh en el AT, puede tener lugar en diversos tiempos y según la obra que venga a realizar. Siempre que el Señor interviene en la historia de una manera especial, puede decirse que se ha producido una venida suya. Así, la venida puede ser más o menos pronta.

            Para cada cristiano en particular, la venida de Cristo tiene lugar en la muerte individual, pues con ella se decide su destino eterno. Por eso, el que vigile y el que esté atento a la llegada del Señor podrá ser llamado bienaventurado, porque Dios premiará la fidelidad con la gloria eterna. Si los cristianos guardan las palabras de la profecía del Apocalipsis siendo fieles, Dios será más fiel aún a las promesas hechas. Esta bienaventuranza es la 6ª de las 7 que cuenta el Apocalipsis. En ella se pone de relieve que, si el cristiano quiere obtener el cielo, ha de cumplir los preceptos divinos. La sola fe no basta para conseguir la felicidad eterna.

            Tras esto, San Juan atestigua la verdad de todo lo expuesto en el Apocalipsis: Y yo, Juan, oí y vi estas cosas (v.8). Es una especie de firma puesta al libro. En el cap. 1 encontramos testimonios parecidos a éste, y en el 4º evangelio el autor sagrado se expresa en términos muy semejantes. Todo lo cual nos demuestra que ha sido la misma mano la que ha compuesto estas obras, así como que la escena descrita trata de repetir la escena de Ap 19:10.

            Juan intenta hacer al ángel la cortesía de la adoración, tan común en los libros apocalípticos (v.8). Pero el ángel rehúsa esa cortesía extremada, que tiene parecido con la adoración de latría, la cual sólo se debe a Dios. De sí mismo confiesa el ángel que es un consiervo del Señor, igual que Juan y sus hermanos en la fe (v.9). El ángel es consiervo de Juan en cuanto que éste tiene que transmitir el mensaje recibido del ángel, que a su vez lo transmite de parte de Dios.

            Como en Ap 1:1.3, el autor del Apocalipsis se coloca con toda sencillez en el rango de los profetas, porque, a imitación de los profetas del AT, ha tenido que dar a conocer la revelación divina a los hombres. El ángel termina la frase diciendo: adora a Dios, que resume con fuerza el pensamiento de Juan y cuadra bien con el Apocalipsis, que es una protesta continua contra la idolatría.

Una profecía para toda la humanidad, 22:10-16

10Y me dijo: No selles los discursos de la profecía de este libro, porque el tiempo está cercano. 11El que es injusto continúe aún en sus injusticias, el torpe prosiga en sus torpezas, el justo practique aún la justicia y el santo santifíquese más. 12He aquí que vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. 13Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin. 14Bienaventurados los que lavan sus túnicas para tener derecho al árbol de la vida y a entrar por las puertas que dan acceso a la ciudad. 15Fuera perros, hechiceros, fornicarios, homicidas, idólatras y todos los que aman y practican la mentira. 16Yo, Jesús, envié a un ángel para testificaros estas cosas sobre las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella brillante de la mañana.

            Según el contexto, sería el ángel del v.9 el que continúa hablando; sin embargo, las palabras de los v.10-16 sólo pueden ser puestas en labios de Cristo a causa de la gravedad de las declaraciones que siguen. Jesucristo ordena a San Juan que no selle la profecía de este libro, porque su cumplimiento está cercano (v.10). El Apocalipsis está ordenado en gran parte a consolar y animar a los fieles, mostrándoles la especialísima Providencia de Dios sobre ellos. Por eso, San Juan no debe sellar estos oráculos, para que en cualquier tiempo puedan los cristianos encontrar en ellos alivio y consuelo.

            En contraste con la literatura apocalíptica, en donde se suele ordenar el mantener en secreto las visiones habidas, la revelación recibida por Juan no ha de permanecer oculta, sino que interesa manifestarla a la generación presente. Las profecías contenidas en ella comenzaban ya a cumplirse, y, por lo tanto, era urgente sacar provecho de ellas, preparándose para cuando llegasen los acontecimientos. Esta recomendación tenía particular interés para los contemporáneos de San Juan, que eran testigos de los hechos a los cuales alude en el Apocalipsis.

            Esto resulta particularmente claro por lo que se refiere a los cap. 2-13 del Apocalipsis. Pero también el resto del libro se presenta íntimamente ligado con lo que precede en virtud del artificio literario llamado recapitulación, según el cual el Apocalipsis no expondría una serie continua y cronológica de sucesos futuros, sino que describiría los mismos sucesos bajo diversas formas. Para San Juan lo mismo que para los antiguos profetas, el futuro se presenta a su mente sin perspectiva propiamente temporal o cronológica. La venida del reino de Dios tendrá lugar después de la ruina de Roma, del mismo modo que el reino mesiánico es asociado en Isaías a la derrota de Asiria.

            El plan de Dios se cumplirá, por tanto, y la mala voluntad de los hombres no podrá impedir el plan providencial divino. Por este motivo, el vidente de Patmos declara con cierta ironía que, mientras llega el cumplimiento de la profecía, cada uno considere lo que le conviene hacer: si trabajar en la obra de su santificación o dejarse llevar del pecado y del vicio (v.11). Es una figura retórica, la permisión, que se encuentra en diversos pasajes del AT. El verdadero cristiano ha de trabajar por santificarse: el justo practique aún la justicia y el santo santifíquese mas. La persecución revelará las disposiciones íntimas de cada uno.

            Pero la venida de Cristo fijará a cada uno en la actitud que haya elegido libremente. Esta venida es anunciada como inminente por el mismo Jesucristo: He aquí que vengo presto a dar a cada uno premio o castigo, según las obras que haya hecho (v.12). Esto tendrá lugar al fin de la vida de cada uno, y de un modo especial al fin del mundo, cuando el hombre todo entero, en cuerpo y alma, recibirá la retribución merecida. El salario (6μισ3όβμου), premio o castigo que trae consigo el Señor, se dará a cada uno según las obras que haya practicado. El tema del salario o recompensa es frecuente en la Escritura e incluso en el mismo Apocalipsis. Jesucristo se presenta en este pasaje como Juez supremo, con lo cual se da a indicar que está en el mismo plano de igualdad con Dios Padre, pues en otros lugares del Apocalipsis Dios Padre era el juez.

            Todas estas palabras de Cristo insisten en la inminencia de su venida y traen a la memoria las parábolas de la vigilancia, que tanto inculca Jesús en el evangelio.

            Jesucristo se aplica a sí mismo, como en Ap 1:17; 2:8, los títulos divinos que ya antes habían sido atribuidos a Dios. Él es el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin (ν.13). Con lo cual pone de manifiesto que él es Dios, igual al Padre, y que, por lo tanto, tiene poder para mantener sus promesas y sus amenazas. Puede juzgar a los hombres como Señor soberano de toda la creación. De ahí que declare bienaventurados a los que lavan sus túnicas en la sangre del Cordero (v.14), es decir, a los que han sabido aprovecharse de los efectos de la redención asimilándoselos. Estos son los únicos que podrán tener los vestidos limpios para ser admitidos al banquete celeste. Pues el lavado de los vestidos de los elegidos solamente podía ser llevado a cabo por medio de la sangre del Cordero.

            Se trata de la 7ª y última bienaventuranza del Apocalipsis. Y por ella, los que se han purificado en la sangre del Cordero (o sea, los que viven santamente) adquirirán el derecho a comer de los frutos del árbol de la vida y a entrar por las puertas de la Jerusalén celeste para permanecer en ella eternamente. Tener acceso al Árbol de la Vida y a la Jerusalén Celeste es lo mismo que entrar en la gloria.

            De esta ciudad santa serán excluidos los que no practican la ley de Dios y los que se han dejado arrastrar por los caminos de la inmoralidad.

            En 1º lugar no tendrán parte en la felicidad eterna los perros (v.15), es decir, los sodomitas y todos los manchados con los vicios de los idólatras. El perro era considerado por los hebreos como animal impuro, y era tenido, por este motivo, en gran menosprecio. En el AT, la expresión perros es empleada para designar a los hombres entregados a la prostitución y a los vicios de homosexualidad. Aquí simboliza a los hombres impuros y viciosos.

            En 2º lugar, tampoco entrarán en el cielo los hechiceros (los dedicados a las artes mágicas, muy en boga en Asia Menor en el s. I), ni los fornicarios (que cometían toda suerte de inmoralidades), ni los homicidas (que derramaban la sangre inocente de los cristianos, o de los pobres esclavos), ni de los idólatras (que, en lugar de adorar al Dios único y verdadero, daban culto a dioses falsos). Culto que muchas veces incitaba y conducía a la perversión moral.

            En 3º lugar, la lista se termina excluyendo de la Jerusalén Celeste a todos los que aman y practican la mentira, es decir, a todos los que se oponen a la doctrina de Cristo, que es la única verdadera. Cristo es la misma Verdad. Por eso, el que practica la mentira se hace amigo de Satanás, que es el Padre de la Mentira, y no puede tener parte con Jesucristo, Fuente de la Verdad.

            El Apocalipsis comenzaba con una visión introductoria en la que aparecía Jesucristo escribiendo las cartas a las 7 iglesias. Aquí el mismo Cristo da testimonio de la verdad de las revelaciones contenidas en dicho libro, y declara, como Señor de los ángeles, haber enviado un ángel para testificar todas estas cosas que van dirigidas a las iglesias (v.16). Es, pues, un nuevo testimonio de la autenticidad del libro dado por el mismo Jesús (cf. v.6-7). El ángel de que nos habla el v.16 puede muy bien ser el último que habla al vidente de Patmos, o tal vez pudiera ser un nombre colectivo que abarca a todos los ángeles que aparecen en el Apocalipsis como intérpretes de Juan.

            Cristo, que antes se declaraba principio y fin, ahora se dice la raíz y el linaje de David, o sea que Cristo se presenta a sí mismo con los caracteres del verdadero Mesías para que nadie sienta temor de caer en una ilusión. Jesucristo es, además, la estrella brillante de la mañana, que anuncia el despuntar de aquel día eterno al que no sucederá ninguna noche.

            Se trata de una estrella simbólica, que alude al principado de Cristo sobre todos los santos y sobre todos los reyes de la tierra. En el claro cielo de Oriente, el lucero de la mañana brilla sobre todos los astros. Por algo ocupó un lugar tan distinguido en la religión astral de los pueblos mesopotámicos. Pues a esta estrella se compara Jesucristo, que en el cuarto evangelio dice de sí que es la luz del mundo. Y de él dice el mismo San Juan que es la luz verdadera que viene a este mundo a iluminar a todo hombre.

Insistencia del Espíritu y la Iglesia, 22:17

17Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que escucha diga: Ven. Y el que tenga sed, venga, y el que quiera tome gratis el agua de la vida.

            El Espíritu Santo, que habita en la Iglesia y que en el corazón de los fieles ora con gemidos inenarrables, dirige de continuo a Jesús la súplica del Padrenuestro: el adveniat regnum tuum. Es el Espíritu divino el que obra en el corazón de la Esposa, es decir, en el corazón de la Iglesia, mientras vive y lucha aún en la tierra, y le hace pedir al Señor, su Esposo, que acelere su venida para librarla de las tribulaciones. La Iglesia desea ardientemente su venida, porque será la señal de la liberación de la persecución.

            La Iglesia, a semejanza de San Pablo, que "deseaba ser desatado de los lazos del cuerpo para estar con Cristo", suspira por poder unirse a su Esposo en la gloria. Iguales deseos y anhelos han de tener cuantos oyen la lectura del Apocalipsis, diciendo también: ¡Ven! Esta súplica que dirigen a Cristo es el marana-tha (lit. el Señor viene), fórmula aramea que se repetía durante las reuniones litúrgicas. El Apocalipsis la presenta traducida al griego.

            San Juan, a su vez, y dirigiéndose en este caso a todas las almas de buena voluntad, invita a todos diciendo: el que tenga hambre y sed de justicia y de felicidad verdaderas, que venga y beba de la fuente de agua de la vida que brota del templo y refresca la ciudad de Dios. El agua de la vida es el don actual de la gracia, de la unión espiritual con Cristo, de la cual participan las almas y que es garantía de la inmortalidad.

Una profecía intocable, 22:18-19

18Yo atestiguo a todo el que escucha mis palabras de la profecía de este libro que, si alguno añade a estas cosas, Dios añadirá sobre él las plagas escritas en este libro; 19y si alguno quita de las palabras del libro de esta profecía, quitará Dios su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa que están escritos en este libro.

            En nombre de Dios, el vidente de Patmos prohíbe severamente a los fieles el añadir u omitir algo de las profecías del Apocalipsis (v.18). Al que se atreviere a añadir algo, Dios añadirá sobre él las plagas escritas en este libro. La gravedad del castigo nos demuestra que el autor sagrado consideraba el mensaje del Apocalipsis como algo muy importante para la salvación de los hombres. Por eso quiere tomar sus precauciones contra los posibles falsificadores o correctores de su libro.

            Tales recomendaciones y conminaciones, encaminadas a proteger la integridad de un libro sagrado, no son nuevas, pues ya se encuentran en otros libros de la Biblia. San Juan se inspira aquí en las recomendaciones que suelen poner los escritores al final de sus obras rogando a los que copian que sean diligentes y corrijan con cuidado. La razón profunda de esta inmutabilidad del Apocalipsis se ha de buscar en la convicción que tenía Juan de su origen divino.

            El vidente parece que estaba seguro de que su libro era inspirado, lo que es de suma importancia para la historia del canon. Y precisamente por tratarse de una obra inspirada por el Espíritu Santo, amenaza con la ira de Dios al que se atreva a añadir o quitar algo. El que tal hiciere no tendrá parte en el árbol de la vida, ni será contado entre los ciudadanos de la Jerusalén Celeste, ni estará escrito en el libro de la vida (v.19). Expresiones todas que indican la exclusión de la bienaventuranza eterna. Los falsificadores del mensaje de Cristo no irán al cielo.

Promesas de Jesús, 22:20

20Dice el que testifica estas cosas: Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús.

            De nuevo vuelve a hablar Jesucristo, el que testifica estas cosas (cf. v.16), y promete su próxima venida: Sí, vengo pronto. Es la respuesta del Señor a la llamada que le habían hecho el Espíritu, la Esposa y los lectores del libro. Es la 7ª vez que repite la frase vengo pronto, y, como tal, constituye el sello definitivo con el cual se rubrica la esperanza ansiosa de los cristianos perseguidos. San Juan, en nombre suyo y de toda la Iglesia, implora con gran fe y expresa su ardiente deseo de que la venida del Señor se ejecute cuanto antes: Amén. Ven, Señor Jesús.

            El amén constituye un acto de fe en las promesas de Cristo y al mismo tiempo expresa el ansia de que se cumplan lo antes posible. La expresión Ven, Señor Jesús (ερχου κύριε Ιησού) debía de ser una plegaria corriente entre los primeros cristianos, pues San Pablo nos ha conservado el original arameo (marana-tha), que debían de emplear los fieles en las asambleas litúrgicas. La exclamación marana-tha se encuentra también en la Didaché y puede tener diferentes sentidos. El sentido que mejor cuadra aquí es el de simple deseo ¡Ven, Señor Jesús! También pudiera tener el matiz de una señal secreta conocida sólo de los cristianos, que, a modo de rúbrica, garantizaría la autenticidad del libro.

            San Juan cierra el Apocalipsis con esta hermosa frase, llena de fe y de esperanza: ¡Ven, Señor Jesús! Es como el resumen de todo el libro. Las angustias y persecuciones pasarán cuando Jesús venga a visitar a los suyos. Entonces enjugará todas las lágrimas de los afligidos cristianos.

Conclusión espistolar, 22:21

21La gracia del Señor Jesús sea con todos. Amén.

            El vidente de Patmos termina su libro como suelen terminar las cartas, deseando a todos la gracia del Señor Jesús para practicar el bien y huir del mal. El Apocalipsis comienza y termina en forma de carta, pues en realidad es una especie de epístola enviada a las iglesias cristianas del Asia Menor. La gracia que desea a sus lectores implica todos los favores divinos que dimanan de Cristo y que ayudan a conseguir la salvación eterna.

            San Juan muestra en este saludo final su caridad, no sólo para con los fieles de Asia, sino también para con todos los cristianos, si seguimos la lección del Códice Sinaítico (μετά των αγίων), ο, al menos, para con todos los que leyeren su libro (μετά πάντων, del Códice Alejandrino y del Códice Amiatinus). Les desea que la gracia los ilumine y los sostenga.

JOSÉ R. DÍAZ SÁNCHEZ-CID, Colaborador de Mercabá

 Act: 18/12/23     @tiempo de adviento         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A