Consuelo Cristiano

Navarra, 1 noviembre 2023
Joaquín Madurga, licenciado en Filosofía

         Ante la muerte de N., querida familia, vuestros amigos y convecinos hemos querido acompañaros: que no os sintáis solos. Os brindamos nuestro alivio como mejor podemos. Pero nos faltan las palabras. Aquí en la eucaristía, Dios nos ofrece su consuelo: el de su palabra y el de su presencia salvadora. En su palabra confiamos; y de su presencia esperamos la vida resucitada para N. y una vida nueva para nosotros en comunión con los demás.

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         ¡Qué necesitados de consuelo nos encontramos, queridos familiares y amigos de N., ante la muerte de un ser querido! Es que la muerte sitúa a la persona ante la soledad absoluta. Solo consigo mismo, en el interrogante existencial del «y después, ¿qué?», afronta la muerte quien es visitado por ella. Solos con la pena, con la impotencia, con mil «por qué» sin respuesta, con el vacío de la ausencia irremediable, quedamos nosotros al sufrir la pérdida de alguien cercano.

         Es entonces cuando se siente verdadera necesidad de consuelo. Pero no del consuelo inconsistente de unas palabras huecas y sin demasiado sentido, sino del consuelo en el verdadero significado de la palabra: con-solo (estar) «con el que está solo». En estas situaciones no sabemos qué decir, no nos salen ,las palabras. Es mejor callar y sencillamente estar cerca, acompañar y dejar que nuestro apretón de manos o nuestro abrazo sincero expresen lo que significan: «No te sientas solo; estoy contigo».

         Nosotros, queridos amigos, apenas somos capaces de más. Pero Dios sí. Por eso hemos venido a la iglesia, al encuentro con el Dios consolador. Y Dios se hace presente y cercano. En primer lugar, con el difunto. Dios no lo deja solo. Dios sale a su encuentro. Lo rescata de la muerte. Cristo es su compañero de viaje. Nos lo ha confirmado san Pablo en la primera lectura: «A los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él».

         Por tanto, para nuestro hermano (nuestra hermana) N., el mayor de los consuelos: ser conducido por Cristo a la casa del Padre, en la que «no habrá ya pobreza ni dolor, nadie estará triste, nadie tendrá que llorar», y ser llevado a la vida de comunión total en compañía de los santos y elegidos, al reino de la luz y de la paz, como pide la plegaria eucarística en el recuerdo por los difuntos.

         Pero Dios también se hace presente y cercano a nosotros. Tampoco nos deja solos, y nos ofrece su consuelo. El sí que tiene palabras realmente reconfortantes, porque son palabras de vida eterna. El sí que está con nosotros con su presencia de vida y salvación. Como nos decía San Pablo:

«No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo, a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras».

         Nuestro dolor es legítimo; nuestra aflicción es legítima. Pero no como los que no tienen esperanza, sino iluminados y enjugados por la fe.

         A nuestro consuelo humano, tan limitado, tan sin palabras, el consuelo cristiano añade al mismo Cristo resucitado, y con él, la seguridad de su compañía portadora de vida. ¡Qué entrañablemente ha expresado esta presencia del Señor el evangelio de san Juan!

         La condolencia de Jesús le lleva a llorar con Marta y María la muerte del hermano y amigo: «Jesús se echó a llorar». Pero le lleva también a pronunciar las palabras más consoladoras y portadoras de esperanza: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25). Y le lleva, además, a acercarse al amigo muerto para transformarlo con su presencia vivificadora: «Lázaro, ven afuera».

         Amigos, este es nuestro Dios del consuelo y el consuelo de nuestro Dios: con su palabra y con su acción salvadora en Cristo. Que nuestra actitud sea la que nos proponía el salmo responsorial: «A ti levanto mis ojos». Y que, con la confianza puesta en el Señor, celebremos en la eucaristía la presencia de Dios en la vida y en la muerte de N. y celebremos juntamente la presencia de Cristo con su vida nueva: «Yo soy la resurrección y la vida».

         Tenía razón Pablo para pedirnos que no nos afligiéramos como los que no tienen esperanza. Tenía razón para exhortarnos: «Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras».

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A tus manos, Padre de bondad, encomendamos a nuestro hermano (nuestra hermana) N., con la firme esperanza de que resucitará en el último día, con todos los que han muerto en Cristo. Te damos gracias por todos los dones con que lo (la) enriqueciste a lo largo de su vida; en ellos reconocemos un signo de tu amor y de la comunión de los santos.

Dios de misericordia, acoge las oraciones que te presentamos por este hermano nuestro (esta hermana nuestra) que acaba de dejarnos y ábrele las puertas de tu mansión. Y a sus familiares y amigos, y a todos nosotros, concédenos saber consolarnos con palabras de fe, hasta que también nos llegue el momento de volver a reunirnos con él (ella), junto a ti, en el gozo de tu reino eterno.

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JOAQUÍN MADURGA, Colaborador de Mercabá

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 Act: 01/11/23        @mes de difuntos           E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A