Por un Padre o una Madre

Navarra, 1 noviembre 2023
Joaquín Madurga, licenciado en Filosofía

         Al recibiros hoy en la Iglesia, queridos familiares de N., querríamos poner a vuestro lado todo el consuelo que necesitáis. Pero sabemos que nadie ni nada es capaz de llenar un vacío tan grande como el que deja un padre (una madre). Al menos, contad con todo el afecto de que somos capaces.

         Y contad, sobre todo, con el consuelo de Dios, que aprecia como nadie la valía incalculable de alguien tan insustituible en una familia y fructifica en resurrección su siembra generosa en el surco de la vida. En esta eucaristía Él, que es Padre y ama con ternura, viene a reconfortarnos con su palabra y con el misterio salvador de su Hijo.

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         Querida familia (esposa, esposo, hijos...), de N., familiares y amigos todos: ¡Qué doloroso resulta hablar a una familia que llora la muerte de su padre (madre)! No encontramos las palabras oportunas. Por eso, permitidme que recoja el gesto silencioso de todos los aquí reunidos que, sencillamente con nuestra presencia, queremos expresaros que estamos con vosotros, compartiendo vuestra pena y acompañando vuestro dolor.

         Pero, por otra parte, ¡qué consolador resulta acompañar en el adiós reconocido a un padre (una madre) que ha hecho de su vida una siembra de sacrificio, de trabajo y de cariño derramado con ternura en bien de su familia y en bien de otras muchas personas a quienes ha tratado como a su propia familia!

         Un padre y una madre de bien cumplen paso a paso en su vida el evangelio que hemos proclamado. Grano de trigo rompiéndose día a día en el surco del trabajo y de las labores, del esfuerzo y de la preocupación, del ganar el pan y del guisar en la cocina, del correr con el hijo enfermo y del esperar en insomnio la vuelta tardía de quienes aún no han llegado a casa.

         Grano de trigo en espera paciente: durante el largo invierno de los estudios de los hijos; en la búsqueda de trabajo para quien los terminó y no encuentra colocación; en la ayuda a mejorar el carácter difícil o en la aceptación del momento en que hijos e hijas han de ser «ellos mismos» y han de organizar sus vidas y sus propias familias.

         Una siembra sin medida y sin pasar factura. Un esconderse y desaparecer para que crezcan los de-más. Un ir dando la vida para engendrarla en otras vidas. Es la fecundidad del amor generoso. Porque, si alguien sabe de amor, es un padre y una madre buenos.

         Del amor auténtico que se trasluce en las palabras de Jesús: «El que se ama a sí mismo se pierde, pero el que se entrega y se da, ese se guarda para la vida eterna». O del amor de ternura al que se refería el salmo: «Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; porque El conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro».

         El amor de los padres es el más parecido al de Dios, porque es un amor limpio y tierno (¡Cuántos detalles de ternura recordamos de nuestros padres!) y porque, al estilo de Dios, también ellos «conocen nuestra masa», saben nuestras debilidades, pero confían en nuestras posibilidades. Siempre animando, siempre esperando, siempre asomados a la ventana, como en la parábola del evangelio, ansiando la vuelta de quien está lejos.

         A veces les reprochamos que no ven las faltas de sus hijos. Pero no se trata de eso; es que conocen sus deficiencias y su manera de ser y, desde ahí, les comprenden, les excusan y confían.

         Sí, el amor de los padres es el más parecido al de Dios, que también es padre y ama con entrañas de madre. Precisamente ellos, con el beso de las buenas noches, sentados en el borde de la cama, nos fueron enseñando los fundamentos de la fe: un Dios que nos quiere y al que llamamos ¡Padre! (como nos decía san Pablo); un Jesús que es nuestro hermano y amigo; una Virgen que es nuestra madre, y unas personas (todas) que son hermanas y hermanos nuestros.

         Con nuestros padres fuimos balbuciendo las primeras oraciones: padrenuestro, avemaría... ¡Cuántas situaciones y detalles os vendrán a la mente y al corazón a los que formáis el círculo familiar más próximo a nuestro hermano (nuestra hermana) N!

         Hermanos, tanto derroche de amor no va a quedar enterrado en el surco. Dios va a cumplir su palabra y N. va a fructificar en vida eterna. Su amor, santificado por el sacramento del matrimonio, ha sido signo del amor de Cristo a su esposa, la Iglesia: en donación generosa («Yo me entrego a ti»), en comunión total («en las alegrías y en las penas») y en alianza irrompible («todos los días de mi vida»).

         Cristo, que llevó su amor por la Iglesia hasta la muerte, lo llevó también hasta la resurrección. Y lleva consigo a quienes han sido «signos de su amor». La eucaristía que celebramos es cumplimiento de sus promesas y es compromiso para vivir su amor. Quien ama como él, al llegar la hora de llevar a cabo aquella promesa de «hasta que la muerte nos separe», verá cómo se transforma en «hasta que la muerte nos una» en la vida nueva de Dios.

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A tus manos, Padre de bondad, encomendamos a nuestro hermano (nuestra hermana) N., con la firme esperanza de que resucitará en el último día, con todos los que han muerto en Cristo. Te damos gracias por todos los dones con que lo (la) enriqueciste a lo largo de su vida; en ellos reconocemos un signo de tu amor y de la comunión de los santos.

Dios de misericordia, acoge las oraciones que te presentamos por este hermano nuestro (hermana nuestra) que acaba de dejarnos, y ábrele las puertas de tu mansión. Y a sus familiares y amigos, y a todos nosotros, concédenos saber consolarnos con palabras de fe, hasta que también nos llegue el momento de volver a reunirnos con él (ella), junto a ti, en el gozo de tu reino eterno.

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JOAQUÍN MADURGA, Colaborador de Mercabá

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