Por un Religioso

Navarra, 1 noviembre 2023
Joaquín Madurga, licenciado en Filosofía

         Hermanos, esta comunidad religiosa de N. (nombre de la congregación) celebra hoy la muerte cristiana de nuestro hermano (nuestra hermana) N., que ha vivido con el deseo de seguir a Jesucristo por el camino de la perfección evangélica. Ha formado familia con nosotros (nosotras), y sentimos su partida y lloramos su muerte con dolor de hermanos (hermanas). Como lo siente toda la (congregación, orden, instituto...), y como lo siente también su familia de sangre.

         Pero lo hacemos con el gozo profundo de que su vida consagrada ha sido un servicio a la Iglesia y a nuestros hermanos los hombres (en la vida contemplativa; en la enseñanza; en el ámbito sanitario...), y ha sido un signo de los cielos nuevos y la tierra nueva con los que el Padre coronará la obra redentora de su Hijo. La eucaristía, que fue el alimento de su vida religiosa, sea hoy garantía del paso a la vida definitiva con el Señor.

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         Queridos hermanos (queridas hermanas) de comunidad y de... (orden, congregación), familiares de N., y hermanos todos: Si alguien presenciara esta celebración sin conocer de cerca la vida religiosa, probablemente se extrañaría del tono gozoso de la misma. Quizás llegaría a dudar de los sentimientos humanos que los religiosos y religiosas tenemos ante la muerte de un miembro de nuestra comunidad. Ello supondría ignorar las lágrimas derramadas y el dolor padecido.

         Por supuesto, nosotros nos amamos como miembros de una entrañable familia y que nuestro corazón se rompe cuando alguien se nos va. Y por supuesto que echaremos de menos su compañía, su amabilidad, sus aportaciones a la vida comunitaria... (se pueden citar algunos rasgos de su forma de ser y de sus cualidades o servicios comunitarios). Por supuesto que la muerte de N. nos conmueve y nos apena profundamente.

         Pero por encima de todo, superando el dolor y la tristeza, deseamos expresar la fe, la esperanza y el amor que nos pide nuestra condición religiosa. Porque creemos y esperamos en la vida futura, optamos por este modo de vida, que es un signo anticipado de la misma. Porque amamos a Dios y a nuestro hermano (nuestra hermana), celebramos con esperanza gozosa su paso a esa plenitud de vida junto al Señor.

         Todo aquello en lo que ha creído y esperado N., ha llegado hoy a cumplirse. Y Aquel a quien ha amado, el Señor, le conduce a las bodas eternas en su reino. De ahí el gozo esperanzado de nuestra celebración. Y de ahí la reflexión que cada uno de nosotros hemos de llevar a cabo ante la muerte de un hermano (una hermana) de religión, para renovar con empeño acrecentado nuestra opción religiosa, con sus rasgos esenciales y sus exigencias.

         La vida religiosa es la consumación de la consagración bautismal. La consagración del bautismo, según lo expresa la primera carta de Pedro, nos ha convertido en «piedras vivas y sacerdocio santo, para que ofrezcamos sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo... Vosotros sois raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que os llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa» (1Pe 2, 4-5.10).

         Todo bautizado recibe dicha consagración y queda introducido en el sacerdocio de Cristo y en su misterio pascual. Su vida debe ser ofrenda permanente con el sacrificio del Señor, como hostia viva.

         La profesión religiosa lleva a plenitud aquella consagración bautismal. Si el bautismo nos hace morir con Cristo y resucitar con él, para ser un día glorificados con él, la consagración religiosa es referencia viva a ese final glorioso. Quienes se deciden por ella, optan por vivir en la tierra desde la realidad futura de la vida consumada, para ofrecer a todos los hombres un signo manifiesto y un anuncio y testimonio de aquella vida futura conquistada por el sacrificio de Cristo.

         La profesión religiosa es un signo ofrecido al mundo de que los bienes celestiales no son únicamente algo futuro, sino que están ya presentes en parte en este mundo (LG 44). De ahí que el programa de las bienaventuranzas, «dichosos los pobres, los sufridos, los pacientes, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y la justicia, los perseguidos...», no se viven meramente a ras de tierra, como una organización social cualquiera, sino que su compromiso, fuertemente encarnado en el mundo, se abre a la trascendencia del futuro «reino de los cielos», tal como indicaba el evangelio.

         Por eso y para eso, la opción de vivir los consejos evangélicos. Por eso y para eso, la estrecha unión con Cristo por medio de la oración, el culto divino y los sacramentos, especialmente la eucaristía. Por eso y para eso, la presencia de Cristo, que elige al religioso y le impulsa, con la fuerza del Espíritu, a una entrega total en el amor: en castidad, pobreza y obediencia. Como testimonio de la vida futura.

         De este modo, la opción por la castidad no es renuncia al amor. Es elevación al amor pleno con el que Cristo ama a su esposa, la Iglesia. Es un deseo de vivir aquí, en la tierra, el amor del cielo, donde, según el evangelio, «los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán» (Lc 20,35).

         La castidad tampoco es renuncia a formar familia. La comunidad es la nueva familia. No con lazos de sangre, sino con lazos espirituales. Símbolo y vivencia anticipada de la comunión de los santos del cielo. Todos los hombres son hijos, a los que amar y ayudar a renacer a la vida de Dios, hasta llegar a formar la gran familia de los hijos de Dios, herederos de su reino.

         La pobreza religiosa no es renuncia a no tener nada, sino a no tener nada propio. Se comparte la mesa y se comparten los bienes indispensables. En generosa sencillez. Dejando la ansiedad por los bienes terrenos, para vivir en busca de los bienes celestiales. Es un intento de vivir al estilo de aquellas primeras comunidades apostólicas, que el libro de los Hechos nos presenta como idealización de la comunión total de la vida futura.

         La obediencia no es una merma de la propia personalidad, sino vivencia a ejemplo de la sumisión de Cristo a la voluntad del Padre para la redención del mundo. Pero es, por eso mismo, búsqueda y logro de la verdadera libertad alcanzada por Cristo, a quien, «por haberse hecho obediente hasta la muerte, Dios lo ensalzó sobre todo y le dio el nombre sobre todo nombre» (Flp 2,8-9).

         Hermanos y hermanas, ese ideal de vida consagrada es el que ha seguido nuestro hermano (nuestra hermana) N. Es el ideal por el que hemos optado nosotros. Todo cuanto buscamos vivir como anticipo de la gloria del Señor se cumple realmente en la eucaristía.

         Que Cristo, el Señor, muerto y resucitado, que vive en la gloria de Dios Padre, haga realidad total en nuestro hermano (nuestra hermana) la vida en plenitud de la que fue testigo. Que se cumpla la visión profética que hemos proclamado:

«Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Y vi la ciudad santa de Jerusalén, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Esta es la morada de Dios con los hombres, y allí ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque el primer mundo ha pasado. Todo lo hago nuevo. Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin».

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Te pedimos, Dios todopoderoso, por tu hijo (hija) N., que, en su entrega total a Jesucristo, siguió la senda del amor perfecto; haz que pueda ahora contemplar, lleno (llena) de gozo, la manifestación de tu gloria, y disfrutar, junto a sus hermanos (hermanas) que le precedieron, de la eterna felicidad de tu reino.

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JOAQUÍN MADURGA, Colaborador de Mercabá

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 Act: 01/11/23        @mes de difuntos           E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A